12

—¿Qué te pasa, Lois?

Lois alzó la mirada hacia él, y Ralph se sobresaltó. Lo primero que se le ocurrió fue un recuerdo; una obra que había ido a ver con Carolyn en el Teatro Penobscot de Bangor ocho o nueve años antes. Algunos de los personajes estaban muertos, y su maquillaje consistía en pintura blanca con círculos oscuros alrededor de los ojos para dar la impresión de que se trataba de enormes cuencas vacías.

Su segundo pensamiento era mucho más sencillo: mapache.

Lois se dio cuenta de alguno de sus pensamientos o bien era consciente del aspecto que ofrecía, pues giró el rostro, manoseó un instante el cierre de su bolso y por fin se llevó las manos al rostro para que Ralph no pudiera verla.

—Vete, Ralph, por favor —le rogó con voz tensa y ahogada—. No me encuentro muy bien.

En circunstancias normales, Ralph habría hecho lo que Lois le pedía, marcharse sin mirar atrás, sin sentir más que una leve vergüenza por haberla sorprendido con el rimel corrido y las defensas bajas. Pero aquéllas no eran circunstancias normales, y Ralph decidió no irse, al menos, todavía no. Aún se sentía embargado por aquella ligereza y percibía que ese otro mundo, esa otra Derry, estaban muy cerca. Y había algo más, algo completamente sencillo y natural. No le hacía ni pizca de gracia ver a Lois, cuyo carácter risueño jamás había puesto en entredicho, sentada sola y llorando como una magdalena.

—¿Qué te pasa, Lois?

—¡Que no me encuentro bien! —gritó ella—. ¿Por qué no me dejas en paz?

Lois enterró el rostro en las manos enguantadas. Le temblaban la espalda y las mangas del abrigo azul, y de repente, Ralph recordó el aspecto de Rosalie cuando el médico calvo le gritaba que moviera el culo y fuera con él; desgraciada, muerta de miedo.

Ralph se sentó junto a Lois en el banco, la rodeó con el brazo y la atrajo hacia él. Lois se dejó hacer, pero con rigidez…, como si tuviera el cuerpo surcado de alambres.

—¡No me mires! —gritó con el mismo tono histérico—. ¡No te atrevas a mirarme! ¡Tengo el maquillaje hecho un desastre! Me lo he puesto especialmente para mi hijo y mi nuera… han venido a desayunar… íbamos a pasar la mañana… «Lo pasaremos muy bien, mamá», dijo Harold…, pero la razón por la que han venido, ¿sabes?… La verdadera razón…

La comunicación se interrumpió a causa de un nuevo acceso de llanto. Ralph rebuscó en el bolsillo trasero de sus pantalones, extrajo un pañuelo arrugado pero limpio y lo colocó en una de las manos de Lois, quien lo cogió sin mirarlo.

—Sigue —la animó Ralph—. Arréglate un poco si quieres, aunque no tienes mal aspecto, Lois, de verdad.

Te pareces un poco a un mapache, nada más, pensó Ralph. Empezó a sonreír, pero la sonrisa se apagó en seguida. De repente recordó aquel día de septiembre en que había ido a Rite Aid para echar un vistazo a los somníferos sin receta y se había topado con Bill y Lois junto al parque, hablando sobre la manifestación de las muñecas que Ed había organizado delante del Centro de la Mujer. Era evidente que Lois estaba trastornada aquel día (Ralph recordaba haber pensado que parecía cansada pese a la emoción y la preocupación), pero también estaba hermosa, con su nada despreciable pecho subiendo y bajando, los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas como una jovencita.

Ahora, aquella belleza casi irresistible era poco más que un recuerdo; por entre el rimel fundido, Lois Chase parecía un payaso triste y ya anciano, y Ralph sintió una punzada de rabia hacia la cosa o persona que hubiera provocado aquel cambio.

—¡Estoy horrible! —exclamó Lois mientras se limpiaba vigorosamente con el pañuelo de Ralph—. ¡Estoy hecha un asco!

—No, señora. Sólo un poco manchada.

Lois se volvió por fin hacia él. Sin lugar a dudas, le costó un gran esfuerzo, pues la mayor parte del colorete y el maquillaje de ojos que se había puesto estaba ahora en el pañuelo de Ralph.

—Vamos, Ralph Roberts, ¿cómo de mal estoy? Dime la verdad o te crecerá la nariz.

Ralph se inclinó hacia delante y la besó en una de las húmedas mejillas.

—De verdad, estás preciosa, Lois. Tendrás que dejar lo de etérea para otro día.

Lois le dedicó una sonrisa insegura, y el movimiento ascendente de su cabeza hizo que otras dos lágrimas se le escaparan de los ojos. Ralph cogió el arrugado pañuelo y se las enjugó con suavidad.

—Estoy contenta de que hayas pasado tú por aquí y no Bill. Me habría muerto de vergüenza si Bill me llega ver llorar en público.

Ralph miró en derredor. Vio a Rosalie, sana y salva al pie de la colina, tendida entre los dos lavabos portátiles con el hocico apoyado en una pata, pero, por lo demás, aquella zona del parque estaba desierta.

—Creo que de momento estamos solos —aseguró.

—Gracias a Dios por los pequeños dones que nos concede.

Lois volvió a coger el pañuelo y se puso a limpiarse de nuevo el maquillaje, esta vez con gestos más prácticos.

—Hablando de Bill, he pasado por la Manzana Roja antes de venir aquí, es decir, antes de empezar a compadecerme y ponerme a llorar como una idiota, y Sue me ha dicho que tú y Bill habéis tenido una buena discusión hace un rato. Con gritos y todo, ahí mismo, en el jardín.

—Bueno, no hay para tanto —repuso Ralph con una sonrisa incómoda.

—¿Puedo ser una entrometida y preguntar por qué habéis discutido?

—Por el ajedrez —replicó Ralph, pues fue lo primero que se le ocurrió—. El Torneo de la Pista Tres que Faye Chapin organiza cada año. Pero en realidad no ha sido nada. Ya sabes cómo son estas cosas… A veces la gente se levanta con el pie izquierdo y cualquier excusa vale.

—Quisiera que eso fuera lo que me pasa —comentó Lois con un suspiro.

Abrió el bolso, esta vez sin tener ningún problema con el cierre, y sacó la polvera, pero volvió a guardarla en seguida con un suspiro y sin abrirla.

—No puedo. Sé que me estoy portando como una cría, pero es que no puedo.

Ralph metió la mano en el bolso de Lois antes de que ésta pudiera cerrarlo, sacó la polvera, la abrió y sostuvo el espejito delante del rostro de su amiga.

—¿Lo ves? No está tan mal, ¿verdad?

Lois apartó el rostro como un vampiro intentando zafarse de un crucifijo.

—Uy —masculló—. Aparta eso.

—Si me prometes contarme lo que ha pasado.

—Lo que tú quieras, pero aparta eso.

Ralph obedeció. Durante un rato, Lois permaneció sentada en silencio, mirándose las manos mientras jugueteaba inquieta con el cierre del bolso. Ralph estaba a punto de insistir cuando Lois alzó la mirada hacia él con una conmovedora expresión de desafío.

—Pues resulta que no eres el único que no duerme bien, Ralph.

—¿De qué estás ha…?

—¡Insomnio! —espetó ella—. Me voy a la cama más o menos a la misma hora que siempre, pero ya no duermo toda la noche de un tirón. Y lo peor es que me despierto más temprano cada mañana.

