Percibió otra vez aquel parpadeo, y la brisa fresca de la mañana le barrió el rostro. Ralph abrió los ojos y miró a la mujer que estaba junto a él. Por un instante vio su aura flotar en jirones tras ella como la falda ligera de un vestido de baile, y de repente, sólo quedó Lois, con aspecto de tener veinte años menos que la semana pasada… y de estar absolutamente fuera de lugar, en la azotea de alquitrán y grava del hospital, enfundada en su abrigo ligero de entretiempo y el vestido de visitar a enfermos.
Ralph la abrazó con más fuerza cuando la sintió estremecerse. No había rastro de Láquesis y Cloto.
Aunque podrían estar aquí mismo —pensó Ralph—. Probablemente están aquí mismo, de hecho.
De repente le vino otra vez a la cabeza aquella vieja frase de feriante, la que decía que había que pagar si se quería jugar, acérquense, damas y caballeros y pongan aquí su dinero. Pero era más corriente que te la jugaran, no que jugaras. ¿Que te la jugaran? Sí, que te tomaran por gilipollas. ¿Y por qué tenía ahora mismo esa sensación?
Porque hay un montón de cosas que no has averiguado, le explicó Carolyn. Te han hecho dar un montón de rodeos para alejarte del quid de la cuestión hasta que se ha hecho demasiado tarde para preguntar las cosas a las que quizás no querían responder… y no creo que esas cosas pasen por accidente, ¿y tú?
No, tampoco él lo creía.
Aquella sensación de que unas manos invisibles lo empujaban hacia un túnel oscuro, donde podía esperarle cualquier cosa, se había hecho más intensa. Aquella sensación de ser manipulado. Se sentía pequeño…, vulnerable… y cabreado.
—B-Bueno, ya estamos de v-vuelta —tartamudeó Lois por entre los dientes castañeantes—. ¿Qué hora crees que es?
Daba la sensación de que eran alrededor de las seis, pero cuando Ralph miró el reloj, no le sorprendió comprobar que estaba parado. No recordaba cuándo le había dado cuerda por última vez. Probablemente el martes por la mañana.
Siguió la mirada de Lois hacia el sudoeste y vio el Centro Cívico como una isla en medio de un océano de aparcamientos. A la luz temprana del sol, que arrancaba intensos destellos de las hileras curvadas de ventanas, parecía una versión aumentada del edificio de oficinas en que trabajaba ese personaje futurista de dibujos animados, George Jetson. La enorme bolsa de la muerte que lo envolvía instantes antes había desaparecido.
Oh, no, no ha desaparecido. No te engañes, amigo. A lo mejor no la ves en este momento, pero está ahí, sí, señor.
—Es pronto —dijo apretándola contra sí cuando el viento escupió una ráfaga y le alborotó el cabello, un cabello que ya tenía tantas hebras negras como blancas—. Pero creo que se hará tarde con rapidez.
Lois comprendió lo que quería decir y asintió.
—¿Dónde están L-Láquesis y C-C…?
—En un nivel en el que el viento no te hiela el culo, supongo. Vamos. Busquemos una puerta y larguémonos de esta azotea.
Lois permaneció quieta unos instantes más, estremeciéndose y contemplando la ciudad.
—¿Qué ha hecho? —preguntó en un susurro—. Si no ha puesto una bomba, ¿qué puede haber hecho?
—Quizás ha puesto una bomba y los perros especializados no la han encontrado todavía. O a lo mejor es algo para lo que los perros no están entrenados. Una lata escondida en las vigas, por ejemplo, algo que el malvado de Ed ha mezclado en la bañera. Al fin y al cabo, es químico…; al menos lo era hasta que dejó el trabajo para convertirse en psicópata a jornada completa. A lo mejor tiene pensado gasearlos como si fueran ratas.
—¡Dios mío, Ralph!
Lois se llevó la mano al pecho, justo encima de la curva de los senos, y lo miró con los ojos muy abiertos y expresión consternada.
—Vamos, Lois. Larguémonos de esta maldita azotea.
Esta vez obedeció sin rechistar. Ralph la llevó hacia la puerta del tejado, que esperaba fervientemente estuviera abierta.
—Dos mil personas —casi gimió Lois cuando llegaron a la puerta.
Ralph sintió un gran alivio cuando el picaporte cedió bajo su mano, pero Lois le agarró la muñeca con los dedos fríos antes de que pudiera abrir la puerta. Su rostro alzado hacia él resplandecía de frenética esperanza.
—A lo mejor esos enanos mienten, Ralph. Tal vez tengan sus propios planes, algo que ni siquiera podemos aspirar a comprender, y nos hayan mentido.
—No creo que puedan mentir —replicó Ralph con lentitud—. Eso es lo jodido, Lois… No creo que puedan mentir. Y además está eso.
Señaló el Centro Cívico, la sucia membrana que no veían pero que ambos sabían que estaba ahí. Lois no se volvió a mirarla, sino que le cubrió la mano con los dedos helados, abrió la puerta del tejado y empezó a bajar la escalera.
