El verano terminó como siempre sucede en Maine, sin que nadie se diera apenas cuenta. Ralph seguía despertándose de madrugada, y cuando los colores otoñales empezaron a arder en los árboles que flanqueaban Harris Avenue, ya abría los ojos alrededor de las dos y cuarto. Era un asco, pero al menos tenía ante sí la perspectiva de la consulta con James Roy Hong, y el extraño espectáculo de fuegos artificiales de que había disfrutado tras su primer encuentro con Joe Wyzer no se había repetido. En ocasiones advertía contornos brillantes alrededor de las cosas, pero Ralph descubrió que si cerraba los ojos y contaba hasta cinco, los contornos habían desaparecido cuando volvía a abrirlos.
Bueno, casi siempre.
La conferencia de Susan Day estaba programada para el viernes, ocho de octubre, y en las postrimerías de septiembre, las protestas y los debates públicos acerca del aborto libre se agudizaron y empezaron a centrarse cada vez más en la visita de la feminista. Ralph vio a Ed en la televisión muchas veces, en ocasiones en compañía de Dan Dalton, pero cada vez con mayor frecuencia solo, hablando con facilidad, de un modo razonable y a menudo con aquel matiz de humor no sólo presente en su mirada, sino también en su voz.
Caía bien a la gente, y por lo visto, Amigos de la Vida estaba atrayendo a una cantidad de adeptos que Pan de Cada Día no habría podido siquiera soñar. No se produjeron más lanzamientos de muñecas ni otras manifestaciones violentas, pero sí numerosas marchas y contramarchas, insultos, puños agitados y furiosas cartas al director. Los predicadores auguraban la condenación; los profesores pedían moderación y educación; media docena de mujeres que se hacían llamar Chorbas Lesbianas por Jesús fueron detenidas ante la Primera Iglesia Baptista de Derry con pancartas que rezaban NO OS METÁIS CON MI CUERPO, JODER. El News de Derry citó a un policía anónimo que afirmaba esperar que Susan Day pescara la gripe o algo por el estilo y se viera obligada a cancelar la visita.
Ralph no tuvo más noticias de Ed, pero el veintiuno de septiembre recibió una postal de Helen en la que había garabateado quince triunfantes palabras: «¡Hurra, tengo trabajo! ¡Biblioteca Pública de Derry! ¡Empiezo el mes que viene! Hasta pronto, Helen».
Más animado de lo que había estado desde que Helen lo llamara desde el hospital, Ralph bajó para mostrarle la postal a McGovern, pero la puerta del piso de su amigo estaba cerrada a cal y canto.
Pues entonces, Lois…, pero Lois tampoco estaba; lo más probable era que estuviera en una de sus timbas de cartas o tal vez en el centro, comprando lana para hacerse otra alfombra afgana.
Con cierta desazón y pensando en que las personas con las que más deseas compartir las buenas noticias nunca estaban cuando estabas a punto de estallar de impaciencia por comunicárselas, Ralph bajó al parque Strawford. Y allí encontró a Bill McGovern, sentado en un banco cerca del campo de béisbol y llorando a lágrima viva.
Tal vez llorando a lágrima viva fuera una expresión demasiado fuerte; quizás goteando se ajustaba más a la realidad. McGovern estaba sentado en el banco, con un pañuelo que le sobresalía del puño huesudo, contemplando a una madre y su hijo jugando a la pelota a lo largo de la línea de primera base del diamante en el que el último gran partido de la temporada, el Torneo Intramural de la ciudad, había concluido hacía tan sólo dos días.
De vez en cuando se llevaba el puño del pañuelo al rostro para secarse los ojos. Ralph, que jamás había visto llorar a McGovern, ni siquiera en el funeral de Carolyn, permaneció cerca del campo de juegos durante unos instantes, preguntándose si debía acercarse a McGovern o bien dar media vuelta y e irse por donde había venido.
Por fin hizo acopio de valor y se acercó al banco.
—Hola, Bill —saludó.
McGovern lo miró con ojos enrojecidos, acuosos y algo avergonzados. Volvió a secarse las lágrimas e intentó esbozar una sonrisa.
—Hola, Ralph. Me has pescado lloriqueando. Lo siento.
—No pasa nada —repuso Ralph al tiempo que se sentaba—. Yo también he lloriqueado lo mío. ¿Qué te pasa?
Se encogió de hombros antes de enjugarse de nuevo las lágrimas.
—Nada del otro mundo. Estoy sufriendo los efectos de una paradoja, nada más.
—¿Qué paradoja?
—Pues que algo bueno le está sucediendo a uno de mis mejores amigos, el hombre que me dio mi primer empleo como profesor, de hecho. Se está muriendo.
Ralph enarcó las cejas sin decir nada.
—Tiene una neumonía. Lo más probable es que su hija lo lleve al hospital mañana o pasado, y entonces le pondrán respiración asistida, al menos durante un tiempo, pero casi seguro que se muere. Me alegraré cuando muera, y supongo que es eso más que nada lo que me ha provocado esta depresión de caballo —hizo una pausa antes de continuar—: No entiendes nada, ¿verdad?
—No —admitió Ralph—. Pero da igual.
McGovern lo miró a los ojos, se apartó, volvió a mirarlo y a continuación resopló. Fue un sonido espeso y cargado de lágrimas, pero pese a todo, Ralph estaba convencido de que había sido una risa auténtica, por lo que se arriesgó a esbozar una leve sonrisa.
—¿He dicho algo gracioso?
—No —repuso McGovern al tiempo que le daba una palmadita en el hombro—. Es que te estaba mirando la cara, tan seria y sincera…, realmente eres un libro abierto, Ralph, y pensando en lo bien que me caes. A veces me gustaría ser tú.
—Pero no a las tres de la mañana —replicó Ralph en voz baja.
McGovern exhaló un suspiro y asintió.
—El insomnio.
—Exacto, el insomnio.
—Siento haberme reído, pero…
—No hace falta que te disculpes, Bill.
—… pero, por favor, créeme si te digo que ha sido una carcajada de admiración.
—¿Quién es ese amigo y por qué es bueno que se esté muriendo? —inquirió Ralph.
En realidad, ya imaginaba en qué radicaba la paradoja de McGovern; no era tan inocente ni duro de mollera como a veces parecía pensar Bill.
—Se llama Bob Polhurst y el hecho de que tenga neumonía es bueno porque padece la enfermedad de Alzheimer desde el verano de 1988.
Era lo que Ralph había imaginado…, aunque también se le había ocurrido la posibilidad del sida. Se preguntó si eso escandalizaría a McGovern y experimentó una leve punzada de humor. Entonces miró a su amigo y se avergonzó de ello. Sabía que cuando se trataba de lobreguez, McGovern era un auténtico profesional, pero no creía que ello restara ni un ápice de autenticidad al dolor que sentía en aquellos momentos.
—Bob fue el jefe del departamento de Historia del instituto de Derry desde 1948, cuando no podía tener más de veinticinco años, hasta 1981 o 1982. Era un profesor excelente, una de esas personas increíblemente inteligentes con las que a veces te topas en el despoblado y que esconden su inteligencia a toda costa. Por lo general acaban dirigiendo sus departamentos, además de media docena de actividades extraescolares, simplemente porque no saben negarse. Desde luego, Bob no sabía.
La madre pasó con su hijo ante ellos en dirección al chiringuito que pronto cerraría sus puertas hasta el verano siguiente. El rostro del niño aparecía extraordinariamente translúcido, de una belleza ensalzada por el aura rosada que envolvía su cabeza y se deslizaba por su pequeño y vivaracho rostro en serenas olas.
—¿Podemos ir a casa, mamá? —preguntó—. Quiero jugar con el Play-Doh. Quiero hacer la Familia Plastilina.
—Primero comeremos algo, ¿vale, grandullón? Mamá tiene mucha hambre.
—Vale.
