21

El Dunkin Donut de Newport Avenue era una risueña iglesia rosada situada en un anodino barrio de casas adosadas. La mayoría de ellas habían sido construidas en un solo año, 1946, y ahora se caían a pedazos. Este era el Old Cape de Derry, donde había coches viejos, con los tubos de escape sujetos con alambre y los parabrisas agrietados, que lucían adhesivos con mensajes tales como NO ME ECHEN LA CULPA A MÍ. YO VOTÉ A PEROT y HASTA LA MUERTE CON LA ASOCIACIÓN PRO ARMAS, donde en ninguna casa faltaba un triciclo Fisher Price en el soso jardín, donde las chicas tenían mucha marcha a los dieciséis y con demasiada frecuencia eran madres de tres hijos, mirada vacía y trasero enorme a los veinticuatro.

Dos chiquillos con bicicletas fluorescentes de manillares en forma de u hacían piruetas en el aparcamiento, esquivándose con una destreza que sugería un amplio historial de juegos de vídeo y un posible futuro muy bien pagado en el mundo del control aéreo…, si lograban mantenerse alejados de la coca y de los accidentes de tráfico, claro está. Ambos llevaban la gorra al revés. Ralph se preguntó por qué no estaban en la escuela un viernes por la mañana, o al menos de camino a la escuela, y decidió que no le importaba. Lo más probable era que a ellos tampoco les importara.

De repente, las dos bicicletas, que se habían esquivado hasta entonces con toda facilidad, chocaron. Ambos chiquillos cayeron al suelo y se levantaron casi al instante. Ralph sintió un gran alivio al comprobar que ninguno de los dos se había hecho daño; sus auras ni siquiera parpadeaban.

—¡Maldita sea! —gritó el de la camiseta de Nirvana, que tendría unos once años, a su amigo—. Pero ¿qué narices te pasa? ¡Montas en bici igual que los viejos follan!

—He oído algo —se defendió el otro al tiempo que se calaba la gorra sobre el sucio cabello rubio—. Como una explosión. ¡No me digas que no lo has oído! ¡Vamos, hombre!

—No he oído una mierda —replicó el de la camiseta de Nirvana extendiendo las manos, que ahora estaban sucias (o quizás sólo más sucias) y manchadas con la sangre de dos o tres rasguños sin importancia—. ¡Mira lo que me has hecho, gilipollas!

—Sobrevivirás —repuso su amigo con una notable ausencia de compasión.

—Sí, pero…

En aquel momento, el fan de Nirvana advirtió la presencia de Ralph, que estaba apoyado contra un enorme Oldsmobile con las manos embutidas en los bolsillos, observándolos.

—¿Qué coño mira?

—Pues a ti y a tu amigo —repuso Ralph—. Nada más.

—Nada más, ¿eh?

—Eso, nada más.

El fan de Nirvana miró a su amigo y se volvió de nuevo hacia Ralph. Los ojos le relucían con una suspicacia pura que, según la experiencia de Ralph, sólo podía encontrarse en Old Cape.

—¿Tiene algún problema?

—Yo no —aseguró Ralph.

Había inhalado una gran cantidad del aura rojiza del fan de Nirvana, y ahora se sentía más fuerte que Superman durante un vuelo. También se sentía como un pederasta.

—Estaba pensando que cuando yo era pequeño no hablábamos como tú y tu amigo.

El fan de Nirvana lo observó con insolencia.

—¿Ah, no? ¿Y cómo hablaban?

—No me acuerdo —repuso Ralph—, pero no creo que sonáramos como gilipollas.

Desvió la mirada cuando oyó la puerta mosquitera cerrarse de golpe. Lois salió del Dunkin Donuts con un gran vaso de café en cada mano. Mientras, los niños montaron en sus bicicletas fluorescentes y se alejaron. El fan de Nirvana lanzó a Ralph una última mirada desconfiada por encima del hombro.

—¿Puedes beberte esto y conducir al mismo tiempo? —inquirió Lois alargándole uno de los vasos.

—Creo que sí —asintió Ralph—, pero la verdad es que ya no lo necesito. Me encuentro bien, Lois.

Lois siguió con la mirada a los dos chiquillos y asintió.

—Vámonos.

