—Me ha dicho que quería que condujese —explicó Wyzer mientras daba la vuelta al coche junto a la entrada de la cantera.
—¿Adónde? —inquirió Lois.
Estaba sentada en el asiento trasero con Dorrance. Ralph estaba en la parte delantera con Joe Wyzer, que no parecía muy seguro de dónde estaba ni de quién era. Ralph había subido un poco, sólo un poquito, al estrechar la mano del farmacéutico, ya que quería echar un vistazo al aura de Wyzer. Tanto ésta como el cordel de globo seguían ahí e irradiaban salud…, pero el estridente color amarillo anaranjado le parecía algo amortiguado. Ralph tenía la sensación de que se debía a la influencia del viejo Dor.
El camino forestal terminaba en un cruce en forma de T con un tramo de camino asfaltado de dos carriles. Wyzer se detuvo, verificó el tráfico y dobló a la izquierda. Pasaron junto a una señal que decía A LA AUTOPISTA I-95, y Ralph supuso que Wyzer se dirigiría al norte en cuanto llegaran a ella. Ya sabía dónde se encontraban, a unos cinco kilómetros al sur de la 33. Desde allí podían llegar a Derry en menos de media hora, y a Ralph no le cabía duda de que era ahí adonde se dirigían.
De repente, lanzó una carcajada.
—Bueno, aquí estamos —exclamó—. Tres alegres insomnes dando un paseo a mediodía. O quizá cuatro. Bienvenido al maravilloso mundo de la hiperrealidad, Joe.
Joe lo miró con una expresión irritada que se trocó en una ancha sonrisa.
—Así que es eso. —Y antes de que Ralph o Lois pudieran replicar—: Sí, supongo que sí.
—¿Has leído ese poema? —preguntó Dor a espaldas de Ralph—. ¿Ese que empieza «Cada cosa que hago la termino a toda prisa para poder hacer otra»?
Ralph se volvió y vio que Dorrance seguía exhibiendo aquella sonrisa ancha y plácida.
—Sí, Dor…
—¿No te parece una bomba? Es muy bueno. Stephen Dobyns me recuerda a Hart Crane, pero con menos pretensiones. O a lo mejor quiero decir Stephen Crane, pero no lo creo. Claro que no tiene la musicalidad de Dylan Thomas, pero ¿qué importa? Seguramente nada. En la poesía moderna no importa la musicalidad. Lo que importa es la cara dura… Quién la tiene y quién no.
—Madre mía —suspiró Lois poniendo los ojos en blanco.
—Probablemente podría contarnos todo lo que necesitamos saber si subiéramos unos cuantos niveles —intervino Ralph—, pero no quieres subir, ¿verdad, Dor? Porque el tiempo pasa más deprisa cuando subes.
—Bingo —repuso Dorrance.
Las señales azules que marcaban las entradas norte y sur de la autopista aparecieron ante ellos.
—Tendrás que subir más tarde, me imagino, y Lois también, así que es muy importante ahorrar todo el tiempo posible ahora. Ahorrar… tiempo.
Dorrance hizo un extraño gesto evocador, levantando sus huesudos dedos pulgar e índice y juntándolos en el aire como para visualizar un paso muy estrecho.
Joe Wyzer puso el intermitente, giró a la izquierda y subió por el carril de aceleración norte en dirección a Derry.
—¿Cómo te has metido en esto, Joe? —inquirió Ralph—. De todas las personas que viven en el West Side, ¿cómo es que Dorrance te ha escogido a ti como chófer?
Wyzer meneó la cabeza, y cuando el coche entró en la autopista, se desvió de inmediato hacia el carril de adelantamiento. Ralph alargó la mano y corrigió el rumbo a toda prisa, recordándose a sí mismo que lo más probable era que Joe Wyzer tampoco hubiera dormido mucho últimamente. Sintió un gran alivio al comprobar que la autopista estaba casi desierta, al menos a aquella distancia de la ciudad. Eso le ahorraría un poco de angustia, y sólo Dios sabía cuán ocupado estaría el departamento de angustias aquel día.
—Todos estamos vinculados por el Propósito —comentó Dorrance de repente—. Eso es el ka-tet, que significa uno hecho de muchos. Igual que muchas rimas hacen un poema, ¿comprendéis?
—No —replicaron Ralph, Lois y Wyzer al unísono, en un coro perfecto y espontáneo que les hizo reír con nerviosismo.
Los tres insomnes del Apocalipsis —pensó Ralph—. Que Dios nos ayude.
—Bueno, da igual —repuso el viejo Dor sin dejar de sonreír—. Tendréis que creer en mi palabra. Tú y Lois… Helen y su hijita… Bill… Faye Chapin… Trigger Vachon… ¡y yo! Todos formamos parte del Propósito.
—De acuerdo, Dor —intervino Lois—, pero ¿adónde nos lleva el Propósito? ¿Y qué es lo que tenemos que hacer una vez allí?
Dorrance se inclinó hacia delante y susurró algo al oído de Joe Wyzer, protegiéndose los labios con una mano hinchada y manchada por la edad. A continuación se reclinó de nuevo en su asiento con aire de profunda satisfacción.
—Dice que vamos al Centro Cívico —explicó Joe.
—¡El Centro Cívico! —exclamó Lois alarmada—. ¡No, eso no puede ser! Esos dos hombrecillos dijeron que…
—Eso no importa ahora —la interrumpió Dorrance—. Recuerda… Lo que importa es la cara dura. Quién la tiene y quién no.
Silencio en el Ford de Joe Wyzer por espacio de más de un kilómetro. Dorrance abrió el libro de poemas de Robert Creeley y se puso a leer uno, resiguiendo las líneas con la uña amarillenta de uno de sus viejos dedos. Ralph recordó de repente un juego al que en ocasiones habían jugado de niños…, un juego bastante desagradable. Se llamaba la Caza de Agachadizas. Se trataba de coger a niños más pequeños y más crédulos que tú, contarles una bola impresionante sobre la mítica musaraña, darles bolsas y mandarlos a pasar una tarde agotadora en los bosques húmedos, buscando pájaros imaginarios. Aquel juego también se llamaba A la Caza de los Gamusinos, y de repente, Ralph se vio embargado por la sensación de que Cloto y Láquesis habían jugado con ellos a ese juego en la azotea del hospital.
Se volvió en su asiento y se encaró con el viejo Dor. Dorrance dobló la esquina superior de la página que estaba leyendo, cerró el libro y miró a Ralph con expresión de educado interés.
—Nos dijeron que no debíamos acercarnos ni a Ed Deepneau ni al doctor 3 —dijo Ralph hablando despacio y con toda claridad—. Concretamente, nos dijeron que ni se nos ocurriera acercarnos a ellos, porque la situación les había conferido grandes poderes y nos podían eliminar como si no fuéramos más que moscas. De hecho, creo que Láquesis dijo que si intentábamos siquiera acercarnos a Ed o a Átropos, podíamos acabar recibiendo una visita de uno de los tíos del nivel superior…, alguien a quien Ed llama el Rey Carmesí. Y por lo que parece, no es un tipo nada simpático.
