La playa era un largo fleco blanco, como una puntilla de seda que sobresaliera del dobladillo del brillante mar azul, y estaba totalmente desierta a excepción de un objeto redondo que se encontraba a unos setenta metros de distancia. El objeto redondo, del tamaño de un balón de baloncesto, llenó a Ralph de un temor profundo y, al menos de momento, infinito.
No te acerques —se dijo—. Hay algo malo en él. Algo terrible. Es un perro negro ladrando a una luna azul, sangre en la pica, un cuervo posado sobre un busto de Atenea junto a la puerta de mis aposentos. No debes acercarte, Ralph, y no tienes necesidad de acercarte, porque éste es uno de los sueños lúcidos de Joe Wyzer. Puedes dar media vuelta y marcharte si quieres.
Pero sus pies lo obligaban a avanzar, así que tal vez no se trataba de un sueño lúcido.
Ni tampoco de un sueño agradable, desde luego. Porque cuanto más se acercaba a aquel objeto que yacía en la playa, menos se parecía a una pelota de baloncesto.
Era, con mucho, el sueño más realista que Ralph había tenido en su vida, y el hecho de saber que se trataba de un sueño no hacía sino aguzar aquella sensación de realismo. Sentía la arena fina y suelta bajo sus pies, una arena cálida, pero no ardiente; oía el penetrante y ronco rugido de las olas al romper y esparcirse por la playa, donde la arena relucía como piel morena y mojada; olía la sal y las algas secas, un olor intenso y lacrimoso que le recordaba las vacaciones de verano pasadas en Old Orchard Beach cuando era niño.
Eh, viejo amigo, si no puedes cambiar este sueño, creo que lo mejor será que pulses el botón de expulsión y te largues de él…, es decir, que despiertes, y ahora mismo.
Había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba del objeto, y ya no cabía ninguna duda… No se trataba de una pelota de baloncesto, sino de una cabeza. Alguien había enterrado a un hombre hasta la barbilla en la arena…, y de repente, Ralph se dio cuenta de que estaba subiendo la marea.
No se largó, sino que echó a correr. En ese preciso instante, la espumosa cresta de una ola rozó la cabeza, que abrió la boca y gritó. Pese a estar distorsionada por el chillido, Ralph reconoció aquella voz de inmediato. Era la voz de Carolyn.
La espuma de otra ola ascendió por la arena y apartó el cabello adherido a las mejillas mojadas de la cabeza. Ralph apretó el paso a sabiendas de que lo más probable era que llegara demasiado tarde. La marea subía con rapidez, y Carolyn se ahogaría mucho antes de que él pudiera liberar su cuerpo enterrado de la arena.
No tienes que salvarla, Ralph. Carolyn ya está muerta, y no sucedió en una playa desierta. Sucedió en la habitación 317 del hospital de Derry. Tú estabas con ella cuando llegó el fin, y el sonido que oíste no era el oleaje sino la nevisca golpeando la ventana, ¿lo recuerdas?
Lo recordaba, pero pese a ello corrió aún más deprisa, levantando tras de sí finas nubecillas de arena.
Pero si ni siquiera la alcanzarás; sabes que esto es un sueño, ¿verdad? Cada cosa a la que te acercas se convierte en otra.
No, el poema no iba así… ¿O sí? Ralph no estaba seguro. Lo único que recordaba con claridad era que al final, el narrador huía a ciegas de algo mortal
(mirando por encima del hombro distingo su silueta)
que lo perseguía por el bosque…, que lo perseguía y se acercaba cada vez más.
Sin embargo, sí se estaba acercando al oscuro bulto que sobresalía en la arena. Tampoco se estaba convirtiendo en otra cosa, y cuando cayó de rodillas ante Carolyn, comprendió de inmediato por qué no había reconocido a la que fuera su mujer durante treinta y tres años, ni siquiera de cerca; algo terrible sucedía con su aura. Se adhería a su piel como una sucia bolsa de tintorería. Cuando la sombra de Ralph cayó sobre ella, Carolyn puso los ojos en blanco como un caballo que se ha roto la pata tras saltar una valla muy alta. Respiraba en jadeos cortos y atemorizados, y cada espiración hacía brotar nubecillas de aura gris y negruzca de sus fosas nasales.
El cordel de globo que ascendía en jirones desde su coronilla era del color violeta negruzco de las heridas infectadas. Cuando Carolyn abrió la boca para volver a gritar, una desagradable sustancia brillante brotó de sus labios en gomosas tiras que desaparecieron casi antes de que advirtiera su existencia.
¡Te salvaré, Carol!, gritó. Cayó de rodillas y empezó a escarbar en la arena que le rodeaba como un perro que escarba en busca de su hueso… y en el momento en que se le ocurrió aquella comparación, se dio cuenta de que Rosalie, la carroñera que deambulaba de madrugada por Harris Avenue, estaba sentada detrás de su mujer con aire cansado. Era como si hubiera invocado la presencia de la perra al pensar en ella. Advirtió que Rosalie también estaba envuelta en una de aquellas asquerosas auras negras. Tenía el panamá perdido de Bill McGovern entre las patas, y a juzgar por su aspecto, parecía que se lo había pasado en grande mordisqueándolo desde que había caído en su poder.
Así que es aquí donde estaba el maldito sombrero, pensó Ralph antes de volverse de nuevo hacia Carolyn y ponerse a escarbar aún más deprisa. No había logrado desenterrar siquiera los hombros.
¡No te preocupes por mí!, le gritó Carolyn. Yo ya estoy muerta, ¿no te acuerdas? ¡Cuidado con las huellas del hombre blanco, Ralph! Las…
Una ola de color verde vidrioso en la parte inferior y del color blanco cuajado de las jabonaduras en la cresta rompió a menos de tres metros de la playa. Ascendió por la arena hacia ellos, congelando las pelotas de Ralph y enterrando por un instante la cabeza de Carolyn en una ola de espuma salpicada de granitos. Cuando el agua retrocedió, Ralph elevó su propio grito de terror hacia el indiferente cielo azul. La ola había hecho en pocos segundos lo que la radiación había tardado casi un mes en ocasionar; se había llevado su cabello, la había dejado calva. Y su coronilla había empezado a hincharse en el punto del que brotaba el negruzco cordel de globo.
¡Carolyn!, aulló al tiempo que se ponía a escarbar más aprisa. La arena estaba empapada y se había tornado desagradablemente pesada.
No importa, dijo ella. Nubecillas de color gris negruzco brotaban de sus labios a cada palabra, como el vapor sucio de una chimenea industrial. Sólo es el tumor, y es inoperable, así que no te preocupes por esta parte del espectáculo. Qué diablos, hay un largo camino hasta el Edén, así que no malgastes tus energías en las pequeñeces, ¿vale? Pero debes tener cuidado con esas huellas…
¡Carolyn, no sé de qué me estás hablando!
Otra ola se abalanzó sobre ellos, empapando a Ralph hasta la cintura y enterrando a Carolyn una vez más. Cuando retrocedió, Ralph se dio cuenta de que la hinchazón de la coronilla de su mujer había empezado a abrirse.