El mundo ardía a su alrededor mientras recorrían la carretera 33 en dirección a lo que había sido la Huerta de Barrea, y no les hizo falta ascender ningún peldaño en la escala de la percepción para verlo.

Dejaron atrás la ciudad y condujeron entre bosques repoblados que brillaban con el fuego otoñal. El cielo era una senda azul sobre la carretera, y la sombra del Oldsmobile corría junto a ellos, serpenteando a través de hojas y ramas.

—Dios mío, es maravilloso —suspiró Lois—. ¿No te parece, Ralph?

—Sí.

—¿Sabes lo que me gustaría? ¿Más que nada en el mundo?

Ralph denegó con la cabeza.

—Que pudiéramos parar junto a la carretera, dejar el coche y adentrarnos un poco en el bosque. Encontrar un claro, sentarnos al sol y contemplar las nubes. Tú dirías: «Mira ésa, Lois, parece un caballo». Y yo diría: «Mira ésa otra, Ralph, es un hombre con una escoba». ¿No sería maravilloso?

—Sí —asintió Ralph.

El bosque se abrió en un estrecho pasillo a su izquierda; los postes de electricidad desfilaban por la escarpada pendiente como soldados. Los postes de alta tensión brillaban plateados bajo el sol de la mañana, sutiles como telas de araña. Los pies de los postes estaban sepultados en abultados montones de zumaque rojo, y cuando Ralph miró por encima del claro vio un halcón planeando en una corriente de aire tan invisible como el mundo de las auras.

—Sí —repitió—. Sería maravilloso. A lo mejor algún día tenemos ocasión de hacerlo, pero…

—Pero ¿qué?

—«Cada cosa que hago la termino a toda prisa para poder hacer otra.» —recitó Ralph.

Lois lo miró con cierto sobresalto.

—¡Qué idea tan terrible!

—Sí. Creo que la mayoría de las ideas verdaderas son terribles. Es de un libro de poemas llamado Noches de cementerio. Dorrance Marstellar me lo dio el día en que subió a mi piso y me metió la lata de Guardaespaldas en el bolsillo de la chaqueta.

Miró por el retrovisor y vio al menos tres kilómetros y medio de carretera 33 tras él, una tira de alquitrán negro que surcaba el ardiente bosque. El sol arrancaba destellos a unos cromados. Un coche. Tal vez dos. Y se acercaban a toda prisa, por lo visto.

—El viejo Dor —dijo Lois.

—Sí. ¿Sabes, Lois? Creo que él forma parte de todo esto. Sé que ve las auras. Cuando estaba intentando evitar que Ed y aquel otro tipo se hicieran papilla, Dor me dijo que dejara de tocarle. Dijo que no me veía las manos. Creo que ya entonces veía la bolsa de la muerte de Ed.

—Quizás —repuso Lois—. Y si Ed es un caso especial, quizás Dor también lo es.

—Sí, ya se me había ocurrido. Lo más interesante de él, de Dor, no de Ed, es que no creo que Cloto y Láquesis sepan nada de él. Es como si fuera de otro barrio completamente distinto.

—¿Qué quieres decir?

—No estoy del todo seguro. Pero el señor C. y el señor L. ni siquiera lo han mencionado, y eso… eso me parece…

Volvió a mirar por el retrovisor. Ahora había un cuarto coche, que iba detrás de los otros pero se acercaba a toda velocidad, y Ralph vio luces azules sobre los tres más próximos a ellos. Coches de policía. ¿Se dirigirían a Newport? No, probablemente a un lugar más cercano.

A lo mejor nos siguen a nosotros —reflexionó Ralph—. A lo mejor no ha funcionado lo que Lois le ha dicho a la Richards acerca de olvidar que habíamos estado ahí.

Pero ¿enviaría la policía cuatro coches patrulla a perseguir a dos carcamales en un Oldsmobile oxidado? Ralph no lo creía. De repente vio ante sí el rostro de Helen. Sintió una gran presión en la boca del estómago mientras se apartaba a un lado de la carretera.

—Ralph, ¿qué…?

En aquel momento oyó el aullido de la sirenas y se volvió con los ojos muy abiertos. Los primeros tres coches de policía pasaron a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, salpicando el coche de Ralph de arenilla y convirtiendo a su paso las hojas muertas en derviches.