—Sí —corroboró Lois con voz débil—. Eso es lo que nos dijeron en la azotea del hospital. Dijeron que teníamos que ir a High Ridge. Para convencer a las mujeres de que cancelaran la conferencia de Susan Day.
—¿Y lo habéis conseguido? —inquirió Wyzer.
—¡Claro que no! Los amigos chalados de Ed han llegado antes que nosotros, han incendiado la casa y matado al menos a dos mujeres. A tiros. Creo que una era la mujer con la que teníamos que hablar.
—Gretchen Tillbury —explicó Ralph.
—Sí —asintió Lois—. Pero seguro que ya no hace falta que hagamos nada más. No puedo creer que celebren la reunión después de lo que ha pasado. No pueden. ¡Dios mío, al menos han muerto cuatro personas! Tienen que cancelar la conferencia o al menos aplazarla, ¿no?
Ni Dorrance ni Joe respondieron. Ralph tampoco respondió; estaba pensando en los ojos enrojecidos y furiosos de Helen.
¿Cómo puedes preguntar eso? —había dicho—. Si nos detienen ahora, habrán ganado.
Si nos detienen ahora, habrán ganado.
¿Existía alguna vía legal por la que la policía pudiera detenerlas? Probablemente no. ¿El ayuntamiento, entonces? Quizás. Quizá pudieran celebrar una reunión de urgencia y retirar el permiso al Centro de la Mujer. Pero ¿lo harían? Si había dos o tres mil mujeres furiosas y dolidas desfilando alrededor del ayuntamiento y gritando Si nos detienen ahora, habrán ganado, ¿les retirarían el permiso?
Ralph empezó a sentir un gran vacío en la boca del estómago.
Era evidente que Helen consideraba la reunión de aquella noche más importante que nunca, y que no era la única. Ya no se trataba de la elección ni de quién tenía derecho a decidir qué hacía o dejaba de hacer una mujer con su cuerpo; ahora se trataba de causas lo bastante importantes como para morir por ellas y vengar a los amigos que habían muerto por ellas. El precio del póquer había subido mucho, mucho. Ahora ya no se trataba de política, sino de una especie de réquiem secular por los muertos.
Lois le había agarrado el hombro y lo zarandeaba. Ralph bajó de las nubes, pero muy despacio, como un hombre al que despiertan en medio de un sueño increíblemente vívido.
—Cancelarán la conferencia, ¿verdad? Y aunque no lo hagan, si por alguna razón absurda no lo hacen, la mayoría de la gente no irá, ¿verdad? Después de lo que ha pasado en High Ridge les dará miedo ir.
Ralph reflexionó unos instantes y por fin denegó con la cabeza.
—La mayoría de la gente creerá que el peligro ya ha pasado. En las noticias dirán que dos de los radicales que han atacado High Ridge han muerto y que el tercero está catatónico o algo así.
—Pero ¿y Ed? ¿Qué pasa con Ed? —gritó Lois—. ¡Es él quien les ha ordenado atacar, por el amor de Dios! ¡Es él quien los ha enviado allí!
—Es posible, incluso probable, pero ¿cómo quieres demostrarlo? —inquirió Ralph—. ¿Sabes lo que creo que encontrará la policía en dondequiera que esté el cuartucho de Charlie Pickering? Una nota diciendo que todo ha sido idea suya. Una nota exonerando a Ed por completo, probablemente camuflada de acusación…, diciendo que Ed los abandonó cuando más lo necesitaban. Y si no encuentran una nota en el cuartucho alquilado de Charlie, la encontrarán en el de Frank Felton. O en el de Sandra McKay.
—Pero eso… eso es…
Lois se interrumpió mordiéndose el labio inferior antes de volverse hacia Wyzer con aire esperanzado.
—¿Y qué hay de Susan Day? ¿Dónde está? ¿Lo sabe alguien? ¿Lo sabes tú? Ralph y yo la llamaremos por teléfono y…
—Ya está en Derry —explicó Wyzer—, aunque no creo que ni la policía sepa exactamente dónde. Pero cuando el viejo y yo veníamos para acá, he oído en las noticias que el mitin de esta noche se celebrará… y parece ser que lo ha dicho ella misma.
Claro —pensó Ralph—. Claro que sí. Sigue el espectáculo, el espectáculo tiene que seguir, y ella lo sabe. Cualquiera que haya estado en la cresta de la ola del movimiento feminista todos estos años (maldita sea, desde la convención de Chicago de 1968) reconoce una oportunidad auténtica en cuanto la ve. Ha sopesado los riesgos y los considera aceptables. O eso o ha evaluado la situación y ha decidido que la pérdida de credibilidad que supondría largarse sería inaceptable. A lo mejor las dos cosas. En cualquier caso, es tan prisionera de los acontecimientos, del ka-tet como todos nosotros.
Ya estaban de nuevo a las afueras de Derry. Ralph ya divisaba el Centro Cívico en el horizonte.
Lois se volvió hacia el viejo Dor.
—¿Dónde está? ¿Lo sabes tú? No importa cuántos agentes de seguridad tenga alrededor; Ralph y yo podemos hacernos invisibles si queremos… y se nos da muy bien eso de hacer que la gente cambie de opinión.
—Oh, hacer cambiar de opinión a Susan Day no cambiaría nada —replicó Dor sin dejar de exhibir aquella sonrisa ancha y enloquecedora—. Irán al Centro Cívico pase lo que pase. Si llegan y se encuentran las puertas cerradas, las derribarán y entrarán y celebrarán el mitin a pesar de todo. Para demostrar que no tienen miedo.
—Lo hecho, hecho está —recitó Ralph con voz neutra.
—¡Exacto, Ralph! —exclamó Dor en tono risueño, al tiempo que le daba una palmadita en el hombro.
AL cabo de cinco minutos, pasaron junto a la espeluznante estatua de Paul Bunyan, que se erigía ante el Centro Cívico, y doblaron después de un cartel que rezaba ¡SIEMPRE HAY LUGAR PARA APARCAR EN SU CENTRO CÍVICO!
El aparcamiento se extendía entre el edificio del Centro Cívico y el hipódromo del parque Bassey. Si el acontecimiento de aquella noche hubiera sido un concierto de rock, un salón náutico o una exhibición de lucha, tal vez habrían tenido todo el aparcamiento para ellos solos a aquellas horas de la mañana, pero el acontecimiento de aquella noche estaría a años luz de una exhibición de baloncesto o de tracción de camiones. Ya había unos sesenta o setenta vehículos en el aparcamiento, y varios grupos de gente mirando el edificio. La mayoría eran mujeres. Algunas llevaban hamacas de picnic, otras lloraban y la mayor parte de ellas llevaba bandas negras en los brazos. Ralph vio a una mujer de mediana edad, rostro cansado e inteligente y una tupida melena de cabello gris, distribuyendo las bandas que sacaba de una bolsa. Llevaba una camiseta con una fotografía de Susan Day y las palabras NO NOS MOVERÁN.
