En la pared del cubículo que servía de despacho al detective John Leydecker se veía el cartel de una película, probablemente comprado en el club de vídeo por un par de dólares. Mostraba al elefante Dumbo planeando con sus orejas mágicas extendidas. Sobre el rostro de Dumbo había una fotografía de Susan Day en primer plano, recortada de forma que encajara con el cuerpo de Dumbo. En el paisaje de dibujos animados que se extendía debajo, alguien había pintado un poste en el que se leía DERRY 400.
—Encantador —comentó Ralph.
—No demasiado diplomático, ¿eh?
—Por no decir otra cosa —dijo Ralph mientras se preguntaba qué le habría parecido el cartel a Carolyn… o a Helen, ya puestos.
Eran las dos menos cuarto de una tarde de lunes fría y nublada, y Leydecker y él acababan de llegar del juzgado comarcal de Derry, donde Ralph había prestado declaración acerca de su encuentro del día anterior con Charlie Pickering. Lo había interrogado un ayudante del fiscal del distrito que, a ojos de Ralph, tenía aspecto de que le faltaban aún un par de años para empezar a afeitarse.
Leydecker lo había acompañado tal como había prometido, y se había sentado en un rincón del ayudante sin decir palabra. La promesa de invitar a Ralph a un café resultó ser más que nada una forma de hablar, pues el mejunje de terrible aspecto había salido de la cafetera de la esquina de la sala del segundo piso del departamento de policía. Ralph tomó cuidadosamente un sorbo y sintió un gran alivio al comprobar que sabía un poco mejor de lo que parecía.
—¿Azúcar? ¿Leche? —inquirió Leydecker—. ¿O mejor un revólver para romper la taza en mil pedazos?
Ralph sonrió meneando la cabeza.
—Está bueno…, aunque seguramente es un error fiarse de mi gusto. El verano pasado rebajé el consumo a dos tazas al día, y ahora todo me parece bastante bueno.
—Como yo con los cigarrillos… Cuanto menos fumo, mejor me saben. El pecado es una putada.
Leydecker extrajo el tubito de palillos, lo agitó hasta sacar uno y se lo encajó en la comisura de los labios. A continuación dejó su taza de café sobre el terminal del ordenador, se acercó al cartel de Dumbo y empezó a arrancar las tachuelas que sujetaban las esquinas.
—No lo hagas por mí —dijo Ralph—. Es tu despacho.
—No, señor.
Leydecker retiró la fotografía recortada de Susan Day del póster, hizo de ella una bola y la arrojó a la papelera. A continuación procedió a enrollar el cartel en un cilindro prieto.
—¿Ah, no? Entonces, ¿cómo es que tu nombre está en la puerta y los niños de esta foto se parecen tanto a ti?
Ralph señaló una fotografía que mostraba a una mujer atractiva y rolliza flanqueada por dos niños de unos diez y ocho años respectivamente. La mujer sonreía, mientras que los niños miraban a la cámara con aire serio.
—Es mi nombre y es mi familia, pero el despacho te pertenece a ti y a todos los demás contribuyentes, Ralph. También a cualquier gilipollas con cámara que entre aquí, y si este póster saliera en las noticias de mediodía, me metería en un buen lío. Me olvidé de descolgarlo al marcharme el viernes por la noche, y he tenido libre casi todo el fin de semana…, una cosa muy poco corriente, créeme.
—No lo colgaste tú, me imagino —comentó Ralph al tiempo que quitaba unos cuantos papeles de la única silla adicional del despacho para sentarse.
—No. Algunos compañeros organizaron una fiesta en mi honor el viernes por la tarde. Con pastel, helado y regalos.
Leydecker rebuscó en un cajón, sacó una goma, la colocó alrededor del cartel para que no se abriera, miró a Ralph a través del tubo con aire divertido y por fin lo arrojó a la papelera.
—Me regalaron un juego de calzoncillos con los días de la semana bordados y la entrepierna recortada, un frasco de gel vaginal con fragancia de fresas, un paquete de literatura de Amigos de la Vida… incluyendo un tebeo llamado Embarazo involuntario de Denise…, y este póster.
—No era una fiesta de cumpleaños, ¿verdad?
—No —repuso Leydecker mientras hacía crujir los nudillos y volvía los ojos hacia el techo con un suspiro—. Los chicos celebraban mi nombramiento con mucho entusiasmo.
Ralph vio leves retazos de aura azul en torno al rostro y los hombros de Leydecker, pero no le hizo falta intentar interpretarlos.
