Sostuvieron una sola conversación mientras el Oldsmobile subía por Hospital Drive, y fue muy breve.
—Ralph.
Ralph se volvió un instante hacia ella antes de volver a concentrarse en la carretera. Aquel tintineo del motor había empezado de nuevo, pero Lois todavía no lo había mencionado. Esperaba que no dijera nada en aquel momento.
—Creo que sé dónde está —murmuró en tono casi tímido—. Me refiero a Ed. Estaba bastante segura, incluso ahí arriba en la azotea, de que conocía aquel viejo edificio destartalado que nos enseñaron.
—¿Qué es? ¿Y dónde está?
—El edificio es un garaje de aviones. Un comosellame. Un hangar.
—Dios mío —exclamó Ralph—. ¿Costal Air, en la carretera de Bar Harbor?
Lois asintió con un gesto.
—Tienen vuelos chárter, viajes en hidroavión y otras cosas por el estilo. Un sábado que habíamos salido a dar una vuelta en coche, el señor Chasse entró y preguntó a un hombre que trabajaba allí cuánto nos cobraría por llevarnos a dar una vuelta sobre las islas. El tipo dijo que cuarenta dólares, y eso era mucho más de lo que nos podíamos permitir para una cosa así, y en verano estoy segura de que el tipo no se habría dejado convencer, pero sólo era abril, y el señor Chasse consiguió regatear hasta veinte. A mí todavía me parecía demasiado para una excursión que no duraría ni una hora, pero luego me alegré de haber ido. Pasé miedo, pero fue precioso.
—Como las auras —comentó Ralph.
—Sí, como… —Le temblaba la voz, y al volverse hacia ella, Ralph vio que gruesas lágrimas le rodaban por las rollizas mejillas—… como las auras.
—No llores, Lois.
Lois encontró un Kleenex en el bolso y se enjugó las lágrimas.
—No puedo evitarlo. Esa palabra japonesa significa kamikaze, ¿verdad, Ralph? —preguntó antes de añadir con labios temblorosos—: Piloto suicida.
Ralph asintió con la cabeza. Sujetaba el volante con todas sus fuerzas.
—Sí —asintió—, eso es lo que significa. Piloto suicida.
La carretera 33, conocida como Newport Avenue en la ciudad, pasaba a cuatro manzanas de Harris Avenue, pero Ralph no tenía ni la más mínima intención de romper su prolongado ayuno en la parte oeste de la ciudad. La razón era tan sencilla como válida; Lois y él no podían permitirse que los viera ninguno de sus viejos amigos, no ahora que aparentaban quince o veinte años menos que el lunes anterior.
¿Habría denunciado alguno de sus amigos su desaparición a la policía? Ralph sabía que cabía la posibilidad, pero creía poder albergar la esperanza de que, de momento, se habían escurrido sin provocar comentarios ni preocupación, al menos en su círculo de amistades; Faye y los demás paisanos que solían quedar en el merendero de la Extensión estarían demasiado consternados por el fallecimiento, no de un Viejo Carcamal sino de un par de ellos, como para pasar demasiado tiempo preguntándose dónde estaría el viejo y flaco de Ralph Roberts.
Lo más probable es que el velatorio ya haya pasado y que tanto Bill como Jimmy estén más que enterrados, se dijo.
—Si estás seguro de que tenemos tiempo para desayunar, Ralph, encuentra un sitio lo antes posible… Tengo tanta hambre que me comería un buey con todos los aperos.
Se hallaban a un kilómetro y medio al oeste del hospital, lo bastante lejos como para que Ralph se sintiera seguro, y ante él vio el Derry Diner. Él y Carolyn habían cenado allí en algunas ocasiones, y no estaba mal. Al poner el intermitente y entrar en el aparcamiento, se dio cuenta de que no había ido allí desde que Carolyn cayera enferma…, hacía un año al menos, o más.
—Ya hemos llegado —anunció—. Y no sólo vamos a comer, sino que vamos a atiborrarnos. A lo mejor no tenemos otra ocasión en todo el día.
Lois sonrió como una colegiala.
—Acabas de poner el dedo en la llaga de uno de mis grandes talentos, Ralph —dijo agitándose un poco en el asiento—. Además, tengo que hacer mis cositas.
Ralph asintió. Desde el lunes ni comida ni visitas al lavabo. Lois podía ir a hacer sus cositas; él tenía intención de ir al lavabo de caballeros y hacer unas cuantas cosas enormes.
—Vamos —instó apagando el motor y acallando aquel preocupante tintineo del motor—. Primero el lavabo y después la bacanal.
De camino a la puerta, Lois le dijo en un tono que se le antojó un poquito demasiado casual que no creía que ni Mina ni Simone hubieran denunciado su desaparición, al menos por el momento. Cuando Ralph se volvió para preguntarle por qué, le asombró y divirtió comprobar que Lois se estaba ruborizando.
—Porque las dos saben que me gustas desde hace años.
—¿Estás de broma?
—Claro que no —protestó ella con cierta irritación—. Carolyn también lo sabía. A otra mujeres les habría molestado, pero ella sabía lo inofensiva que era yo. Era un encanto, Ralph.
—Sí.
—En cualquier caso, probablemente creerán que nos…, bueno, ya sabes…
—¿Qué hemos hecho una escapadita?
—Algo así —asintió Lois con una carcajada.