Pronto lo sabrás, repuso Carolyn, y en aquel instante, el bulto de su cabeza estalló con un sonido semejante al de un martillo al golpear una gruesa tajada de carne. Una lluvia de sangre se elevó en el aire claro y salino, y de repente, un ejército de bichos negros del tamaño de cucarachas empezó a brotar de su interior. Ralph nunca había visto nada parecido, ni siquiera en sueños, y una oleada de repulsión casi histérica lo embargó. Habría salido huyendo, sin tener en cuenta a Carolyn, pero estaba petrificado, demasiado asombrado como para mover un dedo, por no hablar de levantarse y echar a correr.
Algunos bichos negros volvieron a introducirse en el cuerpo de Carolyn por su boca, pero la mayor parte de ellos descendieron a toda prisa por su mejilla y sus hombros hacia la arena mojada. Sus ojos acusadores y extraños no se apartaron de Ralph ni un instante. Todo es culpa tuya, parecían decir aquellos ojos. Podrías haberla salvado, Ralph, y un hombre mejor que tú lo habría hecho.
¡Carolyn!, gritó. Alargó las manos hacia ella, pero las apartó de inmediato, aterrorizado por los bichos negros que seguían surgiendo de su cabeza. Tras ella, Rosalie seguía sentada en su pequeña guarida de oscuridad, mirándolo con aire solemne y sujetando el inoportuno chapeau de McGovern entre los dientes.
Uno de los ojos de Carolyn salió despedido de su órbita y aterrizó en la arena empapada como un burujo de mermelada de arándanos. Más bichos negros brotaron de la cuenca vacía.
¡Carolyn!, chilló Ralph. ¡Carolyn! ¡Carolyn! ¡Car…!
—… olyn! ¡Carolyn! ¡Car…!
De repente, en el mismo momento en que supo que el sueño había terminado, Ralph se dio cuenta de que estaba cayendo. Apenas tuvo tiempo de asimilar la información antes de chocar contra el suelo del dormitorio. Logró amortiguar el golpe con la mano extendida, lo que, con toda probabilidad, evitó que se diera un feo golpe en la cabeza, pero le provocó una intensa punzada de dolor procedente del vendaje colocado en la parte superior de su costado. Pero por el momento apenas sentía dolor. Lo que experimentaba en aquel instante era miedo, repulsión, una terrible y aguda pena, y sobre todo, una abrumadora sensación de gratitud. La pesadilla, sin duda alguna la peor que había tenido jamás, había terminado, y había vuelto a la realidad.
Se subió la chaqueta casi desabrochada del pijama para ver si la herida estaba sangrando, comprobó que no era así y se incorporó. Aquel simple movimiento lo dejó exhausto; la idea de levantarse, aunque sólo fuera el tiempo suficiente para volverse a dejar caer en la cama le parecía impensable de momento; quizás en cuanto se le calmara el corazón, que le estaba latiendo como un caballo desbocado.
¿Puede la gente morirse a causa de una pesadilla?, se preguntó. Y de inmediato oyó la respuesta de Joe Wyzer: Pues claro que sí, Ralph, aunque el forense suele certificar muerte por suicidio.
En las temblorosas postrimerías de la pesadilla, sentado en el suelo y abrazándose las rodillas con el brazo derecho, a Ralph no le cabía ninguna duda de que algunos sueños eran lo bastante fuertes como para matar. Los detalles del que acababa de tener empezaban a desvanecerse, pero todavía recordaba a la perfección el punto culminante, aquel ruido sordo, como un martillo al golpear una gruesa tajada de carne, y la repugnante horda de bichos que brotaba de la cabeza de Carolyn. Bichos rollizos, rollizos y vivarachos. Y a fin de cuentas, ¿por qué no? Acababan de darse un festín con el cerebro de su mujer muerta.
Ralph lanzó un leve y tembloroso gemido al tiempo que se pasaba la mano izquierda por el rostro, lo que le provocó una nueva punzada de dolor procedente del vendaje. La palma de la mano le quedó empapada de sudor.
¿Con qué le había dicho Carolyn que debía tener cuidado? ¿Las trampas del hombre blanco? No, las huellas. Las huellas del hombre blanco, fueran lo que fueran. ¿Algo más? Tal vez sí, tal vez no. No lo recordaba con seguridad, pero de todos modos, ¿qué importaba? Había sido un sueño, por el amor de Dios, tan sólo un sueño, y al margen del mundo imaginario que describía la prensa sensacionalista, los sueños no significaban ni demostraban nada en absoluto. Cuando una persona se dormía, su mente se convertía en una especie de tacaño que rebuscaba entre las cestas de las ofertas de recuerdos recientes casi siempre insignificantes, a la caza no de artículos valiosos o siquiera útiles, sino de los más llamativos. Con ellos formaba absurdos collages que, con frecuencia, resultaban impresionantes, pero que, en su mayoría, tenían tanto sentido como la conversación de Natalie Deepneau. La perra Rosalie salía en el sueño, incluso el panamá perdido de Bill había hecho una breve aparición estelar, pero todo aquello no significaba nada…, salvo que la noche siguiente no se tomaría uno de los analgésicos que el técnico de urgencias le había dado aunque tuviera la sensación de que el brazo fuera a caérsele de un momento a otro. El que se había tomado durante las noticias de la noche no sólo no había logrado mantenerlo dormido, como había deseado y casi esperado, sino que, con toda probabilidad, había aportado su granito de arena a la pesadilla.
Ralph consiguió incorporarse y sentarse en el borde de la cama. Una oleada de vértigo flotaba por su cabeza como la lona de un paracaídas, y cerró los ojos hasta que se le pasó. Mientras estaba ahí sentado, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, buscó a tientas la lámpara de la mesilla de noche y la encendió. Cuando abrió los ojos, la zona del dormitorio iluminada por la cálida luz amarilla se le antojó muy brillante y real.
Miró el reloj que había junto a la lámpara. Las dos menos doce minutos de la madrugada, y se sentía completamente despejado y alerta pese al analgésico. Se levantó de la cama, se dirigió con lentitud hacia la cocina y puso agua a hervir, masajeándose con aire ausente el vendaje que le cubría el costado por debajo de la axila en un intento de aplacar el dolor que sus más recientes aventuras habían despertado ahí. Cuando hirvió el agua, la vertió en una taza sobre una bolsita de infusión tranquilizante (¡toma ya!) y se llevó la taza al salón. Se dejó caer en el sillón de orejas sin molestarse siquiera en encender ninguna luz; le bastaban las farolas y la mortecina luz procedente del dormitorio.
Bueno —pensó—. Aquí estoy otra vez, en el centro de la primera fila de platea. Que empiece el espectáculo.