—Por lo de Susan Day, ¿verdad? Te han encargado la misión de protegerla mientras esté en Derry.
—Exacto. Claro que la policía del estado estará por aquí, pero, en estas situaciones, suelen limitarse a controlar el tráfico. Es posible que también venga el FBI, pero por lo general se quedan al margen, hacen fotos e intercambian contraseñas secretas.
—Pero ella tiene a su propia gente de seguridad, ¿no?
—Sí, pero no sé ni cuántos ni lo buenos que son. Esta mañana he hablado con el jefe y al menos es un tipo coherente, pero tenemos que poner a nuestra propia gente. Cinco personas, según las órdenes que me dieron el viernes. Es decir, yo y cuatro tipos más que se presentarán voluntarios en cuanto se lo ordene. El objetivo es… espera… esto te encantará… —Leydecker rebuscó entre los papeles de su mesa, encontró el que buscaba y lo sostuvo en alto—… garantizar una presencia intensa y alta visibilidad.
Dejó caer el papel y sonrió a Ralph sin demasiado humor.
—En otras palabras, si alguien intenta pegarle un tiro a la zorra o rociarla con ácido, queremos que Lisette Benson y los otros gilipollas de la prensa al menos graben que estábamos ahí.
Leydecker echó un vistazo al cartel enrollado de la papelera y le dedicó un gesto obsceno.
—¿Cómo puede caerte tan mal alguien a quien no has visto en tu vida? —preguntó Ralph.
—No sólo me cae mal, Ralph, sino que la odio, joder. Mira… Soy católico, mi amada esposa es católica, mis hijos son monaguillos en la iglesia de San José. Genial. Ser católico es genial. Ahora incluso te dejan comer carne los viernes. Pero si crees que por ser católico estoy a favor de volver a ilegalizar el aborto, entonces estás pero que muy equivocado. Mira, yo soy el católico a quien le toca interrogar a los tipos que pegan a sus hijos con tubos de goma o los tiran por la escalera después de pasarse toda la santa noche bebiendo buen whiskey irlandés y ponerse sentimentales acerca de sus madres.
Leydecker se metió la mano bajo la camisa y sacó un pequeño medallón de oro. Se lo colocó sobre los dedos para mostrárselo a Ralph.
—María, madre de Jesús. Lo llevo desde los trece años. Hace cinco años detuve a un tipo que llevaba uno igual. Acababa de hervir a su hijo de dos años. Te lo digo en serio. El tío puso a hervir una olla de agua, y cuando hirvió, agarró al crío por los tobillos y lo dejó caer en la olla como si fuera una langosta. ¿Por qué? Pues porque el niño no dejaba de mojar la cama, según nos explicó. Vi el cadáver y te aseguro que después de haber visto algo así, las fotos de abortos por aspiración que tanto les gusta enseñar a los hijos de puta de los antiabortistas ya no te parecen tan terribles.
A Leydecker empezaba a temblarle la voz.
—Lo que recuerdo mejor de todo es que el tipo estaba llorando, aferrándose al medallón de la Virgen que llevaba y diciendo que quería confesarse. Me hizo sentirme muy orgulloso de ser católico, Ralph, te lo aseguro…, y por lo que respecta al Papa, no creo que debieran dejarle opinar hasta que él mismo tenga un hijo o al menos pase un año ocupándose de los niños del crack.
—Vale —intervino Ralph—. Entonces, ¿qué te pasa con Susan Day?
—¡Pues que está causando un montón de problemas, coño! —gritó Leydecker—. Viene a mi ciudad y yo tengo que protegerla. Perfecto. Tengo buenos hombres, y con un poco de suerte, creo que podremos conseguir que se vaya con la cabeza en su sitio y las tetas apuntando en la dirección correcta, pero ¿y lo que pase antes? ¿Y lo que pase después? ¿Crees que le importa un comino todo eso? ¿Crees que a la gente que lleva el Centro de la Mujer le importa un comino?
—No lo sé.
—Los defensores del Centro de la Mujer son un poco menos propensos a la violencia que los de Amigos de la Vida, pero por lo que hace al índice de gilipollez, no hay mucha diferencia. ¿Sabes de qué iba la historia cuando empezó?
Ralph rememoró su primera conversación acerca de Susan Day, la que había sostenido con Ham Davenport. Durante un instante consiguió recordarla, pero en seguida se le escapó. El insomnio había vencido otra vez. Ralph meneó la cabeza.
