Las aureolas de neblina que envolvían las farolas habían desaparecido cuando el sol empezó a aclarar el cielo por el este, y a las nueve de la mañana hacía un día diáfano y cálido, tal vez el inicio del último aliento del veranillo de San Martín. Ralph bajó en cuanto terminaron las noticias de la mañana, resuelto a contar a McGovern lo que le estaba sucediendo (al menos, todo lo que se atreviera a contarle). Pero al llegar a la puerta del piso inferior oyó correr el agua de la ducha y el sonido por suerte lejano de William D. McGovern cantando Dejé mi corazón en San Francisco.
Ralph salió al porche, se embutió las manos en los bolsillos traseros y leyó el día como si de un catálogo se tratara. No había nada en el mundo, nada como el sol de octubre, se dijo; casi sentía físicamente cómo las penurias nocturnas abandonaban su cuerpo. Sin lugar a dudas volverían, pero en aquel momento se encontraba bien…, cansado y espeso, eso sí, pero bien, dadas las circunstancias. El día era más que bonito; era maravilloso, y Ralph no creía que fuera a tener la oportunidad de disfrutar de otro día tan magnífico antes de mayo del año siguiente. Decidió que sería una estupidez no aprovecharlo. Un paseo hasta la extensión de Harris Avenue y vuelta le llevaría media hora, cuarenta y cinco minutos si se encontraba con alguien con quien mereciera la pena charlar un poco, y por entonces Bill ya estaría duchado, afeitado, vestido y peinado. Y también dispuesto a escucharle, con un poco de suerte.
Llegó hasta el merendero que había junto a la valla del aeropuerto comarcal sin admitir que esperaba toparse con el viejo Dor. Si lo veía, tal vez los dos podrían tener una pequeña charla sobre poesía, sobre Stephen Dobyns, por ejemplo, y quizás incluso sobre filosofía. Podrían empezar por que Dorrance le explicara qué significaba eso de «asuntos ajenos» y por qué creía que Ralph no debería haberse «metido».
Pero Dorrance no estaba en el merendero; no había nadie salvo Don Veazie, quien tenía ganas de contarle a Ralph por qué Bill Clinton era un presidente tan desastroso y por qué habría sido mejor para los viejos Estados Unidos de América que el pueblo americano hubiera elegido a ese mago de las finanzas de Ross Perot. Ralph, que había votado a Clinton y en realidad creía que el hombre se lo estaba montando bastante bien, escuchó el tiempo suficiente como para no ser grosero y luego dijo que tenía hora en la peluquería. Fue lo primero que se le ocurrió a bote pronto.
—¡Y otra cosa! —gritó Dor tras él—. ¡Esa mujer tan engreída que tiene! ¡Esa mujer es lesbiana! ¡Siempre lo adivino! ¿Sabes cómo? ¡Pues les miro los zapatos! ¡Los zapatos son como un código secreto entre ellas! ¡Siempre llevan esos zapatos de punta cuadrada y…!
—¡Hasta luego, Dor! —saludó Ralph antes de batirse en retirada.
Había recorrido unos cuatrocientos metros cuando el día estalló en silencio a su alrededor.
Estaba frente a la casa de May Locher cuando sucedió. Ralph se paró en seco, mirando Harris Avenue con los ojos y la boca abiertos de par en par y una expresión de incredulidad pintada en el rostro. Se llevó la mano al cuello. Parecía un hombre sufriendo un ataque al corazón, y aunque su corazón funcionaba bien, por lo visto, al menos de momento, tenía la sensación de estar sufriendo algún tipo de ataque. Nada de lo que había visto a lo largo del otoño le había preparado para aquello. Ralph creía que nada podría haberle preparado para aquello.
Ese otro mundo, el mundo secreto de las auras, había reaparecido, y esta vez con mayor fuerza de la que Ralph habría osado siquiera soñar…, con tal fuerza que se preguntó brevemente si una persona podía morir de sobrecarga perceptiva. La parte alta de Harris Avenue se había convertido en un país de las maravillas inundado de esferas superpuestas, conos y medias lunas de color. Los árboles, que todavía estaban a una semana del clímax de su transformación otoñal, ardían como antorchas en los ojos y la mente de Ralph. El cielo estaba más allá del color; era una inmensa explosión sónica azul.
En la parte oeste de Derry, los cables telefónicos todavía estaban instalados sobre la superficie, y Ralph los miraba con fijeza, apenas consciente de que había dejado de respirar y que probablemente debería volver a empezar pronto si no quería desmayarse. Los cables negros despedían espirales rasgadas de color amarillo que a Ralph le recordaron el aspecto de los postes de barbería cuando era pequeño. De vez en cuando, aquel dibujo de abejorro se veía roto por un puntiagudo rayo rojo vertical o una chispa verde que parecía salir despedida en ambos sentidos, surcando los anillos amarillos durante un instante antes de desvanecerse.
Estás viendo a la gente hablar por teléfono —pensó entumecido—. ¿Lo sabes, Ralph? La tía Sadie de Dallas está hablando con su sobrina favorita, que vive en Derry; un granjero de Haven está charlando con el distribuidor que le vende las piezas de recambio del tractor; un reverendo está intentando ayudar a un feligrés trastornado. Son voces, y creo que los rayos y las chispas brillantes proceden de personas que están experimentando emociones fuertes…: amor u odio, felicidad o celos.
Y Ralph sentía que todo lo que estaba viendo y experimentando no era todo; más allá del alcance de sus sentidos esperaba otro mundo, un mundo tal vez tan increíble que haría que el que estaba presenciando en aquel momento palideciera. Y si había más, ¿cómo podría soportarlo sin volverse loco? Ni siquiera quedarse ciego le serviría de nada; de algún modo, comprendía que «ver» aquellas cosas se debía sobre todo al hecho de que toda la vida había aceptado la vista como su sentido principal. Pero el asunto no se reducía tan sólo a ver cosas, ni mucho menos.
