7

El dos de octubre, cuando Ralph se acercaba a su piso por Harris Avenue, con un par de novelas del oeste de Elmer Kelton que había comprado en Back Pages, vio que había alguien sentado en su porche, también con un libro en la mano. No obstante, el visitante no estaba leyendo, sino que observaba con soñadora concentración cómo el cálido viento que llevaba soplando todo el día levantaba las hojas doradas y amarillas de los robles y los tres olmos supervivientes del otro lado de la calle.

Ralph se acercó más, observando el remolino de fino cabello blanco que revoloteaba alrededor del cráneo del hombre sentado en el porche, así como su figura, cuyo peso entero parecía haberse concentrado por completo en el abdomen, las caderas y el trasero. Aquella ancha parte del cuerpo, unida al escuálido cuello, el pecho estrecho y las flacas piernas enfundadas en viejos pantalones de franela, producían la sensación de que el hombre se había tragado un tubo. Ni siquiera a ciento cincuenta metros de distancia le cabía a Ralph ninguna duda acerca de quién era el visitante; se trataba de Dorrance Marstellar.

Con un suspiro, Ralph recorrió los últimos metros que lo separaban de su casa. Hipnotizado en apariencia por las brillantes hojas muertas, Dorrance no se volvió hasta que la sombra de Ralph cayó sobre su cuerpo. En aquel instante se giró, estiró el cuello y esbozó su característica sonrisa dulce y vulnerable a un tiempo.

Faye Chapin, Don Veazie y algunos otros carrozas que solían encontrarse en el merendero situado junto a la pista 3 (se trasladarían al Centro de Billares de Jackson en cuanto el veranillo de San Martín diera paso al frío) consideraban que aquella sonrisa no era más que otro indicio de que el viejo Dor, con o sin libros de poemas, estaba como una cabra. Don Veazie, que no era precisamente un adalid de la sensibilidad, había adoptado la costumbre de llamar a Dorrance Viejo Tontorrón, y en cierta ocasión, Faye había confesado a Ralph que no le sorprendía en absoluto que el viejo Dor hubiera logrado llegar a los noventa y cinco.

—La gente a la que falta algún que otro tornillo siempre es la que vive más —había explicado a Ralph a principios de aquel año—. No tienen preocupaciones. Siempre tienen la tensión baja y es mucho más improbable que les explote una válvula o se les rompa un eje.

Sin embargo, Ralph no estaba demasiado convencido de ello. La dulzura de la sonrisa de Dorrance no le convertía, en su opinión, en un hombre de cabeza hueca, sino más bien en un ser etéreo y astuto a un tiempo…, una suerte de mago Merlín de provincias. No obstante, aquel día podría haber pasado sin una visita de Dor; aquella mañana había batido un nuevo récord al despertarse a las dos menos dos minutos de la madrugada, y estaba exhausto. Lo único que quería era sentarse en el salón, tomar café e intentar leer una de las novelas del oeste que había comprado en el centro. Y quizás más tarde intentaría una vez más hacer una siesta.

—Hola —saludó Dorrance.

El libro que sostenía en las manos se titulaba Noches en el cementerio y era obra de un hombre llamado Stephen Dobyns.

—Hola, Dor —saludó Ralph—. ¿Es bueno el libro?

Dorrance bajó la mirada hacia el libro como si hubiera olvidado que lo llevaba, y a continuación sonrió al tiempo que asentía con la cabeza.

—Oh, sí, muy bueno. Los poemas que escribe parecen historias. Eso no siempre me gusta, pero a veces sí.

—Qué bien. Mira, Dor, me alegro mucho de verte, pero la caminata me ha dejado agotado, así que a lo mejor podríamos vernos otro…

—Oh, no pasa nada —lo interrumpió Dorrance poniéndose en pie.

Dorrance despedía un leve olor a canela que a Ralph siempre le hacía pensar en momias egipcias conservadas bajo cortinajes de terciopelo rojo en tenebrosos museos. Su rostro apenas mostraba arrugas a excepción de las finas líneas de las patas de gallo que le flanqueaban los ojos, pero era evidente (y daba un poco de miedo) qué edad tenía; los ojos azules se habían desteñido hasta adquirir el acuoso matiz grisáceo de un cielo de abril, y su piel mostraba la claridad transparente que recordaba a Ralph la piel de Nat. Tenía los labios suaves y de un color muy parecido al espliego. Siempre emitían leves chasquidos cuando hablaba.

—No pasa nada. No he venido a hacerte una visita. Sólo a darte un mensaje.

—¿Qué mensaje? ¿De quién?

—No sé de quién —replicó Dorrance lanzando a Ralph una mirada que parecía indicar que creía que Ralph era tonto o bien se estaba haciendo el loco—. Yo no me meto en asuntos ajenos. Te dije que no lo hicieras, ¿es que no te acuerdas?

Ralph recordaba algo, pero que le asparan si lo recordaba con exactitud. Y tampoco le importaba. Estaba cansado y ya se había obligado a escuchar un pesado sermón sobre el tema de Susan Day de labios de Ham Davenport. No tenía ganas de hablar y hablar con Dorrance Marstellar después de aquello, por hermosa que fuera aquella mañana de sábado.

—Bueno, pues dame el mensaje —accedió—, y después me iré arriba, ¿qué te parece?

—Oh, de acuerdo, perfecto, muy bien.

Pero de repente, Dorrance se interrumpió para contemplar el otro lado de la calle, donde una nueva ráfaga de viento enviaba en aquel instante otra ola de hojas al brillante cielo de octubre. Tenía los desvaídos ojos muy abiertos, y algo en su expresión recordó otra vez a Ralph al Bebé Ensalzado y Venerado, el modo en que había intentado atrapar las marcas de color azul grisáceo que los dedos de Ralph habían dejado, así como el modo en que había observado las flores del jarrón de la cocina. Ralph había visto a Dor contemplar el aterrizaje y el despegue de los aviones en la pista 3 con la misma expresión extasiada, a veces durante más de una hora.

—Dor —urgió.

Las ralas pestañas de Dorrance aletearon.

—¡Oh! ¡Sí, claro, el mensaje! El mensaje es…

Frunció el ceño y bajó la mirada hacia el libro que ahora doblaba con las manos. De repente, su rostro se despejó y volvió a mirar a Ralph.

—El mensaje es: «Anula la visita».

Ahora fue Ralph quien frunció el ceño.

—¿Qué visita?

—No deberías haberte entrometido —prosiguió Dorrance antes de exhalar un profundo suspiro—. Pero ya es demasiado tarde. Lo hecho, hecho está. Pero anula la visita. No dejes que ese tipo te clave ninguna aguja.

Ralph se había vuelto hacia la escalinata del porche, pero en aquel momento se giró de nuevo para encararse a Dorrance.

—¿Hong? ¿Estás hablando de Hong?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —replicó Dorrance con aire irritado—. Yo no me entrometo, ya te lo he dicho. De vez en cuando doy algún mensaje, como ahora. Tenía que decirte que anularas la consulta con el pinchauvas y ya te lo he dicho. El resto depende de ti.

Dorrance estaba contemplando de nuevo los árboles del otro lado de la calle, y en su extraño rostro sin arrugas se dibujaba una expresión de apacible exaltación. El fuerte viento otoñal desordenaba su cabello como si de algas se tratara. Cuando Ralph le rozó el hombro, el anciano se volvió hacia él sin rechistar, y de repente, Ralph se dio cuenta de que lo que Faye Chapin y los demás tomaban por estupidez bien podía ser goce. En tal caso, el error diría más cosas de ellos que del viejo Dor.

—Dorrance.

—¿Qué, Ralph?

—Este mensaje… ¿Quién te lo ha dado?

Dorrance reflexionó sobre el asunto, o tal vez sólo fingió reflexionar, y a continuación le alargó el ejemplar de Noches de cementerio.

—Quédatelo.

—No, gracias —rechazó Ralph—. No me va mucho la poesía, Dor.

—Te gustarán. Son como historias…

Ralph contuvo el fuerte impulso de zarandear al viejo hasta que le crujieran todos los huesos.

—Acabo de comprar unas novelas del oeste en el centro, en Páginas Traseras. Lo que quiero saber es quién te ha dado el mensaje sobre…

De repente y con sorprendente fuerza, Dorrance golpeó la mano derecha de Ralph, en la que no llevaba las novelas del oeste, con el libro de poemas.

—Uno de ellos empieza: «Cada cosa que hago la termino a toda prisa para poder hacer otra».