Ralph abrió la puerta al pie de la escalera, se asomó al pasillo del sexto piso, vio que estaba vacío y tiró de Lois. Se dirigieron hacia los ascensores, pero se detuvieron ante una puerta junto a la que se leía SALA DE MÉDICOS en brillantes letras rojas. Se trataba de la estancia que habían visto al subir hacia la azotea con Cloto y Láquesis… Reproducciones torcidas de Winslow Homer en las paredes, un pedernal sobre un calientaplatos, espantosos muebles de estilo sueco moderno. La habitación estaba desierta, pero el televisor clavado a la pared estaba encendido, y su vieja amiga Lisette Benson presentaba en aquel momento las noticias de la mañana. Ralph recordaba el día en que él, Lois y Bill se habían sentado en el salón de casa de Lois a comer macarrones con queso mientras miraban el reportaje de Lisette Benson acerca del incidente de las muñecas en el Centro de la Mujer. De eso hacía apenas un mes, pero a Ralph le parecía que había pasado toda una vida desde entonces. De repente recordó que Bill McGovern no volvería a ver a Lisette Benson, ni a olvidarse de cerrar con llave la puerta principal, y se sintió embargado por una intensísima sensación de pérdida. No podía acabar de creérselo, todavía no. ¿Cómo podía Bill haber muerto tan deprisa y sin ceremonias? No le habría gustado nada —pensó Ralph—. Y no sólo porque habría considerado que morir de un ataque al corazón en el pasillo de un hospital era de mal gusto, sino también porque lo habría considerado una pésima actuación.
Pero lo había visto, y Lois lo había sentido corroer las entrañas de Bill. Aquello recordó a Ralph la bolsa de la muerte que envolvía el Centro Cívico y lo que sucedería si no lograban cancelar la conferencia. Echó a andar de nuevo hacia los ascensores, pero Lois tiró de él. Estaba mirando la televisión, fascinada.
—… se sentirán muy aliviados cuando se haya celebrado la conferencia que la feminista y defensora del aborto Susan Day dará esta noche —decía Lisette Benson en aquel instante—, pero no sólo la policía se sentirá aliviada. Por lo visto, tanto el grupo pro-vida como los defensores del aborto empiezan a acusar la tensión de vivir al borde de la confrontación. John Kirkland en directo desde el Centro Cívico de Derry. ¿John?
El hombre pálido y serio que se hallaba junto a Kirkland era Dan Dalton. La chapa que llevaba prendida en la camisa mostraba un bisturí descendiendo hacia un bebé en posición fetal. La imagen estaba rodeada por un círculo rojo cruzado por una línea diagonal también roja. En segundo plano, Ralph vio una docena de coches patrulla y dos furgonetas nuevas una de ellas con el logotipo de la NBC. Un policía uniformado paseaba por el césped con dos perros, un sabueso y un pastor alemán.
—Exacto, Lisette, estoy aquí en el Centro Cívico, donde podría decirse que reina un ambiente de preocupación y serena resolución. Tengo junto a mí a Dan Dalton, presidente de Amigos de la Vida, la organización que se ha opuesto con gran vehemencia a la visita de la señora Day. Señor Dalton, ¿está de acuerdo con mi descripción de la situación?
—¿Se refiere al ambiente de preocupación y resolución? —preguntó Dalton con una sonrisa que a Ralph se le antojó nerviosa y despectiva a un tiempo—. Sí, supongo que es una forma de expresarlo. Nos preocupa que Susan Day, una de las criminales impunes más flagrantes de este país, logre enmascarar lo más importante que sucede aquí en Derry: el asesinato de doce a catorce fetos indefensos al día.
—Pero, señor Dalton…
—Y —lo interrumpió Dalton— estamos resueltos a mostrar a la nación que no estamos dispuestos a ser nazis buenos, que no nos acobarda en absoluto la religión de la corrección política, la temible ce-pe.
—Señor Dalton…
—Asimismo, estamos resueltos a mostrar a la nación que algunos de nosotros todavía somos capaces de alzarnos en defensa de nuestras creencias y asumir la sagrada responsabilidad que un Dios bondadoso nos…
—Señor Dalton, ¿ha planeado Amigos de la Vida alguna protesta violenta?
Aquellas palabras lo hicieron enmudecer por un instante, y toda la vitalidad enlatada pareció desvanecerse de su rostro. Bajo su máscara de jactancia, Dalton estaba muerto de miedo.
—¿Violencia? —preguntó por fin pronunciando la palabra con todo cuidado, como si pudiera cortarse la boca si la manejaba mal—. Dios mío, no. Amigos de la Vida rechaza la idea de que dos polos negativos hagan uno positivo. Tenemos intención de organizar una manifestación masiva; de hecho, en esta lucha nos apoyan los grupos pro-vida de Augusta, Portland, Portsmouth e incluso Boston. Pero nada de violencia.
—¿Y qué hay de Ed Deepneau? ¿Responde de él?
Los labios de Dalton, que ya había apretado hasta convertirlos en una finísima línea, parecieron desaparecer por completo.
—El señor Deepneau ya no está con Amigos de la Vida —anunció en un tono en el que Ralph creyó detectar temor y furia al mismo tiempo—. Y tampoco Frank Felton, Sandra McKay ni Charles Pickering, por si quería preguntar por ellos.
La mirada que John Kirkland lanzó a la cámara fue breve pero significativa. Decía que, en su opinión, Dan Dalton estaba como un cencerro.
—¿Me está diciendo que Ed Deepneau y esos otros individuos (lo siento, no sé quiénes son) han formado su propio grupo antiabortista? ¿Una especie de organización disidente?
—¡No somos antiabortistas, sino pro-vida! —gritó Dalton—. ¡No es lo mismo, pero parece que los periodistas no lo entienden!
—Lo siento. ¿Así que no conoce el paradero de Ed Deepneau ni sus planes, si es que los tiene?
—No sé dónde está, no me importa dónde está y tampoco me importan sus… sus organizaciones disidentes.
Tienes miedo —pensó Ralph—. Y si un hijo de puta santurrón tiene miedo, creo que yo estoy aterrorizado.