La zona de paso que había ante las puertas del Centro Cívico estaba más concurrida incluso que el aparcamiento. Nada menos que seis furgonetas de televisión estaban estacionadas ahí, y varios equipos técnicos esperaban bajo el dosel triangular en pequeños grupos, discutiendo cómo cubrir el evento de la noche. Y según la pancarta que pendía del dosel, oscilando perezosa en la brisa, el evento se celebraría. EL MITIN TENDRÁ LUGAR —decía en grandes y difuminadas letras escritas con spray—. VENID A LAS 20 HORAS A MOSTRAR VUESTRA SOLIDARIDAD Y EXPRESAR VUESTRA INDIGNACIÓN. CONSOLAD A VUESTRAS HERMANAS.
Joe puso el Ford en punto muerto y se volvió hacia el viejo Dor enarcando las cejas. Dor asintió y Joe miró a Ralph.
—Creo que Lois y tú os bajáis aquí, Ralph. Buena suerte. Os acompañaría si pudiera; de hecho, incluso se lo pregunté a él, pero me dijo que no estoy equipado.
—No importa —repuso Ralph—. Te agradecemos mucho todo lo que has hecho por nosotros, ¿verdad, Lois?
—Desde luego —corroboró Lois.
Ralph alargó la mano hacia el tirador, pero volvió a retirarla para mirar de nuevo a Dorrance.
—¿De qué va todo esto? De verdad. No se trata de salvar a las dos mil personas que según Cloto y Láquesis van a venir esta noche, eso está claro. Para las fuerzas Inmortales de las que ellos hablaron, dos mil vidas no son más que una gota en el océano. Así que, ¿de qué va todo eso, Alfie? ¿Por qué estamos aquí?
La sonrisa de Dorrance se había borrado al fin; sin ella parecía mucho más joven y tenía un aspecto extrañamente formidable.
—Job le preguntó lo mismo a Dios —comentó—, y no obtuvo respuesta. Vosotros tampoco obtendréis respuesta, pero os diré una cosa: os habéis convertido en el eje central de grandes acontecimientos y poderosísimas fuerzas. La labor del universo superior se ha detenido casi por completo mientras tanto los del Azar como los del Propósito se vuelven para seguir vuestros progresos.
—Genial, pero no lo entiendo —replicó Ralph más resignado que furioso.
—Yo tampoco, pero esas dos mil vidas me bastan —intervino Lois en voz baja—. No podría seguir viviendo sin haber intentado al menos evitar lo que va a ocurrir. Soñaría con la bolsa de la muerte suspendida sobre este edificio durante el resto de mi vida. Aunque sólo durmiera una hora por noche soñaría con eso.
Ralph consideró sus palabras y por fin asintió. Abrió la portezuela y sacó un pie.
—Buen argumento. Y Helen también estará ahí. Tal vez incluso se lleve a Nat. Quizás para mierdecillas Mortales como nosotros eso sea suficiente.
Y tal vez —añadió mentalmente—, lo que quiero es tomarme la revancha con el doctor 3.
Oh, Ralph, gimió Carolyn. ¿Otra vez Clint Eastwood?
No, nada de Clint Eastwood. Ni tampoco Sylvester Stallone ni Arnold Schwarzenegger. Ni siquiera John Wayne. No era un héroe ni una estrella de cine; sólo era el viejo Ralph Roberts de siempre, que vivía en Harris Avenue. Sin embargo, ello no paliaba en absoluto el rencor que sentía hacia el matasanos del bisturí oxidado. Y ahora, ese rencor no se reducía tan sólo a un perro callejero y un profesor de historia jubilado que había sido vecino suyo desde hacía unos diez años. Ralph no podía desterrar de su mente la imagen del salón de High Ridge y de las mujeres apoyadas contra la pared bajo el póster de Susan Day. No veía el vientre hinchado de Merrilee, sino el cabello de Gretchen Tillbury, su hermoso cabello rubio casi completamente chamuscado por el disparo a bocajarro que había acabado con su vida. Charlie Pickering había apretado el gatillo, y tal vez Ed Deepneau le hubiera dado el arma, pero Ralph echaba la culpa a Átropos, a Átropos el ladrón de combas, Átropos el ladrón de sombreros, Átropos el ladrón de peines.
Átropos el ladrón de pendientes.
—Vamos, Lois —instó—. Vamos…
Pero Lois le puso una mano en el brazo y denegó con la cabeza.
—No, todavía no. Entra y cierra la puerta.
Ralph la observó con atención y obedeció. Lois esperó un momento mientras ordenaba sus ideas y habló dirigiéndose al viejo Dor.
—Aún no entiendo por qué nos han enviado a High Ridge —dijo—. Y quiero entenderlo. Si teníamos que estar aquí, ¿por qué nos han enviado allí? Quiero decir, hemos salvado algunas vidas, y me alegro, pero Ralph tiene razón… Unas cuantas vidas no significan mucho para la gente que mueve los hilos.
Silencio durante unos instantes.
—¿Te pareció que Cloto y Láquesis eran sabios y omniscientes, Lois? —preguntó por fin Dor.
—Bueno…, me parecieron inteligentes, pero supongo que no eran precisamente unos genios —repuso Lois tras unos momentos de reflexión—. En un momento dado se describieron a sí mismos como obreros que estaban muchos peldaños por debajo de los altos ejecutivos que tomaban las decisiones.
Old Dor asintió con una sonrisa.
—Cloto y Láquesis son casi Mortales. Tienen sus propios miedos y lagunas mentales. También pueden tomar decisiones equivocadas…, pero en definitiva, eso no importa, porque también están al servicio del Propósito. Y del ka-tet.
—Creían que perderíamos si nos enfrentábamos con Átropos, ¿verdad? —preguntó Ralph—. Por eso se convencieron para creer que podíamos hacer lo que necesitaban que hiciéramos yendo a High Ridge en lugar de venir directamente aquí.
—Sí —asintió Dor—. Exacto.
—Genial —espetó Ralph—. Me encanta que me den votos de confianza, sobre todo cuando…
—No —lo interrumpió Dor—. No se trata de eso.
—¿De qué hablas?
—Son las dos cosas al mismo tiempo. Así es como funcionan las cosas muchas veces dentro del Propósito. Mira…, bueno… —Exhaló un profundo suspiro—. Odio todas estas preguntas. Casi nunca puedo contestar preguntas, ¿no os lo había dicho?
—Sí —asintió Lois—, ya nos lo habías dicho.
—Sí. Y ahora bingo. Un montón de preguntas. ¡Qué espanto! ¡Y qué inútil!
Ralph miró a Lois, y ella le devolvió la mirada. Ninguno de los dos hizo el menor gesto de salir del coche.
Dor suspiró de nuevo.
—Vale…, pero es lo último que digo, así que prestad atención. Cloto y Láquesis pueden haberos enviado a High Ridge por razones equivocadas, pero el Propósito os envió allí por las razones correctas. Habéis cumplido con vuestra misión allí.