Y antes de que Ralph pudiera pronunciar palabra, el viejo Dor atravesó el césped en dirección a la acera. Allí dobló a la izquierda y echó a andar hacia la Extensión con el rostro soñador vuelto hacia el cielo azul, donde las hojas revoloteaban agitadas, como si se dirigieran a alguna cita más allá del horizonte.

—¡Dorrance! —gritó Ralph con repentina furia.

Al otro lado de la calle, en la Manzana Roja, Sue estaba barriendo hojas muertas del asfalto delante de la puerta. Al oír la voz de Ralph se detuvo y lo miró con curiosidad. Sintiéndose estúpido, sintiéndose viejo, Ralph esbozó lo que esperaba tuviera el aspecto de una amplia y radiante sonrisa al tiempo que la saludaba con la mano. Sue le devolvió el saludo y siguió barriendo. Dorrance, entretanto, había seguido andando con toda tranquilidad. Ya había recorrido casi media manzana.

Ralph decidió dejarle ir.

Subió la escalinata del porche, cambió de mano el libro que Dorrance le había dado para buscar el llavero y en aquel momento se dio cuenta de que no tenía por qué molestarse, ya que la puerta no sólo no estaba cerrada con llave, sino que incluso estaba entreabierta. Ralph había reñido a McGovern en repetidas ocasiones por su negligencia respecto a la puerta, y creía que por fin había logrado hacérselo entender a su cazurro vecino. Sin embargo, McGovern había reincidido, por lo visto.

—Maldita sea, Bill —masculló para sus adentros mientras entraba en el oscuro pasillo y echaba un nervioso vistazo a la escalera.

No le costaba imaginarse a Ed Deepneau agazapado en el primer piso aunque fuera de día. Sin embargo, no podía quedarse en el vestíbulo todo el día. Hizo girar la cerradura de la puerta principal y empezó a subir la escalera.

Por supuesto, no había por qué preocuparse. Por un instante creyó ver a alguien de pie en el extremo más alejado del salón, pero no era más que su vieja chaqueta gris. Por una vez la había colgado en el perchero en lugar de dejarla sobre una silla o sobre el brazo del sofá; no era de extrañar que se hubiera llevado un susto.

Entró en la cocina y se quedó mirando el calendario con las manos embutidas en los bolsillos posteriores del pantalón. Había dibujado un círculo en el recuadro del lunes, y dentro del círculo había escrito HONG 10.00.

Tenía que decirte que anularas la visita con el pinchauvas y ya te lo he dicho. El resto depende de ti.

Por un instante, Ralph sintió que salía de su propia vida para poder observar el último fragmento del mural que en ella se había formado en lugar del detalle que era aquel único día. Lo que vio le produjo una sensación de temor… Un camino desconocido que conducía a un túnel en tinieblas donde podía esperarle cualquier cosa. Cualquier cosa.

Pues entonces retrocede, Ralph.

Pero tenía la sensación de que no podía hacer eso. Tenía la sensación de que se vería obligado a entrar en el túnel le gustara o no la idea. No tenía la sensación de que lo estuvieran guiando hacia allí, sino más bien de que lo empujaban unas poderosas manos invisibles.

—Da igual —masculló al tiempo que se masajeaba nervioso las sienes sin dejar de mirar la fecha marcada en el calendario, para la que tan sólo faltaban dos días—. Es el insomnio. Fue entonces cuando empezaron a pasar…

¿A pasar qué?

—Cosas raras —explicó al piso vacío—. Fue entonces cuando empezaron a pasar cosas pero que muy raras.

Sí, raras. Muchas cosas raras, pero, desde luego, las auras que veía eran lo más raro de todo. Una fría luz gris que parecía escarcha viva deslizándose sobre el hombre que leía el periódico en Amanecer y Ocaso. La madre y el hijo caminando hacia el supermercado con las auras entrelazadas que brotaban de sus manos como colas de cerdo. Helen y Nat enterradas en maravillosas nubes de luz marfileña; Natalie intentando atrapar las marcas que habían dejado los dedos de Ralph, estelas fantasmales que sólo ellos dos podían ver.

Y ahora el viejo Dor, que había aparecido en su puerta cual extraño profeta del Antiguo Testamento…, sólo que en lugar de decirle que se arrepintiera, le había ordenado que anulara su visita al acupuntor que Joe Wyzer le había recomendado. Debería haber sido divertido, pero no lo era.

La boca de aquel túnel. Más cerca cada día. ¿Existía de verdad ese túnel? Y en ese caso, ¿adónde conducía?

Me interesa más saber qué puede esperarme dentro —se dijo Ralph—. Qué me espera en la oscuridad.

No deberías haberte entrometido, había dicho Dorrance. Pero ya es demasiado tarde.

—Lo hecho, hecho está —murmuró Ralph.

De repente decidió que no quería seguir considerando las cosas en perspectiva; resultaba inquietante. Mejor volver a meterse en su cuerpo y sopesar las cosas una por una, empezando por la visita al acupuntor. ¿Iría o seguiría el consejo del viejo Dor, alias el Fantasma del Padre de Hamlet?

En realidad, no era una cuestión que requiriera demasiada reflexión, decidió Ralph. Joe Wyzer había engatusado a la secretaria de Hong para que le hiciera un hueco a principios de octubre, y Ralph tenía intención de ir. Si existía alguna salida de aquella maraña, lo más probable era que consistiera en empezar a dormir bien de nuevo. Y ello convertía a Hong en el siguiente paso lógico.

—Lo hecho, hecho está —repitió antes de dirigirse al salón para ponerse a leer una de las novelas del oeste.

Sin embargo, se decidió a hojear el libro de poemas que le había dado Dorrance, Noches de cementerio, de Stephen Dobyns. Dorrance había estado en lo cierto; la mayor parte de los poemas eran como historias, y Ralph descubrió que le gustaban bastante. El poema que había citado el viejo Dor se titulaba «Búsqueda» y comenzaba así:

Cada cosa que hago la termino a toda prisa

para poder hacer otra. De esta guisa transcurren los días;

una mezcla de carrera de coches y la interminable

construcción de una catedral gótica.

A través de las ventanillas de mi raudo coche veo

desmoronarse todo cuanto amo; libros sin leer,

chistes sin contar, paisajes sin visitar…

Ralph leyó el poema dos veces, completamente absorto, pensando que tendría que leérselo a Carolyn. A Carolyn le gustaría, y eso estaba muy bien, y aún le gustaría más que Ralph, quien por lo general optaba por novelas históricas o del oeste, lo encontrara y se lo llevara como si de un ramo de flores se tratara. Llegó a levantarse para encontrar un pedazo de papel con que marcar la página cuando recordó que Carolyn llevaba muerta medio año, y entonces rompió a llorar.

Permaneció sentado en el sillón de orejas durante cerca de quince minutos, con Noches de Cementerio en su regazo, frotándose los ojos con el dorso de la mano izquierda. Por fin fue al dormitorio, se tendió en la cama e intentó dormir. Después de una hora de contemplar el techo, se levantó, se preparó un café y miró un partido de fútbol universitario por la tele.

Los domingos por la tarde, la Biblioteca Pública abría de una a seis, y el día después de la visita de Dorrance, Ralph decidió ir, sobre todo porque no tenía nada mejor que hacer. Por lo general, la sala de lectura de altos techos estaría salpicada de otros ancianos como él, la mayoría de los cuales hojeaba los distintos periódicos dominicales que por fin tenían tiempo de leer, pero cuando Ralph salió de los pasillos de estanterías en los que había estado rebuscando durante cuarenta minutos, descubrió que tenía toda la estancia para él solo. El maravilloso cielo azul del día anterior había dado paso a una persistente lluvia que aplastaba las hojas recién caídas sobre las aceras o bien las arrastraba consigo por las cunetas hacia los peculiares y desagradablemente enmarañados desagües de Derry. El viento seguía soplando con fuerza, pero ahora procedía del norte y se había tornado asquerosamente frío. Los ancianos con sentido común (o suerte) estaban en casa, calentitos, tal vez mirando el último partido de otra desafortunada temporada de los Red Sox, tal vez jugando a cartas o a la oca con los nietos, o quizás haciendo la siesta después de una opípara comida.

