5

Se hallaban en una especie de restaurante postmoderno llamado Amanecer y Ocaso. El lugar era un poco demasiado modernillo para Ralph, que creía firmemente en los restaurantes anticuados cargados de cromados y olores grasientos, pero el pastel de manzana estaba muy bueno, y aunque el café no estaba a la altura del de Lois Chasse, quien preparaba el mejor café que Ralph había probado en su vida, estaba caliente y fuerte.

—¿Es decir? —lo alentó Ralph.

—Hay ciertas cosas que las personas no cesan de buscar. No me refiero a las cosas que salen en los libros de historia y ciencias sociales, al menos por lo general. Me refiero a cosas fundamentales. Un techo bajo el que cobijarse. Tres comidas calientes y una cama. Una vida sexual decente. Unos intestinos sanos. Pero tal vez lo más básico de todo es lo que usted no tiene, amigo mío. Porque no hay nada en el mundo que pueda compararse con dormir bien, ¿verdad?

—Y que lo diga —asintió Ralph.

—El sueño es el héroe olvidado y el médico del pobre. Shakespeare decía que era el hilo que teje la compleja manga del bienestar, Napoleón lo llamaba el bendito colofón de la noche, y Winston Churchill, uno de los grandes insomnes del siglo XX, decía que el sueño era lo único que aliviaba sus profundas depresiones. Incluí estos datos en mis estudios, pero todas estas citas se reducen a lo que acabo de decir; no hay nada en el mundo que pueda compararse con dormir bien.

—Usted ha tenido el mismo problema, ¿verdad? —preguntó Ralph de repente—. ¿Por eso… bueno… está intentando cuidar de mí?

—¿Es eso lo que estoy haciendo? —replicó Joe Wyzer con una sonrisa.

—Creo que sí.

—Bueno, pues perfecto. La respuesta es sí. Padezco sueño retardado desde los trece años. Por eso acabé escribiendo no un estudio sobre el tema sino dos.

—¿Y cómo le va ahora?

—Pues este año no ha sido malo —repuso Wyzer encogiéndose de hombros—. Tampoco ha sido el mejor, pero me conformo. Durante un par de años, cuando tenía unos veinte, el problema fue muy grave. Me acostaba a las diez, me dormía hacia las cuatro, me levantaba a las siete y me arrastraba todo el día como podía, con la sensación de ser un figurante en la pesadilla de otra persona.

Aquello le resultaba tan familiar a Ralph que se le puso la piel de gallina.

—Y ahora viene lo más importante, Ralph, así que escuche con atención.

—Lo escucho.

—Se aferra a que se encuentra bien dentro de lo que cabe, aunque la verdad es que está jodido casi siempre. No todas las clases de sueño son iguales, ¿sabe? Hay sueño bueno y sueño malo. Si sigue teniendo sueños coherentes y lo que quizás es aún más importante, sueños lúcidos, eso significa que todavía tiene un sueño bueno. Y precisamente por eso, las píldoras para dormir podrían ser lo peor en estos momentos. Y conozco a Lichtfield. Es un tipo majo, pero le encanta su talonario de recetas.

—Y que lo diga —convino Ralph pensando en Carolyn.

—Si le dice a Lichtfield lo que me ha dicho a mí cuando veníamos para acá, le recetará benzodiacepina, seguramente Dalmane o Restoril, o quizás Halcion, o incluso Valium. Dormirá, eso sí, pero pagará un precio por ello. Las benzodiacepinas son adictivas, deprimen la función respiratoria y lo peor para tipos como usted y yo, reducen de forma considerable el sueño REM. En otras palabras, el sueño de los sueños. ¿Qué le parece el pastel? Apenas lo ha probado.

Ralph se metió un enorme trozo en la boca y se lo tragó sin saborearlo.

—Muy bueno —aseguró—. Ahora cuénteme por qué la gente tiene sueños para convertir el sueño en buen sueño.

—Si pudiera contestar a esa pregunta, me retiraría del negocio de las pastillas y me haría gurú del sueño.

Wyzer había dado cuenta de su trozo de pastel y estaba recogiendo las migas del plato con la yema del índice.

