La puerta del porche daba a un pasillo central que llegaba hasta la parte posterior de la casa y estaba en llamas. A los ojos de Ralph eran de color verde brillante, y cuando él y Lois las atravesaron, las notaron frías; era como atravesar membranas esponjosas impregnadas de una sustancia mentolada. Los crujidos de la casa devorada por las llamas estaban amortiguados; los disparos quedaban tan lejanos e insignificantes como el sonido del trueno para un buzo…, y así era más que nada como se sentían, como buzos. Él y Lois eran seres invisibles nadando en un río de fuego.
Señaló una puerta que quedaba a su derecha y dirigió una mirada interrogante a Lois, la cual asintió en silencio. Ralph alargó la mano hacia el pomo y su cara se contrajo en una mueca de disgusto cuando sus dedos lo atravesaron. Pero, mejor, por supuesto; si hubiera podido coger el maldito pomo, se habría dejado las dos primeras capas de la piel de los dedos carbonizadas en él.
(«Tenemos que atravesarla, Ralph.»)
Ralph la observó con atención, vio mucho miedo y preocupación en sus ojos, aunque no pánico, y asintió. Atravesaron la puerta juntos en el momento en que la araña colgada a medio pasillo caía al suelo entre el estruendo de cristales y cadenas de hierro.
Al otro lado de la puerta había una sala, y lo que vieron allí hizo que el estómago de Ralph se contrajera de horror. Dos mujeres yacían apoyadas contra la pared, bajo un gran cartel que mostraba a Susan Day en vaqueros y camisa estilo del Oeste (NO DEJES QUE TE LLAME PEQUEÑA A MENOS QUE QUIERAS QUE TE TRATE COMO TAL, recomendaba el cartel). Habían recibido sendos disparos a quemarropa en la cabeza; trozos de cerebro, jirones de cuero cabelludo y fragmentos de hueso salpicaban el papel floreado de la pared y las elegantes botas de vaquera bordadas de Susan Day. Una de ellas estaba embarazada. La otra era Gretchen Tillbury.
Ralph recordó el día en que Gretchen había ido a su casa con Helen para advertirle y darle una lata de algo llamado Guardaespaldas; aquel día la había considerado bella…, claro que aquel día, su cerebro seguía intacto y la mitad de su hermoso cabello rubio no estaba chamuscado por un disparo de rifle efectuado a bocajarro. Quince años después de escapar por los pelos del marido que había estado a punto de asesinarla, otro hombre había apuntado a la cabeza de Gretchen Tillbury con un arma y la había enviado al otro barrio. Nunca volvería a contarle a otra mujer a qué se debía aquella cicatriz que tenía en el muslo izquierdo.
Por un terrible instante, Ralph creyó que iba a desmayarse. Se concentró y consiguió evitar el desvanecimiento pensando en Lois. Su aura había adquirido un aterrado color rojo oscuro. Líneas melladas la surcaban y atravesaban. Parecían la lectura del electrocardiograma de una mujer que acabara de sufrir un ataque al corazón fatal.
(«¡Oh, Ralph! ¡Oh, Dios mío, Ralph!»)
En el extremo sur de la casa, algo estalló con fuerza suficiente como para abrir la puerta que acababan de atravesar. Ralph suponía que podía tratarse de uno o varios depósitos de propano…, aunque no importaba demasiado a aquellas alturas. Jirones llameantes de papel pintado entraron volando desde el pasillo, y Ralph vio las cortinas de la estancia y los restos del cabello de Gretchen flotar hacia la puerta mientras el fuego succionaba el aire de la habitación para alimentarse. ¿Cuánto tardaría el fuego en convertir a las mujeres y los niños del sótanos en bichos crujientes? Ralph no lo sabía y sospechaba que daba igual; la mayoría de las personas encerradas allá abajo morirían de asfixia o de intoxicación por humo mucho antes de arder.
Lois miraba a las mujeres muertas con expresión horrorizada. Gruesas lágrimas le rodaban por las mejillas. La espectral luz gris que manaba de las huellas que dejaban tras de sí parecía vapor manando de un bloque de hielo seco. Ralph la hizo cruzar el salón hasta la puerta de doble hoja que había al otro lado, se detuvo el tiempo suficiente para aspirar una profunda bocanada de aire, ciñó el brazo alrededor de los hombros de Lois y atravesó con ella la madera.
Se produjo un instante de oscuridad en el que no sólo su nariz, sino todo su cuerpo pareció impregnarse del dulce olor a serrín, y de repente se encontraron en la siguiente estancia, la habitación situada más al norte de toda la casa. Tal vez en otro tiempo había sido un estudio, pero ahora era una sala de terapia de grupo. En el centro se veía un círculo compuesto por alrededor de una docena de sillas plegables. Las paredes estaban cubiertas de carteles que afirmaban cosas COMO PUEDO ESPERAR RESPETO DE NADIE HASTA QUE NO ME RESPETE A MI MISMA. Sobre una pizarra colocada en un extremo de la habitación, alguien había escrito SOMOS UNA FAMILIA, TODAS MIS HERMANAS ESTÁN CONMIGO en letras de imprenta. Agazapado junto a la pizarra y junto a una de las ventanas que daban al este y al porche, ataviado con un chaleco de balas sobre el suéter de Snoopy que Ralph habría reconocido en cualquier parte, estaba Charlie Pickering.
—¡Asemos a todas las mujeres impías! —gritó.
Una bala pasó con un silbido junto a su hombro; otra se incrustó en el marco de la ventana, a su derecha, y envió una astilla contra el vidrio de sus gafas de montura de concha. La idea de que lo estaban protegiendo volvió a cruzar la mente de Ralph, aunque esta vez con total certeza.
—¡Barbacoa de lesbianas! ¡Vamos a darles un poco de su propia medicina! ¡Vamos a enseñarles cómo sienta!
