Eran las cuatro menos cuarto cuando Ralph cruzó la calle y recorrió la corta distancia que lo separaba de su casa. Volvía a invadirlo el cansancio; tenía la sensación de que llevaba unos tres siglos sin dormir, aunque, al mismo tiempo, se encontraba mejor de lo que se había encontrado nunca desde la muerte de Carolyn. Más íntegro. Más entero.
¿O tal vez eso es sólo lo que quieres creer? ¿Que una persona no puede sentirse tan mal sin tener algún tipo de recompensa? Es una idea encantadora, Ralph, pero lo más probable es que no sea demasiado realista.
«De acuerdo —se dijo—. Pues a lo mejor estoy un poco confuso ahora mismo.»
Desde luego que estaba confuso. También estaba asustado, alegre, desorientado y un poco cachondo. Sin embargo, una idea se recortaba con claridad contra aquel enmarañado horizonte emocional, algo que tenía que hacer cuanto antes; tenía que hacer las paces con Bill. Si eso significaba pedir perdón, pediría perdón. Tal vez incluso le debía una disculpa. Al fin y al cabo, Bill no había ido a decirle: «Jolines, viejo amigo, tienes un aspecto terrible, cuéntamelo todo». No, él había recurrido a Bill. Había recurrido a él con recelo, era cierto, pero eso no quitaba que…
Ay, Ralph, ¿qué voy a hacer contigo? Era la voz risueña de Carolyn, que le hablaba con la misma claridad que las primeras semanas después de su muerte, cuando había combatido su dolor más profundo comentándolo todo con ella mentalmente… y a veces en voz alta, si estaba solo en el piso. Ha sido Bill el que se ha puesto como una mona, cariño, no tú. Ya veo que estás tan decidido a reñirte a ti mismo como cuando yo vivía. Bueno, supongo que algunas cosas no cambian nunca.
Ralph esbozó una sonrisa. Sí, bueno, tal vez algunas cosas no cambiaban nunca, y era posible que la discusión hubiera sido más culpa de Bill que suya. La cuestión residía en si quería privarse de la compañía de Bill por un estúpido altercado y un montón de tonterías acerca de quién tenía razón y quién no. Ralph creía que no, y si eso significaba pedir disculpas a Bill aunque no lo mereciera, ¿qué más daba? Que él supiera, las palabras «lo siento» no mordían.
La Carolyn que anidaba en su mente reaccionó ante aquella idea con silenciosa incredulidad.
Da igual —le dijo Ralph al subir el sendero de entrada—. Lo hago por mí, no por él. Ni por ti, para el caso.
Dio un respingo y no pudo menos que reírse al descubrir lo culpable que le hacía sentirse aquel pensamiento…, como si hubiera cometido un sacrilegio. Pero eso no cambiaba el hecho de que era cierto.
Estaba buscando la llave en el bolsillo cuando vio una nota clavada con una tachuela en la puerta. Ralph buscó las gafas de lectura, pero las había dejado sobre la mesa de la cocina. Se inclinó hacia delante y entornó los ojos para leer la letra exasperantemente pequeña y ladeada de Bill:
Queridos Ralph/Lois/Faye/Quien sea,
Creo que pasaré la mayor parte del día en el hospital de Derry. La sobrina de Bob Polhurst me ha llamado para decirme que lo más probable es que ahora la cosa vaya en serio; el pobre hombre está a punto de dejar de luchar. La habitación 313 de la UCI del hospital de Derry es más o menos el último lugar en el que me apetece pasar un hermoso día de octubre, pero creo que será mejor que siga con esto hasta el final.
Ralph, siento haberte tratado tan mal esta mañana. Acudiste a mí en busca de ayuda y por poco te rompo la cara. Lo único que puedo decir en mi defensa es que el asunto de Bob me ha destrozado los nervios, ¿de acuerdo? Creo que te debo una cena… si todavía quieres comer con gente de mi calaña, claro está.
Faye, por favor, por favor, POR FAVOR, deja de darme la paliza con el maldito torneo de ajedrez. Te prometí que jugaría y siempre cumplo mis promesas.
Adiós, mundo cruel.
BILL
Ralph se irguió con una intensa sensación de alivio y gratitud. ¡Si todo lo que le había sucedido últimamente se solucionara con tanta facilidad como aquel asunto!
Subió a su piso, agitó la tetera y la estaba llenando de agua cuando sonó el teléfono. Era John Leydecker.
—Hombre, menos mal que te encuentro por fin —dijo a modo de saludo—. Estaba empezando a preocuparme, viejo amigo.
—¿Por qué? —preguntó Ralph—. ¿Qué pasa?
—A lo mejor nada, pero a lo mejor sí. Charlie Pickering ha salido bajo fianza.
—Me dijiste que eso no pasaría.
—Pues me equivoqué, ¿vale? —replicó Leydecker en tono irritado—. Y no es lo único en lo que me he equivocado. Te dije que lo más probable era que el juez fijara la fianza en unos cuarenta mil dólares, pero no sabía que Pickering tendría al juez Steadman, que es conocido por afirmar que no cree en la demencia. Steadman fijó la fianza en ochenta mil. El abogado de oficio de Pickering puso el grito en el cielo, pero no pudo hacer nada.
Ralph bajó la vista y comprobó que todavía sostenía la tetera.
—¿Y aun así salió bajo fianza?
—Sí. ¿Recuerdas que te dije que Ed lo desecharía como un mondapatatas con la hoja rota?
—Sí.
—Bueno, pues otro strike para John Leydecker. A las once de la mañana, Ed ha entrado en la oficina del alguacil con un maletín lleno de dinero.
—¿Con ocho mil dólares? —inquirió Ralph.
—He dicho maletín, no sobre —replicó Leydecker—. No ocho mil dólares, sino ochenta mil. Todavía se habla de eso en el juzgado. Y creo que se seguirá hablando de eso después de Navidad.
Ralph intentó imaginarse a Ed Deepneau, ataviado con uno de sus viejos suéteres y pantalones de pana gastados, el atuendo de científico loco de Ed, lo llamaba Carolyn, sacando fajos de billetes de veinte y cincuenta de un maletín, pero no pudo.
—Creía que habías dicho que el diez por ciento bastaba para salir.
—Y es verdad, siempre y cuando puedas retener algo, como una casa u otra clase de propiedad, por ejemplo, que equivalga más o menos a la cantidad total. Por lo visto, Ed no ha podido hacer eso, pero sí tenía un poco de dinero de emergencia debajo del colchón. O eso o le ha hecho la mamada del siglo al ratoncito Pérez.
