La Derry de los Viejos Carcamales no era la única ciudad secreta que existía sigilosa dentro del lugar que Ralph siempre había considerado su hogar; cuando era niño y vivía en Mary Mead, donde ahora se alzaban las numerosas urbanizaciones de Old Cape, Ralph había descubierto que, además de la Derry que pertenecía a los adultos, había otra que pertenecía única y exclusivamente a los niños. Las junglas de vagabundos abandonadas cerca de la estación de Neibolt Street, donde a veces uno encontraba latas de sopa de tomate medio llenas de estofado de sobras, y botellas en las que quedaba algún trago de cerveza; el callejón detrás del Teatro Aladino, donde se fumaban cigarrillos Bull Durham y a veces estallaban petardos; el viejo olmo que se cernía sobre el río, donde centenares de niños y niñas habían aprendido a tirarse de cabeza; los cien (o tal vez incluso doscientos) senderos enmarañados que rodeaban el erial de los Barrens, un valle cubierto de maleza que segaba el centro de la ciudad como una cicatriz mal curada.
Todos aquellos caminos y calles secretos se hallaban por debajo del campo de visión de los adultos, y por tanto, éstos no se daban cuenta…, aunque había, por supuesto, algunas excepciones. Una de ellas había sido un policía llamado Aloysius Nell, el señor Nell para varias generaciones de niños de Derry, y fue en ese momento, mientras se dirigía hacia el merendero situado en el punto en que Harris Avenue se convertía en la extensión de Harris Avenue, cuando se le ocurrió que Chris Nell era probablemente el hijo del viejo señor Nell… aunque no podía ser, porque el policía al que Ralph había visto por primera vez en compañía de John Leydecker no tenía edad suficiente como para ser hijo del viejo señor Nell. Tal vez su nieto.
Ralph había descubierto una segunda ciudad secreta, la que pertenecía a los ancianos, más o menos al jubilarse, aunque no se había percatado de que formaba parte de ella hasta después de la muerte de Carolyn. Lo que había descubierto era una geografía sumergida siniestramente parecida a la que conociera de niño, un lugar que el resto del mundo que bullía y se tambaleaba a su alrededor, siempre con prisas, ignoraba; se trataba de la Derry de los Malditos, un lugar terrible habitado principalmente por borrachos, niños que se habían fugado de casa y chalados a los que no se podía tener encerrados.
Fue en el merendero donde Lafayette Chapin había revelado una de las consideraciones más importantes de la vida…, cuando uno se convierte en un Viejo Carcamal de buena fe, claro está. Dicha consideración guardaba relación con la «vida real». El tema había salido a colación cuando ambos hombres apenas se conocían. Ralph había preguntado a Faye a qué se dedicaba antes de empezar a ir al merendero.
—Bueno, pues en la vida real era carpintero y ebanista —había replicado Chapin mostrando los pocos dientes que le quedaban en una amplia sonrisa—, pero todo eso terminó hace unos diez años.
Como si la jubilación fuera algo parecido al beso de un vampiro, recordaba haber pensado Ralph, como si arrastrara a todos los supervivientes al mundo de los zombies. Y para ser completamente sinceros, ¿se alejaba eso tanto de la realidad?
Una vez a prudente distancia de McGovern (o al menos, eso esperaba), Ralph atravesó la pantalla de robles y arces que separaba el merendero de la Extensión. Comprobó que unas ocho o diez personas habían llegado desde su paseo anterior, la mayoría con cestas de comida y bocadillos comprados en la Taza de Café. Los Eberly y los Zell estaban jugando al tute con una grasienta baraja Top Hole que solía guardarse en un agujero de un roble cercano; Faye y el doctor Mulhare, un veterinario jubilado, estaban jugando al ajedrez; un par de mirones se paseaban entre las dos partidas.
Los juegos eran la nota dominante en el merendero…, bueno, en todos los rincones de la Derry de los Viejos Carcamales, pero Ralph creía que los juegos no eran más que la fachada. En realidad, la gente acudía al merendero para estar ahí, para dar el parte, confirmar (aunque sólo fuera a sí mismos) que seguían viviendo alguna clase de vida, ya fuera real o de cualquier otra índole.
Ralph tomó asiento en un banco vacío cerca de la valla anticiclones y, con ademán distraído, pasó un dedo por los surcos tallados, nombres, iniciales, muchos JÓDETE, mientras veía aterrizar aviones a intervalos precisos de dos minutos; un Cessna, un Piper, un Apache, un Twin Bonanza, el Expreso de las 11.45 procedente de Boston. Estaba atento a los altibajos de las conversaciones que se desarrollaban tras él. El nombre de May Locher fue mencionado en más de una ocasión (algunas de aquellas personas la conocían y la opinión general era que Dios había tenido por fin piedad de ella y puesto fin a su sufrimiento), pero la mayor parte de las charlas giraban en torno a la inminente visita de Susan Day. Por regla general, la política no formaba parte de las conversaciones de los Viejos Carcamales, quienes preferían un buen cáncer de colon o una buena embolia, pero incluso entre ellos el aborto se mostraba extraordinariamente capaz de concentrar, enardecer y dividir.