—¡Ralph! —casi gritó Lois—. ¿Y si es High Ridge? ¡Helen está ahí! ¡Helen y el bebé!

—Lo sé —repuso Ralph.

Cuando el cuarto coche pasó junto a ellos a velocidad suficiente para que el Oldsmobile se tambaleara, volvió a sentir en su interior aquella sensación de parpadeo. Alargó la mano hacia el cambio de marchas, pero la detuvo a unos seis centímetros de él. Tenía los ojos clavados en el horizonte. La mancha era menos espectral que el obsceno paraguas negro que habían visto suspendido sobre el Centro Cívico, pero Ralph sabía que se trataba de lo mismo: una bolsa de la muerte.

—¡Más deprisa! —le gritó Lois—. ¡Más deprisa, Ralph!

—No puedo —replicó él entre dientes—. Lo tengo al máximo.

Además —agregó mentalmente—, es lo más deprisa que he conducido en treinta y cinco años, y estoy muerto de miedo.

La aguja del cuentakilómetros temblaba justo por encima de los ciento cincuenta kilómetros por hora; el bosque quedaba atrás en una difuminada mezcla de rojos, amarillos y magentas; el motor ya no sólo tintineaba, sino que martilleaba como un pelotón de herreros borrachos. Pese a todo, los tres nuevos coches de policía que Ralph veía por el retrovisor estaban a punto de alcanzarlos.

La carretera describía una curva cerrada ante ellos. Haciendo caso omiso de su instinto, Ralph mantuvo el pie alejado del freno. Desaceleró al entrar en la curva… y volvió a pisar el acelerador a fondo cuando sintió que la parte posterior del coche estaba a punto de soltarse del resto de la carrocería. Estaba inclinado sobre el volante, con los dientes superiores apretados sobre el labio inferior, los ojos muy abiertos y salidos bajo las pobladas cejas. Los neumáticos posteriores del sedán emitieron un alarido, y Lois cayó sobre él, intentando aferrarse al respaldo de su propio asiento. Ralph, por su parte, se aferró al volante con fuerza y esperó a que volcaran. Sin embargo, el Oldsmobile era uno de los últimos monstruos auténticos de Detroit, ancho, pesado y bajo. Soportó la curva y, al otro lado, Ralph vio una granja roja a su izquierda. Tras ella se veían dos graneros.

—¡Ralph, ahí es donde hay que girar!

—Ya lo veo.

La nueva cuadrilla de coches patrulla los había alcanzado y se habían desplazado hacia la izquierda para adelantar. Ralph se apartó lo más posible, rezando por que ninguno de los coches chocara con él a aquella velocidad. No sucedió nada; lo adelantaron en apretada formación, doblaron a la izquierda y empezaron a subir por la larga cuesta que llevaba a High Ridge.

—Sujétate, Lois.

—Oh, ya me sujeto, ya, no te preocupes.

El Oldsmobile derrapó casi de lado cuando Ralph dobló a la izquierda en dirección a lo que Carolyn y él siempre habían conocido como la Huerta de Barrett. Si el estrecho camino rural hubiera estado asfaltado, lo más probable es que el enorme coche hubiera volcado como un coche de exhibición. Sin embargo, no estaba asfaltado, y en lugar de volcar, el Oldsmobile se limitó a derrapar de forma extravagante, levantando nubes secas de polvo. Lois emitió un estridente chillido, y Ralph le lanzó una mirada.

—¡Sigue! —le gritó ella agitando la mano con impaciencia en dirección al camino.

En aquel momento, se parecía tanto a Carolyn que Ralph casi creyó estar viendo un fantasma. Se preguntó qué le habría parecido a Carolyn, que no había dejado de decirle que fuera más deprisa durante los últimos cinco años de su vida, aquella pequeña excursión al campo.

—¡No te preocupes y mira la carretera!

