13

—Lois —empezó Ralph con una voz que se le antojó el eco de un cañón largo y profundo—. Lois, ¿estás viendo eso?

—No… —Lois se interrumpió en seco—. ¿Esa puerta la ha abierto el viento? No, ¿verdad? ¿Hay alguien ahí? ¿Por eso está inquieto el perro?

Rosalie se alejó lentamente del hombre calvo, con las orejas marchitas pegadas al cráneo, el hocico abierto, dejando al descubierto dientes tan erosionados que apenas resultaban más amenazadores que tacos de goma. Emitió una retahíla de vacilantes ladridos y luego empezó a gemir desesperada.

—¡Sí! ¿No lo ves, Lois? ¡Está ahí mismo!

Ralph se puso en pie. Lois lo imitó, protegiéndose los ojos con una mano. Miró colina abajo con desesperada intensidad.

—Veo como un brillo, nada más. Como el aire encima de un incinerador.

—¡Te he dicho que la dejaras en paz! —gritó Ralph—. ¡Basta! ¡Lárgate de aquí!

El hombre calvo miró en dirección a Ralph, pero esta vez no se apreciaba sorpresa alguna en su expresión, sino tan sólo desprecio casual. Alzó el dedo corazón de la mano derecha, se lo mostró a Ralph en ancestral saludo y descubrió los dientes, mucho más afilados y amenazadores que los de Rosalie, en una carcajada silenciosa.

Rosalie se encogió cuando el hombrecillo de la bata blanca se acercó a ella y de repente se llevó una pata a la cabeza en un gesto de cómic que habría resultado divertido de no ser por el terror que expresaba.

—¿Qué es lo que no puedo ver, Ralph? —gimió Lois—. Veo algo, pero…

—¡APÁRTATE de ella! —gritó Ralph volviendo a alzar la mano en actitud de karateka.

Sin embargo, la mano, aquella mano que por la mañana había despedido aquella asombrosa cuña de luz azul, seguía pareciéndole un arma vacía, y esta vez, el médico calvo lo sabía, por lo visto. Miró a Ralph y agitó la mano a modo de saludo burlón.

(Bah, déjalo, Mortal… Relájate, cierra el pico y disfruta del espectáculo.)

La criatura al pie de la colina se concentró de nuevo en Rosalie, que yacía hecha un ovillo bajo un enorme y viejo pino. El árbol emanaba una leve neblina verde de las grietas de la corteza. El médico calvo se inclinó sobre Rosalie con la mano extendida en un gesto de solicitud que no encajaba en absoluto con el bisturí que sobresalía de su diminuto puño izquierdo.

Rosalie gimió… y a continuación estiró el cuello para lamer humildemente la mano de la criatura calva.

Ralph se miró las manos sintiendo algo en ellas…, no el poder que había tenido con anterioridad, nada de eso, pero sí algo. De repente vio chispas de luz blanca y transparente danzando por encima de sus uñas. Era como si sus dedos se hubieran convertido en bujías.

Lois se aferraba a él, frenética.

—¿Qué le pasa a la perra? ¿Ralph, qué le pasa?

Sin detenerse a pensar qué estaba haciendo ni por qué, cubrió los ojos de Lois con las manos, como si jugara a adivinar quién era. Sus dedos despidieron por un instante una luz blanca cegadora. Debe de ser el blanco del que siempre hablan en los anuncios de detergente, se dijo.

Lois lanzó un grito. Se aferró a las muñecas de Ralph, pero no tardó en aflojar la presión.

—Dios mío, Ralph, ¿qué me has hecho?

Ralph apartó las manos y vio que un ocho de luz blanca le envolvía los ojos; era como si se acabara de quitar un antifaz que antes hubieran sumergido en azúcar molido. El blanco empezó a perder el brillo casi al instante… pero…

No está perdiendo el brillo —pensó—, está cuajando.

—No te preocupes por eso —exclamó al tiempo que señalaba con el dedo—. ¡Mira!

La expresión atónita que se dibujó en el rostro de Lois era lo único que necesitaba. El doctor 3, impasible ante los desesperados esfuerzos de Rosalie por entablar amistad, le apartó el hocico con la mano en la que sostenía el bisturí. Agarró el viejo pañuelo que llevaba en el cuello con la otra mano y tiró de su cabeza hacia arriba. Rosalie aulló consternada. Las babas le caían de ambos lados de la cara. El hombre calvo emitió una escabrosa risita que puso a Ralph la piel de gallina.

¡Eh! ¡Para! ¡Deja de molestar a la perra!»)

El hombre calvo volvió la cabeza con brusquedad. La sonrisa se borró de sus labios, y el ser gruñó a Lois como un perro.

(¡Aaah, vete a tomar por el culo vieja zorra de mierda! ¡El perro es mío, como ya le he dicho al soplapollas de tu amigo!)

El hombre calvo había soltado el pañuelo azul al oír el grito de Lois, y Rosalie se apretaba de nuevo contra el tronco del pino, con los ojos en blanco y espuma en las comisuras del hocico. Ralph no había visto a una criatura tan aterrada en toda su vida.

—¡Corre! —gritó Ralph—. ¡Vete!

Rosalie no parecía haberlo oído, y al cabo de un instante, Ralph se dio cuenta de que no lo había oído, porque Rosalie ya no estaba del todo ahí. El médico calvo ya le había hecho algo, la había arrancado en parte de la realidad normal como un granjero que emplea el tractor y una cadena para arrancar un muñón.

Pese a todo, Ralph volvió a intentarlo.

¡Corre, Rosalie! ¡Vete!»)