—Urbanismo —exclamó Leydecker con una risita de disgustado asombro—. Nada más que viejas regulaciones de urbanismo. Genial, ¿eh? A principios de verano, dos de nuestros concejales más conservadores, George Tandy y Emma Wheaton, solicitaron al Comité Urbanístico que reconsiderara las regulaciones del solar en que está el Centro de la Mujer, con la intención de falsificar lo que fuera para borrar el centro de la faz de la tierra. No sé si es la palabra exacta, pero ya me entiendes, ¿no?
—Sí.
—Pues eso, los abortistas piden a Susan Day que venga a Derry a dar una conferencia para ayudarles a aunar fuerzas para luchar contra los malos de la película, los pro-vida. El único problema es que los malos de la película no han tenido ocasión de cambiar las regulaciones urbanísticas del distrito 7, ¡y la gente del Centro de la Mujer lo sabía! Jolines, si una de las directoras, June Halliday, está en el Ayuntamiento. Ella y la zorra de la Wheaton casi se escupen cada vez que se encuentran en el pasillo. Cambiar las regulaciones urbanísticas del distrito 7 siempre ha sido una especie de utopía, porque el Centro de la Mujer es técnicamente un hospital, como el de Derry, que está a un tiro de piedra. Si cambias las leyes urbanísticas para hacer que el Centro de la Mujer sea ilegal, haces lo mismo con uno de los tres hospitales que hay en el condado de Derry…, el tercer condado más grande de Maine. Así que no había ninguna posibilidad, pero no pasa nada, porque no se trata de eso. Se trata de ponerse gilipollas, chulo y pesado. Y para la mayoría de los abortistas (uno de los tipos con los que trabajo los llama Progres) se trata de tener razón.
—¿Tener razón? No lo entiendo.
—No es suficiente que una mujer pueda entrar en el centro por las buenas y librarse cuando quiera de la molesta cosita que tiene en la barriga; los abortistas quieren que acabe el debate. En el fondo, lo que quieren es que las personas como Dalton reconozcan que ellos tienen razón, y eso no pasará nunca. Es más probable que los árabes y los judíos decidan que se han equivocado y depongan las armas. Yo apoyo el derecho de una mujer a abortar si realmente lo necesita, pero la actitud justiciera de los abortistas me pone a parir. Son los nuevos puritanos, eso es lo que opino yo, gente que cree que si no piensas como ellos irás al infierno…, sólo que su versión del infierno es un sitio donde sólo te ponen música montañesa y lo único que hay para comer son escalopas de pollo.
—Lo que dices es muy amargo.
—Siéntate sobre un barril de pólvora durante tres meses y luego me dices qué te parece. Dime, ¿crees que Charlie Pickering te hubiera apuñalado ayer de no ser por el Centro de la Mujer, Amigos de la Vida y Susan Dejad-Mi-Chocho-Sagrado-En-Paz Day?
Ralph fingió reflexionar seriamente sobre el asunto, aunque en realidad estaba observando el aura de Leydecker. Era de un saludable color azul marino, pero los bordes estaban teñidos de una cambiante luz verdosa. Eran esos bordes los que interesaban a Ralph; creía saber lo que significaban.
—No, supongo que no —dijo por fin.
—Lo mismo digo. Te han herido en una guerra que ya está sentenciada, Ralph, y no serás el último. Pero si fueras a ver a los Progres (o a Susan Day), te abrieras la camisa, les enseñaras el vendaje y dijeras «Esto es culpa vuestra en parte, así que asumid lo que os corresponde», levantarían las manos y contestarían: «Oh, no, Dios mío, sentimos mucho que te hayan herido, Ralph, nosotros los Progres detestamos la violencia, pero no ha sido culpa nuestra, tenemos que mantener abierto el Centro de la Mujer, tenemos que acudir a las barricadas, y si se derrama un poco de sangre, así sea». Pero no se trata del Centro de la Mujer, y eso es lo que me pone como una moto. Se trata de…
—Del aborto.
—¡No, joder! El derecho al aborto está a salvo en Maine y en Derry, diga lo que diga Susan Day el viernes en el Centro Cívico. Se trata de quién tiene el mejor equipo, nada más. Se trata de saber de qué lado está Dios. De quién tiene razón. Me gustaría que se limitaran a cantar We are the Champions y a emborracharse.
Ralph echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada, a la que Leydecker no tardó en unirse.