—Ha escogido la ciudad equivocada para visitar, y lo peor es que no creo que lo sepa —comentó el doctor Mulhare contemplando el tablero de ajedrez con taciturna concentración mientras Faye Chapin le arrebataba los últimos defensores de su rey en un fulminante blitzkrieg—. Aquí las cosas pasan a su manera. ¿Te acuerdas del incendio en Black Spot, Faye?
Faye emitió un profundo gruñido y se merendó el último alfil del veterinario.
—Lo que no entiendo es a estos imbéciles —intervino Lisa Zell al tiempo que recogía la primera sección del News de la mesa y golpeaba la fotografía de los manifestantes encapuchados desfilando ante el Centro de la Mujer—. Es como si quisieran volver a los días en que las mujeres se provocaban el aborto con perchas.
—Es lo que quieren —aseguró Georgina Eberly—. Creen que si a una mujer le da suficiente miedo morir, entonces tendrá el niño. Nunca parece ocurrírseles que una mujer puede tener más miedo de tener el bebé que de utilizar una percha para librarse de él.
—¿Qué tiene el miedo que ver con todo esto? —preguntó huraño uno de los mirones, un anciano con cara de palo llamado Pedersen—. El asesinato es asesinato con el bebé dentro o fuera, eso es lo que creo yo. Aunque haga falta un microscopio para verlo es asesinato. Porque llegaría a ser un niño si lo dejaran en paz.
—Supongo que eso te convierte en Adolf Eichmann cada vez que te haces una paja —terció Faye mientras movía la reina—. Jaque.
—¡La-fa-yette Cha-pin! —gritó Lisa Zell.
—Masturbarse no es lo mismo, en absoluto —masculló Pedersen frunciendo el ceño.
—¿Ah no? ¿No había un tipo en la Biblia al que Dios castigaba por meneársela? —inquirió el otro mirón.
—Debes de estar pensando en Onán —intervino una voz detrás de Ralph.
Ralph se volvió con un sobresalto y vio al viejo Dor de pie a sus espaldas. En una mano llevaba un libro de bolsillo con un gran número cinco impreso en la portada. ¿De dónde narices has salido?, se preguntó Ralph. Casi habría podido jurar que no había nadie detrás suyo un minuto antes.
—Onán, Shmonan —repuso Pedersen—. Esos espermatozoides no son lo mismo que un bebé…
—¿No? —replicó Faye—. Entonces, ¿por qué la iglesia católica no vende condones en el bingo? A ver, explícamelo.
—Decir eso es pura ignorancia —espetó Pedersen—. Y si no entiendes…
—Pero Dios no castigó a Onán por masturbarse —terció Dorrance en su estridente y penetrante voz de anciano—. Lo castigó por negarse a preñar a la viuda de su hermano para que la saga continuase. Hay un poema de Allen Ginsberg, creo…
—¡Cierra la boca, viejo estúpido! —chilló Pedersen antes de volverse ceñudo hacia Faye Chapin—. Y si no entiendes que hay una gran diferencia entre pelársela y que una mujer tire al lavabo el niño que Dios le ha dado, entonces es que eres tan estúpido como él.
—Qué conversación más desagradable —comentó Lisa Zell con más fascinación que desagrado.
Ralph miró por encima del hombro de la mujer y vio que un pedazo de valla metálica había sido arrancada del poste que la sujetaba y doblada de nuevo hacia atrás, travesura que, probablemente, era obra de los críos que se adueñaban del lugar por las noches. Aquello resolvía al menos un enigma. No se había percatado de la presencia de Dorrance porque el viejo todavía no había llegado al merendero, sino que estaba vagando por el aeropuerto.
Se le ocurrió que ahora tenía la oportunidad de agarrar a Dorrance y tal vez obtener algunas respuestas de él…, aunque lo más seguro era que acabara más confundido que nunca. El viejo Dor se parecía demasiado al gato de Alicia en el país de las maravillas… Más sonrisa que sustancia.
—Una gran diferencia, ¿eh? —estaba preguntando Faye a Pedersen, en aquel momento.
—¡Sí! —gritó el aludido mientras el rubor le cubría las agrietadas mejillas.
—Mira, ¿por qué no lo dejamos y terminamos la partida, Faye? ¿De acuerdo? —intervino Mulhare agitándose incómodo en su silla.
Faye hizo caso omiso de su amigo, pues estaba concentrado por completo en Pedersen.
—Tal vez deberías volver a pensar en esos pequeños espermatozoides que han muerto en la palma de tu mano cada vez que te sentabas en el lavabo pensando en lo que te gustaría tener a Marylin Monroe haciéndote…
Pedersen alargó el brazo y barrió las figuras que quedaban del tablero. Mulhare se apartó con una mueca, los labios temblorosos y los ojos asustados tras las gafas de montura rosa que mostraban remiendos de cinta aislante en dos lugares.
—¡Eso, perfecto! —gritó Faye—. ¡Un argumento de lo más razonable, gilipollas!
Pedersen alzó amenazadoramente los puños en una exagerada pose de John L. Sullivan.
—¿Quieres hacer algo al respecto? —preguntó ansioso—. ¡Vamos, levántate!
Faye se puso en pie muy despacio. Llevaba a Pedersen cara de palo al menos treinta centímetros de estatura y treinta kilos de peso.