Pero a Ralph poco le importaban los Red Sox, no tenía hijos ni nietos y, a todas luces, había perdido por completo la capacidad de hacer la siesta que pudiera haber tenido antaño. Por lo tanto, había ido en el autobús de la línea verde hasta la biblioteca, y ahí estaba, deseando haberse puesto algo de más abrigo que su vieja y raída cazadora gris, porque en la sala de lectura hacía fresco. Y también había poca luz. La chimenea estaba apagada, y los silenciosos radiadores indicaban que lo más probable es que todavía no hubieran puesto en marcha la caldera. El bibliotecario del turno dominical tampoco se había molestado en encender las lámparas suspendidas del techo. La poca luz que lograba abrirse paso parecía desplomarse muerta en el suelo. Los leñadores, soldados, tambores e indios de los viejos cuadros de las paredes tenían aspecto de fantasmas malévolos. La fría lluvia gemía y repiqueteaba contra las ventanas.

Debería haberme quedado en casa, suspiró Ralph, aunque en realidad no lo pensaba; los días como aquél resultaban aún más insoportables en el piso. Además, había encontrado un libro muy interesante en lo que había empezado a pensar como la Sección Mr. Sandman de las estanterías de libros: Patrones de sueños, de James A. Hall, doctor en medicina. Ralph encendió las luces del techo, lo que confirió a la estancia un aspecto algo menos siniestro, se sentó a una de las cuatro largas mesas de la sala y no tardó en estar enfrascado en la lectura.

Antes de constatar que el sueño REM y el sueño NREM eran estados distintos —escribía Hall—, los estudios centrados en la privación absoluta de una fase concreta del sueño desembocaron en la conclusión de Dement (1960), según la cual la privación… provoca cierta desorganización de la personalidad en estado de vela

Vaya, tío, tienes toda la razón del mundo —pensó Ralph—. Ni siquiera soy capaz de encontrar un sobre de sopa instantánea.

… los primeros estudios relativos a la ausencia de sueños también suscitaron la emocionante especulación de que la esquizofrenia podía ser un trastorno en el que la ausencia de sueños provocaba el desplazamiento del proceso onírico a la vida cotidiana en estado de vela.

Ralph se inclinó sobre el libro, los codos apoyados sobre la mesa, los puños oprimidos contra las sienes, la frente arrugada y el ceño fruncido en ademán de concentración. Se preguntaba si Hall se referiría a las auras, tal vez incluso sin percatarse de ello. Aunque lo cierto era que él seguía teniendo sueños, maldita sea…, sueños muy vívidos, en su mayoría. La noche anterior había tenido un sueño en el que estaba bailando en el Pabellón de Derry (edificio que ya no existía, pues había quedado destruido por una gran tormenta que había devastado la mayor parte del centro de la ciudad ocho años antes) con Lois Chasse. Al parecer, la había invitado a salir con la intención de pedir su mano, pero ni más ni menos que Trigger Vachon había intentado impedírselo una y otra vez.

Se frotó los ojos con los nudillos, intentó concentrarse y reanudó la lectura. No vio al hombre del holgado jersey gris aparecer en el umbral de la sala de lectura y permanecer ahí quieto, observándolo en silencio. Al cabo de unos tres minutos, el hombre introdujo la mano bajo el jersey (en cuya parte delantera se veía a Snoopy con su sombrero de Joe Cool) y se sacó un cuchillo de caza de la vaina del cinturón. Las lámparas del techo arrancaron destellos de la hoja dentada del cuchillo mientras el hombre lo giraba para admirar el filo. Al cabo de unos instantes se acercó a la mesa ante la que Ralph estaba sentado con la cabeza entre las manos. Se sentó junto a Ralph, quien apenas advirtió su presencia.

La tolerancia a la falta de sueño varía según la edad de la persona. En el caso de las personas jóvenes se observa antes la aparición de trastornos y un mayor número de reacciones físicas, mientras que las personas de mayor edad…

Una mano se cerró con firmeza sobre el hombro de Ralph, sobresaltándolo.

—Me pregunto qué aspecto tendrán —susurró una voz extasiada en su oído.

Las palabras del hombre flotaban en una ola que olía a bacon podrido friéndose despacio en un baño de ajo y mantequilla rancia.

—Me refiero a tus entrañas. Me pregunto qué aspecto tendrán cuando las esparza por el suelo. ¿Tú qué crees, maldito y despiadado Centurión asesino de niños?

Un objeto duro y punzante oprimió el costado izquierdo de Ralph y se deslizó con lentitud a lo largo de sus costillas.

—No veo el momento de averiguarlo —prosiguió aquella vocecilla extasiada—. No veo el momento.

Ralph volvió la cabeza despacio; le crujieron los tendones del cuello. No sabía el nombre del tipo del mal aliento, el hombre que le apuntaba las costillas con algo que se parecía demasiado a un cuchillo como para no serlo, pero lo reconoció de inmediato. Las gafas de montura de concha ayudaban, pero el estrafalario cabello gris, que salía disparado en todas direcciones de un modo que a Ralph le recordó al mismo tiempo al mánager de boxeo Don King y a Albert Einstein, fue el dato decisivo. Era el hombre que estaba con Ed Deepneau al fondo de la fotografía del periódico en la que Ham Davenport aparecía con el puño alzado y Dan Dalton llevaba la pancarta ELECCIÓN, NO TEMOR por sombrero. Ralph tenía la impresión de haber visto al mismo tipo en algunos de los reportajes televisivos acerca de las constantes manifestaciones antiabortistas. Otro rostro más que blandía una pancarta y cantaba en la muchedumbre; un arponero más. Sólo que aquel arponero en particular parecía tener intención de acabar con él.

—¿A ti qué te parece? —inquirió el tipo del jersey de Snoopy con el mismo aire extasiado.

El sonido de su voz atemorizaba a Ralph mucho más que la hoja del cuchillo que se deslizaba lentamente por su cazadora de cuero, re siguiendo los vulnerables órganos que se hallaban en el lado izquierdo de su cuerpo… Pulmón, riñón, intestinos.

—¿De qué color?

Su aliento era nauseabundo, pero Ralph no quería apartarse ni volver la cabeza, por temor a que cualquier gesto hiciera que el cuchillo dejara de deslizarse y se hundiera en su carne. La hoja volvía a recorrer la tela de su cazadora. Tras los gruesos cristales de sus gafas de montura de concha, los ojos castaños del hombre flotaban como peces surrealistas. La expresión que se dibujaba en ellos era distante y extrañamente atemorizada, pensó Ralph. Los ojos de un hombre que veía señales en el cielo y tal vez oía voces que le susurraban desde las profundidades del armario por la noche.

—No lo sé —repuso Ralph—. Y tampoco sé por qué quiere hacerme daño.

Volvió los ojos con rapidez, sin mover la cabeza, con la esperanza de ver a alguien, a quien fuera, pero la sala de lectura seguía vacía. Afuera, el viento soplaba con fuerza y la lluvia golpeaba las ventanas.

—¡Porque eres un maldito Centurión! —espetó el hombre de la melena cana—. ¡Un maldito asesino de bebés! ¡Robas fetos y los vendes al mejor postor! ¡Lo sé todo!

Ralph apartó lentamente la mano derecha de la cabeza. Era diestro, y todo lo que recogía durante el día iba a parar, por lo general, al bolsillo derecho más conveniente de lo que llevara. Su vieja cazadora gris tenía grandes bolsillos de solapa, pero temía que, aunque lograra introducir la mano en uno de ellos sin que el otro se diera cuenta, lo más mortífero que hallaría en él sería el envoltorio arrugado de un caramelo de menta. No creía llevar siquiera un cortauñas.

—Se lo ha contado Ed Deepneau, ¿verdad? —inquirió Ralph.

De repente, lanzó un gruñido cuando el cuchillo le rozó el costado justo por debajo del punto en que acababan las costillas.

—No pronuncies su nombre —susurró el tipo del jersey de Snoopy—. ¡No te atrevas a pronunciar su nombre! ¡Secuestrador de bebés! ¡Asesino cobarde! ¡Centurión!

Empujó de nuevo la hoja del cuchillo, y esta vez, Ralph sintió auténtico dolor cuando la punta del cuchillo atravesó el cuero de la cazadora. Ralph no creía que el arma le hubiese cortado, al menos todavía, pero estaba bastante seguro de que aquel chalado había ejercido la suficiente presión como para dejarle un feo cardenal. Pero no pasaba nada; si salía de aquélla con tan sólo un morado se consideraría muy afortunado.

—Muy bien —dijo—. No pronunciaré su nombre.

—¡Pida perdón! —siseó el hombre del jersey de Snoopy al tiempo que empujaba de nuevo el cuchillo.