—Así que son unos gilipollas —terminó el detective con un encogimiento de hombros—, pero son nuestros gilipollas. ¿Te parece un chiste? Pues no. El Centro de la Mujer, Amigos de la Vida, Los Guardacuerpos, Pan de Cada Día…, todos ellos son nuestros gilipollas, gilipollas de Derry, y en realidad no me importa ocuparme de los míos. Por eso elegí este trabajo y por eso no abandono. Pero tendrás que perdonarme que no me haga precisamente mucha gracia ser elegido para proteger a una belleza zancuda de Nueva York que vendrá, dará una conferencia incendiaria y luego se irá con unos cuantos recortes de prensa más en su haber y material suficiente para el capítulo 5 de su nuevo libro. Nos dirá que somos una maravillosa comunidad bucólica, y cuando vuelva a su dúplex de Park Avenue, explicará a sus amigos que no ha podido quitarse del pelo el hedor de las fábricas de papel. Es una mujer, escucha cómo ruge… y si tenemos suerte, todo esto terminará sin que nadie muera ni quede inválido.
Ralph ya sabía con certeza qué significaban aquellos contornos verdosos.
—Pero tienes miedo, ¿verdad? —preguntó.
—¿Tanto se me nota? —replicó Leydecker con aire sorprendido.
—Sólo un poco —repuso Ralph mientras pensaba: Sólo en el aura, John, nada más. Sólo en el aura.
—Sí, tengo miedo. A nivel personal me da miedo esta maldita misión, que no tiene absolutamente nada que pueda compensar todas las cosas que pueden ir mal. A nivel profesional me da verdadero pánico de lo que puede pasar si hay un enfrentamiento y el genio se escapa de la lámpara… ¿Quieres más café, Ralph?
—No, gracias. No tardaré mucho en irme, de todas formas. ¿Qué pasará con Pickering?
Lo cierto era que no le importaba demasiado el destino de Pickering, pero al corpulento policía probablemente le extrañaría que preguntara por May Locher antes de preguntar por Pickering. Tal vez incluso lo encontraría sospechoso.
—Lo más probable es que Steve Jalbert, el ayudante del fiscal del distrito que te ha interrogado, y el abogado de oficio de Pickering, estén negociando en este momento. El de Pickering estará diciendo que puede conseguir que su cliente (la idea de que Charlie Pickering sea cliente de alguien por cualquier cosa me parece increíble, por cierto) se declare culpable por asalto en segundo grado. Jalbert dirá que ha llegado el momento de acabar con Pickering del todo y que lo acusará de intento de asesinato. El abogado de Pickering fingirá escandalizarse, y mañana tu amigo será acusado de asalto en primer grado con arma mortal y el caso será visto para sentencia. Y dentro de un tiempo, tal vez en diciembre, pero probablemente a principios del año que viene, te citarán como testigo estelar.
—¿Y la fianza?
—Pues de unos cuarenta mil dólares, supongo. Puede salir con el diez por ciento si se garantiza el resto en caso de fuga, pero Charlie Pickering no tiene casa, ni coche, ni siquiera un reloj Timex. En fin, lo más probable es que lo vuelvan a meter en Juniper Hill pero eso no es el quid de la cuestión. Esta vez conseguiremos tenerlo a la sombra durante mucho tiempo, y con gente como Charlie, eso es el quid de la cuestión.
—¿Hay alguna posibilidad de que Amigos de la Vida paguen la fianza?
—No. La semana pasada Ed Deepneau pasó mucho tiempo con él, tomando café en Bagel Shop. Me imagino que Ed debía de estar calentándole la cabeza con toda esa historia de los Centuriones y el Rey de Rombos…
—El Rey Carmesí, es lo que Ed…
—Bueno, como se llame —lo interrumpió Leydecker agitando la mano—. Pero sobre todo, me imagino que se dedicó a explicarle que tú eras la mano derecha del diablo y que sólo un tipo inteligente, valiente y consagrado como Charlie Pickering podía quitarte de en medio.
—Lo estás dejando por los suelos —comentó Ralph.
Estaba recordando al Ed Deepneau con el que jugaba al ajedrez antes de que Carolyn cayera enferma. Aquel Ed era un hombre inteligente, elocuente, civilizado y amable en extremo. A Ralph todavía le resultaba casi imposible reconciliar a Ed con el hombre al que había visto por primera vez en julio de 1992. Había bautizado a ese nuevo personaje con el nombre de «Ed el gallo».