Una cicatriz en forma de gancho surcaba el puente de la nariz del chiquillo, y en ese punto, el aura rosada se teñía de un intenso color escarlata.
Se cayó de la cuna cuando tenía ocho meses —pensó Ralph—. Cuando intentaba cazar las mariposas del móvil que su madre había colgado del techo. Se llevó un susto de muerte al entrar y ver toda aquella sangre; creyó que el pobre niño estaba a punto de morir. Se llama Patrick, pero ella lo llama Pat. Le pusieron ese nombre por su abuelo, y…
Ralph cerró los ojos con fuerza. Tenía el estómago revuelto y la intensa sensación de que iba a vomitar de un momento a otro.
—Ralph —lo llamó McGovern—. ¿Estás bien?
Abrió los ojos. Ni rastro de auras, ni rosadas ni de ningún otro color; tan sólo una madre y su hijo dirigiéndose hacia el chiringuito a buscar un refresco, y era imposible, absolutamente imposible que supiera que la madre no quería llevar a Pat a casa porque el padre de Pat había empezado a beber otra vez después de dejarlo durante casi seis meses, y que cuando bebía se ponía violento…
Basta, por el amor de Dios, basta.
—Estoy bien —aseguró a McGovern—. Se me ha metido algo en el ojo. Sigue. Cuéntame más cosas de tu amigo.
—No hay mucho que contar. Era un genio, pero con los años he llegado a convencerme de que se exagera mucho la cuestión de la genialidad. Creo que este país está repleto de genios, tipos y tipas tan inteligentes que hacen que los titulares de los carnés de la Asociación de Superdotados parezcan auténticos payasos. Y creo que la mayoría de ellos son profesores, que viven y trabajan en el anonimato de pequeñas ciudades y pueblos porque eso es lo que les gusta. Desde luego, eso era lo que le gustaba a Bob. Escudriñaba en el interior de la gente de un modo que me daba miedo…, al menos al principio. Al cabo de un tiempo, uno se daba cuenta de que no había por qué tener miedo, porque Bob era amable, pero a primera vista inspiraba temor. A veces te preguntabas si te miraba con ojos normales o con una especie de aparato de rayos X.
Junto al chiringuito, la mujer se había agachado con un refresco en un vasito de papel. El niño alargó las dos manos con una amplia sonrisa y lo cogió. Bebió sediento. En ese momento, el halo rosado reapareció por un momento, y Ralph sabía que tenía razón; el niño se llamaba Patrick, y su madre no quería llevarlo a casa. Era imposible que supiera aquellas cosas, pero las sabía.
—En aquellos tiempos —prosiguió McGovern—, si eras del corazón de Maine y no heterosexual al cien por cien, intentabas con todas tus fuerzas parecerlo. Era la única posibilidad que tenías aparte de mudarte a Greenwich Village, llevar boina y pasar los sábados por la noche en el tipo de clubs de jazz en los que la gente chasqueaba los dedos en lugar de aplaudir. En aquellos tiempos, la idea de «quitarte la máscara» era ridícula. Para la mayoría de nosotros, la única posibilidad era la máscara. A menos que quisieras que una banda de estudiantes borrachos de la fraternidad te esperaran en un callejón para romperte la cara, tu mundo era esa máscara.
Pat dio cuenta del refresco y tiró el vaso al suelo. Su madre le ordenó que lo recogiera y lo llevara a la papelera, a lo que el chiquillo obedeció con muchísimo gusto. A continuación, la madre lo cogió de la mano y juntos se dirigieron despacio hacia la salida del parque. Ralph los siguió con la mirada turbada, esperando que los temores y las preocupaciones de la mujer resultaran ser injustificados, pero temiendo que no sería así.
—Cuando me presenté para el empleo en el departamento de Historia del instituto de Derry, en 1951, tenía a mis espaldas dos años como profesor en el quinto pino, en un pueblucho perdido que se llama Lubec, y creía que si había conseguido sobrevivir allí sin que me hicieran preguntas, me sucedería lo mismo en cualquier parte. Pero Bob me echó un vistazo, bueno, echó un vistazo dentro de mí con aquellos ojos de rayos X y lo supo de inmediato. Y no se cortó ni un pelo. «Si decido ofrecerle el empleo y usted decide aceptarlo, señor McGovern, ¿puede garantizarme que nunca surgirá ni el más mínimo problema a causa de sus preferencias sexuales?» ¡Preferencias sexuales, Ralph! ¡Dios mío! Jamás habría imaginado una expresión como aquélla, pero brotó de sus labios con más facilidad que una máquina engrasada con Tres en Uno. Me preparé para ponerme a la defensiva, para decirle que no tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando pero que, aun así, lo encontraba extremadamente ofensivo… por principio, por así decirlo, pero entonces lo volví a mirar y decidí ahorrar saliva. Podía haber engañado a algunas personas en Lubec, pero no iba a engañar a Bob Polhurst. No llegaba a los treinta y probablemente no había estado al sur de Kitter más que una docena de veces en su vida, pero sabía todo lo que había que saber de mí, y descubrirlo no le había llevado más que una entrevista de veinte minutos. «No, señor, ni el más mínimo problema», le aseguré dócil como un corderito.
McGovern volvió a enjugarse las lágrimas, pero tenía la sensación de que esta vez se trataba de un gesto principalmente teatral.
—En los veintitrés años que pasaron antes de que me fuera a enseñar a la Universidad Local de Derry, Bob me enseñó todo lo que sé acerca de la pedagogía de la historia y del ajedrez. Era un excelente jugador…, seguro que habría sido un hueso duro de roer para ese fantasma de Faye Chapin, créeme. Sólo le gané una vez, y eso fue después de que empezaran los síntomas de la enfermedad. No he vuelto a jugar con él desde entonces. Y había más cosas. Nunca olvidaba un chiste. Nunca olvidaba los cumpleaños o aniversarios de la gente que le importaba; no enviaba tarjetas ni regalos, pero siempre felicitaba y ofrecía buenos deseos, y nadie ha puesto jamás en duda su sinceridad. Ha publicado más de sesenta artículos sobre pedagogía de la historia y sobre la guerra de Secesión, que era su especialidad. En 1967 o 1968 escribió un libro titulado A finales de verano, que trataba de lo que había sucedido en los meses después de Gettysburg. Me dejó leer el manuscrito hace unos diez años, y creo que es el mejor libro sobre la guerra de Secesión que he leído en mi vida… El único que puede comparársele remotamente es Los ángeles asesinos, de Michael Shaara. Pero Bob no quería ni oír hablar de publicarlo. Cuando le pregunté por qué, me dijo que yo más que nadie debería comprender sus razones.
McGovern hizo una pausa para contemplar el parque, que aparecía bañado en una luz entre verde y dorada, surcada por sombras negras que se movían y desplazaban con cada soplo de brisa.
—Decía que le daba miedo convertirse en un personaje público.
—Vale —intevino Ralph—. Ya lo entiendo.
—Tal vez sea eso precisamente la mejor descripción de él; solía rellenar el gran crucigrama del dominical del New York Times con pluma. Una vez me metí con él por eso, incluso lo acusé de arrogante. Y él sonrió y me dijo: «Hay una gran diferencia entre la arrogancia y el optimismo, Bill… Y yo soy optimista, nada más». En fin, ya puedes imaginarte. Un hombre amable, buen profesor, mente privilegiada. Su especialidad era la guerra de Secesión, y ahora ni siquiera sabe lo que es una guerra de Secesión ni, por supuesto, quién ganó la nuestra. Maldita sea, si ni siquiera sabe cómo se llama y muy pronto, de hecho, cuanto antes mejor, morirá sin tener ni la menor idea de que ha vivido.