Más coches de policía giraban por Orchard Road. ¿Cuántos había en total? Ralph no lo sabía; había perdido la cuenta. Tal vez una docena. Giró el volante del Oldsmobile hasta que las dos ruedas derechas rozaron el borde de una cuneta de aspecto amenazador, y los refuerzos, tres de ellos con las palabras POLICÍA DE DERRY impresas en los costados y dos de la policía del estado, los adelantaron como una exhalación, levantando nuevas nubes de tierra y grava. Por un instante, Ralph vio a un policía uniformado asomarse a la ventanilla de uno de los coches patrulla de Derry y hacerle señas. De repente, el Oldsmobile quedó sepultado en una nube amarilla de polvo. Pensando en Helen y Nat, Ralph contuvo de nuevo el deseo, esta vez más intenso, de pisar el freno a fondo. Al cabo de un instante volvió a tener visibilidad… o algo así. Los últimos coches de policía ya estaban a medio camino de la cima.

—Ese policía te ha hecho señas, ¿verdad? —inquirió Lois.

—Desde luego.

—Ni siquiera van a dejar que nos acerquemos —comentó Lois observando la mancha negra que pendía sobre la colina con expresión consternada.

—Nos acercaremos tanto como sea necesario.

Ralph miró por el retrovisor para comprobar si venían más coches, pero no vio más que polvo.

—Ralph.

—¿Qué?

—¿Estás arriba? ¿Ves los colores?

Ralph le lanzó una mirada rápida. Todavía le parecía hermosa e increíblemente joven, pero no había ni rastro de su aura.

—No —repuso—. ¿Y tú?

—No lo sé. Todavía veo eso —comentó señalando la mancha oscura de la colina—. ¿Qué es? Si no es una bolsa de la muerte, ¿qué es?

Ralph abrió la boca para decir en voz alta lo que Lois ya debía saber en el fondo, que se trataba de humo, y que ahí arriba sólo había una cosa que podía estar ardiendo, pero antes de que pudiera articular palabra, oyó una terrible explosión en el motor del Oldsmobile. El capó dio un respingo e incluso se abolló en un punto, como si un puño furioso le hubiera asestado un golpe desde el interior. El coche dio una última sacudida hacia delante, como si tuviera hipo; los indicadores rojos se encendieron y el motor se paró.

Ralph maniobró el Oldsmobile hacia la cuneta, y cuando el borde cedió bajo el peso de las ruedas derechas y el coche se deslizó en ella, Ralph tuvo la clara e intensa premonición de que acababa de terminar su última sesión como conductor de automóvil. Aquella idea no vino acompañada de pena alguna.

—¿Qué ha pasado? —casi gritó Lois.

—Nos hemos cargado una biela —explicó Ralph—. Bueno, parece que a partir de ahora iremos andando, que es gerundio. Lois, sal por mi lado, si no te hundirás en el barro.

Soplaba una fuerte brisa del oeste, y cuando salieron del coche advirtieron que el olor a humo de la cima de la colina era muy intenso. Iniciaron los últimos cuatrocientos metros sin hablar de ello, caminando cogidos de la mano, caminando a toda prisa. Cuando vieron el coche de la policía del estado atravesado en la cima de la carretera, el humo ascendía en tirabuzones por encima de los árboles y Lois intentaba desesperadamente recobrar el aliento.

—Lois, ¿estás bien?

De repente, le vino a la memoria la terrible imagen que Láquesis les había mostrado en el abanico creado entre sus dedos: Bill McGovern, primero caminando más despacio que el hombre del aura color ciruela, luego buscando a tientas la pared con una mano e inclinándose como un corredor agotado. ¿Qué sensación producía el inicio de un ataque al corazón? ¿Parecía un bisturí oxidado que te hubieran clavado en el pecho y allí se retorciera y seccionara todos los tubos y cables que mantenían la maquinaria en funcionamiento? Ralph suponía que así era. Y si algo así le sucedía a Lois…

—¿Estás bien? —repitió agarrándola por los hombros para obligarla a volverse hacia él—. ¿Te duele el…?

—Estoy bien —jadeó Lois—. Sólo que peso dem…

Crack crack crack: disparos más allá del coche que bloqueaba la carretera, seguidos de un sonido ronco y rápido, como una tos, que Ralph reconoció gracias a los reportajes sobre guerras civiles en países tercermundistas y asesinatos en ciudades americanas tercermundistas: una metralleta. Más disparos de revólver, luego el sonido más fuerte de un rifle, seguido de un alarido de dolor tan estridente que Ralph hizo una mueca y sintió deseos de taparse los oídos. Creía que se trataba del grito de una mujer, y de repente recordó algo que hasta entonces se le había escapado: el apellido de la mujer a la que había mencionado John Leydecker. McKay, Sandra McKay.