—REM significa movimiento rápido del ojo, por supuesto, y los términos sueño REM y sueño onírico se han convertido en sinónimos para la opinión pública, pero nadie sabe con exactitud qué relación guardan los movimientos del ojo con los sueños. Parece improbable que los movimientos del ojo indiquen «observación» o «rastreo», porque los investigadores especializados en el sueño lo observan muy a menudo, incluso en los sueños que los sujetos de los experimentos describen como bastante estáticos… Sueños de conversaciones, por ejemplo, como la que estamos sosteniendo en este momento. De un modo similar, nadie sabe exactamente por qué parece existir una relación clara entre los sueños lúcidos y coherentes y la salud mental general. Cuantos más sueños de este tipo tenga una persona, tanto mejor parece ser su salud, y viceversa. Es proporcional.

—Pero salud mental parece un término muy general —objetó Ralph con escepticismo.

—Sí —admitió Wyzer—. Me recuerda un adhesivo que vi en un coche hace algunos años: APOYE LA SALUD MENTAL O LO MATO. En cualquier caso, estamos hablando de ciertos componentes básicos que se pueden medir con facilidad, como la capacidad cognitiva, la capacidad de resolver problemas, tanto con métodos inductivos como conductivos, la capacidad de entablar relaciones, la memoria…

—Últimamente tengo una memoria pésima —comentó Ralph.

Estaba pensando en su incapacidad de recordar el número del cine y la larga búsqueda del último sobre de sopa en el armario de la cocina.

—Sí, probablemente sufre una pérdida de memoria a corto plazo, pero lleva la bragueta subida, la camisa bien puesta y apuesto a que si pregunto cuál es su segundo nombre de pila me lo sabría decir. No es que quiera quitarle importancia a su problema, jamás se me ocurriría, pero le pido que cambie de perspectiva durante unos instantes. Que piense en todos los ámbitos de la vida en los que todavía funciona a la perfección.

—De acuerdo. Estos sueños lúcidos y coherentes, ¿indican lo bien que funciona uno, como la aguja de la gasolina en el coche, o realmente ayudan a funcionar bien?

—Nadie lo sabe con exactitud, pero la respuesta más probable es que se trate de una combinación de ambas cosas. A finales de los años cincuenta, cuando los médicos empezaban a descartar los barbitúricos (el último realmente popular fue un fármaco fortísimo llamado talidomida), unos cuantos científicos intentaron incluso sugerir que el buen sueño, sobre el que nos habíamos roto los cuernos, y los sueños no guardaban ninguna relación.

—Pero que los experimentos no respaldan la hipótesis. La gente que deja de soñar o sufre constantes interrupciones del sueño tiene todo tipo de problemas, que incluyen la pérdida de la capacidad cognitiva y la estabilidad emocional. También empiezan a padecer problemas de percepción, como la hiperrealidad.

Detrás de Wyzer, en el extremo más alejado de la barra, un tipo leía un ejemplar del Derry News. Sólo se le veían las manos y la parte superior de la cabeza. Llevaba un anillo bastante ostentoso en el dedo meñique. El titular de la primera página rezaba DEFENSORA DEL DERECHO AL ABORTO ACCEDE A PRONUNCIAR UNA CONFERENCIA EN DERRY EL MES QUE VIENE. Debajo, en letras un poco más pequeñas, se hallaba el subtítulo: Grupos Pro Vida prometen protestas organizadas. En el centro de la página se veía una fotografía en color de Susan Day que le hacía mucha más justicia que las sosas instantáneas del póster que había visto en el escaparate de Rosa Usada, Ropa Usada. En aquellas fotografías tenía un aspecto vulgar, tal vez incluso un poco siniestro; pero en ésta aparecía radiante. Llevaba el cabello de color miel apartado del rostro. Tenía ojos oscuros, inteligentes y llamativos. Por lo visto, el pesimismo de Hamilton Davenport había estado fuera de lugar. Susan Day vendría a Derry.

Pero en aquel momento, Ralph vio algo que le hizo olvidar por completo a Ham Davenport y Susan Day.