—¿Te gustaría hacer una escapadita, Lois?
Lois se puso de puntillas y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, y de repente sucedió la cosa más asombrosa del mundo: se le puso más dura que una piedra en cuestión de segundos.
—Si salimos de ésta con vida me lo vuelves a preguntar.
Ralph la besó en la comisura de los labios antes de abrir la puerta.
—Cuente con ello, señora.
Se dirigieron a los lavabos, y cuando Ralph volvió a reunirse con ella, Lois lo miró con expresión pensativa y algo consternada.
—No puedo creer que sea yo —susurró—. Quiero decir, que acabo de pasarme al menos dos minutos mirándome en el espejo, y todavía no me lo puedo creer. Todas las patas de gallo han desaparecido, Ralph, y mi pelo… —Aquellos oscuros ojos españoles se alzaron hacia él, radiantes y maravillados—. ¡Y tú! Dios mío, no creo que tuvieras tan buen aspecto ni cuando tenías cuarenta años.
—No lo tenía, pero deberías haberme visto cuando tenía treinta.
Lois emitió una risita ahogada.
—Venga, tonto, vamos a sentarnos y a cargarnos de calorías.
—Lois.
Lois alzó la mirada de la carta que había cogido de la hilera sujeta entre el salero y el pimentero.
—Cuando estaba en el lavabo, he intentado hacer que volvieran las auras, pero esta vez no lo he conseguido.
—¿Por qué querías que volvieran, Ralph?
Ralph se encogió de hombros, reacio a explicarle la sensación de paranoia que lo había embargado mientras estaba junto a la pila del pequeño lavabo, lavándose las manos y observando su rostro extrañamente joven en el espejo salpicado de gotas. De repente, se le había ocurrido que tal vez no estaba solo ahí dentro. Aún peor, que tal vez Lois no estaba sola en el lavabo de señoras. Tal vez Átropos se estaba acercando a ella de puntillas, invisible, con los pendientes de diamantes oscilando bajo sus diminutas orejas…, el bisturí extendido…
De repente, en lugar de los pendientes de Lois o el panamá de McGovern, su mente conjuró la imagen de la comba con la que Átropos saltaba cuando Ralph lo había visto
(tres-seis-nueve, cariño, la oca se mueve)
en el solar que se abría entre la panadería y el salón de belleza, la comba que antes había sido la preciada posesión de una chiquilla que había tropezado mientras jugaba a pillar en su casa, se había caído por la ventana del segundo piso y se había roto el cuello (un accidente terrible, tenía toda la vida por delante, y si Dios existe, ¿por qué deja que ocurran cosas así?, etcétera, etcétera, por no hablar del bla bla bla).
Se había instado a dejarlo, que las cosas ya iban lo bastante mal para encima abandonarse a terribles fantasías de Átropos seccionando el cordel de globo de Lois, pero de poco le sirvió…, sobre todo porque sabía que Átropos podía realmente estar con ellos en el restaurante, con la comba en una mano y el bisturí oxidado en la otra, y Átropos podía hacer lo que le viniera en gana. Lo que le viniera en gana.
Lois alargó la mano y acarició la suya.
—No te preocupes. Los colores volverán. Siempre vuelven.
—Supongo que tienes razón.
Cogió una carta, la abrió y echó un vistazo a los desayunos. Tenía la impresión de que quería uno de cada.
—La primera vez que viste a Ed hacer el loco, salía del aeropuerto de Derry —comentó Lois—. Ahora ya sabemos por qué. Estaba tomando clases de vuelo, ¿verdad?
—Claro. Mientras me llevaba a Harris Avenue, Trig me explicó que incluso hace falta un pase especial para salir por aquella puerta, la de servicio. Me preguntó si sabía de dónde podría Ed haber sacado uno, y le dije que no. Ahora lo sé. Deben de dárselos a todos los alumnos de vuelo de Aviación General.
—¿Crees que Helen lo sabía? —inquirió Lois—. Probablemente no, ¿verdad?
—Estoy seguro de que no. Y apuesto lo que sea a que se cambió a Costal Air justo después de toparse con el tipo de los Jardineros del West Side. Aquel pequeño incidente lo convencería de que estaba perdiendo el control, y de que lo más conveniente sería tomar las clases de vuelo un poco más lejos de casa.
—O quizás fue Átropos quien le convenció —aventuró Lois en tono sombrío—. Átropos o alguien de más arriba aún.
A Ralph no le hacía ni pizca de gracia la idea, pero, aun así, no le parecía nada descabellada. Entes —pensó con un estremecimiento—. El Rey Carmesí.
—Lo están manipulando como si fuera una marioneta, ¿verdad? —preguntó Lois.
—¿Te refieres a Átropos?
—No. Átropos es un bicho asqueroso, pero, por lo demás, no creo que sea tan diferente de los señores C. y L., es decir, que es un simple obrero, tal vez poco más que un obrero sin cualificaciones de ningún tipo.
—Empleado de la limpieza.
—Bueno, sí, quizás —concedió Lois—. Empleado de la limpieza o recadero. Átropos debe de ser el que ha hecho la mayor parte del trabajo con Ed, y apuesto lo que sea a que le encanta el trabajo, pero apuesto aún más a que recibe órdenes de más arriba. De mucho más arriba. ¿Te parece más o menos correcto lo que digo?