El hecho de que aquel pensamiento se le ocurriera de un modo tan repentino lo inundó de terror irracional. Intento convencerse de que la persona que había gritado podría ser cualquiera, incluso un hombre, porque, a veces, los gritos de los hombres suenan como los de las mujeres cuando resultan heridos…, pero sabía que no era cierto. Era ella. Eran ellos. Los chiflados de Ed. Habían organizado un ataque a High Ridge.

Más sirenas tras él. El olor a humo, ahora más intenso. Lois mirándolo con expresión consternada y asustada, mientras seguía intentando recobrar el aliento. Ralph miró cuesta arriba y vio un buzón plateado colocado a un lado de la carretera. No llevaba ningún nombre, por supuesto; las mujeres que dirigían High Ridge habían hecho lo imposible por no destacar y conservar el anonimato, pero de poco les había servido. La banderita del buzón estaba levantada. Alguien tenía una carta para el cartero. Aquello le recordó la carta que Helen le había enviado desde High Ridge, una carta cautelosa, pero llena de esperanza.

Más disparos. El aullido de un rebote. Cristales rotos. Un alarido que podría haber sido de furia, aunque, con toda probabilidad, era de dolor. El crujido hambriento de las llamas devorando madera seca. Sirenas. Y los oscuros ojos españoles de Lois, clavados en él porque él era el hombre y a ella la habían educado en la creencia de que el hombre sabía lo que tenía que hacer en situaciones como aquélla.

¡Pues haz algo! —se gritó a sí mismo—. ¡Por el amor de Dios, haz algo!

Pero ¿qué? La razón y el pensamiento coherente estaban sumergidos bajo un amasijo de imágenes vertiginosas: el panamá de Bill con un mordisco en el ala, huellas relucientes, las huellas del hombre blanco, sobre la acera que pasaba ante la casa de May Locher, la cartera de Trigger Vachon abriéndose y cerrándose mientras su dueño agitaba los brazos para que Ralph se detuviera, Dumbo con la cara de Susan Day pegada entre las enormes orejas extendidas.

—¡PICKERING! —aulló una voz amplificada por megáfono desde el lugar en que la carretera describía una curva en dirección a un grupo de piceas jóvenes, del tamaño de árboles de Navidad. Ralph veía ya chispas rojas y lenguas de fuego anaranjado entre el humo cada vez más denso que se elevaba por encima de los abetos.

—¡PICKERING! ¡AHÍ DENTRO HAY MUJERES! ¡DÉJANOS SALVAR A LAS MUJERES!

—Sabe que hay mujeres —murmuró Lois—. ¿Es que no entienden que lo sabe? ¿Es que son estúpidos, Ralph?

Un extraño grito tembloroso respondió a la voz del megáfono, y Ralph tardó unos segundos en darse cuenta de que aquella respuesta era una especie de carcajada. Otra salva de disparos de metralleta, contrarrestada por una andanada de disparos de revólver y rifle.

Lois le oprimió la mano; tenía los dedos helados.

—¿Qué hacemos, Ralph? ¿Qué hacemos ahora?

Ralph contempló el humo gris negruzco que se elevaba por encima de los árboles, luego los coches de policía que subían la cuesta a toda velocidad (esta vez eran más de media docena) y por fin el rostro pálido y tenso de Lois. Tenía la mente algo más despejada, no mucho, pero lo suficiente como para darse cuenta de que sólo había una respuesta a su pregunta.

—Pues subimos —dijo.

Otra vez el parpadeo, y las llamas que ascendían por la arboleda pasaron del naranja al verde. El chisporroteo hambriento quedó amortiguado, como el sonido de los petardos al estallar dentro de una caja cerrada. Sin soltar la mano de Lois, Ralph la condujo alrededor del parachoques delantero del coche de la policía del estado que bloqueaba la carretera.