Esta vez, las orejas gachas de Rosalie se irguieron y su cabeza empezó a girar en dirección a Ralph. No sabía si le habría obedecido o no, porque el hombre calvo volvió a agarrarla por el pañuelo antes de que pudiera hacer un solo movimiento y a tirar de su cabeza hacia arriba.

—¡Va a matarla! —chilló Lois—. ¡Va a cortarle el cuello con esa cosa que tiene en la mano! ¡No le dejes, Ralph! ¡Haz algo!

—¡No puedo! ¡A lo mejor tú puedes! ¡Dispárale! ¡Dispárale con la mano!

Lois lo miró sin comprender. Ralph empezó a hacer frenéticos gestos con la mano, pero antes de que Lois pudiera levantar la suya, Rosalie aulló de un modo que destrozaba el corazón. El médico calvo levantó el bisturí y volvió a bajarlo, pero no fue el cuello lo que le cortó a Rosalie.

Fue el cordel de globo.

De cada fosa nasal de Rosalie surgía un hilillo; ambos se encontraban a unos veinte centímetros de su hocico y formaban un delicado tirabuzón. Fue ahí donde el Calvorotas 3 aplicó el bisturí. Ralph observó petrificado de horror cómo el tirabuzón cortado se elevaba hacia el cielo como el cordel de un globo de helio alisándose mientras ascendía. Creyó que se enredaría en las ramas del viejo pino, pero no fue así. Cuando el cordel alcanzó por fin una de las ramas, la atravesó.

Por supuesto —se dijo Ralph—. Igual que los colegas de este tipo atravesaron la puerta cerrada de casa de May Locher después de hacerle lo mismo a ella.

Aquella idea fue seguida de otra tan simple y cruelmente lógica que apenas podía creerla; no se trataba de extraterrestres ni de médicos calvos y bajitos, sino de Centuriones. Los Centuriones de Ed Deepneau. No se parecían a los soldados romanos que salían en las epopeyas de romanos como Espartaco o Ben Hur, eso era cierto, pero tenían que ser Centuriones…, ¿no?

A unos cinco o seis metros del suelo, el cordel de globo de Rosalie se disolvió en la nada.

Ralph bajó la vista a tiempo para ver al enano calvo tirar del pañuelo azul que llevaba la perra y empujarla contra la base del árbol. Ralph observó con mayor atención y un estremecimiento lo recorrió de pies a cabeza. El sueño de Carolyn había regresado con cruel intensidad, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para contener un grito de terror.

Eso, Ralph, no grites. No te conviene porque si empiezas, a lo mejor ya no puedes parar… A lo mejor gritas hasta que te explote la garganta. No olvides a Lois, porque ella también está metida en esto ahora. Recuerda a Lois y no te pongas a gritar.

Ah, pero era muy difícil no hacerlo, porque los bichos que había visto salir de la cabeza de Carolyn en el sueño brotaban ahora de las fosas nasales de Rosalie en dos terribles torrentes negros.

No son bichos. No sé lo que son, pero no son bichos.

No, no eran bichos, sino cierta clase de aura. Una sustancia negra de pesadilla, ni líquida ni gaseosa, brotaba del hocico de Rosalie cada vez que respiraba. No se alejó flotando, sino que empezó a envolverla en espirales lentas y repugnantes de antiluz. Aquella negrura debería haberla tornado invisible, pero no era así. Ralph siguió viendo sus ojos suplicantes y aterrados cuando la oscuridad enterró su cabeza y empezó a extenderse hacia el lomo, los flancos y las patas.

Era una bolsa de la muerte, una bolsa de la muerte real esta vez, y vio cómo Rosalie, desprovista de su cordel de globo, la tejía incansable a su alrededor, como si de una placenta venenosa se tratara. Aquella metáfora dio vida a la voz de Ed Deepneau en su mente, diciendo que los Centuriones arrancaban a los bebés del vientre de sus madres y se los llevaban en camiones cubiertos.

¿Te has preguntado alguna vez qué hay debajo de esas lonas?, le había preguntado Ed.

¿Guardaba aquello alguna relación con esto?

El doctor 3 miraba a Rosalie con una sonrisa pintada en el rostro. A continuación desató el nudo del pañuelo y se lo ató al cuello con un nudo grande y suelto, al modo de los artistas bohemios. Una vez hecho esto, se volvió hacia Ralph y Lois con expresión de repulsiva complacencia. ¡Toma!, decía aquella mirada. Me he salido con la mía a pesar de todo, y vosotros no habéis podido hacer absolutamente nada, ¿eh?

¡Haz algo, Ralph! ¡Haz algo, por favor! ¡Haz que pare!»)

Ya era demasiado tarde para eso, pero tal vez no para librarse de él antes de que pudiera disfrutar de la escena de Rosalie muriendo al pie del árbol. Estaba casi seguro de que Lois no podía disparar una cuña de luz azul con un golpe de karate como él había hecho, pero tal vez podía hacer otra cosa.

Sí, puede dispararle a su manera.

No sabía por qué estaba tan seguro de ello, pero de repente, lo estaba. Agarró a Lois por los hombros para que lo mirara y a continuación levantó la mano. Extendió el pulgar y señaló con el índice al hombre calvo. Parecía un niño pequeño jugando a policías y ladrones.

Lois lo miró con expresión consternada y perpleja. Ralph le cogió la mano y le quitó el guante.

¡Tú, Lois, tú!»)

Lois comprendió al fin, levantó la mano, extendió el dedo índice e hizo el gesto propio de un niño al disparar: ¡Pam! ¡Pam!