Un hombre de mediana edad, enfundado en una camiseta de la Universidad de Maine y unos andrajosos vaqueros se acercó arrastrando los pies por el campo de juegos, con una arrugada bolsa de papel bajo el brazo. Se detuvo junto al chiringuito para examinar el contenido de la papelera, con la esperanza de encontrar un par de envases retornables. Cuando se inclinó, Ralph vio el aura de color verde oscuro que lo envolvía y el cordel de globo verde claro que se elevaba vacilante desde su coronilla. Y de repente se sintió demasiado cansado para cerrar los ojos, demasiado cansado para desear que la imagen se desvaneciera.
—Hace un mes que veo cosas… —empezó volviéndose hacia McGovern.
—Supongo que estoy de luto —lo interrumpió McGovern al tiempo que volvía a secarse las lágrimas con ademán teatral—, aunque no sé si por Bob o por mí. ¿No te parece increíble? Pero si supieras lo inteligente que era en aquellos tiempos… lo pavorosamente inteligente…
—Bill, ¿ves a ese tipo que está al lado del chiringuito? ¿El que está revolviendo la papelera? Pues veo…
—Sí, últimamente están en todas partes —terció McGovern lanzando al borrachín, que había encontrado dos latas vacías de Budweiser y las estaba guardando en la bolsa, una mirada fulminante antes de volverse de nuevo hacia Ralph—. Odio ser viejo… Creo que ésa es la cuestión. Quiero decir que lo odio de verdad.
El borracho se acercó al banco con paso inseguro; la brisa anunciaba su llegada con un hedor que no recordaba precisamente a la fragancia de las rosas. Su aura, de un animado y enérgico color verde que recordó a Ralph los adornos del día de san Patricio, el patrón de Irlanda, no encajaba con su postura servil y su sonrisa enfermiza.
—¡Qué tal, chicos! ¿Cómo estáis?
—Pues podríamos estar mejor —replicó McGovern enarcando las cejas en su característico ademán sarcástico—, y creo que lo estaremos en cuanto te esfumes.
El borracho miró a McGovern con expresión insegura, pareció concluir que era una causa perdida y se volvió hacia Ralph.
—¿Tiene alguna monedilla, señor? Tengo que ir a Dexter. Mi tío me ha llamado al refugio de Neibolt Street y me ha dicho que me volverá a dar el trabajo que tenía antes en el molino, pero sólo si…
—Lárgate, tío —masculló McGovern.
El borracho le lanzó una mirada rápida y ansiosa antes de volver los ojos castaños inyectados en sangre de nuevo hacia Ralph.
—Ess un drabajo mu bueno, ¿sabe? Y puedo volver a tenerlo, pero sólo si voy hoy missmo. Hay un autobús…
Ralph rebuscó en uno de sus bolsillos, encontró una moneda de veinticinco y otra de diez, y las dejó caer en la palma extendida del hombre. El borracho sonrió. El aura que lo envolvía se tornó más brillante antes de desaparecer. Ralph experimentó una oleada de alivio.
—¡Eh, gracias! ¡Gracias, señor!
—De nada —repuso Ralph.
El borracho se alejó dando tumbos hacia el supermercado Compra y Ahorro, donde marcas como Night Train, Old Duke y Silver Satin siempre estaban de oferta.
Oh, mierda, Ralph, no te pasaría nada por ser un poco caritativo también en tu cabeza, ¿verdad?, se reprochó. Siga un kilómetro en esa dirección y llegará a la central de autobuses.
Bien cierto, pero Ralph había vivido lo suficiente como para saber que existía una diferencia abismal entre el pensamiento caritativo y las ilusiones. Si el borracho del aura verde oscuro iba a la central de autobuses, Ralph iba a Washington a presentarse como secretario de Estado.
—No tendrías que haberlo hecho, Ralph —le riñó McGovern—. Lo único que consigues es darles cuerda.
—Supongo que tienes razón —accedió Ralph con aire cansado.
—¿Qué estabas diciendo antes de que nos interrumpieran de un modo tan grosero?
Ahora, la idea de contarle a McGovern la historia de las auras le parecía increíble, y por nada del mundo podía imaginarse que hubiera estado a punto de hacerlo. El insomnio, por supuesto; era la única respuesta. Le había jugado una mala pasada a su sentido común además de a su memoria a corto plazo y su sentido de la percepción.
—Que esta mañana he recibido algo por correo —repuso Ralph—. A lo mejor te levanta el ánimo.
Le entregó la postal de Helen, quien la leyó y la releyó. Durante la segunda lectura, su rostro alargado y caballuno se iluminó con una gran sonrisa. La combinación de alivio y sincera alegría que se apreciaba en su expresión hizo que Ralph perdonara a McGovern su exagerado paso de lo sublime a lo trivial. Resultaba fácil olvidar que Bill podía ser generoso además de pomposo.
—Es fantástico, ¿verdad? ¡Tiene trabajo!
—Y que lo digas. ¿Quieres que lo celebremos? Hay un pequeño restaurante a dos puertas de Rite Aid; se llama Amanecer y Ocaso. Un poco pijo, quizás, pero…
—Gracias, pero he prometido a la hija de Bob que iría a su casa para hacerle compañía un rato. Claro que no tiene ni la menor idea de quién soy, pero yo sí sé quién es él. ¿Comprendes?
—Sí —asintió Ralph—. Entonces, ¿en otra ocasión?
—Exacto —repuso McGovern releyendo la postal una vez más, sin dejar de sonreír—. Esto es espléndido, absolutamente espléndido.
Ralph se echó a reír ante aquella encantadora expresión anticuada en su cara.
—Lo mismo digo.
—Habría apostado cinco dólares contigo a que volvía derechita con el chalado de su marido, empujando ante sí el maldito cochecito de la niña…, pero me habría alegrado mucho de perder. Supongo que parece una locura.
—Un poco —replicó Ralph.
Sin embargo, sólo lo dijo porque era lo que McGovern esperaba oír. Lo que en realidad pensaba era que Bill McGovern acababa de describir su carácter y su visión del mundo de un modo más sucinto del que Ralph habría podido emplear jamás.
—Da gusto enterarse de que alguien está mejorando en lugar de empeorar, ¿verdad?
—Desde luego.
—¿Se la has enseñado ya a Lois?
—No está en casa —repuso Ralph meneando la cabeza—. Se la enseñaré en cuanto la vea.
—Eso. ¿Qué tal duermes últimamente, Ralph?
—Pues no demasiado mal.
—Bien. Tienes mejor aspecto. Pareces más fuerte. No podemos rendirnos, Ralph, eso es lo importante, ¿no te parece?
—Supongo que sí —asintió Ralph con un gran suspiro—. Supongo que sí.
Dos días más tarde, Ralph estaba sentado a la mesa de la cocina, comiendo lentamente un bol de cereales integrales que en realidad no le apetecían (pero que, de algún modo remoto, suponía que le sentarían bien) y mirando la primera página del News de Derry. Había hojeado brevemente la noticia, pero era la fotografía lo que atraía su atención una y otra vez; parecía expresar todas las sensaciones desagradables con las que había vivido durante todo el mes anterior, aunque sin dar explicación a ninguna de ellas.
Ralph pensó que el titular que encabezaba la fotografía, UNA MANIFESTACIÓN ANTE EL CENTRO DE LA MUJER DESEMBOCA EN VIOLENCIA, no reflejaba con fidelidad la historia que seguía, pero eso no lo sorprendía. Llevaba años leyendo el News y se había acostumbrado a sus inclinaciones, que incluían una sólida postura antiabortista. Pese a todo, el periódico había procurado distanciarse de Amigos de la Vida en el editorial bueno-chicos-ya-basta-no-no-no de aquel día, y a Ralph no le extrañaba. Los Amigos de la Vida se habían congregado en el aparcamiento que compartían el Centro de la Mujer y el hospital de Derry, esperando a un grupo de alrededor de doscientos manifestantes proaborto que desfilaban por toda la ciudad desde el Centro Cívico. La mayoría de los manifestantes llevaba pancartas con fotografías de Susan Day y el eslogan ELECCIÓN, NO TEMOR.