(«Quédate arriba, Lois… Quédate exactamente donde estás.»)
(«¿Qué vas a hacer?»)
(«Ocuparme de él.»)
(«¡No lo mates, Ralph! ¡No lo mates, por favor!»)
¿Por qué no? —pensó Ralph con amargura—. Le haría un favor al mundo. Sin lugar a dudas, estaba en lo cierto, pero no era momento de discutir.
(«¡De acuerdo, no lo mataré! Y ahora quédate quieta, Lois. Hay demasiadas balas como para que los dos nos arriesguemos a bajar.»)
Antes de que Lois pudiera replicar, Ralph se concentró, invocó el parpadeo y descendió al nivel de los Mortales. Sucedió con tal rapidez y brusquedad que se sintió atontado, como si acabara de saltar de la ventana de un segundo piso y aterrizar sobre hormigón duro. Algunos de los colores desaparecieron y fueron sustituidos por ruido; el crujido del fuego, ya no amortiguado, sino penetrante y cercano; el petardeo de una andanada de disparos de escopeta; el traqueteo de disparos de revólver efectuados en rápida sucesión. El aire sabía a hollín, y en la sala hacía un calor sofocante. Algo que parecía un insecto pasó zumbando junto a la oreja de Ralph. Tenía la sensación de que se trataba de un bicho del calibre 45.
Será mejor que te des prisa, cariño, le aconsejó Carolyn. En este nivel, cuando las balas te alcanzan, te matan, ¿te acuerdas?
Se acordaba.
Ralph corrió agachado hacia la espalda de Pickering. Sus pies crujían sobre los fragmentos de vidrio y las astillas de madera, pero Pickering no se volvió. Además del arma automática que tenía en la mano, llevaba un revólver en la cadera, y junto a su pie izquierdo había un pequeño talego militar verde. El talego tenía la cremallera abierta, y Ralph vio un montón de botellas de vino en su interior. Estaban abiertas, y los cuellos, rellenos con trapos mojados.
—¡Matemos a las zorras! —chilló Pickering disparando otra salva al patio.
Retiró el cargador y se levantó el suéter, dejando al descubierto tres o cuatro más que llevaba sujetos bajo el cinturón. Ralph introdujo la mano en el talego abierto, cogió una de las botellas de vino llenas de gasolina por el cuello y golpeó a Pickering en la sien. En aquel momento, comprendió la razón por la que Pickering no le había oído acercarse, aunque Ralph había hecho mucho ruido: el hombre llevaba tapones en los oídos. Antes de que pudiera reflexionar sobre la ironía que suponía que un hombre en misión suicida se tomara la molestia de protegerse los oídos, la botella se hizo añicos contra la sien de Pickering, inundándolo de líquido ambarino y cristal verde. Pickering retrocedió dando tumbos y se llevó la mano al cuero cabelludo, que tenía cortes en dos lugares. La sangre le fluía por entre los largos dedos, dedos que deberían haber pertenecido a un pianista o a un pintor, pensó Ralph, y también por el cuello. Se dio la vuelta con los ojos abiertos de asombro detrás de los cristales sucios de las gafas y el cabello apuntando al cielo, lo que le confería el aspecto de la caricatura de un hombre que acabara de recibir una potentísima descarga eléctrica.
—¡Tú! —aulló—. ¡Centurión enviado por el diablo! ¡Impío asesino de bebés!
Ralph pensó en las dos mujeres de la otra habitación, y una nueva oleada de enojo lo embargó…, aunque enojo era una palabra demasiado suave, y con mucho. Tenía la sensación de que los nervios le ardían bajo la piel. Y la idea que le tamborileaba en la mente era una de ellas estaba embarazada así que quién es el asesino de bebés, una de ellas estaba embarazada así que quién es el asesino de bebés.
Otro insecto de gran calibre pasó zumbando junto a su oreja. Ralph ni siquiera se dio cuenta. Pickering estaba intentando levantar el rifle con el que, sin lugar a dudas, había matado a Gretchen Tillbury y a su amiga embarazada. Ralph se lo arrebató de las manos y le apuntó. Pickering profirió un grito de terror. El sonido de aquel grito enfureció aún más a Ralph, y olvidó la promesa que había hecho a Lois. Levantó el rifle, resuelto a vaciar el cargador sobre el hombre que se acurrucaba acobardado contra la pared (en su ofuscación, a ninguno de los dos se le había ocurrido que el arma no tenía cargador en aquel momento), pero antes de que pudiera apretar el gatillo, un intenso enjambre de luz que surgió junto a él lo distrajo. Al principio carecía de forma; era tan sólo un fabuloso caleidoscopio cuyos colores habían escapado de algún modo del tubo que debía contenerlos, y de repente adquirió la forma de una mujer con un lazo gris largo y esponjoso surgiendo de su cabeza.
(«No lo mates.»)
¡Ralph, por favor, no lo mates!
Por un instante vio la pizarra y leyó la cita escrita en tiza sobre ella, y los colores se convirtieron en su ropa, su cabello y su piel en el momento en que llegó abajo. Pickering la miró bizco de pavor. Profirió otro grito, y la entrepierna de sus pantalones de combate se tornó más oscura. Se metió los dedos en la boca, como si quisiera mitigar los sonidos que emitía.
—¡Un fanfahma! —gritó por entre los dedos—. ¡Un Henfurión y un fanfahma!
Lois no le hizo caso y agarró el cañón del rifle.
—¡No lo mates, Ralph! ¡No lo mates!
De repente, Ralph se enfureció con ella también.
—¿Es que no lo entiendes, Lois? ¿Es que no lo captas? ¡Sabía lo que hacía! ¡En cierto modo, lo sabía! ¡Lo he visto en su aura!