Los coches de policía recién llegados se detenían detrás del vehículo atravesado. Agentes de uniforme azul se apeaban de ellos casi antes de que se detuvieran del todo. Algunos de ellos llevaban armas antidisturbios y la mayoría, chalecos negros acolchados. Uno de ellos atravesó a Ralph como una ráfaga de viento cálido antes de que pudiera hacerse a un lado; un joven llamado David Wilbert, que creía que su mujer estaba liada con su jefe de la agencia inmobiliaria, donde trabajaba de secretaria. El asunto de su mujer, sin embargo, había quedado relegado a segundo término (al menos de momento) por la acuciante necesidad que tenía de orinar, así como por la cantinela constante y aterrada que le recorría de pies a cabeza como una serpiente

(No quedarás en ridículo, no quedarás en ridículo, no, no, no.)

—¡PICKERING! —aulló la voz amplificada, y Ralph se dio cuenta de que sentía el sabor de las palabras en la boca, como si de pequeñas balas de plata se tratara—. ¡PICKERING, TUS AMIGOS ESTÁN MUERTOS! ¡TIRA EL ARMA Y SAL AL JARDÍN! ¡DÉJANOS SALVAR A LAS MUJERES!

Ralph y Lois doblaron la esquina, invisibles a los hombres que corrían a su alrededor, y llegaron a un amasijo de coches patrulla aparcados en el lugar en que la carretera se convertía en un camino de entrada flanqueado por hermosas jardineras repletas de flores otoñales.

Ese toque femenino tan importante, pensó Ralph.

El camino de entrada se abría al patio de una granja laberíntica de color blanco y al menos setenta años de antigüedad. Era un edificio de tres pisos, con dos alas y un porche largo que ocupaba toda la fachada y proporcionaba una vista impresionante hacia el oeste, donde las lejanas montañas azules se recortaban contra el cielo matinal. Aquella casa de tan bucólica vista había sido en otro tiempo el hogar de la familia Barrett y su negocio de manzanas, y en la actualidad era el hogar de docenas de mujeres maltratadas y asustadas, pero un breve vistazo bastó a Ralph para determinar que al día siguiente a la misma hora ya no sería el hogar de nadie. El ala sur estaba en llamas y aquel extremo del porche empezaba a arder; lenguas de fuego se asomaban a las ventanas y lamían con lascivia los aleros; las ripias flotaban hacia el cielo en fieros fragmentos. Vio una mecedora de mimbre ardiendo en el extremo más alejado del porche. Una bufanda a medio tejer yacía sobre uno de los brazos; las agujas que pendían de ella estaban al rojo vivo. En algún lugar, un carillón emitía una enloquecedora y repetitiva melodía.

Una mujer muerta, enfundada en pantalones de militar verdes y cazadora de combate, estaba tendida boca abajo sobre los escalones del porche, con la mirada furiosa clavada en el cielo a través de los cristales manchados de sangre de sus gafas. Tenía tierra en el pelo, una pistola en la mano y un agujero negro y rasgado en el vientre. Un hombre estaba doblado sobre la barandilla del extremo norte del porche; uno de sus pies calzados con botas estaba apoyado sobre el cortacésped. También llevaba pantalones de militar y cazadora de combate. Debajo, un rifle de asalto con cargador curvado sobresaliendo de él yacía en un parterre de flores. La sangre le corría por los dedos y caía gota a gota de las uñas. A Ralph, aquellas gotas se le antojaron negras y muertas.

Felton —se dijo—. Si la policía todavía está gritando a Charlie Pickering, si Pickering está dentro, entonces éste debe de ser Felton. ¿Y qué hay de Susan Day? Ed está en algún lugar de la costa (Lois parecía estar muy segura de eso, y creo que tiene razón), pero ¿qué pasa si Susan Day está aquí? Dios mío, ¿es posible?

Suponía que sí, pero las posibilidades no importaban, no en aquel momento. Con toda seguridad, Helen y Natalie estaban ahí dentro, junto con Dios sabía cuántas otras mujeres indefensas y aterrorizadas, y eso era lo que importaba.

Del interior de la casa llegó el sonido de cristales rotos, seguido de una leve explosión… casi un jadeo. Ralph vio nuevas llamas ascender tras los paneles de la puerta principal.

Cócteles Molotov —pensó—. Charlie Pickering por fin tiene ocasión de lanzar unos cuantos cócteles Molotov. Qué bien.