—Sí. Probablemente nunca sabremos con exactitud lo loco que estaba antes de que empezara todo esto, ni cuándo le cortó Átropos el cordel de globo, pero lo que más me intriga ahora mismo es algo mucho más prosaico. Me gustaría saber cómo narices consiguió la fianza de Charlie Pickering y cómo pagaba sus malditas clases de vuelo.
Antes de que Lois pudiera responder, una camarera que mascaba chicle se acercó a ellos al tiempo que sacaba una libretita y un bolígrafo del bolsillo de su delantal.
—Ustedes dirán.
—Yo tomaré una tortilla de queso y champiñones —pidió Ralph.
—Ajá —masculló la camarera cambiándose el chicle de lado—. ¿De dos huevos o de tres, cariño?
—De cuatro, si no le importa.
La mujer enarcó las cejas, ciertamente sorprendida, y lo anotó en la libreta.
—No me importa si a usted no le importa. ¿Quiere alguna guarnición?
—Sí, por favor. Un zumo de naranja grande, bacon, salchichas y patatas fritas, ración doble —prosiguió mientras la camarera escribía deprisa y mascaba aún más deprisa—. Ah, ¿tiene bollos daneses?
—Creo que me queda uno de queso y otro de manzana —repuso la camarera alzando la mirada hacia él—. Tiene un poco de hambre, ¿no, cariño?
—Tengo la sensación de no haber comido en una semana —asintió Ralph—. Tomaré el de queso. Y café. Mucho café solo. ¿Lo ha apuntado todo?
—Oh, sí, cariño. No me perderé el aspecto que tiene cuando salga de aquí —comentó volviéndose hacia Lois—. ¿Y usted, señora?
Lois esbozó una sonrisa dulcísima.
—Tomaré lo mismo que él. Cariño.
Ralph miró más allá de la camarera, hacia el reloj de pared, puso su reloj en hora y le dio cuerda. Sólo eran las siete y diez, y eso debería haberle producido un gran alivio. Podían llegar a la Huerta de Barnett en menos de media hora, y si apuntaban a Gretchen Tillbury con sus lásers mentales, lo más probable era que la conferencia de Susan Day quedase cancelada, abortada, por así decirlo, antes de las nueve de la mañana. Sin embargo, en lugar de alivio sentía una gran inquietud, una angustia penetrante.
—Bueno —dijo—. Resumamos. Creo que podemos suponer que a Ed le interesa el tema del aborto desde hace mucho tiempo, que, probablemente, es un defensor pro-vida desde hace años. De repente, empieza a dormir mal… a oír voces… a ver hombrecillos calvos…
—Bueno, a uno en concreto —asintió Ralph—. Átropos se convierte en su gurú, le explica todo lo referente al Rey Carmesí, los Centuriones y toda la pesca. Cuando Ed me habló del rey Herodes…
—… estaba pensando en Susan Day —terminó Lois por él—. Átropos lo ha… ¿cómo lo dicen en la tele? Lo ha sugestionado. Lo ha convertido en un misil teledirigido. ¿De dónde crees que sacó la bufanda?
—Átropos —repuso Ralph—. Átropos tiene un montón de cosas así, estoy seguro.
—¿Y qué crees que tiene en el avión que pilotará esta noche? —inquirió Lois con voz temblorosa—. ¿Explosivos? ¿Gas venenoso?
—Los explosivos serían mucho más seguros si realmente quiere matar a todo el mundo; un viento fuerte podría crearle problemas con el gas —explicó Ralph mientras tomaba un sorbo de agua y se daba cuenta de que la mano le temblaba un poco—. Por otro lado, no sabemos qué cosillas puede haber estado cocinando en su laboratorio, ¿verdad?
—No —corroboró Lois en un susurro.
Ralph dejó el vaso de agua sobre la mesa.
—No me interesa demasiado saber qué pretende utilizar.
—¿Y qué es lo que te interesa?
La camarera se acercó con el café, y el solo aroma pareció despertar todos los nervios de Ralph. Él y Lois cogieron las tazas y empezaron a beber en cuanto la camarera se alejó. El café era fuerte y estaba lo bastante caliente como para quemar los labios, pero sabía a gloria. Cuando Ralph dejó la taza en el platillo, estaba medio vacía y en su vientre había un lugar muy caliente, como si se hubiera tragado una brasa. Lois lo estaba mirando algo sombría por encima del borde de su taza.
—Lo que me interesa —explicó Ralph— somos nosotros. Has dicho que Átropos ha convertido a Ed en un misil teledirigido. Tienes razón; eso es exactamente lo que eran los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra Mundial, Hitler y sus V2; Hirohito y su Viento Divino. Lo que más me preocupa es que Cloto y Láquesis han hecho lo mismo con nosotros. Nos han cargado con un montón de poderes especiales y nos han programado para salir pitando hacia High Ridge en mi Oldsmobile y detener a Susan Day. Me gustaría saber por qué.
—Pero si lo sabemos —protestó Lois—. Si no intervenimos, Ed Deepneau se suicidará esta noche, durante la conferencia de esa mujer, y se llevará a dos mil personas por delante.
—Sí —asintió Ralph—, y haremos todo lo posible para evitarlo, Lois, no te preocupes por eso.
Se terminó el café y dejó la taza sobre la mesa. Su estómago estaba completamente despierto y pedía comida a gritos.