Esta vez, el arma atravesó la tela de la camisa, y Ralph sintió la primera oleada de sangre caliente deslizarse por su costado. ¿Qué hay debajo de la hoja ahora mismo? —se preguntó—. ¿El hígado? ¿La vesícula biliar? ¿Qué hay en ese punto del lado izquierdo?

O no podía o no quería recordarlo. Una imagen cruzó su mente para intentar obstaculizar todo pensamiento organizado; se trataba de un ciervo colgado por las patas de una balanza frente a un almacén general durante la temporada de caza. Los ojos vidriosos, lengua colgando y una oscura raja que le recorría el vientre desde el punto en que un hombre armado con un cuchillo (un cuchillo exactamente igual que éste) lo había abierto en canal para arrancarle las entrañas y no dejar más que la cabeza, la carne y el pelaje.

—Lo siento —se disculpó Ralph ya no del todo firme—. De verdad que lo siento.

—¡Sí, claro! ¡Deberías sentirlo, pero no lo sientes! ¡No lo sientes!

Otro empujón. Una intensa punzada de dolor. Otra oleada caliente rodándole por el costado. Y de repente, la estancia se tornó más clara, como si dos o tres equipos de televisión de los que pululaban por Derry desde el inicio de las protestas antiabortistas hubieran entrado en la sala de lectura y encendido los focos que montaban sobre las cámaras de vídeo. No había ninguna cámara, por supuesto; las luces se habían encendido en su interior.

Se volvió hacia el hombre del cuchillo, el hombre que le había hundido el arma en el costado, y vio que estaba envuelto en un aura verde y negra que le recordó la

(ciénaga en llamas)

mortecina fosforescencia que en ocasiones había visto en los bosques pantanosos al caer la noche. En ella se retorcían erizadas zarzas del más profundo color negro. Contempló el aura del atacante con creciente consternación al tiempo que sentía la punta del cuchillo hundirse unos milímetros más en su carne. Vagamente se dio cuenta de que la sangre empezaba a formar un charquito en la parte inferior de su camisa, a lo largo del cinturón, pero eso fue todo.

Está loco y realmente tiene intención de matarme… No habla por hablar. Todavía no está preparado para hacerlo, todavía no está del todo a punto, pero casi. Y si intento salir corriendo, si intento apartarme siquiera un milímetro del cuchillo que me ha clavado, me matará sin dudarlo. Creo que espera que yo me decida a moverme… para entonces poder decir que yo me lo he buscado, que ha sido culpa mía.

—Tú y todos los de tu calaña —decía el tipo de la salvaje melena gris—. Sé todo lo que hay que saber sobre vosotros.

La mano de Ralph alcanzó el bolsillo derecho… y tocó un objeto alargado que no recordaba haber guardado allí. Claro que eso no significaba gran cosa; cuando uno no recordaba si los últimos cuatro dígitos del teléfono del cine eran 1317 o 1713, cualquier cosa era posible.

—¡Oh, sí, vosotros, Dios mío! —exclamó el hombre de la melena estrafalaria—. ¡Oh, Dios mío, Dios Mío!

Esta vez, Ralph no tuvo dificultad alguna en sentir el dolor cuando el hombre hundió la hoja un poco más; la punta extendió una delgada red roja desde la curva de su pecho hasta la nuca. Lanzó un leve gemido y su mano se cerró sobre el bolsillo de la chaqueta gris, adaptando el cuero a la forma curvada del objeto que había en su interior.

—No grites —ordenó el hombre de la melena salvaje en el mismo susurro bajo y extasiado—. ¡Por las barbas del profeta, no te conviene nada gritar!

Sus ojos castaños se clavaron en el rostro de Ralph, y los vidrios de sus gafas los aumentaban tanto que las diminutas partículas de caspa atrapadas en sus pestañas parecían casi tan grandes como guijarros. Ralph veía el aura del hombre incluso en sus ojos; se deslizaba por sus pupilas como humo verde por agua negra. Las zarzas serpenteantes que surcaban la niebla verde se habían tornado más gruesas y empezaban a enredarse, y Ralph comprendió aquel fenómeno cuando el cuchillo se hundió hasta el fondo; la parte de la personalidad de aquel hombre que producía aquellos tirabuzones negros era la que lo provocaba. El verde significaba confusión y paranoia, mientras que el negro significaba algo distinto. Algo

(de fuera)

mucho peor.

—No —jadeó—. No gritaré.

—Bien. Siento latir tu corazón, ¿sabes? Sube por la hoja del cuchillo y llega hasta la palma de mi mano. Debe de estar latiendo muy fuerte.

La boca del hombre se torció en una sonrisa histérica y carente de humor. Tenía saliva seca pegada en la comisura de los labios.

—A lo mejor te desplomas y te mueres de un ataque al corazón; así me ahorrarías el trabajo de matarte —otra ráfaga de aliento nauseabundo golpeó el rostro de Ralph—. Eres cantidad de viejo.

La sangre fluía por el costado de Ralph en lo que se le antojaban dos corrientes, tal vez incluso tres. El dolor del cuchillo que escarbaba en su interior resultaba enloquecedor…, como el aguijón de una abeja gigantesca.

O una aguja, pensó Ralph, y se dio cuenta de que aquella idea le hacía gracia a pesar del lío en que estaba metido… o quizá precisamente por eso. Tenía delante al verdadero acupuntor; James Roy Hong no podía ser más que una imitación barata.

Y no he tenido ocasión de cancelar la visita, se dijo Ralph. Pero por otro lado, tenía la sensación de que a aquel chalado le importaban un comino las cancelaciones. Los chalados como él tenían sus propios planes y los seguían contra viento y marea.

Sucediera lo que sucediera, Ralph sabía que no podría soportar durante mucho tiempo más la punta del cuchillo clavada en su costado. Levantó la solapa del bolsillo con el pulgar y deslizó la mano en su interior. Supo de qué se trataba en el instante en que lo rozó con las yemas de los dedos; era el aerosol que Gretchen había sacado de su bolso y colocado sobre la mesa de la cocina. «Un pequeño obsequio de todas tus agradecidas amigas del Centro de la Mujer», había dicho.

Ralph no tenía ni idea de cómo había llegado del estante superior del armario de la cocina hasta el bolsillo de su raída chaqueta de entretiempo, y la verdad era que no le importaba. Cerró la mano en torno al aerosol y volvió a emplear al pulgar, esta vez para retirar la tapa de plástico. En ningún momento apartó la mirada del rostro inquieto, atemorizado y extasiado del hombre de la salvaje melena.

—Sé una cosa —comentó Ralph—. Si promete no matarme se la contaré.

—¿Qué? —preguntó el hombre de la desordenada melena con avidez y un aliento que ahora olía a cadáveres de almejas en marea baja—. ¡Por las barbas del profeta! ¿Qué puede saber un desgraciado como tú?

¿Qué puede saber un desgraciado como yo?, repitió Ralph mentalmente, y la respuesta se le ocurrió al instante, cruzó su mente como el premio gordo aparece en las ventanillas de las máquinas tragaperras. Se obligó a inclinarse hacia el aura verde que revoloteaba en torno al hombre, hacia la terrible y hedionda nube que brotaba de sus alteradas entrañas. Al mismo tiempo, extrajo el pequeño aerosol de su bolsillo, lo sostuvo contra el muslo y colocó el dedo índice sobre el botón del vaporizador.

—Sé quién es el Rey Carmesí —murmuró.

Los ojos del hombre se abrieron de par en par tras los sucios cristales de las gafas, en una expresión no sólo de sorpresa sino también de consternación, y el hombre de la melena salvaje retrocedió unos centímetros. La terrible presión que atenazaba el costado izquierdo de Ralph cedió por un instante. Era su oportunidad, la única que tendría, de modo que la aprovechó. Se lanzó hacia la derecha, cayó de la silla y fue a parar al suelo. Se golpeó la parte posterior de la cabeza con las baldosas, pero el dolor se le antojó distante e insignificante en comparación con el alivio que suponía librarse de la punta del cuchillo.

El hombre de la melena estrafalaria chilló con una combinación de furia y resignación, como si hubiera llegado a habituarse a aquella clase de reveses a lo largo de su larga y azarosa vida. Se inclinó sobre la silla vacía de Ralph con el rostro histérico adelantado y los ojos parecidos a las fantásticas y relucientes criaturas que moraban en las fosas más profundas del océano. Ralph alzó el aerosol y sólo dispuso de un instante para darse cuenta de que no había tenido tiempo de comprobar en qué dirección apuntaba el agujerito del vaporizador…

Era posible que lo único que consiguiera fuera rociarse a sí mismo con el Guardaespaldas.