A fin de demostrarse esa teoría cerró los ojos… y siguió viendo Harris Avenue. Era como si sus párpados se hubieran tornado de cristal. La única diferencia residía en que los colores habituales se habían invertido, creando un mundo que parecía el negativo de una fotografía en color. Los árboles ya no eran anaranjados y amarillos, sino del verde brillante y artificial del Gatorade de lima. La superficie de Harris Avenue, que había sido asfaltada de nuevo en junio, se había convertido en un gran sendero blanco, y el cielo era un increíble lago rojo. Volvió a abrir los ojos casi convencido de que las auras habrían desaparecido, pero no era así; el mundo seguía estallando e inundado de colores, movimientos y una profunda resonancia.
¿Cuándo empezaré a verlos? —se preguntó Ralph mientras empezaba a caminar de nuevo lentamente colina abajo—. ¿Cuándo harán su aparición los médicos calvos y bajitos?
Sin embargo, no había rastro de médicos, ni calvos ni de ninguna otra clase; no había ángeles en la arquitectura, ni diablos mirando por las rejillas de los desagües. Tan sólo…
—Cuidado, Roberts, a ver si mira por dónde va, ¿eh?
Aquellas palabras, pronunciadas en un tono brusco y algo alarmado, parecían tener auténtica textura física; era como pasar la mano por los paneles de roble de una abadía antigua o un edificio ancestral. Ralph se detuvo en seco y vio a la señora Perrine, que vivía cerca de su casa. La mujer se había refugiado en la cuneta para evitar que Ralph la arrollara; estaba hundida en hojas secas hasta los tobillos y miraba a Ralph con ojos furiosos que brillaban debajo de sus cejas pobladas y canosas. El aura que la envolvía era del color gris firme y sensato de los uniformes de West Point.
—¿Está borracho, Roberts? —preguntó la mujer con sequedad.
Y de repente, la orgía de color y sensaciones acabó y atrás quedó Harris Avenue, dormitando en una hermosa mañana de un día laborable de mediados de octubre.
—¿Borracho yo? En absoluto. Estoy completamente sobrio, palabra de honor.
Extendió la mano en su dirección. La señora Perrine, que contaba al menos ochenta años pero no estaba dispuesta a ceder ni un milímetro, le miró como si creyera que Ralph tenía un matasuegras escondido en la palma de la mano. No me extrañaría de usted, Roberts, decían sus fríos ojos grises. No me extrañaría en absoluto. La señora Perrine volvió a subir a la acera sin ayuda de Ralph.
—Lo siento, señora Perrine. No miraba por dónde iba.
—No, desde luego que no. Estaba dando tumbos con la boca abierta, sí señor. Parecía el tonto del pueblo.
—Lo siento —repitió Ralph al tiempo que se mordía la lengua para contener una carcajada.
—Hmm —masculló la señora Perrine al tiempo que lo miraba de arriba abajo como un sargento de instrucción que examinara a un nuevo recluta—. Tiene un agujero en la manga de la camisa, Roberts.
Ralph alzó el brazo izquierdo para comprobarlo. En efecto, se veía un gran siete en la manga de su camisa de cuadros favorita. A través del agujero veía el vendaje con su mancha de sangre seca, así como una fea maraña de pelos de sobaco de viejo. Bajó el brazo a toda prisa y se ruborizó.
—Hmm —repitió la señora Perrine, expresando todo lo que tenía que expresar acerca del tema de Ralph Roberts sin necesidad de recurrir a una sola vocal—. Llévela a mi casa, si quiere. Y también cualquier otra cosa que haya que remendar. Todavía me defiendo bien con la aguja.
—Oh, estoy seguro de ello, señora Perrine.
La señora Perrine le lanzó una mirada que decía Eres un viejo lameculos, Ralph Roberts, pero me imagino que no puedes evitarlo.
—Pero no venga por las tardes —dijo—. Ayudo a hacer la cena en el refugio para vagabundos y también ayudo a servirlo a las cinco. Es una misión de Dios.
—Sí, estoy seguro de que…
—En el cielo no habrá nadie sin casa, Roberts. Puede contar con eso. Ni tampoco habrá camisas rasgadas, estoy segura. Pero mientras estemos aquí debemos conformarnos con lo que tenemos. Es nuestra obligación.
Y yo la cumplo con una diligencia espectacular, proclamaba el rostro de la señora Perrine.
—Tráigame la ropa que tenga para remendar por la mañana o por la noche, Roberts. No haga ceremonias, pero no se presente en mi casa después de las ocho y media, porque me acuesto a las nueve.
—Es muy amable de su parte, señora Perrine.
Ralph tuvo que volverse a morder la lengua, aunque era consciente de que el truco dejaría de funcionar y muy pronto sería cuestión de risa o muerte.
—En absoluto; es un deber cristiano. Además, Carolyn era amiga mía.
—Gracias —respondió Ralph—. Qué lástima lo de May Locher, ¿verdad?
—No —replicó la señora Perrine—. Dios es misericordioso.
Tras dictar sentencia, la anciana se alejó antes de que Ralph pudiera decir nada más. Caminaba con la espalda tan erguida que a Ralph le dolía con sólo mirarla.
Avanzó algunos pasos y por fin no pudo contenerse más. Apoyó el antebrazo contra un poste telefónico, oprimió la boca contra el brazo y rió con todo el sigilo que pudo reunir…, rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Cuando se le pasó el ataque (y eso era precisamente lo que se le antojaba, una suerte de ataque de histeria), Ralph levantó la cabeza y miró en derredor con ojos atentos, curiosos y un poco acuosos. No vio nada que los demás no pudieran ver, lo cual era un gran alivio.
Pero volverá, Ralph. Sabes que volverá. Todo.
Sí, suponía que lo sabía, pero eso sería más tarde. De momento, tenía que hablar de algunas cosas.
Cuando Ralph volvió por fin de su increíble viaje por Harris Avenue, McGovern estaba sentado en su silla del porche, hojeando el periódico de la mañana. Mientras subía por el sendero, Ralph tomó una decisión repentina. Contaría a Bill muchas cosas, pero no todo. Una de las cosas que omitiría, sin lugar a dudas, sería el hecho de que los dos tipos que había visto salir de casa de la señora Locher se parecían a los extraterrestres de los periódicos sensacionalistas a la venta en la Manzana Roja.