Ralph recordó la carta de Helen que había recibido una semana después de que saliera del hospital y se trasladara a High Ridge. En ella mencionaba que Ed le había enviado un cheque de setecientos cincuenta dólares. Lo que parece indicar que comprende sus responsabilidades, había escrito. Ralph se preguntaba si Helen seguiría pensando lo mismo de saber que Ed había entrado en el juzgado del condado de Derry con dinero suficiente para mantener a su hija durante los primeros quince años de su vida… para sacar de la cárcel a un tipo chiflado al que le gustaba jugar con cuchillos y cócteles Molotov.
—Pero ¿de dónde narices ha sacado el dinero? —preguntó a Leydecker.
—No lo sé.
—¿Y no tiene la obligación de decirlo?
—No. Éste es un país libre. Creo que ha dicho algo acerca de liquidar unas acciones.
Ralph pensó en los viejos tiempos, en la maravillosa época antes de que Carolyn cayera enferma y muriera y Ed poco menos que cayera enfermo también. Recordó las ocasiones en que los cuatro comían juntos, cada dos semanas, más o menos, pizza en casa de los Deepneau o tal vez el pastel de pollo de Carolyn en la cocina de los Roberts; recordó que, en cierta ocasión, Ed había prometido que los invitaría a todos a una costillada en el León Rojo de Bangor cuando sus acciones arrojaran dividendos. Sí, sí, había replicado Helen mirando a Ed con una sonrisa cariñosa. En aquella época estaba embarazada, apenas si se le notaba, y no aparentaba más de catorce años con el pelo recogido en una cola de caballo y enfundada en un vestido premamá a cuadros que todavía le iba demasiado grande. ¿Cuáles crees que darán dividendos antes, Edward? ¿Las dos mil acciones de Calcetines Sudados Unidos o las seis mil de Sobacos Amalgamados? Y Ed le había gruñido, un gruñido que había hecho reír a todos porque Ed era un buenazo, todo el mundo que lo conociera de más de dos semanas sabía que Ed era incapaz de hacer daño a una mosca. Claro que quizás Helen sabía cosas que los demás no sabían… Incluso en aquellos tiempos, era posible que Helen supiera más que los otros, a pesar de las sonrisas cariñosas.
—Ralph —lo llamó Leydecker—. ¿Estás ahí?
—Ed no tenía acciones —aseguró Ralph—. Era químico, por el amor de Dios, y su padre tenía una fábrica de envasado en un sitio perdido como Plaster Rock, Pensilvania. Ni un duro.
—Bueno, pues lo ha sacado de alguna parte, y mentiría si te dijera que me hace ni pizca de gracia todo este asunto.
—¿Crees que se lo han dado los otros de Amigos de la Vida?
—No, no lo creo. En primer lugar, no es que estén precisamente forrados… La mayoría de los miembros de Amigos de la Vida son trabajadores, héroes de la clase obrera. Dan lo que pueden, pero ¿tanto? No. Me imagino que podrían haber reunido propiedades suficientes para sacar a Pickering, pero no lo han hecho. La mayoría de ellos no se habrían prestado, aunque Ed se lo pidiera. Ed se ha convertido casi en persona non grata entre ellos, y me imagino que desearían no haber oído hablar nunca de Charlie Pickering. Dalton vuelve a dirigir Amigos de la Vida, y para la mayoría de ellos, eso es un gran alivio. Ed, Charlie y otras dos personas, un hombre llamado Frank Felton y una mujer llamada Sandra McKay, parecen funcionar prácticamente solos ahora. De Felton no sé nada y no está fichado, pero la McKay ha pasado por algunas de las mismas magníficas instituciones que Charlie. Es inconfundible… Piel grasienta, muchos granos, gafas tan gruesas que hacen que sus ojos parezcan huevos escalfados, unos ciento cincuenta kilos de peso.
—¿Estás de broma?
—No. Le encantan los pantalones pitillo de K-Mart y por lo general se desplaza en compañía de un selecto surtido de pastelillos y golosinas. Muchas veces lleva un suéter con las palabras FÁBRICA DE BEBÉS en la pechera. Afirma haber tenido quince hijos. La verdad es que no ha tenido ni uno y lo más probable es que no pueda.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque quiero que tengas cuidado con esa gente —repuso Leydecker en tono paciente, como si hablara con un niño—. Pueden ser peligrosos. Charlie lo es, eso no hace falta que te lo diga, y Charlie está en la calle. No importa de dónde sacara Ed el dinero de la fianza…, pero lo ha sacado. Y no me sorprendería nada que volviera a por ti. Él, Ed o los otros.
—¿Y qué pasa con Helen y Natalie?
—Están con sus amigos, amigos a los que les encanta el riesgo que supone la gente a la que le falta un tornillo. Se lo he explicado a Mike Hanlon, y él también cuidará de ella. Nuestros hombres vigilan la biblioteca de cerca. No creemos que Helen esté en peligro en este momento, porque está en High Ridge, pero hacemos lo que podemos.
—Gracias, John. Te lo agradezco, y también te agradezco que me hayas llamado.
—Te agradezco que me lo agradezcas, pero todavía no he terminado. Debes recordar a quién llamó Ed para amenazarlo, amigo mío; no llamó a Helen, sino a ti. Helen ya no parece importarle mucho, pero a ti te tiene clichado, Ralph. He preguntado al jefe Johnson si podía asignarte a un hombre (yo votaría por Chris Nell) para que te proteja, al menos hasta que la zorra alquilada por el Centro de la Mujer se marche. Pero me ha dicho que no. Dice que hay demasiado que hacer esta semana…, pero por la forma en que me lo ha dicho, creo que si tú se lo preguntaras te asignaría a alguien. ¿Qué te parece?
Protección policial —pensó Ralph—. Así es como lo llaman en las series policíacas de la tele y eso es de lo que está hablando… Protección policial.
Intentó considerar la idea, pero demasiadas cosas se interponían en su camino y danzaban en su mente como extraños confites. Sombreros, médicos, batas, aerosoles. Por no mencionar los cuchillos, bisturíes y las tijeras entrevistas por las polvorientas lentes de sus viejos prismáticos. Cada cosa que hago la hago a toda prisa para poder hacer otra —pensó Ralph, y a continuación—: Hay un largo camino hasta el Edén, cariño. Así que no malgastes tus energías en las pequeñeces.
—No —dijo.
—¿Qué?