Ya no había tiempo de preocuparse por eso.

Oprimió el vaporizador en el momento en que el tipo de la melena salvaje intentaba clavarle de nuevo el cuchillo. Una sutil niebla de gotas, que se parecía a lo que salía del ambientador con olor a pino que Ralph tenía en la cisterna del lavabo, envolvió el rostro del hombre. Los cristales de sus gafas se empañaron.

El resultado fue inmediato y rebasó todas las esperanzas de Ralph. El tipo lanzó un grito de dolor, dejó caer el cuchillo, que aterrizó sobre la rodilla izquierda de Ralph y fue a morir entre sus piernas, y se llevó las manos al rostro para quitarse las gafas, que cayeron sobre la mesa. Al mismo tiempo, el aura delgada y en cierto modo grasienta que lo envolvía se tornó de un brillante color rojo y por fin desapareció…, al menos de la vista de Ralph.

—¡Me he quedado ciego! —chilló el hombre de la melena estrafalaria en tono estridente—. ¡Me he quedado ciego! ¡Me he quedado ciego!

—No, no se ha quedado ciego —aseguró Ralph al tiempo que se levantaba tembloroso—. Sólo está…

El hombre de la melena salvaje volvió a gritar y cayó al suelo. Empezó a rodar hacia delante y hacia atrás sobre las baldosas blancas y negras, cubriéndose el rostro con las manos, aullando como un niño que acabara de pillarse la mano en una puerta. Ralph entreveía segmentos de mejillas entre sus dedos abiertos. La piel del rostro del hombre estaba adquiriendo un alarmante color rojo, como si hubiera pasado demasiado tiempo en la playa y el sol lo hubiera quemado.

Ralph se dijo que tenía que dejar al tipo tirado, que estaba como un cencerro y era más peligroso que una serpiente de cascabel, pero estaba demasiado horrorizado y avergonzado por lo que había hecho como para seguir tan acertado consejo. La idea de que había sido cuestión de vida o muerte, de que se trataba de poner fuera de combate a su atacante o morir ya empezaba a parecerle irreal. Se agachó y tocó vacilante el brazo del hombre. El chalado se alejó de él y comenzó a golpear el suelo con las sucias zapatillas deportivas como un niño con una rabieta.

—¡Hijo de putaaa! —gritó—. ¡Me has echado algo! —Y a continuación, aunque pareciera increíble—: ¡Te voy a poner una denuncia que te vas a enterar!

—Creo que tendrá que explicar lo del cuchillo antes de poder seguir adelante con la denuncia —replicó Ralph.

Vio el cuchillo tirado en el suelo, alargó la mano para cogerlo, pero se detuvo a tiempo. Sería mejor que sus huellas no aparecieran en él. Cuando se incorporó, una ola de vértigo se apoderó de él, y durante un instante, el sonido de la lluvia contra las ventanas se le antojó hueco y lejano. Alejó el cuchillo de una patada, tropezó y tuvo que aferrarse al respaldo de la silla en la que había estado sentado para no caer de bruces. El mundo volvió a estabilizarse. Oyó unos pasos que se aproximaban y el murmullo de voces interrogantes.

Ahora venís —pensó Ralph cansado—. ¿Dónde estabais hace tres minutos, cuando este tipo estaba a punto de hacer estallar mi pulmón izquierdo como si fuera un globo?

Mike Hanlon, delgado y con aspecto de no pasar de los treinta a pesar de su espesa mata de cabello gris, apareció en el umbral. Tras él asomaba un adolescente al que Ralph identificó como el ayudante de los fines de semana, y tras el adolescente se veían cuatro o cinco mirones, procedentes a buen seguro de la hemeroteca.

—¡Señor Roberts! —exclamó Mike—. ¡Dios mío! ¿Está herido?

—Yo estoy bien; es él quien está herido —repuso Ralph.

Pero al señalar al tipo del suelo se miró el cuerpo y vio que no estaba nada bien. Al señalar al otro con el brazo se le había subido un poco la chaqueta, y en el costado izquierdo de la camisa a cuadros que llevaba se apreciaba una mancha en forma de lágrima de un profundo color rojo, que empezaba justo debajo de la axila y se extendía por todo el lateral.

—Mierda —masculló con desmayo mientras volvía a sentarse.

Al hacerlo golpeó las gafas de montura de concha con el codo y éstas se deslizaron hasta el otro extremo de la mesa. La nube de gotitas de los cristales les confería el aspecto de ojos cegados por las cataratas.

—¡Me ha echado ácido en la cara! —chilló el hombre del suelo—. ¡No veo nada y la piel se me está fundiendo!

Los gritos sonaban a Ralph como una parodia casi consciente de la Bruja Mala del Oeste.

Mike echó un rápido vistazo al hombre del suelo y a continuación se sentó en la silla contigua a la de Ralph.

—¿Qué ha pasado?

—Bueno, lo qué está claro es que no era ácido —dijo Ralph mostrándole la lata de Guardaespaldas y dejándola sobre la mesa, junto a Patrones de sueños—. La señora que me lo dio me aseguró que no era tan fuerte como el spray antivioladores, sino que sólo irrita los ojos y da unas náuseas de la…

—No me preocupa lo que le ha pasado a él —lo interrumpió Mike con impaciencia—. Nadie que grite de esta forma se morirá en los próximos tres minutos. Me preocupa usted, señor Roberts. ¿Sabe si la herida es grave?

—La verdad es que no me ha apuñalado del todo —repuso Ralph—. Sólo me ha… pinchado o algo así.

Señaló el cuchillo que yacía sobre el suelo de baldosas. Al ver la punta teñida de rojo sintió otra oleada de vértigo. Era como un tren expreso hecho de almohadas de plumón. Eso era un tontería, por supuesto, no tenía ningún sentido, pero la verdad era que no estaba para sutilezas.

El ayudante estaba mirando con cautela al hombre del suelo.

—Oh, oh —canturreó—. Conozco a este tipo, Mike. Es Charlie Pickering.

—¡Válgame Dios, mira por dónde! —exclamó Mike—. ¡Qué sorpresa! —Se volvió hacia el joven ayudante y exhaló un suspiro—. Será mejor que llames a la policía, Justin. Me parece que tenemos un pequeño problema aquí.

—¿Tendré problemas por haber usado esto? —preguntó Ralph una hora más tarde, señalando una de las dos bolsas herméticas que había sobre el atestado escritorio del despacho de Mike Hanlon.

En el anverso se veía una tira de cinta amarilla con las palabras PRUEBA: AEROSOL, FECHA: 5/10/93 y LUGAR: BIBLIOTECA PÚBLICA DE DERRY impresas sobre ella.

—Pues no tantos como tendrá nuestro viejo amigo Charlie Pickering por usar esto —repuso John Leydecker señalando la otra bolsa hermética.

La bolsa contenía el cuchillo de caza; la sangre de la punta se había secado y adquirido un color marronoso. Leydecker llevaba un jersey de la Universidad de Maine con el que parecía tener las dimensiones aproximadas de un granero.

—Aquí en el campo todavía creemos bastante en el concepto de la defensa propia. Aunque no hablamos mucho del tema… Sería como admitir que uno cree que la tierra es plana.

Mike Hanlon, que estaba apoyado en el marco de la puerta, se echó a reír al tiempo que asentía con la cabeza.

Ralph esperaba que su rostro no delatara el profundo alivio que sentía. Mientras un enfermero (bien podría ser uno de los tipos que había llevado a Helen Deepneau al hospital el mes de agosto del año anterior) se ocupaba de él, fotografiando las heridas antes de desinfectarlas y por fin suturarlas y vendarlas, había permanecido sentado con los dientes apretados, imaginado que un juez lo condenaba a seis meses en la prisión del condado por asalto con arma semimortal. Esperemos, señor Roberts, que esto sirva de ejemplo y advertencia a cualquier viejo carcamal de este lugar que pueda considerar justificado llevar encima aerosoles de gas nervioso…

Leydecker echó otro vistazo a las seis fotografías Polaroid alineadas a lo largo del terminal del ordenador de Mike Hanlon. El técnico de urgencias con cara de pipiolo había tomado las tres primeras antes de remendar las heridas de Ralph. Todas mostraban un pequeño círculo oscuro, que se parecía a los enormes puntos que dibujaban los niños pequeños cuando aprendían a escribir, en la parte inferior del costado de Ralph. El técnico había tomado el segundo grupo de tres fotografías tras suturar la herida con grapas y hacer que Ralph firmara un formulario en el que atestiguaba que se le había ofrecido asistencia hospitalaria, pero que él la había rechazado. En el segundo grupo de fotografías se apreciaba ya el inicio de lo que se convertiría en un morado absolutamente espectacular.