Dalton empezó a alejarse. Kirkland decidió que aún no había exprimido al hombre del todo y lo siguió, tirando al mismo tiempo del cable del micrófono.
—Pero ¿no es cierto, señor Dalton, que cuando era miembro de Amigos de la Vida, Ed Deepneau instigó diversas protestas violentas, incluyendo la del mes pasado, en que arrojaron muñecas rellenas de sangre falsa a…?
—¡Todos sois iguales! —exclamó Dalton—. Rezaré por usted, amigo mío —terminó antes de alejarse con paso rígido.
Kirkland lo siguió con la mirada durante un instante, algo extrañado, y por fin se volvió de nuevo hacia la cámara.
—Hemos intentado localizar a la contraparte del señor Dalton, Gretchen Tillbury, quien ha asumido la enorme responsabilidad de coordinar este acontecimiento para el Centro de la Mujer, pero no ha sido posible. Ha llegado a nuestros oídos que se encuentra en High Ridge, un refugio y hogar para mujeres que pertenece al Centro de la Mujer. Al parecer, ella y sus socias están ultimando los preparativos de lo que esperan será una manifestación y una conferencia tranquilas y pacíficas en el Centro Cívico.
—Bueno, al menos ahora sabemos adónde tenemos que ir —comentó Ralph mirando a Lois.
En la pantalla volvió a aparecer Lisette Benson en el estudio.
—John, ¿hay indicios reales de posible violencia en el Centro Cívico?
De nuevo Kirkland, quien había regresado a su puesto original junto a los coches patrulla. Sostenía un pequeño rectángulo blanco con algo impreso ante la corbata.
—Bueno, la empresa privada de seguridad encargada de la vigilancia ha encontrado centenares de tarjetas como ésta esparcidas en los jardines del Centro Cívico a primeras horas de la mañana. Uno de los guardias afirma haber visto el vehículo desde el que las han arrojado. Según él, se trata de un Cadillac de finales de los sesenta, y es marrón o negro. No ha podido coger la matrícula, pero afirma que tenía un adhesivo en el parachoques trasero que decía EL ABORTO ES UN ASESINATO, NO UNA ELECCIÓN.
De vuelta al estudio, donde Lisette Benson escuchaba con expresión muy interesada.
—¿Qué dicen esas tarjetas, John?
De vuelta a Kirkland.
—Supongo que podría decirse que se trata de una especie de acertijo —explicó contemplando la tarjeta—. «Si tuvieras un arma con sólo dos balas y estuvieras en una habitación con Hitler, Stalin y un abortista, ¿qué harías?» —leyó antes de volverse de nuevo hacia la cámara—. La respuesta está al dorso de la tarjeta, Lisette, y es «Dispara al abortista dos veces». John Kirkland, en directo desde el Centro Cívico de Derry.
—Me muero de hambre —anunció Lois mientras Ralph descendía con cuidado por las rampas del garaje que, seguramente, los llevarían al exterior, siempre y cuando Ralph no pasara por alto las señales de salida—. Y no creo estar exagerando.
—Yo también —asintió Ralph—. Y teniendo en cuenta que no hemos comido nada desde el martes, supongo que no es de extrañar. Desayunaremos como Dios manda de camino a High Ridge.
—¿Tenemos tiempo?
—Nos lo buscaremos. Al fin y al cabo, los ejércitos luchan mejor con el estómago lleno.
—Supongo que sí, pero no me siento como un ejército. ¿Dónde…?
—Espera un momento, Lois.
Detuvo el Oldsmobile, puso punto muerto y escuchó. Del motor le llegaba un tintineo que no le hizo ni pizca de gracia. Claro que las paredes de hormigón tendían a aumentar los sonidos, pero…
—Ralph —dijo Lois con nerviosismo—. No me digas que le pasa algo al coche. No me lo digas.
—Creo que no pasa nada —la tranquilizó antes de reanudar la marcha—. Es que no he tenido mucho contacto con la vieja Nellie desde que murió Carolyn. Había olvidado los ruidos que hace. ¿Qué me ibas a preguntar?
—Que si sabes dónde está ese refugio. High Ridge.
Ralph denegó con la cabeza.
—Lo único que sé es que está en las afueras de Newport. No creo que les dejen contar a los hombres dónde está. Esperaba que quizás tú lo supieras.
Ahora le tocó el turno a Lois de denegar con la cabeza.
—Nunca he tenido que acudir a un sitio así, gracias a Dios. Tendremos que llamar a esa Tillbury. Tú la conoces. A ti te escuchará.
Lois le lanzó una breve mirada, una mirada que le caldeó el corazón (cualquiera que tuviera dos dedos de frente te escucharía, Ralph), pero Ralph meneó la cabeza.
—Estoy seguro de que las únicas llamadas que contesta son las que le hagan del Centro Cívico o de dondequiera que esté Susan Day —afirmó volviéndose hacia ella—. Sabes, esa mujer tiene agallas por venir aquí. O eso o es más tonta que un zapato.
—Probablemente un poco de las dos cosas. Si Gretchen Tillbury no contesta a las llamadas, ¿cómo vamos a ponernos en contacto con ella?
—Bueno, te diré una cosa. Fui vendedor durante buena parte de lo que Faye Chapin llamaría mi vida real, y apuesto algo a que todavía puedo ser imaginativo si hace falta. —Recordó a la mujer de información con el aura anaranjada y sonrió—. Incluso persuasivo, quizás.
—Ralph —dijo Lois en voz baja.
—Dime, Lois.
—A mí me parece que esto es la vida real.