Un aura de color gris azulado había empezado a formarse alrededor de las manos y la coronilla del hombre que leía el periódico. El aura era especialmente brillante en torno al anillo de ónix que lucía. No se oscurecía sino que parecía aclararse, transformando la piedra en algo que parecía un asteroide de una película de ciencia ficción muy realista…

—¿Cómo dice, Ralph?

—¿Eh? —farfulló Ralph haciendo un esfuerzo por apartar la mirada de el hombre del anillo—. No sé… ¿Estaba hablando? Me parece que le preguntaba qué es la hiperrealidad.

—Percepción sensorial acentuada —explicó Wyzer—. Es como un viaje de LSD, pero sin tener que consumir ninguna sustancia química.

—Ah —dijo Ralph mientras observaba cómo la brillante aura gris azulada empezaba a formar complicados dibujos rúnicos sobre la uña del dedo con el que Wyzer estaba aplastando migas. Primero le dieron la impresión de ser letras escritas sobre el hielo… luego, frases escritas en la niebla… y por último, extraños rostros jadeantes.

Parpadeó y las imágenes desaparecieron.

—Ralph, ¿me está escuchando?

—Sí, sí. Pero oiga, Joe… Si los remedios caseros y las pastillas del pasillo 3 no funcionan, y los medicamentos recetados por el médico pueden llegar a empeorar la situación en lugar de mejorarla, ¿qué queda? Nada, ¿verdad?

—¿Va a comerse el resto? —replicó Wyzer señalando el plato de Ralph.

Una fría luz gris azulada brotó de la punta del dedo del farmacéutico como letras árabes escritas en hielo seco.

—No, estoy lleno. Sírvase.

Wyzer se acercó el plato de Ralph.

—No tire la toalla tan pronto —lo animó—. Quiero que vuelva conmigo a la farmacia para que le pueda dar un par de tarjetas de visita. En mi calidad de amable farmacéutico del barrio, le aconsejo que vaya a ver a esos tipos.

—¿Qué tipos?

Ralph observó fascinado cómo Wyzer abría la boca para comerse el último pedazo de tarta. Todos sus dientes estaban iluminados por un intenso brillo gris. Los empastes de sus muelas relucían como pequeños soles. Los fragmentos de masa y manzana que tenía sobre la lengua despedían

(lúcido Ralph lúcido)

una brillante luz. En aquel momento, Wyzer cerró la boca para masticar, y el brillo desapareció.

—James Roy Hong y Anthony Forbes. Hong es acupuntor y su consulta está en Kansas Street. Forbes es especialista en hipnosis y tiene consulta en la parte este de la ciudad, en Hesser Street, creo. Y antes de que los acuse de curanderos…

—No voy a acusarlos de curanderos —aseguró Ralph en voz baja mientras se llevaba la mano al Ojo Mágico que todavía llevaba bajo la camisa—. Créame, no voy a hacerlo.

—Muy bien. Le aconsejo que vaya a ver primero a Hong. Las agujas tienen un aspecto amenazador, pero no duelen mucho, y Hong es un experto. No sé qué narices es ni cómo funciona, pero sé que cuando pasé por un mal momento hace dos inviernos, me ayudó mucho. Forbes también es bueno, al menos eso me han dicho, pero yo voto por Hong. Tiene un montón de trabajo, pero es posible que yo pueda echarle una mano en eso. ¿Qué le parece?

Ralph vio una brillante línea gris, no más gruesa que un hilo, surgir del rabillo del ojo de Wyzer y rodar por su mejilla como una lágrima sobrenatural. Aquello lo convenció.

—Me parece perfecto.

—¡Buen chico! —exclamó Wyzer dándole una palmada en el hombro—. Paguemos y salgamos de aquí. —Sacó una moneda de veinticinco centavos—. ¿Nos jugamos la cuenta?

A medio camino de la farmacia, Wyzer se detuvo para mirar un póster pegado a un escaparate vacío que había entre Rite Aid y el restaurante. Ralph se limitó a echarle un breve vistazo. Ya lo había visto con anterioridad en el escaparate de Rosa Usada, Ropa Usada.

—Se busca por asesinato —se maravilló Wyzer—. La gente ha perdido completamente el sentido de la proporción, ¿sabe?