Ralph apenas daba crédito a sus ojos. Y si el veneno había penetrado hasta aquí, ¿qué estaría pasando con el resto de la ciudad? Daba la sensación de que Mulhare tenía razón; Susan Day no debía de tener ni la menor idea de lo mal que había hecho en escoger Derry para presentar su espectáculo. En algunos aspectos, en muchos, en realidad, Derry no era como otros lugares.
Empezó a moverse antes de saber qué quería hacer, y sintió un gran alivio al ver que Stan Eberly hacía lo mismo. Cambiaron una mirada mientras se acercaban a los dos hombres enfrentados, y Stan hizo una inclinación de cabeza casi imperceptible. Ralph deslizó un brazo en torno a los hombros de Faye un segundo antes de que Stan agarrara a Pedersen por el brazo izquierdo.
—No vais a hacer nada de eso —dijo Stan hablando directamente a una de las peludas orejas de Pedersen—. Al final tendremos que llevaros a los dos al hospital de Derry con un ataque al corazón, y no necesitas otro, Harley; ya has tenido dos, ¿no? ¿O quizá tres?
—¡No voy a dejar que bromee sobre las mujeres que asesinan a bebés! —exclamó Pedersen, y Ralph vio que tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¡Mi mujer murió al tener a nuestra segunda hija! ¡La infección se la llevó en 1946! ¡Así que no voy a dejar que nadie hable de asesinar bebés!
—Dios mío —dijo Faye en otro tono—. No lo sabía, Harley, lo siento…
—¡Y una porra que lo sientes! —gritó Pedersen.
Se zafó de la mano de Stan Eberly y se abalanzó sobre Faye, quien alzó de nuevo los puños, pero los volvió a bajar cuando Pedersen pasó tambaleándose junto a él sin mirarlo. Atravesó el muro de árboles y desapareció por la Extensión. A su marcha siguieron treinta segundos de consternado silencio, roto tan sólo por el zumbido de avispa de un Piper Cub a punto de aterrizar.
—Dios mío —repitió Faye por fin—. Ves a un tipo cada dos por tres durante cinco o diez años y crees que lo sabes todo. Madre mía, Ralphie, no sabía de qué había muerto su mujer. Me siento como un imbécil.
—No te preocupes demasiado —lo tranquilizó Stan—. Seguramente tiene la regla.
—Cierra la boca —lo increpó Georgina—. Ya habéis dicho suficientes guarradas por hoy.
—Me alegraré mucho cuando esa Day se marche y todo vuelva a la normalidad —terció Fred Zell.
Mulhare estaba gateando por el suelo en busca de las figuras de ajedrez.
—¿Quieres acabar la partida, Faye? —preguntó—. Creo que recuerdo dónde estaban todas las figuras.
—No —repuso Faye.
Su voz, que había permanecido firme durante el enfrentamiento con Pedersen, temblaba.
—Creo que he tenido bastante de momento. A lo mejor Ralph quiere jugar contigo la preliminar.
—Creo que paso —rechazó Ralph.
Estaba buscando a Dorrance con la mirada, pensando que podía intentar hablar con él a fin de cuentas, y por fin lo vio. Había pasado de nuevo el agujero de la valla, y estaba hundido hasta las rodillas en la hierba que flanqueaba la vía de servicio del aeropuerto, doblando el libro una y otra vez entre las manos mientras observaba el Piper Cub aproximarse a la terminal de Aviación General. Ralph recordó el día en que Ed se había acercado a toda pastilla por la misma vía de servicio en su viejo Datsun marrón, mascullando juramentos
(¡Date prisa! ¡Date prisa y come mierda!)
por lo lenta que era la puerta. Por primera vez en más de un año se preguntó qué habría ido a hacer Ed en el aeropuerto.
—… que antes.
—¿Eh? —farfulló haciendo un esfuerzo para volver a concentrarse en Faye.
—Digo que debes de dormir bien otra vez, porque tienes mucho mejor aspecto que antes. Pero ahora parece que te estás quedando más sordo que una tapia.
—Supongo que sí —repuso Ralph intentando esbozar una sonrisa—. Creo que voy a comer algo. ¿Quieres venir, Faye? Invito yo.
—No, ya he comido algo en la Taza de Café —repuso Faye—. Y la verdad es que me ha sentado como un tiro, si quieres que te diga la verdad. Madre mía, ese vejestorio estaba llorando, ¿te has fijado?
—Sí, pero yo de ti no le daría demasiada importancia —aconsejó Ralph.
Echó a andar hacia la Extensión, y Faye lo acompañó un trecho. Con los anchos hombros hundidos y la cabeza gacha, Faye se parecía bastante a un oso domesticado y enfundado en un traje.
—La gente de nuestra edad llora por cualquier cosa, ya lo sabes.
—Sí, supongo que sí —asintió Faye dedicando a Ralph una sonrisa de agradecimiento—. En cualquier caso, gracias por detenerme antes de que pudiera mandarlo todo al garete. Ya sabes cómo me pongo a veces.
Ojalá alguien hubiera estado ahí cuando Bill y yo hemos empezado a pelearnos, pensó Ralph.
—De nada —dijo en voz alta—. En realidad, soy yo quien debería darte las gracias. Un punto más en mi currículum cuando me presente a ese empleo tan bien pagado que dan en Naciones Unidas.
Faye se echó a reír encantado mientras propinaba a Ralph una amistosa palmada en el hombro.
—¡Eso, Secretario General! ¡El pacificador número 1! ¡Podrías hacerlo, Ralph, en serio!