Dos siluetas alargadas del mismo color gris azulado del aura de Lois, aunque mucho más brillante, brotaron de la punta de su dedo y se abalanzaron colina abajo.

El doctor 3 chilló y dio un salto con los puños a la altura de los hombros y los talones de los zapatos negros rozándole las nalgas cuando la primera «bala» pasó por debajo de él. El proyectil chocó contra el suelo, rebotó como una piedra plana arrojada a la superficie de un lago y se estrelló contra el servicio de señoras. Durante un instante, toda la puerta adquirió un intensísimo brillo, como había sucedido con el escaparate de la lavandería.

El segundo proyectil gris azulado fue a parar a la cadera izquierda del calvorota y de ahí rebotó y salió despedido hacia el cielo. El médico gritó con un sonido agudo y penetrante que parecía retorcerse como un gusano en la cabeza de Ralph. Ralph se llevó las manos a las orejas aunque sabía que no serviría de nada, y vio que Lois lo imitaba. Estaba seguro de que si el grito no cesaba pronto, la cabeza se le haría añicos del mismo modo que el do agudo hace añicos el cristal fino.

El doctor 3 cayó al suelo cubierto de agujas de pino, junto a Rosalie, y empezó a rodar sobre sí mismo, aullando mientras se sujetaba la cadera como los niños pequeños se sujetan el lugar en que se han golpeado al caer del triciclo. Al cabo de unos instantes sus chillidos empezaron a ceder, y el calvorota se puso en pie con dificultad. Sus ojos habían adquirido un brillante matiz verde y los miraban desde debajo de la superficie blanca de la frente. Llevaba el panamá de Bill echado hacia atrás, y el lado izquierdo de la bata estaba ennegrecida y humeante.

(¡Me las pagarás! ¡Los dos me las pagaréis! ¡Malditos mortales entrometidos! ¡ME LAS PAGARÉIS!)

El enano giró en redondo y echó a correr por el sendero que conducía al parque infantil y a las pistas de tenis. Corría a grandes zancadas, como un astronauta en la luna. A juzgar por la facilidad con que se desplazaba, el disparo de Lois no le había ocasionado lesiones demasiado graves.

Lois agarró a Ralph por el hombro y lo zarandeó. En aquel momento, las auras empezaron a desvanecerse.

¡Los niños! ¡Se está acercando a los niños!»)

La voz de Lois se estaba apagando, y eso parecía tener todo el sentido del mundo, porque de repente se dio cuenta de que Lois no estaba hablando, sino que tenía los oscuros ojos clavados en él mientras seguía aferrada a su hombro.

—¡No te oigo! —gritó Ralph—. ¡Lois, no te oigo!

—¿Qué te pasa, estás sordo? ¡Se está acercando al parque infantil! ¡No podemos permitir que haga daño a los niños!

—No les hará nada —aseguró Ralph con un profundo y tembloroso suspiro.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—No lo sé, pero lo estoy.

—Le he disparado —se maravilló Lois al tiempo que se apuntaba el rostro con el dedo, como una mujer fingiendo un suicidio—. Le he disparado con el dedo.

—Ajá. Y le ha dolido. Y mucho, a juzgar por su aspecto.

—Ya no veo los colores, Ralph.

Ralph asintió con un gesto.

—Van y vienen, como las emisoras de radio por la noche.

—No sé cómo me siento… ¡Ni siquiera sé cómo quiero sentirme!

Lois pronunció las últimas palabras a gritos, y Ralph la abrazó con fuerza. Pese a todo lo que le estaba sucediendo desde hacía un tiempo, experimentaba una sensación muy clara: era maravilloso volver a abrazar a una mujer.

—No pasa nada.

Apoyó el rostro contra la cabeza de Lois. Su cabello despedía un olor dulce, desprovisto del oscuro matiz de salón de belleza que se había habituado a percibir en el cabello de Carolyn durante los últimos diez o quince años de su vida.

—Tranquilízate, ¿de acuerdo?

Lois alzó la mirada hacia él. Ralph ya no veía aquella niebla débil y perlada en sus pupilas, pero estaba seguro de que seguía allí. Y además, tenía unos ojos preciosos aun sin aquella atracción adicional.

—¿Para qué sirve, Ralph? ¿Sabes para qué sirve?

Ralph denegó con la cabeza. La tenía repleta de piezas de rompecabezas, sombreros, médicos, bichos, pancartas de protesta, muñecas que estallaban y salpicaban ventanas de sangre de pega… Nada encajaba. Y al menos por el momento, lo más persistente parecía ser la incoherente frase del viejo Dor: Lo hecho, hecho está.

Ralph tenía la sensación de que era una verdad como un templo. Un triste gemido llegó a sus oídos; se volvió a mirar. Rosalie yacía al pie del gran pino y estaba intentando incorporarse. Ralph ya no veía aquella bolsa negra que la envolvía, pero estaba convencido de que seguía allí.

—¡Oh Ralph, pobrecita! ¿Qué podemos hacer?

No podían hacer nada, de eso estaba seguro. Tomó la mano derecha de Lois entre las suyas y esperó a que Rosalie muriera.

En lugar de morir, Rosalie se estremeció de tal forma que quedó de pie y, de hecho, estuvo a punto de caer hacia el otro lado. Permaneció quieta durante un instante, con la cabeza tan baja que el hocico casi le llegaba al suelo, y a continuación estornudó tres o cuatro veces. Una vez zanjado aquel asunto, se volvió hacia Ralph y Lois. Les ladró una vez, un sonido breve y brusco. Ralph tenía la sensación de que les estaba diciendo que dejaran de preocuparse. Luego se volvió y atravesó un pequeño pinar en dirección a la entrada inferior del parque. Antes de que Ralph la perdiera de vista, Rosalie había adoptado de nuevo aquel andar cojo pero despreocupado que era su característica principal. La pata mala no estaba en mejores condiciones que antes de la intervención del doctor 3, pero tampoco parecía estar peor. Rosalie, evidentemente vieja pero aún muy lejos de la muerte, por lo visto (al igual que el resto de los Viejos Carcamales de Harris Avenue, pensó Ralph), desapareció entre los árboles.