—Sí —asintió Ralph—. Si la gente tuviera cola, creo que la mayoría se pasaría el día dando vueltas para arrancársela.

—El cartel ya es horrible —exclamó Wyzer—, pero mire eso.

Estaba señalando algo que había junto al cartel, unas palabras escritas en el polvo que cubría la parte exterior del escaparate vacío. Ralph se acercó para leerlas. MATAD A ESA ZORRA, rezaba el mensaje. Bajo las palabras se veía una flecha que señalaba la foto de Susan Day.

—Dios mío —murmuró Ralph.

—Sí —asintió Wyzer.

Se sacó un pañuelo del bolsillo trasero y borró el mensaje, dejando en su lugar un brillante abanico plateado que Ralph sabía sólo él podía ver.

Siguió a Wyzer a la trastienda de la farmacia y esperó junto a la puerta de una oficina no mucho más grande que un lavabo público mientras Wyzer se sentaba en el único mueble de la estancia, un taburete alto que habría encajado a la perfección en la oficina de Ebenezer Scrooge[3], y llamaba a la consulta de James Roy Hong, el acupuntor. Wyzer pulsó el botón de manos libres a fin de que Ralph pudiera escuchar la conversación.

La recepcionista de Hong, una fémina llamada Anne que parecía conocer a Wyzer por razones mucho más íntimas que las meramente profesionales, aseguró al principio que el doctor Hong no podría visitar a un nuevo paciente hasta después del Día de Acción de Gracias. Ralph bajó la cabeza. Wyzer alzó la mano en su dirección («Espere un momento, Ralph») y procedió a convencer a Anne para que encontrara (o tal vez creara) un hueco para Ralph a principios de octubre. Faltaba más de un mes, pero era mucho mejor que esperar hasta después de Acción de Gracias.

—Gracias, Anne —dijo Wyzer—. ¿Sigue en pie la cena del viernes?

—Sí —asintió la joven—. Y ahora desconecta el maldito altavoz, Joe… Tengo que decirte algo estrictamente confidencial.

Wyzer obedeció, escuchó, rió hasta que se le saltaron las lagrimas, que a Ralph se le antojaron maravillosas perlas líquidas, dio dos ruidosos besos telefónicos a su interlocutora y…

—Arreglado —anunció al tiempo que entregaba a Ralph la tarjeta de James Roy Hong, en la que había apuntado el día y la hora de la consulta—. Cuatro de octubre. No mata, pero no ha podido hacer más. Anne es una buena chica.

—Me parece perfecto.

—Aquí está la tarjeta de Anthony Forbes, por si quiere llamarte entretanto.

—Gracias —repuso Ralph al coger la tarjeta—. Le debo un favor.

—Lo único que me debe es una visita para contarme cómo le ha ido. Estoy preocupado. Hay médicos que no recetan nada para el insomnio. Les gusta decir que de falta de sueño no se muere nadie, pero le aseguro que eso es una chorrada.

Ralph suponía que aquella noticia debería asustarlo, pero la verdad es que estaba bastante tranquilo, al menos de momento. Las auras habían desaparecido… Las brillantes lágrimas grises que habían surgido de los ojos de Wyzer cuando éste se reía por lo que fuera que hubiera dicho la recepcionista de Hong habían sido las últimas. Empezaba a creer que no había sido más que una fuga mental causada por la combinación del cansancio extremo y el hecho de que Wyzer mencionara la hiperrealidad. Y había otra razón por la que se sentía bien; había pedido hora en la consulta de un hombre que había ayudado a este hombre a salir de una situación parecida a la suya. Ralph creía que dejaría que Hong le clavara agujas en el cuerpo hasta que pareciera un puercoespín si el tratamiento lo ayudaba a dormir hasta el amanecer.

Y había un tercer punto: las auras grises no daban miedo, sino que más bien resultaban… interesantes.

—Mucha gente muere por falta de sueño —decía Wyzer—, aunque el forense suele certificar muerte por suicido en lugar de insomnio. El insomnio y el alcoholismo tienen mucho en común, pero lo más importante es que ambos son enfermedades del corazón y la mente, y si se permite que sigan su curso, por lo general destrozan el espíritu mucho antes de llegar a destruir el cuerpo. Así que… sí, la gente sí muere por falta de sueño. Es un momento muy delicado para usted, y tiene que cuidarse. Si empieza a sentirse realmente mal, llame al doctor Lichtfield. ¿Me oye? No se corte.

