No habían avanzado mucho cuando sucedió algo muy extraño y bastante atemorizador. Por un instante, el mundo se tornó blanco ante ellos. Las puertas de las habitaciones se alineaban a lo largo del pasillo, apenas visibles en aquella brillante niebla blanca y habían adquirido las dimensiones de portones de almacén. El pasillo pareció alargarse y crecer a un tiempo. Ralph sintió que el estómago le daba un vuelco, tal como solía sucederle cuando era un adolescente y cliente asiduo de la montaña rusa gigante de Old Orchard Beach. Oyó gemir a Lois, quien le oprimió la mano aterrada.
Aquella cegadora luz blanca duró tan sólo un segundo, y cuando los colores volvieron a abrirse paso en el mundo, eran más brillantes y claros que antes. La perspectiva normal volvía a dominar las cosas, pero los objetos parecían más gruesos, por así decirlo. Las auras seguían allí, pero parecían más delgadas y pálidas, coronas en tonos pastel en lugar de colores básicos aplicados a pistola. Al mismo tiempo, Ralph se percató de que veía cada grieta y cada poro de la pared de paneles de yeso que se erguía a su izquierda… y entonces advirtió que podía ver las tuberías, los cables y el aislamiento en el interior de las paredes si así lo deseaba; lo único que tenía que hacer era mirar.
Oh, Dios mío —pensó—. ¿Es verdad todo esto? ¿Puede ser verdad?
De todas partes le llegaban sonidos; timbres amortiguados, alguien tirando de la cadena, risas lejanas. Sonidos que una persona suele dar por sentados, considerar como parte de la vida cotidiana, pero no en aquel momento. No en aquel lugar. Al igual que la realidad visible de las cosas, los sonidos parecían poseer una textura extraordinariamente sensual, como delgados festones de seda y acero.
Y no todos los sonidos eran corrientes; había también muchos sonidos exóticos que se abrían paso entre los demás. Oyó a una mosca zumbar en las profundidades de un conducto de la calefacción. El susurro parecido a papel de lija fino de una enfermera subiéndose las medias en el lavabo del personal. El latido de corazones. La sangre al circular. La suave marea de las respiraciones. Cada sonido era perfecto en sí mismo; en armonía con los demás, componían un hermoso y complejo ballet sonoro, un Lago de los Cisnes de estómagos gorgoteantes, el zumbido de los enchufes, secadores huracanados, las ruedas susurrantes de los carritos de hospital. Ralph oía el sonido de un televisor procedente del final del pasillo, más allá de control de enfermería. Venía de la habitación 340, donde el señor Thomas Wren, un paciente aquejado de una dolencia de riñón, miraba Cautivos del mal, con Kirk Douglas y Lana Turner. «Si vienes conmigo, muñeca, nos comeremos esta ciudad», decía Kirk en aquel momento, y Ralph supo gracias al aura que envolvía las palabras que el señor Douglas tenía dolor de muelas el día que rodó aquella escena en particular. Y eso no era todo; sabía que podía
(¿subir más?, ¿sumergirse más?, ¿expandirse más?)
si quería. Pero Ralph estaba segurísimo de que no quería. Aquello eran las Ardenas, y uno podía perderse en la espesura.
O podían devorarlo los tigres.
(«¡Dios mío! ¡Es otro nivel…! ¡Tiene que ser eso, Lois! ¡Un nivel totalmente distinto!»)
(«Lo sé.»)
(«¿Estás bien?»)
(«Creo que sí, Ralph… ¿Y tú?»)
(«Creo que sí, al menos de momento, pero si vuelve a pasar algo parecido, no sé. Vamos.» )
Pero antes de que pudieran volver a seguir las huellas verdes y doradas, Bill McGovern y un hombre al que Ralph no conocía salieron de la habitación 313.
Lois se volvió hacia Ralph con expresión horrorizada.
(«¡Oh, no! ¡Dios mío, no! ¿Lo ves, Ralph? ¿Lo ves?»)
Ralph le cogió la mano con más fuerza. Sí, lo veía. El amigo de McGovern estaba envuelto en una aura de color ciruela. No tenía un aspecto demasiado saludable, pero Ralph tampoco creía que el hombre estuviera enfermo de gravedad; no era más que un montón de cosillas crónicas como reuma y cálculos en el riñón. Un cordel de globo del mismo matiz violáceo se elevaba desde la cima del aura, cabeceando como el tubo del aire de un submarinista en una corriente suave.
Sin embargo, el aura de McGovern era negra como la noche. El muñón de lo que había sido un cordel de globo sobresalía rígida de ella. El cordel de globo del bebé alcanzado por el rayo era corto pero saludable, pero lo que estaban viendo era el vestigio podrido de una brutal amputación. Ralph tuvo una visión tan real que casi era una alucinación; vio los ojos de McGovern saliéndose de sus órbitas y desprenderse empujados por un torrente de bichos negros. Tuvo que cerrar los ojos por un instante para no gritar, y cuando los abrió, Lois ya no estaba junto a él.
McGovern y su amigo se dirigían hacia control de enfermería, probablemente para beber agua en la fuente. Lois los perseguía. Trotaba por el pasillo y el pecho le subía y bajaba a cada paso. En su aura centelleaban vertiginosas chispas rosadas que parecían asteriscos de neón. Ralph se lanzó tras ella. No sabía qué pasaría si atraían la atención de McGovern, y lo cierto era que no quería averiguarlo. Sin embargo, lo más probable era que lo averiguara.
(«¡Lois! ¡Lois, no lo hagas!»)
Lois lo ignoró.
(«¡Bill, para! ¡Tienes que escucharme! ¡Te pasa algo malo!»)
McGovern no le prestó ninguna atención; estaba hablando acerca del manuscrito de Polhurst, A finales de verano.
—El mejor libro sobre la Guerra Civil que he leído en mi vida —aseguró al hombre del aura morada—, pero cuando le sugerí que lo publicara, me dijo que ni hablar. ¿Te imaginas? Un posible ganador del Pulitzer, pero…
(«¡Lois, vuelve! ¡No te acerques a él!»)
(«¡Bill! ¡Bill! ¡B…!»)
Lois alcanzó a McGovern justo antes de que Ralph la alcanzara y alargó la mano para agarrarlo por el hombro. Ralph vio sus dedos sumergirse en las tinieblas que lo envolvían… y luego deslizarse en su interior.
El aura de Lois cambió de inmediato de su habitual color gris azulado con motas rosadas a un rojo tan brillante como un camión de bomberos. Copos negros rasgados la atravesaron como un enjambre de pequeños insectos. Lois profirió un grito y retiró la mano. La expresión de su rostro era una mezcla de terror y aversión. Se llevó la mano ante los ojos y volvió a gritar, aunque Ralph no veía nada en ella. Delgadas tiras negras trazaban círculos vertiginosos en los contornos externos de su aura; a Ralph le parecían órbitas planetarias dibujadas en un mapa del sistema solar. Lois se volvió para salir corriendo. Ralph la agarró por los brazos, pero ella lo golpeó a ciegas.
Entretanto, McGovern y su amigo prosiguieron su plácido paseo por el pasillo, en dirección a la fuente, sin percatarse de la mujer que gritaba y forcejeaba a menos de tres metros de ellos.