—No importa —replicó sosteniendo el cañón del rifle para que apuntara al suelo—. No importa lo que supiera o dejara de saber. No podemos hacer lo que hacen ellos. No podemos ser como ellos.
—Pero…
—Ralph, quiero soltar el cañón de este rifle. Está muy caliente. Me está quemando los dedos.
—De acuerdo —accedió Ralph, soltando el rifle al mismo tiempo que ella.
El arma cayó al suelo entre ellos, y Pickering, que se había deslizado hacia el suelo por la pared con los dedos aún metidos en la boca y la mirada brillante y vidriosa clavada en Lois, se abalanzó sobre ella con la rapidez de una serpiente cascabel al ataque.
Lo que Ralph hizo a continuación fue espontáneo y, desde luego, no fruto del enojo; actuó por puro instinto. Alargó los brazos hacia Pickering y le cogió ambos lados del rostro. En su mente, algo relampagueó con fuerza, algo que se le antojaba la lente de una potente lupa. Volvió a subir unos cuantos niveles, por una fracción de segundo, hasta un nivel en el que ninguno de los dos había estado todavía. Al término del ascenso, sintió una tremenda fuerza brillar en su cabeza y estallar en sus brazos. Al descender de nuevo, oyó el bang, un sonido hueco pero claro que no se parecía nada a los disparos que aún se efectuaban desde el patio.
El cuerpo de Pickering sufrió una tremenda sacudida, y sus piernas se abrieron con tal brusquedad que uno de sus zapatos salió despedido. Sus nalgas subieron y volvieron a bajar en un increíble espasmo. Sus dientes se cerraron sobre el labio superior y un reguero de sangre empezó a brotar de su boca. Por un instante, Ralph casi estuvo seguro de que había visto diminutas chispas azules surgir de las puntas de su estrafalario cabello. Las chispas desaparecieron y Pickering se derrumbó de nuevo contra la pared. Miró a Ralph y a Lois con una expresión desprovista de cualquier preocupación.
Lois profirió un grito. En el primer momento, Ralph creyó que gritaba por lo que acababa de hacerle a Pickering, pero entonces vio que se estaba dando manotazos en la coronilla. Un jirón de papel pintado en llamas le había aterrizado allí y su cabello estaba en llamas.
Ralph la rodeó con un brazo, golpeó las llamas con la mano y a continuación protegió su cuerpo con el suyo en el momento en que una nueva salva de disparos de rifle y escopeta agujereaba el ala norte de la casa. La mano libre de Ralph estaba apoyada contra la pared, y vio aparecer un orificio de bala entre el tercer y el cuarto dedo como si de un truco de magia se tratara.
(«¡Sube, Lois! ¡Sube ahora mismo!»)
Subieron juntos, convirtiéndose en humo coloreado ante los ojos vacuos de Pickering… y desaparecieron.
(«¿Qué le has hecho, Ralph? Por un momento has desaparecido… Estabas arriba… y entonces… entonces él… ¿Qué le has hecho?»)
Lois observaba a Charlie Pickering atónita y horrorizada. El hombre estaba sentado con la espalda apoyada en la pared, en una postura casi idéntica a la de las dos mujeres muertas de la habitación contigua. Mientras Ralph lo miraba, una gran burbuja de saliva rosada apareció entre sus labios fláccidos, creció y estalló.
Se volvió hacia Lois, la agarró por los brazos justo debajo de los codos y creó una imagen en su mente; la caja cortacircuitos que tenía en el sótano de su casa de Harris Avenue. Unas manos abrían la caja y apagaban con rapidez todos los interruptores. No estaba seguro de que la imagen fuera precisa, pues todo había sucedido tan deprisa que no estaba seguro de nada, pero creía que se acercaba bastante.
Lois abrió mucho los ojos y asintió en silencio. Miró a Pickering y de nuevo a Ralph.
(«Lo ha provocado él mismo, ¿verdad? No lo has hecho adrede.»)
Esta vez fue Ralph quien asintió en silencio, y de nuevo percibieron gritos bajo sus pies, gritos que, estaba casi seguro de ello, no percibían con el oído.
(«Lois.»)
(«Sí, Ralph, ahora mismo.»)
Ralph deslizó las manos por los brazos de Lois y la tomó de las manos, del mismo modo en que los cuatro se habían cogido de las manos en el hospital, sólo que esta vez bajaron en lugar de subir, penetrando en el suelo de madera como si fuera una piscina. Ralph percibió de nuevo el filo de oscuridad que le bloqueaba la visión, y de repente se encontraron en el sótano, flotando lentamente hacia un suelo sucio de cemento. En las sombras vio tuberías de estufa cubiertas de polvo, un equipo quitanieves colocado a un lado de un mortecino cilindro que, con toda probabilidad, era el calentador de agua, y cajas apiladas contra una pared de ladrillo, cajas de sopa, alubias, salsa de espagueti, café, bolsas de basura y papel higiénico. Todos aquellos objetos parecían ligeramente alucinatorios, como si no estuvieran del todo ahí, y en el primer momento Ralph creyó que se trataba de otro efecto secundario de su paso al siguiente nivel. Pero entonces se dio cuenta de que no era más que humo… El sótano se estaba llenando rápidamente de humo.
En un rincón de la estancia alargada y penumbrosa se hallaban apiñadas unas dieciocho o veinte personas, en su mayoría mujeres. Ralph vio también a un chiquillo de unos cuatro años abrazado a las rodillas de su madre, cuyo rostro mostraba los moratones desvaídos de lo que podría haber sido un accidente, pero seguramente era obra de alguien, a una niña un par de años mayor con la cara sepultada en el estómago de su madre… y a Helen. Sostenía a Natalie en brazos y le soplaba el rostro, como si de ese modo pudiera mantener limpio el aire que la rodeaba. Nat tosía y profería alaridos ahogados y desesperados. Detrás de las mujeres y los niños, Ralph vislumbró una escalera que desaparecía en las tinieblas.