McGovern alzó la mirada cuando lo vio subir la escalinata.
—Hola, Ralph.
—Hola, Bill. ¿Puedo hablar contigo?
—Claro —repuso su amigo al tiempo que cerraba el periódico y lo doblaba con sumo cuidado—. Ayer se llevaron a mi viejo amigo Bob Polhurst al hospital por fin.
—Oh, creía que esperabas que se lo llevaran antes.
—Es verdad. Bueno, todo el mundo se lo esperaba. Pero nos engañó. De hecho, parecía estar mejorando, al menos, de la neumonía, y de repente tuvo una recaída. Hacia el mediodía sufrió una crisis respiratoria, y su sobrina creyó que moriría antes de que llegara la ambulancia. Pero no murió, y ahora parece que se ha vuelto a estabilizar —McGovern miró calle arriba y suspiró—. May Locher la palma en mitad de la noche y Bob sigue dando guerra. Qué vida ésta, ¿eh?
—Bueno, sí.
—¿De qué querías hablar? ¿Has decidido por fin declararte a Lois? ¿Quieres algún consejo paternal sobre cómo debes llevar el asunto?
—Necesito consejo, sí, pero no sobre mi vida amorosa.
—Dispara —dijo Bill en tono lacónico.
Ralph disparó, agradecido y más que un poco aliviado por la silenciosa atención que le prestaba McGovern. Empezó repasando algunas cosas que Bill ya sabía, como el incidente que se había producido entre Ed y el tipo de la furgoneta en el verano de 1992, y en lo mucho que se parecían las vociferaciones de Ed en aquella ocasión con las cosas que había dicho el día en que había pegado a Helen por firmar la petición. Mientras hablaba se convencía cada vez más de que existía una relación entre todas las cosas raras que le habían sucedido, relación que casi podía ver.
Le contó a McGovern lo de las auras, aunque no lo del cataclismo silencioso que había vivido hacía apenas media hora, ya que eso era más de lo que estaba dispuesto a revelar, al menos de momento. McGovern sabía que Charlie Pickering había atacado a Ralph, por supuesto, y que Ralph había evitado heridas mucho más graves utilizando el aerosol que Helen y su amiga le habían dado, pero ahora Ralph le contó algo que se había guardado para sí el domingo por la noche, mientras contaba a McGovern lo del ataque durante una cena consistente en sobras: le contó que el aerosol había aparecido misteriosamente en su bolsillo, aunque, como dijo, creía que el responsable del misterio había sido el viejo Dor.
—¡La leche! —exclamó McGovern—. ¡Has estado viviendo peligrosamente, Ralph!
—Pues sí, supongo que sí.
—¿Y cuánto de todo esto le has contado a Johnny Leydecker?
Muy poco, empezó a decir Ralph antes de darse cuenta de que incluso eso constituiría una exageración.
—Casi nada. Y hay otra cosa que no le he contado. Algo mucho más… bueno, mucho más importante, supongo. Que tiene que ver con lo que pasó allí.
Ralph señaló la casa de May Locher, ante la que acababan de aparcar dos furgonetas azules y blancas. En los flancos se leían las palabras POLICÍA DEL ESTADO DE MAINE. Ralph suponía que se trataba de los del instituto forense que había mencionado Leydecker.
—¿May? —exclamó McGovern inclinándose hacia delante en su silla—. ¿Sabes algo sobre lo que le pasó a May?
—Creo que sí.
Hablando con mucho tiento, avanzando de palabra en palabra como un hombre que utilizara pasaderas para cruzar un arroyo traicionero, Ralph contó a McGovern todo lo relativo a la noche en que se había despertado, había ido al salón y visto a dos hombres salir de casa de la señora Locher. Describió la búsqueda fructífera de los prismáticos y contó lo de las tijeras que había visto en la mano de uno de los dos hombres. No mencionó la pesadilla que había tenido ni las huellas brillantes, y por supuesto, tampoco mencionó que más tarde había tenido la impresión de que los dos tipos podían haber atravesado la puerta, ya que ello lo habría despojado del último retazo de credibilidad que todavía pudiera poseer. Terminó con su llamada anónima al 911 y por fin se sentó en su propia silla, mirando a McGovern con expresión ansiosa.
McGovern sacudió la cabeza como para aclarársela.
—Auras, oráculos, misteriosos hombres que entran en casas y llevan tijeras… Ralph, de verdad que has estado viviendo peligrosamente.
—¿Qué te parece todo esto, Bill?
McGovern permaneció en silencio durante algunos instantes. Había enrollado el periódico mientras Ralph hablaba y empezó a darse golpecitos en la pierna con el tubo. Ralph estaba tentado de formular la pregunta de un modo mucho más directo: «¿Crees que me he vuelto loco, Bill?», pero se contuvo. ¿Realmente creía que era la clase de pregunta a la que la gente daba una respuesta sincera…, al menos sin que le hubieran administrado antes una saludable dosis de pentotal sódico? ¿Que Bill le diría: Oh, sí, creo que estás más loco que una cabra?, querido Ralph, así que, ¿por qué no llamamos a Juniper Hill para ver si tienen una cama libre para ti? No era muy probable… y puesto que cualquier respuesta que Bill pudiera darle carecería de significado alguno, mejor sería olvidar la pregunta.
Pero lo cierto era que se trataba de una tarea extremadamente ardua.
—No sé exactamente lo que me parece —dijo Bill por fin—. Todavía no. ¿Qué aspecto tenían?
—Pues era difícil verles bien la cara, incluso con los prismáticos —repuso Ralph con la voz tan firme como el día anterior, cuando había negado ser el autor de la llamada anónima.
—Y tampoco tendrás ni idea de cuántos años tenían, ¿eh?
—No.
—¿Podría uno de ellos haber sido nuestro viejo amigo y vecino?
—¿Ed Deepneau? —replicó Ralph mirando a McGovern con expresión de asombro—. No, ninguno de los dos era Ed.
—¿Y Pickering?