Los manifestantes tenían la intención de recabar partidarios mientras desfilaban, como una bola de nieve que rodara por una pendiente. En el Centro de la Mujer organizarían un breve mitin, destinado a reclutar defensores para la visita de Susan Day y seguido de un refrigerio. Pero el mitin no llegó a celebrarse. Cuando los manifestantes abortistas se aproximaban al aparcamiento, la gente de Amigos de la Vida salieron a toda prisa y bloquearon la calle, blandiendo sus propias pancartas (UN ASESINATO ES UN ASESINATO, SUSAN DAY NO TE ACERQUES A LA CIUDAD, DETENED LA MATANZA DE INOCENTES) ante sí como escudos.
Los manifestantes habían llegado escoltados por la policía, pero nadie había previsto la rapidez con la que los gritos de protestas y las palabras furiosas degeneraron en patadas y puñetazos. Todo había empezado cuando una tipa de Amigos de la Vida había reconocido a su propia hija entre los manifestantes abortistas. La madre había dejado caer su pancarta para abalanzarse sobre la hija. El novio de la hija se había aferrado a la mujer para intentar detenerla. Cuando mamá le arañó el rostro, el joven la arrojó al suelo. Aquel gesto había suscitado una melé de diez minutos y más de diez detenciones repartidas equitativamente entre ambos grupos.
La fotografía de la primera página de aquella mañana mostraba a Hamilton Davenport y Dan Dalton. El fotógrafo había captado a Davenport exhibiendo un rictus que poco tenía que ver con su expresión habitual de tranquila satisfacción. Tenía un puño alzado por encima de la cabeza en un gesto primitivo de triunfo. Frente a él y luciendo la pancarta ELECCIÓN, NO TEMOR tras la cabeza como un halo surrealista de cartón, se encontraba el pez gordo de Amigos de la Vida. Los ojos de Dalton aparecían vidriosos y su boca, medio abierta. La fotografía en blanco y negro de alto contraste confería a la sangre que le brotaba de la nariz el aspecto de salsa de chocolate.
De vez en cuando, Ralph intentaba apartar la mirada de la imagen y concentrarse en su bol de cereales, pero entonces recordaba aquel día del verano anterior en que había visto por primera vez los pósters falsos de búsqueda que ahora salpicaban toda la ciudad, el día en que había estado a punto de desmayarse delante del parque Strawford. Recordaba sobre todo sus rostros…; el de Davenport, lleno de furiosa intensidad mientras miraba a través del polvoriento escaparate de Rosa Usada, Ropa Usada; el de Dalton adornado con una pequeña y desdeñosa sonrisa que parecía indicar que no cabía esperar que un simio como Hamilton Davenport entendiera la moralidad superior que entrañaba la cuestión del aborto, y que ambos lo sabían.
Ralph pensaba en aquellas dos expresiones y en la distancia que había mediado entre ambos hombres por aquel entonces, y al cabo de unos instantes, sus consternados ojos se volvían de nuevo hacia la foto del periódico. Detrás de Dalton había dos hombres empuñando carteles pro-vida y observando el enfrentamiento con gran atención. Ralph no reconoció al hombre flaco de gafas de montura de concha y melena gris que pronto haría mutis por el foro, pero sí conocía al hombre que estaba junto a él. Se trataba de Ed Deepneau. Sin embargo, en aquel contexto, Ed Deepneau no parecía tener apenas importancia alguna. Lo que atraía (y asustaba) a Ralph eran los rostros de los dos hombres que desde hacía años tenían tiendas vecinas en Lower Witcham Street… El puño alzado y el rictus furioso de Davenport, y los ojos vidriosos y la nariz ensangrentada de Dalton.
Eso es lo que te pasa si no tienes cuidado con tus pasiones. Pero sería mejor que la cosa no pasara a mayores, porque…
—Porque si esos dos tipos tuvieran armas, ya se habrían matado a tiros —masculló.
En aquel instante sonó el timbre de la puerta principal de la casa, la que daba al porche. Ralph se levantó, echó un último vistazo a la fotografía y se vio embargado por una oleada de vértigo que iba acompañada de una extraña y fatal certeza; era Ed el que llamaba a la puerta, y sólo Dios sabía qué querría.
¡Pues entonces no vayas a abrir, Ralph!
Permaneció indeciso junto a la mesa de la cocina durante unos instantes, deseando con amargura poder atravesar la espesa niebla que parecía haberse apoderado de su mente aquel año. Al cabo de un rato, el timbre volvió a sonar, y Ralph se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. No importaba que fuera el mismísimo Saddam Hussein quien llamara a la puerta; aquélla era su casa y no iba a esconderse en ella como un perro apaleado.
Ralph cruzó el salón, abrió la puerta del pasillo y empezó a bajar la penumbrosa escalera.
A medio camino de la entrada se tranquilizó un poco. La mitad superior de la puerta que daba al porche consistía en gruesos paneles de vidrio. Distorsionaban las imágenes, pero no lo suficiente como para que Ralph no se diera cuenta de que sus visitantes eran dos mujeres. De inmediato adivinó quién debía de ser una de ellas y bajó el resto de los escalones a la carrera, deslizando una mano sobre la barandilla. Abrió la puerta de par en par y ahí estaba Helen Deepneau, con una bolsa de lona (en uno de cuyos flancos se leían las palabras PRIMEROS AUXILIOS PARA EL BEBÉ) colgada de un hombro y Natalie mirando por encima del otro. Helen sonreía con aire esperanzado y algo nervioso a un tiempo.
De repente, el rostro de Natalie se iluminó, y a pequeña empezó a dar saltitos en la mochila en que Helen la llevaba, agitando los brazos en dirección a Ralph con aire encantado.
Me recuerda —pensó Ralph—. ¡Mira por dónde! Y cuando alargó los brazos para permitir que una de aquellas manitas se aferrara a su dedo índice, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Estás bien, Ralph? —inquirió Helen.
Ralph sonrió, asintió con la cabeza, avanzó un paso y la abrazó. Sintió que Helen le rodeaba el cuello con los brazos. Por un momento la cabeza le dio vueltas al percibir la fragancia de su perfume mezclada con el lechoso olor a bebé saludable, y entonces, Helen le plantó un ruidoso beso en la oreja antes de soltarlo.
—Estás bien, ¿verdad? —insistió.
También sus ojos aparecían llenos de lágrimas, pero Ralph apenas se percató de ello; estaba demasiado ocupado haciendo inventario en un intento de asegurarse de que no quedaba secuela alguna de la paliza. A juzgar por lo que vio, así era. Helen tenía un aspecto inmaculado.
—Mejor de lo que he estado en muchas semanas —aseguró—. Tienes un aspecto estupendo. Tú también, Nat.
Besó la mano diminuta y rolliza que seguía aferrada a su dedo, y no lo sorprendió demasiado ver la fantasmal marca gris azulada que sus labios dejaron en la piel de la niña. La marca se desvaneció casi al instante, y Ralph abrazó de nuevo a Helen, sobre todo para cerciorarse de que estaba realmente ahí.
—Mi querido Ralph —le murmuró la joven al oído—. Mi queridísimo Ralph.
En aquel momento, algo se agitó en su entrepierna, en apariencia a causa de la combinación de su suave perfume y la suave brisa de aquellas palabras que le acariciaban el oído…, y en aquel momento recordó otra voz que había sonado en su oído. La voz de Ed. Llamo por tu lengua, Ralph. Está intentando meterte en líos.
Ralph la apartó de sí y la sostuvo a distancia sin dejar de sonreír.
—Desde luego que tienes un aspecto estupendo, Helen. Maravilloso.
—Tú también. Me gustaría presentarte a una amiga mía. Ralph Roberts, Gretchen Tillbury. Gretchen, Ralph.