—Creía que la iba a matar —dijo Lois—. De hecho, creía que la había matado.

—Yo también —repuso Ralph.

—Ralph, ¿todo esto ha pasado de verdad? Sí, ¿no?

—Sí.

—Los cordeles de globo… ¿Crees que son líneas de la vida?

Ralph asintió lentamente.

—Sí, como cordones umbilicales. Y Rosalie…

Rememoró la primera experiencia verdadera que había vivido con las auras, el día en que se había detenido ante la farmacia Rite Aid, de espaldas al buzón azul y con la boca tan abierta que el mentón casi le llegaba al esternón. De las sesenta o setenta personas que había visto antes de que desaparecieran las auras, sólo unas cuantas se hallaban envueltas en la niebla oscura que había bautizado como bolsas de la muerte, y la que Rosalie acababa de tejer a su alrededor era mucho más negra que cualquiera de las que había visto aquel día. Aun así, todas las personas del aparcamiento cuyas auras eran deslustradas y oscuras tenían muy mal aspecto…, como Rosalie, cuya aura ya era del color de un calcetín viejo y sudado, incluso antes de que Calvorotas 3 empezara a meterse con ella.

A lo mejor sólo ha acelerado lo que de otra forma habría sido un proceso completamente natural, reflexionó.

—Ralph —dijo Lois—, ¿qué pasa con Rosalie?

—Creo que mi vieja amiga Rosalie vive con tiempo prestado —contestó Ralph.

Lois consideró sus palabras mientras miraba hacia el pie de la colina y la arboleda polvorienta en la que Rosalie había desaparecido. Por fin se volvió de nuevo hacia Ralph.

—Ese enano del bisturí era uno de los que viste salir de casa de May Locher, ¿verdad?

—No, eran otros dos.

—¿Has visto más?

—No.

—¿Crees que hay más?

—No lo sé.

Ralph tenía la sensación de que lo siguiente que le preguntaría Lois sería si se había dado cuenta de que aquella criatura llevaba el panamá de Bill, pero no fue así. Ralph suponía que era posible que no lo hubiera reconocido. Habían sucedido demasiadas cosas al mismo tiempo, y además, no había un mordisco en el ala del sombrero la última vez que Lois se lo había visto puesto. Los profesores de historia jubilados no son de los que se dedican a mordisquear sombreros, se dijo con una sonrisa.

—Vaya mañanita, Ralph —comentó Lois al tiempo que lo miraba a los ojos con toda franqueza—. Creo que tenemos que hablar de ello, ¿no te parece? Tengo que saber qué está pasando.

Ralph recordó aquella mañana, que se le antojaba a mil años de distancia, cuando regresaba del merendero, repasando la corta lista de sus conocidos mientras intentaba decidir con quién debía hablar. Había descartado a Lois de aquella lista mental por temor a que se fuera de la lengua con sus amigas, y ahora se avergonzaba de aquel juicio tan superficial, que se basaba más en la opinión que McGovern tenía de ella que en la suya. En realidad, la única persona con la que Lois había hablado acerca de las auras era la única persona que debería haber sido capaz de guardar el secreto.

—Tienes razón —asintió—. Tenemos que hablar.

—¿Te apetece venir a comer a mi casa? Hago unas verduras salteadas que no están nada mal para un vejestorio que ni siquiera sabe dónde ha metido sus pendientes.

—Me encantaría. Te contaré lo que sé, pero tardaré un buen rato. Esta mañana, cuando he hablado con Bill, le he contado la versión abreviada.

—Conque os habéis peleado por culpa del ajedrez, ¿eh?

—Bueno, la verdad… —farfulló Ralph sonriendo y mirándose las manos—. La verdad es que ha sido algo más parecido a la pelea que has tenido tú con tu hijo y tu nuera. Y eso que no le he contado los detalles más raros.

—Pero ¿a mí me los contarás?

—Sí —aseguró Ralph mientras se ponía en pie—. Y además, estoy convencido de que eres una cocinera estupenda. De hecho…

Ralph calló de repente y se llevó una mano al pecho. Se dejó caer pesadamente en el banco con los ojos como platos y la boca entreabierta.

—Ralph, ¿te encuentras bien?

La alarmada voz de Lois parecía llegarle de muy lejos. Mentalmente volvió a ver la imagen de Calvorota 3 intentando conseguir que Rosalie cruzara Harris Avenue para poder cortarle el cordel de globo. Había fracasado en el primer intento, pero por fin lo había logrado

(¡Quería jugar con ella!)

antes de que terminara la mañana.

Tal vez el hecho de que Bill McGovern no sea de los que se dedican a mordisquear sombreros no sea la única razón por la que Lois no ha notado de quién era el sombrero que llevaba Calvorota 3, Ralph, viejo amigo. A lo mejor no lo ha notado porque no quería notarlo. A lo mejor hay un par de piezas que sí encajan, y si tienes razón, las consecuencias son enormes. Lo entiendes, ¿verdad?

—Ralph, ¿qué te pasa?

Vio al enano arrancar de un mordisco un trozo del ala del panamá antes de volvérselo a calar. Lo oyó decir que suponía que, en lugar de Rosalie, tendría que jugar con él.