Ralph no sabía cuántos policías acechaban tras los coches aparcados en el extremo del camino de entrada aunque creía que serían unos treinta, pero reconoció a los dos que habían detenido a Ed Deepneau de inmediato. Chris Nell estaba agazapado tras el neumático delantero del coche de la policía de Derry más próximo a la casa, mientras que John Leydecker, enfundado en una chaqueta de béisbol de los Osos Negros de Maine y pantalones de poliéster, estaba junto a él, rodilla en tierra. Nell era el del megáfono, y cuando Ralph y Lois se acercaron al fortín policial, lanzó una mirada a Leydecker. Leydecker asintió con un gesto, señaló hacia la casa y movió las manos con las palmas hacia fuera en dirección a Nell, un gesto que a Ralph no le costó interpretar: Ten cuidado. Leyó algo más inquietante en el aura de Chris Nell, que el joven estaba demasiado emocionado como para tener cuidado. Demasiado cargado. Y en aquel instante, como si el pensamiento de Ralph lo hubiera provocado, el aura de Nell empezó a cambiar de color. Pasó del azul celeste al gris oscuro y después al negro con aterradora rapidez.

—¡RÍNDETE, PICKERING! —gritó Nell sin darse cuenta de que era un hombre muerto que respiraba.

La culata de un rifle de asalto rompió el cristal de una de las ventanas de la planta baja del ala norte y desapareció. Al mismo tiempo, el abanico que había sobre la puerta principal estalló, salpicando el porche de fragmentos de vidrio. Las llamas surgieron rugiendo del agujero. Al cabo de un segundo, la puerta se abrió como empujada por una mano invisible. Nell se asomó un poco más, tal vez creyendo que el tirador había entrado por fin en razón y tenía intención de entregarse.

Ralph, gritando: («¡Tira de él, Johnny!, ¡TIRA DE ÉL!»)

El rifle reapareció, esta vez con el cañón por delante.

Leydecker alargó la mano para agarrar a Nell por el cuello de la chaqueta, pero no fue lo bastante rápido. El rifle automático emitió otra serie de toses rápidas y secas, y Ralph oyó el pink pink pink metálico de las balas al agujerear el delgado acero del coche patrulla. El aura de Chris Nell se había tornado completamente negra…, se había convertido en una bolsa de la muerte. Cayó a un lado cuando una bala lo alcanzó en el cuello; se soltó de la mano de Leydecker y se desplomó en el patio con un pie agitándose espasmódicamente. El megáfono se le cayó de la mano con un breve aullido de acople. Un policía agazapado tras otro de los coches profirió un grito de sorpresa y horror. El grito de Lois fue mucho más fuerte.

Más balas surcaron el patio en dirección a Nell y agujerearon los muslos de su uniforme azul. Ralph entrevió al hombre de la bolsa de la muerte que lo estaba sofocando; estaba haciendo esfuerzos ciegos por darse la vuelta y levantarse. Su intento tenía algo especialmente horrible; a Ralph le parecía estar viendo a una criatura atrapada en una red y ahogándose en aguas poco profundas y asquerosas.

Leydecker salió de detrás del coche de policía, y cuando sus dedos desaparecieron en la membrana negra que envolvía a Chris Nell, Ralph oyó al viejo Dor decir: Yo de ti no lo tocaría más, Ralph. No te veo las manos.

Lois: («¡No! ¡No lo haga, ya está muerto!»)

El arma asomada a la ventana había empezado a desplazarse hacia la derecha. Ahora apuntó a toda prisa a Leydecker, y el hombre que la manejaba no parecía asustado ni herido por el aluvión de balas que le habían disparado los policías restantes. Ralph levantó la mano derecha y la bajó de nuevo en aquel movimiento de karateka, pero esta vez, en lugar de una cuña de luz, las yemas de sus dedos emitieron algo parecido a una enorme lágrima azul. Se desparramó por el aura color limón de Leydecker en el momento en que el rifle de la ventana volvía a abrir fuego. Ralph vio dos balas chocar contra el árbol que se alzaba a la derecha de Leydecker, arrancar fragmentos de corteza y practicar agujeros negros en la capa inferior entre amarillenta y blanquecina del abeto. Otra bala chocó contra la membrana azul que cubría el aura de Leydecker; Ralph vio una momentánea chispa de color rojo oscuro junto a la sien del detective y oyó un leve aullido cuando la bala rebotó o bien saltó, al igual que las piedras planas saltan sobre la superficie de un lago.