Pasó el tiempo, no podría haber asegurado cuánto, pero el dolor que le atenazaba el costado había cesado y el té se había quedado tibio cuando advirtió un movimiento por el rabillo del ojo. Volvió la cabeza, esperando ver a Rosalie, pero no se trataba de Rosalie, sino de dos hombres saliendo a la escalinata de entrada de una casa situada en la otra acera de Harris Avenue. Ralph no pudo distinguir los colores de la casa, ya que las farolas de alta intensidad y luz anaranjada que el ayuntamiento había instalado algunos años antes proporcionaban gran visibilidad pero hacían casi imposible percibir los colores verdaderos de las cosas; sin embargo, advirtió que el color de las puertas y los marcos era radicalmente distinto del color del resto del edificio. Aquel dato, unido a la situación de la casa, hizo que Ralph estuviera casi seguro de que se trataba de la casa de May Locher.
Los dos hombres de la escalinata eran muy bajos; probablemente no medían más de metro veinte. Aparecían envueltos en auras verdosas e iban ataviados con idénticas batas cortas de color blanco, que a Ralph le recordaban las que llevaban los actores en las viejas series de médicos que daban por la tele, melodramas en blanco y negro como Ben Casey o Doctor Kildare. Uno de los hombres sostenía algo en la mano. Ralph entornó los ojos. No pudo ver de qué se trataba, pero tenía un aspecto afilado y siniestro. No podría haber afirmado bajo juramento que era un cuchillo, pero creía que podía serlo. Sí, podía ser un cuchillo sin lugar a dudas.
Su primer pensamiento claro y analítico acerca de la experiencia que estaba viviendo fue que aquellos hombres parecían extraterrestres de una película sobre secuestros en ovnis… El rostro de la muerte, tal vez, o A Fire in the Sky. La segunda idea que se le ocurrió fue que se había quedado dormido allí mismo, en el sillón, sin siquiera darse cuenta.
Eso, Ralph; un poco más de acción barata, probablemente causada por el susto de haber sido apuñalado y ayudada por el maldito analgésico.
No percibió nada atemorizador en las dos figuras que estaban en la escalinata de la casa de May Locher aparte del objeto largo y de aspecto afilado que uno de ellos sostenía. Ralph suponía que ni siquiera la mente onírica podía sacarle demasiado partido a un par de tipos calvos y bajitos, enfundados en batas blancas y con aspecto de ser las sobras de la peor agencia de casting del mundo. Asimismo, no había nada atemorizador en su conducta, ninguna actitud furtiva ni amenazadora. Simplemente estaban ahí plantados en la escalinata, como si tuvieran todo el derecho del mundo a estar ahí en la hora más oscura y silenciosa de la madrugada. Estaban uno frente a otro, y la postura de sus cuerpos y sus desproporcionadas cabezas calvas sugería que se trataba de dos amigos sosteniendo una conversación serena y civilizada. Parecían sensatos e inteligentes, la clase de viajeros del espacio que dirían «Venimos en misión de paz» en lugar de ponerse a secuestrar al personal, meterle una sonda en el culo y tomar nota de sus reacciones.
Muy bien, así que a lo mejor este nuevo sueño no es una pesadilla con todas las de la ley. No te quejarás, después de la de antes.
No, claro que no. Le bastaba con aterrizar en el suelo una vez por noche, gracias. Sin embargo, había algo muy inquietante en aquel sueño; tenía un realismo que le había faltado al de Carolyn. Aquello era el salón de su casa, no una extraña playa desierta que no había visto en su vida. Estaba sentado en el mismo sillón de orejas en el que se sentaba cada madrugada, sostenía en la mano una taza de té ya casi frío, y cuando se llevaba los dedos de la mano derecha a la nariz, como estaba haciendo en aquel momento, todavía olía la leve fragancia del jabón bajo las uñas… Primavera irlandesa, el gel que le gustaba utilizar en la ducha…
De repente, Ralph se llevó la mano a la axila izquierda y oprimió el vendaje con los dedos. El dolor fue inmediato e intenso…, pero los dos hombrecillos calvos de las batas blancas seguían en el mismo lugar, en la escalinata de la casa de May Locher.
No importa lo que creas que sientes, Ralph. No puede importar, porque…
—¡Y una mierda! —masculló Ralph con voz ronca.
Se levantó del sillón y dejó la taza sobre la mesilla que había junto a él. Un poco de infusión tranquilizante mojó la revista de programación televisiva que yacía sobre ella.
—¡Y una mierda! ¡Esto no es un sueño!
Corrió hacia la cocina con el pijama revoloteando a su alrededor y las viejas y desgastadas zapatillas restregándose contra el suelo; el lugar en que Charlie Pickering le había pinchado despedía pequeñas punzadas de dolor. Agarró una silla y la llevó al diminuto recibidor del piso. Allí había un armario. Ralph abrió la puerta, encendió la luz interior, colocó la silla de forma que le permitiera alcanzar el estante superior del armario y se encaramó a ella.
El estante era un amasijo de objetos perdidos u olvidados, la mayoría de los cuales había pertenecido a Carolyn. Eran cosas pequeñas, suspiros apenas, pero al verlos se disipó la última duda de que aquello pudiera ser un sueño. Había una bolsa vieja de M & M, su pequeño vicio secreto. Había un corazón de encaje, una solitaria zapatilla de satén blanco con el tacón roto, un álbum de fotos. Aquellas cosas dolían mucho más que la herida de cuchillo que tenía bajo el brazo, pero no tenía tiempo de preocuparse de ello en aquel momento.
Ralph se inclinó hacia delante, se aferró con la mano izquierda al polvoriento estante para no perder el equilibrio y empezó a rebuscar entre los trastos con la derecha, mientras rezaba por que a la silla no se le ocurriera largarse en cualquier momento. La herida del costado le producía ahora un dolor intenso, y sabía que empezaría a sangrar de nuevo si no dejaba de hacer atletismo muy pronto, pero…
Estoy seguro de que están por aquí… bueno…, casi seguro…
Apartó a un lado su vieja caja de moscas y su cesta de pesca de mimbre. Detrás de la cesta había una pila de revistas. La primera era un número de Look con una foto de Andy Williams en la portada. Ralph empujó las revistas a un lado con el dorso de la mano, levantando una nube de polvo. La vieja bolsa de M & M cayó al suelo y se abrió, esparciendo caramelitos de colores en todas direcciones. Ralph se inclinó aún más; ya casi estaba de puntillas. Suponía que era fruto de su imaginación, pero le pareció notar que la silla se estaba preparando para volverse malvada.
En el momento en que aquel pensamiento cruzó por su mente, la silla chirrió y comenzó a deslizarse hacia atrás sobre el suelo de parquet. Ralph hizo caso omiso de ella, del dolor que le atenazaba el costado y de la voz que le advertía que debía dejarlo, que de verdad debía dejarlo, porque estaba soñando despierto, como afirmaba el libro de Hall que acababan por hacer muchos insomnes, y aunque los hombrecillos de la acera de enfrente no existían realmente, él sí podía seguir encaramado a aquella silla vacilante y podía realmente romperse el fémur cuando la silla se volcara, ¿y cómo narices explicaría lo que había sucedido cuando algún médico listillo de Urgencias del hospital de Derry se lo preguntara?
Con un gruñido, alargó el brazo hasta el fondo del estante, apartó a un lado una caja de cartón de la que sobresalía media estrella de árbol de Navidad como un extraño periscopio puntiagudo (tirando al mismo tiempo la zapatilla sin tacón al suelo) y vio lo que buscaba en el rincón izquierdo del estante: el estuche que contenía sus viejos prismáticos Zeiss-Ikon.