—Desde luego que sí. Cuídate, Faye.
Empezó a alejarse, pero Faye le tocó el brazo.
—Jugarás el torneo la semana que viene, ¿verdad? ¿El Clásico de la Pista Tres?
A Ralph le costó unos instantes entender de qué estaba hablando, aunque el torneo había sido el principal tema de conversación del carpintero jubilado desde que las hojas de los árboles empezaran a cambiar de color. Faye era el organizador del torneo de ajedrez que denominaba el Clásico de la Pista Tres desde el fin de su «vida real», es decir, desde 1984. El trofeo era un enorme tapacubos cromado con una elegante imagen de una corona y un cetro grabados en él. Faye, que sin duda era el mejor jugador entre los Viejos Carcamales, al menos en la parte oeste de la ciudad, se había entregado el trofeo a sí mismo en seis de las nueve ocasiones en que había sido otorgado, y Ralph albergaba la sospecha de que se había dejado ganar en las otras tres para que no decayera el interés de los demás participantes. Ralph no había prestado demasiada atención al ajedrez aquel otoño; había tenido otras cosas en qué pensar.
—Claro —dijo—. Supongo que jugaré.
—Bien —exclamó Faye con una sonrisa—. Deberíamos haberlo celebrado el fin de semana pasado según el programa, pero esperaba que si lo aplazaba, Jimmy V. pudiera jugar. Pero todavía está en el hospital, y si lo aplazamos durante mucho más tiempo hará demasiado frío para jugar al aire libre y acabaremos en la trastienda de la barbería de Duffy Sprague, como en 1990.
—¿Qué le pasa a Jimmy V.?
—Se le ha vuelto a declarar el cáncer —explicó Faye antes de agregar en voz más baja—: Y creo que esta vez no tiene ni la más mínima posibilidad de combatirlo.
Ralph sintió una repentina y sorprendentemente aguda punzada de dolor al oír aquella noticia. Jimmy Vandermeer y él habían llegado a conocerse bien durante sus «vidas reales». Ambos trabajaban en la carretera por entonces, Jimmy en la venta de caramelos y tarjetas de felicitación, Ralph en suministros de imprenta y artículos de papelería, y se llevaban lo suficientemente bien como para formar equipo en algunos viajes por Nueva Inglaterra, turnándose para conducir y compartiendo alojamientos más lujosos de lo que podrían haberse permitido por separado.
También habían compartido los secretos solitarios y comunes de los viajantes. Jimmy había contado a Ralph lo de la puta que le había robado la cartera en 1958, y que había mentido a su mujer acerca de ello, diciéndole que un autoestopista lo había atracado. Ralph había confesado a Jimmy que, a la edad de cuarenta y tres años, se había dado cuenta de que era un adicto a la codeína, y le había hablado de su dolorosa y por fin fructífera lucha contra el hábito. No había contado a Carolyn lo de su extraña adicción al jarabe para la tos, al igual que Jimmy V. no había hablado a su mujer de su última aventura en ruta.
Muchos viajes; muchas ruedas cambiadas; muchos chistes sobre viajantes y la hermosa hija del granjero; muchas charlas a medianoche que habían durado hasta las primeras horas de la mañana. A veces habían hablado de Dios, a veces de Hacienda. En suma, Jimmy Vandermeer había sido un estupendo compañero de viaje. Entonces, Ralph había conseguido un empleo sedentario en la imprenta y había perdido el contacto con Jimmy. Había empezado a tratarlo de nuevo en el merendero y en algunos otros lúgubres centros que delimitaban la Derry de los Viejos Carcamales, tales como la biblioteca, los billares, la trastienda de la barbería de Duffy Sprague y cuatro o cinco más. Cuando, poco después de la muerte de Carolyn, Jimmy le dijo que había salido de una batalla con el cáncer con un pulmón menos pero, por lo demás, bien, Ralph se había acordado del hombre que hablaba de béisbol o pescaba mientras arrojaba una colilla encendida de Camel tras otra a la corriente creada por la ventanilla de solapa del coche.
He tenido suerte, había dicho. Yo y John Wayne, los dos hemos tenido suerte. Pero ninguno de los dos había tenido suerte a la larga, por lo visto. Claro que nadie tenía suerte a la larga.
—Vaya, hombre —exclamó Ralph—. Qué mala noticia.
—Lleva casi tres semanas en el hospital de Derry —comentó Faye—. Le están dando esas radiaciones y haciendo tragar ese veneno que se supone mata el cáncer y de paso te deja medio muerto a ti. Me sorprende que no lo supieras, Ralph.
Ya me lo imagino, pero a mí no. El insomnio se traga las cosas, ¿sabes? Un día no sabes qué ha pasado con el último sobre de sopa, luego pierdes la noción del tiempo y más tarde te pasa lo mismo con tus viejos amigos.
—La verdad es que a mí también.
—Maldito cáncer —se lamentó Faye meneando la cabeza—. Es siniestro ver cómo espera para atacar.
Ralph asintió, pensando en Carolyn.
—¿Sabes en qué habitación está Jimmy? A lo mejor voy a visitarle.
—Pues sí, la 315. ¿Te acordarás?
—Al menos durante un rato —repuso Ralph con una sonrisa.