Ralph se volvió hacia la otra mujer y la estudió con atención por primera vez mientras su mano enorme y huesuda se cerraba sobre la esbelta y blanca de la mujer. Era el tipo de mujer que obligaba a un hombre (por mucho que pasara de los sesenta) a ponerse derecho y a meter la barriga. Era muy alta, tal vez llegaba al metro ochenta, y rubia, pero no era ésa la cuestión. Había algo más, algo que era como un olor, una vibración o
(un aura)
exacto, como un aura. Era, en pocas palabras, una mujer a la que no se podía dejar de mirar, en la que no se podía dejar de pensar, sobre la que no se podía dejar de especular.
Ralph recordaba que Helen le había dicho que su marido le había abierto el muslo con un cuchillo de cocina y después la había abandonado para que se desangrara. Se preguntaba cómo era posible que un hombre pudiera hacer una cosa así, que pudiera acercarse a ella con otro sentimiento que no fuera el respeto y el amor.
Y también un poco de lujuria en cuanto dejara atrás la fase de «Hermosa camina en la noche». Y por cierto, Ralph, creo que ha llegado el momento adecuado para devolver tus ojos a sus órbitas.
—Encantada de conocerla —saludó al tiempo que le soltaba la mano—. Helen me ha contado que fue usted a verla al hospital. Gracias por ayudarla.
—Fue un placer ayudar a Helen —aseguró Gretchen dedicándole una sonrisa deslumbrante—. De hecho, es la clase de mujer por la que todo merece la pena…, pero creo que eso ya lo sabe.
—Creo que sí —asintió Ralph—. ¿Tienen tiempo para quedarse a tomar un café? Por favor, quédense si pueden. Sería un placer.
Gretchen lanzó una mirada a Helen, quien asintió con la cabeza.
—Nos encantaría —aceptó Helen—, porque… bueno…
—No es una visita estrictamente social, ¿verdad? —inquirió Ralph mirando alternativamente a Gretchen Tillbury y a Helen.
—No —repuso Helen—. Tenemos que hablar contigo, Ralph.
Al llegar a la cima de la oscura escalera, Natalie empezó a agitarse impaciente en la mochila y a parlotear en la jerga característica de los bebés que muy pronto dejaría paso a palabras articuladas.
—¿Puedo cogerla? —pidió Ralph.
—De acuerdo —accedió Helen—. Pero si se pone a llorar la volveré a coger yo.
—Hecho.
Pero el Bebé Ensalzado y Venerado no se echó a llorar. En cuanto Ralph la sacó de la mochila, la pequeña le rodeó el cuello con un brazo en ademán amigable y asentó el culito en la curva de su codo como si fuera su sillón particular.
—Vaya —exclamó Gretchen—. Estoy impresionada.
—¡Blig! —afirmó Natalie al tiempo que agarraba el labio inferior de Ralph y tiraba de él como si fuera la lámina de una persiana—. ¡Ganna-wig! ¡Andoo-sis!
—Creo que acaba de decir algo referente a las Andrews Sisters —explicó Ralph.
Helen echó atrás la cabeza y se echó a reír con ganas, como si la risa procediera de lo más profundo de su ser. Hasta aquel momento, Ralph no se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos aquella risa.
Natalie soltó el labio de Ralph al entrar en la cocina, la estancia más soleada del piso a aquella hora del día. Se percató de que Helen miraba en derredor con curiosidad mientras él encendía la cafetera, y recordó que hacía mucho tiempo que su vecina no ponía los pies en su casa. Demasiado tiempo. Cogió la fotografía de Carolyn que había sobre la mesa de la cocina y la miró con atención y una leve sonrisa dibujada en las comisuras de los labios. El sol iluminaba las puntas de su cabello, que llevaba muy corto y peinado en una especie de corona alrededor de la cabeza. De repente, Ralph se vio embargado por una revelación; en gran parte, quería a Helen porque Carolyn la había querido; ambos habían accedido a los rincones más profundos de la mente y el corazón de Carolyn.
—Era tan guapa —murmuró Helen—. ¿Verdad, Ralph?
—Sí —asintió él mientras sacaba las tazas y procuraba colocarlas fuera del alcance de las inquietas e interesadas manos de Natalie—. Esa fotografía se hizo uno o dos meses antes de que empezaran los dolores de cabeza. Supongo que es excéntrico tener una fotografía de estudio enmarcada sobre la mesa de la cocina, delante del azucarero, pero aquí es donde paso más tiempo últimamente, así que…
—Creo que es un lugar perfecto —intervino Gretchen.
Su voz era baja y dulcemente ronca. Si me hubiera murmurado ella al oído, estoy seguro de que el viejo Manolo habría hecho algo más que revolverse un poco mientras dormía.
—Yo también —corroboró Helen.
Le dedicó una leve sonrisa sin mirarlo directamente a los ojos, y a continuación dejó la bolsa roja sobre el mostrador de la cocina. Natalie reanudó su parloteo impaciente y alargó de nuevo las manos en cuanto vio la funda rosa del biberón. Un recuerdo cruzó vívida pero fugazmente la mente de Ralph; Helen acercándose a la Manzana Roja dando tumbos, con un ojo a la funerala, las mejillas surcadas de sangre, Natalie colocada descuidadamente sobre una cadera, del modo en que los adolescentes llevan los libros.
—¿Quieres intentarlo, viejo amigo? —inquirió Helen.
Su sonrisa era más ancha y ahora sí lo miraba a los ojos.
—¿Por qué no? Pero el café…
—Yo me ocuparé del café, abuelo —terció Gretchen—. He preparado millones de cafés en mi vida. ¿Tienes leche semidesnatada?
—En la nevera.
Ralph se sentó a la mesa, dejando que Natalie apoyara la cabeza contra su hombro y agarrara el biberón con sus diminutas y fascinantes manos. Efectuó aquel gesto con seguridad absoluta antes de llevarse la tetilla a la boca y empezar a chupar de inmediato. Ralph sonrió a Helen y fingió no darse cuenta de que la joven se había echado a llorar de nuevo.
—Aprenden deprisa, ¿verdad? —comentó.
—Sí —repuso Helen al tiempo que arrancaba una toalla de papel del rollo colgado de la pared, junto al fregadero, y se enjugaba las lágrimas—. Es increíble lo cómoda que está contigo, Ralph. Antes no era así, ¿verdad?
—La verdad es que no me acuerdo —mintió.
Lo cierto era que Natalie nunca se había comportado así con él. No le había rechazado, pero nunca se había mostrado tan a gusto en su presencia.
—No te olvides de apretar la cámara que hay dentro del biberón, ¿vale? Es que si no se tragará un montón de aire y luego tendrá gases.
—Afirmativo —repuso Ralph volviéndose hacia Gretchen—. ¿Te las arreglas?
—Perfectamente. ¿Cómo tomas el café, Ralph?
—Pues en una taza, si no te importa.
Gretchen se echó a reír y dejó la taza sobre la mesa, fuera del alcance de Natalie. Al sentarse cruzó las piernas, y Ralph se las quedó mirando… No podía evitarlo. Cuando alzó de nuevo la mirada, comprobó que Gretchen lo miraba con una leve sonrisa irónica.
Qué narices —se dijo Ralph—. Nada como perro viejo. Aunque sea un perro viejo que apenas duerme dos horas o dos horas y media por noche.
—Háblame de tu trabajo —comentó cuando Helen se sentó y empezó a sorber el café.
—Bueno, pues a mí me parece que deberían convertir el cumpleaños de Mike Hanlon en fiesta nacional… ¿Te haces una idea?
—Más o menos —repuso Ralph con una sonrisa.
—Estaba casi segura de que tendría que irme de Derry. Pedí formularios de solicitud a bibliotecas incluso de Portsmouth, pero la verdad es que no me hacía ninguna gracia. Voy a cumplir los treinta y cinco y sólo he vivido aquí siete años, pero Derry es mi hogar… No sé cómo explicarlo, pero es cierto.