—No, ni Ed ni Charlie Pickering. Los habría reconocido. ¿Qué quieres decir con esto? ¿Que mi mente me jugó una mala pasada y colocó a los tipos que me han causado más problemas en los últimos meses en la puerta de la casa de May Locher?
—Claro que no —aseguró McGovern.
Sin embargo, el golpeteo constante del periódico sobre su pierna cesó y sus ojos parpadearon. A Ralph se le encogió el estómago. Sí, eso era exactamente lo que había querido decir McGovern, y no era de extrañar, ¿verdad?
Quizá no, pero eso no cambiaba en nada el modo en que se sentía.
—Y Johnny dice que todas las puertas estaban cerradas.
—Sí.
—Por dentro.
—Sí, pero…
McGovern se levantó de la silla con tal brusquedad que Ralph creyó que iba a salir corriendo, tal vez gritando: ¡Cuidado con Roberts! ¡Se ha vuelto loco! Pero en lugar de precipitarse escalinata abajo, se volvió hacia la puerta de la casa. En cierto modo, aquel gesto le pareció a Ralph aún más alarmante.
—¿Qué vas a hacer?
—Llamar a Larry Perrault —repuso McGovern—. Es el hermano menor de May Locher. Sigue viviendo en Cardville. Me imagino que se morirá en Cardville —McGovern lanzó una extraña y escudriñadora mirada a Ralph—. ¿Qué creías que iba a hacer?
—No lo sé —dijo Ralph incómodo—. Por un momento he pensado que te ibas a largar por patas.
—No.
McGovern alargó el brazo y le dio una palmadita en el hombro, pero a Ralph el gesto le pareció frío y poco consolador. Superficial.
—¿Qué tiene que ver el hermano de la señora Locher con todo esto?
—Johnny dijo que habían enviado el cadáver de May a Augusta para una autopsia más exhaustiva, ¿verdad?
—Bueno, creo que la palabra que empleó fue postmortem…
—Es lo mismo, créeme —lo interrumpió McGovern agitando la mano—. Si sale algo raro, cualquier cosa que sugiera que fue asesinada, tendrán que informar a Larry. Es su único pariente vivo.
—Sí, pero ¿no se preguntará por qué te interesa tanto?
—Oh, no creo que debamos preocuparnos por eso —repuso McGovern en un tono tranquilizador que a Ralph no le hizo ni pizca de gracia—. Le diré que la policía ha sellado la casa y que los rumores vuelan en Harris Avenue. Sabe que May y yo éramos compañeros de escuela y que la he visitado regularmente durante los dos últimos años. No es que Larry y yo nos amemos con locura, pero no nos llevamos del todo mal. Me dirá lo que quiera saber aunque sólo sea porque los dos somos supervivientes de Cardville. ¿Entiendes?
—Sí, supongo, pero…
—Eso espero —lo interrumpió de nuevo McGovern, adquiriendo de repente el aspecto de un viejo y feo reptil, una especie de lagarto venenoso o tal vez un basilisco que señalaba a Ralph con el dedo—. No soy estúpido y sé guardar un secreto. Tu expresión me dice que no estabas seguro de eso, y eso me ha sentado muy mal. Me ha sentado fatal.
—Lo siento —se disculpó Ralph, asombrado por el arranque de McGovern.
McGovern lo miró durante unos instantes más con los labios curtidos apartados de sus dientes demasiado largos, y por fin asintió con la cabeza.
—Bueno, vale, acepto tus disculpas. Duermes fatal y eso debo tenerlo en cuenta, y por lo que a mí respecta, no puedo quitarme a Bob Polhurst de la cabeza —admitió exhalando uno de sus suspiros de pobre Bill más profundos—. Mira, si prefieres que no intente llamar al hermano de May…
—No, no —aseguró Ralph.
En realidad, lo que habría preferido sería retroceder el reloj diez minutos y así borrar toda la conversación. En aquel momento, una idea que estaba seguro gustaría a Bill McGovern surgió en su mente, completa y lista para usar.
—Siento haber dudado de tu discreción.
McGovern sonrió, primero algo reacio y luego con todo el rostro.
—Ahora ya sé lo que te impide pegar ojo… Pensar en todas estas tonterías. Y ahora quédate sentadito, Ralph, y piensa cosas bonitas de un hipopótamo, como decía mi madre. Vuelvo en seguida. Probablemente no lo localizaré, con todo lo del funeral y eso. ¿Quieres leer el periódico mientras esperas?
—Sí, gracias.
McGovern le entregó el periódico, que seguía enrollado, y entró en la casa. Ralph echó un vistazo a la primera página. El titular rezaba DEFENSORES DEL ABORTO Y GRUPOS PRO-VIDA PREPARADOS PARA LA VISITA DE LA ACTIVISTA. El artículo estaba flanqueado por dos fotografías. En una de ellas se veía a media docena de mujeres jóvenes confeccionando pancartas que decían cosas como NUESTROS CUERPOS, NUESTRA DECISIÓN y ¡UN NUEVO DÍA EMPIEZA EN DERRY! La otra instantánea mostraba a unos manifestantes desfilando ante el Centro de la Mujer. No llevaban pancartas y no las necesitaban; las túnicas con capucha y las hoces que llevaban lo decían todo.
Ralph exhaló un suspiro, dejó caer el periódico sobre el asiento de la mecedora y se dispuso a contemplar la mañana de aquel martes desplegarse por Harris Avenue. Se le ocurrió que McGovern bien podría estar hablando con John Leydecker en lugar de Larry Perrault, y que ambos podrían estar sosteniendo en ese preciso instante una pequeña conversación entre alumno y profesor acerca del viejo loco insomne de Ralph Roberts.
He pensado que te gustaría saber quién hizo esa llamada anónima, Johnny.
Gracias, profe. Estábamos casi seguros, pero siempre conviene tenerlo confirmado. Me imagino que es inofensivo. La verdad es que me cae bastante bien.