Ralph intentó recordar si había hablado a Lois de ese aspecto de su problema. Creía que no.

—¿Por qué te sorprendes tanto? —preguntó Lois—. No creerías que eras la única persona en el mundo que no pegaba ojo, ¿eh?

—¡Claro que no! —replicó Ralph con cierta indignación.

Pero ¿acaso no había tenido a menudo la sensación de que era la única persona en el mundo que padecía aquella clase de insomnio? ¿Que era la única persona que tenía que presenciar impotente cómo su tiempo de sueño bueno disminuía minuto a minuto y cuarto de hora a cuarto de hora? Era como una extraña versión de la tortura china del agua.

—¿Desde cuándo te pasa? —inquirió.

—Desde un mes o dos antes de la muerte de Carolyn… lo que significa que en realidad te gano, Ralph.

—¿Y cuántas horas duermes?

—Apenas una hora por noche desde principios de octubre.

Hablaba con calma, pero Ralph percibió el temblor de algo que podría ser pánico justo debajo de la superficie de su voz.

—Tal como van las cosas, por Navidad habré dejado de dormir del todo, y si pasa eso, no sé cómo sobreviviré. Apenas sobrevivo ahora.

Ralph intentó hablar y preguntó lo primero que le vino a la cabeza.

—¿Y cómo es que nunca he visto luz en tu casa?

—Pues por la misma razón que casi nunca veo luz en la tuya, me imagino —repuso Lois—. Vivo en esa casa desde hace casi veinticinco años, y no me hace falta encender las luces para moverme. Además, no me gusta ir divulgando mis problemas. Si empiezas a encender las luces a las dos de la mañana, tarde o temprano alguien acabará viéndolas. Las noticias vuelan, y entonces los chismosos empiezan a hacer preguntas. No me gustan las preguntas chismosas, y no soy una de esas personas a las que les gusta poner un anuncio en el periódico cada vez que están estreñidas.

Ralph lanzó una carcajada. Lois lo miró con expresión perpleja durante un instante, y por fin coreó sus risas. Todavía tenía el brazo alrededor de sus hombros (¿o tal vez había vuelto solo después de que él lo apartara? Ralph no lo sabía ni le importaba) y en aquel momento la abrazó con fuerza. Esta vez, Lois cedió sin resistencia; aquellos alambres habían desaparecido, y Ralph se alegraba de ello.

—No te estás burlando de mí, ¿verdad, Ralph?

—No. Desde luego que no.

Lois asintió con un gesto sin dejar de sonreír.

—Entonces perfecto. Nunca me has visto por el salón de mi casa, ¿verdad?

—No.

—Eso es porque no hay ninguna farola delante. Pero delante de la tuya sí. Te he visto sentado en ese viejo sillón de orejas muchas veces, mirando por la ventana y bebiendo té.

Siempre había creído que era el único, se dijo Ralph, y de repente se le ocurrió una pregunta cómica y embarazosa a un tiempo. ¿Cuántas veces lo habría visto Lois hurgándose la nariz? ¿O rascándose las pelotas?

—La verdad es que nunca he distinguido mucho más que tu silueta, Ralph —prosiguió Lois como si le hubiera leído el pensamiento o se hubiera dado cuenta del rubor que le cubría el rostro—. Y siempre llevabas el albornoz, de lo más decente. Así que no te preocupes. Además, espero que sepas que si alguna vez hubieras empezado a hacer algo que no querrías que otra gente te viera hacer, yo no habría mirado. No me crié precisamente en un granero, ¿sabes?

—Lo sé, Lois —repuso Ralph sonriendo y dándole una palmadita en la mano—. Es que… me he llevado una sorpresa. Saber que mientras estaba ahí sentado, mirando, alguien me estaba mirando a mí.

Lois lo miró con una enigmática sonrisa que bien podía significar:

No te preocupes, Ralph… Para mí no eras más que otra parte del escenario.

Ralph sopesó aquella sonrisa y por fin volvió sobre el tema principal.

—Bueno, Lois, ¿qué ha pasado? ¿Por qué estabas llorando? ¿Por el insomnio? Si es por eso, te comprendo, créeme. No hay nada que hacer al respecto, ¿eh?

La sonrisa de Lois se desvaneció. Volvió a entrelazar las manos enguantadas sobre el regazo y se las miró con expresión sombría.

—Hay cosas peores que el insomnio. La traición, por ejemplo. Especialmente cuando las personas que te traicionan son las personas a las que quieres.

Lois enmudeció. Ralph no la instó a seguir. Observó a Rosalie, que parecía mirarlo. Tal vez los miraba a los dos.

—¿Sabes que tenemos el mismo médico además del mismo problema, Ralph?

—¿También vas a Lichtfield?

—Iba a Lichtfield. Me lo recomendó Carolyn. Pero nunca volveré a poner los pies en su consulta. Eso se acabó —Lois hizo una mueca que puso al descubierto una hilera de pequeños dientes blancos que, a todas luces, eran auténticos—. ¡Traidor hijo de puta!

—¿Qué pasó?

—Pues me aguanté durante casi un año, esperando a que las cosas mejoraran por sí solas, que la naturaleza siguiera su curso, como suele decirse. No es que no intentara darle un empujoncito a la naturaleza de vez en cuando. Probablemente probamos muchas cosas parecidas.

—¿Panal de abeja? —inquirió Ralph volviendo a sonreír sin poder evitarlo.

Qué día tan increíble —pensó—. Qué día tan increíblemente increíble… y ni siquiera es la una de la tarde.

—¿Panal de abeja? ¿Qué pasa con el panal de abeja? ¿Funciona?

—No —repuso Ralph con una sonrisa de oreja a oreja—, no sirve para nada, pero está buenísimo.

Lois lanzó una carcajada y le oprimió la mano izquierda entre las suyas. Ralph le devolvió el apretón.

—Nunca has ido a ver al doctor Lichtfield por el insomnio, ¿verdad, Ralph?

—No. Una vez pedí hora, pero la cancelé.

—¿La cancelaste porque no confiabas en él? ¿Porque creías que la había fastidiado con Carolyn?

Ralph la miró con expresión de sorpresa.

—Da igual. No contestes —prosiguió Lois—. No tenía derecho a preguntarte eso.

—No, no importa. Es sólo que me sorprende oír esa idea de otras personas. Que Lichtfield…, bueno… se equivocara en el diagnóstico.

—¡Uf! —exclamó Lois con los bellos ojos relucientes—. ¡Todos lo pensamos! Bill decía que no podía creer que no llevaras a ese hijo de puta patoso a juicio el día después del entierro de Carolyn. Claro que en aquella época yo estaba en el otro bando, defendiendo a Lichtfield con uñas y dientes. ¿Se te ha ocurrido alguna vez llevarlo a juicio?

—No. Tengo setenta años y no quiero malgastar el tiempo que me quede con un pleito por negligencia. Además, ¿me devolvería eso a Carolyn?

Lois denegó con la cabeza.