—Salvando a las mujeres —constató Lois.
Pero Dorrance denegó con la cabeza.
—Entonces, ¿qué hemos hecho? —casi gritó Lois—. ¿Qué? ¿Es que no tenemos derecho a saber qué parte del maldito Propósito hemos cumplido?
—No —repuso Dorrance—. Al menos de momento. Porque tenéis que hacerlo otra vez.
—Esto es una locura —terció Ralph.
—No lo es —replicó Dorrance.
Ahora sostenía el libro ante el pecho, doblándolo hacia delante y hacia atrás mientras miraba a Ralph con expresión solemne.
—El Azar está loco. El Propósito está cuerdo.
Muy bien —se dijo Ralph—. ¿Qué hemos hecho en High Ridge aparte de salvar a la gente del sótano? Y a John Leydecker, claro. Creo que Pickering lo habría matado como a Chris Nell si yo no hubiera intervenido. ¿Puede tener algo que ver con Leydecker?
Suponía que sí, pero no le parecía probable.
—Dorrance —insistió—, ¿podrías darnos un poco más de información, por favor? Quiero decir…
—No —denegó el viejo Dor no sin amabilidad—. No más preguntas, no hay tiempo. Cuando todo haya pasado comeremos juntos…, si seguimos con vida, claro está.
—Tienes un don especial para alegrar a la gente, Dor —comentó Ralph antes de abrir de nuevo la portezuela.
Lois lo imitó, y ambos salieron al aparcamiento. Ralph se agachó para mirar a Joe Wyzer.
—¿Hay algo más? ¿Alguna cosa que se te ocurra?
—No, no creo…
Dor volvió a inclinarse hacia delante para susurrarle algo al oído. Joe escuchó con el ceño fruncido.
—¿Y bien? —preguntó Ralph cuando Dor se retrepó de nuevo en su asiento—. ¿Qué ha dicho?
—Dice que no me olvide del peine —explicó Joe—. No tengo ni idea de lo que está hablando, pero eso no es nada nuevo.
—No importa —lo tranquilizó Ralph con una débil sonrisa—. Ésa es una de las pocas cosas que entiendo yo. Vamos, Lois, vamos a ver quién hay por aquí. A mezclarnos un poco entre la gente.
A medio camino del edificio, Lois le propinó tal codazo que lo hizo tropezar.
—¡Mira! —susurró Lois—. ¡Allí enfrente! ¿No es Connie Chung?
Ralph siguió su mirada; sí, la mujer del abrigo de color crema que estaba entre los dos técnicos que lucían el logotipo de la CBS en las chaquetas era, con toda probabilidad, Connie Chung. Había admirado su rostro hermoso e inteligente y su agradable sonrisa durante demasiadas tazas de café como para que le cupiera ninguna duda.
—O ella o su hermana gemela —repuso.
Lois parecía haber olvidado todo lo referente al viejo Dor, High Ridge y los médicos calvos; en aquel momento se convirtió de nuevo en la mujer que McGovern gustaba de llamar «nuestra Lois»…, siempre con las cejas enarcadas con ademán levemente satírico.
—¡Que me aspen! ¿Qué hace aquí?
—Bueno… —empezó Ralph antes de cubrirse la boca para disimular un enorme bostezo—, creo que lo que está pasando en Derry se ha convertido en noticia nacional. Debe de haber venido para dar un reportaje en directo desde el Centro Cívico para las noticias de la noche. En cualquier caso…
De repente, sin previo aviso, las auras reaparecieron. Ralph se quedó sin aliento.
—¡Dios mío, Lois! ¿Estás viendo esto?
Pero no creía que lo estuviera viendo, porque en tal caso, Ralph no creía que Connie Chung hubiera ocupado ni una ínfima parte de su atención. Aquello era tan horrible que resultaba inconcebible, y por primera vez, Ralph se dio cuenta de que incluso el radiante mundo de las auras tenía su mitad oscura, una mitad que haría a una persona normal hincarse de rodillas y dar gracias a Dios por su limitada percepción.
Y eso que ni siquiera hemos subido —pensó—. Al menos, no lo creo. Sólo estoy mirando el otro mundo, como si mirara por la ventana. No estoy dentro.
Ni quería entrar. Tan sólo mirar algo como aquello casi le daba ganas de quedarse ciego.
Lois lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Qué? ¿Los colores? No. ¿Quieres que lo intente? ¿Pasa algo con ellos?
Ralph intentó responder, pero no pudo. Al cabo de un instante la sintió pellizcarle el brazo por encima del codo y supo que no hacía falta explicación alguna. Para bien o para mal, Lois lo estaba viendo con sus propios ojos.
—¡Oh, Dios mío! —gimió en voz baja y sin aliento, al borde de las lágrimas—. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío de mi alma! ¡No puede ser!
Desde la azotea del hospital de Derry, el aura suspendida sobre el Centro Cívico se les había antojado un paraguas inmenso y fláccido, el logotipo de la Compañía de Seguros Travellers pintado de negro por el lápiz de un niño, tal vez. Pero ahí, en el aparcamiento, era como estar dentro de una mosquitera enorme e indescriptiblemente repugnante, una mosquitera tan vieja y descuidada que sus paredes vaporosas estaban impregnadas de moho verde negruzco. El brillante sol de octubre quedó reducido a un legañoso círculo de plata deslustrada. El aire adquirió una cualidad mortecina y tenebrosa que recordó a Ralph las pinturas de Londres de finales del siglo XIX. No estaban simplemente mirando la bolsa de la muerte del Centro Cívico, ya no; estaban sepultados vivos en ella. Ralph sentía su presión hambrienta sobre él, una presión que intentaba abrumarlo con sensaciones de pérdida, desesperación y consternación.
¿Por qué molestarse?, se preguntó mientras observaba apático cómo el Ford de Joe Wyzer se alejaba hacia Main Street con el viejo Dor aún en el asiento trasero. Quiero decir que oye, de verdad, ¿de qué coño sirve? No podemos cambiar esto, de ninguna manera. A lo mejor hemos hecho algo en High Ridge, pero hay tanta diferencia entre lo que ha pasado ahí y lo que está pasando aquí como entre una mancha y un agujero negro. Si intentamos meternos en este asunto, lo único que conseguiremos es pillarnos los dedos.
Oyó un gemido junto a él y se dio cuenta de que Lois estaba llorando. Haciendo acopio de su escasa energía, Ralph le rodeó los hombros con un brazo.
—Aguanta, Lois —la animó—. Podemos enfrentarnos a esto.
Pero lo dudaba.
—¡Lo estamos inhalando! —sollozó Lois—. ¡Es como inhalar muerte! Oh, Ralph, vámonos de aquí. ¡Vámonos de aquí, por favor!
La idea le parecía tan buena como la de un vaso de agua debía de parecerle a un hombre a punto de morir de sed en el desierto, pero denegó con la cabeza.