—Te entiendo —repuso Ralph dándole una palmadita en la mano.
Un rostro delgado y conocido surgió de la ventanilla de caja del aparcamiento del hospital, iluminado por una sonrisa también muy conocida, de la que al menos media docena de dientes habían pasado a mejor vida.
—Eyyyyy, Ralph, ¿erés tú? ¡Pues clarro que sí! ¡Perfecto! ¡Perfecto!
—Trigger —dijo Ralph lentamente—. Trigger Vachon.
—¡El mismo!
Trigger se apartó el lacio cabello castaño de los ojos para poder ver mejor a Lois.
—¿Y quién es está prreciosidá? ¡La conosco de algó, sí señorr!
—Lois Chasse —presentó Ralph al tiempo que cogía el ticket del parking de encima del parasol—. A lo mejor conocías a su marido, Paul…
—¡Clarro que sí! —exclamó Trigger—. ¡Los dos érramos soldados voluntarios de la reserva en el setentá o en el setenta y uno! ¡Serramos la taberná de Nan más de una ves! ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Y cómo está Paul, señorra?
—Falleció hace poco más de dos años —explicó Lois.
—¡Oh, maldita seá! Lo siento. Era un tipo magnífico, Paul Chasse. El mejorr. Caía bien a todó el mundo.
Trigger parecía tan trastornado como si Lois le hubiera dicho que la tragedia había sobrevenido aquella misma mañana.
—Gracias, señor Vachon.
Lois miró el reloj y luego a Ralph. Su estómago emitió un gruñido, como si quisiera poner la guinda a la conversación.
Ralph entregó el ticket por la ventanilla abierta del coche, y cuando Trigger lo cogió, se dio cuenta de repente de que el sello indicaría que él y Lois llevaban ahí desde el martes por la noche. Casi sesenta horas.
—¿Qué ha pasado con la tintorería, Trigger? —se apresuró a preguntar.
—Ahhh, me despidierron —explicó Trigger—. Despidierron a casi todo el mundó. Al principio me sento fatal, pero en abrril empecé a trrabajar aquí y… ¡eyyy! Esto me gustá mucho más. Tengo una telé pequeña parra cuando no hay trrabajo, y nadie me toca el claxon si no arranco a la prrimera cuando se pone verdé ni me corrtá en la Extensión. Todo el mundó tiene prrisa, no sé porr qué. Además, te dirré una cosa, Rralph; en esa furrgoneta hasía un frrío de la leche en invierno. Perrdón, señora.
Lois no respondió. Parecía examinarse el dorso de las manos con gran interés. Entretanto, Ralph observó con alivio cómo Trigger arrugaba el ticket y lo tiraba a la papelera sin siquiera echar un vistazo al sello. Pulsó uno de los botones de la registradora y en la pantalla de la cabina apareció $0,00.
—Vaya, Trig, eres muy amable —agradeció Ralph.
—Eyyy, de nada —repuso Trig al tiempo que pulsaba el botón que levantaba la barrera—. Me alegro de verrte. La última ves fue en el aeropuerrto. Te acuerdas, ¿no? Hasía un calor de muerté, y esos dos tipós estaban a punto de pegarrse. Y entonses empesó a llover a cántaros. Y también granisó. Tú ibas a pie y te llevé a casá. Tienes mucho mejorr aspectó que aquel día, Ralphie, desde luegó. ¡Si no aparrentas más de cincuenta y sinco años! ¡Perfecto!
Junto a él, el estómago de Lois protestó de nuevo, esta vez con más insistencia. Lois siguió examinándose el dorso de las manos.
—Pero me siento un poco más viejo —repuso Ralph—. Oye, Trig, me alegro de verte, pero deberíamos…
—Maldita sea —lo interrumpió Trigger con expresión distraída—. Tenía que desirrte algo, Ralph. Al menos, eso creo. Sobre aquel día. ¡Dios mió, qué cabesa!
Ralph esperó un instante entre impaciente y curioso.
—Bueno, no te preocupes, Trig. Hace mucho tiempo.
—¿Qué narises…? —se preguntó Trigger volviendo los ojos hacia el techo de la pequeña cabina, como si esperara encontrar allí la respuesta.
—Ralph, tenemos que irnos —intervino Lois—. Y no sólo por el desayuno.
—Sí, tienes razón —asintió Ralph poniendo el Oldsmobile en marcha—. Si te acuerdas de aquello, llámame, Trig. Mi número está en la guía. Me alegro de verte.
Trigger Vachon hizo caso omiso de sus palabras; de hecho, parecía no darse cuenta de la presencia de Ralph.
—¿Fue algó que vimos? —preguntó al techo—. ¿O algó que hisimos? ¡Mierrda!
Seguía mirando el techo y rascándose el remolino de cabello que le crecía en la nuca cuando Ralph dobló a la izquierda y, saludándolo por última vez, condujo por Hospital Drive en dirección al edificio bajo de ladrillo que albergaba el Centro de la Mujer.
Ahora que había salido el sol, tan sólo había un guardia de seguridad y ningún manifestante. Su ausencia recordaba a Ralph todas las películas épicas de la selva que había visto de joven, sobre todo cuando los tambores de los nativos enmudecían y el protagonista, John Hall o Frank Buck, se volvía hacia el jefe de porteadores y le decía que aquello no le hacía ni pizca de gracia, que había demasiado silencio. El guardia se sacó una carpeta de debajo el brazo, entornó los ojos cuando el Oldsmobile de Ralph se acercó y anotó algo, la matrícula, suponía Ralph. A continuación se aproximó por el sendero cubierto de hojas.