Ralph se bajó de la silla antes de que se fuera de picos pardos, la acercó más al armario y volvió a encaramarse a ella. No llegaba al rincón donde yacía el estuche de los prismáticos, de modo que cogió la red de truchas que llevaba diez años junto a la cesta de pesca y la caja de moscas y consiguió pescar el estuche al segundo intento. Tiró de él hasta poder alcanzar la correa, se bajó una vez más de la silla, aterrizó sobre la zapatilla de satén y se torció el tobillo. Trastabilló, agitó los brazos en un intento de mantener el equilibrio y consiguió evitar el choque frontal con la pared. Cuando regresaba lentamente al salón, sin embargo, percibió la presencia de un líquido cálido bajo el vendaje del costado. A fin de cuentas, se había abierto la herida otra vez. Genial. Una noche genial en chez Roberts… ¿Y cuánto rato llevaba apartado de la ventana? No lo sabía, pero le parecía que había pasado mucho rato, y estaba seguro de que los médicos calvos y bajitos ya se habrían marchado. La calle estaría desierta y…
De repente, se quedó petrificado, con el estuche de los prismáticos balanceándose al extremo de la correa y proyectando una sombra larga, lenta y trapezoidal en el lugar en que la luz anaranjada se esparcía por el suelo como una fea capa de pintura.
¿Médicos calvos y bajitos? ¿Era eso lo que acababa de ocurrírsele? Sí, por supuesto, porque así era como ellos los llamaban, los tipos que afirmaban que habían sido raptados… examinados… y a veces incluso operados por aquellos hombrecillos. Eran los médicos del espacio, los proctólogos del más allá. Pero eso no era lo más fuerte. Lo más fuerte era que…
Ed utilizó esa expresión —pensó Ralph—. La utilizó la noche que me llamó para advertirme que no me metiera con él ni con sus intereses. Dijo que era el médico quien le había hablado del Rey Carmesí, los Centuriones y todo lo demás.
—Sí —susurró Ralph mientras un escalofrío le recorría la espalda—. Sí, eso fue lo que dijo. «Me lo dijo el médico. El médico calvo y bajito.»
Al llegar a la ventana vio que los forasteros seguían ahí, si bien habían pasado de la escalinata de la casa de May Locher a la acera mientras buscaba sus prismáticos. Estaban justo debajo de una de las malditas farolas, de hecho. La sensación de que Harris Avenue tenía el aspecto de un escenario desierto tras la función de noche volvió a apoderarse de Ralph con extraña y retorcida fuerza, pero con un significado distinto. En primer lugar, el escenario ya no estaba desierto, ¿a que no? Una amenazadora sesión golfa había dado comienzo en lo que, sin lugar a dudas, aquellas dos extrañas criaturas creían que era un teatro completamente vacío.
¿Qué harían si supieran que tienen público?, se preguntó Ralph. ¿Qué me harían?
Los médicos calvos mostraban ahora la actitud de hombres que están a punto de llegar a un acuerdo. En aquel momento, a Ralph no le parecía que tuvieran, en absoluto, aspecto de médicos a pesar de las batas, sino que parecían obreros que volvieran del turno de noche en alguna planta o fábrica. Estos dos tipos, a todas luces amigos se han detenido junto a la entrada principal para zanjar un asunto que no puede esperar ni siquiera hasta la parada en el bar más cercano, y saben que, de todos modos, no les llevará más que un par de minutos; el acuerdo está a la vuelta de la esquina.
Ralph sacó los prismáticos del estuche, se los llevó a los ojos y perdió unos instantes manoseando confuso la ruedecilla de enfoque antes de percatarse de la razón por la que no sucedía nada… Había olvidado retirar los protectores de las lentes. Lo hizo y volvió a llevarse los prismáticos a los ojos. Esta vez, las dos figuras que estaban paradas bajo la farola aparecieron en su campo de visión de inmediato, grandes y perfectamente iluminadas, pero desenfocadas. Ralph hizo girar de nuevo la ruedecilla de enfoque, y los dos hombres quedaron perfectamente definidos al cabo de un instante. Ralph contuvo el aliento.
Sólo pudo echarles un vistazo muy breve; no pasaron más de tres segundos antes de que uno de los dos hombres (si es que eran hombres) inclinara la cabeza en ademán de asentimiento y diera a su compañero una palmadita en el hombro. A continuación, ambos se volvieron de espaldas, y Ralph no pudo ya ver más que sus cabezas calvas y sus espaldas lisas y cubiertas de blanco. Sólo tres segundos, como máximo, pero en aquel breve intervalo, Ralph vio lo suficiente como para sentirse profundamente inquieto.
Había corrido a buscar los prismáticos por dos razones, ambas impulsadas por su incapacidad de seguir creyendo que aquello era un sueño. En primer lugar, quería asegurarse de que podría identificar a los dos hombres si llegaba el caso. En segundo lugar (y esta razón era más inadmisible para su mente consciente, pero no por ello menos acuciante), quería desterrar la inquietante idea de que tenía un encuentro en la tercera fase.
Pero en lugar de desterrar la idea, lo que había visto a través de los prismáticos no había hecho más que intensificarla. Los médicos calvos y bajitos no parecían tener facciones. Tenían rostros, eso sí, con ojos, nariz y boca, pero parecían ser tan intercambiables como los cromados del mismo modelo y tipo de coche. Podría haberse tratado de mellizos, pero Ralph no lo creía. Más bien le habían parecido maniquíes de unos grandes almacenes, a los que habían quitado las pelucas al llegar la noche; el parecido existente entre ellos no parecía fruto de la genética, sino de la producción en masa.
La única cualidad que podía aislar y etiquetar era la suavidad sobrenatural de su piel; ninguno de los dos mostraba una sola arruga o línea visible. Tampoco lunares, manchas ni cicatrices, aunque Ralph suponía que esos detalles podían pasarse por alto incluso con unos prismáticos excelentes. Al margen de la cualidad suave y extrañamente lisa de su piel, todo se tornaba subjetivo. ¡Y sólo los había visto un instante! Si hubiera encontrado los prismáticos más deprisa, sin el engorro de la silla malvada y la red de pesca, si se hubiera dado cuenta en seguida de que los protectores de las lentes estaban puestos en lugar de perder más tiempo haciendo girar la ruedecilla de enfoque, tal vez podría haberse ahorrado una parte o toda la inquietud que ahora sentía.
Parecen dibujados —pensó una centésima antes de que los hombrecillos le volvieran la espalda—. Eso es lo que me mosquea, creo yo. No las cabezas calvas idénticas, ni las batas idénticas, ni siquiera la falta de arrugas, sino que parecen dibujados… Los ojos, simples círculos, las orejitas rosadas, ganchitos pintados con rotulador, la boca, un par de trazos rápidos, casi descuidados, hechos con acuarelas. No parecen ni personas ni extraterrestres; parecen representaciones precipitadas de… bueno, de no sé qué.