(«Ralph. Tenemos que bajar ahora mismo, ¿verdad?»)
Ralph asintió, provocó el parpadeo en su mente y de repente se encontró tosiendo al aspirar una bocanada de humo acre. Se materializaron justo delante del grupo apiñado al pie de la escalera, pero sólo el chiquillo abrazado a las rodillas de su madre reaccionó. En aquel momento, Ralph supo que había visto a aquel niño en alguna otra parte, pero no recordaba dónde… El día de finales de verano en que lo había visto jugar a pelota…, con su madre en el parque Strawford, estaba a años luz de su mente en aquel instante.
—¡Mira, mamá! —exclamó el niño señalando y tosiendo—. ¡Ángeles!
Ralph oyó mentalmente la voz de Cloto diciendo No somos ángeles, Ralph, y entonces, sin soltar a Lois, se abrió paso hacia Helen a través del humo cada vez más denso. Los ojos ya le ardían y lagrimeaban, y oyó toser a Lois. Helen lo miraba atónita, lo miraba igual que aquel día de agosto en que Ed le había dado aquella tremenda paliza.
—¡Helen!
—¿Ralph? ¡Ralph!
—¡Esa escalera, Helen! ¿Adónde lleva?
—¿Qué haces aquí, Ralph? ¿Cómo has llegado hasta…?
Un acceso de tos la acometió y la hizo inclinarse hacia delante. Natalie estuvo a punto de salir despedida, y Lois la tomó en brazos antes de que Helen la dejara caer.
Ralph miró a la mujer que estaba a la izquierda de Helen, vio que aún era menos consciente de lo que estaba sucediendo, volvió a agarrar a Helen y la zarandeó.
—¿Adónde lleva esa escalera? —preguntó Lois.
Helen la miró por encima del hombro.
—A la trampilla del sótano —explicó—. Pero no sirve de nada. Está…
Se inclinó acometida por un nuevo acceso de tos seca. El sonido se parecía extrañamente al traqueteo del arma automática de Charlie Pickering.
—Está cerrada —terminó Helen—. Esa mujer gorda la ha cerrado. Llevaba el candado en el bolsillo. La he visto colocarlo. ¿Por qué lo ha hecho, Ralph? ¿Cómo sabía que bajaríamos al sótano?
¿Dónde si no ibais a ir?, pensó Ralph con amargura antes de volverse hacia Lois.
—A ver qué puedes hacer, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Lois le entregó el bebé, que seguía gritando y tosiendo, y se abrió paso entre el reducido grupo de mujeres. Susan Day no se hallaba entre ellas, al menos eso creía Ralph. En el extremo más alejado del sótano, una parte del techo se desplomó levantando una nube de chispas y azotando a la gente con una oleada de intenso calor. La niña con la cara sepultada en el estómago de su madre empezó a gritar.
Lois subió cuatro escalones y extendió las manos con las palmas abiertas, como un reverendo que diera la bendición. A la luz de las chispas, Ralph entrevió la silueta inclinada de la trampilla, Lois apoyó las manos contra ella. Durante unos instantes no ocurrió nada, pero entonces, Lois desapareció en un vertiginoso arcoiris de colores. Ralph oyó un agudo estallido que parecía un aerosol al explotar en el fuego, y de repente, Lois reapareció. Al mismo tiempo, a Ralph le pareció ver un latido de luz blanca sobre su cabeza.
—¿Qué hace bang, mamá? —inquirió el chiquillo que había llamado ángeles a Ralph y Lois—. ¿Qué hace bang?
Antes de que su madre pudiera responder, una pila de cortinas colocadas sobre una mesilla a unos siete metros de distancia prendió, pintando las caras de las mujeres atrapadas de penetrantes colores negros y anaranjados, como en Halloween.
—¡Ralph! —gritó Lois—. ¡Ayúdame!
Ralph se abrió paso entre las mujeres anonadadas y subió rápidamente la escalera.
—¿Qué pasa? —preguntó con la garganta ardiente, como si hubiera hecho gárgaras de queroseno—. ¿No puedes abrirla?
—Sí, he oído cómo se rompía el candado, bueno, lo he sentido mentalmente, pero esta puñetera trampilla pesa demasiado para mí. Tendrás que abrirla tú. Dame a la niña.
Ralph le entregó a Nat, alargó los brazos e intentó abrir la trampilla. Pesaba mucho, sí, señor, pero Ralph estaba cargado de adrenalina pura, y cuando apoyó los hombros contra ella y empujó, la trampilla se abrió de golpe. Un torrente de luz y aire fresco inundó el sótano. En las películas favoritas de Ralph, momentos como aquél solían celebrarse con exclamaciones de triunfo y alivio, pero en el primer momento, ninguna de las mujeres que habían estado atrapadas en el sótano emitió sonido alguno. Se limitaron a permanecer quietas y en silencio, mirando con expresión serena y atónita el rectángulo de cielo azul que Ralph había conjurado en el techo de la habitación que la mayoría de ellas había aceptado como su tumba.
¿Y qué dirán más tarde? —se preguntó—. Si realmente salen de ésta con vida, ¿qué dirán? ¿Que un hombre flaco de cejas pobladas y una mujer más bien rolliza (pero de hermosos ojos españoles) se materializaron en el sótano, rompieron el candado de la trampilla y las pusieron a salvo?
Bajó la mirada y vio al niño que tan familiar le resultaba mirándolo con los ojos muy abiertos en una expresión solemne. Una cicatriz en forma de gancho le atravesaba el puente de la nariz. Ralph tenía la sensación de que aquel niño era el único que los había visto realmente, incluso después de que regresaran al nivel de los Mortales, y Ralph sabía perfectamente lo que diría: que habían venido unos ángeles, uno masculino y otro femenino, y que los habían salvado. Buen plato para las noticias de esta noche, pensó Ralph. Sí, a Lisette Benson y John Kirkland les encantaría.