Ralph cerró los ojos y se vio a sí mismo descolgar ese teléfono y llamar para cancelar la visita con el pinchauvas. La historia se repetía, ¿verdad? Sí. Podía obtener protección policial contra los Pickering, McKay y Felton, pero la cosa no debía ir de aquel modo. Lo sabía, lo percibía en cada latido de su corazón, cada impulso de sangre.
—Ya me has oído —insistió—. No quiero protección policial.
—Pero por el amor de Dios, ¿por qué?
—Sé cuidarme solo —aseguró Ralph con una leve mueca ante la pomposa absurdidad de sus palabras, que había oído pronunciar en un sinfín de películas de John Wayne.
—Ralph, siento tener que ser yo quien te dé la noticia, pero eres viejo. El domingo tuviste suerte, pero es posible que no la vuelvas a tener.
No es que tuviera suerte —se dijo Ralph—. Es que tengo amigos en puestos importantes. O tal vez debería decir entes en puestos importantes.
—No me pasará nada —insistió.
—Si cambias de idea, llámame, ¿de acuerdo? —pidió Leydecker con un suspiro.
—Sí.
—Y si ves a Pickering o a una mujer enorme con gafas de culo de botella y pelo rubio grasiento…
—Te llamo.
—Ralph, piénsatelo bien. Sólo un hombre aparcado en tu calle, nada más.
—Lo hecho, hecho está —recitó Ralph.
—¿Eh?
—Digo que gracias, pero no. Ya hablaremos.
Ralph colgó el teléfono con suavidad. Probablemente, John tenía razón, probablemente estaba loco, pero nunca se había sentido tan cuerdo en su vida.
—Cansado —explicó a su cocina soleada y vacía—, pero cuerdo. —Hizo una pausa antes de añadir—: Y también medio enamorado, quizás.
Aquella idea lo hizo sonreír, y todavía sonreía cuando por fin puso la tetera al fuego.
Estaba tomando la segunda taza de té cuando recordó lo que Bill había dicho acerca de que le debía una cena. Sin pensárselo dos veces, decidió quedar con Bill en Amanecer y Ocaso para cenar.
Creo que debemos empezar de nuevo —se dijo Ralph—, porque ese enano psicópata tiene su sombrero y estoy casi seguro de que eso significa que está en apuros.
Bueno, ahora o nunca. Cogió el teléfono y marcó un número que no le costaba nada recordar: el 951 5000. El número del hospital de Derry.
La recepcionista del hospital lo puso con la habitación 313. La mujer de voz cansada que contestó era Denise Polhurst, la sobrina del moribundo. Bill no estaba. Otros cuatro profesores de lo que denominó «los días de gloria del tío» se habían presentado hacia la una, y Bill había propuesto que fueran a comer juntos. Ralph sabía incluso cómo se habría expresado Bill; más vale tarde que nunca. Era una de sus expresiones favoritas. Cuando Ralph le preguntó si esperaba que volviera pronto, Denise Polhurst repuso que sí.
—Ha sido muy leal. No sé qué habría hecho sin él, señor Robbins.
—Roberts —la corrigió Ralph—. Por lo que cuenta Bill, el señor Polhurst es un hombre maravilloso.
—Sí, todos piensan lo mismo. Pero, claro, no enviarán las facturas a su club de fans, ¿eh?
—No —repuso Ralph incómodo—. Supongo que no. La nota de Bill decía que su tío está muy mal.
—Sí. Los médicos dicen que probablemente no pasará de esta noche, pero esa cantinela ya la he oído antes. Que Dios me perdone, pero a veces es como si tío Bob fuera uno de esos anuncios de ventas por catálogo, que siempre prometen el oro y el moro y nunca dan nada. Supongo que suena fatal, pero estoy tan cansada que no me importa. Esta mañana lo han desconectado de las máquinas… No podría haber asumido la responsabilidad yo sola, pero he llamado a Bill y me ha dicho que era lo que tío Bob habría querido. Ya es hora de que Bob explore el próximo mundo —me ha dicho—. Éste ya lo ha explorado en profundidad. ¿No le parece poético, señor Robbins?
—Sí. Y me llamo Roberts, señora Polhurst. ¿Puede decirle a Bill que ha llamado Ralph Roberts y que por favor le lla…?
—Así que hemos desconectado las máquinas y yo ya estaba preparada… nerviosa, podría decirse, pero no se ha muerto. No lo entiendo. Él está preparado, yo estoy preparada, ya ha cumplido con su misión en la vida… ¿Por qué no se muere?
—No lo sé.
—La muerte es estúpida —prosiguió la mujer en el tono fastidiado y frío que tan sólo las personas muy cansadas y dolidas parecen emplear—. A un obstetra que tardara tanto en cortarle el cordón umbilical a un bebé podrían despedirlo por negligencia.
En los últimos tiempos, la mente de Ralph tenía tendencia a divagar, pero en ese momento se puso firme en un santiamén.
—¿Qué ha dicho?
—¿Cómo dice? —replicó ella con voz sobresaltada, como si también ella hubiera estado divagando.
—Ha dicho algo de cortar el cordón.
—No quería decir nada especial con eso —espetó la mujer.
El tono fastidiado se había tornado más intenso…, pero no era un tono fastidiado, se dio cuenta Ralph; era un tono quejumbroso y asustado. Algo andaba mal. El corazón le dio un vuelco.
—No quería decir nada en especial —insistió la mujer.
De repente, el teléfono adquirió un profundo y siniestro matiz azul.
Ha pensado en matarle, y no en plan pasivo precisamente; ha pensado en cubrirle la cara con una almohada y ahogarlo. No tardaría mucho, piensa. Misericordia, piensa. Por fin se acabaría todo, piensa.
Ralph se apartó el auricular de la oreja. Una luz azul, fría como un cielo de febrero, brotaba de los orificios en rayos finísimos.
El asesinato es azul, pensó Ralph mientras sostenía el teléfono lejos de sí y observaba con los ojos abiertos de par en par cómo los rayos azules empezaban a doblarse hacia el suelo. Desde muy lejos le llegaba la voz quejumbrosa y angustiada de Denise Polhurst. No es que quisiera saberlo, pero ahora lo sé; el asesinato es azul.
Se acercó de nuevo el teléfono, aunque mantuvo el auricular y su aura de estalactitas lejos de su oído. Temía que si se acercaba esa parte del teléfono demasiado a la oreja, la fría y enfurecida desesperación de la mujer podría dejarlo sordo.
—Dígale a Bill que Ralph ha llamado —dijo—. Roberts, no Robbins.