—Pero lo que le pasó a Carolyn fue la razón por la que no fui a verle —prosiguió Ralph—. Eso creo, al menos. No confiaba en él, o quizá… no sé…

No, la verdad era que no lo sabía, eso era lo malo. Lo único que sabía con certeza era que había cancelado la hora con el doctor Lichtfield, al igual que había cancelado su hora con James Roy Hong, conocido en algunos círculos como el pinchauvas. Dicha visita había sido anulada por consejo de un hombre de unos noventa y dos o noventa y tres años que, probablemente, no recordaba ni su segundo nombre de pila. Pensó en el libro que el viejo Dor le había dado, así como en el poema que había citado… «Búsqueda» se llamaba, y Ralph no parecía poder desterrarlo de su mente…, sobre todo la parte en la que el poeta hablaba de todas las cosas que dejaba atrás; los libros sin leer, los chistes sin contar, los viajes que jamás se realizarían.

—Ralph, ¿estás ahí?

—¿Qué quieres decir? Claro que estoy aquí.

—Por un momento parecía que estabas a miles de kilómetros de distancia.

—Estaba pensando en Lichtfield, supongo. Me preguntaba por qué anulé la visita.

Lois le dio una palmadita en la mano.

—Puedes estar contento. Yo no la anulé.

—Cuéntamelo que pasó.

Lois se encogió de hombros.

—Cuando empecé a encontrarme tan mal que creía que no podría soportarlo más, fui a verle y se lo conté todo. Creí que me recetaría unos somníferos, pero me dijo que ni siquiera podía hacerlo, porque a veces tengo arritmia, y los somníferos pueden agravarla.

—¿Cuándo fuiste a su consulta?

—A principios de la semana pasada. Y ayer, mi hijo Harold me llamó inesperadamente y me dijo que él y Janet querían invitarme a desayunar. Tonterías, dije yo. Todavía me defiendo muy bien en la cocina. Si queréis hacer todo el camino desde Bangor, le dije, os prepararé algo bueno y punto. Y después, si queréis que salgamos (estaba pensando en el centro comercial, porque siempre me gusta ir ahí), pues perfecto. Eso es lo que les dije.

Se volvió hacia Ralph con una sonrisa pequeña, amarga y feroz.

—En ningún momento se me ocurrió preguntarme por qué querían venir a verme entre semana, si los dos trabajan, y les debe de encantar su trabajo, porque no hablan de otra cosa. Simplemente pensé que era muy amable de su parte…, muy considerado…, así que me esforcé por estar guapa y hacerlo todo bien para que Janet no sospechara que tengo un problema. Creo que eso es lo que más me duele. La vieja tonta de Lois, «nuestra Lois», como dice siempre Bill… No, no te hagas el sorprendido, Ralph. Claro que lo sé. ¿Crees que nací ayer? Y tiene razón. Soy estúpida, soy tonta, pero eso no significa que no me duela como a cualquiera cuando me toman el pelo…

Lois empezó a sollozar de nuevo.

—Pues claro que no —la tranquilizó Ralph al tiempo que le daba palmaditas en la mano.

—Te habrías muerto de risa si me hubieras visto —prosiguió Lois—. Ahí estaba yo, haciendo magdalenas a las cuatro de la mañana, cortando setas para hacer una tortilla italiana a las cuatro y cuarto y empezando a maquillarme a las cuatro y media, sólo para estar segura, completamente segura de que Jan no empezaría con la típica historia de «¿Seguro que te encuentras bien, mamá Lois?». Me pone enferma cuando empieza con esas tonterías. ¿Y sabes qué, Ralph? Sabía perfectamente lo que me pasaba. Los dos lo sabían. Así que supongo que el chiste era yo, ¿no te parece?

Ralph creía haber seguido la historia sin dificultad, pero, por lo visto, se había perdido.

—¿Que lo sabían? ¿Cómo lo sabían?

—¡Porque Lichtfield se fue de la lengua! —gritó Lois con el rostro contraído de nuevo, aunque, según advirtió Ralph, no de dolor ni de pena, sino de una terrible y triste rabia—. ¡Ese chismoso hijo de puta llamó a mi hijo por teléfono y SE LO CONTÓ TODO!

Ralph estaba estupefacto.

—Lois, no pueden hacer eso —dijo cuando por fin recobró el habla—. La relación entre médico y paciente es… bueno, es confidencial. Tu hijo debe de saberlo, porque es abogado, y lo mismo vale para los médicos. No pueden contarle a nadie lo que los pacientes les cuentan a ellos a menos que el paciente…

—Dios mío —lo interrumpió Lois poniendo los ojos en blanco—. Virgen Santa de los siete dolores. ¿En qué mundo vives, Ralph? Los tipos como Lichtfield hacen lo que mejor les parece. Supongo que ya lo sabía, o sea, que soy dos veces estúpida por ir a verle. Carl Lichtfield es un hombre vanidoso y arrogante al que le importa más cómo le quedan los tirantes y las camisas de diseño que sus pacientes.

—Eso es muy cínico.

—Y muy cierto, eso es lo peor. ¿Sabes algo? Tiene treinta y cinco o treinta y seis años, y no sé de dónde ha sacado que cuando cumpla cuarenta… ahí se quedará. Que seguirá teniendo cuarenta años tanto tiempo como le venga en gana. Cree que la gente es vieja al cumplir los sesenta, y que incluso los más fuertes chochean alrededor de los sesenta y ocho, y que cuando pasas de los ochenta, lo más piadoso sería que tus parientes te entregaran al doctor Kevorkian. Los niños no tienen derecho a la confidencialidad ante sus padres, y por lo que respecta a Lichtfield, los vejestorios como nosotros no tenemos derecho a la confidencialidad ante nuestros hijos. No sería lo mejor para nosotros, como puedes comprender.

»Lo que Carl Lichtfield hizo en cuanto salí de su consulta fue llamar a Harold a Bangor. Le contó que yo no dormía bien, que estaba deprimida y que tenía la clase de problemas sensoriales que aparecen con la pérdida prematura de la cognición. Y entonces le dijo: “Debe recordar que su madre se va haciendo mayor, señor Chasse, y yo de usted pensaría seriamente en su situación en Derry”.

—¡No puede ser! —exclamó Ralph asombrado y horrorizado—. Quiero decir que…, ¿de verdad le dijo eso?

Lois asintió con expresión sombría.

—Se lo dijo a Harold, Harold me le dijo a mí y ahora yo te lo digo a ti. Tonta de mí, ni siquiera sabía lo que significaba «la pérdida prematura de la cognición», y ninguno de los dos me lo quiso decir. Busqué «cognición» en el diccionario, ¿y sabes lo que significa?

—Conocimiento —repuso Ralph—. Cognición significa conocimiento.

—Exacto. ¡Mi médico llamó a mi hijo para decirle que me estaba volviendo senil!

Lois lanzó una carcajada amarga y utilizó el pañuelo de Ralph para enjugarse las lágrimas de las mejillas.

—No puedo creerlo —comentó Ralph.

Pero lo peor de todo era que sí lo creía. Tras la muerte de Carolyn se había dado cuenta de que la ingenuidad con que había contemplado el mundo hasta los dieciocho años no había desaparecido del todo cuando atravesó el umbral entre la infancia y la edad adulta. Las cosas no dejaban de sorprenderle…, aunque sorpresa era una palabra demasiado suave. La verdad era que muchas cosas le dejaban absolutamente patidifuso.