Pero no sólo conmigo. Conmigo y con mis amigos, ha dicho. Conmigo y con los gilipollas de mis amigos.

Al pensar en ello, otra imagen le cruzó la mente. Vio el sol arrancando reflejos de fuego rojo de los lóbulos de las orejas del doctor 3 cuando éste (o eso) hincó el diente en el ala del sombrero de McGovern. El recuerdo era demasiado vívido como para negarlo, al igual que las consecuencias.

Las enormes consecuencias.

Tranquilo… No puedes estar seguro de nada, y el loquero está a la vuelta de la esquina, amigo mío. Creo que no debes olvidarlo, que incluso debes utilizarlo como punto de apoyo. No me importa que Lois también vea todas esas cosas. Los otros hombres de bata blanca, no los calvorotas de bolsillo, sino los tipos musculosos con camisas de fuerza e inyecciones de sedantes pueden aparecer en cualquier momento. Sí, sí, en cualquier momento.

Pero aun así…

Aun así.

—¡Ralph! ¡Por el amor de Dios, dime algo! —gritó Lois zarandeándole con todas sus fuerzas, como una esposa intentando despertar a su marido para que no llegue tarde al trabajo.

Se volvió hacia ella y forzó una sonrisa que se le antojó falsa, aunque a Lois debía de haberla convencido, porque se tranquilizó, al menos un poco.

—Lo siento —se disculpó Ralph—. Es que por un momento todo esto…, bueno, que se me ha hecho una montaña de pronto.

—¡No vuelvas a asustarme así! ¡Mira que agarrarte el pecho así, Dios mío!

—Me encuentro bien —aseguró Ralph con una sonrisa aún más ancha, aunque igual de falsa.

Se sentía como un niño tirando de una goma para ver cuánto podía tirar sin que se rompiera.

—Y si sigue en pie lo de la comida, me apunto.

Tres-seis-nueve, cariño, la oca se mueve.

Lois lo observó con atención y por fin se tranquilizó.

—Bien. Lo pasaremos bien. No cocino para nadie aparte de Simone y Mina, mis amigas, ya sabes, desde hace mucho tiempo —se echó a reír—. Bueno, no es eso lo que quería decir. No es por eso por lo que he dicho lo de pasarlo bien.

—¿Y por qué lo has dicho?

—Bueno, porque la verdad es que no cocino para un hombre desde hace mucho tiempo. Espero no haber olvidado cómo se hace.

—Bueno, un día fuimos Bill y yo a tu casa a ver las noticias contigo… Comimos macarrones con queso. También estaba muy rico.

Lois agitó la mano con gesto despectivo.

—Comida recalentada. No es lo mismo.

El mono masca tabaco en el cable del tranvía. El cable se rompió…

Con una sonrisa ancha, de oreja a oreja.

—Estoy seguro de que no has olvidado cómo se hace, Lois.

—El señor Chasse tenía un apetito voraz. Toda clase de apetitos voraces, la verdad. Pero entonces empezó a tener problemas de hígado —Lois suspiró, alargó la mano y cogió a Bill por el brazo con una mezcla de timidez y resolución que le pareció extremadamente entrañable—. Da igual. Estoy cansada de lloriquear y lamentarme por el pasado. Eso lo dejaré para Bill. Vamos.

Ralph se levantó, tomó a Lois por el brazo y la condujo colina abajo, hacia la entrada inferior del parque. Lois dedicó una sonrisa deslumbrante a las jóvenes madres que estaban en el parque infantil cuando Ralph y ella pasaron junto a ellas. Ralph se alegraba de poder distraerse un poco. Se podía advertir a sí mismo que no debía emitir juicios, podía recordarse una y otra vez que no sabía lo suficiente acerca de lo que les estaba pasando a él y a Lois como para creer que podía considerar el asunto con lógica, pero, pese a todo, no podía evitar llegar a una conclusión. Dicha conclusión le parecía correcta por instinto, y ya casi creía a pies juntillas que, en el mundo de las auras, el instinto y el conocimiento eran dos conceptos casi idénticos.

No sé los otros dos, pero el n.° 3 es un matasanos chiflado… y colecciona recuerdos. Los colecciona del mismo modo que los locos de Vietnam coleccionaban orejas.

No le cabía ninguna duda de que la nuera de Lois había cedido a un impulso malvado al robar los pendientes de diamantes del platito de porcelana y guardárselos en el bolsillo de los vaqueros. Pero Janet Chasse ya no los tenía; en aquel momento estaría reprimiéndose amargamente por haberlos perdido, así como preguntándose por qué se los había llevado.

Ralph sabía que el matasanos del bisturí tenía el sombrero de McGovern por mucho que Lois no lo hubiera reconocido, y ambos lo habían visto llevarse el pañuelo de Rosalie. Al levantarse del banco, Ralph había comprendido que aquellas chispas de luz que había visto surgir de los lóbulos de las orejas de la criatura calva significaban, casi con toda seguridad, que el doctor 3 también tenía los pendientes de diamantes de Lois.

La mecedora del difunto señor Chasse descansaba sobre el linóleo desvaído junto a la puerta del porche trasero. Lois llevó a Ralph hasta allí y le advirtió que «no molestara». Ralph creía poder lograrlo. Una luz intensa, la luz de las primeras horas de la tarde, cayó sobre su regazo cuando se sentó y empezó a mecerse. Ralph no sabía muy bien cómo podía haberse hecho tan tarde, pero así era. A lo mejor me he quedado dormido —pensó—. A lo mejor todavía estoy dormido y todo esto es un sueño. Vio a Lois coger una sartén china (tamaño de bolsillo, desde luego) de una alacena alta, y al cabo de cinco minutos, deliciosos aromas empezaron a llenar la cocina.