Colgó sin esperar respuesta. Los rayos azules se separaron del auricular y cayeron al suelo. Ralph pensó de nuevo en estalactitas, esta vez en el modo en que caían en una ordenada hilera si se pasaba la mano enguantada bajo el alero del tejado después de un cálido día de invierno. Desaparecían antes de chocar contra el linóleo. Ralph miró en derredor. En la habitación, nada brillaba, resplandecía ni vibraba. Las auras se habían esfumado otra vez. Empezó a exhalar un suspiro de alivio y en ese preciso instante, un coche petardeó.
En el piso vacío del primer piso, Ralph Roberts gritó.
No quería más té, pero todavía tenía sed. Encontró media lata de Coca Cola light, sin gas pero refrescante, en el fondo del frigorífico, la vertió en un vaso de plástico con un desvaído logotipo de la Manzana Roja y se la llevó afuera. No podía quedarse por más tiempo dentro del piso, que le parecía oler a desgraciada vigilia. Sobre todo después de lo que había sucedido por teléfono.
Hacía un día aún más bonito que antes, si cabía; soplaba un viento fuerte y cálido que proyectaba sombras y luces sobre la parte oeste de Derry y peinaba las hojas de los árboles, arrastrándolas por las aceras en castañeantes derviches anaranjados, amarillos y rojos.
Ralph dobló a la izquierda, no porque tuviera ningún deseo consciente de volver al merendero del aeropuerto, sino porque quería tener el viento de espaldas. No obstante, al cabo de unos diez minutos volvió a entrar en el pequeño claro. Estaba vacío, y no era de extrañar. El viento que soplaba no era frío, no lo suficiente como para obligar a los ancianos y ancianas a correr a cobijarse bajo techo, pero costaba mucho mantener las cartas sobre la mesa o las figuras de ajedrez sobre el tablero cuando el malicioso viento se empeñaba en barrerlas. Al acercarse a la mesita de caballetes desde la que Faye Chapin solía presidir el tribunal, Ralph no se sorprendió precisamente al ver una nota sujeta con una piedra, y creía saber cuál sería su contenido antes de dejar el vaso de plástico de la Manzana Roja y cogerla.
Dos paseos; dos visiones del médico calvo con el bisturí; dos ancianos sufriendo insomnio y viendo visiones de colores brillantes; dos notas. Es como Noé cuando llevó los animales al arca, no uno a uno, sino en parejas… ¿y caerá otro diluvio? Bueno, ¿tú qué crees, viejo?
No sabía qué creer…, pero la nota de Bill había sido una suerte de esquela anticipada, y no le cabía ni la menor duda de que la de Faye era lo mismo. Aquella sensación de ser llevado hacia delante, sin esfuerzo ni vacilación, era demasiado intensa como para permitir dudas; era como despertar en un extraño escenario y verse declamando un texto (o dando tumbos por él, en todo caso) de un drama para el que uno no recordaba haber ensayado, o ver una forma coherente en algo que hasta entonces había carecido por completo de sentido, o descubrir…
¿Descubrir qué?
—Otra ciudad secreta, eso es —murmuró para sí—. La Derry de las Auras.
Se inclinó sobre la nota de Faye y la leyó mientras el viento jugueteaba con su cabello ralo.
Aquellos que quieran dar su último adiós a Jimmy Vandermeer deberán hacerlo mañana a más tardar. El padre Coughlin ha pasado esta tarde cuando me iba hacia el torneo de ajedrez, y me ha dicho que el pobre está en las últimas. Puede recibir visitas. Está en el hospital de Derry, UCI, habitación 315.
FAYE
P.D. Recordad que queda poco tiempo.
Ralph leyó la nota dos veces, la volvió a dejar sobre la mesa con la piedra encima para el siguiente Viejo Carcamal que pasara por allí y a continuación permaneció unos instantes inmóvil, con las manos hundidas en los bolsillos y la cabeza gacha, contemplando la pista 3 por debajo de la hirsuta maraña de sus cejas. Una hoja crujiente, anaranjada como una de esas calabazas de Halloween que pronto adornarían la calle, cayó del cielo azul intenso y aterrizó sobre su escaso cabello. Ralph se la apartó con ademán ausente y pensó en las dos habitaciones de hospital de la UCI del hospital de Derry, dos habitaciones contiguas. Bob Polhurst en una, Jimmy V. en la otra. ¿Y la siguiente habitación de ese pasillo? La 317, la habitación en la que había muerto su mujer.
—Esto no es una coincidencia —susurró—. Nada de esto es una coincidencia.
Pero ¿qué era? ¿Siluetas en la niebla? ¿Una ciudad secreta? Posibilidades muy sugestivas, pero no contestaban a ninguna pregunta.
Ralph se sentó sobre la mesa de picnic que estaba junto a la que Faye había dejado su nota, se quitó los zapatos y cruzó las piernas. El viento le alborotaba el cabello. Permaneció allí sentado con la cabeza algo inclinada y el ceño fruncido en ademán pensativo. Parecía un Buda en la versión de Winslow Homer mientras meditaba abrazándose las rodillas y repasando con toda meticulosidad la impresión que le habían producido el doctor 1 y el 2… en comparación con la que se había llevado del doctor 3.
Primera impresión: los tres médicos le habían recordado a los extraterrestres que salían en los periódicos sensacionalistas como Inside View y en fotografías junto a las que siempre podía leerse la leyenda «concepto del artista». Ralph sabía que aquellas imágenes calvas y de ojos oscuros de misteriosos visitantes del espacio se remontaban a un pasado bastante lejano la gente afirmaba haber entrado en contacto con calvos bajitos, los denominados «médicos bajitos» desde hacía mucho tiempo, tal vez desde el inicio de los informes acerca de los ovnis. Estaba casi seguro de haber leído al menos un artículo acerca de aquellas criaturas en los años sesenta.
—Muy bien, digamos que hay un montón de estos tipos —le dijo Ralph a un gorrión que acababa de posarse sobre el bidón de basura del merendero—. No sólo tres, sino trescientos. O tres mil. Lois y yo no somos los únicos que los vemos. Y…
¿Y acaso la mayoría de la gente que informaba acerca de aquellos encuentros no mencionaba así mismo la presencia de objetos punzantes?
Sí, pero no de tijeras ni bisturíes…, al menos, eso creía Ralph. La mayoría de la gente que afirmaba haber sido secuestrada por los médicos calvos y bajitos hablaba de sondas, ¿no?