Los botellines bajo el puente Kissing, por ejemplo. Cierto día de julio había dado un largo paseo por el parque Bassey y se había refugiado bajo el puente para protegerse del sol de la tarde durante un rato. Acababa de ponerse cómodo cuando advirtió un montoncito de cristales rotos en la maleza que flanqueaba el riachuelo que transcurría bajo el puente. Había rebuscado en la hierba alta con una rama desprendida y descubierto seis u ocho botellines. Uno de ellos tenía cierta sustancia blanca y crujiente en el fondo. Ralph la había recogido y mientras la hacía girar con ademán curioso, se dio cuenta de que estaba presenciando los restos de una fiesta de crack. Había dejado caer el botellín como si quemara. Aún recordaba el golpe que había sufrido, el intento fallido de convencerse de que estaba chiflado, de que no podía ser lo que creía que era, no en aquella pequeña ciudad de palurdos situada a más de doscientos kilómetros de distancia al norte de Boston. Pero, por supuesto, era el ingenuo en él quien se había quedado patidifuso; aquella parte de él parecía creer (o había creído hasta el descubrimiento de los botellines bajo el Puente Kissing) que todos aquellos artículos acerca de la epidemia de la cocaína eran cuentos chinos, no más reales que una serie policíaca o una película de Jean-Claude Van Damme.

En aquel momento se sentía de un modo similar.

—Harold dijo que querían «llevarme a Bangor en un momento» y enseñarme el sitio —decía Lois en aquel instante—. Nunca me lleva a pasear últimamente, sino que me lleva en un momento y me enseña sitios. Como si fuera un recado. Llevaban un montón de prospectos, y cuando Harold le ha dado la señal a Janet, ella los ha sacado tan deprisa…

—Eh, eh, para el carro. ¿Qué sitio? ¿Qué prospectos?

—Lo siento, creo que me estoy precipitando, ¿verdad? Es un sitio en Bangor llamado Urbanización Panorámica del Río.

A Ralph le sonaba el nombre; él mismo había recibido un prospecto, de hecho. Uno de esos mailings a gran escala, en este caso dirigido a personas de más de sesenta y cinco años. Él y McGovern se habían reído un rato…, aunque la risa había tenido cierto matiz de inquietud, como cuando los niños silban al pasar por un cementerio.

—Mierda, Lois… Es un asilo, ¿verdad?

—¡No, señor! —replicó ella abriendo los ojos con expresión inocente—. Eso es lo que he dicho yo, pero Harold y Janet me corrigieron. No, Ralph. La Urbanización Panorámica del Río es un complejo de apartamentos para personas de la tercera edad de talante sociable. Cuando Harold me ha dicho eso le he dicho: «¿Ah sí? Bueno, os voy a decir una cosa… Puedes poner una tarta de frutas de McDonald’s en una bandeja de plata y llamarla tarteleta francesa, pero no deja de ser una tarta de frutas de McDonald’s, por lo que a mí respecta». Cuando he dicho esto, Harold se ha puesto a farfullar no sé qué y a ponerse colorado, pero Janet se ha limitado a mirarme con esa dulce sonrisa suya, la que reserva para ocasiones especiales porque sabe que me pone histérica. Y entonces va y me dice: «Bueno, ¿por qué no miramos los prospectos de todas formas, mamá Lois? Nos harás ese favor, ¿no? Al fin y al cabo, los dos hemos tenido que tomarnos el día libre y hacer un montón de kilómetros para venir a verte».

—Como si Derry estuviera en el corazón de África —masculló Ralph.

Lois le tomó la mano y dijo algo que lo hizo reír.

—¡Oh, para ella está en el corazón de África!

—¿Eso ha sido antes o después de que averiguaras que Lichtfield se había ido de la lengua?

Había empleado adrede la misma expresión que Lois; le parecía más acorde con la situación que cualquier otra palabra o expresión más elegante. «Había roto el secreto profesional» era una expresión demasiado digna para aquella jugarreta. Lichtfield se había ido de la lengua, así de sencillo.

—Antes. Creí que no me haría ningún daño mirar los prospectos; al fin y al cabo, habían recorrido setenta kilómetros para verme, y además, no me iba a morir por eso. Así que les he echado un vistazo mientras ellos engullían la comida que había preparado (y te aseguro que no ha quedado ni una migaja) y tomaban café. Vaya sitio. Tienen servicio médico propio las veinticuatro horas del día, y también cocina propia. Cuando te instalas te hacen un reconocimiento completo y deciden qué puedes comer. Hay una Dieta Roja, una Dieta Azul, una Dieta Verde y una Dieta Amarilla. Había tres o cuatro colores más. No me acuerdo de todos ellos, pero el Amarillo es para diabéticos y el Azul para gordos.

Ralph reflexionó sobre lo que sería comer tres comidas científicamente equilibradas al día durante el resto de su vida (no más pizzas de salami de Gambino, no más bocadillos de la Taza de Café, no más hamburguesas con chile de Mexico Milt) y la perspectiva le pareció insoportablemente funesta.

—Además —prosiguió Lois con fingido entusiasmo—, tienen un sistema de tubos neumáticos que transportan tu ración diaria de pastillas directamente a tu cocina. ¿No es una idea fantástica, Ralph?

—Bueno, supongo que sí.

—Oh, sí que lo es. Es maravilloso, es el futuro. Hay un ordenador que lo controla todo, y apuesto lo que sea a que nunca tiene pérdidas de cognición. Tienen un autobús especial que lleva a la gente de la urbanización a lugares de interés paisajístico o cultural dos veces por semana, y que también los lleva de compras. Tienes que coger el autobús, porque no permiten que la gente de la urbanización tenga coche.

—Buena idea —exclamó Ralph oprimiéndole la mano—. ¿Qué son unos cuantos borrachos el sábado por la noche comparados con un vejestorio de cognición resbaladiza suelto en su Buick?

Al contrario de lo que había esperado Ralph, Lois no sonrió.

—Las fotos de esos prospectos me han puesto enferma. Señoras mayores jugando a la canasta. Hombres mayores jugando a encestar herraduras. Todos juntos en esa gran sala con paneles de pino que llaman la Sala del Río, bailando la danza de las figuras. Aunque la verdad es que es un nombre bastante bonito, ¿no te parece? La Sala del Río.

—No está mal.

—Suena como el tipo de sala que te encontrarías en un castillo encantado. Pero he visitado a unos cuantos amigos en Campos de Fresas, el geriátrico de Skowhegan, y reconozco una sala de recreo para viejos en cuanto la veo. No importa lo bonito que sea el nombre; siempre hay un armario lleno de juegos de salón en el rincón y rompecabezas a los que les faltan cinco o seis piezas, y en la tele siempre ponen un concurso familiar y nunca la clase de películas en las que gente joven y guapa se quita la ropa y se revuelca por el suelo delante de la chimenea. Esas salas siempre huelen a cola y a meados… y a las acuarelas baratas que vienen en cajas largas… y a desesperación.

Lois clavó sus ojos oscuros en Ralph.

—Sólo tengo sesenta y ocho años, Ralph. Sé que sesenta y ocho años no es poca cosa para el doctor Fuente de la Juventud, pero para mí lo es, porque mi madre tenía noventa y dos años cuando murió el año pasado, mi padre vivió hasta los ochenta y seis. En mi familia, morir a los ochenta es morir joven… y si tuviera que pasar doce años en un lugar donde anuncian la cena por megafonía, me volvería loca.

—Yo también.

—Pero he echado un vistazo a los prospectos. Quería ser cortés. Y al acabar, los he colocado en un ordenado montoncito y se los he devuelto a Jan. Le he dicho que eran muy interesantes y le he dado las gracias. Ella ha asentido, ha sonreído y se los ha vuelto a guardar en el bolso. Creía que eso zanjaría la cuestión, pero entonces Harold va y dice: «Ponte el abrigo, mamá».

