15

A las siete y veinte, un Lincoln Town Car de finales de los setenta en perfecto estado se detuvo junto al bordillo frente a la casa de Lois. Ralph, que había pasado la última hora duchándose, afeitándose e intentando calmarse, salió al porche y vio a Lois salir del asiento posterior. Despedidas y risitas juveniles llegaron a los oídos de Ralph llevadas por la brisa.

El Lincoln se alejó y Lois empezó a subir el sendero de su casa. A medio camino se detuvo y giró en redondo. Por un eterno instante, los dos se miraron desde sus respectivas casas, viéndose con toda claridad a pesar de la creciente oscuridad y de los doscientos metros que los separaban. Y ardían el uno por el otro como antorchas secretas.

Lois lo apuntó con el dedo. Era un gesto muy parecido al que había empleado para disparar al doctor 3, pero no inquietó a Ralph en lo más mínimo.

La intención —pensó con aire soñador—. La intención es lo que cuenta. En este mundo hay pocos errores… y una vez aprendes a manejarte, tal vez ya no quede ningún error.

Un delgado y reluciente rayo gris de fuerza apareció en la yema del dedo de Lois y empezó a extenderse por la sombras profundas de Harris Avenue. Un coche que pasaba lo atravesó alegremente. Las ventanillas resplandecieron grises por un instante, y los faros parecieron parpadear, pero eso fue todo.

Ralph levantó el dedo y de él brotó un rayo azul. Ambas líneas de luz se encontraron en el centro de la avenida y se entrelazaron como madreselva. La espiral subió y subió al tiempo que palidecía. Entonces Ralph dobló el dedo y su mitad del nudo de amor se disipó de repente. Al cabo de un instante, la mitad de Lois también desapareció. Ralph descendió lentamente los escalones del porche y echó a andar por el césped. Lois se dirigió hacia él. Se encontraron en medio de la calle…, donde, en realidad, ya se habían encontrado antes.

Ralph rodeó con sus brazos la cintura de Lois y la besó.

Está cambiado, Roberts. Parece más joven.

Aquellas palabras seguían danzando en su mente como una cinta infinita mientras Ralph estaba sentado en la cocina de casa de Lois, tomando café. No podía apartar los ojos de ella. Parecía diez años más joven y pesar diez kilos menos que la Lois a la que se había acostumbrado a ver en los últimos años. ¿Había tenido aquel aspecto tan joven y hermoso aquella mañana, en el parque? Ralph no lo creía, aunque, por supuesto, aquella mañana había estado trastornada, trastornada y llorando, y suponía que en ello residía el cambio.

Aun así…

Sí, aun así. El sutil entramado de arrugas que le adornaba las comisuras de los labios había desaparecido, al igual que la incipiente papada y la carne fláccida que había empezado a penderle de los brazos. Aquella mañana había estado llorando y ahora aparecía radiante de felicidad, pero Ralph sabía que dicha circunstancia no podía ser la única responsable de la transformación.

—Ya sé lo que estás mirando —comentó Lois—. Da un poco de miedo, ¿verdad? Bueno, la verdad es que resuelve la cuestión de si todo esto es producto de nuestra imaginación o no, pero no deja de dar miedo. Hemos encontrado la fuente de la eterna juventud. Nada de Florida; está aquí mismo, en Derry.

—¿La hemos encontrado los dos?

Lois adoptó una expresión de sorpresa… y cautela, como si sospechara que Ralph se burlaba de ella, que le estaba tomando el pelo, tratándola de nuevo como «nuestra Lois». Por fin alargó el brazo y le oprimió la mano.

—Ve al baño. Mírate al espejo.

—Ya sé qué aspecto tengo. Mujer, si acabo de afeitarme. Y he tardado lo mío, te lo aseguro.

—Te has esmerado mucho, Ralph —asintió Lois—, pero no me refiero a tu barba de medio día. Mírate al espejo.

—¿Lo dices en serio?

—Sí —insistió ella con firmeza—. Lo digo en serio. No sólo te has afeitado —prosiguió cuando Ralph casi había alcanzado la puerta—, también te has cambiado de camisa. Eso está muy bien. No quería decir nada, pero la de cuadros tenía un roto.