Ralph desterró de su mente toda especulación acerca de con quién estaría hablando Bill. Era más fácil quedarse ahí sentado y no pensar en nada, ni siquiera en hipopótamos. Era más fácil mirar cómo entraba el camión de Budweiser en el aparcamiento de la Manzana Roja, cómo se detenía para dejar paso a la furgoneta de Magazines Incorporated que acababa de repartir su ración semanal de periódicos sensacionalistas, revistas y libros de bolsillo y que ya se marchaba. Era más fácil observar a la anciana Harriet Bennigan, que hacía que la señora Perrine pareciera un polluelo, inclinarse sobre su andador, con el brillante abrigo rojo de entretiempo revoloteando a su alrededor mientras avanzaba en su tambaleo matutino. Era más fácil contemplar a la niña ataviada con vaqueros, enorme camiseta blanca y sombrero del que al menos le sobraban cuatro tallas saltar a la comba en el solar cubierto de maleza que se extendía entre la Panadería de Frank y el Salón de Belleza de Vicky Moon (Especialidad en Apósitos Corporales). Era más fácil ver oscilar arriba y abajo las manos de la niña. Más fácil escuchar su eterno y repetitivo canturreo.
Tres-seis-nueve, la oca se mueve…
Desde algún lugar recóndito de su mente, Ralph se percató de que estaba a punto de dormirse en la escalinata del porche. Al mismo tiempo, las auras hicieron su aparición una vez más, inundando el mundo de fabulosos colores y movimientos. Era maravilloso, pero…
… pero había algo raro en ello. Algo. ¿Qué?
La niña saltando a la comba en el solar. Ella era lo raro. Sus piernas enfundadas en vaqueros subían y bajaban como la bobina de una máquina de coser. Su sombra saltaba junto a ella sobre el pavimento desigual de un antiguo callejón cubierto de maleza y girasoles. La cuerda subía y bajaba… daba vueltas… arriba y abajo… y no paraba de dar vueltas…
Pero no era una camiseta holgada, se había equivocado. La figura llevaba una bata. Una bata blanca como la que llevaban los actores en las viejas series de médicos de la tele.
Tres-seis-nueve, la oca se mueve.
El mono masca tabaco en el cable del tranvía…
Una nube cubrió el sol y una siniestra luz verde surcó el día, ahogándolo. Ralph sintió un escalofrío y se le puso la piel de gallina. La sombra saltarina de la niña desapareció. Cuando alzó la mirada, Ralph se dio cuenta de que no se trataba de una niña. La criatura que lo estaba mirando era un hombre que medía alrededor de un metro veinte. Ralph había tomado el rostro oscurecido por el sombrero por el de una niña porque era liso en extremo, sin una sola línea. Y sin embargo, transmitía a Ralph una clara impresión…, una impresión de mal, de una malignidad que ninguna mente cuerda podría llegar a comprender.
Exacto —pensó Ralph vagamente sin apartar la mirada de la figura saltarina—. Eso es. Sea lo que sea esa cosa, está loca. Completamente chalada.
Era como si la criatura le hubiera leído el pensamiento, porque en ese preciso instante abrió los labios en una sonrisa coquetona y repugnante a un tiempo, como si él y Ralph compartieran un desagradable secreto. Y estaba seguro, sí, casi del todo seguro de que de algún modo estaba canturreando por entre los dientes apretados, sin mover los labios en lo más mínimo:
(¡El cable se ROMPIÓ! ¡El mono se AHOGÓ! ¡Y todos murieron juntos y la historia se ACABÓ!)
No era ninguno de los dos médicos calvos y bajitos que Ralph había visto salir de casa de la señora Locher, de eso estaba casi seguro. Tal vez era pariente de ellos, eso sí, pero no era ninguno de ellos. Era…
La criatura arrojó la comba lejos de sí. La comba se tornó primero amarilla y después roja, y daba la sensación de despedir chispas mientras daba vueltas en el aire. La pequeña figura, el doctor 3, miraba a Ralph con fijeza, sonriendo, y de repente, Ralph se dio cuenta de otra cosa, algo que lo llenó de espanto. Por fin había reconocido el sombrero que llevaba la criatura.
Era el panamá perdido de Bill McGovern.
De nuevo le embargó la sensación de que la criatura le había leído el pensamiento. Se quitó el sombrero, dejando al descubierto el cráneo redondo y lampiño, y agitó el panamá de McGovern en el aire como un vaquero montado en un potro cerril corcoveante. En ningún momento dejó de sonreír.
De repente señaló a Ralph como si quisiera marcarlo. A continuación volvió a encasquetarse el sombrero y se adentró a toda prisa en el callejón estrecho y cubierto de maleza que se abría entre la panadería y el salón de belleza. El sol se libró de la nube que lo había cubierto, y la claridad móvil de las auras empezó a desteñirse de nuevo. Al cabo de pocos segundos, la criatura había desaparecido y Harris Avenue volvió a ser simplemente eso, la vieja y aburrida avenida, como siempre.
Ralph aspiró una temblorosa bocanada de aire sin poder apartar de sí la demencia de aquel rostro pequeño y sonriente. Sin poder apartar de sí el modo en que lo había señalado
(el mono se AHOGÓ)
como si
(¡todos murieron juntos y la historia se ACABÓ!)
quisiera marcarlo.
—Dime que me he dormido —masculló en un susurro ronco—. Dime que me he dormido y que esa cosa forma parte de mi sueño.
Pero su mente se negaba a aceptar el consuelo que suponía aquella idea; en lugar de eso, lo bombardeó con el recuerdo del día en que Ed Deepneau lo había llamado por teléfono. Al preguntarle Ralph quién le había contado lo del Rey Carmesí, Ed contestó que había sido el médico calvo y bajito. Creo que es ante él ante quien tendrás que responder si vuelves a meterte en mis asuntos, Ralph, le había dicho el futuro ex de Helen. Y entonces, que Dios te ayude.
Había dicho algo igual de inquietante en otro momento de la conversación…: que había criaturas en Derry que a Ralph no le convenía nada conocer…, como tampoco le convenía que ellas lo conocieran a él.
—Entes —murmuró Ralph—. Las llamó entes.
En aquel momento se abrió la puerta de la casa.
—Vaya, vaya, hablando solo, ¿eh? —exclamó McGovern—. Debes de tener dinero en el banco.
—Sí, lo justo para cubrir los gastos de mi entierro —replicó Ralph.