—Cuando le pregunté a Bob por qué no quería publicar el libro —decía McGovern—, me contestó que yo debería conocer sus razones mejor que nadie. Le dije que…
Los estridentes gritos de Lois ahogaron su voz.
(«¡¡¡—————————!!! ¡¡¡——————————!!!»)
(«¡Basta, Lois! ¡Para ahora mismo! ¡Sea lo que sea lo que te ha pasado, ya ha terminado! ¡Ha terminado y tú estás bien!»)
Pero Lois siguió forcejeando, disparándole aquellos gritos inarticulados a la cabeza, intentando explicarle lo terrible que había sido, que Bill se estaba pudriendo, que había cosas en su interior que se lo estaban comiendo vivo, y eso era espantoso, pero no era lo peor. Aquellas cosas sabían, dijo, eran malas y sabían que ella estaba ahí.
(«¡Lois, estás conmigo! ¡Estás conmigo y no pasa…!»)
Uno de los puños de Lois lo alcanzó en un lado de la mandíbula, y Ralph vio las estrellas. Sabía que habían pasado a un plano de realidad en el que resultaba imposible entrar en contacto físico con los demás. ¿Acaso no había visto la mano de Lois penetrar directamente en el cuerpo de McGovern, como la mano de un fantasma? Pero, evidentemente, seguían siendo reales el uno para el otro; el cardenal de su mandíbula daba fe de ello.
La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí, apresando sus puños entre los torsos de ambos. Sus gritos, sin embargo,
(«¡¡¡—————————!!! ¡¡¡——————————!!!»)
siguieron estallando en su mente. Entrelazó las manos detrás de los omóplatos de Lois y apretó. Sintió que la fuerza lo abandonaba de nuevo, al igual que aquella mañana, pero esta vez le acometió una sensación del todo distinta. Una luz azul atravesó la turbulenta aura roja y negra de Lois, tranquilizándola. El forcejeo remitió y por fin cesó. Ralph percibió que Lois aspiraba una profunda bocanada de aire. Sobre ella y a su alrededor, el resplandor azul se extendía y desvaía. Las bandas negras desaparecieron de su aura, una tras otra, de abajo arriba, y por fin empezó a desvanecerse también aquel alarmante brillo de color rojo infectado. Lois apoyó la cabeza en su brazo.
(«Lo siento, Ralph… Me he puesto nuclear otra vez, ¿eh?»)
(«Creo que sí, pero no importa. Ahora ya estás bien, eso es lo importante.»)
(«Si supieras lo horrible que ha sido… tocarlo de esa forma…»)
(«Lo has llevado muy bien, Lois.»)
Lois se volvió hacia el fondo del pasillo, donde el amigo de McGovern estaba bebiendo agua. McGovern estaba apoyado contra la pared, junto a él, contándole que el Ensalzado y Venerado Bob Polhurst siempre hacía los crucigramas del Sundav New York Times con tinta.
—Siempre me decía que no era por orgullo, sino por optimismo —explicó McGovern.
La bolsa de la muerte se arremolinaba perezosa a su alrededor mientras hablaba, flotando fuera y dentro de su boca, así como en torno a sus inquietos y elocuentes dedos
(«No podemos ayudarle, ¿verdad, Ralph? No podemos hacer absolutamente nada.»)
Ralph le dio un breve, pero fuerte abrazo, y comprobó que el aura de Lois había vuelto a la normalidad.
McGovern y el hombre del aura color ciruela caminaban de nuevo hacia ellos. Movido por un impulso (un comportamiento que siempre parecía adecuado en el mundo de las auras), Ralph se separó de Lois y se colocó delante del señor Ciruela, quien escuchaba la perorata de McGovern acerca de la tragedia de la vejez y asentía en los momentos apropiados.
(«¡Ralph, no lo hagas!»)
(«No pasa nada, no te preocupes.»)
Pero de repente, ya no estaba seguro de que no pasara nada. Tal vez se habría apartado de haber dispuesto de un segundo. Pero en aquel momento, el señor Ciruela lo miró a la cara sin verlo y lo atravesó. A Ralph le embargó una sensación muy familiar cuando el hombre pasó a través de él; era el hormigueo que se produce cuando una extremidad dormida empieza a despertar. Durante un instante, las dos auras quedaron unidas, y Ralph supo todo lo que había que saber acerca de aquel hombre, incluso lo que había soñado cuando aún se hallaba en el vientre de su madre.
El señor Ciruela se detuvo en seco.
—¿Pasa algo? —inquirió McGovern.
—Supongo que no, pero… ¿no has oído un ruido en alguna parte? ¿Como un petardo o el tubo de escape de un coche?
—Pues no, pero mi oído ya no es lo que era —se disculpó McGovern con una risita ahogada—. Si ha explotado algo, espero que no haya sido en los laboratorios de radiología.
—Ahora no oigo nada. Probablemente han sido imaginaciones mías.
Los dos hombres entraron en la habitación de Bob Polhurst.
La señora Perrine también oyó un ruido —recordó Ralph—. Dijo que sonaba como un disparo. La amiga de Lois dijo que tenía un bicho en el cuello, que tal vez la había mordido. Un ligero matiz, al igual que dos pianistas tocan con matices distintos. En cualquier caso, se dan cuenta cuando les hacemos algo. Quizás no sepan qué es, pero está claro que se dan cuenta de algo.
Lois le tomó la mano y lo condujo despacio hacia la puerta de la habitación 313. Se quedaron en el pasillo, observando a McGovern mientras se sentaba en una silla de plástico a los pies de la cama. En la habitación había al menos ocho personas, y Ralph no veía a Bob Polhurst con claridad, pero una cosa sí vio: aunque estaba bien envuelto en su bolsa de la muerte, su cordel de globo seguía intacto. Estaba más sucio que un tubo de escape oxidado, deshilachado en algunos puntos y agrietado en otros…, pero seguía intacto. Se volvió hacia Lois.
(«Es posible que esta gente tenga que esperar más de lo que cree.»)
Lois asintió con un gesto y señaló las huellas verdes y doradas que cubrían el suelo, las huellas del hombre blanco. No entraban en la habitación 313, según vio Ralph, sino que se dirigían hacia la habitación contigua, la 315, la habitación de Jimmy V.
Se acercaron a su puerta y se detuvieron para mirar al interior. Jimmy V. tenía tres visitantes, y el que estaba sentado junto a la cama creía estar solo. Se trataba de Faye Chapin, que hojeaba con languidez la doble hilera de tarjetas que había sobre la mesilla de Jimmy. Los otros dos eran los médicos calvos y bajitos que Ralph había visto por primera vez en la entrada de la casa de May Locher. Estaban de pie junto a la cama de Jimmy V., solemnes en sus impecables batas blancas; ahora que los tenía tan cerca, Ralph comprendió que aquellos rostros lisos y casi idénticos revelaban muchísimo carácter; no era la clase de detalle que pudiera apreciarse a través de unos prismáticos, o tal vez no hasta subir un poco el listón de la percepción. Lo más destacado eran los ojos, que eran esferas oscuras, carentes de pupilas y salpicadas de motas doradas. Aquellos ojos brillaban inteligentes y perspicaces. Sus auras resplandecían y centelleaban a su alrededor como la capa de un emperador…
… o quizás de un Centurión en visita oficial.