A aquella hora de la mañana, Ralph pudo escoger entre los aparcamientos con límite de diez minutos que había frente al edificio. Aparcó, salió del coche y dio la vuelta para abrir la puerta a Lois, tal como le habían enseñado.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Lois cuando Ralph la cogió de la mano para ayudarla a salir.
—Probablemente tendremos que ponernos un poco acaramelados, pero no nos pasemos ¿vale?
—Vale —asintió Lois al tiempo que se alisaba la pechera del abrigo con ademanes nerviosos y dedicaba una deslumbrante sonrisa al guardia de seguridad.
—Buenos días, agente.
—Buenos días —saludó el aludido mirando el reloj—. No creo que haya nadie aparte de la recepcionista y la mujer de la limpieza.
—Es a la recepcionista a quien queremos ver —anunció Lois en tono alegre, y Ralph la miró sorprendido—. Barbie Richards. Su tía Simone tiene un recado para ella. Muy importante. Dígale que soy Lois Chasse.
El guardia de seguridad meditó unos instantes y por fin hizo una inclinación de cabeza en dirección a la puerta.
—No será necesario. Pase, señora.
—No tardaremos ni dos minutos, ¿verdad, Norton? —aseguró Lois con una sonrisa más deslumbrante que nunca.
—Minuto y medio, más bien —corroboró Ralph.
Cuando dejaron atrás al guardia de seguridad, Ralph se inclinó hacia ella.
—¿Norton? Por el amor de Dios, Lois. ¿Norton?
—Es lo primero que se me ha ocurrido —replicó ella—. Supongo que estaba pensando en The Honeymooners, Ralph y Norton, ¿te acuerdas?
—Sí. Un día de éstos, Alice… ¡pum! ¡Directos a la luna!
Dos de las tres puertas estaban cerradas con llave, pero la de la izquierda estaba abierta, y por ella entraron. Ralph oprimió la mano de Lois, y ella le devolvió el apretón. En aquel preciso instante sintió que su concentración se focalizaba, advirtió que su voluntad y su percepción se tornaban más estrechas y brillantes a un tiempo. A su alrededor, el ojo del mundo pareció parpadear y luego abrirse de par en par. Alrededor de los dos.
La recepción era casi deliberadamente simple. Las paredes eran de pino prensado, las sillas y los sofás, severos y funcionales, y la decoración, de lo más insulso. Los pósters de las paredes eran, en su mayoría, carteles que las agencias de viajes extranjeras enviaban por el precio del franqueo. La única excepción se hallaba a la izquierda de la mesa de la recepcionista; se trataba de una gran fotografía en blanco y negro que mostraba a una joven enfundada en una bata de la maternidad. Estaba sentada en un taburete de bar, y en una mano sostenía un martini. SI ESTÁS EMBARAZADA, NO BEBAS NUNCA SOLA, rezaba la leyenda de la foto. No había indicio alguno de que en alguna habitación o habitaciones detrás de aquella estancia agradable y anodina se practicaran abortos.
Bueno —pensó Ralph—, ¿y qué esperabas? ¿Propaganda? ¿Un póster con fetos abortados en un cubo de basura galvanizado entre el de la isla de Capri y el de los Alpes italianos? Venga ya, Ralph.
A su izquierda, una corpulenta mujer de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años limpiaba el tablero de vidrio de una mesita de café; junto a ella había un carrito repleto de diversos artículos de limpieza. La mujer estaba envuelta en un aura de color azul marino con enfermizas motas negras que revoloteaban como extraños insectos en la zona del corazón y los pulmones, y miraba a los recién llegados con expresión abiertamente suspicaz.
Frente a ellos, otra mujer los observaba con atención, aunque sin la suspicacia de la mujer de la limpieza. Ralph la reconoció del reportaje que había salido en las noticias el día del incidente de las muñecas. La sobrina de Simone Castonguay tenía el cabello oscuro, alrededor de treinta y cinco años y era casi preciosa incluso a aquellas horas de la mañana. Estaba sentada tras una mesa de metal gris que casaba a la perfección con su aspecto, y envuelta en un aura de color verde pino que parecía mucho más saludable que la de la mujer de la limpieza. En una esquina de la mesa había un jarrón de cristal tallado lleno de flores otoñales.
La mujer les dedicó una sonrisa cauta, sin dar muestras de que había reconocido a Lois, y a continuación señaló con el dedo el reloj de la pared.
—No abrimos hasta las ocho —anunció—, y no creo que podamos atenderles hoy de todas formas. Todas las doctoras tienen el día libre… Bueno, la doctora Hamilton está de guardia teóricamente, pero ni siquiera estoy segura de que pueda ir a buscarla. Lo tenemos todo manga por hombro; hoy es un día muy importante para nosotros.
—Lo sé —repuso Lois oprimiendo la mano de Ralph antes de soltársela.
Por un instante, Ralph oyó la voz de Lois en su mente, muy débil, como en una pésima conferencia telefónica con el extranjero, pero audible:
(«No te muevas de aquí, Ralph. Tiene…»)
Lois le transmitió una imagen aún más débil que el pensamiento, que desapareció casi al instante. Aquella clase de comunicación resultaba mucho más sencilla en los niveles superiores, pero lo que vio le bastó. La mano con la que Barbara Richards había señalado el reloj descansaba relajada sobre la mesa, pero la otra estaba debajo, junto a un botoncito blanco instalado al lado de los cajones. Si cualquiera de los dos daba la más mínima muestra de comportamiento extraño, la joven pulsaría el botón, lo que atraería primero a su amigo de la carpeta y luego a la mayor parte de los guardias de seguridad del condado de Derry.