Lois dio una palmada brusca, como una monitora que informara a los niños que se había acabado el recreo.
—¡Vamos, chicas! ¡Moveos antes de que el fuego llegue a los depósitos de las estufas!
La mujer que tenía a la chiquilla fue la primera en moverse. Levantó a la pequeña, que no cesaba de llorar, en volandas y subió la escalera dando tumbos, tosiendo y sollozando. Las otras la siguieron. El chiquillo alzó la mirada hacia Ralph con admiración al pasar junto a él.
—Guapo, tío —dijo.
Ralph le dedicó una sonrisa sin poder evitarlo, y a continuación se volvió hacia Lois y señaló la escalera.
—Si no me equivoco, esto da a la parte trasera de la casa. No les dejes dar la vuelta todavía. La policía puede cargarse a la mitad antes de darse cuenta de que están disparando a las personas que han venido a salvar.
—De acuerdo.
Nada de preguntas, nada de palabras innecesarias, y Ralph la amó por eso. Lois subió la escalera de inmediato, deteniéndose tan sólo para agarrar por el codo a una mujer que tropezó.
Sólo quedaban Ralph y Helen Deepneau.
—¿Es Lois? —inquirió Helen.
—Sí.
—¿Tiene a Natalie?
—Sí.
Otro trozo de techo se derrumbó levantando otro remolino de chispas, y las llamas avanzaban a ciegas a lo largo de las vigas en dirección a la caldera.
—¿Estás seguro?
Helen se aferró a su camisa y lo miró con ojos frenéticos e hinchados.
—¿Estás seguro de que tiene a Natalie?
—Completamente seguro. Vámonos.
Helen miró en derredor y pareció contar mentalmente. En su rostro apareció una expresión de alarma.
—¡Gretchen! —exclamó—. ¡Y Merrilee! ¡Tenemos que ir a buscar a Merrilee, Ralph! ¡Está embarazada de siete meses!
—Está arriba —repuso Ralph agarrando a Helen por el brazo cuando dio muestras de querer abandonar la escalera y volver a zambullirse en el sótano en llamas—. Y Gretchen también. ¿Había alguien más?
—No, creo que no.
—Bien. Vámonos. Tenemos que salir de aquí.
Ralph y Helen salieron por la trampilla en una nube de humo gris oscuro; en cierto modo parecía el fin del mejor truco de un ilusionista de primera clase. En efecto, se hallaban en la parte trasera de la casa, cerca de los tendederos. Vestidos, pantalones, ropa interior y sábanas se agitaban en la refrescante brisa. En aquel momento, un tizón en llamas aterrizó sobre una de las sábanas y le prendió fuego. Más llamas brotaban de las ventanas de la cocina. Hacía un calor sofocante.
Helen se derrumbó en sus brazos, no inconsciente sino completamente agotada por el momento. Ralph tuvo que ceñirle el brazo alrededor de la cintura para impedir que cayera al suelo. La joven se aferró débilmente a su cuello, intentando decir algo acerca de Natalie. Entonces vio que Lois la sostenía en brazos y se tranquilizó un poco. Ralph logró cogerla con mayor firmeza y la alejó de la trampilla medio en volandas, medio a rastras. Mientras lo hacía, vio los restos de lo que parecía un candado nuevo en el suelo, junto a la puerta abierta. Estaba partido en dos y extrañamente retorcido, como si unas manos de tremenda fuerza lo hubieran roto.
Las mujeres esperaban a unos quince metros de distancia, apiñadas junto a la esquina de la casa. Lois se hallaba de cara a ellas y les hablaba para impedir que siguieran adelante. Ralph creía que con un poco de preparación y otro poco de suerte no les pasaría nada cuando doblaran la esquina; los disparos efectuados desde el fortín policial no se habían detenido, pero sí se habían tranquilizado un tanto.
—¡PICKERING!
Parecía la voz de Leydecker, aunque la amplificación del megáfono impedía afirmarlo con certeza.
—¡PICKERING! ¿POR QUÉ NO ERES INTELIGENTE POR UNA VEZ EN TU VIDA Y SALES ANTES DE QUE SEA DEMASIADO TARDE?
Más sirenas se aproximaban, y entre ellas se oía el inconfundible aullido acuoso de una ambulancia. Ralph llevó a Helen con las demás mujeres. Lois le devolvió a Natalie y a continuación se volvió hacia la voz amplificada y se llevó las manos a la boca a modo de amplificador.
—¡Hola! —gritó—. Los de ahí, ¿pueden…?
Se interrumpió acometida por una tos tan fuerte que estuvo a punto de vomitar. Se inclinó hacia delante con las manos apoyadas sobre las rodillas y los ojos irritados por el humo llenos de lágrimas.
—¿Estás bien, Lois? —preguntó Ralph.
Por el rabillo del ojo vio que Helen cubría de besos el rostro del Bebé Ensalzado y Venerado.
—Estoy bien —aseguró Lois al tiempo que se enjugaba las lágrimas con la mano—. Es este maldito humo, nada más —volvió a llevarse las manos a la boca—. ¿Pueden oírme?
Los disparos seguían disminuyendo, pero todavía se oían algunas detonaciones aisladas de revólver. A Ralph no le hizo ni pizca de gracia. Uno de esos disparos aislados en el lugar equivocado podía matar a una mujer inocente.
—¡Leydecker! —aulló tras llevarse las manos a la boca—. ¡John Leydecker!
Hubo un silencio, y de repente, la voz amplificada dio una orden que alegró el corazón de Ralph.
—¡ALTO EL FUEGO!
Otra detonación y luego el silencio, roto tan sólo por los sonidos de la casa en llamas.