—No tienes que dar explicaciones, Helen. Creo que el hogar no es más que una de esas cosas inherentes a una persona, como el cutis o el color de los ojos.
—Exacto —terció Gretchen asintiendo con la cabeza—. Exactamente eso.
—Mike me llamó el lunes para decirme que el empleo de ayudante en la sección infantil había quedado vacante. Y mira, llevo toda la semana pellizcándome para convencerme de que es cierto, ¿verdad, Gretchen?
—Bueno, llevas toda la semana muy contenta —repuso Gretchen—, y ha sido estupendo verte así.
Dedicó una sonrisa a su amiga, y para Ralph, aquella sonrisa fue una revelación. De repente comprendió que podía mirar a Gretchen Tillbury tanto como quisiera, pero que no importaba nada. Si el único hombre de la habitación hubiera sido Tom Cruise, tampoco habría importado nada. Se preguntó si Helen lo sabría, pero entonces se reprochó su estupidez. Helen era muchas cosas, pero tonta no.
—¿Cuándo empiezas? —inquirió.
—Pues la semana del Día del Descubrimiento —repuso Helen—. El doce. Turno de tarde y noche. El sueldo no es precisamente una fortuna, pero bastará para pasar el invierno se resuelva como se resuelva el… el resto de mi situación. ¿No te parece fantástico, Ralph?
—Sí —asintió él—. Es fantástico.
La pequeña había apurado la mitad del biberón y empezaba a perder el interés. Se le salió media tetilla de la boca y un fino reguero de leche le resbaló por la barbilla. Ralph alargó la mano para limpiársela, y sus dedos dejaron una serie de delicadas líneas de color gris azulado en el aire.
La pequeña Natalie intentó cogerlas y se echó a reír cuando se disolvieron en su puño. A Ralph se le cortó la respiración.
Lo ve. La pequeña ve lo que yo veo.
Eso es absurdo, Ralph. Es absurdo y lo sabes.
Pero la verdad era que no lo sabía. Acababa de verlo… Acababa de ver a Natalie intentar atrapar las estelas que habían dejado sus dedos.
—Ralph —dijo Helen—. ¿Estás bien?
—Sí, sí.
Alzó la mirada y vio a Helen envuelta en una lujosa aura de color marfil. Tenía el aspecto satinado de unas bragas caras. El cordel de globo que surgía de ella era del mismo matiz y tan ancho como el lazo de un regalo de boda. El aura que rodeaba a Gretchen Tillbury era de color naranja oscuro rematado de amarillo.
—¿Volverás a instalarte en la casa?
Helen y Gretchen cambiaron otra de aquellas miradas, pero Ralph apenas se dio cuenta. Descubrió que no le hacía falta observar sus rostros, sus gestos o su lenguaje corporal para leer sus sentimientos; le bastaba con contemplar sus auras. Los bordes color limón de su aura se oscurecieron hasta fundirse con el naranja del resto, mientras que el aura de Helen se encogió y a un tiempo adquirió un tono tan reluciente que resultaba difícil de mirar. Helen tenía miedo de volver. Gretchen lo sabía y ello la enfurecía.
Y la impotencia —se dijo Ralph—. Eso la enfurece aún más. Y él sabía todas esas cosas. Las sabía. Así de fácil.
—Me quedaré un tiempo más en High Ridge —decía Helen en aquel instante—. Quizás hasta el invierno. Nat y yo volveremos a la ciudad en un momento dado, me imagino, pero la casa se va a vender. Si alguien la compra, aunque tal como está el mercado inmobiliario no lo tengo muy claro, el dinero irá a parar a una cuenta de depósito y se dividirá teniendo en cuenta el acuerdo. Bueno, ya sabes…, el acuerdo del divorcio.
Le temblaba el labio inferior. Su aura se había encogido aún más; ahora se adhería a su cuerpo como una segunda piel, y Ralph advirtió que diminutos rayos rojos la surcaban. Parecían chispas danzando sobre un incinerador. Alargó la mano, tomó la mano de Helen y se la oprimió. La joven le dedicó una sonrisa de agradecimiento.
—Me estás diciendo dos cosas —dijo Ralph—. Que vas a seguir adelante con lo del divorcio y que todavía le tienes miedo.
—Helen ha sido maltratada con regularidad durante los tres últimas años de su matrimonio —intervino Gretchen—. Por supuesto que todavía le tiene miedo.
Hablaba en voz baja, serena y razonable, pero contemplar su aura era como mirar a través de la ventanita de cola de pescado que suele encontrarse en las portezuelas de las estufas de carbón.
Bajó la mirada hacia la niña y la vio envuelta en su vaporosa y brillante nube del color de un vestido de novia. Era más pequeña que la de su madre, pero por lo demás, idéntica…, como los ojos verdes y el cabello castaño rojizo. El cordel de globo de Natalie surgía de su coronilla en un lazo blanco y puro que flotaba hasta el techo y allí se rizaba etéreo junto a la lámpara. Cuando un soplo de brisa entró por la ventana abierta que había junto al fogón, la ancha banda blanca se onduló. Se volvió y comprobó que los cordeles de globo de Helen y Gretchen también se movían al ritmo de la brisa.
«Y si pudiera ver mi propio cordel, vería que se mueve exactamente igual —pensó—. Es real… Crea lo que crea la parte razonable de mi mente, las auras son reales. Son reales y yo las veo».
Esperó las objeciones de costumbre, pero esta vez no llegó ninguna.
—Últimamente tengo la sensación de pasar la mayor parte del tiempo en una lavadora emocional —dijo Helen—. Mi madre está enfadada conmigo… La verdad es que me ha llamado de todo menos rajada… y a veces tengo la sensación de que soy una rajada…, me da vergüenza…
—No tienes nada de qué avergonzarte —la interrumpió Ralph.
Alzó de nuevo la mirada hacia el cordel del globo de Natalie, que seguía ondeando al viento. Era bellísimo, pero no sentía necesidad de tocarlo; algún instinto profundo le decía que eso podría resultar peligroso para ambos.
—Supongo que eso ya lo sé —repuso Helen—, pero las niñas pasan por un montón de adoctrinamiento. Es como: «Aquí tienes tu Barbie, aquí tienes tu Ken y aquí tienes la cocinita. Aprende bien, porque cuando llegue el momento de la verdad, tú tendrás que encargarte de todas estas cosas, y si se rompe algo te echarán a ti la culpa». Y creo que podría haber seguido con mi papel…, de verdad lo creo. Claro que nadie me había dicho que, en algunos matrimonios, Ken se vuelve más loco que un cencerro. ¿Te parece autocomplaciente?
—No. Es más o menos lo que ha pasado, por lo que he visto.
Helen se echó a reír…, un sonido estridente, amargo y culpable.
—Pues no intentes explicarle eso a mi madre. Se niega a creer que Ed haya hecho algo más que darme un cachete conyugal en el trasero de vez en cuando…, sólo para enderezarme cuando iba en la dirección equivocada. Cree que el resto me lo he inventado. No es que me lo haya dicho claramente, pero lo oigo en su voz cada vez que hablo con ella por teléfono.
—Pues yo no creo que te lo hayas inventado —intervino Ralph—. Yo te vi, ¿te acuerdas? Yo estaba ahí cuando me suplicaste que no llamara a la policía.
Sintió que le oprimían el muslo bajo la mesa y alzó la mirada asombrado. Gretchen Tillbury inclinó la cabeza en su dirección de un modo casi imperceptible y le volvió a oprimir la pierna, ésta vez con mayor énfasis.
—Sí —asintió Helen—. Estabas ahí, ¿verdad?
Esbozó una leve sonrisa, lo cual estaba muy bien, pero lo que estaba sucediendo con su aura era aún mejor… Aquellas diminutas chispas rojas estaban desapareciendo y el aura volvía a ensancharse.