Leydecker tiró de Nell hasta detrás del coche, lo miró, abrió la portezuela del conductor y se precipitó al interior. Ralph ya no lo veía, pero sí lo oyó gritar a alguien por la radio, preguntarle dónde coño estaban los vehículos de rescate.

Más cristales rotos, y Lois se aferró frenética al brazo de Ralph, señalando algo, un ladrillo rodando en el patio. Había surgido de una de las ventanas bajas y estrechas de la parte inferior del ala norte. Aquellas ventanas quedaban casi ocultas por los parterres que flanqueaban la casa.

—¡Ayúdennos! —gritó una voz a través de la ventana rota mientras el hombre del rifle disparaba al ladrillo en un acto reflejo, levantando nubecillas de polvo rojizo y rompiendo el ladrillo en tres pedazos irregulares.

Ni Ralph ni Lois habían oído jamás aquella voz alzarse en un grito, pero ambos la reconocieron al instante; era la voz de Helen Deepneau.

—¡Ayúdennos, por favor! ¡Estamos en el sótano! ¡Hay niños con nosotras! ¡Por favor, no nos dejen morir abrasadas! ¡HAY NIÑOS CON NOSOTRAS!

Ralph y Lois cambiaron una mirada consternada y a continuación echaron a correr hacia la casa.

Dos figuras uniformadas, que con sus abultados chalecos Kevlar más parecían delanteros de fútbol que policías, salieron de detrás de uno de los coches patrulla y corrieron hacia la casa agachados y con las armas preparadas. Mientras atravesaban el patio en diagonal, Charles Pickering se asomó a la ventana sin dejar de reír como un demente, el cabello gris más estrafalario que nunca. La cantidad de disparos efectuados contra él era increíble; las astillas llovían sobre él desde ambos lados de la ventana, y el canalón del tejado se desplomó y chocó contra el suelo del porche con un golpe hueco, pero ni una sola bala le rozó siquiera.

¿Cómo es posible que no le alcancen?, pensó Ralph mientras él y Lois subían la escalinata del porche en dirección a las llamas amarillas que ahora surgían de la puerta abierta. Por el amor de Dios, si lo tienen perfectamente a tiro, ¿cómo es posible que no le alcancen?

Pero en realidad conocía la respuesta… y también la razón. Cloto le había explicado que tanto Átropos como Ed Deepneau estaban rodeados de fuerzas malignas, aunque protectoras. ¿Acaso no era posible que esas mismas fuerzas estuvieran protegiendo ahora a Charlie Pickering, del mismo modo que Ralph había protegido a Leydecker cuando había salido de detrás del coche para poner a su compañero moribundo a cubierto?

Pickering abrió fuego contra los policías del estado, cambiando el arma a disparo a ráfagas. Apuntaba bajo para no disparar a los chalecos que llevaban y arrojarlos al suelo. Uno de ellos se desplomó en silencio. El otro se arrastró por donde había venido, chillando que estaba herido, estaba herido, oh, mierda, estaba gravemente herido.

—¡Barbacoa! —gritó Pickering por la ventana sin dejar de emitir aquella risa loca—. ¡Barbacoa! ¡Barbacoa! ¡Banquete sagrado! ¡Quememos a las zorras! ¡El fuego de Dios! ¡El fuego sagrado de Dios!

Se oyeron más gritos, al parecer procedentes de algún lugar bajo los pies de Ralph, y cuando bajó la mirada vio algo terrible: un amasijo de auras surgía de entre las tablas del porche como si de vapor se tratara; la variedad de colores estaba teñida del resplandor escarlata de sangre que las acompañaba… y las rodeaba. Aquella silueta de color rojo sangre no era lo mismo que el nubarrón que se había formado sobre la pelea entre el Chiquillo Verde y el Chiquillo Anaranjado delante de la Manzana Roja, pero Ralph creía que guardaba una estrecha relación; la única diferencia residía en que ésta se debía al miedo en lugar del enojo y la agresividad.

—¡Barbacoa! —seguía gritando Charlie Pickering, además de algo relativo a matar a las zorras diabólicas.

De repente, Ralph le odió más de lo que había odiado a nadie en toda su vida.

Vamos, Lois… Entremos a acabar con ese cabrón.»)

La cogió de la mano y la llevó al interior de la casa en llamas.