Se sentía como un hombre que acabara de sufrir un tremendo susto y todavía estuviera intentando combatir el miedo residual; casi esperaba que Bill corriera a su lado con expresión preocupada (o tal vez sólo suspicaz) y le preguntara qué le pasaba.
McGovern no hizo nada de eso. Se limitó a dejarse caer en la mecedora, cruzó los brazos sobre el estrecho pecho en ademán pensativo y paseó la mirada por Harris Avenue, el escenario sobre el que él, Ralph, Lois, Dorrance Marstellar y tantos otros viejos, miembros de la edad de oro, en McGovernesiano, estaban destinados a representar sus últimos actos a menudo aburridos y a veces dolorosos.
¿Y si le contara lo del sombrero? —se preguntó Ralph—. ¿Y si abriera la conversación diciendo: «Bill, también sé lo que ha sido de tu panamá. Lo tiene un repugnante pariente de los tipos a los que vi anoche. Lo lleva mientras salta a la comba entre la panadería y el salón de belleza»?
Si Bill albergaba alguna duda acerca de su cordura, estaba más claro que el agua que aquello la disiparía por completo. Sí, señor.
Ralph mantuvo la boca cerrada.
—Perdona que haya tardado tanto —dijo McGovern—. Larry me ha dicho que lo he pescado justo cuando estaba a punto de ir a la funeraria, pero antes de que pudiera hacerle las preguntas que quería hacerle y librarme de él se ha puesto a contarme media vida de May y toda la suya. No ha parado de hablar durante tres cuartos de hora.
Convencido de que McGovern exageraba, pues no podía haberse ausentado durante más de cinco minutos, Ralph miró el reloj y quedó asombrado al comprobar que eran las once y cuarto. Se volvió hacia la calle y vio que la señora Bennigan había desaparecido, al igual que el camión de Budweiser. ¿Se habría quedado dormido? Debía de ser eso…, pero no podría hallar la interrupción de su percepción consciente aunque le fuera la vida en ello.
Vamos, no seas estúpido. Estabas dormido cuando has visto al tipejo calvo. Has soñado con el tipejo calvo.
Eso tenía mucho sentido. Incluso el hecho de que la criatura llevara el panamá de Bill tenía sentido. El mismo sombrero había aparecido en la pesadilla de Carolyn, concretamente entre las patas de Rosalie.
Pero esta vez no lo había soñado. Estaba seguro de ello.
Bueno…, casi seguro.
—¿No me preguntas qué me ha dicho el hermano de May? —inquirió McGovern en tono algo irritado.
—Perdona —se disculpó Ralph—. Estaba pensando en las musarañas.
—Perdonado, hijo mío…, siempre y cuando me escuches con mucha atención. El detective encargado del caso, Funderburke…
—Creo que se llama Utterback. Steve Utterback.
McGovern agitó la mano como sin dar importancia a la cosa, lo cual era su reacción más común cuando alguien le corregía.
—Bueno, como se llame. La cuestión es que ha llamado a Larry y le ha dicho que la autopsia sólo ha mostrado causas naturales. Lo que más les preocupaba, a causa de tu llamada, era que May hubiera sufrido un ataque al corazón provocado por un susto, literalmente, que unos ladrones la hubieran matado de un susto. El hecho de que las puertas estuvieran cerradas por dentro y de que no faltara ningún objeto de valor contradecía esa teoría, por supuesto, pero se han tomado tu llamada lo suficientemente en serio como para investigar dicha posibilidad.
Su tono de reproche, como si Ralph hubiera cometido la travesura de verter pegamento en una máquina que por lo general funcionara como una seda, llenó a Ralph de impaciencia.
—Pues claro que se la han tomado en serio. Vi a dos tipos salir de su casa e informé a las autoridades. Cuando llegaron ahí la encontraron muerta. ¿Cómo no iban a tomársela en serio?
—¿Por qué no les diste tu nombre cuando llamaste?
—No lo sé. ¿Qué más da? ¿Y cómo narices pueden estar tan seguros de que no la mataron de un susto?
—No sé si pueden estar seguros al ciento por ciento —repuso McGovern, también un poco malhumorado—, pero me imagino que están bastante seguros si han entregado el cadáver de May a su hermano para que la entierren. Lo más probable es que le hayan hecho algún análisis de sangre. Lo único que sé es que ese tipo, Funderburke…
—Utterback…
—… ha dicho a Larry que lo más probable es que May muriera mientras dormía.
McGovern cruzó las piernas, jugueteó por un instante con los pliegues de sus pantalones azules y por fin lanzó a Ralph una mirada directa y penetrante.
—Te voy a dar un consejo, así que escúchame bien. Vete al médico. Ahora. Hoy. Ve directamente a ver a Lichtfield sin pasar por la casilla de la salida ni cobrar los doscientos dólares. Esto se está poniendo feo.
Los bichos a los que vi salir de casa de la señora Locher no me vieron, pero éste sí —pensó Ralph—. Me ha visto y me ha señalado. En realidad, bien podría haberme estado buscando.
Bonita paranoia.
—Ralph, ¿me has oído?
—Sí. Supongo que no crees que realmente viera salir a nadie de casa de la señora Locher.
—Supones bien. He visto la expresión de tu cara cuando te he dicho que he tardado tres cuartos de hora en volver, y también he visto cómo mirabas el reloj. No creías que hubiera pasado tanto rato, ¿verdad? Y la razón por la que no te lo creías es que te has dormido sin darte cuenta. Has echado una cabezadita. Eso es probablemente lo que te pasó la otra noche, Ralph. Sólo que la otra noche soñaste con esos dos tipos, y el sueño era tan real que al despertar llamaste a la policía. ¿No te parece lógico?
Tres-seis-nueve, pensó Ralph. La oca se mueve.
—¿Y qué hay de los prismáticos? —inquirió—. Todavía están en la mesita que hay al lado del sillón. ¿Acaso no demuestran que estaba despierto?
—No veo por qué. A lo mejor eres sonámbulo, ¿no se te había ocurrido? Dices que viste a dos intrusos, pero ni siquiera puedes describirlos.
