16

Ralph consiguió poner en marcha su oxidado Oldsmobile, pero tardó media hora en cruzar la ciudad para llegar al hospital de Derry, situado en la parte este de la ciudad. Carolyn había entendido su creciente preocupación a la hora de conducir e intentado mostrarse comprensiva, pero lo cierto era que tenía una vena impaciente que los años no habían logrado calmar de forma significativa. En recorridos de más de un kilómetro, casi nunca era capaz de callarse las reprimendas. Bullía en silencio durante un rato y entonces empezaba a criticarle. Si estaba especialmente exasperada por su avance (o por la ausencia de avance), a veces le preguntaba si creía que un enema le ayudaría a librarse del plomo que tenía en el culo. Era un encanto, pero siempre había tenido una lengua muy afilada.

Después de semejantes observaciones, Ralph siempre se ofrecía, sin rencores, eso sí, a parar el coche y dejarla conducir, ofrecimiento que Carol siempre declinaba. Era de la opinión que, en los trayectos cortos al menos, era obligación del marido conducir y de la mujer ejercer una crítica constructiva.

Esperaba que Lois comentara algo acerca de su velocidad o de su descuidada forma de conducir (no creía ser capaz de acordarse de poner el intermitente bien ni aunque le fuera la vida en ello), pero Lois no dijo palabra, sino que se limitó a permanecer sentada donde Carolyn se había sentado en cinco mil ocasiones o más, sujetando su bolso sobre el regazo igual que Carolyn. Rayos de luz procedentes de los fluorescentes de las tiendas, los semáforos y las farolas surcaban sus mejillas y su frente. Sus ojos oscuros aparecían distantes y pensativos. Había llorado después de la muerte de Rosalie, había llorado con todas sus fuerzas y pedido a Ralph que bajara la persiana.

Ralph había estado a punto de no hacerlo. Su primer impulso había sido salir corriendo a la calle antes de que Joe Wyzer se fuera. Decirle a Joe que debía tener mucho cuidado. Decirle que aquella noche, cuando se vaciara los bolsillos, echaría en falta un peine barato, nada importante, la gente siempre perdía los peines, pero en este caso sí era importante, y la próxima vez podía ser el farmacéutico de Rite Aid quien estuviera tendido al final de las marcas de los neumáticos. Escúchame, Joe, y escúchame con atención. Debes tener mucho cuidado, porque hay muchas noticias de la Zona de Hiperrealidad, y en tu caso, todas ellas vienen enmarcadas en negro.

Pero el asunto presentaba algunos problemas. El más grave era que Joe Wyzer, por comprensivo que se hubiera mostrado el día en que había conseguido a Ralph hora con el acupuntor, creería que estaba loco. Además, ¿cómo defenderse de una criatura a la que ni siquiera se veía?

Así que había bajado la persiana…, pero antes había mirado intensamente a Joe Wyzer. Las auras seguían allí, y veía el cordel de globo de Wyzer, un cordel brillante entre amarillo y anaranjado, elevarse intacto desde su coronilla; de modo que todavía estaba bien.

Al menos de momento.

Ralph había llevado a Lois a la cocina y le había servido otra taza de café… solo y con mucho azúcar.

—La ha matado, ¿verdad? —preguntó Lois al tiempo que se llevaba la taza a los labios con las dos manos—. Ese pequeño monstruo la ha matado.

—Sí, pero no creo que la acabe de matar. Creo que la ha matado esta mañana.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque puede —replicó Ralph con aire sombrío—. Creo que es la única razón que necesita. Porque puede.

Lois lo miró con atención durante un largo instante, y de repente, una expresión de alivio se dibujó en su rostro.

—Lo entiendes todo, ¿verdad? Debería haberlo sabido en cuanto te he visto. Lo habría sabido si no hubiera tenido tantas cosas en eso que parece ser mi cabeza.

—¿Entenderlo? No entiendo casi nada, pero tengo algunas ideas. Lois, ¿quieres venir conmigo al hospital de Derry?

—Supongo que sí. ¿Quieres ver a Bill?

—No estoy seguro de a quién quiero ver. Quizás a Bill, pero quizás al amigo de Bill, Bob Polhurst. Tal vez incluso a Jimmy Vandermeer, ¿le conoces?

—¿Jimmy V.? ¡Pues claro que le conozco! Y aun conocía mejor a su mujer. De hecho, jugaba al póquer con nosotras hasta que murió. Fue un ataque al corazón, y tan repentino… —Se interrumpió mirando a Ralph con aquellos oscuros ojos españoles suyos—. ¿Jimmy está en el hospital? ¡Oh, Dios mío! Es el cáncer, ¿verdad? Se le ha reproducido el cáncer.

—Sí. Está en la habitación contigua a la de Bob Polhurst.