—No sólo eso, sino que además es peligroso —aseguró Leydecker—. Charlie no era más que un instrumento para él, como un mondapatatas que utilizas para pelar una manzana. Si se le desprende la hoja no vas y lo afilas, es demasiado complicado. Lo tiras a la basura y te compras un mondapatatas nuevo. Así es como los tíos como Ed tratan a los tíos como Charlie, y puesto que Ed es Amigos de la Vida, al menos de momento, no creo que tengas que preocuparte por que Charlie salga bajo fianza. En los próximos días estará más solo que la una, ¿vale?
—Vale —asintió Ralph un poco asustado al darse cuenta de que Pickering le daba pena—. Quiero darte las gracias por no mencionar mi nombre en el periódico…, si es que ha sido cosa tuya, claro.
La sección policial del Derry News había mencionado brevemente el incidente, pero sólo decía que Charles H. Pickering había sido detenido por «tenencia de armas» en la Biblioteca Pública de Derry.
—A veces les pedimos un favor y a veces ellos nos lo piden a nosotros —comentó Leydecker al tiempo que se levantaba—. Así funcionan las cosas en la vida real. Si los chalados de Amigos de la Vida y los perdonavidas de Amigos del Centro de la Mujer lo descubren, mi trabajo se volverá mucho más fácil.
Ralph cogió el cartel enrollado de Dumbo de la papelera y se levantó.
—¿Puedo llevármelo? Conozco a una niña a la que quizá le gustará mucho dentro de un año o algo así.
Leydecker extendió las manos en ademán significativo.
—Claro, tómatelo como un pequeño obsequio por ser tan buen ciudadano. Pero no me pidas las braguitas sin entrepierna.
—Nunca se me ocurriría —exclamó Ralph con una carcajada.
—En serio, Ralph, gracias por venir.
—De nada.
Alargó el brazo por encima de la mesa, le estrechó la mano a Leydecker y a continuación se dirigió hacia la puerta. Aunque pareciera absurdo, se sentía como el detective Colombo de la tele; lo único que le faltaba era el puro y la gabardina. Cuando estaba a punto de abrir la puerta se volvió.
—¿Puedo preguntarte algo que no tiene nada que ver con Charlie Pickering?
—Dispara.
—Esta mañana, en la Manzana Roja, me he enterado de que la señora Locher murió anoche. No es que me sorprenda; tenía enfisema. Pero hay cintas policiales entre la acera y su jardín, además de un aviso en la puerta que dice que el departamento de policía de Derry ha sellado la casa. ¿Sabes de qué va todo esto?
Leydecker lo miró durante tanto rato y con tal intensidad que Ralph se hubiera sentido muy incómodo…, de no ser por el aura del hombre. En ella no se apreciaba nada que transmitiera suspicacia.
Dios mío, Ralph, te estás tomando esas cosas un poco demasiado en serio, ¿no crees?
Bueno, tal vez sí y tal vez no. En cualquier caso, se alegraba de que los flecos verdes no hubieran reaparecido en el aura de Leydecker.
—¿Por qué me miras así? —inquirió Ralph—. Si me he metido donde no me importa, lo siento.
—No, en absoluto —repuso Leydecker—. Es que es un poco raro, nada más. Si te lo cuento, ¿prometes que no se lo contarás a nadie?
—Sí.
—Es tu vecino de abajo el que más me preocupa. Cuando se trata de discreción, no es que el profe se lleve la palma precisamente.
—No le diré nada, palabra de honor —prometió Ralph riendo con ganas—, pero es interesante que lo menciones; Bill fue al colegio con May Locher hace mil años. En la escuela primaria.
—Jolín, no puedo imaginarme al profe en la escuela primaria —exclamó Leydecker—, ¿y tú?
—Más o menos —replicó Ralph.
Sin embargo, la imagen que le cruzó la mente era muy peculiar: Bill McGovern con el aspecto de una mezcla entre el Pequeño Lord y Tom Sawyer en pantalones bombachos, calcetines largos blancos… y panamá.
—No estamos seguros de lo que le ha pasado a May Locher —dijo Leydecker—. Lo que sabemos es que, poco después de las tres de la madrugada, urgencias recibió una llamada anónima, de un hombre que afirmaba haber visto a dos personas, una de las cuales llevaba unas tijeras, salir de casa de la señora Locher.
—¿La han matado? —exclamó Ralph.