Los médicos se volvieron hacia Ralph y Lois, que estaban parados en el umbral, cogidos de la mano como niños perdidos en un bosque de cuento, y les sonrieron.
(Hola, mujer.)
Ése había sido el doctor 1. En la mano derecha sostenía las tijeras. Era de hojas muy largas, y las puntas parecían muy afiladas. El doctor 2 avanzó un paso hacia ellos y se inclinó en una graciosa reverencia.
(Hola, hombre. Os estábamos esperando.)
Ralph sintió que Lois le oprimía la mano con más fuerza y a continuación se relajaba al decidir que no corrían un peligro inmediato. Avanzó un paso y miró alternativamente al doctor 1 y al doctor 2.
(«¿Quiénes sois?»)
El doctor 1 cruzó los brazos sobre el diminuto pecho. Las hojas de las tijeras eran tan largas como su antebrazo izquierdo, enfundado en la manga blanca.
(No tenemos nombre, no como los Mortales, pero podéis llamarnos como los seres mitológicos de la historia que este hombre ya te ha contado. Poco nos importa que estos nombres pertenecieran en su origen a mujeres, puesto que carecemos de dimensión sexual. Yo seré Cloto, aunque no hago hilo, y mi colega y viejo amigo será Láquesis, aunque no agita varas y nunca ha lanzado las monedas. Entrad, por favor.)
Ralph y Lois obedecieron y se apostaron entre la silla de los visitantes y la cama. Ralph no creía que los médicos pretendieran hacerles daño, al menos, de momento, pero aun así, no quería acercarse demasiado. Sus auras, tan brillantes y fabulosas en comparación con las de los humanos de a pie, lo intimidaban, y los ojos muy abiertos y la boca entornada de Lois revelaban que ella sentía lo mismo. Lois percibió que Ralph la miraba, se volvió hacia él e intentó sonreír. Mi Lois, pensó Ralph antes de abrazarla.
Láquesis: (Os hemos revelado nuestros nombres o, en cualquier caso, los nombres que podéis emplear. ¿No vais a revelarnos los vuestros?)
Lois: («¿Es que no los sabéis? Perdonadme, pero me resulta difícil de creer.»)
Láquesis: (Podríamos saberlos, pero decidimos no hacerlo. Nos gusta observar las reglas de la cortesía de los Mortales siempre que podemos. Las hallamos encantadoras, porque se transmiten de generación en generación y así crean una ilusión de longevidad.)
(«No lo entiendo.»)
Ralph tampoco lo entendía y no estaba seguro de querer entenderlo. Percibía un leve matiz de condescendencia en el tono del que se hacía llamar Láquesis, algo que le recordaba a McGovern cuando se ponía en plan aleccionador o pontifical.
Láquesis: (No importa. Estábamos seguros de que vendríais. Sabemos que nos estabais observando el lunes por la mañana, en casa de)
En aquel instante se produjo una extraña superposición en la voz de Láquesis. Era como si dijera dos cosas al mismo tiempo, con las palabras unidas como una serpiente que se mordiera la cola:
(May Locher) (La mujer acabada)
Lois avanzó un paso con gesto vacilante.
(«Me llamo Lois Chasse. Mi amigo se llama Ralph Roberts. Y ahora que ya nos hemos presentado como Dios manda, ¿os importaría explicarnos qué está pasando aquí?»)
Láquesis: (Hay otro al que hay que poner nombre.)
Cloto: (Ralph Roberts ya le ha puesto uno.)
Lois miró a Ralph, quien asintió con un gesto.
(«¿Estáis hablando del doctor 3, verdad, chicos?»)
Cloto y Láquesis asintieron. Ambos exhibían idénticas sonrisas aprobadoras. Ralph suponía que debería haberse sentido halagado, pero no era así. En realidad, estaba asustado y muy enojado, pues los habían manipulado con toda meticulosidad desde el primer momento. No era éste un encuentro casual; había sido una reunión preparada desde el comienzo. Cloto y Láquesis, un par de médicos calvos y bajitos que disponían de tiempo, sentados en la habitación de Jimmy V., esperando a que llegaran los Mortales, tupí.
Ralph se volvió hacia Faye y vio que se había sacado un libro titulado Cincuenta problemas clásicos de ajedrez del bolsillo trasero. Mientras leía se hurgaba la nariz con aire meditabundo. Al cabo de unas cuantas exploraciones preliminares, Faye excavó hondo y extrajo uno de los grandes. Lo examinó y a continuación lo aparcó en la parte inferior de la mesilla. Ralph desvió la mirada y de repente se le ocurrió un proverbio que su abuela solía decir: No espíes por las cerraduras u ofensas te infligirán. Estaba a punto de cumplir los setenta y todavía no comprendía del todo aquel dicho; al menos, eso creía. Entretanto, se le había ocurrido otra cuestión.
(«¿Por qué no nos ve Faye? ¿Y por qué no nos han visto Bill y su amigo, ya que estamos? ¿Y cómo ha podido ese hombre atravesarme sin más? ¿O lo habré imaginado?»)
Cloto esbozó una sonrisa.
(No, no lo has imaginado. Intenta pensar en la vida como si fuera una especie de edificio, Ralph…, lo que vosotros llamaríais rascacielos.)
Pero no era eso en lo que estaba pensando Cloto, descubrió Ralph. Por un instante creyó captar una imagen de la mente del otro, una que le pareció emocionante y turbadora a un tiempo. Se trataba de una enorme torre construida en piedra oscura y ominosa que estaba situada en medio de un campo de rosas rojas. Estrechas ranuras ascendían por sus costados en una perezosa espiral.
La imagen se esfumó.
(Tú, Lois y todos los demás Mortales vivís en los primeros dos pisos de esta estructura. Por supuesto, hay ascensores…)
No —pensó Ralph—. No en la torre que he visto en tu mente, amiguito. En ese edificio, si es que existe en realidad, no hay ascensores, sólo una estrecha escalera festoneada de telarañas y puertas que conducen a Dios sabe dónde.
Láquesis lo miró con una expresión de curiosidad extraña, casi suspicaz, y Ralph decidió que no le hacía ni pizca de gracia aquella mirada. Se volvió de nuevo hacia Cloto y le hizo señas para que prosiguiera.
Cloto: (Como iba diciendo, hay ascensores, pero los Mortales no están autorizados a utilizarlos en circunstancias normales. No estáis)
(preparados) (listos) (————————————————)
Sin lugar a dudas, la última explicación era la mejor, pero se desvaneció antes de que Ralph pudiera captarla. Miró a Lois, que denegó con la cabeza, y se volvió de nuevo hacia Cloto y Láquesis. Se estaba enfadando cada vez más. Todas aquellas largas, eternas noches sentado en el sillón de orejas, esperando a que amaneciera; todos aquellos días que había pasado sintiéndose como un fantasma dentro de su propia piel; la incapacidad de recordar una frase a menos que la leyera tres veces; los números de teléfono, que antes se sabía de memoria y ahora tenía que consultar cada vez…
Le asaltó un recuerdo que resumía y justificaba a un tiempo el enojo que sentía al mirar aquellas criaturas calvas de ojos dorados y auras casi deslumbrantes. Se vio a sí mismo mirando en el interior de la alacena que había sobre el mostrador de la cocina, buscando un sobre de sopa que su mente cansada y tensa insistía debía estar en alguna parte. Se vio a sí mismo rebuscando, deteniéndose y rebuscando otra vez. Vio la expresión de su rostro una expresión de perplejidad distante que podría haberse confundido por un leve retraso mental, pero que, en realidad, no era más que fatiga. Y por fin se vio a sí mismo bajar los brazos y quedarse ahí parado, como si esperara que el sobre saliera del armario por sí solo.