—Sería igual de incapaz de mantenerme al margen y permitir que Ed matara a toda esa gente que de quedarme quieto y no agacharme si alguien me tirara una pelota de béisbol a la cabeza. Es sólo que no hemos tenido ocasión de leer la letra pequeña del contrato, y eso me asusta —titubeó un instante—. Y también me cabrea.
—¿De qué estás hablando?
—De que nos están tomando por el pito del sereno. Sabemos por qué vamos a intentar que se cancele la conferencia de Susan Day; no podemos soportar la idea de que un chiflado mate a dos mil personas inocentes. Pero no sabemos por qué quieren que lo hagamos. Eso es lo que me asusta.
—Tenemos la oportunidad de salvar dos mil vidas —dijo Lois—. ¿Me estás diciendo que eso es suficiente para nosotros pero no para ellos?
—Eso mismo. No creo que las cifras impresionen mucho a esos tipos; nos borran de la faz de la tierra a millones. Y están acostumbrados a ver cómo el Azar y el Propósito se deshacen de nosotros a kilos.
—Catástrofes como el incendio de Coconut Grove —comentó Lois—. O la inundación que hubo hace ocho años aquí en Derry.
—Sí, pero incluso esas cosas son minucias en comparación con lo que puede pasar y pasa en el mundo cada año. La inundación de 1985 costó la vida a doscientas veinte personas más o menos, pero la primavera pasada hubo una inundación en Paquistán en la que murieron tres mil quinientas, y en el último gran terremoto de Turquía murieron más de cuatro mil. ¿Y qué hay del accidente del reactor nuclear en Rusia? He leído en alguna parte que se puede contar con unos setenta mil muertos. Hay muchos Panamá, combas y p… pañuelos, Lois.
Se horrorizó al darse cuenta de lo cerca que había estado de decir pendientes.
—Calla —susurró Lois con un estremecimiento.
—A mí tampoco me gusta pensar en eso —aseguró Ralph—, pero no nos queda otro remedio, aunque sólo sea porque esos dos tipos estaban más que ansiosos por que no pensáramos en ello. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Tienes que entenderlo. Las grandes tragedias siempre han formado parte del Azar; ¿por qué es tan distinta esta situación?
—No lo sé —replicó Lois—, pero es lo bastante importante como para que hayan recurrido a nosotros, y tengo la sensación de que eso ha sido un gran paso para ellos.
Ralph asintió. Sentía el golpe de la cafeína, que se le había subido a la cabeza y le hacía temblar los dedos.
—Estoy de acuerdo. Y ahora piensa otra vez en la azotea del hospital. ¿Has oído en toda tu vida a dos tipos que explicaran tantas cosas sin explicar nada?
—No te entiendo —dijo Lois, aunque su expresión indicaba otra cosa, que no quería entenderle.
—Lo que creo se reduce a una sola idea: a lo mejor no pueden mentir. Si tienes cierta información que no quieres revelar, pero tampoco puedes mentir, ¿qué haces?
—Intentar mantenerme alejada de la zona peligrosa —repuso Lois—. O de las zonas peligrosas.
—Bingo. ¿Y no es eso lo que han hecho ellos?
—Bueno —replicó Lois—. Supongo que sí, pero me ha dado la impresión de que tú llevabas la batuta, Ralph. De hecho, me han impresionado todas esas preguntas que les has hecho. Creo que me he pasado todo el rato que hemos estado en la azotea intentando convencerme de que todo aquello estaba ocurriendo de verdad.
—Claro que he hecho preguntas, muchas preguntas, pero…
Ralph se interrumpió sin saber cómo expresar el concepto que le bailaba en la cabeza, un concepto que se le antojaba a un tiempo complejo y muy simple. Intentó ascender un poco, encontrar de nuevo aquella sensación de parpadeo, sabiendo que si podía acceder a la mente de Lois, podría mostrarle una imagen que valdría más que mil palabras. No sucedió nada, y tamborileó con los dedos sobre el mantel en ademán de frustración.
—Yo estaba tan asombrado como tú —le aseguró por fin—. Si he expresado mi asombro con preguntas, es porque los hombres, al menos los de mi generación, aprenden que es de mala educación quedarse con la boca abierta. Eso es para las mujeres que eligen las cortinas.
—Machista —lo acusó Lois con una sonrisa.
Sin embargo, Ralph no le devolvió la sonrisa. Estaba pensando en Barbie Richards. Si Ralph se hubiera acercado a ella, lo más probable era que hubiera pulsado el botón de alarma que había bajo la mesa, pero había permitido que Lois se acercara porque se había tragado un poco demasiado de aquel rollo de hermanas para siempre.
—Sí —murmuró—. Soy un machista, soy anticuado y a veces eso me crea problemas.
—Ralph, no quería…
—Ya sé lo que querías decir, y no pasa nada. Lo que intento hacerte entender es que estaba tan asombrado…, tan hecho polvo…, tan completamente anonadado como tú. Y les he hecho preguntas, ¿y qué? ¿Han sido buenas preguntas? ¿Preguntas útiles?
—Supongo que no, ¿eh?