—Dos mil personas morirán aquí esta noche si no hacemos algo. No tengo nada claro el resto de este asunto, pero eso sí que lo tengo clarísimo.
—De acuerdo —susurró Lois—. Pero no me sueltes, para que no me abra la cabeza si me desmayo.
Qué ironía, pensó Ralph. Ahora tenían los rostros y cuerpos de dos personas en los primeros años de una vigorosa madurez, y ahí estaban, arrastrándose por el aparcamiento como un par de vejestorios cuyos músculos se hubieran convertido en cuerdas y sus huesos, en cristal. Oía la respiración de Lois, rápida y dificultosa, como la respiración de una mujer que acabara de sufrir una herida grave.
—Te llevaré de vuelta si quieres —se ofreció Ralph.
Y lo decía en serio. La llevaría de nuevo al aparcamiento, la llevaría al banco naranja de la parada del autobús que veía desde ahí. Y cuando llegara el autobús, subir a él y regresar a Harris Avenue sería lo más fácil del mundo. Bastarían dos monedas de veinticinco.
Sintió de nuevo la presión del aura asesina que envolvía aquel lugar e intentaba sofocarlo como una bolsa de tintorería, y de repente recordó algo que McGovern había dicho acerca del enfisema de May Locher, que era una de esas enfermedades que no se acaba nunca. Y ahora se hacía una idea aproximada del modo en que May Locher se debía de haber sentido durante los últimos años de su vida. No importaba con cuánta fuerza intentara respirar el aire negro o que lo llevara hasta las profundidades de su vientre; nunca tenía suficiente. El corazón y la cabeza le seguían latiendo, produciéndole la sensación de que tenía la peor resaca de su vida.
Estaba abriendo la boca para decir que la llevaría de vuelta a casa cuando Lois habló en pequeños y entrecortados jadeos.
—Creo que aguantaré…, pero espero… que no dure mucho. Ralph, ¿cómo es posible que no sintamos algo tan horrible incluso sin poder ver los colores? ¿Por qué no lo sienten ellos?
Señaló a la gente de los medios de comunicación que pululaba ante el Centro Cívico.
—¿Es que los Mortales somos insensibles? No me hace ninguna gracia la idea.
Ralph meneó la cabeza para indicar que no lo sabía, pero creía que tal vez los reporteros, los técnicos de vídeo y los guardias de seguridad que se agrupaban ante las puertas y bajo la pancarta pintada con spray del dosel sentían algo. Vio que muchas manos sostenían vasos de plástico llenos de café, pero no vio que ninguna de las personas bebiera. Sobre el capó de un coche familiar había una caja de donuts, pero el único que faltaba yacía sobre una servilleta con un solo mordisco. Ralph paseó la mirada por las dos docenas de rostros sin ver una sola sonrisa. Los periodistas hacían su trabajo, ajustaban los ángulos de las cámaras, marcaban los lugares desde los que los bustos parlantes hablarían para la televisión, extendían cables coaxiales y los pegaban con cinta al suelo, pero lo hacían sin el entusiasmo que Ralph habría esperado ver acompañado de una noticia tan importante como aquélla.
Connie Chung abandonó la protección del dosel con un cámara barbudo y apuesto (MICHAEL ROSENBERG, decía la placa de su chaqueta de la CBS), y levantó las diminutas manos formando un cuadro para indicarle cómo quería que filmara la pancarta que pendía del dosel. Rosenberg asintió en silencio. El rostro de Chung se veía pálido y solemne, y en un momento dado de la conversación con el cámara barbudo, Ralph la vio interrumpirse y llevarse una mano a la sien con gesto vacilante, como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos o tal vez estuviera mareada.
Creyó encontrar una similitud subyacente en todas las expresiones, un denominador común, y creía saber de qué se trataba: todos ellos sufrían de lo que se denominaba melancolía cuando él era niño, y la melancolía no era más que una palabra bonita para designar la tristeza.
Ralph recordó momentos en su vida en los que había tropezado con el equivalente emocional de una corriente fría cuando uno nada o una turbulencia cuando vuela. Vas tan tranquilo, a veces incluso sintiéndote de maravilla, a veces sólo bien, pero sin problemas… y de repente, por ningún motivo aparente, te derrumbas. Te embarga esa sensación de ¿Y de qué coño sirve?, que no guarda ninguna relación con ningún suceso de tu vida real, pero que, de todas formas, es increíblemente intensa, y lo único que tienes ganas de hacer es volver a meterte en la cama y taparte hasta la cabeza.
A lo mejor esto es lo que causa esas sensaciones —pensó—. A lo mejor es por tropezarse con algo así, una gran porquería de muerte o dolor esperando a atacar, extendida como una carpa hecha de telarañas y lágrimas en lugar de lona y cordel. No lo vemos, al menos no en el nivel Mortal, pero lo sentimos. Oh, sí, lo sentimos. Y ahora…
Y ahora estaba intentando dejarlos secos. A lo mejor no eran ellos los vampiros, como habían temido, sino esa cosa. La bolsa de la muerte poseía una vida perezosa y medio sensible, y los dejaría secos si pudiera. Si ellos se dejaban.
Lois se desplomó contra él y Ralph tuvo que hacer esfuerzos ímprobos para evitar que ambos cayeran al suelo. Por fin, Lois levantó la cabeza (muy despacio, como si hubiera tenido el cabello sumergido en cemento), se llevó una mano a la boca y aspiró una profunda bocanada de aire. Al mismo tiempo, su cuerpo parpadeó un poco. Bajo otras circunstancias, Ralph habría tomado aquel parpadeo por una ilusión óptica, pero no en ese momento. Lois había subido un poco. Sólo un poco. Lo justo para alimentarse.
Ralph no había visto a Lois adentrarse en el aura de la camarera, pero ahora, todo sucedió ante sus ojos. Las auras de los periodistas eran como farolillos japoneses pequeños pero brillantes, que relucían valientes en una caverna grande y tenebrosa. Un intenso rayo de luz violeta brotó de uno de ellos, de Michael Rosenberg, el cámara barbudo de Connie Chung, de hecho. El rayo se partió en dos a escasos centímetros del rostro de Lois; la mitad superior volvió a partirse en dos y ascendió por sus fosas nasales; la mitad inferior se le metió en la boca por entre los labios abiertos. Ralph vio un reflejo de la luz detrás de sus mejillas, iluminándola desde dentro como las velas iluminan los farolillos de verbena.
Lois le soltó, y de repente, Ralph quedó liberado de la presión de su peso. Al cabo de un instante, el rayo de luz violeta desapareció. Lois se volvió hacia él. Sus mejillas plomizas habían recuperado un poco de color, no mucho, pero algo.
—Mejor…, mucho mejor. ¡Ahora tú, Ralph!
Ralph titubeó un instante, pues aún le daba la sensación de estar robando, pero tenía que hacerlo si no quería desplomarse en cualquier momento; sintió casi físicamente la energía que había tomado del fan de Nirvana correr por sus poros. Se llevó la mano a la boca como había hecho aquella mañana en el aparcamiento de Dunkin Donuts y se volvió un poco hacia la izquierda en busca de un objetivo. Connie Chung se había acercado varios pasos a ellos; seguía observando la pancarta que pendía del dosel y hablando de ella con Rosenberg, que no tenía peor aspecto que antes del préstamo de energía.