Ralph le contó la conversación que había sostenido con Faye aquella mañana y la nota que había encontrado sobre la mesa del merendero por la tarde. Le habló de la extraña conjunción de habitaciones y pacientes (Polhurst, Jimmy V. y Carolyn) y le preguntó si creía que se trataba tan sólo de una coincidencia.

—No, estoy segura de que no lo es —repuso ella mirando el reloj—. Vamos, las visitas terminan a las nueve y media, creo. Si queremos llegar a tiempo, será mejor que nos movamos.

Ahora, al doblar por Hospital Drive (Te has vuelto a olvidar del maldito intermitente, cariño, comentó Carolyn), miró a Lois, sentada con las manos aferradas al bolso y el aura invisible por el momento, y le preguntó si estaba bien.

—Sí —asintió ella—. No maravillosamente, pero bien. No te preocupes por mí.

Pero me preocupo, Lois —pensó Ralph—. Me preocupo mucho. Y por cierto, ¿has visto al doctor 3 sacar el peine del bolsillo de Joe Wyzer?

Qué pregunta más estúpida. Claro que lo había visto. El enano calvo quería que ella lo viera. Quería que los dos lo vieran. La cuestión era cuánta importancia le había dado Lois al detalle.

¿Cuánto sabes realmente, Lois? ¿Cuántas cosas has asociado? Me lo pregunto porque la verdad es que la cosa no es tan difícil.

Descubrió que le daba miedo preguntárselo.

En la carretera de acceso, a unos cuatrocientos metros de distancia, se alzaba un edificio bajo de ladrillo… El Centro de la Mujer. Unos focos, adquisiciones recientes, de eso estaba seguro, arrojaban abanicos de luz sobre el césped, y Ralph vio a dos hombres recorriendo una y otra vez las grotescas sombras alargadas… Guardias de seguridad, suponía. Otra arruga; otro detallito en la atmósfera malvada que se respiraba.

Dobló a la izquierda (esta vez se acordó de poner el intermitente, al menos) y condujo el Oldsmobile con cuidado por la rampa que desembocaba en el aparcamiento de varios niveles del hospital. Una barrera anaranjada le cortó el paso. PARE Y COJA EL TICKET, rezaba el cartel que había junto a ella. Ralph recordaba el tiempo en que había gente de verdad en aquellos lugares, lo que los hacía un poco menos siniestros. Aquellos sí que eran tiempos, amigo mío, y creíamos que jamás acabarían, pensó mientras bajaba la ventanilla y cogía un ticket del expendedor automático.

—Ralph.

—¿Hmm?

Estaba concentrado en evitar los parachoques traseros de los coches aparcados en semibatería a ambos lados de los pasillos ascendentes. Sabía que los pasillos eran demasiado anchos como para que los parachoques de esos coches obstaculizaran su avance, lo sabía intelectualmente, pero por instinto sabía otra cosa. Carolyn ya estaría gimiendo y quejándose de mi forma de conducir, pensó con distraído afecto.

—¿Sabes lo que estamos haciendo aquí o vamos improvisando sobre la marcha?

—Un momento; deja que aparque este maldito trasto.

Pasó junto a varios lugares vacíos y lo bastante grandes para el Oldsmobile en el primer nivel, pero ninguno de ellos le ofrecía espacio suficiente como para hacerle sentirse seguro. En el tercer nivel encontró tres lugares seguidos, que juntos habrían podido albergar sin dificultad un tanque Sherman, y aparcó el Oldsmobile en el del centro. Apagó el motor y se volvió hacia Lois. Otros motores sonaban por encima y por debajo suyo, aunque resultaba imposible dilucidar dónde se encontraban a causa del eco. Una luz anaranjada, de aquel matiz persistente y penetrante que es común denominador de todo ese tipo de centros, bañaba su piel como una capa delgada de pintura tóxica. Lois sostuvo su mirada. Ralph vio rastros de las lágrimas que había derramado por Rosalie en sus carnosos e hinchados labios, pero sus ojos aparecían calmos y confiados. A Ralph no dejaba de asombrarle lo mucho que había cambiado Lois desde aquella mañana, cuando la había encontrado sentada, llorando con los hombros caídos, en un banco del parque. Lois —pensó—, si tu hijo y tu nuera te vieran ahora, creo que saldrían corriendo y gritando a pleno pulmón. No porque des miedo, sino porque la mujer a la que vinieron a convencer de que debía irse a vivir a Panorámica del Río ya no existe.

—¿Y bien? —preguntó Lois con un atisbo de sonrisa—. ¿Vas a decirme algo o vas a quedarte ahí mirándome?

Ralph, que por lo general era un hombre cauto, dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Lo que en realidad me gustaría hacer es comerte como si fueras un helado.

La sonrisa de Lois se ensanchó hasta formarle hoyuelos en las comisuras de los labios.

—Más tarde ya veremos cuánto te apetece el helado, Ralph. De momento, dime por qué hemos venido aquí. Y no me digas que no lo sabes, porque no me lo creo.