—Esas farolas anaranjadas de alta intensidad…
—Y todas las puertas cerradas por dentro…
—Lo mismo que…
—Y lo de las auras. Son culpa del insomnio, estoy casi seguro de eso. Pero en fin, podría ser peor.
Ralph se levantó, bajó los escalones del porche y se detuvo al principio del sendero de espaldas a McGovern. Le palpitaban las sienes y el corazón le latía con violencia. Demasiada violencia.
No sólo me ha señalado. Yo tenía razón, el hijo de puta me ha marcado. Y no ha sido un sueño. Y tampoco lo eran los que vi salir de casa de la señora Locher. Estoy seguro.
Claro que estás seguro, Ralph —replicó otra voz—. Los locos siempre están seguros de las locuras que ven y oyen. Eso es lo que los convierte en locos, no las alucinaciones en sí mismas. Si realmente viste lo que viste, ¿qué ha pasado con la señora Bennigan? ¿Qué ha pasado con el camión de Budweiser? ¿Cómo es que perdiste esos cuarenta y cinco minutos que McGovern ha pasado colgado del teléfono?
—Estás sufriendo unos síntomas muy graves —sentenció McGovern a sus espaldas.
A Ralph le pareció haber oído un matiz terrible en la voz de su amigo. ¿Satisfacción? ¿Podía en verdad tratarse de satisfacción?
—Uno de ellos llevaba unas tijeras —insistió Ralph sin volverse—. Yo las vi.
—¡Oh, vamos, Ralph! ¡Piensa un poco! ¡Utiliza el cerebro y piensa! El domingo por la tarde, menos de veinticuatro horas antes de que tuvieras hora con el acupuntor, un chalado por poco te apuñala. ¿Y te extraña que tu mente fabrique una pesadilla en la que aparece un objeto punzante? Las agujas de Hong y el cuchillo de Pickering se convierten en tijeras, nada más. ¿No ves que esta hipótesis cubre todas las posibilidades y la tuya no parece cubrir ninguna?
—¿Y cogí los prismáticos dormido? ¿Eso es lo que crees?
—Es posible. Incluso probable.
—Y lo mismo con el aerosol en el bolsillo de mi chaqueta, ¿no? El viejo Dor no tuvo nada que ver con eso.
—¡Me importan un bledo el aerosol y el viejo Dor! —gritó McGovern—. ¡El que me importa eres tú! Tienes insomnio desde abril o mayo, has estado deprimido y trastornado desde la muerte de Carolyn…
—¡No he estado deprimido! —gritó Ralph.
Al otro lado de la calle, el cartero se detuvo para mirar en su dirección antes de seguir caminando hacia el parque.
—Bueno, pues muy bien —concedió McGovern—. No has estado deprimido. Tampoco has dormido, ves auras, tipos que salen de casas cerradas en plena noche… —Y entonces, en tono engañosamente ligero, McGovern dijo lo que Ralph había temido durante toda la conversación—: Ten cuidado, viejo amigo. Empiezas a parecerte demasiado a Ed Deepneau.
Ralph se volvió. El rostro le ardía y el corazón le latía con fuerza.
—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué te metes conmigo de esta forma?
—No me estoy metiendo contigo, Ralph. Estoy intentando ayudarte. Ser tu amigo.
—Pues no lo parece.
—Bueno, a veces la verdad duele un poco —repuso McGovern con calma—. Debes considerar al menos la idea de que tu mente y tu cuerpo están intentando darte un mensaje. Te voy a hacer una pregunta… ¿Es la única pesadilla que has tenido últimamente?
Ralph pensó un instante en Carol, enterrada hasta el cuello en la arena, gritando acerca de las huellas del hombre blanco. Pensó en los bichos que surgían de su cabeza.
—No he tenido ninguna pesadilla últimamente —aseguró con rigidez—. Me imagino que no te lo crees porque no encaja en la película que te has montado.
—Ralph…
—Ahora te voy a hacer yo una pregunta. ¿Crees realmente que el hecho de que viera a esos dos tipos y de que May Locher apareciera muerta es una coincidencia?
—Quizá no. Tal vez tu estado físico y emocional crearon condiciones necesarias para provocar un fenómeno psíquico breve pero auténtico.
Ralph guardó silencio.
—Creo que estas cosas pasan de vez en cuando —prosiguió McGovern al tiempo que se levantaba—. Probablemente suena raro viniendo de un viejo racional como yo, pero de verdad lo creo. No es que quiera decir que es lo que ha pasado en este caso, pero podría ser. De lo que estoy seguro es de que los dos hombres que crees haber visto no existen en el mundo real.
Ralph se quedó mirando a McGovern con los puños hundidos en los bolsillos con tal fuerza que se le antojaban rocas. Los músculos de los brazos le palpitaban con violencia.
McGovern bajó los escalones del porche y lo agarró por el codo con suavidad.
—Sólo creo que…
Ralph apartó el brazo con tal brusquedad que McGovern lanzó un gruñido de sorpresa y se tambaleó.
—Ya sé lo que crees.
—No me estás escuchando…
—Oh, sí, te he escuchado. He escuchado más que suficiente, créeme. Y perdona…, creo que me voy a dar otro paseo. A ver si me despejo un poco.
En sus mejillas y frente seguía bullendo la sangre caliente. Intentó colocar su cerebro en una marcha que le permitiera desterrar aquella rabia inútil e impotente, pero no lo consiguió. Se sentía casi como se había sentido al despertar de la pesadilla de Carolyn; su mente bullía de terror y confusión, y cuando empezó a caminar, no tuvo la sensación de estar caminando, sino cayendo, del mismo modo en que se había caído de la cama el lunes por la mañana. Pero aun sí, siguió andando. A veces era la única opción.
—¡Ralph, tienes que ir al médico! —gritó McGovern tras él.
Y esta vez, Ralph no pudo asegurarse de que no había oído un extraño y regañón matiz de placer en la voz de McGovern. Con toda probabilidad, la preocupación que lo cubría era auténtica, pero no se trataba más que de la capa de azúcar que doraba la píldora.