Hasta aquel instante y aquel recuerdo no se dio cuenta de lo terribles que habían sido los últimos meses. Mirar atrás era como mirar un desierto pintado en desolados marrones y grises.
(«Así que nos habéis metido en el ascensor… o tal vez eso no era lo bastante bueno para gente como nosotros y nos hicisteis subir por la escalera de incendios para que nos aclimatáramos poco a poco y no se nos viniera el mundo encima de sopetón, me imagino. Y ha sido fácil. Lo único que teníais que hacer era arrebatarnos el sueño hasta que nos volviéramos medio locos. El hijo y la nuera de Lois quieren internarla en un geriátrico, ¿lo sabíais? Y mi amigo Bill McGovern cree que estoy como un cencerro. Entretanto, vosotros, los angelitos…»)
Cloto esbozó tan sólo un ápice de su ancha sonrisa anterior.
(No somos ángeles, Ralph.)
(«Ralph, no les grites, por favor.»)
Sí, les había gritado, y Faye había captado al menos una parte de ello; había cerrado el manual de ajedrez, había dejado de hurgarse la nariz, y se había erguido en la silla, paseando la mirada por la habitación con expresión inquieta.
Ralph miró a Cloto (quien retrocedió un paso y perdió lo poco que le quedaba de su sonrisa) y luego a Láquesis.
(«Tu amigo dice que no sois ángeles. Bueno, pues, ¿dónde están ellos? ¿Jugando al póquer seis u ocho pisos más arriba? Y supongo que Dios está en el ático y el diablo está cebando la caldera en la carbonera, ¿eh?»)
No obtuvo respuesta. Cloto y Láquesis se miraron dubitativos. Lois tiró de la manga de Ralph, pero él no le hizo caso.
(«Así que ¿qué debemos hacer, chicos? ¿Encontrar a vuestra versión calva y de bolsillo de Aníbal Lector y quitarle el bisturí? Bueno, pues que os den por el culo.»)
En aquel momento Ralph habría girado sobre sus talones y abandonado la habitación (había visto muchas películas y reconocía una frase contundente en cuanto la oía), pero Lois estalló en asustados sollozos, y aquello lo retuvo. La expresión de aturdido reproche que se dibujaba en su rostro le hizo lamentar su arranque al menos en parte. Volvió a rodearla con el brazo y miró a los dos calvos con ademán desafiante.
Los dos hombres cambiaron una mirada y se transmitieron algo, un mensaje que ni Ralph ni Lois eran capaces de comprender. Cuando Láquesis se volvió de nuevo hacia ellos estaba sonriendo, pero sus ojos irradiaban gravedad.
(Oigo tu enojo, Ralph, pero es infundado. Ahora no lo crees, pero tal vez sí lo creas más adelante. De momento, tendremos que dejar de lado tus preguntas y nuestras respuestas, las respuestas que podamos darte.)
(«¿Por qué?»)
(Porque ha llegado el momento de la separación para este hombre. Observad con atención, a fin de que podáis aprender y saber.)
Cloto se dirigió al lado izquierdo de la cama. Láquesis se acercó por la derecha, atravesando a Faye Chapin mientras andaba. Faye se inclinó hacia delante, presa de un repentino acceso de tos, y cuando se le pasó abrió de nuevo el manual de ajedrez.
(«¡Ralph, no puedo mirar! ¡No puedo ver cómo lo hacen!»)
Pero Ralph creía que miraría. Creía que ambos mirarían. La abrazó con más fuerza mientras Cloto y Láquesis se inclinaban sobre Jimmy V. Sus rostros aparecían iluminados por una expresión de amor, cariño y afecto; a Ralph le recordaban los rostros que había visto una vez en un cuadro de Rembrandt, Guardia Nocturna, si no recordaba mal. Sus auras se fundieron y superpusieron sobre el pecho de Jimmy, y de repente, el hombre tendido en la cama abrió los ojos. Por un instante miró hacia el techo a través de los dos médicos calvos y bajitos con una expresión vaga y confusa, y a continuación se volvió hacia la puerta. Esbozó una sonrisa.
—¡Eh! ¡Mira quién está aquí! —exclamó Jimmy V.
Hablaba con voz ronca y ahogada, pero Ralph distinguió el deje de listillo del sur de Boston, en el que aquí se convertía en un cadencioso ají. Faye dio un respingo. El manual de ajedrez se le cayó del regazo y fue a parar al suelo. Se inclinó hacia delante y cogió a Jimmy de la mano, pero Jimmy lo ignoró y siguió mirando a Ralph y a Lois.
—¡Es Ralph Roberts! ¡Y la mujer de Paul Chasse viene con él! Eh, Ralphie, ¿te acuerdas del día en que intentamos entrar en aquella concentración religiosa para poder oírlos cantar Amazing Grace?
(«Sí que me acuerdo, Jimmy.»)
Jimmy pareció sonreír y volvió a cerrar los ojos. Láquesis oprimió las mejillas del moribundo con ambas manos y le movió un poco la cabeza, como un barbero que se dispusiera a afeitar a un cliente. En aquel momento, Cloto se acercó más, abrió las tijeras y las adelantó de modo que encerraran el cordel de globo negro de Jimmy. Cuando Cloto cerró las tijeras, Láquesis se inclinó para besar a Jimmy en la frente.
(Ve en paz, amigo.)
Se oyó un levísimo chasquido. La parte del cordel de globo que se había desprendido ascendió hacia el techo y desapareció. La bolsa de la muerte en la que yacía Jimmy V. se tornó de un deslumbrante color blanco y de repente se esfumó al igual que la de Rosalie. Jimmy volvió a abrir los ojos y miró a Faye. Empezó a sonreír, creyó Ralph, y entonces su mirada se volvió fija y distante. Los hoyuelos que habían comenzado a formarse en torno a las comisuras de sus labios se alisaron.
—Jimmy —lo llamó Faye sacudiéndole el hombro a través del costado de Láquesis—. ¿Estás bien, Jimmy? Oh, mierda.
Faye se levantó y salió de la habitación sin correr.
Cloto: (¿Veis y comprendéis que lo que hacemos lo hacemos con amor y respeto? ¿Que, en realidad, somos los médicos de los desahuciados? Es de vital importancia para nuestra relación con vosotros, Ralph y Lois, que lo comprendáis.)
(«Sí.»)
(«Sí.»)