—Dios bendiga a Edwin Land y Richard Polaroid —exclamó Leydecker al introducir las fotografías en otra bolsa de PRUEBA.

—No creo que el señor Richard Polaroid existiera jamás —intervino Mike Hanlon desde el umbral.

—Seguramente, pero Dios le bendiga de todas formas. Cualquier jurado que echara un vistazo a estas fotos te pondría una medalla, Ralph, y ni siquiera el sagaz abogado Clarence Darrow podría «desestimarlas como pruebas» —Se volvió hacia Mike—. Charlie Pickering.

—Charlie Pickering —asintió Mike con un gesto.

—Gilipollas.

—Gilipollas de primera —asintió de nuevo Mike.

Ambos hombres intercambiaron una mirada de completa solemnidad, y de repente estallaron al unísono en ruidosas carcajadas. Ralph los comprendía perfectamente… Era gracioso porque era terrible y era terrible porque era gracioso; tuvo que morderse los labios con fuerza para no unirse a las risas. Lo último que quería en el mundo era echarse a reír; le dolería un montón.

Leydecker se sacó un pañuelo del bolsillo trasero, se secó las lágrimas y empezó a controlarse.

—Pickering es uno de los pro-vida, ¿no? —inquirió Ralph.

Recordaba el aspecto que tenía Pickering cuando el compañero de Hanlon lo había ayudado a incorporarse. Sin las gafas, el tipo parecía tan peligroso como un conejito en el escaparate de una tienda de animales.

—Tú lo has dicho —asintió Mike con sequedad—. Es uno de los que sorprendieron el año pasado en el aparcamiento que comparten el hospital y el Centro de la Mujer. Llevaba una lata de gasolina en la mano y una mochila llena de botellas vacías a la espalda.

—Y tiras de sábana, no lo olvides —intervino Leydecker—. Para hacer las mechas. En aquella época, Charlie era un miembro destacado de Pan de Cada Día.

—¿Y estuvo muy cerca de volar el centro? —preguntó Ralph con aire curioso.

—La verdad es que no —repuso Leydecker encogiéndose de hombros—. Por lo visto, alguien del grupo decidió que quemar la clínica femenina con bombas incendiarias tal vez se acercaba más al terrorismo que a la política, así que efectuó una llamada anónima a la policía local.

—Qué bien —terció Mike.

Soltó un pequeño resoplido de risa y cruzó los brazos sobre el pecho como si quisiera contener una nueva carcajada.

—Sí —asintió Leydecker al tiempo que entrelazaba los dedos y extendía los brazos para hacer crujir los nudillos—. En lugar de meterlo en la cárcel, un juez sensato y sensible sentenció a Charlie a pasar seis meses en Juniper Hill, donde debería someterse a diversos tratamientos y terapias. Deben de haber decidido que está bien, porque volvió a la ciudad en julio o algo así.

—Sí —corroboró Mike—. Y viene aquí casi cada día. Para mejorar la categoría del lugar, por así decirlo. Acorrala a todos los que entran y les larga su eterno sermón de que las mujeres que abortan irán derechitas al infierno, y que los auténticos criminales como Susan Day arderán por siempre en un lago de fuego. Pero no entiendo por qué la ha tomado con usted, señor Roberts.

—Mala pata, me imagino.

—¿Está bien, Ralph? —inquirió Leydecker—. Está un poco pálido.

—Estoy bien —aseguró Ralph, aunque no era cierto, ya que, en realidad, había empezado a marearse en serio.

—No sé si está bien, pero lo que está claro es que es un tipo con suerte. Suerte de que aquellas mujeres le dieran el aerosol, suerte de que lo llevara encima, y sobre todo, suerte de que Pickering no se le acercara por la espalda y le clavara el cuchillo en la nuca sin más. ¿Se ve con ánimos de bajar a la comisaría y hacer una declaración formal o…?

De repente, Ralph se levantó con brusquedad de la vieja silla giratoria de Mike Hanlon, cruzó la estancia como una bala, cubriéndose la boca con la mano, y abrió la puerta que había en el rincón derecho de la oficina, rezando por que no fuera un armario. Si lo era, lo más probable era que acabara llenando los chanclos de Mike con un bocadillo de queso fundido medio procesado y un poco de sopa de tomate apenas usada.

Por fortuna, resultó ser el cuarto que necesitaba. Ralph cayó de rodillas ante el inodoro y vomitó con los ojos cerrados y el brazo derecho oprimido contra el agujero que Pickering le había practicado en el costado. El dolor que sintió cuando sus músculos se contrajeron y volvieron a soltarse seguía siendo increíble.

—Supongo que eso es una negativa —dijo Mike Hanlon detrás de él antes de colocar una mano en la nuca de Ralph para reconfortarle—. ¿Está bien? ¿Le vuelve a sangrar la herida?

—No lo creo —repuso Ralph.

Empezó a desabrocharse la camisa, pero de repente volvió a llevarse la mano al costado en el momento en que el estómago le daba otro ominoso vuelco antes de calmarse de nuevo. Levantó el brazo y se miró la camisa. Estaba impecable.

—Pues parece que no ha pasado nada.

—Bien —dijo Leydecker, que estaba justo detrás del bibliotecario—. ¿Ha terminado?

—Creo que sí —aventuró Ralph mirando a Mike con aire avergonzado—. Lo siento.

—No sea tonto —repuso Mike mientras ayudaba a Ralph a incorporarse.

—Vamos —dijo Leydecker—. Le llevaré a casa. Mañana ya habrá tiempo para la declaración. Lo que tiene que hacer es meterse en la cama el resto del día y dormir bien esta noche.

—Nada como dormir a pierna suelta toda la noche —corroboró Ralph al llegar a la puerta de la oficina—. Ya puede soltarme el brazo, detective Leydecker. Todavía no somos novios, ¿verdad?

Leydecker lo miró consternado y le soltó el brazo. Mike lanzó otra carcajada.

—«Todavía no somos…» Muy bueno, señor Roberts.

—Pues no, todavía no somos novios —terció Leydecker con una sonrisa—, pero puede llamarme Jack, si quiere. O John. Pero nada de Johnny. Desde que murió mi madre hace dos años, el único que me llama Johnny es el viejo profesor McGovern.

El viejo profesor McGovern —repitió Ralph mentalmente—. Qué raro suena.

—Muy bien… John. Y vosotros podéis llamarme Ralph. Por lo que a mí respecta, El señor Roberts siempre será una obra de Broadway protagonizada por Jack Lemmon.

—Exacto —asintió Mike Hanlon—. Cuídate mucho.

—Lo intentaré —repuso Ralph antes de detenerse súbitamente—. Oye, tengo algo que agradecerte aparte de tu ayuda de hoy.

—¿Ah, sí? —exclamó Mike enarcando las cejas.

—Sí. Has contratado a Helen Deepneau. Es una de mis mejores amigas y necesita el empleo desesperadamente. Así que gracias.

—Aceptaré los elogios con mucho gusto —repuso Mike con una sonrisa y un gesto de asentimiento—, pero la verdad es que es ella quien me ha hecho el favor. En realidad, está demasiado cualificada para el trabajo, pero creo que quiere quedarse en la ciudad.

—Yo también, y tú lo has hecho posible. Así que gracias otra vez.

—No hay de qué —replicó Mike con una radiante sonrisa.

—Así que, por lo visto, el truco del panal ha funcionado, ¿eh? —comentó Leydecker cuando él y Ralph salieron de detrás del mostrador.

El comentario se alejaba tanto del hilo de los pensamientos de Ralph que en el primer momento no tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando el detective…, como si le hubiera hecho una pregunta en esperanto.

—El insomnio —prosiguió Leydecker pacientemente—. Ya lo has superado, ¿verdad? Supongo que sí, porque tienes un aspecto tropecientas veces mejor que el día en que te conocí.

—Aquel día estaba un poco tenso —repuso Ralph.

Le cruzó por la mente la vieja frase de Billy Cristal acerca de Fernando: «Mira, cariño, no seas un plomo; no importa cómo te encuentras, sino qué aspecto tienes. Y tienes un aspecto… ¡MARAVILLOSO!».

—¿Y hoy no? Venga, Ralph, que estás hablando conmigo. Así que suéltalo… ¿Ha sido el panal?

Ralph fingió reflexionar durante unos instantes y por fin asintió con la cabeza.