Ralph cerró los ojos, aspiró una profunda bocanada de aire y los volvió a abrir.

—Creo que hemos venido a encontrar a los otros dos tipos calvos. Los que vi salir de casa de May Locher. Si alguien puede explicar qué está pasando, son ellos.

—¿Y qué te hace pensar que los encontrarás aquí?

—Creo que tienen cosas que hacer… Dos hombres, Jimmy V. y el amigo de Bill, agonizando en habitaciones contiguas. Debería haber sabido qué son los médicos calvos, qué hacen, desde el momento en que vi a los enfermeros sacar a la señora Locher en camilla y cubierta con una sábana. Lo habría sabido si no hubiera estado tan cansado. Pero no lo he sabido hasta hoy, y en realidad sólo lo he adivinado gracias a algo que ha dicho la sobrina del señor Polhurst.

—¿Qué ha dicho?

—Que la muerte es estúpida. Que si un obstetra tardara tanto en cortar el cordón umbilical de un bebé, lo demandarían por negligencia. Me ha hecho pensar en un mito que leí cuando iba a la escuela primaria y nunca me cansaba de los dioses, las diosas y los caballos de Troya. La historia iba de tres hermanas, las Hermanas Griegas, quizás, o tal vez se llamaban las Hermanas Raras[6]. Mierda, no lo sé; ni siquiera me acuerdo de poner los intermitentes la mitad de las veces. La cuestión es que esas hermanas eran responsables del curso de todas las vidas humanas. Una de ellas hacía el hilo, otra decidía lo largo que sería… ¿Te suena algo de todo esto, Lois?

—¡Pues claro! —casi gritó Lois—. ¡Los cordeles de globo!

—Exacto, los cordeles de globo. No recuerdo los nombres de las dos primeras hermanas, pero nunca he olvidado el de la tercera, Átropos, y según la historia, su tarea consiste en cortar el hilo que la primera hace y la segunda mide. Podías discutir con ella, podías suplicar, pero no importaba nada. Cuando decidía que había llegado el momento de cortar, cortaba.

—Sí —asintió Lois—, recuerdo esa historia. No sé si la leí o si alguien me la contó cuando era pequeña. Crees que es cierta, ¿verdad, Ralph? Sólo que en realidad son los Hermanos Calvos en lugar de las Hermanas Griegas.

—Sí y no. Si no recuerdo mal la historia, las tres hermanas estaban del mismo lado, eran un equipo. Y ésa es la impresión que me dieron los dos hombres que salieron de casa de la señora Locher, dos compañeros de siempre que se profesaban un respeto infinito. Pero el otro tipo, el que hemos visto otra vez hace un rato, no es como ellos. Creo que el doctor 3 es un canalla.

Lois se estremeció con un aire teatral que se convirtió en verdadero en el último momento.

—Es horrible, Ralph. Le odio.

—No me extraña.

Alargó la mano hacia el picaporte de la puerta, pero Lois lo detuvo.

—Le he visto hacer algo.

Ralph se volvió hacia ella. Los tendones del cuello le crujieron como oxidados. Creía saber lo que diría Lois.

—Ha metido la mano en el bolsillo del hombre que ha atropellado a Rosalie —comentó—. Mientras el hombre estaba arrodillado junto a ella en la calle, el hombre calvo le ha metido la mano en el bolsillo. Pero lo único que ha sacado es un peine. Y el sombrero que llevaba el calvo… Estoy casi segura de que lo he reconocido.

Ralph siguió mirándola con la ferviente esperanza de que no recordara nada más acerca del doctor 3.

—Era el de Bill, ¿verdad? El panamá de Bill.

—Sí, señora —asintió Ralph.

—Oh, Dios mío —exclamó Lois con los ojos cerrados.

—¿Qué dices, Lois? ¿Aún te quieres apuntar a esto?

—Sí —asintió ella al tiempo que abría la puerta y sacaba las piernas—. Pero vamos ahora, antes de que me arrepienta.

—Eso —repuso Ralph Roberts.

Cuando se acercaban a la entrada principal del hospital de Derry, Ralph se inclinó hacia Lois.

—¿Te está pasando a ti también? —le murmuró al oído.

—Sí —repuso ella con los ojos abiertos de par en par—. Dios mío, sí. Esta vez es fuerte, ¿verdad?

Cuando pasaron la célula fotoeléctrica y las puertas se abrieron ante ellos, la superficie del mundo desapareció de repente como si fuera la piel de alguna fruta exótica, y dio paso a otro mundo que resplandecía en colores invisibles y hervía de formas invisibles.