Ralph no quería mostrarse de acuerdo con nada de lo que dijeran aquellos dos tipos, pero aquella frase, los médicos de los desahuciados, quebró su enojo con pulcritud y sin esfuerzo alguno. Parecía cierto. Habían librado a Jimmy V. de un mundo en el que no había nada para él aparte de dolor. Sí, sin lugar a dudas habían estado en la habitación 317 con Ralph una tormentosa tarde de hacía unos siete meses y hecho lo mismo con Carolyn. Y sí, hacían su trabajo con amor y respeto, cualquier duda que albergara al respecto se había disipado al ver a Láquesis besar a Jimmy V. en la frente. Pero ¿acaso el amor y el respeto les daba derecho a hacer de su vida y de la de Lois un infierno y luego enviarles a buscar a un ser sobrenatural descarriado? ¿Les daba derecho a siquiera soñar que dos personas normales, ninguna de las cuales era joven, podían enfrentarse a una criatura como aquélla?
Láquesis: (Vámonos de aquí. Este sitio se va a llenar de gente, y tenemos que hablar.)
(«¿Acaso tenemos elección?»)
Sus respuestas
(¡Sí, por supuesto!) (¡Siempre hay elección!)
fueron muy rápidas y llegaron teñidas de sorpresa.
Cloto y Láquesis se dirigieron hacia la puerta; Ralph y Lois se apartaron para dejarlos pasar. Sin embargo, las auras de los médicos calvos y bajitos los acariciaron por un instante, y Ralph percibió su sabor y textura; sabor a manzanas dulces, textura de corteza seca y liviana.
Cuando se marcharon, hombro con hombro, conversando con aire solemne y respetuoso, Faye volvió con un par de enfermeras. Los recién llegados pasaron a través de Láquesis y Cloto, luego a través de Ralph y Lois sin aflojar el paso ni, en apariencia, notar nada funesto.
Afuera, en el pasillo, la vida seguía a su habitual ritmo mortecino. No se activó ninguna sirena, no se encendió ninguna luz, no llegó ningún enfermero a la carrera con el carrito de urgencias, nadie gritó «¡Emergencia!» por los altavoces. La muerte era una visitante demasiado asidua allí. Ralph suponía que no era bien recibida, pero sí conocida y aceptada. También suponía que Jimmy habría estado orgulloso de su salida del tercer piso del hospital de Derry; se había ido sin aspavientos y no había tenido que mostrar a nadie su carné de identidad ni su tarjeta de la Cruz Azul. Había muerto con la dignidad que con frecuencia poseen las cosas sencillas y esperadas. Unos instantes de consciencia acompañada de un ligero aumento de percepción de lo que sucedía a su alrededor y de repente, pus. Recoge mi amor y mi pena, pájaro negro, adiós.
Se unieron a los médicos calvos en el pasillo, delante de la habitación de Bob Polhurst. Por la puerta abierta veían la vigilia alrededor de la cama del viejo profesor.
Lois: («El hombre que está más cerca de la cama es Bill McGovern, un amigo nuestro. Le pasa algo. Algo terrible. Si hacemos lo que nos pedís, ¿podríais…?»)
Pero tanto Láquesis como Cloto estaban denegando con la cabeza.
Cloto: (No puede hacerse nada.)
Sí —pensó Ralph—. Dorrance lo sabía: Lo hecho, hecho está.
Lois: (¿Cuándo sucederá?)
Cloto: (Vuestro amigo pertenece al otro, al tercero, al que Ralph ya ha bautizado con el nombre de Átropos. Pero, al igual que nosotros, Átropos no puede predecir la hora exacta de la muerte del hombre. Ni siquiera puede predecir quién será el siguiente. Átropos es servidor del Azar.)
La última frase heló el corazón de Ralph.
Láquesis: (Pero éste no es el lugar adecuado para hablar. Vamos.)
Láquesis tomó a Cloto de la mano y a continuación ofreció la otra a Ralph. Al mismo tiempo, Cloto alargó la mano hacia Lois, quien titubeó y miró a Ralph.
Ralph, a su vez, miró a Láquesis con aire sombrío.
(«Será mejor que no le hagas daño.»)
(Ninguno de los dos sufrirá daño alguno. Cógeme de la mano.)
Soy un forastero en el paraíso, terminó la mente de Ralph. Exhaló un suspiro por entre los dientes, hizo una inclinación de cabeza a Lois y cogió la mano extendida de Láquesis. De nuevo lo acometió aquella intensa sensación de reconocimiento, tan profunda y agradable como un encuentro inesperado con un viejo y querido amigo. Manzanas y corteza; recuerdos de huertos por los que había caminado de niño. De algún modo era consciente, aunque sin verlo, de que su aura había cambiado de color y había adquirido, al menos por un rato, el matiz verde con motas doradas de las de Cloto y Láquesis.
Lois cogió la mano de Cloto, emitió un leve jadeo y sonrió vacilante.
Cloto: (Completad el círculo, Ralph y Lois. No tengáis miedo. Todo va bien.)
No podría estar menos de acuerdo con eso, pensó Ralph, pero cuando Lois extendió la mano hacia él, se aferró a ella. Al sabor a manzana y la textura de corteza seca se unió el olor de una especia oscura y desconocida. Ralph inhaló profundamente aquella fragancia y sonrió a Lois. Ella le devolvió la sonrisa, esta vez sin titubeos, y Ralph se vio acometido por una leve y distante confusión. ¿Cómo podía haber tenido miedo? ¿Cómo podía haber dudado si lo que traían producía una sensación tan buena y parecía tan correcto?
Te comprendo, Ralph, pero será mejor que sigas dudando, le aconsejó una voz.
(«Ralph. ¡Ralph!»)
Lois parecía alarmada y mareada a un tiempo. Ralph se volvió a tiempo para ver el marco superior de la puerta de la habitación 315 descender más allá de sus hombros…, pero la puerta no estaba bajando, sino que era ella quien estaba subiendo. Todos ellos estaban subiendo, aún cogidos de la mano en círculo.
Ralph acababa de asimilar aquella noticia cuando la más completa oscuridad, penetrante como el filo de un puñal, se adueñó de él por un instante, como la sombra proyectada por la tablilla de una persiana veneciana. Entrevió unas tuberías delgadas que, con toda probabilidad, formaban parte de los aspersores contra incendios del hospital y estaban rodeadas por penachos rosados de material aislante. De repente vio un pasillo largo y embaldosado. Un carrito de hospital rodaba directamente hacia su cabeza… que, como comprendió de pronto, había salido como un periscopio a la superficie de uno de los pasillos del cuarto piso.
Lois profirió un grito y le oprimió la mano con fuerza. Ralph cerró los ojos instintivamente y esperó a que el carrito le aplastara el cráneo.
Cloto: (¡Tranquilos! ¡Tranquilos, por favor! Recordad que estas cosas existen en un nivel de realidad distinto que el nuestro.)
Ralph abrió los ojos. El carrito había desaparecido, aunque oía sus ruedas alejándose. El sonido procedía de algún punto detrás de él.
El carrito, al igual que el amigo de McGovern, lo había atravesado sin más. Los cuatro entraron levitando en lo que debía de ser la unidad de pediatría, pues en las paredes hacían cabriolas y retozaban diversas criaturas de cuento, y en las ventanas de una sala de juegos amplia y muy iluminada se veían personajes de ALADI y La sirenita. Un médico y una enfermera se acercaron a ellos comentando un caso.
—… parece indicado hacer más pruebas, pero sólo si podemos asegurarnos con al menos un noventa por ciento de certeza de que…
El médico atravesó a Ralph, y en ese momento, Ralph comprendió que el hombre había empezado a fumar de nuevo después de cinco años de abstinencia y se sentía muy culpable por ello. A continuación desaparecieron. Ralph bajó la mirada justo a tiempo para ver sus pies surgir del suelo embaldosado. Se volvió hacia Lois en un intento de sonreír.