—Ve a verle si puedes; está bastante drogado, pero todavía se entera de quién entra, y estoy seguro de que le encantará verte. Una vez me contó que antes pasabais mucho tiempo juntos.
—Bueno, ya sabes —repuso Ralph—. Dos tipos en la carretera, nada más. Si nos jugábamos la cuenta de la cena a cara o cruz, Jimmy siempre pedía cruz.
De repente le entraron ganas de llorar.
—Qué porquería, ¿eh? —comentó Faye en voz baja.
—Sí.
—Bueno, ve a verle. Se alegrará mucho, y tú te sentirás mejor. Bueno, al menos eso dicen. Y no te olvides del maldito torneo de ajedrez —terminó Faye irguiéndose y haciendo un esfuerzo heroico por parecer alegre—. Si renuncias ahora fastidiarás todo el orden de las partidas.
—Lo intentaré.
—Sí, ya lo sé —asintió Faye cerrando el puño y asestándole un ligero golpe en el brazo—. Y gracias otra vez por detenerme antes de que pudiera hacer algo de lo que…, bueno, de lo que pudiera arrepentirme más tarde.
—De nada. El pacificador número 1, ése soy yo.
Ralph echó a andar por el sendero que desembocaba en la Extensión, pero de repente se volvió.
—¿Ves la vía de servicio? ¿La que va de la terminal de Aviación General a la carretera?
Señaló con el dedo. En aquel momento, una furgoneta del servicio de catering se alejaba de la terminal privada; el parabrisas los deslumbraba con brillantes reflejos de sol. La furgoneta se detuvo ante la verja tras pasar la célula fotoeléctrica. La verja empezó a abrirse.
—Sí —asintió Faye.
—El verano pasado vi a Ed Deepneau en esa vía, lo que significa que tenía una tarjeta para abrir la verja. ¿Tienes alguna idea de cómo podría haber ido a parar a sus manos?
—¿Te refieres al tipo de Amigos de la Vida? ¿El científico que el verano pasado hizo una investigación sobre cómo apalizar a una esposa?
Ralph asintió con un gesto.
—Pero lo vi en el verano de 1992. Llevaba un viejo Datsun marrón.
Faye lanzó una carcajada.
—No distinguiría un Datsun de un Toyota o de un Honda, Ralph… Dejé de ser capaz de distinguir las marcas de coches cuando al Chevrolet le quitaron las aletas del final del maletero. Pero puedo decirte quién suele utilizar ese camino; los de los servicios de catering los mecánicos, los pilotos, la tripulación y los controladores aéreos. Algunos pasajeros tienen tarjetas magnéticas, creo, si viajan mucho en vuelos privados. Los únicos científicos son los que trabajan en la planta de análisis del aire. ¿Es eso lo que hace ese tipo?
—No, es químico. Trabajaba en Laboratorios Hawking hasta hace poco.
—Jugaba con ratas blancas, ¿eh? Bueno, pues no hay ratas en el aeropuerto, que yo sepa, al menos, pero ahora que lo dices, mucha gente utiliza esa verja.
—¿Ah sí? ¿Quién?
Faye señaló un edificio prefabricado de tejado ondulado que se alzaba a unos setenta metros de la terminal de Aviación General.
—¿Ves ese edificio? Es SoloTech.
—¿Qué es SoloTech?
—Una escuela —explicó Faye—. Donde enseñan a volar.
Ralph caminaba por Harris Avenue con sus grandes manos embutidas en los bolsillos y la cabeza baja, de forma que no veía mucho más que las grietas de la acera por debajo de sus zapatillas deportivas. Estaba pensando de nuevo en Ed Deepneau… y en SoloTech. No había forma de saber si SoloTech era la razón por la que Ed había ido al aeropuerto el día en que había topado con el señor Jardineros del West Side, pero de repente, se trataba de una pregunta para la que Ralph quería encontrar respuesta a toda costa. Asimismo, sentía curiosidad por saber dónde vivía Ed ahora. Se preguntó si Leydecker compartía su curiosidad acerca de aquellos dos extremos, y decidió averiguarlo.
Estaba pasando ante el sencillo escaparate doble que albergaba el despacho de George Lyford, asesor fiscal y financiero, y la joyería Maritime (COMPRAMOS ORO A LOS MEJORES PRECIOS) cuando un ladrido corto y ahogado lo arrancó de sus cavilaciones. Alzó la mirada y vio a Rosalie sentada en la acera junto a la entrada superior del parque Strawford. La vieja perra jadeaba a toda prisa; su lengua oscilante chorreaba saliva, que formaba un charco oscuro sobre el cemento, entre sus patas. Tenía el pelaje apelotonado en oscuros mechones, como si hubiera corrido, y el pañuelo azul desteñido que llevaba alrededor del cuello parecía estremecerse al ritmo de su acelerada respiración. Cuando Ralph la miró, la perra emitió otro ladrido, que en esta ocasión se parecía más a un gañido.
Miró al otro lado de la calle para averiguar por qué estaba ladrando Rosalie, pero no vio nada aparte de la lavandería Buffy-Buffy. En el interior había varias mujeres, pero a Ralph le parecía imposible que Rosalie les estuviera ladrando a ellas. En aquel momento no pasaba nadie por la acera delante de la lavandería.
Ralph se volvió de nuevo hacia Rosalie y de repente advirtió que la perra no estaba simplemente sentada en la acera, sino que estaba agazapada… encogida. Parecía estar muerta de miedo.