Y a mí me está vigilando con más atención, porque soy el hombre.
Mientras Lois se aproximaba a la mesa, una idea inquietante cruzó la mente de Ralph. Dado el ambiente que se respiraba por entonces en Derry, aquella clase de discriminación sexual, inconsciente pero muy real, podía perjudicar e incluso costarle la vida a aquella hermosa mujer de cabello negro. Recordó que Leydecker le había dicho que uno de los miembros del pequeño grupo de conchalados de Ed era una mujer. Piel grasienta, muchos granos, gafas tan gruesas que hacen que sus ojos parezcan huevos escalfados. Sandra Nosequé, se llamaba. Y si Sandra Nosequé se acercara a la mesa de la señora Richards como Lois lo hacía en aquel momento, abriendo el bolso y metiendo la mano dentro, ¿pulsaría la mujer envuelta en el aura color verde pino el botón oculto de alarma?
—Seguramente no te acuerdas de mí, Barbara —decía Lois—, porque no nos hemos visto desde que ibas a la universidad y salías con el chico de los Sparkmeyer…
—¡Oh, Dios mío! Lennie Sparkmeyer. Hacía años que no pensaba en él —exclamó Barbara Richards con una risita avergonzada—. Pero sí que me acuerdo de usted. Lois Delancy. La compañera de póquer de tía Simone. ¿Todavía juegan?
—Mi apellido es Chasse, no Delancy, y sí, todavía jugamos.
Lois parecía encantada de que Barbara la recordara, y Ralph esperó que no olvidara el motivo de la visita. No tendría por qué haberse preocupado.
—Bueno, Simone me ha pedido que le dé un recado a Gretchen Tillbury —prosiguió Lois sacando un papel del bolso—. ¿Podrías dárselo?
—Ni siquiera sé si hablaré con ella por teléfono hoy —repuso Richards—. Está tan ocupada como todas nosotras. Incluso más.
—Ya me lo imagino —dijo Lois con una risita increíblemente auténtica—. Bueno, supongo que esto no corre demasiada prisa. Gretchen tiene una sobrina, y le han concedido una beca para la Universidad de New Hampshire. ¿Te has dado cuenta de que la gente siempre se esfuerza más por ponerse en contacto con uno cuando hay malas noticias? Es raro, ¿no?
—Supongo que sí —asintió Richards al tiempo que cogía el papel doblado—. Bueno, estaré encantada de dejar esto en la…
Lois la agarró por la muñeca, y un rayo de luz gris, tan brillante que Ralph tuvo que entornar los ojos para que no lo cegara, subió por el brazo, los hombros y el cuello de la mujer. Centelleó alrededor de su cabeza en un halo fugaz y a continuación desapareció.
No, no ha desaparecido —se dijo Ralph—. No ha desaparecido, sino que ella lo ha absorbido.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió la mujer de la limpieza con aire suspicaz—. ¿Qué ha sido ese ruido?
—El tubo de escape de un coche —terció Ralph—. Nada más.
—Hum —replicó ella—. Los malditos hombres siempre creen que lo saben todo. ¿Lo has oído, Barbie?
—Sí —asintió la aludida.
Su voz se le antojó por completo normal a Ralph, y sabía que la mujer de la limpieza no vería la niebla gris perla que ahora le llenaba los ojos.
—Creo que tiene razón, pero ¿te importa ir a preguntárselo a Peter? Cualquier precaución es poca.
—Y que lo digas —espetó la mujer de la limpieza.
Dejó la botella de limpiacristales, se dirigió a las puertas, dedicando a Ralph una última mirada tenebrosa que decía: Eres viejo, pero seguro que todavía tienes un pene en alguna parte, y salió.
En cuanto se fue, Lois se inclinó sobre la mesa.
—Barbara, mi amigo y yo tenemos que hablar con Gretchen esta misma mañana —le dijo—. Personalmente.
—No está aquí. Está en High Ridge.
—Explícanos cómo ir allí.
Richards desvió la mirada hacia Ralph, a quien sus ojos grises y sin pupilas se le antojaron profundamente inquietantes. Era como mirar una estatua clásica que hubiera cobrado vida. Su aura verdioscura había palidecido considerablemente.
No —se dijo—. Simplemente está cubierta por el gris de Lois.
Lois se volvió, siguió la mirada de Barbara Richards y se concentró de nuevo en ella.
—Sí, es un hombre, pero no pasa nada, te lo prometo. Ninguno de los dos queremos hacer ningún daño a Gretchen Tillbury ni a cualquier otra mujer de High Ridge, pero tenemos que hablar con ella, así que explícanos cómo ir allí.
Volvió a tocar la mano de Richards y otro rayo de luz gris ascendió por el brazo de la joven.
—No le hagas daño.
—No le voy a hacer daño, pero así hablará —replicó Lois acercándose más a Richards—. ¿Dónde está? Vamos, Barbara.
—Salís de Derry por la 33 —explicó Richards—. La carretera vieja de Newport. Después de unos quince kilómetros, veréis una gran granja roja a vuestra izquierda. Detrás hay dos graneros. Giráis la primera a la izquierda…
La mujer de la limpieza volvió a entrar.
—Peter no ha oído…
Se detuvo en seco, tal vez porque no le gustó el modo en que Lois se inclinaba sobre la mesa de su amiga, tal vez porque no le gustaba la mirada vacía de los ojos de Barbara.
—Barbara, ¿estás bi…?
—Cállese —susurró Ralph en tono afable—. Están hablando.