—¿QUIÉN HABLA? ¡IDENTIFÍQUENSE!
Pero Ralph creía que ya tenía suficientes problemas como para añadir uno más.
—¡Las mujeres están aquí atrás! —gritó reprimiendo un acceso de tos—. ¡Voy a enviarlas hacia allá!
—¡NO, NO LO HAGA! —replicó Leydecker—. ¡HAY UN HOMBRE ARMADO EN LA ÚLTIMA HABITACIÓN DE LA PLANTA BAJA! ¡YA HA MATADO A VARIAS PERSONAS!
Una de las mujeres gimió y se cubrió el rostro con las manos.
Ralph se aclaró la garganta irritada como pudo (en aquel momento creía que habría dado toda su jubilación por una Coca-Cola helada) y gritó:
—¡No se preocupen por Pickering! ¡Pickering está…!
Pero ¿cómo estaba Pickering exactamente? Buena pregunta, ¿eh?
—¡El señor Pickering ha perdido el conocimiento! ¡Por eso ha dejado de disparar! —gritó Lois a sus espaldas.
Ralph no creía que «perdido el conocimiento» fuera la expresión más adecuada, pero de momento serviría.
—¡Las mujeres irán a la parte delantera de la casa con las manos en alto! ¡No disparen! ¡Asegúrennos que no van a disparar!
Hubo un momento de silencio.
—¡NO DISPARAREMOS, PERO ESPERO QUE SEPAN LO QUE HACEN, SEÑORA!
Ralph hizo una seña a la mujer que llevaba al chiquillo.
—Vamos. Vosotros dos encabezaréis el desfile.
—¿Está seguro de que no nos harán daño?
Los cardenales desvaídos del rostro de la joven, un rostro que a Ralph le sonaba vagamente, sugerían que las cuestiones acerca de quién le haría daño y quién no formaban parte integrante de su vida.
—¿Está seguro?
—Sí —repuso Lois sin dejar de toser y con los ojos irritados, aún llenos de lágrimas—. Levanten las manos. Puedes hacerlo, ¿verdad, muchachote?
El niño levantó los brazos con el entusiasmo de un jugador veterano de policías y ladrones, pero sus ojos brillantes no se apartaron del rostro de Ralph.
Rosa —pensó Ralph—. Si pudiera ver su aura, seguro que sería de ese color. No sabía con certeza si era intuición o recuerdo, pero sabía que así era.
—¿Y qué pasa con la gente que está dentro? —inquirió otra mujer—. ¿Y si dispara? Tenían armas… ¿Qué pasa si disparan?
—Nadie va a disparar desde la casa —aseguró Ralph—. Vamos.
La madre del pequeño lanzó a Ralph otra mirada titubeante y por fin se volvió hacia su hijo.
—¿Preparado, Pat?
—¡Sí! —asintió Pat con una sonrisa radiante.
Su madre asintió y levantó una mano. Ciñó la otra alrededor de los hombros del niño con un ademán frágil que conmovió a Ralph. Así doblaron la esquina de la casa.
—¡No nos hagan daño! —gritó—. ¡Vamos con las manos en alto y tengo a mi pequeño conmigo, así que no nos hagan daño!
Las demás esperaron unos instantes, y a continuación, la mujer que se había cubierto el rostro con las manos echó a andar.
La siguió la madre de la niña, que ahora iba en sus brazos, pero con las manos levantadas obedientemente. Las otras la siguieron, la mayoría de ellas tosiendo, todas ellas con las manos vacías en alto. Cuando Helen se disponía a unirse a la comitiva, Ralph le rozó el hombro. Helen alzó los ojos enrojecidos hacia él y lo observó con expresión serena y maravillada a un tiempo.
—Es la segunda vez que estás ahí cuando Nat y yo te necesitamos —comentó—. ¿Eres nuestro ángel de la guarda, Ralph?
—Quizá —repuso—. Quizá sí. Escucha, Helen, no hay mucho tiempo. Gretchen ha muerto.
Helen asintió y rompió a llorar.
—Lo sabía. No quería saberlo, pero de alguna forma lo sabía.
—Lo siento mucho.
—Nos lo estábamos pasando tan bien cuando llegaron esos tipos. Bueno, estábamos nerviosas, pero también nos reíamos y hablábamos mucho. Teníamos intención de pasar el día preparando la conferencia de esta noche. La manifestación y la conferencia de Susan Day.
—Es de esta noche de lo que quiero hablarte —dijo Ralph con toda la suavidad de que era capaz—. ¿Crees que todavía…?
—Estábamos preparando el desayuno cuando han llegado.
Hablaba como si no le hubiera oído; Ralph suponía que en verdad no le había oído. Nat miraba por encima del hombro de Helen, y aunque seguía tosiendo, había dejado de llorar. A salvo en los brazos de su madre, paseaba la mirada entre Ralph y Lois con vivaz curiosidad.
—Helen… —empezó Lois.
—¡Mirad! ¿Veis eso?
Helen señaló un viejo Cadillac marrón aparcado en el cobertizo de herramientas que había sido la prensa de la sidra en los tiempos en que Ralph y Carolyn iban a la Huerta de Barrett; lo más probable era que en High Ridge lo utilizaran como garaje. El Cadillac estaba en pésimo estado: parabrisas agrietado, suelos mellados, un faro cubierto de cinta aislante. El parachoques aparecía sembrado de adhesivos pro-vida.
—Han venido en ese coche. Han ido a la parte trasera de la casa como si quisieran guardar el coche en el garaje. Creo que es eso lo que nos ha despistado. Han venido a la parte trasera como si fueran de la casa.
Contempló el coche por unos instantes, y a continuación clavó los ojos enrojecidos y tristes en Ralph y Lois.
—Alguien debería haber prestado atención a los adhesivos del maldito trasto.