De una cosa estaba seguro; el doctor 1 y el doctor 2 estaban inmersos en brillantes auras que a través de los prismáticos brillaban verdes y doradas, con partículas de color naranja rojizo que parecían chispas que salieran despedidas de una hoguera de campamento. Aquellas auras transmitían una sensación de poder y vitalidad que sus rostros sosos y carentes de facciones no producían.
¿Los rostros? No estoy seguro de que pudiera volver a identificarlos ni aunque me mataran. Es como si estuvieran hechos para ser olvidados. Si siguieran calvos cuando los viera, entonces sí, sin ningún problema. Pero si llevaran pelucas y estuvieran sentados para que no viera lo bajitos que son… Quizás… la falta de líneas me serviría de algo… aunque quizás no. Pero las auras… esas auras verdes y doradas con chispas rojas… Las reconocería en cualquier parte. Pero hay algo que falla en ellas, ¿no? ¿Qué es?
La respuesta se le ocurrió tan repentina y fácilmente como las dos criaturas habían aparecido en su campo de visión en cuanto retiró los protectores de las lentes. Ambos médicos estaban envueltos en brillantes auras…, pero de sus cabezas lampiñas no surgían cordeles de globo. Ni rastro de cordeles.
Los hombrecillos bajaban lentamente por Harris Avenue en dirección al parque Strawford, moviéndose con la despreocupación de dos amigos dando un paseo en domingo. Justo antes de que salieran del brillante círculo de luz que proyectaba la farola situada ante la casa de May Locher, Ralph inclinó los prismáticos para comprobar qué llevaba en la mano el doctor 1. No era un cuchillo, como había supuesto, pero tampoco era la clase de objeto que uno se siente cómodo de ver en la mano de un desconocido en la hora más siniestra de la madrugada.
Se trataba de unas largas tijeras de acero inoxidable.
La sensación de verse empujado hacia la boca de un túnel en el que le esperaban toda suerte de cosas desagradables volvió a adueñarse de él, aunque esta vez iba acompañada de un acceso de pánico, porque parecía que le habían dado el último gran empujón mientras estaba dormido y soñando con su mujer muerta. Una parte de él quería ponerse a chillar de terror, y Ralph comprendió que si no hacía algo para calmar aquel impulso inmediatamente, pronto estaría chillando con todas las de la ley. Cerró los ojos y respiró profundamente, intentando imaginarse un alimento distinto con cada bocanada de aire: un tomate, una patata, un corte de helado, una col de Bruselas. El doctor Jamal había enseñado a Carolyn aquella sencilla técnica de relajación, y con frecuencia había acabado con sus dolores de cabeza antes de que se tornaran insoportables; incluso en las últimas seis semanas, cuando el tumor ya estaba fuera de control, el método había funcionado en ocasiones, y en aquel momento dominó el pánico de Ralph. El corazón empezó a latirle con más normalidad, y el impulso de echarse a gritar comenzó a remitir.
Sin dejar de respirar profundamente y pensar en
(manzana, pera, porción de tarta de limón)
comida, Ralph volvió a colocar los protectores sobre las lentes de los prismáticos. Las manos todavía le temblaban, pero podía utilizarlas. Una vez guardados los prismáticos, Ralph levantó el brazo con tiento y se miró el vendaje. En el centro se veía una mancha roja del tamaño de una aspirina, pero no parecía estar extendiéndose. Perfecto.
Esto no tiene nada de perfecto, Ralph.
Era verdad, pero eso no le ayudaría a concluir qué había sucedido exactamente o qué debía hacer al respecto. El primer paso consistía en relegar la pesadilla sobre Carolyn a segundo término y concluir qué había sucedido.
—Estoy despierto desde que he chocado contra el suelo —aseguró Ralph a la estancia vacía—. Lo sé y también sé que he visto a esos tipos.
Sí. Los había visto, y también había visto las auras en que estaban inmersos. Y no era el único; Ed también había visto a uno de ellos. Ralph apostaría su granja si tuviera granja que apostar. Sin embargo, no le tranquilizaba mucho saber que él y el paranoico que pegaba a su mujer hubieran visto a los mismos hombrecillos calvos.
Y las auras, Ralph… ¿No dijo también algo de las auras?
Bueno, no había empleado esa palabra, pero Ralph estaba bastante seguro de que había hablado de las auras al menos en dos ocasiones. Ralph, a veces el mundo está lleno de colores. Eso había sucedido en agosto, poco antes de que John Leydecker arrestara a Ed bajo acusación de violencia conyugal, un delito menor. Y también al cabo de casi un mes, cuando había llamado a Ralph por teléfono: ¿Ya ves los colores?
Primero los colores y ahora los médicos calvos y bajitos; seguro que el Rey Carmesí llegaría en cualquier momento. Y aparte de todo eso, ¿qué narices debía hacer respecto a lo que acababa de ver?
La respuesta se le ocurrió con inesperada pero agradabilísima claridad. No se trataba de su cordura, ni de las auras ni de los médicos calvos y bajitos, sino de May Locher. Acababa de ver a dos desconocidos salir de casa de May Locher en mitad de la noche…, y uno de ellos llevaba unas tijeras.
Ralph alargó el brazo por encima del estuche de los prismáticos, cogió el teléfono y marcó el número de la policía.
—Agente Hagen —dijo una voz femenina—. ¿En qué puedo servirle, señor?
—Pues escuche con atención y actúe deprisa —repuso Ralph con sequedad.
La expresión de vaga indecisión que su rostro había mostrado con tanta frecuencia en los últimos tiempos había desaparecido; allí sentado en el sillón de orejas, el teléfono en su regazo y la espalda erguida, Ralph no aparentaba tener setenta años, sino que parecía tener cincuenta y cinco y estar en excelente forma.
—Es posible que pueda salvar la vida de una mujer.
—Señor, ¿podría darme su nombre y su…?
—Por favor, no me interrumpa, agente Hagen —la interrumpió el hombre que ya no era capaz de recordar los cuatro últimos dígitos del número del cine de Derry—. Hace un rato me he despertado y como no podía volver a dormirme, he decidido quedarme un rato levantado. El salón de mi casa da a la parte alta de Harris Avenue. Y he visto…
Ralph hizo una brevísima pausa, pensando no en lo que había visto, sino en lo que quería contarle a la agente Hagen que había visto. La respuesta le vino a la mente con tanta rapidez y facilidad como la decisión de llamar a la policía.
—He visto a dos hombres saliendo de una casa cerca de la tienda la Manzana Roja. La casa pertenece a una mujer llamada May Locher. Se escribe L-O-C-H-E-R, con ele de Lexington. La señora Locher está gravemente enferma, y yo nunca había visto a esos dos hombres. —Se detuvo de nuevo, aunque esta vez adrede, en un intento de que sus palabras surtieran el máximo efecto—. Uno de ellos llevaba unas tijeras en la mano.
—¿La dirección? —inquirió la agente Hagen con voz serena, aunque Ralph creía haberla puesto en guardia.