Hasta aquel momento, Ralph jamás había pensado en lo misteriosamente humanos que eran las expresiones y el lenguaje corporal de los perros; sonreían cuando estaban contentos, bajaban la cabeza cuando estaban avergonzados, mostraban angustia en los ojos y tensión en la postura de los hombros…, todas las cosas que hacían los seres humanos. Y, al igual que los seres humanos, mostraban rechazo, miedo absoluto en cada línea temblorosa del cuerpo.
Volvió a mirar hacia el otro lado de la calle, al lugar en el que parecía concentrarse la atención de Rosalie, y tampoco esta vez vio nada aparte de la lavandería y la acera desierta. Y de repente se acordó de Natalie, el Bebé Ensalzado y Venerado, intentando coger las estelas de color gris azulado que los dedos de Ralph habían dejado al extender la mano para enjugarle la leche de la barbilla. A cualquier otra persona le habría parecido que intentaba cazar aire, del modo en que los bebés siempre parecían cazar aire…, pero Ralph sabía la verdad.
Había visto la verdad.
Rosalie emitió una retahíla de asustados gañidos que dañaron el oído de Ralph como el sonido de bisagras sin engrasar.
Hasta ahora sólo ha sucedido por sí solo…, pero quizás puedo hacer que suceda. A lo mejor puedo obligarme a ver…
¿A ver qué?
Bueno, las auras, las auras, por supuesto. Y quizás también lo que Rosalie
(tres-seis-nueve)
estaba viendo. Ralph ya creía saber
(La oca se mueve)
de qué se trataba, pero quería asegurarse. La cuestión era cómo.
Para empezar, ¿cómo ve una persona?
Pues mirando, por supuesto.
Ralph miró a Rosalie. La miró con atención, intentando ver todo lo que había que ver: el dibujo desvaído del pañuelo azul que hacía las veces de collar, los mechones y nudos polvorientos de su descuidado pelaje, las motas grises alrededor de su hocico. Al cabo de unos instantes, Rosalie pareció percatarse de su mirada, pues volvió la cabeza, lo miró y gimió inquieta.
En aquel momento, Ralph sintió que algo se encendía en su mente…, algo que se le antojó el motor de arranque de un coche. Por un breve instante se vio embargado por la intensa sensación de que se había tornado más ligero, y de repente, la claridad inundó el día. Había encontrado el camino de regreso a aquel mundo más vívido, de textura más definida. Una lóbrega membrana que le recordó una clara de huevo podrido envolvió a Rosalie, y de ella surgió un cordel de globo de color gris oscuro. Sin embargo, su punto de origen no era el cráneo, como en el caso de todas las personas a las que Ralph había visto en estado de percepción aguzada, sino el hocico.
Ahora ya conoces la diferencia esencial entre los perros y los seres humanos —se dijo—. Sus almas se encuentran en lugares distintos.
(¡Perrita! ¡Ven aquí, perrita!)
Ralph hizo una mueca y se apartó de aquella voz, que sonaba como tiza arrastrándose por la pizarra. Estaba a punto de cubrirse los oídos con las palmas de la mano cuando se dio cuenta de que no serviría de nada; no estaba oyendo aquella voz con los oídos, y la parte de aquella voz que más dolía se hallaba en las profundidades de su cabeza, en un lugar al que sus manos no llegaban.
(¡Eh, maldito saco de pulgas! ¡No tengo todo el día! ¡Mueve tu sucio culo y ven aquí!)
Rosalie gimió y apartó la mirada de Ralph para volver a mirar lo que fuera que estaba mirando. Empezó a levantarse, pero en seguida se sentó de nuevo. El pañuelo que llevaba temblaba más que nunca, y Ralph vio una oscura media luna extenderse bajo su flanco izquierdo cuando su vejiga cedió.
Miró de nuevo hacia el otro lado de la calle y ahí estaba el doctor 3, de pie entre la lavandería y el viejo bloque de pisos que había junto a ella… El doctor 3 enfundado en su bata blanca, que, según comprobó Ralph, estaba muy manchada, como si la hubiera llevado durante mucho tiempo, y sus vaqueros de talla de enanito. Seguía llevando el panamá de McGovern. El sombrero parecía estar en equilibrio sobre las orejas de la criatura; le iba tan grande que la mitad superior de su cabeza parecía sumergida en él. Miraba a la perra con una sonrisa feroz, y Ralph distinguió una hilera doble de dientes blancos…, dientes de caníbal. En la mano izquierda sostenía algo que era, o bien un viejo bisturí, o bien una navaja de afeitar. Una parte de la mente de Ralph intentó convencerlo de que era sangre lo que veía en la hoja, pero estaba bastante seguro de que se trataba tan sólo de óxido.
El doctor 3 se introdujo dos dedos de la mano derecha en las comisuras de los labios y emitió un penetrante silbido que taladró la cabeza de Ralph. Más abajo, en la acera, Rosalie retrocedió y lanzó un breve aullido.
(¡Te he dicho que muevas el culo, joder! ¡Ahora mismo!)
Rosalie se levantó con el rabo entre las piernas y echó a andar hacia la calle. Gemía mientras caminaba, y el miedo había empeorado su cojera de tal modo que apenas se sostenía; las patas traseras amenazaban con ceder a cada paso vacilante que daba.