Cogió el brazo de la mujer justo por encima del codo y sintió un breve pero intenso latido de energía. Por un instante, los colores del mundo se tornaron más brillantes. La mujer de la limpieza se llamaba Rachel Anderson. Había estado casada con un hombre que la pegaba mucho y muy fuerte hasta desaparecer ocho años antes. Ahora tenía un perro y a sus amigas del Centro de la Mujer, y eso le bastaba.
—Oh, claro —repuso Rachel Anderson con voz soñadora y pensativa—. Están hablando, y Peter dice que no pasa nada, así que supongo que será mejor que me calle.
—Buena idea —corroboró Ralph sin soltarle el brazo.
Lois se volvió para asegurarse de que Ralph tenía la situación bajo control, y de nuevo se concentró en Barbara Richards.
—Giramos a la izquierda después de la granja roja con los dos graneros. Vale, ¿qué más?
—Estaréis en un camino de tierra. Es una cuesta muy larga, de unos dos kilómetros y medio, y acaba en una granja blanca. Eso es High Ridge. Tiene una vista maravillosa…
—Ya me lo imagino —la interrumpió Lois—. Barbara, me alegro mucho de verte. Ahora mi amigo y yo…
—Yo también me alegro de verte, Lois —repuso Richards con voz distante e indiferente.
—Ahora mi amigo y yo vamos a marcharnos. No pasa nada.
—Bien.
—No hace falta que recuerdes nada de esto —prosiguió Lois.
—Claro que no.
Lois se volvió para alejarse, pero se detuvo para recoger el papel que había sacado del bolso. Había caído sobre la mesa cuando Lois había agarrado la muñeca de la mujer.
—¿Por qué no sigue trabajando, Rachel? —sugirió Ralph a la señora de la limpieza.
Le había soltado el brazo con cautela, aunque estaba preparado para volvérselo a coger si daba muestras de necesitarlo.
—Sí, será mejor que siga trabajando —asintió la mujer en tono mucho más amable—. Quiero terminar a mediodía, así podré ir a High Ridge para ayudar a hacer pancartas.
Lois se reunió con Ralph cuando Rachel Anderson se dirigió hacia su carrito de artículos de limpieza. Parecía asombrada y algo temblorosa.
—No les pasará nada, ¿verdad, Ralph? —inquirió.
—No, estoy seguro de que no. ¿Y tú? ¿Estás bien? ¿No te vas a desmayar ni nada por el estilo?
—Estoy bien. ¿Te acuerdas de las indicaciones?
—Claro que sí. Es lo que antes era la Huerta de Barrea. Carolyn y yo íbamos ahí cada otoño a recolectar manzanas y comprar sidra hasta que la vendieron a principios de los ochenta. Pensar que eso es High Ridge.
—Ya tendrás tiempo para asombrarte más tarde, Ralph. Me estoy muriendo de hambre.
—Vale. ¿Qué era ese papelito, por cierto? ¿La nota de la sobrina con la beca de la Universidad de New Hampshire?
Lois esbozó una sonrisa y le alargó el papel. Era la factura de la electricidad del mes de septiembre.
—¿Han podido dar el recado? —preguntó el guardia de seguridad cuando salieron y echaron a andar por el camino.
—Sí, gracias —repuso Lois encendiendo una vez más aquella deslumbrante sonrisa.
Sin embargo, Lois no se detuvo y se aferraba a la mano de Ralph con gran fuerza. Ralph la comprendió; no tenían ni idea de cuánto duraría el efecto de lo que les habían hecho a las dos mujeres.
—Bien —repuso el guardia siguiéndolos hasta el final del camino—. Va a ser un día eterno. Me alegraré mucho cuando haya pasado. ¿Saben cuántos guardias de seguridad habrá aquí desde mediodía hasta medianoche? Una docena. Y eso sólo aquí. Van a poner más de cuarenta en el Centro Cívico…, además de la policía local.
Y no servirá de nada, pensó Ralph.
—¿Y para qué? Para que una rubia con más cara que espalda pueda decir lo que le salga de las narices.
Miró a Lois como si esperara que lo acusara de cerdo machista, pero Lois se limitó a ensanchar su sonrisa.
—Que le vaya todo muy bien, agente —saludó Ralph.
Cruzaron la calle en dirección al Oldsmobile. Ralph lo puso en marcha y dio la vuelta con dificultad en el camino de entrada del Centro de la Mujer, esperando que Barbara Richards, Rachel Anderson o tal vez las dos salieran corriendo por la puerta principal mirándolos con ojos furiosos y señalándolos con el dedo. Por fin consiguió enderezar el Oldsmobile en la dirección correcta y exhaló un profundo suspiro de alivio. Lois se volvió hacia él y asintió con ademán comprensivo.
—Creía que el vendedor era yo —comentó Ralph—, pero madre mía, nunca he visto una técnica como la tuya.
Lois esbozó una sonrisa recatada y entrelazó las manos sobre el regazo.
Se estaban acercando al aparcamiento del hospital cuando Trigger salió a toda prisa de su cabina, agitando los brazos. Lo primero que se le ocurrió a Ralph fue que no iban a salirse con la suya a fin de cuentas, que el guardia de seguridad de la carpeta había sospechado algo y llamado por teléfono o por radio a Trigger para que los detuviera. Pero entonces vio su expresión, sin aliento pero contenta, y lo que Trigger sostenía en la mano. Era una cartera negra muy vieja y maltrecha. Se abría y cerraba como una boca desdentada cada vez que su dueño agitaba el brazo.