Sin pensárselo más, Ralph inhaló con fuerza por el tubo que formaban sus dedos.
El aura de Chung era del mismo encantador color marfil de vestido de novia que las auras que envolvían a Helen y Nat el día en que habían ido a su casa con Gretchen Tillbury. En lugar de un rayo de luz, algo parecido a un lazo largo y recto salió disparado del aura de Chung. Ralph sintió que la fuerza lo invadía casi de inmediato y desterraba el doloroso cansancio de sus articulaciones y músculos. Y además, podía pensar de nuevo con claridad, como si una gran nube de fango acabara de ser barrida de su cerebro.
Connie Chung se detuvo en seco, miró el cielo durante un instante y siguió hablando con el cámara. Ralph miró en derredor y vio que Lois lo observaba con expresión ansiosa.
—¿Te encuentras mejor? —susurró.
—Desde luego —aseguró él—, pero todavía tengo la sensación de estar embutido en un mono ceñido.
—Creo que… —empezó Lois justo antes de ver algo que estaba a la izquierda de las puertas del Centro Cívico.
De repente profirió un grito y se apretó contra Ralph con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Ralph siguió su mirada y se le cortó la respiración. Los urbanistas habían intentado suavizar las sencillas paredes de ladrillo plantando arbustos de hoja perenne a lo largo de ellas. Dichos arbustos habían sido descuidados o bien se les había permitido crecer de forma salvaje, de modo que ahora se entrelazaban y amenazaban con ocultar por completo la estrecha tira de césped que mediaba entre ellos y el camino de hormigón que flanqueaba el sendero de entrada.
Insectos gigantescos que parecían trilobites prehistóricos se arrastraban en torno a aquellos arbustos en enjambres, pisándose unos a otros, golpeándose las cabezas, a veces retrocediendo y tocándose con las patas delanteras como los ciervos entrelazan las cornamentas durante la época de apareamiento. No eran transparentes como el pájaro de la antena parabólica, pero poseían una cualidad fantasmal e irreal. Las auras parpadeaban febriles (y estúpidas suponía Ralph) a través de un amplio espectro de colores; eran tan brillantes y efímeras a un tiempo que casi era posible pensar en ellas como extrañas luciérnagas.
Claro que no es eso lo que son. Tú sabes lo que son.
—¡Eh!
Era Rosenberg, el cámara de Chung, quien les gritaba, pero casi todas las personas que estaban ante el edificio los estaban mirando.
—¿Está bien la señora, amigo?
—Sí —repuso Ralph a gritos.
Seguía con la mano hecha un tubo ante la boca, por lo que la retiró sintiéndose como un estúpido.
—Es que…
—¡He visto un ratón! —intervino Lois con una sonrisa bobalicona y aturdida, una sonrisa de «nuestra Lois» de las mejores que Ralph había visto jamás.
Estaba muy orgulloso de ella. Lois señaló los arbustos que había a la izquierda de la puerta con un dedo casi del todo firme.
—Se ha metido ahí. ¡Madre mía, era enorme! ¿Lo has visto, Norton?
—No, Alice.
—Quédese por aquí, señora —exclamó Michael Rosenberg—. Esta noche verá una fauna de lo más variado.
Sus palabras suscitaron algunas risas intermitentes y algo forzadas, y a continuación todo el mundo volvió a sus tareas.
—¡Dios mío, Ralph! —susurró Lois—. ¡Esas… Esas cosas…!
Ralph le cogió la mano y se la apretó.
—Tranquila, Lois.
—Lo saben, ¿verdad? Por eso están aquí. Son como buitres.
Ralph asintió con un gesto. Mientras miraba, algunos bichos surgieron de las copas de los arbustos y empezaron a trepar por la pared sin rumbo fijo. Se movían con una suerte de pereza aturdida, como moscas que chocaran contra el cristal de una ventana en noviembre, y dejaban viscosos rastros de color tras ellos, rastros que se amortiguaban y desaparecían con rapidez. Otros insectos salieron de la parte inferior de los arbustos y se arrastraron hacia la tira de césped.
Uno de los presentadores locales se dirigió hacia aquella zona infestada, y cuando volvió la cabeza, Ralph vio que se trataba de John Kirkland. Estaba hablando con una atractiva mujer ataviada con uno de esos trajes chaqueta «de ejecutiva» que a Ralph le parecían, al menos en circunstancias normales, extremadamente sexy. Suponía que se trataba de la productora de Kirkland, y se preguntó si el aura de Lisette Benson se tornaba verde cuando aquella mujer andaba cerca.
—¡Se están acercando a esos bichos! —exclamó Lois en un fiero susurro—. Tenemos que detenerlos, Ralph. ¡Tenemos que detenerlos!
—No vamos a mover ni un dedo.
—Pero…
—Lois, no podemos ponernos a gritar que esto está lleno de unos bichos que nadie más puede ver. Acabaríamos en el loquero. Además, esos bichos no han venido a por ellos —hizo una pausa antes de proseguir—: Al menos, eso espero.
Observaron a Kirkland y a su atractiva colega pisar el césped… y penetrar en la gelatinosa maraña de trilobites viscosos. Uno de ellos se encaramó al brillantísimo zapato de Kirkland, permaneció allí hasta que el hombre se detuvo un momento y a continuación empezó a trepar por la pernera de su pantalón.
—Me importa un comino Susan Day, pase lo que pase —decía Kirkland en aquel momento—. La historia es el Centro de la Mujer, no sus… chorbas lloronas con bandas negras en los brazos.
—Cuidado, John —replicó la mujer con sequedad—. Se te empieza a notar la sensibilidad.
—¿De verdad? Maldita sea.
El bicho que le escalaba la pernera parecía dirigirse hacia la entrepierna. A Ralph se le ocurrió que si Kirkland adquiriera de repente la capacidad de ver lo que estaba a punto de arrastrarse por sus pelotas, lo más probable era que perdiera la chaveta en un abrir y cerrar de ojos.
—Vale, pero no olvides hablar con las mujeres que llevan el cotarro local —decía en aquel momento la productora—. Ahora que la Tillbury está muerta, las que cortan el bacalao son Maggie Petrowsky, Barbara Richards y Sallyann Rimbar. Rimbar va a presentar al Gran Jefe esta noche, creo, o tal vez en este caso es a la Gran Jefa.
La mujer se bajó de la acera y uno de sus altos tacones aplastó a uno de los pesados bichos de colores. Un arcoiris de entrañas salió disparado de su cuerpo, así como una sustancia cerosa blanquecina que parecía puré de patatas pasado. Ralph creía que aquella sustancia eran los huevos.
Lois sepultó el rostro en su brazo.
—Y trata de encontrar a una mujer llamada Helen Deepneau —advirtió la productora acercándose un paso más al edificio.