Sobre sus cabezas, en el enorme mural que mostraba Derry tal como había sido en los días felices de las serrerías, a principios de siglo, flechas de color marrón oscuro se perseguían, acercándose más y más hasta tocarse. En ese instante, despedían una breve chispa de color verde oscuro y cambiaban de dirección. Un brillante embudo plateado que parecía una tromba marina o un ciclón de juguete descendía por la escalera curva que conducía a las salas de reuniones, la cafetería y el auditorio del primer piso. Su ancha cabeza oscilaba hacia delante y hacia atrás mientras avanzaba escalón a escalón, y a Ralph le pareció un fenómeno decididamente amistoso, como un personaje antropomórfico de los dibujos animados de Disney. Mientras lo observaba, dos hombres con sendos maletines subieron la escalera a toda prisa, y uno de ellos atravesó el embudo plateado. En ningún momento dejó de hablar con su compañero, pero cuando salió del embudo, Ralph observó que se mesaba los cabellos con aire ausente, aunque en realidad, no tenía un pelo fuera de sitio.

El embudo alcanzó el pie de la escalera, recorrió el centro del vestíbulo en una ajustada pirueta en forma de ocho y a continuación desapareció, dejando tras de sí una débil neblina rosada que no tardó en disiparse.

Lois propinó un leve codazo a Ralph, empezó a señalar un punto detrás de la ventanilla de información central, advirtió que estaban rodeados de gente y decidió señalar con la barbilla. Aquella tarde, Ralph había visto una silueta en el cielo que parecía un pájaro enorme y transparente. En ese momento vio algo que parecía una larga serpiente translúcida que se deslizaba por el techo, sobre un cartel que indicaba POR FAVOR ESPERE AQUÍ PARA ANÁLISIS DE SANGRE.

—¿Está viva? —susurró Lois en tono alarmado.

Ralph miró con mayor atención y se percató de que aquella cosa no tenía cabeza… ni cola, al menos que él pudiera distinguir. Era toda cuerpo. Suponía que estaba viva, pues creía que todas las auras estaban vivas en cierto modo, pero no creía que fuera una auténtica serpiente ni que fuera peligrosa, al menos para las personas como ellos.

—No malgastes tus energías en las cosas pequeñas, cariño —susurró a Lois cuando se pusieron a la breve cola que había ante la ventanilla de información.

Y en aquel momento, la serpiente pareció fundirse con el techo y desapareció.

Ralph no sabía qué importancia tenían cosas tales como el pájaro y el ciclón en el mundo secreto de las auras, pero estaba seguro de que las personas seguían siendo los protagonistas. El vestíbulo del hospital de Derry era como un maravilloso espectáculo de fuegos artificiales del Cuatro de Julio, un espectáculo en el que los humanos representaban los papeles de cohetes y tracas.

Lois introdujo un dedo en el cuello de la camisa de Ralph para hacer que se inclinara hacia ella.

—Tendrás que hablar tú, Ralph —anunció con voz débil y anonadada—. Yo ya tengo suficiente con evitar orinarme encima.

El hombre que estaba delante de ellos se alejó de la ventanilla de información, y Ralph avanzó unos pasos. En aquel instante, un recuerdo vívido y dulcemente nostálgico de Jimmy V. se abrió paso en su mente. Ambos estaban en algún lugar de Rhode Island, en Kingston tal vez, y habían decidido de repente asistir a la concentración religiosa que tenía lugar en una carpa montada en un campo de heno cercano. Los dos estaban borrachos como cubas, por supuesto. Dos jóvenes muy acicaladas estaban apostadas junto a las cortinas descorridas de la carpa, distribuyendo folletos, y mientras se acercaban, Jimmy V. y él habían empezado a advertirse en susurros aromáticos que debían actuar como si estuviesen sobrios, maldita sea, como si estuviesen del todo sobrios. ¿Habían entrado aquel día? ¿O…?

—¿Sí? —preguntó la mujer de información en un tono que indicaba que estaba haciéndole un gran favor por el mero hecho de hablar con él.

Ralph miró a través del vidrio y vio a una mujer envuelta en una desgraciada aura anaranjada que parecía un zarzal en llamas. He aquí a una mujer a la que le encantan los detalles insignificantes y hace todas las ceremonias que puede, se dijo, y de inmediato recordó que las dos jóvenes que flanqueaban el umbral de la carpa los habían husmeado y les habían impedido la entrada con modales corteses, pero firmes. Habían acabado pasando la velada en un bareto musical de Central Falls, según recordaba, y probablemente habían tenido mucha suerte de que no les trincaran al salir dando tumbos después de que dejaran de servir copas.

—Señor —preguntó la mujer de información en tono impaciente—. ¿Qué desea?

Ralph regresó al presente con un golpe que casi pudo sentir.

—Ah, sí, señora. Mi mujer y yo querríamos visitar a Jimmy Vandermeer, que está en la tercera planta, si…

—¡Eso es la UCI! —espetó la mujer—. No se puede entrar en la UCI sin un pase especial.

Ganchos anaranjados empezaron a salir disparados del resplandor que le envolvía la cabeza, y su aura adquirió el aspecto de una valla de alambre de espino colocado en una fantasmal tierra de nadie.