»Por un momento me he asustado tanto que no podía ni respirar. ¡Creía que ya me habían inscrito! Y tenía la sensación de que si decía que no quería ir, Harold abriría la puerta y entrarían dos o tres hombres con batas blancas, y uno de ellos sonreiría y diría: “No se preocupe, señora Chasse; en cuanto haya recibido el primer puñado de píldoras directamente en su cocina, ya no querrá vivir en otro sitio por nada del mundo”.

»“No quiero ponerme el abrigo —le he dicho a Harold intentando sonar como cuando tenía diez años y siempre ensuciaba la cocina de barro, pero el corazón me latía de tal forma que incluso me lo notaba en la voz—. He cambiado de opinión. Había olvidado que tengo muchísimas cosas que hacer hoy.” Y entonces Jan se echa a reír de aquella forma que me fastidia incluso más que su sonrisa acaramelada y me dice: “Vaya, mamá Lois, ¿qué puede ser tan importante que no puedes venir con nosotros a Bangor después de que nosotros nos hayamos tomado la molestia de venir a Derry a verte?”. Esa mujer siempre me pone los pelos de punta, y supongo que a ella le pasa lo mismo conmigo. Debe de ser así, porque nunca en mi vida he visto a una mujer sonreír tanto a otra sin odiarla a muerte. En fin, le he dicho que para empezar tenía que fregar el suelo de la cocina. “Échale un vistazo —le digo—. Está hecho una porquería.”

»“¡Buf! —resopla Harold—. No puedo creer que nos dejes volver a la ciudad con las manos vacías después de haber hecho todo el camino, mamá.” “Bueno, pues no voy a irme a vivir a ese sitio por muchos kilómetros que hayáis recorrido —le digo—, así que ya os lo podéis ir quitando de la cabeza. Llevo treinta y cinco años viviendo en Derry, la mitad de mi vida. Todos mis amigos están aquí y no pienso irme.”

»Entonces se miran como se miran los padres cuando el nene ha dejado de ser un encanto y empezado a ponerse pesado. Janet me da una palmadita en el hombro y me dice: “Bueno, no te pongas así, mamá Lois… Sólo queremos que vengas a mirar”. Como si se tratara otra vez de los prospectos y lo único que tuviera que hacer fuera ser cortés. Pero de todas formas, cuando me dijo que sólo era para mirar me tranquilicé un poco. Debería haber sabido que no podían obligarme a vivir ahí, y que tampoco se lo podrían permitir. En realidad, cuentan con el dinero del señor Chasse para eso…, su pensión y el dinero del seguro del ferrocarril, porque murió en un accidente de trabajo.

»Resulta que ya habían pedido hora para las once, y habría un hombre que me lo enseñaría todo para darme una idea. En cuanto lo he tenido todo claro se me ha pasado el susto, pero estaba dolida por la condescendencia con que me estaban tratando, y enfadada porque casi todo lo que salía de la boca de Janet eran días libres esto y días libres lo de más allá. Estaba bastante claro que se le ocurrían formas mucho mejores de pasar un día libre que venir a Derry para visitar al viejo saco gordo de su suegra.

»“Deja de remolonear y vámonos, mamá Lois —dice después de un poco más de tira y afloja, como si me gustara tanto la idea que ni siquiera pudiera decidir qué sombrero debía ponerme—. Ponte el abrigo. Te ayudaré a lavar los platos del desayuno cuando volvamos.”

»“No me has entendido —le digo—. No voy a ir a ninguna parte. ¿Por qué malgastar un hermoso día de otoño como éste visitando un sitio en el que nunca viviré? ¿Y quién os da derecho a venir aquí a acosarme? Al menos, uno de vosotros podría haberme llamado y decirme: ‘Eh, mamá, tenemos una idea, ¿te apetece oírla?’ ¿No es así como habríais tratado a cualquiera de vuestros amigos?”

»Y cuando he dicho eso se han mirado otra vez…

Lois suspiró, se secó los ojos por última vez y le devolvió el pañuelo a Ralph algo mojado, pero, por lo demás, en buen estado.

—Bueno, por aquella mirada supe que todavía no había terminado la historia. Sobre todo por la expresión de Harold…, como cuando acababa de robar un puñado de virutas de chocolate de la despensa. Y Janet… le mira con la expresión que más me fastidia. Yo la llamo la expresión de bulldozer. Y entonces le pregunta si quiere contarme lo que ha dicho el médico o si me lo cuenta ella.

»Al final me lo han contado los dos, y cuando han terminado yo estaba tan enfadada y asustada que tenía ganas de arrancarme el pelo a mechones. Lo que más me sulfuraba por mucho que intentara calmarme era la idea de Carl Lichtfield contándole a Harold todas esas cosas que a mí me parecían íntimas. Llamándole y contándoselo todo, como si fuera la cosa más normal del mundo.

»“Así que creéis que estoy senil, ¿eh? —pregunto a Harold—. ¿Es eso? ¿Tú y Janet creéis que chocheo a la avanzada edad de sesenta y ocho años?”

»Harold se ha puesto rojo como un tomate y ha empezado a arrastrar los pies debajo de la silla y a farfullar no sé qué. Algo como que él no creía tal cosa, pero que tenía que velar por mi seguridad, como yo siempre había velado por la suya cuando era niño. Y mientras tanto, Janet sentada en el mostrador, mordisqueando una magdalena y mirándolo con una expresión que me daba ganas de matarla… como si creyera que Harold no era más que una cucaracha que había aprendido a hablar como un abogado. De repente se levanta y me pregunta si puede “ir al servicio”. Le he dicho que sí y he conseguido callarme que sería un alivio perderla de vista durante un par de minutos.

»“Gracias, mamá Lois —me dice—. No tardaré mucho. Harry y yo tenemos que irnos pronto. Si no quieres venir con nosotros y acudir a tu cita, entonces creo que ya no hay más que hablar”.

—Qué encanto —terció Ralph.

—Bueno, pues eso ha sido la gota que ha colmado el vaso; estaba harta. «Yo siempre acudo a mis citas, Janet Chasse —le digo—, pero sólo a las que concierto yo misma. Me importan un comino las que los demás conciertan por mí.»

»Entonces levanta las manos como si yo fuera la mujer más poco razonable de la faz de la Tierra y me deja a solas con Harold. Él me estaba mirando con esos grandes ojos castaños que tiene, como si esperara que me disculpara. Y la verdad es que casi me parecía que debía disculparme, aunque sólo fuera para borrar esa expresión de cocker spaniel de su cara, pero no lo he hecho. No quería hacerlo. Me he limitado a devolverle la mirada, y al cabo de un rato no ha podido soportarlo más y me ha dicho que debería dejar de estar enfadada. Me ha dicho que sólo está preocupado por mí, aquí sola en Derry, que sólo intenta ser un buen hijo y Janet ser una buena hija.

»“Supongo que eso lo entiendo —le digo yo—, pero deberías saber que actuar a espaldas de una persona no es forma de expresar amor y preocupación”. Entonces se ha puesto todo tieso y me ha dicho que él y Janet no consideraban que aquello fuera actuar a espaldas de nadie. Al decirlo ha mirado un momento hacia el cuarto de baño, y más o menos he entendido que era Jan la que no consideraba que eso fuera actuar a espaldas de nadie. Y entonces me dice que no era lo que yo creía, que Lichtfield le había llamado a él, no al revés.”