No —pensó—. No ensanchándose, sino soltándose, relajándose.
Helen se levantó y rodeó la mesa.
—Nat se está durmiendo. Será mejor que la coja.
Ralph bajó la vista y vio a Nat observando con ojos fijos y fascinados el otro extremo de la habitación. Siguió su mirada y vio el pequeño jarrón colocado sobre la repisa de la ventana que se abría junto a la fregadera. Apenas dos horas antes lo había llenado de flores otoñales, y ahora, una neblina verdosa brotaba de los tallos y rodeaba las flores con un brillo desvaído y difuminado.
Están a punto de morir —pensó Ralph—. Oh, Dios mío, nunca volveré a cortar una sola flor en mi vida, lo prometo.
Con gran suavidad, Helen levantó a Nat. La pequeña se dejó hacer, pero no apartó la mirada de las flores envueltas en niebla mientras su madre volvía a su silla, se sentaba y la acomodaba en la curva de su codo.
Gretchen dio unos golpecitos en la esfera de su reloj.
—Si queremos llegar a tiempo a la reunión de las doce…
—Sí, claro —exclamó Helen en tono de disculpa—. Estamos en el Comité de Bienvenida de Susan Day —explicó a Ralph—, y en este caso no es tan poca cosa como suena. En realidad, nuestra tarea principal no consiste sólo en darle la bienvenida, sino en ayudar a protegerla.
—¿Creéis que va a haber problemas?
—Digamos que la situación será tensa —terció Gretchen—. Tiene media docena de guardaespaldas, y nos enviarán todos los fax de amenazas relacionadas con Derry que hayan recibido. Parece ser que es su sistema habitual, porque Susan Day es muy conocida desde hace muchos años. Nos mantienen informados, pero también se aseguran de que comprendamos que, al ser el grupo anfitrión, su seguridad es responsabilidad del Centro de la Mujer además de suya.
Ralph abrió la boca para preguntar si se habían recibido muchas amenazas, pero creía que ya conocía la respuesta. Había vivido en Derry setenta años entre pitos y flautas, y sabía que se trataba de un engranaje peligroso, con muchas aristas y cantos afilados justo por debajo de la superficie. Ello podía aplicarse a numerosas ciudades, por supuesto, pero en Derry, los asuntos feos siempre parecían tener una dimensión adicional de fealdad. Helen la había llamado su hogar, y también era el hogar de Ralph, pero…
De repente recordó algo que había ocurrido casi diez años antes, poco después del Festival Días de Canal. Tres muchachos habían arrojado a un joven homosexual modesto e inofensivo al canal de Kendusekeag después de golpearlo y apuñalarlo varias veces; se rumoreó que los tres chicos habían permanecido sobre el puente que se extendía detrás de Falcon Tavern para verlo morir. Ante la policía declararon que no les gustaba el sombrero que llevaba el joven. Aquello también era Derry, sólo un estúpido lo negaría.
Como movido por aquel recuerdo (lo que quizás fuera cierto), Ralph contempló una vez más la fotografía aparecida en primera página del periódico de aquel día… Ham Davenport con el puño alzado, Dan Dalton con la nariz ensangrentada, los ojos vidriosos y la pancarta de Ham sobre la cabeza.
—¿Cuántas amenazas? —inquirió—. ¿Más de una docena?
—Unas treinta —repuso Gretchen—. De las que la policía sólo se toma unas seis en serio. Dos son amenazas de volar el Centro Cívico si Susan Day no anula su conferencia. Otra (ésta es encantadora) es de alguien que dice que tiene una pistola de agua llena de ácido sulfúrico. «Si te disparo directamente, ni siquiera tus amigas tortilleras podrán mirarte a la cara sin vomitar», afirma.
—Qué encanto —comentó Ralph.
—En cualquier caso, eso nos lleva al quid de la cuestión —anunció Gretchen.
Rebuscó en su bolsa, extrajo una lata con tapa roja y la dejó sobre la mesa.
—Un pequeño obsequio de todas tus agradecidas amigas del Centro de la Mujer.
Ralph cogió la lata. En un lado se veía el dibujo de una mujer rociando con una nube de gas a un hombre que llevaba un sombrero gacho y antifaz. En el otro se leía una sola palabra impresa en brillantes letras mayúsculas:
GUARDAESPALDAS
—¿Qué es esto? —inquirió, consternado a pesar suyo—. ¿Aerosol antivioladores?
—No —repuso Gretchen—. El aerosol antivioladores es arriesgado en Maine desde el punto de vista legal. Esto es mucho más suave…, pero si se lo echas a alguien en la cara, ni se le ocurrirá meterse contigo al menos durante un par de minutos. Insensibiliza la piel, irrita los ojos y produce náuseas.
Ralph quitó la tapa, miró el pulverizador rojo que había debajo y a continuación volvió a colocar la tapa.
—Por el amor de Dios, ¿para qué quiero yo esto?
—Has sido nombrado oficialmente Centurion —anunció Gretchen.
—¿Qué? —inquirió Ralph.
Pero en aquel momento recordó a Ed Deepneau atravesando una y otra vez la lluvia del aspersor del césped, quebrando los arcoiris con el cuerpo mientras Grace Slick cantaba Conejo Blanco.
—Centurion —repitió Helen.
Nat estaba durmiendo a pierna suelta en sus brazos, y Ralph se dio cuenta de que las auras habían desaparecido.
—Es lo que los Amigos de la Vida llaman a sus peores enemigos, los cabecillas de la oposición.
—Vale —dijo Ralph—. Ya lo entiendo. Ed habló de unas personas a las que llamaba Centuriones el día en que… te atacó. Pero habló de muchas cosas aquel día, y todas eran absurdas.
—Sí, Ed está detrás de todo esto y está loco —repuso Helen—. No creemos que haya mencionado el asunto de los Centuriones más que a un reducido número de personas…, personas que están casi tan chaladas como él. El resto de Amigos de la Vida… no creo que tengan ni idea. Quiero decir, ¿lo sabías tú? Hasta el mes pasado, ¿sabías que estaba loco?
Ralph denegó con la cabeza. No, y eso es lo que da tanto miedo, pensó, aunque sin expresarlo en voz alta.
—Los Laboratorios Hawking lo han despedido por fin —prosiguió Helen—. Ayer. Lo aplazaron tanto como pudieron, porque la verdad es que es muy competente y habían invertido mucho en él, pero al final tuvieron que despedirlo. Tres meses de sueldo en compensación. No está mal para un tipo que pega a su mujer y arroja muñecas llenas de sangre falsa a las ventanas de la clínica femenina de la ciudad —comentó golpeando el periódico con los dedos—. Esta manifestación fue la gota que colmó el vaso. Es la tercera o cuarta vez que lo detienen desde que se unió a Amigos de la Vida.
—Tenéis a alguien infiltrado, ¿verdad? —aventuró Ralph—. Por eso sabéis todas estas cosas.
—No somos los únicos que tenemos a alguien infiltrado —repuso Gretchen con una sonrisa—. Siempre hacemos la broma de que no hay Amigos de la Vida, sino sólo un montón de agentes dobles. La policía de Derry tiene a alguien; la policía estatal también. Y ésos son sólo los que conoce nuestro…, nuestra persona. Maldita sea, si hasta es posible que el FBI los esté controlando también. Amigos de la Vida es una organización en la que es muy fácil infiltrarse, Ralph, porque están convencidos de que, en el fondo de su corazón, todo el mundo está de su parte. Pero creemos que nuestra persona es la única que ha logrado infiltrarse en la cúpula dirigente, y una vez te metes ahí, te das cuenta de que Dan Dalton no es más que la marioneta de Ed Deepneau.
—Ya me lo imaginé la primera vez que los vi juntos en las noticias —comentó Ralph.