—Ya lo sé —repuso Ralph con toda humildad—, pero un amigo mío, Lafayette Chapin, me ha dicho…

—¡Dios mío! —lo interrumpió la mujer—. Es fantástico, todo el mundo tiene un amigo. Fantástico.

La mujer puso los ojos en blanco con aire satírico.

—Faye me ha dicho que Jimmy podía recibir visitas. Tiene cáncer, ¿sabe? Y por lo visto no le queda mucho ti…

—Bueno, miraré en los archivos —volvió a interrumpirlo la mujer en el tono desganado de alguien que sabe le están tomando por el pito del sereno—, pero el ordenador va muy despacio hoy, así que tardaré un rato. Dígame su nombre y luego siéntese ahí enfrente con su mujer. Le avisaré por megafonía en cuanto…

Ralph decidió que se había mostrado demasiado humilde ante aquel perro guardián burocrático con ganchos anaranjados innecesarios en el aura. Al fin y al cabo, no quería un visado de salida de Albania, sólo un maldito pase para la UCI.

Había una abertura en la parte inferior de la ventanilla. Ralph pasó la mano y agarró la muñeca de la mujer antes de que pudiera retirarla. Le acometió la sensación indolora, pero muy clara, de que aquellos ganchos anaranjados le atravesaban directamente la carne sin encontrar nada a qué aferrarse. Ralph le oprimió la muñeca con suavidad y sintió que un leve brote de fuerza, algo que no sería mayor que un perdigón en caso de ser visible, pasaba de él a la mujer. De repente, la estridente aura anaranjada que le envolvía el brazo y el costado izquierdo adquirieron el desvaído matiz turquesa del aura de Ralph. La mujer jadeó y se inclinó hacia delante en su silla, como si alguien le acabara de verter un vaso de papel lleno de cubitos de hielo por la espalda del uniforme.

—No se preocupe por el ordenador. Deme un par de pases, por favor. Ahora.

—Sí, señor —repuso la mujer sin tardanza.

Ralph la dejó ir para que pudiera coger algo de debajo de la mesa. El resplandor turquesa de su brazo se estaba tornando anaranjado de nuevo, y el cambio se estaba produciendo desde el hombro izquierdo en dirección a la muñeca.

Pero podría haber logrado que toda su aura se volviera turquesa —pensó Ralph—. Me podría haber apoderado de ella. Hacer que bailara como un muñeco de cuerda.

De repente recordó a Ed citando el evangelio según san Mateo (Y entonces Herodes, al verse burlado, ordenó, presa de ira) y se vio acometido por una oleada de temor y vergüenza. También le vinieron de nuevo a la cabeza ideas sobre el vampirismo, así como una frase de un viejo cómic muy famoso: Nos hemos topado con el enemigo, y somos nosotros mismos. Sí, probablemente podría hacer lo que quisiera con esa gruñona de aura anaranjada; tenía las pilas bien cargadas. El único problema residía en que el jugo de aquellas baterías, al igual que el de las de Lois, era mercancía robada.

Cuando la mano de la mujer de información salió de nuevo a la superficie, sostenía dos pases plastificados de color rosa que indicaban: VISITANTE DE CUIDADOS INTENSIVOS.

—Aquí tiene, señor —dijo en tono cortés, totalmente distinto del tono con que se había dirigido a él en un principio—. Disfrute de la visita y gracias por su paciencia.

—Gracias a usted —replicó Ralph antes de hacerse con los pases y entregarle uno a Lois—. Vamos, querida. Deberíamos

Ralph, ¿QUÉ le has hecho?»)

Nada, creo… Creo que está bien.»)

ir arriba antes de que sea demasiado tarde.

Lois se volvió para mirar a la mujer de la ventanilla de información. Estaba atendiendo al cliente siguiente, pero muy despacio, como si acabaran de hacerle una revelación bastante increíble y tuviera que digerirla. El resplandor azul ya sólo se apreciaba en las yemas de sus dedos, y mientras Lois observaba, también de ahí desapareció.

Lois alzó la mirada hacia Ralph y le sonrió.

Sí…, está bien. Así que deja de flagelarte.»)

¿Me estaba flagelando?»)

Creo que sí… Estamos hablando de esa forma otra vez, Ralph.»)

Ya lo sé.»)

Ralph.»)

¿Sí?»)

Es maravilloso, ¿no te parece?»)

.»)

Ralph intentó ocultarle el resto de lo que pensaba, que cuando les tocara pagar el precio de algo que producía una sensación tan maravillosa, tal vez descubrieran que era muy alto.

Deja de mirar a ese bebé, Ralph. Estás poniendo nerviosa a su madre.»)