De repente, Ralph recordó a Barbara Richards, la recepcionista del Centro de la Mujer, que se había tranquilizado al ver acercarse a Lois. No le había importado que Lois metiera la mano en el bolso para sacar algo; lo que le había importado era que Lois era una mujer.
Una hermana. Sandra McKay había estado al volante del Cadillac. A Ralph no le hacía falta preguntárselo a Helen para saberlo. Habían visto a una mujer y hecho caso omiso de los adhesivos. Somos una familia; todas mis hermanas están conmigo.
—Cuando Deanie ha dicho que los tipos que salían del coche llevaban ropa militar y armas, todas hemos creído que era una broma. Bueno, todas menos Gretchen. Nos ha dicho que bajáramos lo más deprisa posible. Y entonces ha ido a la sala. Para llamar a la policía, supongo. Debería haberme quedado con ella.
—No —replicó Lois pasando los dedos por entre el finísimo cabello castaño de Natalie—. Tenías que cuidar de Natalie, ¿verdad? Y ahora también tienes que cuidar de ella.
—Supongo que tiene razón —repuso Helen con una voz carente de inflexiones—. Supongo que tiene razón. Pero era amiga mía, señora Chasse. Amiga mía.
—Lo sé, querida.
La cara de Helen se contrajo, y rompió a llorar. Natalie miró a su madre con expresión de cómico asombro durante un instante y luego se unió a su llanto.
—Helen —dijo Ralph—. Helen, escúchame. Tengo que preguntarte algo. Es muy, muy importante. ¿Me estás escuchando?
Helen asintió, aunque sin dejar de llorar. Ralph no tenía ni idea de si le oía o no. Echó un vistazo a la esquina del edificio, preguntándose cuánto tardaría en aparecer la policía, y aspiró una profunda bocanada de aire.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de que la reunión se celebre a pesar de todo? ¿Alguna posibilidad? Tú eras la mejor amiga de Gretchen Tillbury. Dime lo que piensas.
Helen dejó de llorar y lo miró con los ojos abiertos de par en par, como si no diera crédito a sus oídos. De repente, aquellos ojos se llenaron de aterradora furia.
—¿Cómo puedes preguntar eso? ¿Cómo se te ocurre ni siquiera preguntar eso?
—Bueno…, porque…
Ralph se detuvo en seco, incapaz de proseguir. La furia era la última reacción que había esperado.
—Si nos detienen ahora, habrán ganado —exclamó Helen—. ¿Es que no lo entiendes? Gretchen está muerta, High Ridge está quedando reducida a cenizas con todo lo que algunas de estas mujeres poseen dentro, y si nos detienen ahora, habrán ganado.
Una parte de la mente de Ralph, un lugar muy remoto, estableció una terrible comparación. Otra parte, la que quería a Helen, avanzó para bloquearla, pero llegó demasiado tarde. Los ojos de Helen se parecían a los de Charlie Pickering el día en que el hombre se había sentado junto a Ralph en la biblioteca, y ninguna clase de razón podía conferir a ningunos ojos un aspecto como aquél.
—¡Si nos detienen ahora, habrán ganado! —gritó, y en sus brazos, Natalie se echó a llorar con más fuerza—. ¿Es que no lo entiendes? ¿Es que no lo entiendes, joder? ¡No lo permitiremos! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
Con ademán brusco, levantó la mano libre y dobló la esquina del edificio. Ralph alargó el brazo hacia ella y le rozó la espalda de la blusa con las yemas de los dedos. Nada más.
—¡No disparen! —gritaba Helen a la policía al otro lado de la casa—. ¡No disparen, soy una de las mujeres! ¡Soy una de las mujeres! ¡Soy una de las mujeres!
Ralph se abalanzó sobre ella sin pensar, tan sólo por instinto, pero Lois tiró de él por el cinturón.
—Será mejor que no salgas, Ralph. Eres un hombre, y a lo mejor creen que…
—¡Hola, Ralph! ¡Hola, Lois!
Ambos se volvieron hacia aquella voz nueva. Ralph la reconoció de inmediato, y quedó sorprendido y no sorprendido a un tiempo. Detrás de los tendederos cargados de sábanas y ropa en llamas, ataviado con unos pantalones desteñidos de franela y viejos deportivos de bota Converse remendados con cinta aislante, estaba Dorrance Marstellar. Su cabello, tan fino como el de Natalie, aunque blanco en lugar de castaño, ondeaba en torno a su cabeza al viento de octubre que peinaba la colina. Como de costumbre, llevaba un libro en la mano.
—Venid —instó haciéndoles señas y sonriendo—. Daos prisa. No queda mucho tiempo.
Los guió por un sendero cubierto de maleza y poco usado que se alejaba de la casa hacia el oeste. Primero atravesaba un huerto de tamaño respetable en el que ya se había efectuado la cosecha de todas las verduras salvo las calabazas y los calabacines, luego se adentraba en una huerta en que las manzanas ya estaban maduras, más tarde pasaba por unas enmarañadas zarzas cuyos espinos parecían apuntar en todas direcciones para rasgarles la ropa. Cuando salieron de los zarzales y llegaron a un tenebroso bosque de pinos y abetos, a Ralph se le ocurrió que debían de estar en la ladera de la sierra que pertenecía a Newport.
Dorrance caminaba con agilidad para un hombre de su edad, y en ningún momento se apagó la sonrisa plácida que exhibía. El libro que llevaba se titulaba Para el Amor, Poemas 1950-1960, de un hombre llamado Robert Creeley. Ralph jamás había oído hablar de él, pero suponía que el señor Creeley tampoco habría oído hablar jamás de Elmor Leonard, Ernest Haycox ni Louis L’Amour. Sólo intentó hablar con el viejo Dor una vez, cuando llegaron al pie de una pendiente que las agujas de los pinos hacían peligrosamente resbaladiza. Ante ellos, un pequeño y frío torrente fluía levantando crestas de espuma.