El gorrión salió volando. Ralph ni tan siquiera se dio cuenta. Estaba pensando en los médicos calvos y bajitos que habían visitado a May Locher la noche de su muerte. ¿Qué más sabía de ellos? ¿Qué más había visto? Llevaban batas cortas blancas, como las que llevaban los médicos de las series de televisión de los cincuenta y los sesenta, como las que los farmacéuticos todavía llevaban en la actualidad. Pero, al contrario que en el caso del doctor 3, sus batas estaban limpias. El doctor 3 sostenía en la mano un bisturí oxidado; si había habido óxido en las tijeras que el doctor 1 sostenía en la mano, Ralph no se había dado cuenta, ni siquiera tras enfocarlas con los prismáticos.
Hay algo más, algo que probablemente carece de importancia, pero al menos te diste cuenta de ello. El doctor de las tijeras era diestro a juzgar por el modo en que sostenía el arma, pero el del bisturí es zurdo.
Sí, probablemente carecía de importancia, pero había algo en ello, otra de esas siluetas en la niebla, aunque muy pequeña, que le molestaba. Algo acerca de la dicotomía entre izquierda y derecha.
—Ve a la izquierda para tener derecho —masculló Ralph, repitiendo el final de algún chiste que había oído poco tiempos antes: Ve a la derecha y te levantarás con el pie izquierdo.
No importaba. ¿Qué más sabía acerca de los médicos?
Bueno, estaban envueltos en auras, por supuesto, hermosas auras verdes y doradas, y dejaban tras de sí aquellas
(huellas del hombre blanco)
marcas tan parecidas a los diagramas del manual de baile de Arthur Murray. Y aunque sus facciones se le habían antojado por completo anónimas, sus auras transmitían una sensación de poder… sobriedad… y…
—Y dignidad, maldita sea —terminó Ralph.
Otra ráfaga de viento se levantó y barrió más hojas de los árboles. A unos cincuenta metros del merendero, no muy lejos de las viejas vías del ferrocarril, un árbol retorcido y medio arrancado parecía alargar las ramas en dirección a Ralph, unas ramas que en verdad recordaban un poco a unas manos.
De repente se le ocurrió a Ralph que había visto muchas cosas aquella noche para ser un viejo que se suponía debía estar viviendo al borde de la última fase de la vida, aquella que Shakespeare (y Bill McGovern) denominaban «pantalones escurridizos». Y nada de lo que había visto, ni una sola cosa, presuponía la existencia de peligro o malas intenciones. El hecho de que Ralph dedujera que había malas intenciones no resultaba demasiado sorprendente. Aquellos desconocidos tenían un aspecto físico aterrador; los había visto salir de la casa de una mujer enferma a una hora de la noche en la que casi nadie o nadie recibía visitas; los había visto pocos minutos después de despertar de una pesadilla de proporciones épicas.
Sin embargo, al recordar lo que había visto le volvían otras imágenes. Los veía parados junto a la entrada de la casa de la señora Locher, como si tuvieran todo el derecho de estar ahí; recordaba la sensación de que se trataba de dos amigos permitiéndose el lujo de charlar un ratito antes de separarse. Dos viejos amigos hablando una vez más del asunto antes de irse a casa después de una larga noche de trabajo.
Sí, ésa fue la impresión que te dieron, pero no puedes fiarte de ella, Ralph.
Pero Ralph creía que sí podía fiarse de ella. Viejos amigos, compañeros de trabajo después del turno de noche. La casa de May Locher había sido su última parada.
Muy bien; así pues, el doctor 1 y el doctor 2 no se parecían en lo más mínimo al doctor 3. Los primeros dos eran limpios mientras el tercero era sucio, ellos estaban envueltos en auras mientras que el tercero carecía de ella (al menos, que Ralph supiera), ellos llevaban tijeras mientras que él llevaba bisturí, ellos parecían más cuerdos y serenos que una pareja de respetables ancianos de pueblo, mientras que el n.° 3 parecía estar como un cencerro.
Pero una cosa está clara, ¿no? Tus compañeros de juegos son seres sobrenaturales, y aparte de Lois, la única persona que parece saber que existen es Ed Deepneau. ¿Cuánto crees tú que duerme Ed últimamente?
—No sé.
Se soltó las rodillas y se cubrió los ojos con las manos algo temblorosas. Ed había hablado de médicos calvos, y los médicos calvos existían. ¿Se refería a los médicos cuando hablaba de los Centuriones?
Ralph no lo sabía. Casi lo esperaba, porque la palabra Centuriones empezaba a conjurar en su mente una imagen mucho más horrible cada vez que pensaba en ella: los Guardianes de los Anillos de la trilogía fantástica de Tolkien[5]. Figuras encapuchadas montadas en caballos esqueléticos de ojos rojos acercándose majestuosamente a un reducido grupo de hobbits encogidos de terror ante la Taberna del Pony Pisador de Bree.
Pensar en hobbits le hizo pensar en Lois y el temblor de sus manos se agudizó.
Carolyn: Hay un largo camino hasta el Edén, cariño, así que no malgastes tus energías en las pequeñeces.
Lois: En mi familia, morir a los ochenta es morir joven.
Joe Wyzer: El forense suele certificar muerte por suicidio en lugar de insomnio.
Bill: Su especialidad era la Guerra Civil, y ahora ni siguiera sabe lo que es una guerra civil ni, por supuesto, quién ganó la nuestra.
Denise Polhurst: La muerte es estúpida. A un obstetra que tardara tanto en cortarle el cordón umbilical…
Era como si alguien acabara de encender un potente foco en su mente, y Ralph lanzó un grito en la soleada tarde otoñal. Ni siquiera el Delta 727 que se disponía a aterrizar en la pista 3 ahogó aquel grito.
Pasó el resto de la tarde sentado en el porche de la casa que compartía con Bill McGovern, esperando con impaciencia a que Lois regresara de su partida de cartas. Podría haber intentado de nuevo localizar a McGovern en el hospital, pero no lo hizo. Se le había pasado la necesidad de hablar con él. Ralph todavía no lo entendía todo, pero creía entender mucho más que antes, y si el repentino rayo de comprensión que lo había invadido en el merendero tenía aunque fuera un mínimo de validez, contarle a McGovern lo que había sucedido con su panamá no serviría de nada aunque Bill le creyera.
Tengo que recuperar el sombrero —pensó Ralph—. Y también tengo que recuperar los pendientes de Lois.