—¿Ah, sí? —preguntó Ralph de espaldas a ella, por lo que Lois no pudo ver su sonrisa—. No me había dado cuenta.

Permaneció de pie, con los brazos apoyados en el lavabo, mirándose al espejo, durante al menos dos minutos. Fue eso lo que tardó en reconocer que realmente estaba viendo lo que estaba viendo. Los mechones negros, relucientes como plumas de cuervo, que habían reaparecido en su cabello eran impresionantes, al igual que la desaparición de las feas bolsas bajo los ojos, pero lo que más le asombraba era que las líneas y profundas arrugas de sus labios se habían esfumado como por encanto. Era tan sólo un detalle…, pero también era algo de proporciones inconmensurables. Tenía ante sí la boca de un hombre joven. Y…

Con ademán brusco, Ralph se pasó un dedo por la hilera inferior de los dientes. No estaba del todo seguro, pero se le antojaban más largos, como si una parte de la erosión no hubiera tenido lugar.

—Joder —murmuró.

En aquel momento recordó aquel aplastante día del verano anterior en que se había enfrentado a Ed en su jardín. Ed le había dicho que cogiera una silla y a continuación le había confiado que el condado de Derry había sufrido la invasión de criaturas siniestras que mataban bebés, que robaban la vida. Todas las líneas del poder han empezado a converger aquí, le había dicho Ed. Sé que es difícil de creer, pero es cierto.

A Ralph cada vez le costaba menos creerlo. Lo que le costaba era creer que Ed estuviera loco.

—Si esto no se acaba —le dijo Lois desde la puerta, dándole un susto—, tendremos que casarnos y dejar la ciudad, Ralph. Simone y Mina no podían, literalmente no podían quitarme los ojos de encima. Les he contado un montón de tonterías acerca de un maquillaje nuevo que me compré en el centro comercial, pero no se lo han tragado. Un hombre sí se lo tragaría, pero las mujeres saben lo que puede hacer el maquillaje. Y lo que no puede hacer.

Regresaron a la cocina, y aunque no había ni rastro de las auras por el momento, Ralph advirtió que veía una de todos modos; un rubor que subía desde el cuello de la blusa de seda blanca de Lois.

—Así que por fin les he dicho la única cosa que iban a creerse.

—¿Qué? —inquirió Ralph.

—Les he dicho que he conocido a un hombre —titubeó mientras la sangre le teñía las mejillas de rosa, y por fin se lanzó—. Y que me he enamorado de él.

Ralph le cogió el brazo para hacer que se encarara con él. Contempló el pequeño pliegue que se formaba en la parte interior de su codo y pensó en lo mucho que le gustaría rozarlo con la boca. O tal vez con la punta de la lengua. Por fin alzó los ojos para mirarla.

—¿Y es verdad?

Lois le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos de esperanza y sinceridad.

—Creo que sí —repuso en voz baja, aunque clara—, pero todo es tan extraño. Lo único que sé es que quiero que sea verdad. Quiero un amigo. Hace ya mucho tiempo que estoy asustada y soy desgraciada. Creo que la soledad es lo peor de la vejez, no los achaques, los dolores los intestinos caprichosos ni quedarse sin aliento después de subir una escalera que podrías haber subido volando a los veinte, sino la soledad.

—Sí —asintió Ralph—. Es lo peor.

—Nadie habla contigo… Oh, a veces te hablan, pero no es lo mismo, y por lo general es como si la gente ni siquiera te viera. ¿Te has dado cuenta de eso alguna vez?

Ralph pensó en la Derry de los Viejos Carcamales, una ciudad que la gente joven, siempre con prisas, ignoraba, y asintió.

—Ralph, ¿me das un abrazo?

—Con mucho gusto —repuso él antes de atraerla suavemente hacia sí.

Al cabo de un rato, cansados y aturdidos, pero felices, Ralph y Lois se sentaron en el sofá del salón, un mueble tan diminuto que, en realidad, no era mucho más que un sillón grande. A ninguno de los dos le importaba. Ralph tenía el brazo echado sobre los hombros de Lois. Ella se había soltado el cabello, y Ralph retorcía un mechón entre los dedos, reflexionando sobre cuán fácil era olvidar el tacto del cabello de una mujer, tan maravillosamente distinto del de un hombre. Lois le había contado todo lo referente a la partida de cartas, y Ralph había escuchado con atención, impresionado pero, como descubrió, no demasiado sorprendido.