—Sí, supongo que debe de haber sido eso.

—¡Estupendo! ¡Ya te lo decía yo! —exclamó Leydecker risueño mientras se disponían a salir a la tarde lluviosa.

Estaban esperando a que cambiara el semáforo de la cima de Up-Mile Hill, el que regulaba el cruce de Witcham y Jackson, cuando Ralph se volvió hacia Leydecker para preguntarle qué posibilidades había de trincar a Ed como cómplice de Charlie Pickering.

—Porque ha sido Ed quien se lo ha ordenado —aseguró—. Eso lo sé tan bien como sé que el parque Strawford está ahí enfrente.

—Seguro que tienes razón —replicó Leydecker—, pero no te engañes… Hay muy pocas probabilidades de trincarlo como cómplice. Ni siquiera habría muchas si el fiscal del condado no fuera tan conservador como Dale Cox.

—¿Por qué no?

—Primero, no creo que podamos demostrar que existe una conexión significativa entre los dos hombres. Segundo, los tipos como Pickering tienden a defender a ultranza a los que consideran «amigos», porque tienen muy pocos… Su mundo se compone casi exclusivamente de enemigos. No creo que Pickering repita en el interrogatorio muchas de las cosas que te ha dicho mientras te hacía cosquillas en las costillas con el cuchillo de caza. Tercero, Ed Deepneau no tiene un pelo de tonto. A lo mejor está loco, quizás más loco que Pickering, bien mirado, pero no tiene un pelo de tonto. No confesará nada.

Ralph asintió con un gesto. Ésa era exactamente la opinión que tenía de Ed.

—Y si Pickering llegara a decir que Deepneau le ordenó encontrarte y acabar contigo, con la razón de que eres uno de esos Centuriones asesinos de bebés y secuestradores de fetos, Ed se limitaría a sonreírnos, asentir y decir que estaba seguro de que el pobre Charlie nos había dicho eso, que era posible que el pobre Charlie se lo creyera incluso, pero eso no quería decir que fuera verdad.

El semáforo cambió a verde. Leydecker atravesó el cruce y en Harris Avenue dobló a la izquierda. Los limpiaparabrisas se agitaban y golpeaban los cristales. A la derecha de Ralph, el parque Strawford parecía un vacilante espejismo a través de la lluvia que bajaba torrencial por la ventanilla de su lado.

—¿Y qué podríamos responder a eso? —preguntó Leydecker—. La verdad es que Charlie Pickering tiene un largo historial de trastornos mentales; de hecho, en cuestión de loqueros se lleva la palma: Juniper Hill, Hospital Acadia, Instituto de Salud Mental de Bangor… Cualquier sitio en el que hagan tratamientos eléctricos gratis y tengan chaquetas que se abotonan en la espalda, lo más seguro es que Charlie haya estado ahí. Últimamente se dedica al aborto. A finales de los sesenta se la tenía jurada a Margaret Chase Smith. Escribió cartas a todo el mundo, a la policía de Derry, a la policía del estado, al FBI, afirmando que era una espía rusa. Decía que tenía pruebas.

—Por el amor de Dios, es increíble.

—No, es Charlie Pickering, y apuesto lo que sea a que hay una docena de tipos como él en todas las ciudades americanas de este tamaño. Joder, y no sólo en las americanas.

Ralph se llevó la mano al costado izquierdo y se palpó el vendaje cuadrado. Sus dedos resiguieron los puntos de sutura que se adivinaban bajo la gasa. No podía desterrar de su mente la imagen de los ojos castaños y aumentados de Pickering, la expresión aterrorizada y a un tiempo extasiada que se leía en ellos. Ya le costaba creer que el hombre al que pertenecían aquellos ojos había estado a punto de matarlo, y temía que al día siguiente, toda aquella historia se le antojara uno de los llamados «sueños de descubrimiento» de que James A. Hall hablaba en su libro.

—Lo jodido es, Ralph, que un chiflado como Charlie Pickering es la marioneta perfecta para un tipo como Ed Deepneau. Ahora mismo, nuestro querido amigo pegamujeres tiene una excelente coartada.

Leydecker entró en el sendero de entrada contiguo a la casa de Ralph y aparcó detrás de un gran Oldsmobile con manchas de óxido sobre el maletero y un adhesivo muy antiguo, DUKAKIS’88, en el parachoques.

—¿De quién es este brontosaurio? ¿Del profe?

—No —repuso Ralph—, este brontosaurio es mío.

Leydecker le lanzó una mirada incrédula mientras ponía el punto muerto en su Chevrolet de incógnito del departamento de Policía.

—Si tienes coche, ¿cómo es que esperabas el autobús si estaba lloviendo a cántaros? ¿Es que no funciona?

—Sí que funciona —replicó Ralph algo irritado, sin querer añadir que quizás se equivocaba en eso, pues hacía más de dos meses que no tocaba el Oldsmobile—. Y no estaba bajo la lluvia; es una parada de autobús con techo. No tiene televisión por cable, vale, pero ya verás el año que viene.

—Pero aun así… —insistió Leydecker contemplando el Oldsmobile con aire dubitativo.

—Pasé los últimos quince años de mi vida laboral sentado a una mesa, pero antes de eso era viajante. Durante unos veinticinco años conduje una media de mil quinientos kilómetros a la semana. Cuando por fin aterricé en la imprenta, no me importaba no volver a conducir un coche en mi vida. Y desde que murió mi mujer, casi nunca tengo motivos para coger el coche. El autobús me va de perlas para casi todo.

Todo aquello era cierto; Ralph no veía la necesidad de agregar que cada vez confiaba menos en sus reflejos y su visión de cerca. Un año antes, un niño de unos siete años estaba persiguiendo su balón hasta la calzada de Harris Avenue cuando Ralph volvía del cine, y aunque no iba a más de treinta y cinco kilómetros por hora, durante dos eternos y horribles segundos había creído que iba a atropellar al chiquillo. Por supuesto, no lo había atropellado, ni siquiera había estado a punto de atropellarlo de hecho, pero desde entonces creía que podía contar con los dedos de una mano las veces que se había sentado tras el volante del Oldsmobile.

Tampoco veía la necesidad de contarle eso a John.

—Bueno, tú sabrás —comentó Leydecker agitando la mano con gesto vago en dirección al coche—. ¿Te va bien venir a hacer la declaración mañana por la tarde? Llegaré a mediodía, así que podré vigilarte un poco. Y después puedo invitarte a un café.

—Me parece bien. Y gracias por traerme a casa.

—De nada. Otra cosa…

Ralph había empezado a abrir la puerta del coche, pero al oír las palabras del policía, la cerró de nuevo y se volvió hacia él con las cejas enarcadas.

Leydecker se miró las manos, se removió incómodo tras el volante, carraspeó y por fin alzó la mirada.

—Sólo quería decirte que creo que eres increíble —dijo el detective—. Muchos tipos cuarenta años más jóvenes que tú habrían acabado la aventurita de hoy en el hospital. O quizás en el depósito de cadáveres.

—Bueno, supongo que mi ángel de la guarda estaba vigilándome —comentó Ralph recordando cuánto le había sorprendido descubrir lo que era el bulto redondeado que tenía en el bolsillo de la cazadora.

—Bueno, es posible, pero cierra bien la puerta esta noche, ¿me oyes?

Ralph sonrió y asintió con un gesto. Justificado o no, el elogio de Leydecker le había caldeado el alma.

—Lo haré, y si consigo que McGovern coopere, todo irá sobre ruedas.

Y además —se dijo—, siempre puedo bajar a comprobar que la puerta está bien cerrada cuando me despierte, aproximadamente dos horas y media después de haberme dormido, tal como están las cosas.

—Pues claro que todo irá sobre ruedas —aseguró Leydecker—. A nadie en el trabajo le hizo demasiada gracia que Deepneau más o menos cooptara Amigos de la Vida, pero la verdad es que a nadie le sorprendió; es un tipo atractivo y carismático…, siempre y cuando, claro está, lo pesques un día en que no se haya dedicado a usar a su mujer como punching.

Ralph asintió con la cabeza.

—Por otro lado, no es la primera vez que nos topamos con un tipo como él, y todos acaban por autodestruirse de una forma u otra. En el caso de Deepneau, el proceso ya ha empezado. Ha perdido a su mujer, ha perdido el trabajo… ¿Lo sabías?

—Ajá. Me lo dijo Helen.

—Y ahora está perdiendo a sus seguidores más moderados. Se están largando como cazas que vuelven a casa porque se les está acabando el combustible. Pero Ed no… Él sigue contra viento y marea. Me imagino que conservará a algunos hasta la conferencia de Susan Day, pero creo que después se va a quedar más solo que la una.