—Te dije que algún día cocinaría para ti —comentó Lois mientras añadía verduras del frigorífico y especias de uno de los armarios de la cocina—. Fue el mismo día en que Bill y tú vinisteis a comer macarrones con queso, ¿te acuerdas?

—Creo que sí —asintió Ralph con una sonrisa.

—Hay una jarra de sidra fresca en la caja de leche, en el porche delantero… La sidra se guarda mejor afuera. ¿Te importaría ir a buscarla? Y sírvela también, ¿quieres? Los vasos buenos están en el armario de encima del fregadero, ése al que no llego sin coger una silla. Pero creo que tú llegarás sin necesidad de subirte a una silla. ¿Cuánto mides, Ralph? ¿Un metro ochenta y cinco?

—Un metro ochenta y ocho. Al menos eso es lo que medía antes, pero supongo que he encogido un par de centímetros en los últimos diez años. La columna vertebral se acorta o algo así. Y no tienes que tomarte tantas molestias por mí, Lois, de verdad.

Lois lo miró a los ojos con los brazos en jarras y la cuchara con la que removía el contenido de la olla sobresaliéndole de una de las manos. La severidad de su mirada quedaba compensada por el asomo de una sonrisa.

—He dicho los vasos buenos, no los mejores, Ralph Roberts.

—Sí, señora —asintió Ralph con una sonrisa antes de añadir—: A juzgar por el olor, creo que no has olvidado cómo se cocina para un hombre.

—No lo sabrás hasta que lo pruebes —replicó Lois, aunque Ralph habría jurado que adoptaba una expresión complacida al volverse de nuevo hacia la olla.

La comida estaba deliciosa, y no hablaron de lo que había sucedido en el parque mientras daban cuenta de ella. El apetito de Ralph había disminuido desde el inicio de los síntomas del insomnio, pero ese día comió con ganas y regó las picantes verduras salteadas de Lois con tres vasos de sidra, esperando, algo inquieto al acabarse el tercer vaso, que las actividades del resto del día no lo alejaran demasiado de un lavabo. Al terminar, Lois se levantó, fue al fregadero y empezó a llenarlo de agua caliente para lavar los platos. En aquel momento reanudaron su conversación anterior como si fuera una prenda de lana a medio tejer que hubieran dejado de lado durante un rato para encargarse de recados más urgentes.

—¿Qué me has hecho? —inquirió Lois—. ¿Qué me has hecho para que volviera a ver los colores?

—No lo sé.

—Ha sido como si estuviera al borde de ese mundo, como si cuando me has puesto las manos sobre los ojos me hubieras vuelto a empujar a su interior.

Ralph asintió recordando el aspecto que ofrecía Lois los primeros segundos después de que él retirara las manos, como si acabara de quitarse unas gafas que antes hubiera sumergido en azúcar en polvo.

—Ha sido instintivo. Y tienes razón, es como un mundo. Yo siempre lo llamo así, el mundo de las auras.

—Es maravilloso, ¿verdad? Quiero decir… Da miedo, y cuando me empezó a pasar, a finales de julio o principios de agosto, estaba segura de que me volvía loca, pero incluso entonces me gustaba. No podía evitarlo.

Ralph la miró con sobresalto. ¿De verdad había considerado alguna vez que Lois era transparente? ¿Chismosa? ¿Incapaz de guardar un secreto?

No, aún peor, viejo amigo. Creías que era superficial. La veías a través de los ojos de Bill, de hecho…, como «nuestra Lois». Ni más ni menos.

—¿Qué pasa? —preguntó Lois algo incómoda—. ¿Por qué me miras así?

—¿Llevas viendo esas auras desde el verano? ¿Tanto tiempo?

—Sí, y cada vez más brillantes. Y más a menudo. Por eso me decidí finalmente a ir a ver a ese chismoso. ¿De verdad disparé esa cosa con el dedo, Ralph? Cuanto más tiempo pasa, más me cuesta creerlo.

—Pues lo has hecho. Yo he hecho algo muy parecido poco antes de encontrarme contigo.

Le relató su enfrentamiento anterior con el doctor 3 y cómo se había librado del enano…, al menos por un rato. Levantó la mano hasta la altura del hombro y la bajó de golpe.

—Esto es lo único que he hecho… como un niño imitando a Chuck Norris o Steven Segal. Pero con eso le he disparado un increíble rayo de luz azul, y ha puesto pies en polvorosa. Menos mal, porque no podría haberle disparado otra vez. Y tampoco sé cómo lo he hecho. ¿Tú habrías podido dispararle otra vez?

Lois lanzó una risita ahogada, se volvió hacia él y le apuntó con el dedo.

—¿Quieres averiguarlo? ¡Pim! ¡Pam!

—No me apunte con eso, señora —advirtió Ralph con una sonrisa, aunque no estaba del todo seguro de haberlo dicho en broma.

Lois bajó el dedo y vertió detergente líquido en el fregadero. Mientras removía el agua con una mano para formar burbujas, formuló a Ralph lo que éste consideraba las Grandes Preguntas:

—¿De dónde procede este poder, Ralph? ¿Y para qué sirve?

Ralph denegó con la cabeza y se acercó al escurridor de platos.

—No lo sé y no lo sé. Qué útil, ¿no? ¿Dónde guardas los paños, Lois?

—Da igual dónde guarde los paños. Siéntate. No me digas que eres uno de esos hombres modernos, Ralph… Esos que no paran de abrazarse y llorar como locos.