»“Muy bien —le contesto—. Pero ¿qué te impedía colgar en cuanto averiguaste de qué quería hablar? Eso fue juego sucio, Harry. ¿Me puedes explicar en qué diablos estabas pensando?”

»Entonces ha empezado a remolonear y a ponerse nervioso (daba la sensación de que él estaba a punto de disculparse), pero entonces ha vuelto Jan y todo se ha ido a la miércoles. Me ha preguntado dónde estaban mis pendientes de diamantes, los que me regalaron por Navidad. Ha sido un cambio de tema tan brusco que en el primer momento no he podido hacer más que farfullar, y supongo que sí parecía que me estaba volviendo senil. Pero por fin he conseguido decirle que estaban en el platito de porcelana de la cómoda del dormitorio, como siempre. Tengo un joyero, pero dejo los pendientes y otras dos o tres joyas fuera, porque son tan bonitas que sólo con mirarlas se me alegra el corazón. Además, sólo son lascas de diamante, así que no es que nadie vaya a entrar en mi casa para robármelos. Lo mismo con mi anillo de compromiso y el camafeo de marfil, que son las otras joyas que guardo en ese platito.

Lois lanzó a Ralph una mirada intensa y suplicante. Ralph le volvió a oprimir la mano.

—Esto es muy duro para mí.

—Si quieres dejarlo…

—No, quiero terminar…, pero la verdad es que a partir de cierto momento ya no me acuerdo de nada. Ha sido todo espantoso. Janet me ha dicho que ya sabía dónde los guardaba, pero que no estaban ahí. Mi anillo de compromiso estaba y el camafeo también, pero los pendientes de Navidad no. He ido a la habitación para comprobarlo, y Janet tenía razón. Lo hemos puesto todo patas arriba, buscando por todas partes, pero no los hemos encontrado. Han desaparecido.

Lois se aferraba a las manos de Ralph con las suyas y parecía estar contándole la historia a la cremallera de su cazadora.

—Hemos sacado toda la ropa de la cómoda… Harry incluso la ha apartado de la pared para mirar detrás…, debajo de la cama y de los almohadones del sofá…, y tenía la sensación de que cada vez que miraba a Janet, ella me estaba mirando a mí con esa expresión dulce y los ojos muy abiertos. Más dulce que el algodón de azúcar, excepto en los ojos, y no hacía falta que dijera en voz alta lo que estaba pensando, porque yo ya lo sabía. ¿Lo ves? ¿Comprendes ahora que el doctor Lichtfield ha hecho bien en llamarnos y que nosotros hemos hecho bien en pedir hora en ese sitio? ¿No ves lo tozuda que eres? Porque necesitas vivir en un lugar como Panorámica del Río, y esto lo demuestra. Has perdido los preciosos pendientes que te regalamos por Navidad, tienes una grave pérdida de cognición y esto lo demuestra. Dentro de poco empezarás a dejarte los quemadores del horno encendidos… o el calentador del baño

Lois rompió a llorar de nuevo, y sus lágrimas destrozaban el corazón de Ralph, pues eran los profundos e intensos sollozos de una persona que ha sentido el azote de la vergüenza en lo más hondo de su ser. Lois enterró el rostro en la cazadora de Ralph, quien la abrazó con más fuerza. Lois, pensó. Nuestra Lois. Pero no, ya no le gustaba cómo sonaba eso, si es que alguna vez le había gustado.

Mi Lois, pensó, y en aquel preciso instante, como si un poder superior lo aprobara, el día empezó a llenarse de luz otra vez. Los sonidos adquirieron una nueva resonancia. Bajó la mirada hacia sus manos y las de Lois, entrelazadas sobre el regazo de su amiga, y vio que un maravilloso nimbo gris azulado, del color del humo de los cigarrillos, las envolvía. Las auras habían regresado.

—Deberías haberlos echado en cuanto te has dado cuenta de que los pendientes habían desaparecido —se oyó decir, y cada palabra sonaba por separada y era encantadoramente única, como un tronido cristalino—. En ese mismo momento.

—Oh, eso lo sé ahora —repuso Lois—. Janet estaba esperando a que metiera la pata, y por supuesto, le he hecho el favor. Pero estaba tan trastornada… Primero la discusión sobre si iba o no iba con ellos a Bangor a ver la urbanización esa, después enterarme de que mi médico les había dicho cosas que no tenía derecho a decirles, y encima, averiguar que había perdido una de mis posesiones más preciadas. ¿Y sabes lo que ha sido el colmo? ¡Que ella haya descubierto que habían desaparecido los pendientes! ¿Todavía me echas la culpa por no haber sabido qué hacer?

—No —repuso Ralph al tiempo que se llevaba las manos enguantadas de Lois a los labios.

El sonido que produjeron al surcar el aire fue como el susurro ronco de una mano al deslizarse por una manta de lana, y por un instante vio con toda claridad la forma de los labios sobre el dorso de su guante derecho, impresa como un beso azul.

—Gracias, Ralph —dijo Lois con una sonrisa.

—De nada.

—Supongo que ya te imaginas cómo ha seguido la cosa, ¿no? Janet va y dice: «Deberías tener más cuidado, mamá Lois, claro que el doctor Lichtfield dice que has llegado a un punto en tu vida en que no puedes tener más cuidado, y por eso hemos pensado en la Urbanización Panorámica del Río. Siento haberte hecho enfadar, pero nos ha parecido importante darnos prisa. Ahora ya ves por qué».

Ralph alzó la mirada. El cielo era una catarata de fuego azul verdoso repleta de nubes que parecían aeronaves de cromo. Miró colina abajo y vio a Rosalie aún tendida entre los lavabos portátiles. El cordel de globo gris oscuro brotaba de su hocico, oscilando en la fresca brisa de octubre.

—Entonces me he enfadado mucho…

Lois se interrumpió y esbozó una sonrisa. Ralph se dijo que era la primera sonrisa que veía en su rostro aquel día que expresaba verdadero humor en lugar de una emoción menos agradable y más compleja.

—No, eso no es verdad —prosiguió Lois—. No sólo me he enfadado. Si mi sobrino nieto hubiera estado ahí, habría dicho: «Nana se ha puesto nuclear».

Ralph se echó a reír y Lois se unió a él, aunque su parte del dúo sonaba algo forzada.

—Lo que más me fastidia es que Janet lo sabía —continuó Lois—. Quería que me pusiera nuclear, creo, porque sabía lo culpable que me sentiría después. Y sabe Dios que es verdad. Les he gritado que se largaran. Harold parecía querer que se lo tragara la tierra (los gritos siempre le han puesto incómodo), pero Jan se ha limitado a quedarse sentada, con las manos cruzadas sobre el regazo, sonriendo y asintiendo con la cabeza, como si dijera: Eso, mamá Lois, desahógate y líbrate de todo ese desagradable veneno que tienes dentro, y cuando termines a lo mejor estás dispuesta a atender a razones.

Lois aspiró una profunda bocanada de aire.

—Y entonces ha pasado algo. No estoy segura de qué. Y tampoco ha sido la primera vez, aunque sí la peor. Creo que ha sido una especie de… bueno… una especie de ataque. Bueno, la cuestión es que he empezado a ver a Janet de una forma muy rara… de una forma que daba miedo. Y por fin le he dicho algo que le ha tocado la moral. No recuerdo qué era y no estoy segura de querer recordarlo, pero lo que está claro es que borró esa sonrisa acaramelada que tanto me fastidia de su cara. De hecho, casi arrastró a Harold fuera de mi casa. Lo último que recuerdo es que me dijo que uno de los dos me llamaría cuando no estuviera tan histérica como para acusar de cosas tan feas a las personas que me querían.