Unas doce mujeres se reunían una vez por semana en la Grange para jugar con apuestas pequeñas. Era posible acabar perdiendo cinco dólares o ganando diez, pero lo más probable era acabar con un dólar de ganancias o unas pocas monedas de pérdidas. Aunque había un par de jugadoras excelentes y un par de auténticos desastres (Lois se contaba entre las primeras), de lo que se trataba en realidad era de pasar un rato agradable…, la variante de las Viejas Carcamales de los campeonatos de ajedrez y los maratones de remigio.

—Pero esta tarde no podía perder. Debería haber vuelto a casa completamente arruinada, porque todas me preguntaban una y otra vez qué vitaminas tomaba, dónde me había hecho la última limpieza de cutis, etc. ¿Quién puede concentrarse en un juego estúpido como las Siete y Media, el Hombre con el Hacha o Sietes Ganan cuando tienes que inventarte constantemente nuevas mentiras e intentar no tropezar con las que ya has dicho antes?

—Debe de haber sido muy difícil —convino Ralph intentando no sonreír.

—Sí, muy difícil. Pero en lugar de perder, he ganado todas las manos. ¿Y sabes por qué, Ralph?

Lo sabía, pero denegó con la cabeza para que ella se lo dijera. Le encantaba escucharla.

—Por sus auras. No siempre sabía exactamente qué cartas tenían, pero muchas veces sí. Y cuando no lo sabía, podía hacerme una idea de lo buenas que eran sus manos. No siempre veía las auras, ya sabes que van y vienen, pero incluso cuando no las veía he jugado mejor que en toda mi vida. La última hora he empezado a perder adrede para que no me odiaran. ¿Y sabes qué? Incluso perder adrede me ha costado —aseguró al tiempo que se miraba las manos, que había empezado a retorcer con nerviosismo sobre el regazo—. Y en el camino de vuelta he hecho algo de lo que me avergüenzo.

Ralph volvía a entrever su aura, un fantasma mortecino de color gris salpicado de informes burbujas azul oscuro.

—Antes de que me lo digas escucha lo que voy a contarte y dime si te suena.

Le habló del momento en que la señora Perrine se había aproximado mientras estaba sentado en el porche, comiendo alubias y salchichas directamente de la olla y esperando a Lois. Cuando le contó lo que le había hecho a la anciana, bajó la mirada y sintió que las orejas empezaban a arderle de nuevo.

—Sí —asintió Lois cuando terminó—. Es lo mismo que he hecho yo…, pero no lo he hecho adrede, Ralph… al menos no lo creo. Estaba sentada en el asiento trasero con Mina, y ella ha empezado otra vez con todo eso de que estaba tan cambiada, de que parecía tan joven, y entonces he pensado (me da vergüenza decirlo en voz alta, pero creo que será lo mejor), he pensado: Ya te haré callar, vieja fisgona y envidiosa. Porque era envidia, Ralph. Lo he visto en su aura. Grandes pinchos dentados del mismo color que los ojos de un gato. ¡No me extraña que digan que la envidia es un monstruo de ojos verdes! Bueno, pues, he señalado fuera con el dedo y le he dicho a Mina: «¡Oooh, Mina, mira qué casita más mona!». Y cuando se ha girado he hecho lo… lo mismo que tú, Ralph. Sólo que no he cerrado la mano, sino que he fruncido los labios… así… —Hizo una demostración y estaba tan encantadora con los labios fruncidos que Ralph sintió deseos (de hecho, se sintió tentado) de aprovecharse de la situación—… y he aspirado una gran nube de esa cosa.

—¿Y qué ha pasado? —inquirió Ralph entre asustado y fascinado.

—¿A mí o a ella? —replicó Lois con una sonrisa triste.

—A las dos.

—Pues Mina ha dado un respingo y ha empezado a darse cachetes en la nuca. «¡Tengo un bicho! —ha gritado—. ¡Me ha mordido! ¡Quítamelo, Lo! ¡Quítamelo, por favor!» No tenía ningún bicho en ninguna parte, claro, yo era el bicho, pero le he dado una palmadita en la nuca, he abierto la ventanilla y le he dicho que se había ido, que había salido volando. Ha tenido suerte de que no le rompiera la cabeza en lugar de darle palmaditas en la nuca… ¡Estaba tan llena de energía! Tenía la sensación de que podía abrir la puerta del coche y volver a casa corriendo.