—¡Ni al farmacéutico, ni al hipnotista ni al acupuntor, sino a tu médico de cabecera!
¡Sí, al tipo que enterró a mi mujer bajo la línea de la marea alta! —pensó en una suerte de grito mental—. ¡El tipo que la enterró hasta el cuello en la arena y luego le dijo que no debía tener miedo de ahogarse mientras se tomara el Valium y las aspirinas!
—¡Tengo que dar un paseo! —gritó—. ¡Eso es lo que tengo que hacer, nada más!
El corazón le latía en las sienes en golpes de martillo breves, pero intensos, y se le ocurrió que así debían de ser las embolias; si no se dominaba, pronto caería víctima de lo que su padre llamaba «una apoplejía de mal genio».
Oyó a McGovern bajando tras él por el sendero. No me toques, Bill —pensó Ralph—. No se te ocurra ni tocarme el hombro, porque lo más probable es que me dé la vuelta y te tumbe de un puñetazo.
—Estoy intentando ayudarte, ¿es que no lo entiendes? —gritó McGovern.
Al otro lado de la calle, el cartero se había detenido de nuevo para mirarlos, y delante de la Manzana Roja, Karl, el tipo que trabajaba por las mañanas, y Sue, la chica que trabajaba por las tardes, también los estaban mirando embobados. Ralph se dio cuenta de que Karl llevaba una bolsa de panecillos de hamburguesa en la mano. La verdad, era increíble las cosas que uno llegaba a ver en situaciones como aquélla… aunque no tan increíble como algunas de las cosas que ya había visto por la mañana.
Las cosas que has creído ver, Ralph, le susurró una voz traidora desde las profundidades de su mente.
—Un paseo —masculló Ralph con desesperación—. Un paseo, maldita sea.
En su cabeza había empezado una película mental. Se trataba de una película desagradable, la clase de película que pocas veces iba a ver aunque no pusieran nada más en el cine de Derry. La banda sonora de esta cinta mental de terror parecía ser, aunque pareciera increíble, la canción infantil Ahí va la comadreja.
—¡Te voy a decir una cosa, Ralph! ¡A nuestra edad, las enfermedades mentales son muy comunes! ¡A nuestra edad, son más que corrientes, así que VE AL MÉDICO!
La señora Bennigan había salido al porche, y el andador aparecía abandonado al pie de la escalinata. Todavía llevaba el brillante abrigo rojo de entretiempo, y parecía tener la boca abierta mientras los miraba atentamente.
—¿Me oyes, Ralph? ¡Espero que sí! ¡De verdad, espero que sí!
Ralph apretó el paso, hundiendo la cabeza entre los hombros como para protegerse del viento frío. ¿Y si sigue gritando cada vez más fuerte? ¿Y si me sigue?
Si hace eso, la gente creerá que es él quien se ha vuelto loco, se dijo, pero eso no lo tranquilizó. En su mente seguía oyendo un piano tocando una canción infantil… Bueno, no tocándola realmente; sino desgranándola en torpes notas de guardería:
Por toda la morera
El mono persigue a la comadreja
El mono cree que todo es broma
¡Y pum, ahí va la comadreja!
Y en aquel instante, Ralph empezó a ver a los ancianos de Harris Avenue, a los que compraban las pólizas de seguros de las compañías que se anunciaban en la televisión por cable, a los que tenían piedras en la vesícula y tumores de piel, a aquellos cuya memoria disminuía mientras su próstata aumentaba, a los que vivían de la seguridad social y miraban el mundo a través de cataratas cada vez más densas en lugar de cristales de color de rosa. Era la gente que leían todo el correo comercial y repasaban la publicidad del supermercado en busca de ofertas, productos enlatados y platos congelados sin marca. Los veía enfundados en grotescos pantalones cortos y minifaldas lanudas, los veía ataviados con gorras de crío y camisetas que mostraban personajes como Beavis y Butt-Head o Rude Dog. Los veía, en suma, como los párvulos más viejos del mundo. Desfilaban alrededor de una hilera doble de sillas mientras un hombre calvo y bajito de bata blanca tocaba Ahí va la comadreja al piano. Otro calvo sisaba las sillas una a una, y cuando la música cesaba y todo el mundo se sentaba, una persona (esta vez le había tocado a May Locher y la próxima vez le tocaría, probablemente, al antiguo jefe de McGovern) se quedaba sin silla. Esa persona tenía que salir de la habitación, por supuesto. Y Ralph oyó a McGovern reírse. Se reía porque él había vuelto a conseguir una silla. Tal vez May Locher había muerto, Bob Polhusrt estaba a punto de morir, Ralph Roberts estuviera perdiendo la chaveta, pero él, señor don William D. McGovern, seguía sano y salvo, seguía tan mono como siempre, vertical, sano, capaz de encontrar una silla cuando la música cesara.
Ralph apretó el paso aún más y encogió más los hombros en espera de otra andanada de consejos y advertencias. No creía probable que McGovern lo siguiera por la calle, pero tampoco lo descartaba del todo. Si McGovern estaba lo suficientemente enfadado podría hacerlo, podría reconvenirle, decirle que dejara de hacer el imbécil y fuera al médico, recordarle que la música podía cesar en cualquier momento, en cualquier momento, sí señor, y que si no encontraba una silla cuando aún estaba a tiempo, tal vez jamás tendría otra oportunidad.
Sin embargo, no oyó más gritos a sus espaldas. Se sintió tentado de volverse para mirar a McGovern, pero decidió no hacerlo. Si Bill veía a Ralph mirar atrás podía ponerse otra vez como un energúmeno. Lo mejor sería seguir caminando. Así pues, Ralph empezó a dar largas zancadas en dirección al aeropuerto sin siquiera darse cuenta, siguió caminando cabizbajo, intentando hacer oídos sordos al despiadado piano, intentando no ver a los niños viejos desfilar alrededor de las sillas, intentando no ver la expresión aterrorizada que desmentían sus bocas sonrientes.
Mientras andaba se le ocurrió que sus esperanzas habían quedado truncadas. Lo habían empujado al interior del túnel pese a todo, y ahora estaba rodeado de tinieblas.