—Bueno, a lo mejor no empecé tan mal. Si no recuerdo mal, lo primero que les pregunté cuando por fin llegamos al tejado fue quiénes eran y qué querían. Escurrieron el bulto con un montón de basura filosófica, pero me imagino que sudaron la gota gorda durante un rato. Después nos explicaron todo el rollo del Propósito y el Azar, fascinante, pero no nos servía de gran cosa para salir escopeteados hacia High Ridge y convencer a Gretchen Tillbury para que cancelara la conferencia de Susan Day. Maldita sea, habríamos hecho mejor y ahorrado tiempo preguntándoles el camino en lugar de sacárselo a la sobrina de Simone.
—Es verdad —asintió Lois con expresión asombrada.
—Sí. Y mientras hablábamos, el tiempo volaba como vuela cuando subes un par de pisos. Y ellos se limitaban a mirar cómo volaba, eso te lo aseguro. Estaban cronometrando toda la escena de forma que, cuando acabaran de contarnos las cosas que necesitábamos saber, ya no quedara tiempo para hacer las preguntas que no querían contestar. Creo que querían dejarnos con la sensación de que todo este asunto es un servicio público, de que salvar todas esas vidas es el quid de la cuestión, pero no podían decirlo abiertamente porque…
—Porque eso habría sido una mentira, y ellos no pueden mentir.
—Exacto. A lo mejor no pueden mentir.
—Bueno, ¿y qué quieren, Ralph?
Ralph denegó con la cabeza.
—No tengo ni la menor idea, Lois. Ni la menor idea.
Lois se terminó el café, dejó la taza con cuidado sobre el platillo, se miró las yemas de los dedos un momento y por fin volvió a alzar la mirada hacia él. Una vez más, Ralph quedó asombrado por su belleza, casi anonadado.
—Eran buenos —aseguró Lois—. Son buenos. Lo presentí en aquel momento. ¿Tú no?
—Sí —concedió él a regañadientes.
Claro que lo había presentido. Eran todo lo que Átropos no era.
—Y vas a intentar detener a Ed de todos modos. Has dicho que eras tan incapaz de no intentarlo como de no agacharte si te tiraban una pelota de béisbol a la cabeza, ¿verdad?
—Sí —asintió Ralph aún a regañadientes.
—Entonces deberías soltar el resto —dijo Lois con calma, clavando sus ojos oscuros en los azules de Ralph—. No hace más que ocuparte lugar en el cerebro. Bloquearlo.
Ralph reconocía que tenía razón, pero no estaba seguro de poder abrir la mano y soltar aquella parte. Tal vez había que vivir hasta los setenta para apreciar de modo absoluto lo difícil que resultaba escapar a la educación que se había recibido. Él era un hombre cuya educación acerca de cómo ser un hombre había dado comienzo antes de que Adolf Hitler asumiera el poder, y seguía siendo prisionero de una generación que había escuchado a H. V. Kaltenborn y a las Andrew Sisters por la radio, una generación de hombres que creían en los cócteles a la luz de la luna y en recorrer un par de kilómetros para conseguir un Camel. Una educación como aquélla casi negaba la existencia de cuestiones morales tales como quién trabajaba para los buenos y quién trabajaba para los malos; lo importante era que no te tomaran el pelo. Que no te tomaran por el pito del sereno.
¿De verdad?, preguntó Carolyn en tono divertido. Qué fascinante. Permíteme que te cuente un pequeño secreto, Ralph. Eso es una solemne tontería. Ya era una tontería antes de que Glenn Miller desapareciera en el horizonte y sigue siendo una tontería ahora. La idea de que un hombre debe hacer lo que debe hacer… Bueno, tal vez haya algo de verdad en ella, incluso hoy en día. En cualquier caso, hay un largo camino hasta el Edén, ¿verdad, cariño?
Sí, un camino muy largo hasta el Edén.
—¿En qué estás pensando, Ralph?
Ralph se libró de la obligación de responder porque en aquel momento volvió la camarera con una enorme bandeja llena de comida. Por primera vez advirtió la chapa que llevaba prendida en el volante del delantal. LA VIDA NO ES UNA ELECCIÓN, decía.
—¿Va a manifestarse en el Centro Cívico esta noche? —le preguntó Ralph.
—Ahí estaré —repuso la mujer mientras dejaba la bandeja sobre la mesa contigua, que estaba desocupada—. Estaré afuera, llevando una pancarta. Dando vueltas y más vueltas.
—¿Es de Amigos de la Vida? —inquirió Lois mientras la camarera empezaba a repartir tortillas y guarniciones.
—¿Estoy viva? —replicó la camarera.
—Sí, tiene todo el aspecto de estarlo —aseguró Lois en tono muy cortés.
—Bueno, pues supongo que eso me convierte en Amiga de la Vida, ¿no? Matar algo que algún día podría llegar a escribir un maravilloso poema o inventar un medicamento para curar el sida o el cáncer, bueno, para mí eso está muy mal. Así que llevaré mi pancarta y me aseguraré de que las feministas de Norma Kamali y los liberales que conducen Volvos vean que la palabra que hay escrita encima es ASESINATO. Odian esa palabra. Nunca la pronuncian en sus cócteles ni en sus reuniones para recaudar fondos. ¿Quieren ketchup?
—No —denegó Ralph.
No podía apartar los ojos de ella. A su alrededor había empezado a formarse un débil halo verde que parecía surgir de entre sus poros. Las auras habían regresado en todo su esplendor.