(«¡Eh!»)
Ralph no se dio cuenta de que había gritado hasta que vio la nubecilla azul flotar ante su rostro, surcada de finísimas líneas plateadas que le conferían el aspecto de un copo de nieve.
El enano calvo giró en redondo al oír el grito de Ralph, levantando el arma en ademán instintivo. En su rostro se leía una expresión de furiosa sorpresa. Ralph veía a Rosalie por el rabillo del ojo izquierdo. Se había detenido con las patas delanteras en la cuneta y lo miraba con los ojos castaños angustiados y abiertos de par en par.
(¿Qué quieres, Mortal?)
La voz denotaba furia por haber sido interrumpida, furia por haber sido desafiada…, pero a Ralph le pareció distinguir también otras emociones subyacentes. ¿Miedo? Le habría encantado creer eso. Perplejidad y sorpresa parecían apuestas más seguras. Fuera lo que fuera aquella criatura, no estaba acostumbrada a ser vista por seres como Ralph, y mucho menos a ser desafiada.
(¿Qué pasa, Mortal? ¿Se te ha comido la lengua el gato? ¿O es que ya has olvidado lo que querías?)
(«¡Quiero que dejes a la perra en paz!»)
Ralph se oyó de dos formas. Estaba bastante seguro de que había hablado en voz alta, pero el sonido de su voz real se le antojaba lejano y hueco, como la música que salía de unos auriculares que alguien se hubiera quitado por un momento. Si hubiera alguien a su lado, tal vez habría dicho lo que acababa de decir, pero Ralph sabía que sus palabras habrían sonado como un débil gemido sin aliento…, las palabras de un hombre al que acabaran de asestar un puñetazo en el estómago. En su cabeza, sin embargo, aquella voz sonó como no había sonado en muchos años… joven, fuerte, segura.
El doctor 3 debía de haberla oído de la segunda forma, pues retrocedió un poco y volvió a levantar el arma (Ralph estaba casi seguro de que se trataba de un bisturí) en ademán de autodefensa. Al cabo de unos instantes pareció recobrarse. Bajó de la acera y se aproximó despacio hasta el borde de Harris Avenue, deteniéndose en la franja de hierba que separaba la acera de la calzada. Se tiró de la cinturilla de los vaqueros a través de la sucia bata y miró a Ralph con expresión enfurecida durante unos instantes. A continuación levantó el bisturí y lo agitó en el aire en un gesto desagradablemente sugestivo.
(¡Puedes verme…, qué bien! ¡No metas la nariz en lo que no te importa, Mortal! ¡El chucho es mío!)
El médico calvo se volvió de nuevo hacia la perra agazapada.
(¡No estoy para bromas, chucho! ¡Ven aquí! ¡Ahora mismo!)
Rosalie lanzó a Ralph una mirada suplicante y desesperada y a continuación empezó a cruzar la calle.
Yo no me meto en asuntos ajenos, le había dicho el viejo Dor el día en que le había dado el libro de poemas de Stephen Dobyns. Y te dije que tú tampoco lo hicieras.
Sí, se lo había dicho, pero Ralph tenía la sensación de que era demasiado tarde. Y aunque no lo fuera, no tenía intención de dejar a Rosalie a merced de aquel asqueroso gnomo que estaba delante de la lavandería. Si es que podía evitarlo, claro.
(«¡Rosalie! ¡Ven aquí, bonita! ¡Vamos, ven!»)
Rosalie lanzó un solo ladrido y trotó en dirección a Ralph. Se situó detrás de su pierna derecha y ahí se sentó, jadeando y con la cabeza alzada hacia él. En su rostro se veía otra expresión que a Ralph no le costó ningún esfuerzo leer: una parte de alivio, dos partes de gratitud.
El rostro del doctor 3 se torció en una mueca de odio tan intensa que casi parecía de cómic.
(¡Será mejor que me la envíes, Mortal! ¡Te lo advierto!)
(«No.»)
(Te joderé, Mortal. Te joderé bien jodido. Y también joderé a todos tus amigos, ¿me oyes? ¿Me…?)
De repente, Ralph levantó una mano hasta la altura del hombro con la palma hacia adentro, hacia la sien, como si estuviera a punto de dar un golpe de karate. La bajó y observó, incrédulo, cómo una densa cuña de luz azul brotaba de las yemas de sus dedos y cruzaba la calle como una lanza. El doctor 3 se agachó a tiempo, sujetando el panamá de McGovern para que no se le escapara. La cuña azul pasó a pocos centímetros de aquella mano diminuta y chocó contra el escaparate de la lavandería. Allí se desparramó como un líquido sobrenatural, y por un instante, el polvoriento vidrio adquirió el mismo color azul brillante y perfecto que el día. Al cabo de un momento se desvaneció, y Ralph volvió a ver a las mujeres de la lavandería, que doblaban la ropa y cargaban las lavadoras como si nada hubiera sucedido.
El enano calvo se irguió, cerró los puños y los agitó en dirección a Ralph. Luego se quitó el sombrero de McGovern, se metió el ala en la boca y arrancó un trozo de un mordisco. Mientras representaba aquella extraña versión de una rabieta infantil, el sol arrancaba chispas de fuego de los lóbulos de sus pequeñas y finas orejas. Escupió el trozo de paja astillada y volvió a calarse el sombrero.