»Me he quedado un rato en casa cuando se han ido, y luego he salido para venir a sentarme un rato en el parque. A veces, sólo con sentarte al sol te sientes mejor. He pasado por la Manzana Roja para tomar algo, y entonces me he enterado de que tú y Bill os habíais peleado. ¿Crees que la cosa es muy grave?

—Noo —aseguró Ralph meneando la cabeza—. Ya nos reconciliaremos. Bill me cae muy bien, pero…

—… pero tienes que tener mucho cuidado con lo que le dices —terminó Lois por él—. Y además, Ralph, perdona si añado que no puedes tomarte demasiado en serio las cosas que te dice.

Esta vez fue Ralph quien oprimió las manos de Lois.

—Harías bien en seguir el mismo consejo, Lois… No deberías tomarte demasiado en serio lo que ha pasado esta mañana.

—Quizá —reconoció ella con un suspiro—, pero es muy difícil. Al final he dicho cosas terribles, Ralph. Terribles. Por una parte desearía recordar lo que le he dicho para conseguir que dejara de sonreír de esa forma tan espantosa, pero por otra…, que es la dominante…, estoy muy agradecida por no recordarlo.

Un arco iris de comprensión trazó un repentino arco en el primer plano de la consciencia de Ralph. En su luz vio algo muy grande, tan grande que parecía incuestionable y predestinado. Se encaró con Lois por primera vez desde que las auras habían regresado… o desde que él había regresado a las auras. Lois estaba envuelta en una cápsula de translúcida luz gris, tan brillante como la bruma de una mañana de verano que está a punto de tornarse soleada. Aquella luz transformó a la mujer que Bill llamaba «nuestra Lois» en una criatura de gran dignidad… y belleza casi insoportable.

Se parece a Eos —pensó—. La diosa del amanecer.

Lois se removió incómoda en el banco.

—Ralph, ¿por qué me miras así?

Porque eres hermosa y porque me he enamorado de ti —pensó Ralph, asombrado—. Ahora mismo estoy tan enamorado de ti que tengo la sensación de ahogarme, y es una muerte dulcísima.

—Porque recuerdas exactamente lo que has dicho.

Lois se puso a juguetear otra vez con el cierre de su bolso.

—No, yo…

—Sí, señora. Le has dicho a tu nuera que ella ha cogido los pendientes. Los ha cogido porque se ha dado cuenta de que no ibas a ceder en lo de ir con ellos, y cuando no consigue lo que quiere se pone hecha una furia… se pone nuclear. Lo ha hecho porque la has cabreado, ¿no es así más o menos como ha ido la cosa?

Lois lo estaba mirando con ojos muy abiertos y asustados.

—¿Cómo lo sabes, Ralph? ¿Cómo sabes eso de ella?

—Lo sé porque tú lo sabes, y tú lo sabes porque lo has visto.

—Oh, no —susurró ella—. No, yo no he visto nada. Estaba en la cocina con Harold y no me he movido.

—No lo has visto en ese momento, cuando lo ha hecho, sino cuando ha vuelto. Lo has visto en ella y alrededor de ella.

Como él estaba viendo en ese preciso instante a la mujer de Harold Chasse en casa de Lois, como si la mujer sentada junto a él se hubiera convertido en una lente. Janet Chasse era una mujer alta, de piel clara y cintura esbelta. Tenía las mejillas salpicadas de pecas que cubría con maquillaje, y su cabello era de un vívido color melado. Aquella mañana había ido a Derry con ese fabuloso cabello cayendo sobre un hombro en una gruesa trenza como un fajo de hilo de cobre. ¿Qué más sabía acerca de aquella mujer a la que no había visto en su vida?

Todo todo.

Se maquilla las pecas porque cree que le dan aspecto de niña; que la gente no se toma en serio a las mujeres pecosas. Tiene unas piernas preciosas y lo sabe. Lleva faldas cortas para ir a trabajar, pero hoy ha venido a ver a

(la vieja zorra)

mamá Lois en rebeca y vaqueros gastados, ropa especial para ir a Derry. No le viene la regla. Ha llegado a esa edad en la que la regla ya no viene puntual como un reloj, y durante esa incómoda pausa de dos o tres días que sufre cada mes, un intervalo en el que el mundo parece trecho de cristal y todos sus habitantes, estúpidos o malvados, su conducta se torna imprevisible. Ésta es probablemente la razón por la que ha hecho lo que ha hecho.

Ralph la vio salir del diminuto cuarto de baño de Lois. La vio lanzar una intensa y furiosa mirada hacia la puerta de la cocina (ahora no hay rastro de la sonrisa acaramelada en aquel intenso rostro alargado) y sacar los pendientes del platito de porcelana. La vio metérselos en el bolsillo delantero izquierdo de los vaqueros.

No, Lois no había visto aquel feo robo pero éste había transformado el color verde pálido del aura de Jan Chasse en un complejo estampado superpuesto de marrones y rojos que Lois había visto y comprendido al instante, probablemente sin tener ni la menor idea de lo que le estaba ocurriendo en realidad.

—Sí, señor, los ha robado —prosiguió Ralph.

En aquel momento vio una neblina gris surcar perezosa las pupilas de los ojos muy abiertos de Lois. Podría haberse quedado todo el día contemplándola.

—Sí, pero…

—Si hubieras accedido a ir a la Urbanización Panorámica del Río, estoy seguro de que los habrías encontrado después de la próxima visita… o ella los habría encontrado, eso es más probable. Una casualidad afortunada… «¡Oh, mamá Lois, ven a ver lo que he encontrado!», debajo del lavabo, en un armario o tirados en algún rincón oscuro.

—Sí —asintió Lois observándolo fascinada, casi hipnotizada—. Debe de sentirse fatal… y no se atreverá a devolvérmelos, ¿verdad? No después de lo que le he dicho. Ralph, ¿cómo lo sabes?

—Pues por lo mismo que tú. ¿Cuánto tiempo llevas viendo las auras, Lois?

—¿Auras? No sé a qué te refieres.

Pero sí lo sabía, comprendió Ralph.

—Lichtfield le dijo a tu hijo que tenías insomnio, pero no creo que eso fuera suficiente para que Lichtfield…, bueno, se fuera de la lengua. De la otra cosa, lo que has dicho que él llamó problemas sensoriales, ni siquiera se había dado cuenta. Estaba demasiado asombrado por que alguien pudiera creer que estuvieras senil, aunque yo también tengo problemas sensoriales últimamente.

—¿Tú?

—Sí señora. Y hace un momento has dicho algo aún más interesante. Has dicho que has empezado a ver a Janet de una forma muy rara. De una forma que daba miedo. No recordabas lo que has dicho justo antes de que los dos se marcharan, pero recordabas exactamente cómo te sentías. Estás viendo el otro lado del mundo, el resto del mundo. Siluetas alrededor de las cosas siluetas dentro de las cosas, sonidos dentro de otros sonidos. Yo lo llamo el mundo de las auras, y eso es lo que estás experimentando, ¿verdad, Lois?

Lois lo miró en silencio por unos instantes y por fin se cubrió el rostro con las manos.