(«Esto es mucho mejor que el ascensor, ¿eh?»)
Lois asintió. Seguía acogiéndole la mano con mucha fuerza.
Atravesaron el quinto piso, emergieron en una sala de médicos del sexto, donde había dos médicos de tamaño normal, uno de ellos viendo una reposición de F Tropo y el otro roncando en el espantoso sofá de estilo sueco moderno, y por fin llegaron al tejado.
Era una noche clara, sin luna, maravillosa. Las estrellas centelleaban en el firmamento en una extravagante y nebulosa alfombra de luz. El viento soplaba con fuerza, y recordó a la señora Perrine diciendo que el veranillo de San Martín había terminado, de eso podía estar seguro. Ralph oía el viento, pero no lo sentía…, aunque creía poder sentirlo si así lo deseaba. Tan sólo se trataba de concentrarse del modo adecuado…
En medio de aquella reflexión percibió un cambio leve y momentáneo en su cuerpo, una suerte de parpadeo. De repente, el cabello se le apartó de la frente, y oyó cómo el dobladillo de los pantalones le revoloteaba alrededor de las espinillas. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. La espalda de la señora Perrine tenía razón acerca del cambio de tiempo. Ralph experimentó otro parpadeo interior, y el impulso del viento cesó. Se volvió hacia Láquesis.
(«¿Puedo soltar tu mano?»)
Láquesis asintió con la cabeza y le soltó. Cloto soltó la mano de Lois. Ralph miró hacia el oeste y vio las luces azules intermitentes de las pistas del aeropuerto. Más allá se veía la parrilla de farolas anaranjadas que delimitaba Cape Breen, una de las urbanizaciones nuevas que habían construido en el extremo más alejado de los Barrens. Y en algún lugar del firmamento de luces que brillaba al este del aeropuerto se hallaba Harris Avenue.
(«Es hermoso, ¿verdad, Ralph?»)
Ralph asintió y se dijo que estar ahí y ver la ciudad desparramada en la noche compensaba todo lo que había pasado desde que comenzara a sufrir insomnio. Todo y más. Pero no confiaba del todo en aquella idea.
Se volvió hacia Láquesis y Cloto.
(«Bueno, hablad. ¿Quiénes sois, quién es él y qué queréis que hagamos?» )
Los dos médicos calvos se hallaban suspendidos entre dos ventiladores que despedían vertiginosos abanicos de luz entre marrón y violácea. Se miraron con nerviosismo, y Láquesis hizo a Cloto una inclinación de cabeza casi imperceptible. Cloto avanzó un paso y miró alternativamente a Ralph y Lois mientras parecía ordenar sus ideas.
(Muy bien. En primer lugar, debéis comprender que las cosas que están sucediendo aunque inesperadas y turbadoras, no son precisamente antinaturales. Mi colega y yo hacemos lo que estamos destinados a hacer. Átropos hace lo que está destinado a hacer, y vosotros, queridos amigos Mortales, haréis lo que estáis destinados a hacer.)
Ralph le dedicó una radiante y amarga sonrisa.
(«Bueno, se acabó la libertad de elección, supongo.» )
Láquesis: (¡No debes pensar así! Es sólo que lo que tú llamas libertad de elección forma parte de lo que nosotros denominamos ka, la gran rueda del ser.)
Lois: («Miramos a través de un cristal oscuro… ¿Es eso lo que quieres decir?»)
Cloto, esbozando su juvenil sonrisa: (La Biblia, creo. Y una forma excelente de expresarlo.)
Ralph: («Y muy conveniente para tipos como vosotros, pero dejemos esto de momento. Tenemos un dicho que no es de la Biblia, caballeros, pero es bastante bueno: No doréis la píldora. Espero que lo tengáis en cuenta.»)
Sin embargo, Ralph tenía la sensación de que eso era mucho pedir.
Cloto empezó a hablar y continuó durante bastante tiempo. Ralph no sabía cuánto, porque el tiempo era distinto en aquel nivel, estaba comprimido, por así decirlo. A veces decía cosas que no eran palabras; los términos verbales quedaban sustituidos por simples imágenes brillantes que se parecían a las de un jeroglífico infantil. Ralph suponía que se trataba de telepatía y, por tanto, resultaba bastante asombroso, pero en aquel momento le pareció lo más normal del mundo.
A veces desaparecían tanto las palabras como las imágenes, y tan sólo quedaban unas extrañas pausas
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en la comunicación. No obstante, incluso en aquellos momentos podía Ralph hacerse una idea de lo que Cloto intentaba transmitir, y tenía la sensación de que Lois comprendía lo que se ocultaba tras aquellos lapsos mejor que él.
(En primer lugar, debéis saber que tan sólo existen cuatro constantes en la zona en la que vuestras vidas y las nuestras, las vidas de los)
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(se superponen. Estas cuatro constantes son la Vida, la Muerte, el Propósito y el Azar. Todas estas palabras significan algo para vosotros, pero ahora tenéis un concepto algo distinto de la Vida y la Muerte, ¿verdad?)
Ralph y Lois asintieron con un ligero titubeo.
(Láquesis y yo somos agentes de la Muerte. Ello nos convierte en motivo de temor para la mayoría de los Mortales; incluso aquellos que fingen aceptarnos a nosotros y nuestra función suelen tenernos miedo. En ocasiones se nos plasma como un temible esqueleto o una figura encapuchada cuyo rostro no puede verse.)
Cloto se llevó las diminutas manos a los hombros cubiertos de tela blanca y fingió estremecerse. La parodia fue tan graciosa que Ralph no pudo reprimir una sonrisa.
(Pero nosotros no somos tan sólo agentes de la muerte, Ralph y Lois; también somos agentes del Propósito. Y ahora debéis escuchar con atención, pues no quiero malentendidos. Hay algunos de vuestra especie que creen que todo sucede según un plan establecido, mientras que otros creen que los acontecimientos no son más que producto de la suerte o del azar. Lo cierto es que la vida es azar y propósito, aunque no en igual medida. La vida es como)
Cloto dibujó un círculo con los brazos, como un niño que intentara trazar la forma de la tierra, y en su interior Ralph vio una imagen brillante y evocadora: miles, tal vez millones de naipes se alineaban en un abanico parpadeante de corazones, picas, tréboles y diamantes. También vio un gran número de comodines en aquella ingente baraja; no los suficientes como para crear una baraja propia, pero sí muchos más, desde el punto de vista proporcional, de los dos o tres que suelen encontrarse en las barajas corrientes. Todos ellos sonreían y llevaban Panamá con el ala mordisqueada.
Todos ellos sostenían bisturíes oxidados.
Ralph miró atentamente a Cloto con los ojos abiertos de par en par. Cloto asintió.
(Sí. No sé exactamente qué has visto, pero sé que has visto lo que intentaba transmitirte. ¿Y tú, Lois?)
Lois, que adoraba jugar a cartas, asintió débilmente.
(«Átropos es el comodín de la baraja, eso es lo que quieres decir.»)