—¿Tengo monos en la cara o qué? —preguntó la camarera antes de hacer un globo de chicle y pasárselo al otro lado de la boca.
—La estaba mirando fijamente, ¿eh? —replicó Ralph ruborizándose—. Lo siento.
La camarera encogió los rollizos hombros, y la parte superior de su aura se movió de un modo lento y fascinante.
—Intento no obsesionarme con estas cosas, ¿sabe? Por lo general hago mi trabajo y mantengo la boca cerrada. Pero tampoco me doy por vencida. ¿Saben cuánto tiempo llevo participando en manifestaciones delante de ese matadero de ladrillos, en días tan calurosos que se me freía el culo y noches tan frías que por poco se me congela?
Ralph y Lois denegaron con la cabeza.
—Desde 1984. Nueve largos años. Y lo haré durante nueve años más si hace falta. ¿Saben lo que más me fastidia de esos abortistas?
—¿Qué? —inquirió Lois en voz baja.
—Que son los mismos que quieren ilegalizar las armas para que la gente no se mate, los mismos que dicen que la silla eléctrica y la cámara de gas son inconstitucionales porque son castigos crueles y poco corrientes. Dicen todas esas cosas y luego van y apoyan leyes que permiten a los médicos, ¡a los médicos!, meter aspiradoras en el vientre de las mujeres y hacer trizas a sus hijos e hijas no nacidos. Eso es lo que más me fastidia.
La camarera soltó todo aquel discurso, que daba la impresión de haber pronunciado ya muchas veces, sin levantar la voz ni dar muestra externa alguna de enfado. Ralph tan sólo la escuchaba a medias; estaba concentrado en el aura verde pálido que la envolvía. Pero no era sólo de color verde pálido. Una mancha amarillenta con motas negras daba vueltas lentamente sobre la parte inferior de su costado derecho, como una rueda sucia.
El hígado —pensó Ralph—. Le pasa algo en el hígado.
—Pero no querría que le pasara nada malo a Susan Day, ¿verdad? —inquirió Lois mirando a la camarera con expresión preocupada—. Parece usted una persona encantadora, y estoy segura de que no querría eso.
La camarera exhaló un suspiro por la nariz, de la que brotaron dos estelas de neblina verde.
—No soy tan encantadora como parece, cariño. Si Dios le hiciera algo, sería la primera en agitar los brazos y decir «Hágase Tu voluntad», créame. Pero si se refiere a los chalados como Charlie Pickering, eso ya es otra cosa. Esas cosas nos rebajan, nos ponen al mismo nivel que la gente a la que intentamos detener. Pero los chiflados como Pickering no lo ven así. Son los comodines.
—Sí —asintió Ralph—. Eso es lo que son, comodines.
—Supongo que en realidad no quiero que le pase nada a esa mujer —prosiguió la camarera—, pero podría pasarle algo. De verdad. Y por lo que a mí respecta, si le pasa algo, la culpa será sólo suya. Está jugando con fuego…, y la gente que juega con fuego no debería sorprenderse demasiado si se quema.
Ralph no estaba seguro de cuánto le apetecería comer después de aquello, pero lo cierto es que su apetito sobrevivió a las opiniones de la camarera sobre el aborto y Susan Day. La auras ayudaban; la comida nunca le había sabido tan bien desde que era un adolescente y comía cinco o seis veces al día si podía.
Lois se mantuvo a su altura bocado a bocado, al menos por un rato. Por fin empujó a un lado los restos de sus patatas fritas y las dos últimas tiras de bacon. Ralph entró airoso en la recta final. Envolvió el último pedazo de salchicha en el último trozo de tostada, se metió la combinación en la boca y se retrepó en la silla con un profundo suspiro.
—Tu aura se ha vuelto mucho más oscura, Ralph. No sé si eso significa que por fin te has llenado el estómago o que te vas a morir de una indigestión.
—A lo mejor las dos cosas —repuso Ralph—. Tú también las vuelves a ver, ¿eh?
Lois asintió en silencio.
—¿Sabes? De todas las cosas del mundo, lo que más me apetecería sería echarme una siesta.
Sí, señor, ahora que estaba calentito y tenía el estómago lleno, los últimos cuatro meses de noches casi en blanco parecían haberse esfumado como por arte de magia. Tenía los párpados más pesados que bloques de hormigón.
—No creo que sea muy buena idea —replicó Lois en tono alarmado—. La verdad es que me parece una idea terrible.
—Supongo que tienes razón —concedió Ralph.
Lois empezó a levantar la mano para pedir la cuenta, pero en seguida la bajó de nuevo.
—¿Qué te parece llamar a tu amigo el policía? Se llama Leydecker, ¿no?
Ralph consideró la posibilidad con toda la meticulosidad que le permitía su atontado cerebro, y por fin meneó la cabeza a regañadientes.
—No me atrevo. ¿Qué podríamos decirle que no nos comprometiera? Y eso es sólo una parte del problema. Si interviene…, pero de la forma equivocada…, puede empeorar las cosas en lugar de ayudar.
—Podría estorbarnos.
—Exacto.
—Vale —accedió Lois haciendo señas a la camarera—. Iremos a la granja con todas las ventanillas abiertas, y pararemos en el Dunkin Donuts de Old Cape para comprar cafés gigantes. Invito yo.
Ralph esbozó una sonrisa que se le antojó mareada y distante, como la sonrisa de un borracho.