Ralph miró a la mujer en cuyos brazos dormía el bebé y se dio cuenta de que Lois tenía razón…, pero le resultaba muy difícil desviar la mirada. El bebé, que no pasaría de los tres meses, se hallaba inmerso en una cápsula que alternaba con violencia entre el amarillo y el gris. Aquel intenso pero inquietante rayo giraba en torno al cuerpo diminuto a la vertiginosa velocidad de la atmósfera alrededor de un gigante gaseoso como Júpiter o Saturno.

Dios mío, Lois, son lesiones cerebrales, ¿verdad?»)

Sí. La mujer dice que ha sufrido un accidente de coche.»)

¿Dice? ¿Has hablado con ella?»)

No, es—————.»)

No te entiendo.»)

Bienvenido al club.» )

El inmenso ascensor del hospital subía con lentitud, sus ocupantes, los enfermos, los lisiados y un puñado de culpables sanos, no hablaban sino que observaban con fijeza el indicador de piso o bien se examinaban los zapatos. La única excepción era la mujer con el bebé alcanzado por el rayo, que miraba a Ralph con expresión de desconfianza y alarma, como si esperara que se abalanzara sobre ella en cualquier momento para arrebatarle al bebé.

No es sólo por el hecho de que mirara —se dijo Ralph—. Al menos, no lo creo. Ha sentido que estaba pensando en el bebé. Ha sentido… percibido… oído…, bueno, maldita sea, algo.

El ascensor se detuvo en el segundo piso y las puertas se abrieron con un susurro. La mujer que sostenía al bebé se volvió hacia Ralph. El pequeño se movió un poco, y Ralph pudo ver su coronilla. En el pequeño cráneo se abría una profunda hendidura. Una cicatriz roja la recorría de punta a punta. A Ralph se le antojó un reguero de agua corrompida en el fondo de un arroyuelo. La fea y confusa aura amarilla y gris que rodeaba al bebé brotaba de la cicatriz como vapor de una grieta en la tierra. El cordel de globo del niño era del mismo color que su aura, y no se parecía a ningún otro cordel de globo que Ralph hubiera visto hasta entonces; no parecía enfermizo a primera vista, pero sí era corto y feo, como un muñón.

—¿Es que su madre nunca le enseñó a tener buenos modales? —preguntó la mujer antes de salir del ascensor.

Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Ralph miró a Lois, y por un instante, ambos compartieron un ramalazo de comprensión breve, pero absoluta. Lois agitó el dedo en dirección a las puertas como si las reprendiera, y una sustancia gris con textura de malla brotó de la yema. La sustancia alcanzó las puertas, y éstas volvieron a abrirse, como si estuvieran programadas para ello en cuanto se toparan con cualquier obstáculo.

¡Señora!»)

La mujer se detuvo y giró en redondo con expresión claramente confundida. Miró en derredor suspicaz, intentando averiguar quién había hablado. Su aura era de color amarillo oscuro y mantecoso, con trazos de color naranja desvaído en los contornos interiores. Ralph la miró con fijeza.

Siento haberla ofendido. Todo esto es muy nuevo para mi amiga y para mí. Somos como niños en un banquete formal. Lo siento mucho.»)

—————————————————.»)

No sabía qué intentaba comunicarle la mujer; era como observar a alguien hablar desde el interior de una cabina insonorizada, pero percibió alivio y una profunda inquietud, la clase de inquietud que una persona siente cuando cree que la han visto haciendo algo que no debería haber hecho. Sus ojos vacilantes permanecieron clavados en los de Ralph durante un instante más, y por fin, la mujer se volvió y echó a andar a toda prisa por el pasillo en dirección a un cartel que rezaba NEUROLOGÍA. La malla gris que Lois había disparado sobre las puertas se estaba desvaneciendo, y cuando las puertas intentaron cerrarse de nuevo, la atravesaron limpiamente. La cabina reanudó su lento viaje.

Ralph… Ralph, creo que sé lo que le ha pasado al bebé.» )

Lois extendió la mano y se la deslizó entre la nariz y la boca con la palma hacia abajo. Con la yema del pulgar le oprimió ligeramente uno de los pómulos, y con la yema del índice le oprimió el otro. Lo hizo con tanta rapidez y seguridad que ninguno de los otros tres ocupantes del ascensor lo advirtió. Y si lo hubieran advertido, no habrían visto más que a una esposa pulcra limpiando un rastro de crema o de espuma de afeitar, nada más.

Ralph se sentía como si acabaran de pulsar un interruptor de alto voltaje en su cerebro, un interruptor que encendía hileras enteras de focos en un estadio. En su breve, pero deslumbrante luz vio una terrible imagen: unas manos envueltas en una violenta aura entre marrón y lila se introducían en una cuna y agarraban al bebé que acababan de ver. Las manos zarandeaban al bebé y su cabeza oscilaba y oscilaba sobre el delgado tallo del cuello como si fuera la cabeza de una muñeca de trapo…

… Las manos lo arrojaban…

En aquel momento las luces de su mente se apagaron, y Ralph exhaló un ronco y tembloroso suspiro de alivio. Pensó en los manifestantes pro-vida que había visto en las noticias la noche anterior, hombres y mujeres que blandían pancartas con la fotografía de Susan Day y las palabras SE BUSCA POR ASESINATO, hombres y mujeres ataviados con túnicas de la muerte, hombres y mujeres llevando banderas que rezaban LA VIDA, QUÉ HERMOSA ELECCIÓN.