El bicho clavado en el tacón de su zapato se retorcía mientras caminaba.
—Deepneau —repuso Kirkland golpeándose la frente con los nudillos—. La verdad es que ese nombre me suena de algo.
—Es tu última neurona activa dándote la vara —replicó la productora—. Es la mujer de Ed Deepneau. Están separados. Si quieres lágrimas, ella es la mejor apuesta. Ella y la Tillbury eran buenas amigas. A lo mejor amigas especiales, ya me entiendes.
Kirkland adoptó una expresión maliciosa, tan distinta del aire que siempre mostraba ante las cámaras que Ralph quedó un poco desorientado. Entretanto, uno de los bichos de colores se había abierto paso por la puntera del zapato de la mujer y ascendía con cuidado por su pierna. Ralph observó con impotente fascinación cómo desaparecía bajo el dobladillo de la falda. Ver el bulto móvil subir por su muslo era como observar a un minino debajo de una toalla de baño. Y una vez más, la colega de John Kirkland pareció sentir algo; mientras comentaba con él las entrevistas que se efectuarían durante la conferencia de la Day, la mujer se rascó con aire ausente el lugar en que se hallaba el bicho, que ya casi había alcanzado la cadera derecha. Ralph no oyó el denso chasquido que aquella cosa frágil y viscosa emitió al estallar, pero podía imaginárselo. No podía evitar imaginárselo, al parecer. Y también imaginaba sus entrañas gotear por la pierna enfundada en nailon de la mujer como si de pus se tratara. Permanecería allí hasta que se duchara aquella noche, invisible, imperceptible, insospechado.
Los dos periodistas empezaron a hablar de la cobertura de la manifestación pro-vida prevista para la tarde…, si es que llegaba a celebrarse, claro está. La mujer era de la opinión de que ni siquiera Amigos de la Vida serían lo bastante estúpidos como para aparecer en el Centro Cívico después de lo que había sucedido en High Ridge. Kirkland le dijo que era imposible subestimar la idiotez de los fanáticos; las personas que llevaban tanto poliéster en público eran sin duda una fuerza que había que tener en cuenta. Y mientras hablaban, intercambiando agudezas, ideas y habladurías, más piojos multicolores y gigantescos ascendían por sus piernas y torsos. Un insecto pionero llegó hasta la corbata roja de Kirkland y, por lo visto, se dirigía hacia su rostro.
Ralph captó un movimiento a su derecha por el rabillo del ojo. Se volvió hacia las puertas justo a tiempo para ver a uno de los técnicos dando un codazo a un colega y señalándolos a él y a Lois. De repente, Ralph se vio acometido por una idea clarísima de lo que estaban diciendo: dos personas sin motivo aparente para estar ahí (ninguno de los dos llevaba una banda negra en el brazo y a todas luces no eran representantes de ningún medio de comunicación) se hallaban en un extremo del aparcamiento. La señora, que ya había gritado una vez, tenía el rostro enterrado en el brazo del caballero…, y el caballero en cuestión miraba a ninguna parte en particular con expresión estúpida.
Ralph habló en voz baja y entre dientes, como un presidiario comentando la fuga en una vieja película de prisiones de la Warner Brother.
—Levanta la cabeza. Estamos llamando la atención más de lo que nos podemos permitir.
Durante un instante no creyó que Lois fuera capaz de obedecer…, pero de repente se sobrepuso y levantó la cabeza. Miró una vez más los arbustos que crecían a lo largo de la pared, una mirada rápida, involuntaria y horrorizada, y por fin se concentró de nuevo en Ralph y sólo en Ralph.
—¿Ves alguna señal de Átropos, Ralph? Por eso estamos aquí, ¿no? Para seguirle la pista.
—Tal vez. Supongo que sí. Ni siquiera me he fijado, la verdad; han pasado demasiadas cosas a la vez. Creo que deberíamos acercarnos un poco más al edificio.
En realidad, no le apetecía en absoluto hacer eso, pero le parecía muy importante hacer algo. Percibía la bolsa de la muerte a su alrededor, una presencia tenebrosa y sofocante que se oponía de forma pasiva a cualquier avance. Eso era lo que tenían que combatir.
—De acuerdo —accedió Lois—. Voy a pedirle un autógrafo a Connie Chung, y me voy a hacer la tonta al máximo para conseguirlo. ¿Podrás soportarlo?
—Sí.
—Bien, porque eso significa que si miran a alguien, ésa seré yo.
—Me parece bien.
Ralph lanzó una última mirada a John Kirkland y a la productora. En aquel momento comentaban qué acontecimientos de aquella noche los obligarían a interrumpir la programación normal y ofrecer reportajes en directo, sin darse cuenta de los gigantescos trilobites que se arrastraban por sus rostros. Uno de ellos se estaba introduciendo lentamente en la boca de John Kirkland.
Ralph apartó la mirada a toda prisa y dejó que Lois tirara de él hacia el lugar en que la señora Chung estaba con Rosenberg, el cámara barbudo. Vio que los dos observaban a Lois antes de cambiar una mirada que contenía una parte de diversión y tres de resignación (ahí viene una de ésas), y en aquel momento Lois le oprimió la mano en un gesto que significaba: No te preocupes por mí, Ralph. Tú ocúpate de tus asuntos que yo me ocuparé de los míos.
—Perdone, pero ¿no es usted Connie Chung? —preguntó Lois con su voz de ¿no-es-increíble? más gorjeante—. La he visto desde ahí y primero le he dicho a Norton: «¿Es la señora que sale en la tele con Dan Rather o es que me he vuelto loca? Y entonces…»
—Soy Connie Chung. Encantada de conocerla, pero me estoy preparando para las noticias de esta noche, así que si me disculpa…
—Oh, claro, claro, ni en sueños se me ocurriría molestarla. Sólo quiero un autógrafo, un simple garabato bastaría, porque soy su fan número uno, al menos en Maine.
La señora Chung lanzó una mirada a Rosenberg. Éste ya tenía un bolígrafo preparado en la mano, del mismo modo que una buena enfermera de quirófano tiene preparado el siguiente instrumento que el médico necesitará antes de que éste se lo pida. Ralph concentró su atención en la zona que se extendía ante el Centro Cívico y aguzó su percepción sólo un poquito.
Lo que vio ante las puertas fue una sustancia negruzca semitransparente que en el primer momento le extrañó. Tenía unos cinco centímetros de espesor y se asemejaba a una formación geológica. Pero eso no podía ser…, ¿verdad? Si lo que estaba viendo era real (real en el sentido en el que los objetos eran reales en el mundo de los Mortales, al menos), la sustancia habría impedido que las puertas se abrieran, y no era así. Mientras miraba, dos técnicos de televisión se hundieron hasta los tobillos en aquella sustancia como si no tuviera más densidad que la niebla.