—Sí, señora.
Cuando la camarera se acercó y deslizó la cuenta boca abajo delante de él, Ralph se dio cuenta de que la chapa con el mensaje LA VIDA NO ES UNA ELECCIÓN ya no estaba prendida en el volante de su delantal.
—Oigan —dijo con una seriedad que a Ralph le pareció casi dolorosamente conmovedora—. Perdonen si les he ofendido. Han venido a desayunar, no a que les suelte un discurso.
—No nos ha ofendido —aseguró Ralph mirando a Lois, quien asintió con la cabeza.
La camarera esbozó una breve sonrisa.
—Gracias, pero tengo la impresión de que me he pasado con ustedes. En otras circunstancias no lo habría hecho, pero esta tarde tenemos un mitin a las cuatro, y voy a presentar al señor Dalton. Me han dicho que tendré unos tres minutos, y creo que eso es lo que ha durado el discurso que les he soltado.
—No se preocupe —la tranquilizó Lois dándole una palmadita en la mano—. De verdad.
Esta vez, la sonrisa de la camarera fue más cálida y auténtica, pero cuando se alejó, Ralph vio desaparecer la expresión agradable del rostro de Lois. Estaba mirando la mancha amarilla y negra que flotaba justo encima de la cadera de la mujer.
Ralph cogió el bolígrafo que siempre guardaba en el bolsillo de la pechera, dio la vuelta a la cuenta y garabateó unas palabras al dorso. Cuando terminó, sacó la cartera y colocó cinco dólares debajo de lo que había escrito. Cuando la camarera fuera a recoger la propina, no podría dejar de ver el mensaje.
Cogió la cuenta y la agitó ante Lois.
—Nuestra primera cita de verdad y tendremos que pagar a medias —dijo—. Sólo me quedarán tres dólares si le dejo estos cinco. No me digas que estás sin blanca, por favor.
—¿Quién, yo? ¿La reina del póquer de Ludlow Grange? No seas tooonto, queriiiido.
Le alargó un desordenado fajo de billetes que había sacado del bolso. Mientras Ralph buscaba los que necesitaba, Lois leyó el mensaje que había escrito en la cuenta:
Señora:
Tiene usted problemas en la función hepática y debería ir al médico inmediatamente. Y le aconsejo que no se acerque al Centro Cívico esta noche.
—Es una tontería, ya lo sé —se disculpó Ralph.
—Intentar ayudar a la gente nunca es una tontería. Te quiero, Ralph —le aseguró antes de besarle en la punta de la nariz.
—Gracias. Pero no se lo creerá. Pensará que estamos cabreados por su chapa y el discurso a pesar de lo que le hemos dicho. Que lo que he escrito no es más que una extraña forma de vengarnos de ella.
—A lo mejor podemos convencerla de otra manera.
Lois clavó los ojos en la camarera, que estaba de pie y con el peso del cuerpo apoyado en una sola pierna junto a la ventanilla de la cocina, hablando con el cocinero mientras se tomaba una taza de café, con aire concentrado. Ralph vio que el aura de color azul grisáceo de Lois se oscurecía y encogía, convirtiéndose en una cápsula ceñida en lugar de una nube vaporosa.
Ralph no sabía con certeza qué estaba pasando…, pero lo sentía. Los pelos de la nuca se le erizaron y se le puso la piel de gallina. Está poniéndose en marcha —pensó—. Activando todos los mandos, encendiendo todas las turbinas por una mujer a la que no había visto en su vida y a la que, probablemente, no volverá a ver jamás.
Al cabo de unos instantes, la camarera también se dio cuenta. Se volvió para mirarlos como si hubiera oído que la llamaban. Lois esbozó una sonrisa casual y agitó los dedos a modo de saludo, pero cuando habló con Ralph, la voz le temblaba por el esfuerzo.
—Casi… casi lo he conseguido.
—¿Has conseguido qué?
—No lo sé. Lo que sea que necesito. Llegará dentro de unos segundos. Se llama Zoë con diéresis sobre la e. Ve a pagar la cuenta. Distráela. Intenta evitar que me mire. Eso me lo pone más difícil.
Ralph obedeció y consiguió distraer a la camarera pese a que no dejaba de intentar mirar por encima de su hombro. La primera vez que intentó sumar el total de la cuenta en la registradora, le salió la cantidad de 234 dólares. Borró los números con ademán impaciente, y cuando miró a Ralph, una expresión pálida y molesta se dibujaba en su rostro.
—¿Qué le pasa a su mujer? —preguntó a Ralph—. Ya me he disculpado, ¿no? ¿Por qué me mira así?
Ralph sabía que Zoë no podía ver a Lois, porque casi estaba bailando para mantener su cuerpo entre ambas mujeres, pero también sabía que la mujer tenía razón… Lois la estaba mirando fijamente.
Intentó sonreír.
—No sé a qué…
La camarera dio un respingo y lanzó una mirada espantada e irritada al cocinero.
—¡Deja de dar golpes con las ollas! —gritó, aunque el único sonido que llegaba a Ralph desde la cocina era música de hilo musical.
Zoë se volvió de nuevo hacia Ralph.
—Dios mío, esto parece la Segunda Guerra Mundial. Y si pudiera decirle a su mujer que no es cortés…
—¿Mirar fijamente a la gente? No lo está haciendo, de verdad que no.