(Es agente del Azar. Nosotros, Láquesis y yo, servimos a la otra fuerza, la que es responsable de la mayoría de los acontecimientos tanto de las vidas individuales como de la vida en su sentido más global. En vuestro piso del edificio, Ralph y Lois, todas las criaturas son mortales y disponen de un período establecido. Eso no significa que los niños salgan del vientre de su madre con un cartelito alrededor del cuello que diga: CORTAR EL CORDEL DENTRO DE 84 AÑOS, II MESES, 9 DÍAS, 6 HORAS, 4 MINUTOS Y 21 SEGUNDOS. Esa idea es ridícula. Sin embargo, los períodos suelen estar establecidos, y como ambos habéis visto, una de las numerosas funciones del aura de los Mortales es la función de reloj.)
Lois se agitó un poco, y cuando Ralph se volvió hacia ella vio algo asombroso: el cielo estaba palideciendo. Suponía que debían de ser las cinco de la mañana. Habían llegado al hospital alrededor de las nueve de la noche del martes, y ahora, de repente, ya era miércoles, seis de octubre. Ralph había oído decir que el tiempo vuela, pero aquello era ridículo.
Lois: («Vuestro trabajo consiste en lo que nosotros llamamos muerte natural, ¿verdad?»)
En su aura chispeaban imágenes confusas e incompletas. Un hombre (el difunto señor Chasse, creía Ralph) tendido en una campana de oxígeno. Jimmy V. abriendo los ojos para mirar a Ralph y Lois justo antes de que Cloto le cortara el cordel de globo. La sección de necrológicas del News de Derry salpicada de fotografías, la mayoría de ellas del tamaño de sellos, que mostraban la cosecha semanal procedente de los hospitales y las residencias geriátricas de la ciudad.
Tanto Cloto como Láquesis denegaron con la cabeza.
Láquesis: (En realidad, la muerte natural no existe. Nuestro trabajo consiste en la muerte con un propósito. Nos llevamos a los ancianos y a los enfermos, pero también a otros. Ayer mismo, por ejemplo, nos llevamos a un joven de veintiocho años. Era carpintero. Hace dos semanas mortales, se cayó de un andamio y se fracturó el cráneo. Durante las últimas dos semanas, su aura estuvo)
Ralph vio la imagen fragmentada de una aura alcanzada por el rayo como la que envolvía al bebé del ascensor.
Cloto: (Por fin se produjo el cambio…, la transformación del aura. Sabíamos que se produciría, pero no en qué momento. Cuando sucedió, acudimos a su lado y lo enviamos.)
(«¿Adónde lo enviasteis?»)
Preguntó Lois, sacando a colación el escabroso tema de la vida después de la muerte casi por accidente. Ralph se aferró a su cinturón de seguridad mental, con la esperanza de experimentar uno de aquellos peculiares lapsus, pero percibió las respuestas superpuestas con toda claridad:
Cloto: (A todas partes.)
Láquesis: (A mundos distintos de éste.)
Ralph experimentó una mezcla de alivio y decepción.
(«Suena muy poético, pero creo que lo que significa, y corregidme si me equivoco, es que la vida después de la muerte es un misterio tan insondable para vosotros como lo es para nosotros.»)
Láquesis, en tono algo picado: (Tal vez en otra ocasión tengamos tiempo para hablar de tales temas, pero ahora no; como sin duda habréis advertido, el tiempo pasa más deprisa en este piso del edificio.)
Ralph miró en derredor y comprobó que la mañana estaba ya bastante avanzada.
(«Perdón.»)
Cloto, con una sonrisa: (No importa; disfrutamos con vuestras preguntas y nos parecen refrescantes. La curiosidad existe en todo el continuo de la vida, pero en ningún lugar es tan profusa como aquí. Pero lo que llamáis vida después de la muerte no tiene cabida en las cuatro constantes, es decir, la Vida, la Muerte, el Propósito y el Azar, que ahora nos ocupan.)
(La cercanía de casi todas las muertes que sirven a la fuerza del Propósito toman un rumbo que conocemos muy bien. Las auras de aquellos que experimentarán una muerte con propósito se tornan grises al acercarse el fin. El gris se oscurece de forma constante hasta convertirse en negro. Nos llaman cuando el aura)
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(y hacemos exactamente lo que nos visteis hacer anoche. Liberamos a aquellos que sufren, llevamos la paz a los que viven sumidos en el terror, reposo a los que no encuentran reposo. La mayor parte de las muertes del Propósito son muertes esperadas, incluso bien recibidas, pero no en todos los casos. A veces nos encomiendan la tarea de llevarnos a hombres, mujeres y niños que gozan de excelente salud…, pero sus auras se transforman de repente y entonces llega el fin.)
Ralph recordó al joven enfundado en una camiseta sin mangas de los Red Sox que había visto entrar en la Manzana Roja el martes por la tarde. En él había visto la personificación de la salud y la vitalidad…, salvo por la mancha espectral que lo envolvía.
Ralph abrió la boca, tal vez para mencionar a aquel joven (o interesarse por la suerte que había corrido), pero volvió a cerrarla en seguida. El sol se cernía vertical sobre ellos, y de repente, tuvo la certeza de que él y Lois se habían convertido en tema de conversaciones lascivas en la Derry de los Viejos Carcamales.
¿Alguien los ha visto?… ¿No?… ¿Creéis que se han largado?… ¿Que se han fugado para casarse, quizás?… No, hombre, a su edad, pero a lo mejor se han ido a vivir juntos… No sé si a Ralphie le queda algo de marcha en el viejo almacén de municiones, pero ella siempre me ha parecido un buen ligue. Sí, y camina como si lo supiera muy bien, ¿eh?
La imagen de su enorme cacharro oxidado esperando pacientemente tras una de las cabañas cubiertas de hiedra del motel Derry Cabina, mientras los muelles saltaban y chirriaban en su interior, cruzó la mente de Ralph. Esbozó una sonrisa; no pudo evitarlo. Al cabo de un instante, se le ocurrió la alarmante idea de que tal vez estaba transmitiendo aquellos pensamientos a su aura, de modo que borró todas esas imágenes. Pero ¿no estaba mirándolo Lois con cierta curiosidad juguetona?
Ralph se apresuró a concentrarse de nuevo en Cloto.
(Átropos sirve a la fuerza del Azar. No todas las muertes que los Mortales llaman «inútiles», «innecesarias» o «trágicas» son obra suya, pero sí la mayoría. Cuando una docena de ancianos y ancianas mueren en un incendio que se declara en una residencia geriátrica, lo más probable es que Átropos haya estado allí, llevándose recuerdos y cortando cordeles. Cuando un bebé muere en su cuna sin motivo aparente, la causa suele ser Átropos y su bisturí oxidado. Cuando un perro, sí, incluso un perro, porque el destino de casi todos los seres vivientes del mundo de los Mortales se halla sujeto al Azar o bien al Propósito, muere atropellado porque el conductor del coche responsable ha escogido el momento menos apropiado para mirar el reloj…)
Lois: («¿Es eso lo que le pasó a Rosalie?»)
Cloto: (Átropos es lo que le pasó a Rosalie. Joe Wyzer, el amigo de Ralph, fue lo que denominamos «circunstancia complementaria».)
Láquesis: (Y Átropos es también lo que le pasó a vuestro amigo, el difunto señor McGovern.)