—Dorrance, ¿qué haces aquí? ¿Y cómo has llegado hasta aquí, ya que estamos? ¿Y adónde narices vamos?
—Oh, casi nunca contesto preguntas —replicó el viejo Dor con una sonrisa aún más ancha.
Contempló el riachuelo, levantó un dedo y señaló el agua. Una pequeña trucha marrón dio un salto, se sacudió gotas brillantes de la cola y volvió a sumergirse en el torrente. Ralph y Lois se miraron con idénticas expresiones de: ¿He visto lo que creo haber visto?
—No, no —prosiguió Dor pasando de la orilla a una roca mojada—. Casi nunca. Demasiado difícil. Demasiadas posibilidades. Demasiados niveles, ¿eh, Ralph? El mundo está lleno de niveles, ¿verdad? ¿Cómo estás, Lois?
—Bien —repuso ella con aire ausente, mientras observaba a Dor cruzar el río por toda una serie de rocas colocadas de un modo muy conveniente.
Caminaba con los brazos extendidos, una postura que le confería el aspecto del acróbata más viejo del mundo. Cuando llegó a la otra orilla, oyeron una violenta exhalación procedente de la sierra…, no exactamente una explosión.
Los depósitos de petróleo, se dijo Ralph.
Dor se volvió hacia ellos desde la otra orilla sin dejar de exhibir aquella plácida sonrisa de Buda. Ralph subió sin querer y sin percibir aquel parpadeo en su interior. Los colores inundaron el día, pero apenas se dio cuenta. Toda su atención estaba concentrada en Dorrance, y durante casi diez segundos se olvidó de respirar.
Ralph había visto auras de todos los colores durante el último mes, pero ninguna de ellas se acercaba siquiera al espléndido envoltorio que bañaba al anciano al que Don Veazie había descrito en cierta ocasión como «encantador, sí señor, pero un poco loco». Era como si el aura de Dor se hubiera filtrado a través de un prisma… o un arcoiris. Emanaba luz en vertiginosos arcos: azul seguido de magenta, magenta seguido de rojo, rojo seguido de rosado, rosado seguido del cremoso blanco amarillento de un plátano maduro.
Sintió que la mano de Lois lo buscaba y se la tomó.
(«Dios mío, Ralph, ¿lo estás viendo? ¿Ves lo hermoso que es?»)
(«Desde luego.»)
(«¿Qué es? ¿Es humano siquiera?»)
(«No lo s…»)
(«Basta, los dos. Volved a bajar.»)
Dorrance seguía sonriendo, pero la voz que habían oído en sus mentes era autoritaria y no tenía un pelo de vaguedad. Y antes de que Ralph pudiera obligarse a bajar, sintió un empujón. Los colores y la calidad aumentada de los sonidos desaparecieron al instante.
—Ahora no hay tiempo para estas cosas —comentó Dor—. Vaya, si ya es mediodía.
—¿Mediodía? —exclamó Lois—. ¡No puede ser! ¡No eran ni las nueve cuando hemos llegado, y de eso no hace ni media hora!
—El tiempo pasa más deprisa cuando vuelas —explicó el viejo Dor en tono solemne, aunque le brillaban los ojos—. Pregunta a cualquiera que vaya a tomarse unas cervezas y escuchar música country el sábado por la noche. ¡Vamos! ¡Daos prisa! ¡El reloj hace tic tac! ¡Cruzad el río!
Lois lo cruzó en primer lugar, pasando con cuidado de una roca a otra, los brazos extendidos como había visto hacer a Dorrance. Ralph la siguió con las manos cerca de sus caderas, preparado para agarrarla si se tambaleaba, pero fue él quien estuvo a punto de caer al agua. Consiguió recuperar el equilibrio, pero a costa de mojarse un pie hasta el tobillo. En lo más profundo de su mente, le pareció oír reír a Carolyn.
—¿No puedes decirnos nada, Dor? —inquirió cuando llegaron a la otra orilla—. Vamos bastante perdidos.
Y no sólo mental o espiritualmente, añadió en silencio.
No había visto aquel bosque en su vida, ni siquiera cuando salía a cazar perdices o ciervos de joven. Si el sendero por el que caminaban terminaba o si el viejo Dor perdía cualquiera que fuera su sentido de la orientación, ¿qué harían?
—Sí —asintió Dor al instante—. Puedo deciros una cosa absolutamente segura.
—¿Qué?
—Estos son los mejores poemas que Robert Creeley ha escrito en su vida —explicó el viejo Dor al tiempo que les mostraba su ejemplar de Para el Amor.
Antes de que ninguno de los dos pudiera replicar, Dorrance se volvió y echó a andar de nuevo por el difuso sendero que se dirigía hacia el oeste por el bosque.
Ralph miró a Lois, Lois le devolvió la mirada tan perdida como él.
—Vamos, viejo amigo —lo animó—. Será mejor que no le perdamos de vista. Me he olvidado las migas de pan.
Subieron otra cuesta, y desde la cima, Ralph vio que el sendero que habían tomado descendía hasta un viejo camino forestal dividido por una tira de hierba. El camino moría a unos cincuenta metros de distancia en una cantera. Junto a la entrada de la cantera había un coche parado, un Ford modelo nuevo y completamente anónimo que a Ralph, pese a todo, le sonaba. Cuando la puerta se abrió y el conductor salió, todas las piezas del rompecabezas encajaron. Por supuesto que conocía el coche; lo había visto por última vez desde la ventana del salón de casa de Lois el martes por la noche, atravesado en medio de Harris Avenue, y su conductor se había arrodillado en el abanico de luz de los faros…, se había arrodillado junto al perro moribundo al que había atropellado. Joe Wyzer los oyó llegar, alzó la mirada y agitó el brazo a modo de saludo.