Ralph asintió con un gesto.

—Ha sido maravilloso…, demasiado maravilloso. Es como los programas sobre drogas que ponen en la tele, cuando explican que primero te transportan al cielo y luego te condenan al infierno. ¿Qué pasa si empezamos a hacer esto y luego ya no podemos parar?

—Sí —asintió Ralph—. ¿Y qué pasa si perjudica a la gente? No puedo dejar de pensar en vampiros.

—¿Sabes en qué pienso yo? —preguntó Lois en un susurro—. En esas cosas de las que me contaste que hablaba Ed Deepneau. Esos Centuriones. ¿Y si somos nosotros, Ralph? ¿Qué pasa si somos nosotros?

Ralph la abrazó y la besó en la coronilla. Escuchar sus peores temores de labios de Lois los hacía menos terribles a sus ojos, y aquello le recordó lo que Lois había dicho acerca de que la soledad es lo peor de la vejez.

—Lo sé —repuso—. Y lo que da más miedo es que lo que le he hecho a la señora Perrine ha sido totalmente espontáneo… No recuerdo haber pensado en ello antes, sólo recuerdo haberlo hecho. ¿A ti te ha pasado lo mismo?

—Sí, exactamente lo mismo —asintió ella apoyando la cabeza en su hombro.

—No podemos volver a hacerlo —sentenció Ralph—. Porque a lo mejor sí crea adicción. Cualquier cosa que te produzca una sensación tan maravillosa tiene que crear adicción, ¿no te parece? Y también tenemos que intentar evitar hacerlo inconscientemente, porque creo que eso es lo que he estado haciendo. Podría ser por eso que…

Se interrumpió al oír un chirrido de frenos y de neumáticos deslizándose por el pavimento. Se miraron con los ojos abiertos de par en par mientras afuera continuaba el ruido, el dolor en busca de un punto de impacto.

Que no pase —rezó Ralph—. Por favor, que no pase, y si tiene que pasar, que no sea Bill McGovern quien esté al final de ese ruido.

Pero mucho se temía que así sería.

Se oyó un golpe sordo cuando el chirrido de los frenos y los neumáticos enmudeció. Fue seguido por el breve grito de una mujer o un niño, Ralph no lo sabía con certeza.

—¿Qué ha pasado? —gritó alguien—. ¡Oh, Dios mío!

Se oyó el golpeteo de pasos rápidos por el pavimento.

—Quédate en el sofá —ordenó Ralph mientras corría hacia la ventana.

Al subir la persiana se dio cuenta de que Lois estaba junto a él, y sintió una punzada de aprobación. Era lo que Carolyn habría hecho en circunstancias parecidas.

Contemplaron el mundo nocturno que palpitaba con extraños colores y movimientos fabulosos. Ralph sabía que era a Bill a quien iba a ver, lo sabia; Bill atropellado, muerto en la calle, el panamá con el ala mordisqueada a pocos centímetros de su mano extendida. Rodeó a Lois con el brazo, y ella le oprimió la mano.

Pero no era McGovern el que yacía en el arco de luz que arrojaba el Ford atravesado en medio de Harris Avenue; era Rosalie. Sus expediciones de madrugada habían tocado a su fin. Yacía de costado en un charco de sangre que se propagaba deprisa, con el lomo encogido y quebrado en varios puntos. Cuando el conductor del coche que la había atropellado se arrodilló junto a la vieja perra callejera, la despiadada luz de los faros iluminó su rostro. Era Joe Wyzer, el farmacéutico de Rite Aid, cuya aura entre amarilla y anaranjada aparecía ahora salpicada de confusos remolinos rojos y azules. Acarició el costado del perro, y cada vez que su mano atravesaba la terrible aura negra que se adhería a Rosalie, desaparecía.