—No lo sé —replicó—. Búsquela en la guía, agente Hagen, o dígale a los agentes que vayan que busquen la casa amarilla con marcos y puertas de color rosa que está a media manzana de la Manzana Roja. Probablemente tendrán que utilizar una linterna para distinguir los colores, por culpa de las malditas farolas anaranjadas, pero seguro que la encuentran.
—Sí, señor, estoy seguro de que la encontrarán, pero necesito su nombre y su número de teléfono para los…
Ralph colocó el auricular en su horquilla con suavidad. Permaneció mirando el teléfono durante un minuto entero, esperando a que sonara. Pero no sonó, y Ralph se dijo que, o bien no tenían uno de los sofisticados equipos de localización que salían en los reality shows de la tele, o bien no los tenían encendidos. Perfecto. Eso no resolvía la cuestión de lo que haría o diría si sacaban a May Locher de su siniestra casa amarilla y rosa a pedacitos, pero al menos le concedía un poco más de tiempo para pensar.
Afuera, Harris Avenue seguía tranquila y silenciosa, iluminada tan sólo por las farolas de alta intensidad que se alineaban en ambas direcciones como un sueño surrealista de perspectiva. Por lo visto, el espectáculo (breve, pero lleno de emoción) había terminado. El escenario volvía a estar desierto. Estaba…
No, no estaba del todo desierto. Rosalie salió cojeando del callejón que separaba la Manzana Roja de la ferretería El Barato. El pañuelo desvaído revoloteaba alrededor de su cuello. No era jueves, no había bidones de basura que investigar, de modo que Rosalie cojeó rápidamente por la acera hacia la casa de May Locher. Ahí se detuvo y bajó el hocico. (Observando aquel hocico largo y bastante bonito, Ralph se dijo que debía de haber un collie en algún lugar del árbol genealógico de Rosalie.)
Ralph se dio cuenta de que algo relucía allí.
Volvió a extraer los prismáticos del estuche y enfocó a Rosalie. En aquel momento, su mente volvió al diez de septiembre, al momento en que se había encontrado con Bill y Lois en la entrada del parque Strawford. Recordaba que Bill había rodeado la cintura de Lois con el brazo y la había guiado calle arriba; que le habían hecho pensar en Ginger Rogers y Fred Astaire. Recordaba sobre todo las huellas espectrales que habían dejado tras de sí, huellas que le habían recordado a las viejas instrucciones de baile de Arthur Murray. Las huellas de Lois eran grises, mientras que las de Bill eran de color verde oliva. Alucinaciones, había pensado en aquel momento, en la época dorada antes de que empezara a atraer la atención de chiflados como Charlie Pickering y a ver médicos calvos y bajitos a altas horas de la madrugada.
Rosalie estaba olisqueando una huella parecida. Era del mismo matiz verde y dorado que las auras que envolvían al doctor Calvo 1 y al doctor Calvo 2. Lentamente, Ralph desvió los prismáticos de la perra y vio más huellas, dos juegos de huellas que se alejaban por la acera en dirección al parque. Se estaban desvaneciendo…, casi podía ver cómo se desvanecían mientras las miraba, pero estaban ahí.
Ralph volvió a enfocar a Rosalie y le embargó una abrumadora ola de afecto hacia la sarnosa perra callejera…, ¿y por qué no? Necesitaba una prueba definitiva y absoluta de que había visto en realidad lo que creía haber visto, y Rosalie era esa prueba.
Si la pequeña Natalie estuviera aquí también las vería, pensó Ralph… y de repente, todas las dudas intentaron abrirse de nuevo paso en su mente. ¿Las vería? ¿De verdad las vería? Creía haber visto a la pequeña intentar cazar los pálidos rastros que habían dejado sus dedos, y había estado seguro de que miraba con fijeza el espectral humo verde que brotaba de las flores de la cocina, pero ¿cómo podía estar tan seguro? ¿Cómo podía nadie estar seguro de lo que miraba o intentaba coger un bebé?
Pero Rosalie… Mira, ahí mismo, ¿lo ves?
El único problema, se dio cuenta Ralph, era que no había visto las huellas hasta que Rosalie había empezado a olisquear la acera. Tal vez estaba husmeando un cautivador vestigio de cartero, y lo que él veía era fruto de su mente fatigada y hambrienta de sueño…, como los médicos calvos y bajitos.
En el campo de visión aumentada de los prismáticos, Rosalie echó a andar por Harris Avenue con el hocico pegado a la acera y la maltrecha cola oscilando de un lado a otro, alternando entre las huellas verdes y doradas del doctor 1 a las del doctor 2.
Bueno, Ralph, ¿por qué no me explicas qué está siguiendo esa perra callejera? ¿Crees que es posible que un perro olisquee una maldita alucinación? No es una alucinación; son huellas. Huellas reales. Las huellas del hombre blanco con las que Carolyn te ha dicho que tuvieras cuidado. Lo sabes perfectamente. Lo estás viendo.
—Pero es absurdo —se dijo en voz alta—. ¡Absurdo!
¿Era absurdo? ¿Era absurdo realmente? Tal vez el sueño había sido algo más que un sueño. Si existía eso de la hiperrealidad (y ahora podía dar fe de que existía), entonces quizás también existía la precognición. O fantasmas que aparecían en sueños y predecían el futuro. ¿Quién sabe? Era como si se hubiera entreabierto una puerta en la pared de la realidad… y por ella se colaban toda clase de cosas desagradables.
De una cosa estaba seguro; las huellas existían. Él las veía, Rosalie las olía y punto. Ralph había descubierto toda una serie de cosas extrañas e interesantes durante los seis meses que llevaba despertándose de madrugada, y una de ellas era que la capacidad de autoengaño del ser humano parecía quedar reducida al mínimo entre las tres y las seis de la madrugada, y ahora eran las…
Ralph se inclinó hacia delante para ver el reloj de la cocina. Poco más de las tres y media. Ajá.
Volvió a llevarse los prismáticos a los ojos y vio que Rosalie seguía rastreando las huellas de los matasanos calvos. Si apareciera alguien en Harris Avenue en aquel momento, lo que era improbable, pero no imposible, no verían más que un perro callejero con el pelaje sucio que olisqueaba la acera con la vaguedad de los perros sin entrenamiento ni amo. Pero Ralph veía lo que estaba olisqueando Rosalie y por fin se permitía dar crédito a sus ojos. Era un permiso que quizás se retirara en cuanto saliera el sol, pero de momento sabía exactamente lo que estaba viendo.
De repente, Rosalie alzó la cabeza e irguió las orejas. Por un momento le pareció casi hermosa, del mismo modo que los perros de caza son hermosos cuando están al acecho de una presa. Y entonces, segundos antes de que los faros de un coche que se aproximaba al cruce de Harris Avenue y Witcham Street iluminaran la calzada, la perra se fue por donde había venido, cojeando en zig zag de un modo que a Ralph le inspiró compasión. Bien mirado, ¿qué era Rosalie sino otro Viejo Carcamal de Harris Avenue, aunque ni siquiera tenía la distracción ocasional que suponía jugar una partida de remigio o de póquer a apuestas bajas con otros de su clase? La perra se metió en el callejón que separaba la Manzana Roja de la ferretería un instante antes de que un coche patrulla de la policía de Derry doblara la esquina y se aproximara lentamente por la avenida. Tenía la sirena apagada, pero las luces giratorias estaban encendidas y trazaban en las casas dormidas y los pequeños comercios alineados en aquel trecho de Harris Avenue pinceladas de luz roja y azul.