Fueron una tarde y un anochecer increíbles. Por un lado, no ocurrió nada; por otro, ocurrió todo. El mundo de las auras iba y venía a su alrededor como la majestuosa progresión de las sombras de las nubes en el cielo de la parte oeste de la ciudad. Ralph permaneció sentado, observándolo hechizado, rompiendo la magia tan sólo para comer algo e ir al baño. Vio a la señora Bennigan en el porche de su casa, enfundada en su brillante abrigo rojo, aferrada al andador mientras hacía inventario de sus flores de otoño. Vio el aura que la envolvía… Era del color rosado limpio y saludable de un bebé recién bañado; esperó que la señora B. no tuviera muchos parientes que esperaran su muerte. Vio a un joven de apenas veinte años caminando con paso indolente por la otra acera en dirección a la Manzana Roja. Era la personificación de la salud con sus vaqueros desteñidos y su camiseta sin mangas, pero Ralph vio una bolsa de la muerte pegada a él como una mancha de aceite, así como un cordel de globo que surgía de su coronilla como el cordel decrépito de la campanilla en una casa embrujada.
No vio a ningún médico calvo y bajito, pero poco después de las cinco y media vio una impresionante columna de luz violácea brotar de una alcantarilla en el centro de Harris Avenue; la luz se elevó hacia el cielo como un efecto especial de una película bíblica de Cecil B. DeMille durante unos tres minutos antes de desaparecer. También vio un enorme pájaro, que parecía un halcón prehistórico, planear entre las chimeneas de la vieja fábrica de productos lácteos que había a la vuelta de la esquina, en Howard Street, y corrientes térmicas de color rojo y azul retorciéndose sobre el parque Strawford en lazos largos y perezosos.
A las seis menos cuarto, cuando el entrenamiento de fútbol terminó en la escuela primaria de Fairmount, una docena de chiquillos llegó corriendo al aparcamiento de la Manzana Roja, donde podrían comprar toneladas de caramelos y fajos de cromos (cromos de fútbol en aquella época del año, suponía Ralph). Dos de ellos se detuvieron para discutir por algo, y sus auras, una de las cuales era verde y la otra, de un vibrante matiz anaranjado, encogieron, se tornaron más intensas y empezaron a resplandecer a causa de las espirales ascendentes de luz roja que las surcaban.
¡Cuidado!, gritó Ralph mentalmente al chiquillo del aura anaranjada, justo antes de que el Chiquillo Verde dejara caer sus libros de texto y le propinara un porrazo en la boca. Los dos chiquillos se agarraron, empezaron a dar vueltas en una danza torpe y agresiva y por fin cayeron sobre la acera. En torno a ellos se formó un pequeño círculo de niños que gritaban y jaleaban. Una suerte de cúpula entre violeta y roja se formó como un nubarrón alrededor y encima de la pelea. A Ralph, aquella silueta, que circulaba con lentitud en el sentido de las agujas del reloj, se le antojaba terrible y bella a un tiempo, y se preguntó qué aspecto tendría el aura de una batalla militar en toda regla. Justo en el momento en que el Chiquillo Anaranjado se encaramaba sobre el Chiquillo Verde para empezar a darle una paliza en serio, Sue salió de la tienda y les ordenó a gritos que dejaran de pelearse en el maldito aparcamiento.
El Chiquillo Anaranjado soltó al otro con reticencia. Los contrincantes se pusieron en pie sin dejar de mirarse con cautela. Por fin el Chiquillo Verde, en un intento de aparentar impasibilidad, giró sobre sus talones y entró en la tienda. Sólo el vistazo rápido por encima del hombro para asegurarse de que su oponente no le seguía estropeó el efecto.
Los espectadores de la pelea siguieron al Chiquillo Verde a la tienda para abastecerse de suministros tras el entrenamiento o bien se agolparon alrededor del Chiquillo Anaranjado para felicitarlo. Sobre sus cabezas, invisible, aquella virulenta cúpula roja y violeta empezaba a disiparse como un banco de nubes antes del viento. Se resquebrajó, se desparramó y por fin desapareció.
La calle es un carnaval de energía, pensó Ralph. El jugo que han exhalado esos dos chicos durante los noventa segundos de la pelea parecía bastar para abastecer a toda Derry durante una semana, y si fuera posible hacerse con la energía de los espectadores, la energía de ese champiñón lo más probable es que pudiera abastecerse de electricidad a todo el estado de Maine durante un mes. ¿Puedes imaginarte lo que significaría penetrar en el mundo de las auras en Times Square a las doce menos dos minutos de Nochevieja?
No podía y tampoco quería. Sospechaba que acababa de topar con la vanguardia de una fuerza tan enorme y vital que, en comparación, todas las armas nucleares fabricadas desde 1945 parecían tener la potencia de una pistola de juguete disparada dentro de una lata vacía. Una fuerza suficiente para destruir el universo entero, tal vez…, o para crear otro.
Ralph subió a su piso, vertió una lata de alubias en una olla y un par de salchichas en otra, y empezó a pasearse por la casa vacía como un oso enjaulado, chasqueando los dedos y mesándose el cabello mientras esperaba con impaciencia a que su cena de soltero estuviera dispuesta. El profundo cansancio que lo invadía desde mediados de verano había desaparecido por completo, al menos de momento; se sentía embargado por una energía maníaca y grotesca, completamente repleto de ella. Suponía que por eso a la gente le gustaba tanto la bencedrina y la cocaína, aunque tenía la sensación de que su colocón era mucho mejor, de que cuando se le pasara no lo dejaría exhausto y maltrecho, más usado que usuario.
Ralph Roberts, sin saber que el cabello que mesaban sus dedos se había tornado más espeso y que en él se veían mechones negros por primera vez en cinco años, paseaba incansable por el piso, caminando sobre los talones, tarareando y luego cantando un viejo rock and roll de principios de los sesenta: «Eh, guapaa, no puedes sentarte… tienes que saltar, tienes que bailar, por toda la ciudaaad…».
Las alubias bullían en una olla, las salchichas hervían en la otra, aunque a Ralph casi le parecía verlas bailar el Bristol Stomp al son del viejo tema de los Dovell. Sin dejar de cantar a pleno pulmón («Cuando oyes al hippy con el ritmo, no puedes sentarte»), Ralph cortó las salchichas en pedacitos, las añadió a las alubias, vertió un cuarto de litro de ketchup, agregó un poco de salsa de chile y lo mezcló todo vigorosamente antes de dirigirse hacia la puerta. En una mano llevaba la cena, que no había sacado de la olla. Bajó la escalera con la ligereza de un chiquillo que llega tarde el primer día de escuela. Cogió una vieja y holgada chaqueta de punto (que era de McGovern, pero qué diablos) del armario del recibidor y salió al porche.