Ralph se echó a reír meneando la cabeza.

—No, es que me han educado bien, nada más.

—Bueno. Pero no empieces a contarme lo sensible que eres. Hay algunas cosas que a una chica le gusta descubrir por sí misma —comentó Lois mientras abría el armario de debajo del fregadero y le arrojaba un paño desvaído, pero inmaculado—. Sécalos y déjalos en el mostrador. Ya los guardaré yo. Mientras trabajas puedes contarme tu historia. La versión íntegra.

—Hecho.

Todavía se estaba preguntando por dónde empezar cuando su boca se abrió, en apariencia por sí sola, y empezó por él.

—Cuando por fin me había metido en la cabeza que Carolyn iba a morir, empecé a dar muchos paseos. Y un día, cuando estaba en la Extensión…

Le contó todo, desde su intervención en el altercado entre Ed y el gordo de la gorra de los Jardineros del West Side hasta el momento en que Bill le había dicho que fuera al médico, porque a su edad, las enfermedades mentales eran frecuentes, pero que muy frecuentes. Tuvo que retroceder en varias ocasiones para incluir algunos detalles, como el momento en que el viejo Dor había aparecido cuando intentaba evitar que Ed se abalanzara sobre el tipo de los Jardineros del West Side, por ejemplo, pero no le importaba, y Lois no parecía tener ninguna dificultad en seguirle. La sensación global que embargó a Ralph mientras desgranaba los detalles de su historia fue un alivio tan grande que casi resultaba doloroso. Era como si alguien le hubiera llenado el corazón y la mente de ladrillos y ahora los estuviera retirando uno por uno.

Cuando terminó, los platos estaban limpios y habían pasado de la cocina al salón repleto de fotografías enmarcadas y presidido por el señor Chasse desde su lugar sobre el televisor.

—¿Y bien? —dijo Ralph—. ¿Cuánto te crees?

—Todo, por supuesto —aseguró Lois sin percatarse de la expresión de alivio que iluminó el rostro de Ralph o bien fingiendo que no se percataba—. Después de lo que hemos visto esta mañana, por no hablar de lo que sabías acerca de mi maravillosa nuera, no me queda otro remedio que creérmelo todo. Ésa es mi ventaja sobre Bill.

No la única, pensó Ralph, aunque no lo expresó en voz alta.

—Nada de todo esto es casual, ¿verdad? —inquirió Lois.

—No, no lo creo —repuso Ralph meneando la cabeza.

—Cuando tenía diecisiete años, mi madre contrató a un chico del pueblo, Richard Henderson, se llamaba, como chico de los recados. Podría haber contratado a cualquier chico, pero contrató a Richie porque le gustaba…, le gustaba la idea de que yo llegara a casarme con él, a ver si me entiendes.

—Claro que te entiendo. Estaba haciendo de casamentera.

—Eso, pero al menos no lo hacía de una forma escandalosa, cruel y embarazosa. Gracias a Dios, porque a mí Richie me importaba un comino, al menos en ese sentido. Aun así, mi madre hizo lo que pudo. Si yo estaba estudiando en la cocina, hacía que Richie llenara el cajón del leña aunque fuera mayo y ya hiciera calor. Si estaba dando de comer a los pollos, hacía que Richie cortara el heno al lado del corral. Quería que lo viera a menudo…, que me acostumbrara a él…, y si llegaba un momento en que nos gustaba estar juntos y Richie me pedía que fuera al baile de la feria con él, mi madre estaría encantada. Hacía un esfuerzo discreto, pero lo cierto es que hacía el esfuerzo. Me empujaba. Y esto es lo mismo.

—Pues a mí el empujón no me parece tan discreto —comentó dolido Ralph llevándose la mano al lugar en que Charlie Pickering le había pinchado con la punta del cuchillo.

—No, claro que no. Debió de ser horrible que un hombre te clavara un cuchillo en las costillas. Gracias a Dios que tenías el aerosol. ¿Crees que el viejo Dor también ve las auras? ¿Que algo de ese mundo le ordenó que pusiera el aerosol en tu bolsillo?

Ralph se encogió de hombros con ademán de impotencia. Ya se le había ocurrido lo que acababa de sugerir Lois, pero en cuanto uno pensaba en eso, las cosas empezaban a complicarse de un modo considerable; porque si Dorrance había hecho eso, significaba que algún

(ente)

ser o fuerza sabía que Ralph necesitaría ayuda. Y eso no era todo. Ese ser o fuerza también debía de saber que a) Ralph saldría el domingo por la tarde, b) el tiempo, que había sido muy agradable hasta entonces, empeoraría lo suficiente como para requerir una chaqueta y c) qué chaqueta se pondría Ralph. En otras palabras, se trataba de algo que podía predecir el futuro. La idea de que un ser de dichas características se hubiera fijado en él lo horripilaba. Reconocía que en el caso del aerosol, al menos, la intervención le había salvado la vida, con toda probabilidad, pero aun así, lo horripilaba.

—Es posible —repuso por fin—. A lo mejor algo utilizó a Dorrance como recadero. Pero ¿por qué?

—¿Y ahora qué hacemos? —agregó ella.

Ralph no pudo sino menear la cabeza una vez más.

Lois miró el reloj embutido entre la fotografía del hombre enfundado en el abrigo de mapache y la joven que parecía a punto de decir cualquier horterada en cualquier momento, y a continuación cogió el teléfono.

—¡Casi las tres y media! ¡Madre mía!

—¿A quién llamas? —inquirió Ralph rozándole la mano.