Una oleada de terror recorrió a Ralph de pies a cabeza, haciendo que le bajara la temperatura y se le encogieran las pelotas hasta adquirir la consistencia de huesos de melocotón. De repente estaba de nuevo en julio de 1992, Carolyn agonizaba, el reloj de la muerte avanzaba y algo extraño le había sucedido a Ed Deepneau. Ed había perdido los estribos, y Ralph se había visto obligado a evitar que el marido normalmente civilizado de Helen se abalanzara sobre el hombre de la gorra de los Jardineros del West Side para intentar estrangularlo. Y entonces, para colmo de todos los males, como habría dicho Carolyn, había aparecido Dorrance Marstellar. El viejo Dor. ¿Y qué había dicho?

Yo de ti no lo tocaría más… No te veo las manos.

No te veo las manos.

—Oh, Dios mío —susurró Ralph.

Lois lo arrancó de su ensimismamiento, pues se estaba tambaleando junto a él, como si estuviera al borde del desmayo.

—¡Lois! —exclamó al tiempo que la agarraba por el brazo—. Lois, ¿estás bien?

—Creo que sí… pero Ralph…, ¿estás viendo…?

—Sí, es Rosalie. Creo que…

—¡No me refiero a ella! ¡Me refiero a él! —gritó señalando hacia la derecha.

El doctor 3 estaba apoyado contra el maletero del Ford de Joe Wyzer, el panamá de McGovern echado con garbo hacia atrás sobre su cráneo lampiño. Miró a Ralph y Lois, esbozó una sonrisa insolente, se llevó el pulgar a la nariz y agitó el meñique en su dirección.

—¡Hijo de puta! —gritó Ralph al tiempo que golpeaba la pared junto a la ventana en ademán de impotencia.

Media docena de personas se estaban acercando al lugar del accidente, pero no podían hacer nada; Rosalie moriría antes de que el primero llegara al lugar en que yacía iluminada por la despiadada luz de los faros. El aura negra se tornaba cada vez más densa, se transformaba en algo que casi parecía un ladrillo manchado de hollín. La envolvía como un sudario a medida, y la mano de Wyzer desaparecía hasta la muñeca cada vez que se deslizaba a través de aquel terrible atuendo.

El doctor 3 levantó la mano con el índice extendido y ladeó la cabeza como si fuera un profesor, una pantomima tan acertada que casi decía Atención, por favor en voz alta. Avanzó de puntillas, una precaución innecesaria, pues la gente no lo veía, pero el efecto era el efecto, y alargó la mano hacia el bolsillo trasero de Joe Wyzer. Se volvió hacia Ralph y Lois como para preguntarles si seguían prestándole atención. Luego avanzó unos pasos más de puntillas, con la mano izquierda extendida.

—Haz algo, Ralph —gimió Lois—. Por favor, haz algo.

Lentamente, como si estuviera drogado, Ralph levantó la mano e hizo el consabido movimiento de karateka. Una cuña de luz azul brotó de sus dedos, pero se desparramó al atravesar la ventana. Una niebla de color pastel se extendió a unos metros de la casa de Lois antes de desaparecer. El médico calvo agitó el dedo en un enfurecedor ademán que parecía decir: Qué chico tan travieso.

—No ha servido de nada —dijo Ralph.

El doctor 3 alargó de nuevo la mano y extrajo algo del bolsillo trasero de Joe Wyzer, que seguía arrodillado en la calle, lamentándose por la muerte del perro. Ralph no supo de qué se trataba hasta que la criatura de la bata sucia se quitó el sombrero de McGovern y fingió aplicar el objeto que acababa de robar a su cabello inexistente. Era un peine de bolsillo negro, del tipo que puede comprarse en cualquier mercería por un dólar. A continuación dio un salto y juntó los talones como un elfo malvado.

Rosalie había levantado la cabeza al acercarse el médico calvo, pero ahora la dejó caer de nuevo y murió. El aura que la rodeaba desapareció al instante; no se fue desvaneciendo, sino que se esfumó de repente como una burbuja de jabón. Wyzer se puso en pie, se volvió hacia un hombre parado en la acera y empezó a contarle lo que había sucedido, gesticulando para indicar que el perro se había abalanzado a la calle delante de su coche. Ralph pudo leer una hilera de seis palabras cuando brotaron de los labios de Wyzer: No sé de dónde ha salido.

Y cuando Ralph volvió la mirada de nuevo hacia el costado del coche de Wyzer, comprobó que era allí donde había regresado el médico calvo y bajito.