Ralph recordó las huellas aurales que la gente dejaba tras de sí, las que parecían los diagramas del manual de baile de Arthur Murray, y de repente creyó comprender. Las huellas se desvanecían como humo de cigarrillo…, pero el humo de cigarrillo no desaparecía en realidad; dejaba un residuo en las paredes, las ventanas y los pulmones. En apariencia, las auras humanas dejaban su propio residuo. Probablemente, no bastaba para verlas en cuanto se desvanecían los colores si se trataba de una sola persona, pero aquél era el centro público más grande de la cuarta ciudad más grande de Maine. Ralph pensó en todas las personas que habían entrado y salido por aquellas puertas, en todos los banquetes, convenciones, exposiciones de numismática, conciertos, torneos de baloncesto, y de repente comprendió qué era aquel fango semitransparente. Era el equivalente de la ligera hendidura que a veces se aprecia en el centro de los escalones muy usados.
No te preocupes por eso ahora, cariño, ocúpate de tus asuntos.
No muy lejos, Connie Chung garabateaba su nombre en el dorso de un ticket de compra del supermercado que Lois había encontrado en su bolso. Ralph contempló el sucio residuo que yacía sobre el delantal de cemento ante las puertas, en busca de algún rastro de Átropos, algo que pudiera percibir más con el olfato que con la vista, un aroma repugnante y carnoso como el del callejón que había tras la carnicería del señor Huston cuando Ralph era pequeño.
—¡Gracias! —gorjeaba Lois en aquel instante—. Le digo a Norton: «Es igual que en la tele, como una muñequita de porcelana». Eso es exactamente lo que le he dicho.
—De nada —repuso Chung—, pero ahora tengo que volver al trabajo.
—Claro, claro. Salude a Dan Rather de mi parte, ¿de acuerdo? Dígale que he dicho «¡Valor!».
—Lo haré —repuso Chung con una sonrisa al tiempo que le devolvía el bolígrafo a Rosenberg—. Y ahora, si nos disculpa…
Si está aquí, está más arriba que yo —pensó Ralph—. Tendré que subir un poco más.
Sí, pero debía tener cuidado, y no sólo porque el tiempo se había convertido en un bien de valor incalculable. Lo cierto es que si subía demasiado desaparecería del mundo Mortal, y eso sería la clase de suceso que podía distraer incluso la atención de los periodistas de la manifestación pro-abortista… al menos por un rato.
Ralph se concentró, pero cuando se produjo el indoloro espasmo en su mente, no lo percibió como un parpadeo, sino como si una pestaña aleteara con toda lentitud. El color apareció silencioso en el mundo; todas las cosas adquirieron gran definición y brillantez. Sin embargo, el color más intenso, la clave opresiva era el negro de la bolsa de la muerte, y era la negación de todos los demás. La depresión y aquella sensación de debilidad volvieron a adueñarse de él, penetrando en su corazón como los extremos punzantes de un martillo sacaclavos. Advirtió que si tenía cosas que hacer ahí arriba, le convenía darse prisa y volver al nivel de los Mortales antes de quedar totalmente despojado de fuerza vital.
Volvió a mirar las puertas. Por un instante, no vio más que las auras desvaídas de Mortales como él mismo…, y de repente, lo que buscaba apareció con toda claridad, apareció como un mensaje escrito con zumo de limón que se hace visible cuando se acerca a la llama de una vela.
Había esperado algo que se asemejara y oliera como los despojos putrefactos de los cubos de basura que había detrás de la carnicería del señor Huston, pero la realidad era aún peor, tal vez porque resultaba tan inesperada. Vio abanicos de una sustancia mucosa y ensangrentada sobre las puertas, marcas que quizás habían dejado los inquietos dedos de Átropos, así como un charco repugnantemente grande de la misma sustancia que se sumergía en el residuo endurecido delante de las puertas. Había algo tan terrible en aquella sustancia, tan sobrenatural, que hacía que los insectos de colores parecieran casi normales en comparación. Era como un charco de vómito que hubiera dejado un perro aquejado de una nueva y peligrosa variedad de rabia. Un rastro de aquella sustancia se alejaba del charco, primero en coágulos y salpicaduras que empezaban a secarse, luego en gotitas que parecían pintura derramada.
Claro —se dijo Ralph—. Por eso estamos aquí. Ese enano hijo de puta no puede mantenerse alejado del lugar. Es como la cocaína para un adicto.
Podía imaginarse a Átropos en el mismo lugar en que él estaba en aquel momento, mirando…, sonriendo… y luego avanzando un paso y tocando las puertas con las manos. Acariciándolas. Creando aquellas repugnantes marcas. Podía imaginarse a Átropos sorbiendo fuerza y energía de la negrura que despojaba a Ralph de su vitalidad.
Tiene otros lugares a los que ir y otras cosas que hacer, por supuesto. Seguro que cada día es un día muy ocupado si eres un psicópata sobrenatural como él…, pero debe de ser difícil para él mantenerse alejado de este lugar durante mucho tiempo, por muy ocupado que esté. ¿Y cómo le hace sentirse eso? Seguramente como un buen polvo en una tarde de verano, eso es.
Lois le tiró de la manga desde detrás, y Ralph se volvió hacia ella. Seguía sonriendo, pero la febril intensidad de sus ojos hacía que la expresión de sus labios se asemejara sospechosamente a un grito. Tras ella, Connie Chung y Rosenberg se acercaban de nuevo al edificio.
—Tienes que sacarme de aquí —susurró Lois—. No aguanto más. Tengo la sensación de que me estoy volviendo loca.
(«Vale, no hay problema.»)
—No te oigo, Ralph… y creo que veo brillar el sol a través de ti. ¡Dios mío, sí que lo veo!
(«Oh, espera un momento.»)
Se concentró y sintió que el mundo se deslizaba un poco a su alrededor. Los colores se destiñeron; el aura de Lois pareció introducirse de nuevo en su piel.
—¿Mejor así?
—Bueno, al menos más sólido.
—Bien —repuso él con una breve sonrisa—. Vámonos.
La cogió por el codo y la condujo de nuevo hacia el lugar en que los había dejado Joe Wyzer. Era la misma dirección en que se alejaban las salpicaduras sangrientas.
—¿Has encontrado lo que buscabas?
—Sí.
Lois adoptó una expresión radiante.
—¡Genial! Te he visto subir, ¿sabes? Ha sido muy raro, como si te transformaras en una fotografía de color sepia. Y entonces… pensar que veía brillar el sol a través de ti… ha sido pero que muy curioso.
Lo observó con severidad.
—Muy mal, ¿eh?
—No, no mal exactamente. Sólo curioso. Esos bichos… Eso sí que estaba mal. ¡Argg!
—Te comprendo. Pero creo que siguen ahí detrás.
—Quizás, pero todavía nos falta mucho para salir de ésta, ¿verdad?
—Sí, hay un largo camino hasta el Edén, como habría dicho Carolyn.
—Quédate conmigo, Ralph Roberts, y no te pierdas.
—¿Ralph Roberts? No había oído hablar de él en mi vida. Yo me llamo Norton.
Y aquello, se alegró comprobarlo, la hizo reír.