Las auras habían desaparecido, pero a Ralph no le importaba; de momento le interesaba más el olor de la comida. No recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido tanta hambre como en aquel instante. Se sentó en el escalón superior con los muslos largos y las rodillas huesudas sobresaliendo a cada lado de su cuerpo y aspecto de Ichabod Crane, y empezó a comer. Los primeros bocados le quemaron los labios y la boca, pero en lugar de disuadirlo, lo animaron a comer más deprisa, casi a devorar.
Se detuvo cuando la olla de alubias y salchichas estaba ya medio vacía. El animal que anidaba en su estómago no se había dormido, al menos no de momento, pero sí se había apaciguado un poco. Ralph eructó sin ningún reparo y contempló Harris Avenue con una satisfacción que no había experimentado en muchos años. Dadas las circunstancias, aquella sensación carecía por completo de sentido, pero eso no cambiaba nada. ¿Cuándo se había sentido tan bien por última vez? Tal vez la mañana que había despertado en aquel granero situado entre Derry, Maine y Poughkeepsie, Nueva York, anonadado por los rayos de luz, miles de rayos, le había parecido, que atravesaban entrelazados el lugar cálido y de aroma dulce en el que yacía.
O tal vez nunca.
Eso, tal vez nunca.
Vio a la señora Perrine aproximarse por la calle, probablemente de regreso de Un Lugar Seguro, la combinación de comedor social y refugio para vagabundos que se hallaba junto al Canal. Una vez más, Ralph se sintió fascinado por su extraño andar deslizante, que lograba sin ayuda de bastón y, en apariencia, sin desplazar las caderas lateralmente. Su cabello, aún más negro que gris, estaba sujeto (o quizás sería mejor decir subyugado) por la redecilla que llevaba cuando servía en el comedor. Gruesas medias del color del algodón de azúcar ascendían desde sus inmaculados zapatos de enfermera…, aunque Ralph no veía gran cosa ni de las medias ni de las piernas que cubrían; aquel día, la señora Perrine llevaba un abrigo de lana de hombre que le llegaba casi hasta los tobillos. Parecía depender por completo de sus muslos para desplazarse, y este modo de locomoción, combinado con el abrigo, confería a Ione Perrine un aspecto algo surrealista mientras se aproximaba. Parecía la reina negra de un tablero de ajedrez, una figura a la que, o bien guiaba una mano invisible, o bien se movía por sí sola.
Mientras se acercaba al lugar en el que Ralph estaba sentado, todavía con la camisa rota y ahora, a la postre, comiendo directamente de la olla las auras reaparecieron en el mundo. Las farolas ya estaban encendidas, y Ralph vio que sobre cada una de ellas pendía un delicado arco de color espliego. También veía una neblina roja sobre algunos tejados, amarilla sobre otros, de un pálido color cereza sobre otros. Al este, donde la noche se disponía a extender su manto por el cielo, el horizonte aparecía salpicado de mortecinas motas verdes.
Volviendo su atención a lo más inmediato, observó cómo el aura de la señora Perrine cobraba vida a su alrededor, aquella aura que le recordaba el uniforme de un cadete de West Point. Unas cuantas motas oscuras, que parecían botones fantasma, resplandecían sobre su pecho (Ralph suponía que había un pecho escondido en alguna parte bajo el abrigo). No estaba seguro, pero creía que aquellas motas significaban que se avecinaban problemas de salud.
—Buenas tardes, señora Perrine —saludó en tono cortés al tiempo que observaba cómo las palabras se elevaban ante sus ojos como copos de nieve.
La mujer le lanzó una rápida mirada de pájaro, de arriba abajo, como si lo justipreciara y despidiera en una sola mirada.
—Veo que todavía lleva la misma camisa, Roberts —empezó.
Lo que no dijo, aunque Ralph estaba convencido de que lo estaba pensando, fue: Y también veo que está aquí sentado comiendo alubias directamente de la olla, como un vagabundo que no supiera hacerlo mejor… y siempre me acuerdo de lo que veo, Roberts.
—Sí —asintió Ralph—. Me he olvidado de cambiarme.
—Hmm —replicó la señora Perrine.
Ralph tuvo la sensación de que ahora estaba considerando su ropa interior. ¿Cuándo fue la última vez que se le ocurrió cambiarse de ropa interior? Me estremezco sólo de pensarlo, Roberts.
—Qué tiempo tan magnífico, ¿verdad, señora Perrine?
Otra de aquellas miradas rápidas de pájaro, esta vez dedicada al cielo, antes de volverse de nuevo hacia Ralph.
—Va a hacer frío.
—¿Usted cree?
—Oh, sí, el veranillo de San Martín se ha acabado. Mi espalda ya no sirve para gran cosa aparte de para la previsión meteorológica, pero en eso no falla —hizo una pausa antes de continuar—: Creo que esa chaqueta es de Bill McGovern.
—Creo que sí —asintió Roberts preguntándose si la anciana le preguntaría a continuación si Bill sabía que la tenía él, lo cual no le extrañaría de ella.
Sin embargo, la señora Perrine le dijo que se la abrochara.
—No querrá pescar una neumonía, ¿verdad? —inquirió, y sus labios apretados agregaron: Ni acabar en el loquero.
—No, desde luego —convino Ralph.
Dejó la olla a un lado, se llevó las manos a los botones de la chaqueta y de repente se detuvo. Todavía llevaba la manopla de cocina en la mano izquierda. No se había dado cuenta hasta entonces.
—Le resultará más fácil si se quita eso —comentó la señora Perrine.
Ralph creyó ver un debilísimo brillo en sus ojos.
—Supongo que sí —repuso Ralph con humildad antes de quitarse la manopla y abotonarse la chaqueta de McGovern.
—Mi oferta sigue en pie, Roberts.
—¿Cómo dice?
—Mi oferta de remendarle la camisa. Si es que puede soportar separarse de ella durante un día, claro está. Tendrá otra camisa, supongo. Una que pueda llevar mientras le remiendo ésta.
—Oh, sí —aseguró Ralph—. Claro que sí. Tengo muchas.
—Escoger una cada día debe de ser todo un reto para usted. Tiene salsa en la barbilla, Roberts.
Una vez pronunciadas aquellas palabras, la señora Perrine volvió los ojos hacia la calle y empezó a desfilar.