En aquel instante se dio cuenta de dos cosas; en primer lugar, que su voz sonaba mucho más creíble de lo que jamás habría esperado, y en segundo lugar, que acababa de cruzar un puente. No lo había quemado, al menos, todavía no, pero no podría volver atrás sin dar muchas explicaciones.
Leydecker extendió las manos y se encogió de hombros.
—Si la han matado no ha sido con las tijeras ni ningún otro objeto punzante, desde luego. No tenía ni una sola señal.
Eso, al menos, era un alivio.
—Por otro lado, es posible matar a alguien de un susto, sobre todo a una persona vieja y enferma, mientras se comete un crimen —explicó Leydecker—. En cualquier caso, me será más fácil explicártelo si me dejas que te cuente lo que sé. No tardaré mucho, te lo aseguro.
—Claro, perdona.
—¿Quieres que te diga algo divertido? Cuando miré la hoja de urgencias, lo primero que se me ocurrió fue que habías llamado tú.
—Por el insomnio, ¿no? —preguntó Ralph con voz firme.
—Por eso y porque la persona afirmaba haber visto a aquellos tipos desde el salón de su casa, y tu salón da a la avenida, ¿verdad?
—Sí.
—Pues eso. Incluso estuve a punto de escuchar la cinta, pero entonces me acordé de que vendrías hoy… y de que ya duermes mucho mejor. Es verdad, ¿no?
Sin ninguna suerte de vacilación, Ralph prendió fuego al puente que acababa de cruzar.
—Bueno, no duermo como cuando tenía dieciséis años y trabajaba en dos sitios distintos después de la escuela, no te voy a engañar, pero si fui yo quien llamó a urgencias anoche, lo hice dormido.
—Justo lo que me imaginaba. Además, si hubieras visto algo raro en la calle, ¿por qué ibas a hacer una llamada anónima?
—No lo sé.
Pero ¿y si fuera algo más que raro, John? —pensó Ralph—. ¿Y si fuera algo completamente increíble? Estamos hablando de médicos bajitos del espacio exterior y huellas brillantes y auras que sólo yo puedo ver. O que sólo Ed Deepneau y yo podemos ver.
—Ni yo —dijo Leydecker—. Tu salón da a Harris Avenue, sí, como otros veinte o treinta…, y sólo porque el tipo que llamó dijera que estaba dentro de su casa, eso no significa que sea verdad, ¿no?
—Supongo que no. Delante de la Manzana Roja hay una cabina telefónica desde la que podría haber llamado, y otra delante de la tienda de licores. Y un par más en el parque Strawford, si es que funcionan.
—La verdad es que hay cuatro en el parque, y todas funcionan; lo hemos comprobado.
—¿Por qué mentiría acerca del sitio desde el que llamaba?
—Lo más probable es que también mintiera acerca de todo lo demás. En cualquier caso, Donna Hagen dice que el tipo parecía joven y muy seguro de sí mismo.
Apenas aquellas palabras habían brotado de sus labios, Leydecker hizo una mueca y se llevó una mano a la cabeza.
—No pretendía ofenderte, Ralph, lo siento.
—No pasa nada. La idea de que parezco un vejestorio jubilado no es nada nuevo para mí. Soy un vejestorio jubilado. Sigue.
—Chris Nell era el agente encargado… el primero que llegó al lugar. ¿Lo recuerdas del día en que detuvimos a Ed?
—Recuerdo el nombre.
—Ajá. Steve Utterback, en efecto, era el detective encargado. Un buen hombre.
El tipo de la gorra de lana, se dijo Ralph.
—La señora Locher estaba muerta en la cama, pero no había indicios de violencia. Tampoco parecía que hubiesen robado nada, aunque a las señoras mayores como May Locher suelen gustarles los trastos vendibles; nada de vídeos ni equipos de música sofisticados, no, no. Lo que sí tenía era una buena radio y dos o tres joyas bastante buenas. No quiere decir que no hubiera otras joyas tan buenas o incluso mejores, pero…
—Pero ¿por qué un ladrón se llevaría una parte y el resto no?
—Exacto. Lo más interesante es que la puerta principal, de la que, según el tipo de la llamada anónima, habían salido los dos hombres, estaba cerrada por dentro. Y no sólo con la cerradura normal, sino además con pestillo y cadena. Y lo mismo en la puerta trasera, por cierto. Así que, si el de la llamada tenía razón y si May Locher estaba muerta en su cama cuando los dos tipos se marcharon, ¿quién cerró las puertas?