Ralph volvió a dejarse los prismáticos sobre el regazo y se inclinó hacia delante en el sillón de orejas, con los antebrazos apoyados en los muslos, mirando con atención. El corazón le latía con tal fuerza que lo sentía en las sienes.
El coche patrulla aminoró la marcha al pasar por la Manzana Roja. El foco instalado en el lado derecho se encendió, y el rayo de luz empezó a acariciar las fachadas de las casas dormidas del otro lado de la calle. En la mayoría de los casos también alumbraba los números de las casas colocados junto a las puertas o en las columnas de los porches. Al iluminar el número de la casa de May Locher (el 86, comprobó Ralph sin necesidad de utilizar los prismáticos), las luces de freno se encendieron y el vehículo se detuvo.
Dos policías uniformados se apearon para acercarse al sendero que conducía a la casa, sin percatarse ni de la presencia del hombre que los observaba desde la ventana oscura del primer piso de un edificio de la acera de enfrente ni de las desteñidas huellas verdes y doradas que estaban pisando. Estaban hablando, y Ralph alzó los prismáticos para verlos mejor. Estaba casi seguro de que el más joven era el policía uniformado que había ido con Leydecker a casa de Ed el día de la detención. ¿Knoll? ¿Era así como se llamaba?
—No —murmuró Ralph—. Nell. Chris Nell. O a lo mejor Jess.
Nell y su compañero parecían sostener una discusión muy seria, mucho más seria que la que habían sostenido los médicos calvos y bajitos mientras se alejaban de la casa. La conversación que estaba presenciando acabó cuando los dos policías sacaron las armas y subieron la estrecha escalinata del porche de la señora Locher en fila india, con Nell a la cabeza. El joven pulsó el timbre de la puerta, esperó unos instantes y volvió a pulsarlo, esta vez durante más de cinco segundos. Esperaron un poco más, y entonces el segundo policía se adelantó para pulsar de nuevo el timbre.
A lo mejor ése conoce el Secreto Arte de Llamar a la Puerta —pensó Ralph—. Lo habrá aprendido contestando a un anuncio de los rosacruces.
En cualquier caso, el método no funcionó en aquella ocasión. No obtuvieron respuesta, y a Ralph no le sorprendía. Extraños hombres calvos con tijeras o no, dudaba de que May Locher pudiera siquiera levantarse de la cama.
Pero si está postrada en cama, debe de tener a alguien que le haga compañía, alguien que le prepare la comida, la ayude a ir al baño o le dé la cuña…
Chris Nell… o Jess… salió a batear de nuevo. En esta ocasión prescindió del timbre y pasó directamente a los consabidos puñetazos, al método abra-en-nombre-de-la-ley. Para ello empleó el puño izquierdo. Seguía sosteniendo el arma con la derecha, el cañón apoyado contra la pernera del pantalón del uniforme.
Una imagen terrible, tan clara y persuasiva como las auras que había visto llenó de pronto la mente de Ralph. Vio a una mujer tendida en la cama, con una máscara transparente de oxígeno sobre la nariz y la boca. Por encima de la máscara sobresalían sus ojos vidriosos y abiertos de par en par. Por debajo de la máscara, su cuello aparecía abierto en una amplia y desgarrada sonrisa. Las sábanas y la pechera del camisón de la mujer estaban empapados de sangre. No muy lejos, en el suelo, yacía boca abajo el cadáver de otra mujer, la señora de compañía. Alineada en la espalda del camisón de franela rosada de la segunda mujer se veía media docena de heridas ocasionadas por las tijeras del doctor 1. Y Ralph sabía que al levantar el camisón para ver mejor las heridas, se comprobaría que todas ellas se parecían muchísimo a la que tenía él bajo el brazo…, una suerte de punto enorme como los que suelen dibujar los niños que aprenden a escribir, en otras palabras.
Ralph intentó desterrar aquella cruel imagen de su mente, pero no lo consiguió. Sintió un dolor sordo en las manos y se dio cuenta de que estaba apretando los puños con fuerza y se estaba clavando las uñas en las palmas. Abrió las manos y se agarró los muslos con ellas.
En aquel momento, vio mentalmente a la mujer del camisón rosa agitarse ligeramente…; estaba viva. Pero tal vez no por mucho tiempo. Seguro que no por mucho tiempo si aquellos dos zoquetes no intentaban hacer algo más productivo que quedarse en la entrada y turnarse para llamar a la puerta.
—Vamos, chicos —masculló Ralph apretándose los músculos—. Vamos, vamos, haced algo, ¿vale?
Sabes que lo que estás viendo es fruto de tu imaginación, ¿verdad? —se dijo inquieto—. Quiero decir que es posible que haya dos mujeres muertas tiradas en casa de May, claro que es posible. Pero no lo sabes a ciencia cierta, ¿verdad? No es como las auras o las huellas…
No, no era como las auras o las huellas, y sí, lo sabía. También sabía que nadie abría la puerta en el número 86 de Harris Avenue, y eso no decía mucho en favor del bienestar de la antigua compañera de clase de Bill McGovern. No había visto sangre en las tijeras del doctor 1, pero teniendo en cuenta la poca definición de sus viejos prismáticos Zeiss-Ikon, eso no demostraba gran cosa. En el momento en que aquella idea cruzaba por su mente, Ralph añadió a la cruel imagen anterior una toalla ensangrentada tirada junto a la víctima del camisón rosa.
—¡Vamos, chicos! —exclamó Ralph en voz baja—. ¡Por el amor de Dios!, ¿os vais a quedar ahí parados toda la noche?
Otros faros salpicaron Harris Avenue. Se trataba de un sedán Ford corriente con una luz roja parpadeante sobre el salpicadero. El hombre que se apeó de él iba de paisano, con una cazadora gris de popelina y una gorra de lana azul. Por un momento, Ralph albergó esperanzas de que se tratara de Johnny Leydecker, aunque Leydecker le había dicho que no llegaría hasta mediodía, pero no le hizo falta utilizar los prismáticos para cerciorarse de que no era él. Aquel hombre era mucho más delgado y lucía un bigote oscuro. El policía 2 bajó al sendero para recibirlo mientras Chris-o-Jess Nell doblaba la esquina de la casa de la señora Locher.
En aquel momento se produjo una de esas pausas que, con todo acierto, suelen eliminarse de las películas. El policía 2 se guardó el arma. Él y el detective recién llegado permanecieron al pie de la escalinata de la casa, en apariencia hablando y volviendo la mirada hacia la puerta de vez en cuando. En una ocasión, el policía uniformado avanzó un paso o dos en la dirección que había tomado Nell. El detective extendió la mano y lo agarró por el brazo para detenerlo. Hablaron un poco más. Ralph se apretó los muslos con mayor fuerza y se le escapó un leve gruñido de frustración.