(¡El perro era mío, Mortal! ¡Quería jugar con él! Pero supongo que ahora tendré que jugar contigo, ¿eh? ¡Contigo y con los gilipollas de tus amigos!)
(«Largo de aquí»)
(¡Anda y que te folle un pez, soplapollas! ¡Vete a joder a tu madre!)
Ralph sabía dónde había oído aquella encantadora frase con anterioridad; se la había oído a Ed Deepneau en el aeropuerto el día en que había pegado al tipo de la Ford Ranger. No era la clase de cosas que se olvidaban con facilidad, y de repente sintió pavor. ¿En qué diablos se había metido?
Ralph volvió a llevarse la mano a la altura del hombro, pero algo había cambiado en su interior. Podía volverla a bajar como si diera un golpe de karate, pero estaba casi convencido de que esta vez ninguna cuña de color azul brillante saldría volando de ella.
Pero, por lo visto, el médico no sabía que Ralph lo estaba amenazando con un arma vacía. Se agachó de nuevo al tiempo que levantaba la mano en la que llevaba el bisturí a modo de escudo. El grotesco sombrero mordido le resbaló hasta los ojos, y por un instante adquirió el aspecto de una versión melodramatizada de Jack el Destripador… que podría haberse dedicado a estudiar las inadaptaciones patológicas causadas por una estatura extremadamente baja.
(¡Me las pagarás por esto, Mortal! ¡Espera y verás! ¡Tú espera y verás! ¡A mí no me trata así ningún Mortal!)
Pero, por el momento, el médico calvo y bajito ya había tenido suficiente. Giró en redondo y se adentró a la carrera en el callejón cubierto de maleza que separaba la lavandería del bloque de pisos, con la sucia bata revoloteando a su alrededor y golpeando las perneras de sus vaqueros. Con él desapareció la brillantez del día. Ralph lo advirtió con sentidos que hasta entonces no había siquiera sospechado existieran. Se sentía completamente despierto, lleno de energía y a punto de estallar de gozo.
¡Dios mío, lo he echado! ¡He conseguido que ese hijo de puta se largara!
No tenía ni idea de lo que era la criatura de la bata blanca en realidad, pero sabía que había salvado a Rosalie de ella, y de momento, eso bastaba. Tal vez volvieran a atormentarlo insistentes preguntas acerca de su cordura a altas horas de la madrugada, mientras permanecía sentado en el sillón de orejas, contemplando la calle desierta…, pero de momento, estaba más contento que unas pascuas.
—Lo has visto, ¿verdad, Rosalie? Has visto a ese asqueroso…
Bajó la vista y vio que Rosalie ya no estaba sentada junto a él. Alzó la mirada justo a tiempo para verla entrar cojeando en el parque, con la cabeza gacha y la pata derecha desviándose rígida hacia un lado a cada doloroso paso que daba.
—¡Rosalie! —gritó—. ¡Eh, bonita!
Y sin saber realmente por qué razón, salvo que acababan de compartir una extraordinaria experiencia, Ralph la siguió al parque, primero a un trote lento, luego corriendo y por fin en un sprint declarado.
Sin embargo, el sprint no duró mucho. Un pinchazo que le pareció procedía de una aguja de cromo ardiendo se enterró en el costado izquierdo antes de propagarse a toda prisa por la mitad izquierda de su tórax. Se detuvo junto a la entrada del parque, inclinándose en el cruce de dos senderos con las manos sobre los muslos, justo por encima de las rodillas. El sudor le inundó los ojos, quemándole como si de lágrimas se tratara. Jadeaba con dificultad, preguntándose si lo que estaba experimentando no era más que el pinchazo normal que recordaba de la última vuelta de la carrera de mil quinientos en el instituto, o si se trataba del inicio de un ataque al corazón letal.
Al cabo de treinta o cuarenta segundos, el dolor empezó a remitir, así que tal vez no había sido más que un pinchazo. Sin embargo, el asunto respaldaba la tesis de McGovern, ¿verdad? ¡Te voy a decir una cosa, Ralph! ¡A nuestra edad, las enfermedades mentales son muy comunes! ¡A nuestra edad, son más que corrientes! Ralph no sabía si eso era cierto o no, pero sí sabía que del día en que había logrado clasificarse para el campeonato de atletismo del estado hacía ya más de medio siglo, y correr como un descosido en pos de Rosalie había sido estúpido y probablemente peligroso. Si el corazón le hubiera fallado, suponía que no habría sido el primer viejo castigado con una trombosis coronaria por alterarse y olvidar que ya no tenía dieciocho años.
El dolor había desaparecido por completo y estaba recobrando el aliento, pero las piernas todavía se le antojaban poco dignas de confianza, como si fueran a partirse a la altura de las rodillas y arrojarlo al suelo de grava sin avisar. Ralph alzó la cabeza en busca del banco más cercano y vio algo que lo hizo olvidarse de los perros callejeros, las piernas temblorosas e incluso los posibles ataques al corazón. El banco más cercano estaba a unos quince metros de distancia por el sendero de la izquierda, en la cima de una suave colina. Lois Chasse estaba sentada en ese banco con su mejor abrigo azul de entretiempo. Tenía las manos enguantadas cruzadas sobre el regazo y estaba sollozando como si se le hubiera roto el corazón.