A lo mejor el Rey Carmesí, pensó Ralph… y para su horror, casi lo dijo en voz alta.
—No lo sé. ¿Y qué hay de las ventanas?
—Cerradas a cal y canto. Con los pestillos corridos. Y por si todo esto te parece demasiado poco Agatha Christie, Steve dice que las persianas protectoras estaban puestas. Uno de los vecinos ha dicho que la señora Locher contrató a un chico la semana pasada para que se las pusiera.
—Sí, sí —corroboró Ralph—. Pat Monroe, el chico que reparte los periódicos. Ahora que recuerdo, lo vi instalarlas.
—Bazofia de novelas de misterio —espetó Leydecker, aunque Ralph creía que el policía no tardaría ni tres segundos en cambiar el asunto Susan Day por el caso May Locher—. El informe médico preliminar ha llegado justo antes de que saliera hacia el juzgado para encontrarme contigo. Le he echado un vistazo. Miocardio esto, trombosis lo otro… En resumen, un ataque al corazón. Ahora mismo consideramos que la llamada anónima fue una broma pesada (recibimos un montón, como en todas partes), que la muerte de la señora fue consecuencia de un ataque al corazón causado por el enfisema.
—En otras palabras, una coincidencia.
Aquella conclusión podía ahorrarle muchos problemas, si es que colaba claro, pero Ralph percibió la incredulidad en su propia voz.
—Sí, a mí tampoco me gusta. A Steve tampoco, y por eso hemos sellado la casa. El instituto forense del estado la examinará a fondo, probablemente a partir de mañana por la mañana. Entretanto, a la señora Locher se la han llevado a dar un paseíto hasta Augusta para hacerle una autopsia más exhaustiva. ¿Quién sabe? A veces las autopsias revelan algunas cosas. Te quedarías de piedra.
—Ya me lo imagino —terció Ralph.
Leydecker arrojó el palillo a la papelera, permaneció en caviloso silencio durante unos instantes y por fin se le iluminó el rostro.
—Eh, tengo una idea… A lo mejor podría conseguir que alguien de administración hiciera una copia de la cinta. Podría traértela para que la escucharas. A lo mejor reconocerías la voz. Cosas más raras han pasado.
—Ya me lo imagino —repitió Ralph con una sonrisa inquieta.
—Bueno, de todas formas el caso es de Utterback. Venga, te acompaño a la puerta.
En el vestíbulo, Leydecker volvió a escudriñar el rostro de Ralph con gran intensidad. Aquella mirada inquietó a Ralph mucho más que la primera porque no tenía idea de lo que significaba. Las auras se habían esfumado.
Ralph intentó esbozar una sonrisa que se le antojó sosa.
—¿Tengo monos en la cara o qué?
—No. Es que estoy impresionado por el buen aspecto que tienes después de todo lo que te pasó ayer. Y en comparación con el aspecto que tenías en verano… Si eso es lo que hace el panal de abeja, ahora mismo voy a comprarme un carro lleno.
Ralph se echó a reír como si fuera la frase más graciosa que hubiera oído en su vida.
1.42 de la madrugada del martes.
Ralph estaba sentado en el sillón de orejas observando las aureolas de neblina que rodeaban las farolas. Al otro lado de la calle, las cintas policiales colgaban desangeladas ante la casa de May Locher.
Apenas había dormido dos horas aquella noche y de nuevo empezaba a pensar que más le valdría estar muerto. No más insomnio. No más eternas esperas a que saliera el sol desde aquel odioso sillón. No más días en los que tenía la sensación de ver el mundo a través del Escudo Invisible del que hablaban en los anuncios de dentífrico. Aquello había sido en la primera época de la televisión, en la época en que todavía no le había salido la primera cana y se dormía cinco minutos después de que Carol y él hubieran terminado de hacer el amor.
Y la gente no para de decirme que tengo un aspecto increíble. Eso es lo más raro.
Pero en realidad no lo era. Teniendo en cuenta algunas de las cosas que había visto en los últimos tiempos, el hecho de que unas cuantas personas le dijeran que parecía otro hombre no encabezaba precisamente su lista de rarezas.
Ralph volvió la mirada hacia la casa de May Locher. Según Leydecker, la casa había estado cerrada a cal y canto, pero Ralph había visto a los dos médicos calvos y bajitos salir por la puerta principal, los había visto, maldita sea…
¿Los había visto?
¿De verdad los había visto?