Se preguntó si el bebé alcanzado por el rayo tendría una opinión distinta acerca de aquello. Buscó los ojos asombrados y atormentados de Lois y extendió las manos para tomar las suyas.

Se lo hizo el padre, ¿verdad? ¿Arrojó el niño contra la pared?»)

Sí. El niño no paraba de llorar.»)

Y ella lo sabe. Lo sabe, pero no se lo ha contado a nadie.»)

No…, pero tal vez lo haga, Ralph. Está pensando en ello.»)

Y tal vez espere hasta que él vuelva a hacerlo. Y es posible que la próxima vez acabe con el pequeño.»)

En aquel momento se le ocurrió una idea terrible; le cruzó la mente como un meteoro ardiendo por un instante en un cielo estival a medianoche. Quizás sería mejor que acabara con él. El cordel de globo del bebé era tan sólo un muñón, pero un muñón sano. El niño podía llegar a vivir muchos años sin saber quién era, dónde estaba ni, por supuesto, por qué existía, viendo a la gente ir y venir como árboles en la niebla…

Lois estaba a su lado con los hombros caídos y la mirada fija en el suelo del ascensor, emanando una tristeza que a Ralph le partía el corazón. Alargó el brazo, le deslizó un dedo bajo la barbilla y vio una delicada rosa azul brotar del punto en el que su aura se unió con la de ella. La obligó a alzar la cabeza y no le sorprendió comprobar que tenía los ojos bañados en lágrimas.

—¿Todavía crees que es maravilloso, Lois? —le preguntó en voz baja, y no obtuvo respuesta, ni en sus oíos ni en su mente.

Fueron los únicos en salir del ascensor en el tercer piso, donde el silencio era tan espeso como el polvo bajo las estanterías de libros. Un par de enfermeras estaban de pie en el pasillo, con las carpetas apoyadas contra el pecho cubierto de blanco y hablando en susurros. Cualquier otra persona que hubiera estado junto al ascensor habría supuesto que su conversación versaba sobre la vida, la muerte y medidas heroicas a tomar. Sin embargo, Ralph y Lois echaron un vistazo a sus auras superpuestas y supieron de inmediato que en aquel preciso instante, estaban discutiendo adónde irían a tomar algo cuando acabaran su turno.

Ralph lo vio y al mismo tiempo no lo vio, del mismo modo en que un hombre absorto ve y obedece las señales de tráfico sin verlas en realidad. La mayor parte de su mente estaba concentrada en una sensación mortal de déjà vu que le había embargado en el momento en que Lois y él habían salido del ascensor y entrado en aquel mundo en el que el leve chirrido de los zapatos de las enfermeras sobre el linóleo sonaba casi exactamente igual que el ligero pitido de las máquinas que mantienen de forma artificial las funciones vitales.

Habitaciones pares a la izquierda, impares a la derecha, pensó. Y la 317, donde murió Carolyn, está junto a control de enfermería. Era la 317, sí, señor, lo recuerdo. Ahora que estoy aquí lo recuerdo todo. Que alguien siempre colocaba su historial al revés en la puerta. Que la luz de la ventana bañaba la cama en una suerte de rectángulo torcido los días soleados. Que podías sentarte en la silla de los visitantes y ver a la enfermera cuya tarea consiste en controlar las funciones vitales, las llamadas telefónicas y los encargos de pizza.

Lo mismo. Otra vez lo mismo. Volvía a estar a principios de marzo, el ocaso mortecino de un día pesado y nubloso, la nevisca golpeando la única ventana de la habitación 317, y él sentado en la silla de los visitantes, con un ejemplar cerrado de Nacimiento y caída del Tercer Eric, de Shirer, en el regazo desde primeras horas de la mañana. Allí sentado, sin querer levantarse ni siquiera para ir al lavabo, porque el reloj de la muerte daba por entonces sus últimos tictac; cada tic una sacudida, cada intervalo toda una vida; su compañera de siempre tenía que coger un tren y quería estar en el andén para despedirse de ella. Sólo tendría una oportunidad para hacerlo bien.

Era muy fácil oír la nevisca mientras tomaba cada vez más velocidad, porque el aparato de las funciones vitales estaba apagado. Ralph había desistido la última semana de febrero; Carolyn, que no había renunciado en su vida, había tardado algo más en comprender el mensaje. ¿Y qué decía exactamente aquel mensaje? Bueno, pues que en el combate a diez asaltos entre Carolyn Roberts y Cáncer, el ganador era Cáncer, el peso pesado más pesado de todos los tiempos, por KO total.