—Creía que me estaba volviendo loca —exclamó—. ¡Oh, Ralph, creía que me estaba volviendo loca!

Ralph la abrazó un instante y a continuación le alzó la barbilla.

—No llores más —pidió—. No tengo más pañuelos.

—No lloraré más —accedió Lois, aunque volvía a tener los ojos llenos de lágrimas—. Ralph, si supieras lo espantoso que ha sido…

—Lo sé.

—Sí…, lo sabes, ¿verdad? —se maravilló ella con una sonrisa radiante.

—Lo que hizo decidir a ese idiota de Lichtfield que te estabas volviendo senil, aunque probablemente, se inclinaba por la enfermedad de Alzheimer, no fue sólo el insomnio, sino el insomnio acompañado de otra cosa…, algo que él decidió que eran alucinaciones, ¿verdad?

—Supongo que sí, pero no dijo nada de eso en aquel momento. Cuando le conté las cosas que veía, los colores y todo eso, se mostró muy comprensivo.

—Ajá, y en cuanto saliste por la puerta llamó a tu hijo y le dijo que moviera el culo y viniera a Derry para hacer algo con su anciana madre, que había empezado a ver a la gente paseándose por ahí en sobres de colores y con cordeles de globo saliéndoles de la cabeza.

—¿También ves eso? ¿También ves eso, Ralph?

—Sí, también —asintió Ralph.

Lanzó una carcajada que se le antojó un poco boba, aunque no le sorprendía. Tenía mil cosas que preguntarle; estaba loco de impaciencia. Y algo más, algo tan inesperado que ni siquiera había logrado identificarlo al principio. Estaba caliente. No sólo interesado, sino caliente.

Lois había empezado a llorar de nuevo. Sus lágrimas eran del color de la niebla sobre un lago sereno, y humeaban un poco mientras rodaban por sus mejillas. Ralph sabía que tendrían un sabor oscuro y húmedo, como el musgo en primavera.

—Ralph… esto… esto es… ¡Oh, Dios mío!

—Más bestia que Michael Jackson en la Superbowl, ¿verdad?

—Bueno… un poco —repuso ella con una débil carcajada.

—Lo que nos está pasando tiene nombre, Lois, y no es insomnio, senilidad ni Alzheimer. Es hiperrealidad.

—Hiperrealidad —murmuró Lois—. ¡Qué palabra tan exótica!

—Sí, lo es. Me la enseñó un farmacéutico de Rite Aid, Joe Wyzer. Pero hay mucho más de lo que él sabe. Mucho más de lo que podría imaginar cualquier persona que estuviera en sus cabales.

—Sí, como la telepatía… si es que realmente hay telepatía. Ralph, ¿estamos en nuestros cabales?

—¿Se ha llevado tu nuera los pendientes?

—Esto… ella… sí —Lois irguió la espalda—. Sí, se los llevó.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Entonces tú misma te has contestado. Estamos cuerdos, desde luego…, pero creo que no tienes razón con lo de la telepatía. No leemos el pensamiento, sino las auras. Mira, Lois, tengo muchísimas cosas que preguntarte, pero creo que sólo hay una cosa que tengo que saber ahora mismo. ¿Has visto…?

Se interrumpió con brusquedad, preguntándose si de verdad quería decir lo que tenía en la punta de la lengua.

—¿Si he visto qué?

—Bueno, esto te va a parecer mucho más raro que todo lo que me has contado tú, pero no estoy loco. ¿Me crees? No estoy loco.

—Te creo —repuso Lois con sencillez.

Ralph sintió que se le quitaba un peso de encima. Lois decía la verdad, sin lugar a dudas. Emanaba fe en él por todos los poros.

—Bueno, pues escucha. Desde que empezaron a pasarte todas estas cosas, ¿has visto a ciertas personas que no encajan muy bien en Harris Avenue? ¿Personas que no encajan muy bien en ninguna parte del mundo normal?

Lois lo observaba confusa, sin comprender.

—Son unos tipos calvos, muy bajitos, llevan batas blancas cortas y se parecen mucho a los dibujos de extraterrestres que a veces salen en primera página de los periódicos sensacionalistas que venden en la Manzana Roja. ¿No has visto a nadie parecido durante alguno de tus ataques de hiperrealidad?

—No, a nadie.

Ralph se golpeó la pierna con el puño en ademán de frustración, reflexionó unos instantes y por fin alzó de nuevo la mirada.

—El lunes de madrugada —prosiguió—, antes de que la policía llegara a casa de la señora Locher… ¿me viste?

Como en cámara lenta, Lois asintió con la cabeza. Su aura había adquirido un matiz más oscuro, y unas espirales de color escarlata, delgadas como hilos, empezaron a surcarla en diagonal.

—Me imagino que entonces ya tendrás una idea de quién llamó a la policía, ¿no?

—Oh, ya sé que fuiste tú —replicó Lois en voz baja—. Ya lo sospechaba, pero no he estado segura hasta ahora. Hasta que lo he visto…, bueno, en tus colores.

En mis colores, repitió Ralph mentalmente. Ed también los llamaba así.

—Pero ¿no viste a dos versiones de tamaño de bolsillo de Mr. Proper salir de su casa?

—No —denegó Lois—, pero eso no significa nada, porque ni siquiera puedo ver la casa de la señora Locher desde la ventana de mi dormitorio. Me la tapa el tejado de la Manzana Roja.

Ralph entrelazó las manos sobre la cabeza. Claro que sí, debería haberlo sabido.

—La razón por la que creía que tú habías llamado a la policía era que, justo antes de ir a ducharme, te vi mirando con prismáticos. Nunca te había visto hacer eso, pero creí que quizás querías ver mejor a ese perro callejero que hace incursiones en la basura los jueves por la mañana —señaló colina abajo—. Él.

—No es él, sino ella —corrigió Ralph con una sonrisa—. Es la encantadora Rosalie.

—Ah. Bueno, estuve en la ducha mucho rato, porque me pongo una mascarilla especial en el pelo. No es tinte —puntualizó con sequedad, como si Ralph la hubiera acusado de ello—, sólo proteínas y cosas que, según dicen, hacen que tu pelo parezca un poco más abundante. Cuando salí de la ducha, la policía estaba por todas partes. Miré hacia tu casa, pero ya no te vi. O te habías ido a otra habitación o te habías retrepado en el sillón. A veces lo haces.

Ralph sacudió la cabeza como para aclarársela. No había estado en un teatro vacío todas aquellas noches; alguien había estado allí aparte de él, sólo que en otro palco.

—Lois, la pelea que hemos tenido Bill y yo no ha sido por el ajedrez. Ha sido…

Al pie de la colina, Rosalie emitió un oxidado ladrido e intentó levantarse. Ralph miró en aquella dirección y el corazón le dio un vuelco. Llevaban ahí sentados casi media hora y nadie se había acercado siquiera a los lavabos situados al pie de la colina, pero en aquel momento, la puerta de plástico del servicio portátil de caballeros empezó a abrirse con lentitud.

El doctor 3 salió del lavabo. Llevaba el sombrero de McGovern, el panamá con el mordisco en el ala, echado hacia atrás, lo que le confería el mismo aspecto que Ralph había advertido en McGovern la primera vez que lo había visto con la gorra marrón, de sagaz periodista en una película de gánsteres de los años cuarenta.

En una mano, el desconocido calvo llevaba el bisturí oxidado.