Ralph rememoró la madrugada anterior. Sentado en el mismo sillón con una taza de té y pensando Que empiece el espectáculo. Y entonces había visto a aquellos hijos de puta calvos, maldita sea, ¡los había visto salir de la casa de May Locher!
Pero estaba equivocado, porque en realidad no había estado mirando la casa de May Locher, sino que más bien había apuntado los prismáticos en dirección a la Manzana Roja. Había creído que el movimiento que había captado por el rabillo del ojo era Rosalie, y entonces se había vuelto para mirar. En aquel momento había visto a los médicos calvos y bajitos en la entrada de la casa de May Locher. Ya no estaba completamente seguro de haber visto la puerta abierta; tal vez sólo lo había supuesto, y al fin y al cabo, ¿por qué no? Lo que estaba más claro que el agua era que no habían llegado por el sendero.
No puedes estar seguro de eso, Ralph.
Pero lo cierto era que sí podía estar seguro. A las tres de la madrugada, Harris Avenue estaba más desierto que el Sahara, y se captaba hasta el más mínimo movimiento dentro del campo de visión.
¿Habían salido el doctor 1 y doctor 2 realmente por la puerta principal? Cuanto más pensaba en ello, más lo dudaba.
Pues entonces, ¿qué pasó, Ralph? ¿Crees que salieron de detrás del Escudo Invisible? O… ¿Qué te parece esto? Tal vez atravesaron la puerta, como esos fantasmas que atormentaban a Cosmo Topper en aquella vieja serie de la tele.
Y lo más absurdo de todo el asunto era que aquello no le parecía tan absurdo.
¿Qué? ¿Que atravesaron la maldita puerta? Vamos, Ralph, necesitas ayuda. Debes hablar con alguien de lo que te está pasando.
Sí. Eso era lo único de lo que estaba seguro; tenía que desahogarse con alguien antes de que todo aquello lo volviera loco. Pero ¿quién? Carolyn habría sido la mejor solución pero estaba muerta. ¿Leydecker? El problema era que Ralph ya le había mentido acerca de la llamada. ¿Por qué? Pues porque la verdad habría sonado a auténtica locura. Habría parecido, de hecho, que Ralph había pescado la paranoia de Ed Deepneau como si fuera un resfriado. ¿Y acaso no era ésa la explicación más probable, si consideraba la situación con toda franqueza?
—Pero no es verdad —susurró—. Eran reales. Y las auras también.
Hay un largo camino hasta el Edén, cariño… y ten cuidado con las huellas verdes y doradas del hombre blanco por el camino.
Cuéntaselo a alguien. Desahógate. Sí. Y tenía que hacerlo antes de que John Leydecker escuchara esa cinta y se presentara para pedirle explicaciones. Para preguntarle, en suma, por qué Ralph le había mentido y qué sabía acerca de la muerte de May Locher.
Cuéntaselo a alguien. Desahógate.
Pero Carolyn estaba muerta, todavía no conocía a Leydecker lo suficiente, Helen estaba en el refugio del Centro de la Mujer, en el quinto pino y Lois Chasse podía irse de la lengua con sus amigas. ¿Quién quedaba?
La respuesta se le ocurrió de inmediato al planteárselo de aquella forma, pero Ralph tenía sorprendentes reparos en hablar con McGovern de lo que le estaba pasando. Recordaba el día en que había encontrado a Bill sentado en un banco junto al campo de béisbol, llorando por su viejo amigo y mentor, Bob Polhurst. Ralph había intentado contarle lo de las auras, y fue como si McGovern no le oyera porque estaba demasiado ocupado repasando su elaborado guión sobre lo asqueroso que era envejecer.
Ralph pensó en el satírico enarcamiento de cejas. El sempiterno cinismo. El rostro alargado, siempre tan siniestro. Las alusiones literarias, que, por lo general, hacían sonreír a Ralph aunque a menudo también le hacían sentirse un poco inferior. Y la actitud de Bill hacia Lois; condescendiente, incluso algo cruel.
Sin embargo, no estaba siendo justo y lo sabía. Bill McGovern podía ser muy amable y, lo que quizás era mucho más importante, comprensivo. Él y Ralph se conocían desde hacía más de veinte años; durante los últimos cinco habían vivido en el mismo edificio. Había sido uno de los portadores del féretro de Carolyn, y si Ralph no podía hablar con él de lo que le sucedía, ¿con quién podía hablar?
Por lo visto, la respuesta era… con nadie.