Lois adoptó una expresión que reflejaba a la perfección los sentimientos de Ralph: consternación, pero no verdadera sorpresa. La tarde estaba ya muy avanzada, tal vez habían pasado ya dieciocho horas terrestres desde que vieran a Bill por última vez, y Ralph ya sabía entonces que al hombre le quedaba muy poco tiempo. Lois, que había deslizado sin querer la mano en su interior, lo sabía aún mejor.
Ralph: («¿Cuándo ha sucedido? ¿Cuánto tiempo después de que lo viéramos por última vez?»)
Láquesis: (No mucho. Cuando estaba a punto de salir del hospital. Siento la pérdida que habéis sufrido, y también siento haberos dado la noticia con tan poco tacto. Hablamos tan pocas veces con los Mortales que olvidamos cómo hacerlo. No quería heriros, Ralph y Lois.)
Lois le dijo que no importaba, que lo comprendía, pero gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, y Ralph sentía que estaba a punto de llorar. La idea de que Bill ya no estaba, de que el hijo de puta de la bata sucia se lo había llevado, era difícil de asimilar. ¿Debía creer que McGovern no volvería a enarcar las cejas en aquel gesto suyo tan sarcástico y brusco? ¿Que nunca más se lamentaría de lo espantoso que era envejecer? Imposible. De repente, se volvió hacia Cloto.
(«Muéstranoslo.»)
Cloto, sorprendido, vacilante: (No… No creo que…)
Ralph: («Ver para creer, eso es lo que decimos los imbéciles de los Mortales. ¿No os sabíais ésta?»)
Lois intervino de forma inesperada.
(«Sí, mostrádnoslo. Pero sólo lo justo para que lo sepamos y podamos aceptarlo. Intentad no hacer que nos sintamos aún peor.»)
Cloto y Láquesis cambiaron una mirada y luego parecieron encogerse de hombros, aunque sin moverlos. Láquesis levantó los dos primeros dedos de la mano derecha, creando un abanico de luz azul verdosa. En su interior, Ralph vio una diminuta y siniestramente perfecta imagen del pasillo de cuidados intensivos. Una enfermera que empujaba un carrito de medicamentos cruzó el arco. En el extremo más alejado de la imagen, pareció curvarse antes de desaparecer.
Lois, encantada a pesar de las circunstancias: («¡Es como ver una película en una burbuja de jabón!»)
McGovern y el señor Ciruela salieron de la habitación de Bob Polhurst. McGovern se había puesto un viejo suéter del instituto de Derry, y su amigo se subía la cremallera de la cazadora; sin duda alguna, habían terminado la vigilia por aquella noche. McGovern caminaba despacio, a la zaga del señor Ciruela. Ralph comprobó que su vecino y amigo desde hacía algún tiempo tenía muy mal aspecto.
Sintió que la mano de Lois se deslizaba sobre su brazo y se lo aferraba con fuerza, de modo que la cubrió con una de las suyas.
A medio camino del ascensor, McGovern se detuvo, apoyó una mano contra la pared y bajó la cabeza. Parecía un corredor completamente exhausto al término de una maratón. Durante un instante, el señor Ciruela siguió andando. Ralph vio que estaba moviendo la boca. «No sabe que está hablando con las paredes —se dijo—. Al menos de momento.»
De repente, Ralph no quiso ver nada más.
En el interior del arco azul verdoso, McGovern se llevó una mano al pecho y la otra al cuello, frotándoselo como si se mesara la barba incipiente. Ralph no habría podido asegurarlo, pero creía que en el rostro de su vecino se dibujaba una expresión atemorizada. Recordó el rictus de odio en el rostro del doctor 3 al darse cuenta de que un Mortal había intentado interferir en su trabajo con un perro callejero. ¿Qué había dicho?
(Te joderé, Mortal. Te joderé bien jodido. Y también joderé a todos tus amigos, ¿me oyes?)
Una idea terrible, casi una certeza, surgió en la mente de Ralph mientras veía a Bill McGovern deslizarse lentamente hacia el suelo.
Lois: («¡Parad, por favor, parad!»)
Sepultó el rostro en el hombro de Ralph. Cloto y Láquesis cambiaron una mirada inquieta, y Ralph se dio cuenta de que ya había empezado a modificar el concepto que tenía de ellos como seres omniscientes y todopoderosos. Tal vez eran seres sobrenaturales, pero no lo sabían todo ni de lejos. Tenía la sensación de que no estaban muy duchos en eso de predecir el futuro; probablemente, los tipos con bolas de cristal realmente eficaces no tendrían en su repertorio ninguna expresión como la que estaba presenciando.
Avanzan a tientas, como todo el mundo, pensó Ralph, y de repente sintió un ramalazo de simpatía por los señores C. y L.
El arco de luz azul verdosa que flotaba delante de Láquesis, así como las imágenes que mostraba, se esfumó como por encanto, en un instante.
Cloto en tono defensivo: (Por favor, recordad que vosotros nos habéis pedido que os lo mostráramos, Ralph y Lois. No lo hemos hecho por voluntad propia.)
Ralph apenas oyó sus palabras. Aquella idea terrible seguía cobrando forma, como una fotografía que uno no quería ver pero de la que no podía apartar los ojos. Estaba pensando en el sombrero de Bill… en el desteñido pañuelo azul de Rosalie… y en los pendientes de diamantes que Lois había perdido.
(Y también joderé a todos tus amigos, Mortal, ¿me oyes? Espero que sí. De verdad lo espero.)
Miró alternativamente a Cloto y Láquesis, y la simpatía que había empezado a profesarles se desvaneció, dando paso a una sorda sensación de enojo. Láquesis había dicho que la muerte accidental no existía, y eso incluía la muerte de McGovern.
A Ralph no le cabía duda de que Átropos se había llevado a McGovern cuando se lo había llevado por una sencilla razón: quería herir a Ralph, castigar a Ralph por entrometerse en… ¿cómo lo había llamado Dorrance? Asuntos ajenos.
El viejo Dor le había sugerido que no lo hiciera; una buena actitud, sin lugar a dudas, pero Ralph no había tenido elección…, porque esos renacuajos calvos se habían metido con él. En un sentido muy real, habían provocado la muerte de Bill McGovern.
Cloto y Láquesis percibieron su enfado, retrocedieron un paso (aunque, por lo visto, lo hicieron sin mover los pies) y adoptaron una expresión más inquieta aún.
(«Vosotros dos sois la razón por la que Bill McGovern ha muerto. Ésa es la verdad ¿no?»)
Cloto: (Por favor, permítenos que terminemos de explicar…)
Lois estaba mirando a Ralph fijamente, con expresión preocupada y asustada.
(«Ralph, ¿qué pasa? ¿Por qué estás enfadado?»)
(«¿Es que no lo entiendes? Esta pequeña treta le ha costado la vida a Bill. Estamos aquí porque Átropos ha hecho algo que a estos dos no les ha hecho ni pizca de gracia o bien se dispone a…»)
Láquesis: (Estás sacando conclusiones precipitadas, Ralph…)
(«… pero hay un solo problema fundamental: ¡sabe que podemos verle! ¡Átropos SABE que podemos verle!»)
Lois abrió los ojos con expresión de terror… y comprensión.