—¿Se te ha ocurrido que a lo mejor intenta algo el viernes? ¿Que a lo mejor intenta atacar a Susan Day?

—Claro —repuso Leydecker—. Claro que se nos ha ocurrido, eso te lo aseguro.

Ralph se alegró muchísimo de comprobar que la puerta del porche estaba cerrada con llave. La abrió el tiempo suficiente como para entrar y a continuación subió pesadamente la escalera, que aquella tarde se le antojaba más larga y tenebrosa que nunca.

El piso parecía demasiado silencioso pese al constante golpeteo de la lluvia contra el tejado, y el aire parecía oler a demasiadas noches en blanco. Ralph llevó una de las sillas de la mesa de la cocina al mostrador, se encaramó a ella y escudriñó el estante superior del armario más cercano a la fregadera. Era como si esperara encontrar otra lata de Guardaespaldas…, la lata original, la que había guardado allí tras acompañar a Helen y a su amiga Gretchen a la puerta, en el estante superior de la alacena, y de hecho, una parte de él lo esperaba realmente. Sin embargo, allí no había nada aparte de un palillo, un fusible viejo y un montón de polvo.

Se bajó de la silla con cuidado comprobó que había dejado huellas de barro sobre el asiento y las limpió con unas cuantas toallas de papel. A continuación dejó la silla en su lugar y se dirigió al salón. Se quedó de pie, dejando que sus ojos vagaran por la estancia, desde el sofá con su cursi colcha de flores y el sillón de orejas hasta el viejo televisor colocado sobre la mesita de roble que había entre las dos ventanas que daban a Harris Avenue. Desde ahí dirigió la mirada hasta el rincón más alejado. El día anterior, al llegar al piso todavía un poco irritado por haber encontrado abierta la puerta del porche, Ralph había confundido por un instante la cazadora colgada del perchero con un intruso. Bueno, no hacía falta ser remilgado; había creído por un momento que Ed había decidido hacerle una visita.

Pero yo nunca cuelgo los abrigos. Era una de las cosas, una de las pocas cosas, creo, que le molestaban a Carolyn de mí. Y si no conseguí acostumbrarme a colgarlos cuando ella vivía, está clarísimo que no iba a acostumbrarme después de su muerte. No, yo no colgué la chaqueta en el perchero.

Ralph atravesó el salón, rebuscó en los bolsillos de la cazadora de cuero gris y dejó todo lo que encontró sobre el televisor. En el izquierdo no había nada, salvo un tubo viejo de caramelos, con pelusilla pegada en el primero, pero el bolsillo derecho era un cofre del tesoro aunque sin el aerosol. Había una piruleta de limón todavía envuelta, una arrugada circular publicitaria de la Casa de la Pizza de Derry, una pila AA, un pequeño recipiente de cartón que en su día había contenido una porción de tarta de manzana de McDonald’s, la tarjeta de descuento del club de vídeo Dave, que estaba a punto de proporcionarle una película gratis (la tarjeta llevaba más de dos semanas desaparecida en combate, y Ralph estaba seguro de haberla perdido), una caja de cerillas, un recibo de MasterCard por una comida en Panda Garden, diversos fragmentos de papel de aluminio… y una hoja doblada de papel rayado azul.

Ralph lo desdobló y leyó una sola frase escrita con la letra desigual y algo insegura, propia de un anciano: Cada cosa que hago la termino a toda prisa para poder hacer otra.

No había nada más, pero bastaba para confirmar a su cerebro lo que el corazón ya sabía. Dorrance Marstellar estaba en la escalinata del porche cuando Ralph había vuelto de Páginas Traseras con sus novelas de bolsillo, pero había tenido otras cosas que hacer antes de sentarse a esperarlo. Había subido al piso de Ralph, había cogido el aerosol de la alacena y lo había metido en el bolsillo derecho de la vieja cazadora gris de Ralph. Incluso había dejado su tarjeta de visita: el principio de un poema garabateado sobre un pedazo de papel seguramente arrancado de la gastada libreta en la que a veces anotaba las llegadas y las salidas de la pista 3. Luego, en lugar de colocar la cazadora dondequiera que Ralph la hubiese dejado, el viejo Dor la había colgado pulcramente en el perchero. Una vez cumplida la misión

(lo hecho hecho está)

había regresado al porche para esperarlo.

La noche anterior, Ralph había reñido a McGovern por haber dejado otra vez abierta la puerta principal, y McGovern había aguantado la reprimenda con la misma paciencia con la que el propio Ralph había aguantado las reprimendas de Carolyn por dejar su chaqueta tirada sobre la primera silla que se encontraba en lugar de colgarla en el perchero, pero en aquel momento, Ralph se preguntó si no habría acusado a Bill injustamente. Tal vez el viejo Dor había forzado la cerradura… o quizás la había embrujado. Dadas las circunstancias, la brujería se le antojaba la opción más plausible. Porque…

—Porque mira —murmuró Ralph al tiempo que se guardaba todos los trastos que había colocado sobre el televisor en los bolsillos—. No sólo sabía que iba a necesitar esas cosas, sino que sabía dónde encontrarlas y dónde ponerlas.

Ralph se estremeció de pies a cabeza e intentó digerir aquella idea, tildarla de absurda, ilógica, del tipo de cosa que un hombre con un caso agudo de insomnio inventaría. Tal vez. Pero eso no explicaba lo del trozo de papel, ¿verdad?

Volvió a mirar las palabras garabateadas sobre el papel rayado azul. Cada cosa que hago la termino a toda prisa para poder hacer otra. Aquella no era su letra, del mismo modo que Noches en el cementerio no era su libro.

—Pero ahora sí que es mío; Dor me lo regaló —dijo Ralph con un nuevo estremecimiento tan sutil como una grieta en el parabrisas.

¿Y qué otra explicación se te ocurre? Esto no puede haber llegado a tu bolsillo volando. Y el papel tampoco.

La sensación de que unas manos invisibles lo empujaban hacia un siniestro túnel lo había embargado de nuevo. Ralph regresó a la cocina como en sueños. Por el camino se quitó la chaqueta gris y la dejó caer sobre el brazo del sofá sin siquiera darse cuenta. Permaneció en el umbral durante unos instantes, con la mirada fija en el calendario, en cuya fotografía se veía a dos chiquillos risueños tallando un farolillo de calabaza. Con la mirada fija en la fecha del día siguiente, que estaba marcada con un círculo.

Anula la visita con el pinchauvas, había dicho Dorrance; aquél era el mensaje y el tipo del cuchillo no había hecho más que subrayarlo hacía un rato. Bueno, subrayarlo era una forma suave de expresarlo.

Ralph buscó un número en las páginas amarillas y lo marcó.

—Ésta es la consulta del doctor James Roy Hong —le comunicó una agradable voz femenina—. En este momento no podemos atenderle, de modo que, por favor, deje su mensaje al oír la señal y nos pondremos en contacto con usted lo antes posible.

Se oyó la señal del contestador.

—Me llamo Ralph Roberts —dijo Ralph con una voz cuya firmeza lo asombró—. Tengo hora para mañana a las diez. Lo siento, pero no me será posible acudir. Ha surgido un imprevisto. Gracias. —Hizo una pausa antes de proseguir—: Por supuesto, pagaré el importe de la consulta.

Cerró los ojos, colocó el auricular en su horquilla y apoyó la frente contra la pared.

Pero ¿qué estás haciendo, Ralph? Por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo?

«Hay un largo camino hasta el Edén, cariño.»

No pensarás en serio lo que estás pensando… ¿verdad?

(«Un largo camino, así que no malgastes tus energías en las pequeñeces.»)

¿Qué estás pensando exactamente, Ralph?

No lo sabía; no tenía ni la menor idea. Lo único que sabía era que unos anillos de dolor surgían del boquete de su costado izquierdo, el agujero que le había practicado el tipo del cuchillo. El técnico de urgencias le había dado media docena de analgésicos y suponía que debería tomarse uno, pero en aquel momento estaba demasiado cansado como para acercarse a la pica y llenarse un vaso de agua…, y si estaba demasiado cansado como para cruzar una habitación de mierda, ¿cómo cojones iba a recorrer el largo camino que lo separaba del Edén?

Ralph no lo sabía, y de momento no le importaba. Lo único que deseaba era quedarse donde estaba, con la frente apoyada contra la pared y los ojos cerrados para no tener que ver nada.