Gretchen se levantó, recogió las tazas, las llevó a la pica y empezó a enjuagarlas.
—Milito en el movimiento feminista desde hace trece años y he visto muchas locuras, pero nunca he visto algo igual. Consigue que esos imbéciles crean que las mujeres de Derry se someten a abortos involuntarios, que la mitad de ellas ni siquiera se han dado cuenta de que están embarazadas cuando llegan los Centuriones en plena noche y les arrebatan sus bebés.
—¿Les ha contado lo de la incineradora de Newport? —inquirió Ralph—. ¿La que en realidad es un crematorio de bebés?
Gretchen se volvió hacia él con los ojos abiertos de par en par.
—¿Cómo lo sabías?
—Oh, Ed me dio el parte personalmente. Empezando en julio de 1992.
Titubeó un instante antes de contarles la historia del día en que se había encontrado con Ed junto al aeropuerto, la escena en que Ed había acusado al tipo de la furgoneta de transportar bebés muertos en los bidones de fertilizante. Helen escuchó en silencio, con los ojos cada vez más abiertos.
—El día que te maltrató no paró de hablar de lo mismo —terminó Ralph—, pero por entonces ya lo había adornado considerablemente.
—Seguramente, eso explica por qué está tan obsesionado contigo —comentó Gretchen—, pero en un sentido muy real, la razón no importa. La cuestión es que ha entregado a sus chalados amigos una lista de los presuntos Centuriones. No conocemos todos los nombres que figuran, pero estoy yo, está Helen, Susan Day, por supuesto… y tú.
¿Por qué yo?, estuvo a punto de preguntar Ralph antes de darse cuenta de que no tendría sentido preguntar. Tal vez Ed la había tomado con él porque había llamado a la policía después de que pegara a Helen; pero lo más probable era que no existiera motivo comprensible alguno. Ralph recordaba haber leído en algún lugar que David Berkowitz, alias el Hijo de Sam, afirmaba haber matado en diversas ocasiones por orden de su perro.
—¿Qué esperáis que intenten hacer? —inquirió por fin—. ¿Asalto a mano armada, como en una película de Chuck Norris?
Esbozó una sonrisa, pero Gretchen no se la devolvió.
—La cuestión es que no sabemos qué intentarán hacer —puntualizó—. Lo más probable es que no hagan nada. Pero por otro lado, a Ed o a uno de los otros podría metérsele en la cabeza intentar tirarte por la ventana de tu propia cocina. En esencia, el aerosol no es más que gas lacrimógeno diluido. Una pequeña póliza de seguros, nada más.
—De seguros —repitió Ralph con aire pensativo.
—Te encuentras en la más selecta de las compañías —intervino Helen con una triste sonrisa—. Aparte de ti, el único Centurion varón de la lista, que nosotras sepamos, es Cohen, el alcalde.
—¿Le habéis dado uno de éstos? —inquirió Ralph levantando la lata, que no parecía más peligrosa que las muestras gratuitas de espuma de afeitar que recibía por correo de vez en cuando.
—No ha hecho falta —repuso Gretchen.
Volvió a mirar el reloj. Helen advirtió el gesto y se levantó con la niña dormida en brazos.
—Tiene licencia para llevar un arma oculta.
—¿Y cómo lo sabéis? —preguntó Ralph.
—Porque hemos comprobado los archivos del ayuntamiento —replicó Gretchen con una sonrisa—. Los permisos de armas son del dominio público.
—Ah.
De repente, se le ocurrió una cosa.
—¿Y qué hay de Ed? ¿Lo habéis comprobado? ¿Tiene un arma?
—No —repuso la mujer—. Pero los tipos como Ed no solicitan necesariamente una licencia de armas cuando llegan a determinados extremos… Lo sabes, ¿verdad?
—Sí —replicó Ralph—. ¿Y vosotras qué? ¿Estáis teniendo cuidado?
—Claro, viejito. Claro que sí.
Ralph asintió con la cabeza, pero no estaba del todo convencido. La voz de Gretchen mostraba cierto matiz condescendiente que no le hacía ni pizca de gracia, como si la mera pregunta hubiera sido una estupidez. Pero no era una estupidez, y si Gretchen no lo sabía, ella y sus amigas podrían meterse en apuros. En grandes apuros.
—Eso espero —dijo—. De verdad. ¿Quieres que lleve a Nat abajo, Helen?
—Mejor que no; se despertaría —Helen lo observó con aire solemne—. ¿Llevarás el aerosol por mí, Ralph? No soportaría que te hicieran daño sólo porque intentaste ayudarme y Ed está más loco que una cabra.
—Pensaré en ello, ¿te basta eso?
—Supongo que tendrá que bastarme —suspiró ella estudiando su rostro con gran atención—. Tienes mucho mejor aspecto que la última vez que te vi. Duermes bien, ¿verdad?
—Bueno —repuso Ralph con una sonrisa—, la verdad es que todavía tengo algunos problemas, pero debo de estar mejor, porque la gente no para de decírmelo.
Helen se puso de puntillas y lo besó en la comisura de los labios.
—Estaremos en contacto, ¿eh? Quiero decir, de verdad.
—Yo cumpliré mi parte si tú cumples la tuya, cariño.
—Cuenta con eso, Ralph —aseguró Helen con una sonrisa—. Eres el Centurión varón más amable que conozco.
Los tres estallaron en tales carcajadas que Natalie se despertó y los miró con soñolienta sorpresa.
Tras acompañar a las dos mujeres a la puerta (DIGO SÍ AL ABORTO Y VOTO, rezaba el adhesivo que lucía el parachoques posterior del Accord de Gretchen), Ralph subió lentamente al primer piso. El cansancio se había apoderado de sus talones como un peso invisible. Una vez en la cocina, miró primero el jarrón de flores, intentando ver aquella extraña y maravillosa neblina verde que había surgido de los tallos. Nada. A continuación cogió el aerosol y volvió a estudiar el dibujo impreso en uno de los lados. Una Mujer Amenazada defendiéndose heroicamente de su atacante; un Hombre Malo con antifaz y sombrero gacho. Nada de matices; un caso claro de venga, tipejo, alégrame el día.
De repente se le ocurrió que la locura de Ed debía de ser contagiosa. En toda Derry había mujeres, entre las que se hallaban Gretchen Tillbury y la dulce Helen, que llevaban aquellos pequeños aerosoles en el bolso, y en realidad, todos ellos decían lo mismo: Tengo miedo. Los hombres malos del antifaz y el sombrero gacho han llegado a Derry y tengo miedo.
Ralph no quería formar parte de aquel asunto. Se puso de puntillas y guardó el Guardaespaldas en el estante superior del armario de la cocina que había junto a la fregadera; a continuación se enfundó su vieja chaqueta de cuero gris. Iría al merendero que había cerca del aeropuerto para ver si podía jugar una partida de ajedrez. Y a falta de ajedrez, tal vez unas cuantas rondas de damas chinas.
Se detuvo en el umbral de la puerta de la cocina, mirando las flores con fijeza, intentando resucitar aquella brillante neblina verde. No sucedió nada.
Pero estaba ahí. La has visto; y Natalie también.
Pero ¿de verdad la había visto Natalie? Los bebés no paran de mirar cosas con los ojos como platos, todo los dejaba asombrados, así que, ¿cómo podía estar tan seguro?
—Pues simplemente porque lo estoy —explicó al piso vacío.
Correcto. La niebla verde de los tallos había existido realmente, las auras habían existido y…
—Y todavía existen —dijo sin saber si sentirse aliviado o consternado por la firmeza que advirtió en su voz.
Pues de momento, ¿por qué no intentas no sentirte ni aliviado ni consternado, cariño?
Idea suya, la voz de Carolyn, buen consejo.
Ralph cerró el piso con llave y se dirigió hacia la Derry de los Viejos Carcamales para ver si podía jugar una partida de ajedrez.