—No te preocupes —dijo Ralph al tiempo que reducía la velocidad—. No sé qué quiere, pero estoy casi seguro de que no es nada malo. Al menos todavía.
—No me importa lo que quiera. Lo que yo quiero es salir de aquí y comer algo. Si empieza a enseñarte sus fotos de pesca, Ralph, yo misma pisaré el acelerador.
—Amén —terminó Ralph.
Sabía perfectamente que no eran fotos de pesca lo que Trigger Vachon quería enseñarle. Todavía no lo tenía todo claro, pero sí sabía una cosa: nada ocurría por casualidad. Ya no. Todo era obra del Propósito, sí, señor. Detuvo el coche junto a Trigger y pulsó el elevalunas eléctrico. La ventanilla se abrió con un malhumorado chirrido.
—¡Eyyyy, Rralph! —gritó Trigger—. ¡Creía que te me habías escapadó!
—¿Qué pasa, Trigger? Tenemos un poco de prisa…
—Sí, sí, sólo un segundó. Lo tengo aquí mismo, Rralph, en la cantera. Guardo todós mis papeles aquí, y nunca pierdo nadó.
Abrió las mandíbulas fláccidas del viejo billetero, mostrando unos cuantos billetes arrugados, un acordeón de celuloide de fotografías (y que le asparan si no vislumbró a Trigger sosteniendo un gran bajo en una de ellas), y lo que se le antojaron al menos tarjetas de visita, la mayor parte de ellas ajadas y blandas por el uso. Trigger empezó a rebuscar entre ellas a la velocidad de una cajero veterano contando billetes.
—Nuncá tiro nada —insistió Trigger—. Son geniales parra apuntar cosás, mejor que una librreta, y grratis. Un momento… un momentito; maldita seá, ¿dónde estás?
Lois lanzó a Ralph una mirada impaciente y preocupada antes de señalar la carretera. Ralph hizo caso omiso de ambos gestos. Sentía una extraña comezón en el pecho. Se vio a sí mismo alargando el dedo índice y dibujando algo en el parabrisas empañado de la furgoneta de Trigger durante la tormenta de verano de hacía quince meses… Lluvia fría en un día caluroso.
—Ralph, ¿te acuerrdas de la bufanda que llevaba Deepneau aquel día? ¿Blanca con unas marrcas rojás?
—Sí, me acuerdo —asintió Ralph.
¡Anda y que te folle un pez, soplapollas! —había dicho Ed al tipo corpulento—. ¡Vete a joder a tu madre! Y sí, recordaba la bufanda, claro que la recordaba. Pero las cosas rojas que había en ella no eran tan sólo marcas, manchas o un dibujo sin importancia; se trataba de uno o varios ideogramas. La presión que sintió en la boca del estómago le dijo que Trigger podía dejar de rebuscar entre sus tarjetas ahora mismo. Ya sabía de qué iba aquello. Lo sabía.
—¿Estuvisté en esa guerrá, Rralph? —inquirió Trigger—. ¿La grande? ¿La Segunda?
—En cierto modo —repuso Ralph—. Luché la mayor parte de la guerra en Texas. Me enviaron al frente a principios del cuarenta y cinco, pero siempre estuve en la retaguardia.
Trigger asintió.
—O sea, en Eurropa. No había rretaguardia en el Pasífico, al menos al final.
—Inglaterra —explicó Ralph—. Y luego Alemania.
Trigger volvió a asentir con aire complacido.
—Si hubierras estado en el Pasificó, habrías sabido que lo de la bufandá no erra chino.
—Era japonés, ¿verdad? ¿Verdad, Trig?
Trigger asintió una vez más. En una mano sostenía una tarjeta que había escogido de entre las demás. Ralph vio en el dorso una copia aproximada del símbolo doble que habían visto en la bufanda de Ed, el símbolo doble que él había dibujado en la neblina del parabrisas.
—¿De qué estáis hablando? —inquirió Lois, no ya impaciente, sino simplemente asustada.
—Debería haberlo sabido —se oyó decir Ralph en tono débil, horrorizado—. A pesar de todo, debería haberlo sabido.
—¿Haber sabido qué? —inquirió Lois agarrándolo por el hombro para zarandearlo—. ¿Haber sabido qué?
Ralph no respondió. Como si estuviera soñando, alargó el brazo para coger la tarjeta. Trigger Vachon ya no sonreía, y sus ojos oscuros escrutaban el rostro de Ralph con solemnidad.
—Lo copié antes de que desaparresiera del parabrisas porque sabía que lo había visto antés, y aquella noche, cuando llegué a casá, supe dónde. Mi herrmano mayor, Marcel, luchó el último año de la Guerra del Pasificó. Una de las cosas que se trajo fue una bufanda con esas mismas marrcas de colorr rojo. —Trigger señaló la tarjeta que Ralph sujetaba entre los dedos—. Quería desírtelo la próxima vez que te vierra, pero no te he visto hasta ahorrá. Me alegraba de haberlo recordado, perro, por la cara que pones, creo que habrría sido mejor que lo olvidará.
—No, no pasa nada.
Lois le arrebató la tarjeta.
—¿Qué es? ¿Qué significa?
—Te lo explicaré más tarde —repuso Ralph extendiendo la mano hacia el cambio de marchas.
El corazón le pesaba como una piedra en el pecho. Lois estaba mirando los símbolos del dorso de la tarjeta, por lo que Ralph pudo leer la cara impresa, R. H. FOSTER POZOS & PAREDES, rezaba. Debajo, el hermano mayor de Trigger había escrito una sola palabra en letras negras de imprenta.
KAMIKAZE.