Ralph se hizo a un lado. Lois se había dirigido a la puerta y miraba la calle de espaldas a ella.
—¿Lo ve?
Zoë permaneció en silencio unos instantes, aunque se llevó la mano a la boca, sacó el chicle y lo arrojó a la papelera. Hizo todos aquellos movimientos con la lentitud exagerada de un sonámbulo. Por fin se volvió de nuevo hacia Ralph.
—Sí, claro que lo veo. Y ahora, ¿por qué no se van con viento fresco?
—Vale. ¿Amigos?
—Lo que usted diga —repuso Zoë aunque sin mirarlo.
Cuando Ralph se reunió con Lois, vio que su aura había regresado a su estado normal, más difuminado, pero de un matiz mucho más brillante.
—¿Todavía estás cansada, Lois? —preguntó en voz baja.
—No, de hecho, me encuentro muy bien. Vámonos.
Ralph empezó a abrir la puerta, pero se detuvo.
—¿Tienes mi bolígrafo?
—No, supongo que todavía está en la mesa.
Ralph fue a recogerlo. Debajo de su posdata, Lois había añadido cinco frases con la letra redonda del método Palmer:
En 1989 tuvo un hijo y lo dio en adopción en Santa Ana, Providence, Rhode Island. Vaya al médico antes de que sea demasiado tarde, Zoë. No es una broma. Nada de trucos. Sabemos de lo que estamos hablando.
—Madre mía —exclamó Ralph al reunirse con Lois—. Eso le dará un susto de muerte.
—Si va al médico antes de que el hígado le juegue una mala pasada, me da igual.
Ralph asintió, y salieron del restaurante.
—¿Te enteraste de lo de su hijo al penetrar en su aura? —inquirió Ralph mientras atravesaban el aparcamiento cubierto de hojas.
Lois asintió en silencio. Más allá del aparcamiento, toda la parte este de Derry relucía con matices brillantes, caleidoscópicos. Aquella luz secreta que giraba y giraba había regresado en todo su esplendor. Ralph alargó la mano y rozó el costado del coche. Tocarlo fue como saborear un jarabe para la tos, empalagoso y con sabor a regaliz.
—No creo haberle quitado mucha… sustancia —comentó Lois—, pero tengo la sensación de habérmela tragado entera.
Ralph recordó algo que había leído en una revista científica no hacía mucho tiempo.
—Si cada célula de nuestro cuerpo contiene un plano completo de cómo estamos hechos —dijo—, ¿por qué no iba a contener cada partícula del aura de una persona un plano completo de lo que somos?
—Eso no suena muy científico, Ralph.
—Supongo que tienes razón.
Lois le oprimió el brazo y le dedicó una sonrisa.
—Pero suena correcto.
Ralph le devolvió la sonrisa.
—Tú también tienes que absorber más colores —instó Lois—. Me sigue pareciendo mal, a pesar de lo que han dicho los dos hombrecillos, pero si no lo haces te desmayarás.
—En cuanto pueda. Ahora mismo, lo único que quiero es llegar a High Ridge.
Sin embargo, cuando se sentó al volante, retiró la mano de la llave de contacto antes de poner el coche en marcha.
—¿Qué pasa Ralph?
—Nada… Todo. No puedo conducir así. Chocaré contra cualquier poste de teléfonos o me meteré en el salón de alguien.
Volvió los ojos hacia el cielo y vio uno de aquellos enormes pájaros transparentes posado sobre una antena parabólica instalada en una azotea de un bloque de pisos que había al otro lado de la calle. Una leve neblina de color limón surgía de sus alas prehistóricas.
¿Lo estás viendo de verdad?, le preguntó una vocecilla interior en tono dubitativo. ¿Estás seguro, Ralph? ¿Seguro, seguro?
Sí, señor, lo estoy viendo. Por suerte o por desgracia, lo estoy viendo todo…, pero si hay un momento adecuado para ver cosas así, está claro que no es éste.
Se concentró y percibió de nuevo aquel parpadeo interior en lo más profundo de su ser. El pájaro se esfumó como una imagen fantasmal en una pantalla de televisión. La cálida y brillante paleta de colores esparcida por la mañana perdió su cualidad vibrante. Siguió percibiendo aquella otra parte del mundo mientras los colores se fundían unos con otros, creando la reluciente neblina azul grisácea que había empezado a ver el día en que fue a Amanecer y Ocaso a tomar café y tarta con Joe Wyzer, el nimbo desconocido que había supuesto su introducción en el mundo de las auras. De repente, todos los colores desaparecieron. Ralph sintió la necesidad casi abrumadora de hacerse un ovillo descansar la cabeza en el brazo y dormir. En lugar de hacerlo se dedicó a aspirar profundas bocanadas de aire, y por fin hizo girar la llave de contacto. El motor rugió acompañado de aquel tintineo, que ahora se oía con mucha más claridad.
—¿Qué es eso? —inquirió Lois.
—No lo sé —repuso Ralph.
Sin embargo, creía saber qué era: una barra de acoplamiento o un pistón. En cualquier caso, les crearía problemas si se soltaba. Por fin, el sonido remitió, y Ralph puso la primera.
—Pégame un tortazo si ves que me duermo, Lois.
—No te preocupes, lo haré —aseguró ella—. Vámonos.