Lo que Ralph hizo a continuación no fue fruto de premeditación ni comprensión alguna; fue una acción tan instintiva como el movimiento de karate que había empleado para alejar al doctor 3 de Rosalie. Levantó la mano en la que antes llevaba la manopla de cocina, formó un tubo con ella y se la llevó a la boca. A continuación inhaló con fuerza, emitiendo un débil y agudo silbido.
El resultado fue impresionante. Un lápiz de luz gris surgió del aura de la señora Perrine como la púa de un puercoespín. Se alargó hacia atrás con rapidez mientras la mujer avanzaba, cruzó el césped cubierto de hojas y por fin penetró como un rayo en el tubo formado por los dedos de Ralph. Lo sintió invadir su cuerpo mientras lo inhalaba, y fue como tragar energía pura. De repente se sintió iluminado, como un cartel de neón o la marquesina de un cine de gran ciudad. Una sensación explosiva de fuerza, una sensación de UAUU le atravesó el pecho, el estómago y las piernas hasta las puntas de los dedos de los pies. Al mismo tiempo salió disparada hacia su cabeza, amenazando con volarle la tapa de los sesos como si fuera la delgada capa de hormigón que protege los silos de misiles.
Veía rayos de luz grises, como niebla electrificada, surgir humeantes de entre sus dedos. Una terrible y gozosa sensación de poder iluminó sus pensamientos, pero sólo durante un instante. La siguió una intensa sensación de vergüenza y anonadado horror.
¿Qué estás haciendo, Ralph? Sea lo que sea esto, no te pertenece. ¿Meterías la mano en su bolso y le robarías el dinero mientras no mirara?
El rostro le ardía de rubor. Retiró la mano y cerró la boca. Cuando sus labios y dientes se juntaron, oyó y percibió una suerte de crujido en su interior. Era el sonido que se oía al morder un trozo de ruibarbo fresco.
La señora Perrine se detuvo, y Ralph observó con atención cómo daba un cuarto de vuelta y miraba la calle. No lo he hecho adrede —le dijo mentalmente—. De verdad que no, señora Perrine. Todavía no estoy muy ducho en estas cosas.
—Roberts.
—¿Sí?
—¿Ha oído algo? Casi parecía un disparo.
Ralph sintió que la sangre le palpitaba en los oídos mientras meneaba la cabeza.
—No…, pero mi oído ya no es lo que…
—Probablemente el tubo de escape de algún coche en Kansas Street —lo interrumpió ella sin hacer caso de sus pobres excusas—. Pero el corazón me ha dado un vuelco, eso se lo aseguro.
La anciana echó a andar de nuevo con aquel extraño paso deslizante de reina de ajedrez, pero de repente se detuvo y se volvió para mirar a Ralph. Su aura había empezado a desvanecerse, pero a Ralph no le costó esfuerzo alguno ver sus ojos, agudos como los de un cernícalo.
—Está cambiado, Roberts —dijo—. Parece más joven.
Ralph, que esperaba algo por el estilo de Devuélvame lo que me ha robado, Roberts, ahora mismo, no sabía qué decir.
—¿Usted cree…? Muy amable… quiero decir gracias por…
La anciana agitó una mano despectiva en su dirección.
—Probablemente es por la luz. Le aconsejo que no babee sobre la chaqueta, Roberts. Tengo la impresión de que el señor McGovern es una persona que tiene mucho cuidado con sus cosas.
—Debería haber tenido más cuidado con su sombrero —masculló Ralph.
Aquellos ojos brillantes, que habían empezado a alejarse, se volvieron de nuevo hacia él.
—¿Cómo dice?
—Su panamá —explicó Ralph—. Lo ha perdido.
La señora Perrine consideró aquellas palabras a la luz de su intelecto durante unos instantes, y por fin las desechó con otro Hmm.
—Entre en la casa, Roberts. Si se queda aquí afuera mucho más tiempo pescará un catarro de muerte.
Y dicho aquello reanudó su camino en el mismo estado, al menos a juzgar por su aspecto, que antes del precipitado robo de Ralph.
¿Robo? Estoy casi seguro de que ésa no es la palabra correcta, Ralph. Lo que has hecho se parecía más a…
—Vampirismo —terminó Ralph ceñudo.
Dejó la olla y empezó a frotarse las manos con lentitud. Estaba avergonzado…, se sentía culpable…, estaba a punto de explotar de energía.
Le has arrebatado una parte de su fuerza vital en lugar de sangre, pero un vampiro es un vampiro, Ralph.
Muy cierto. Y de repente se le ocurrió que no debía de ser la primera vez que lo hacía.
Está cambiado, Roberts. Parece más joven. Eso acababa de decir la señora Perrine, pero la gente le decía cosas parecidas desde finales de verano, ¿no? La razón principal por la que sus amigos no le habían instado a ir al médico residía en que no tenía aspecto de que le pasara nada malo. Se quejaba de insomnio, pero, en realidad, era la salud personificada. Así que, por lo visto, el truco del panal ha funcionado, ¿eh?, había dicho Johnny Leydecker justo antes de que salieran de la biblioteca el domingo por la noche… De vuelta a la Edad de Hierro, así era como se sentía en ese momento. Y cuando Ralph le preguntó de qué estaba hablando, Leydecker le contestó que estaba hablando de su insomnio. Tienes un aspecto tropecientas veces mejor que el día en que te conocí.
Y Leydecker no era el único. Ralph se arrastraba por la vida como si lo hubiera aplastado una apisonadora, mareado y mutilado…, pero la gente no cesaba de decirle que tenía un aspecto magnífico, fresco y joven. Helen…. McGovern…. incluso Faye Chapin le había dicho algo parecido una o dos semanas antes, aunque Ralph no recordaba con exactitud qué…
—Claro que me acuerdo —se corrigió en tono bajo y consternado—. Me preguntó si me ponía crema antiarrugas. ¡Crema antiarrugas, por el amor de Dios!
¿Ya robaba la fuerza vital de otras personas por aquel entonces? ¿La robaba sin tan siquiera darse cuenta de ello?
—Debía de hacerlo —se contestó en el mismo tono de voz—. Dios mío, soy un vampiro.
Pero ¿era ésa la palabra correcta?, se preguntó de repente. ¿Acaso no era al menos posible que, en el mundo de las auras, un ladrón de vidas recibiera el nombre de Centurión?
El rostro pálido y frenético de Ed se le apareció como un fantasma que vuelve para acusar a su asesino, y con repentino terror, Ralph se abrazó las rodillas y apoyó la cabeza en ellas.