Estaba sentado en la silla de los visitantes, observando y esperando mientras la respiración de Charolan se tornaba cada vez más pesada… La exhalación larga y susurrante, el pecho plano e inmóvil, la creciente certeza de que la última respiración había sido en verdad la última respiración, que el reloj se había detenido, que el tren había llegado a la estación para dejar subir a su única pasajera… y entonces se oía otro inmenso jadeo inconsciente cuando Carolyn arrancaba otra bocanada al inhóspito aire, sin respirar ya, sino tan sólo aspirando y espirando en un acto reflejo, como un borracho arrastrándose por un pasillo largo y oscuro en un hotel barato.

Clic placa clic placa; la nevisca seguía golpeteando la ventana con sus uñas invisibles mientras el sucio día de marzo daba paso a la sucia noche de marzo y Carolyn seguía luchando en la última mitad del último asalto. Por entonces ya funcionaba tan sólo con el piloto automático; el cerebro que antes había existido bajo aquel hermoso cráneo había desaparecido. Lo había sustituido un mutante, un estúpido delincuente negro grisáceo que no pensaba ni sentía, sino que tan sólo comía, comía y comía hasta reventar.

Clic placa clic placa, y entonces vio que el tubito respiratorio en forma de T que tenía introducido en la nariz estaba torcido. Esperó a que Carolyn aspirara de nuevo otra terrible y dificultosa bocanada de aire, y cuando lo exhaló se inclinó hacia delante y enderezó el tubito de plástico. Se había manchado los dedos de mucosa y se los limpió con un pañuelo de papel de la caja que había sobre la mesilla de noche. Se retrepó de nuevo en su asiento, esperando la siguiente respiración, con la intención de asegurarse de que no se le volvía a torcer el tubito, pero no llegó ninguna respiración y en aquel instante se dio cuenta de que el tictac que llevaba oyendo en todas partes desde el verano anterior parecía haber enmudecido.

Recordaba haber contado los minutos, uno, tres, luego seis, incapaz de creer que todos los buenos años y buenos momentos (por no mencionar los pocos malos) habían terminado de aquel modo insulso y monótono. La radio de Carolyn, sintonizada en la emisora local más fácil de escuchar, emitía a poco volumen desde el rincón, y Ralph escuchó a Simón y Garfunkel cantar Scarborough Fair. La cantaron hasta el final. El siguiente fue Wayne Newton, que empezó a cantar Danke Shoen. La cantó hasta el final. A continuación dieron el parte meteorológico, pero antes de que el disc jockey acabara de explicar qué tiempo haría el primer día de viudedad de Ralph, todas aquellas historias acerca de cielos despejados, temperaturas en descenso y vientos desplazándose hacia el nordeste, Ralph logró por fin hacerse a la idea. El reloj había dejado de sonar, el tren había llegado, el combate de boxeo había tocado a su fin. Todas las metáforas habían desaparecido, dejando tras de sí a la mujer de la habitación, silenciosa al fin. Ralph empezó a llorar. Sin dejar de llorar, se acercó al rincón dando tumbos y apagó la radio. Recordaba el verano en que ambos habían tomado clases de pintura digital, y la noche en que habían acabado pintándose los cuerpos desnudos. Aquel recuerdo lo hizo llorar con más fuerza aún. Se acercó a la ventana, apoyó la cabeza contra el cristal frío y lloró. En aquel primer instante terrible de comprensión, tan sólo deseaba una cosa: estar muerto él también. Una enfermera lo oyó llorar y entró en la habitación. Intentó tomarle el pulso a Carolyn. Ralph le dijo que dejara de hacer el imbécil. La enfermera se acercó a él, y por un instante creyó que le iba a tomar el pulso a él, pero ella se limitó a rodearlo con sus brazos. Lo…

Ralph. Ralph, ¿estás bien?»)

Se volvió hacia Lois y estuvo a punto de asegurar que estaba perfectamente, pero entonces recordó que apenas podía ocultarle nada cuando se hallaban en aquel estado.

Un poco triste. Este sitio me trae demasiados recuerdos. Y no buenos precisamente.» )

Lo comprendo…, pero mira, Ralph. ¡Mira el suelo!»)

Ralph obedeció y de pronto abrió los ojos de par en par. El suelo estaba cubierto de una capa de huellas multicolores, algunas recientes, otras tan desvaídas que casi resultaban invisibles. Dos pares de huellas destacaban con claridad de entre las demás, pues brillaban como diamantes en un estercolero. Eran de un profundo matiz verde y dorado en el que nadaban algunas chispas diminutas de color rojizo.

¿Son de los que andamos buscando, Ralph?»)

Sí, los médicos están aquí.»)

Ralph cogió a Lois de la mano, una mano que se le antojó helada, y la condujo lentamente por el pasillo.