—A Simone Castonguay. Había quedado con ella y Mina para ir a Ludlow esta tarde, a una partida de cartas en la Grange, pero no puedo ir después de todo esto. Perdería hasta la camisa —se echó a reír y se sonrojó de un modo encantador—. Bueno, es un decir.

Ralph le cubrió la mano con la suya antes de que pudiera levantar el auricular.

—Ve a esa partida de cartas, Lois.

—¿De verdad? —replicó ella en tono dubitativo y algo decepcionado.

—Sí.

Todavía no estaba seguro de lo que estaba sucediendo, pero tenía la sensación de que las cosas estaban a punto de cambiar. Lois había hablado de empujones, pero a Ralph se le antojaba más bien que lo estaban llevando a alguna parte, del mismo modo que un río lleva a un hombre en un pequeño bote. Pero no sabía adónde se dirigía; la orilla estaba cubierta de espesa niebla y ahora, mientras la corriente del río arreciaba, ya oía el rugido de los rápidos.

Pero hay siluetas, Ralph. Siluetas en la niebla.

Sí, y no eran demasiado reconfortantes. Tal vez sólo se trataba de árboles que parecían manos…, pero, por otro lado, podía tratarse de manos intentando parecer árboles. Hasta que supiera a qué atenerse, prefería que Lois estuviera alejada de la ciudad. Intuía, aunque tal vez no fuera más que esperanza disfrazada de intuición, que el doctor 3 no podía seguirla hasta Ludlow, que tal vez ni siquiera podía seguirla más allá de los Barrens.

No puedes saber eso, Ralph.

Tal vez no, pero intuía que tenía razón y seguía estando convencido de que, en la ciudad secreta de las auras, intuir y saber era más o menos lo mismo. Una cosa que sabía con certeza era que el doctor 3 todavía no le había cortado el cordel de globo a Lois, el cordel que Ralph había visto con sus propios ojos, junto con el hermoso y saludable resplandor de su aura gris. Sin embargo, Ralph no podía dar la espalda a la creciente certeza de que el doctor 3, el Doctor Chiflado, tenía la intención de cortárselo y que, por muy buen aspecto que tuviera Rosalie al salir del parque Strawford, cortar el cordel constituía un acto mortal, asesino.

Supongamos que tienes razón, Ralph; supongamos que no puede cogerla esta tarde mientras juega a las cartas en Ludlow. ¿Y esta noche? ¿Y mañana? ¿Y la semana que viene? ¿Qué solución hay? ¿Que llame a su hijo y a la zorra de su nuera para decirles que ha cambiado de idea respecto a Panorámica del Río y que quiere ir a vivir allí a pesar de todo?

No lo sabía. Pero sabía que necesitaba tiempo para pensar, y también sabía que le costaría mucho pensar de forma constructiva hasta estar más o menos seguro de que Lois estaba a salvo, al menos por un rato.

—Ralph, ya tienes otra vez esa expresión mohosa.

—¿Esa expresión qué?

—Mohosa —repitió ella al tiempo que se atusaba el cabello con ademán coqueto—. Es una palabra que me inventé para describir la expresión que tenía el señor Chasse cuando fingía escucharme y en realidad estaba pensando en su colección de monedas. Reconocería una expresión mohosa en cualquier parte, Ralph. ¿En qué estás pensando?

—Me preguntaba a qué hora crees que volverás de la partida.

—Depende.

—¿De qué?

—De si pasamos por Tubby a tomar chocolate caliente o no —explicó Lois con el aire de una mujer que revelara un vicio secreto.

—¿Y si vuelves directamente?

—A las siete. Quizás a las siete y media.

—Llámame en cuanto llegues a casa, ¿de acuerdo?

—Sí. Quieres que me vaya de la ciudad, ¿verdad? Eso es lo que significa esa expresión mohosa.

—Bueno…

—Crees que esa asquerosa cosa calva quiere hacerme daño, ¿verdad?

—Creo que es posible.

—Bueno, pero ¡también puede hacerte daño a ti!

—Sí, pero…

Pero, que yo sepa, no lleva ninguno de mis complementos.

—¿Pero qué?

—No me pasará nada hasta que vuelvas, eso es todo.

Recordó su desdeñoso comentario acerca de los hombres modernos que no paraban de abrazarse y llorar como locos, de modo que intentó fruncir el ceño con gesto autoritario.

—Vete a jugar a las cartas y deja que yo me ocupe de este asunto, al menos de momento. Es una orden.

Carolyn se habría echado a reír o se habría enojado por aquella pose de machote de pacotilla. Lois, que pertenecía a una escuela de pensamiento femenino completamente distinta, se limitó a asentir y a mirarlo con agradecimiento por haber tomado la decisión en su lugar.

—De acuerdo —accedió bajándole la barbilla para poder mirarlo a los ojos—. ¿Estás seguro de que sabes lo que haces, Ralph?

—No, al menos de momento.

—Bueno, menos mal que lo reconoces.

Lois colocó una mano sobre el brazo de Ralph y le estampó un suave beso con la boca abierta en la comisura de los labios. Ralph sintió un agradabilísimo cosquilleo en la entrepierna.

—Iré a Ludlow y ganaré cinco dólares jugando al póquer con esas tontas que siempre intentan hacer escaleras. Esta noche hablaremos de lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo?

—Sí.

La leve sonrisa de Lois, que se adivinaba más en los ojos que en la boca, sugería que tal vez no se limitarían a hablar si Ralph se mostraba valiente… y en aquel momento se sentía muy valiente, sí, señor. Ni siquiera la severa mirada del señor Chasse desde su trono del televisor podía arrebatarle aquella sensación.