Transcurrieron algunos minutos, y de repente, todo sucedió al mismo tiempo, del modo confuso y superpuesto en que parecen desarrollarse todas las situaciones de emergencia. Llegó otro coche de policía (la casa de la señora Locher, la de su derecha y la de su izquierda aparecían bañadas en rayos rojos y amarillos) y otros dos policías uniformados se apearon de él, abrieron el maletero y extrajeron un abultado artefacto que a Ralph le pareció un instrumento de tortura portátil. Creía que aquel trasto recibía el nombre de Mandíbulas de la Vida. Después de la gran tormenta de la primavera de 1985, una tormenta en la que habían perdido la vida más de cuarenta personas, muchas de las cuales habían quedado atrapadas en sus coches, donde se habían ahogado, los niños de las escuelas de Derry habían organizado una colecta para comprarlo.
Mientras los dos recién llegados llevaban las Mandíbulas de la Vida hacia la casa, la puerta de la casa contigua se abrió y los Eberly, Stan y Georgina, salieron al porche. Llevaban albornoces idénticos, y el cabello cano de Stan aparecía revuelto en desordenados mechones que a Ralph le recordaban a Charlie Pickering. Alzó los prismáticos, observó durante un instante sus rostros curiosos y emocionados y volvió a dejarlos sobre su regazo.
El siguiente vehículo que llegó era una ambulancia del hospital de Derry. Al igual que los coches patrulla que ya había ante la casa, llevaba la sirena apagada en atención a la avanzada hora, pero la hilera de luces rojas del techo estaba encendida y parpadeaba con energía. A Ralph, la escena que se desarrollaba en la acera de enfrente se le antojaba una escena de una de sus queridas películas de Harry el Sucio, pero con el volumen al mínimo.
Los dos policías que llevaban las Mandíbulas de la Vida las dejaron sobre el césped, a medio camino de la casa. El detective de la cazadora y la gorra de lana se volvió hacia ellos y alzó las manos hasta la altura de los hombros, con las palmas hacia afuera, como diciendo: ¿Adónde narices creéis que vais con eso? ¿A romper la jodida puerta o qué? En aquel preciso instante, el agente Nell volvió a aparecer por la esquina de la casa, meneando la cabeza.
El detective de la gorra se volvió con brusquedad, apartó a un lado a Nell y a su compañero, subió la escalinata, alzó un pie y derribó la puerta principal de la casa. Se detuvo para bajarse la cremallera de la cazadora, probablemente para poder acceder libremente a su arma y a continuación entró en la casa sin mirar atrás.
A Ralph le entraron ganas de ponerse a aplaudir.
Nell y su compañero cambiaron una mirada insegura antes de seguir al detective al interior de la casa. Ralph se inclinó aún más hacia delante, y ya estaba tan cerca de la ventana que su nariz dejaba pequeños círculos de vapor en los cristales. Tres hombres, cuyos pantalones blancos de hospital parecían anaranjados bajo la intensa luz de las farolas, se apearon de la ambulancia. Uno de ellos abrió las puertas traseras, y a continuación, los tres hombres se limitaron a quedarse ahí parados con las manos en los bolsillos, esperando a ver si los necesitaban. Los dos policías que habían acarreado las Mandíbulas de la Vida por el césped de la señora Locher cambiaron una mirada, se encogieron de hombros y se dispusieron a devolver el artefacto al coche patrulla. Había varios surcos en el lugar en que lo habían dejado caer.
Que May esté bien, por favor —rogó Ralph en silencio—. Que May y quienquiera que estuviera con ella estén bien.
El detective apareció en el umbral, y a Ralph se le encogió el corazón cuando hizo señas a los tipos parados junto a la ambulancia. Dos de ellos sacaron una camilla plegable, mientras que el tercero se quedó donde estaba. Los hombres de la camilla subieron por el sendero y entraron en la casa a paso ligero, pero sin correr, y cuando el que se había quedado junto a la ambulancia extrajo un paquete de cigarrillos y encendió uno, Ralph supo de forma absoluta y sin ningún género de dudas que May Locher había muerto.
Stan y Georgina Eberly se encaminaron de su jardín al de la señora Locher. Iban hacia el seto que los separaba cogidos de la cintura; a Ralph le recordaron los gemelos Bobbsey, pero en viejo, gordo y asustado.
Otros vecinos también estaban saliendo de sus casas, bien desvelados por la silenciosa convergencia de luces de emergencia o bien porque la red telefónica de aquel pequeño tramo de Harris Avenue ya se había puesto en marcha. La mayoría de la gente a la que vio Ralph eran viejos («Nosotros que estamos en la edad de oro», gustaba de decir Bill McGovern… siempre enarcando las cejas con aquel ligero sarcasmo que lo caracterizaba, por supuesto), hombres y mujeres cuyo sueño era ligero y se interrumpía con facilidad en el mejor de los casos. De repente, se dio cuenta de que Ed, Helen y la pequeña Natalie eran las personas más jóvenes que vivían entre su casa y la Extensión…, y ahora los Deepneau se habían marchado.
Yo también podría bajar a la calle —se dijo—. No desentonaría en absoluto. Otro representante de la edad de oro, como dice Bill.
Pero no podía bajar. Las piernas se le antojaban montones de bolsitas de té atadas con cordel fino, y estaba casi seguro de que si intentaba levantarse se desplomaría sin remedio. Así pues, permaneció sentado mirando por la ventana, permaneció sentado contemplando el espectáculo que se desarrollaba bajo él en el escenario que siempre estaba vacío a aquellas ahoras…, a excepción de las ocasionales apariciones de Rosalie, claro está. Vio a los camilleros salir de la casa, aunque ahora se desplazaban más despacio a causa de la figura cubierta con una sábana que yacía sobre la camilla. Rayos de luz roja y azul surcaron la sábana y la silueta de las piernas, las caderas, los brazos, el cuello y la cabeza que había debajo.
De repente, Ralph se vio de nuevo inmerso en su sueño. Vio a su mujer bajo la sábana…, no a May Locher sino a Carolyn Roberts, y en cualquier momento se le abriría la cabeza y empezarían a salir bichos negros, los que se habían cebado con la carne de su cerebro enfermo.
Ralph se llevó las manos a los ojos. De su garganta brotó un sonido, un sonido inarticulado de dolor, rabia, horror y cansancio. Permaneció sentado en aquella postura durante largo rato, deseando no haber visto nada de todo aquello y esperando que si realmente existía un túnel no se viera obligado a entrar en él a fin de cuentas. Las auras eran extrañas y bellas, pero toda su belleza no bastaba para compensar ni un solo instante del terrible sueño en que había descubierto a su mujer enterrada bajo la línea de la marea alta, no bastaba para compensar el increíble horror de sus noches perdidas en vela, ni la visión de la figura cubierta con una sábana que los enfermeros acababan de sacar de la casa.
No sólo deseaba que terminara el espectáculo; sentado ahí, con el dorso de las manos oprimido contra los párpados, deseaba que terminara todo. Por primera vez en sus veinticinco mil días de vida, Ralph Roberts deseó estar muerto.