—Creo que prefiero llamarle a usted —repuso Ralph con una mueca.

Wyzer asintió como si hubiera esperado aquella respuesta.

—El número que hay debajo del de Hong es el mío.

Sorprendido, Ralph volvió a mirar la tarjeta. En efecto, había otro número, junto al cual se veían las iniciales J. W.

—Puede llamarme a cualquier hora —aseguró Wyzer—. De verdad. No molestará a mi mujer. Nos divorciamos en 1983.

Ralph intentó decir algo pero no pudo pronunciar palabra. Lo único que brotó de sus labios fue un sonido ahogado e inarticulado. Tragó saliva en un intento de aclararse la garganta.

Wyzer se dio cuenta de sus esfuerzos y le dio una palmadita en la espalda.

—En esta tienda no se llora, Ralph. Asusta a los compradores. ¿Quiere un Kleenex?

—No, estoy bien —aseguró Ralph con voz algo acuosa, pero audible y bastante controlada.

—No, todavía no está bien, pero lo estará —dijo Wyzer observándolo con ojo crítico.

La enorme mano de Wyzer volvió a tragarse la de Ralph, y esta vez no se preocupó.

—De momento, intente tranquilizarse. Y recuerde que debe estar agradecido por las horas que duerme.

—De acuerdo. Gracias otra vez.

Wyzer asintió con un gesto y regresó al mostrador de recetas.

Ralph recorrió de nuevo el pasillo 3, dobló a la izquierda junto a la formidable estantería de los condones y salió por una puerta sobre cuya barra de paso había un cartel que decía GRACIAS POR COMPRAR EN RITE AID. En el primer momento no creyó que la intensa claridad que le hizo entornar los ojos tuviera nada de especial; al fin y al cabo, era mediodía, y tal vez la farmacia fuera más oscura de lo que le había parecido. Volvió a abrir los ojos y se quedó sin aliento.

Una expresión de completa estupefacción se extendió por su rostro. Era la expresión que podría observarse en un explorador que, tras abrirse paso por otra de las sempiternas marañas de plantas, se encuentra ante una fabulosa ciudad perdida o una maravilla geológica impresionante, tal vez un acantilado de diamantes o una catarata que baja en espiral.

Ralph retrocedió sin respirar aún hasta el buzón azul que había junto a la entrada de la farmacia, mirando como un loco de izquierda a derecha mientras su cerebro intentaba comprender la maravillosa y terrible información que estaba recibiendo.

Las auras habían reaparecido, pero eso era como decir que en Hawai no hace falta llevar abrigo. Ahora, la luz estaba en todas partes, intensa y fluctuante, extraña y hermosa.

En el transcurso de su vida, Ralph sólo se había hallado una vez en una situación que pudiera compararse siquiera remotamente con la presente. En el verano de 1941, el año en que había cumplido los dieciocho, hizo autoestop desde Derry hasta la casa de su tío, situada en Pougheepsie, Nueva York, a unos setecientos kilómetros de distancia. La tarde de su segundo día en la carretera, una tormenta lo había obligado a buscar cobijo en el lugar más cercano, un viejo y decrépito granero que oscilaba como un borracho en el extremo más alejado de un alargado campo de heno. Aquel día había pasado más tiempo caminando que en coche, por lo que se durmió profundamente en uno de los establos del granero abandonado antes de que los truenos dejaran de retumbar en el cielo.

Al día siguiente, despertó a media mañana después de dormir catorce horas seguidas. Miró en derredor maravillado, en el primer momento sin saber siquiera dónde se encontraba. Sólo sabía que se trataba de un lugar oscuro que despedía un olor dulce, y que el mundo que lo rodeaba se había abierto en una brillante sinfonía de luz. De repente recordó que había entrado en el granero para cobijarse, y se dio cuenta de que aquella extraña visión se debía a las grietas de la pared y el techo del granero, combinadas con el brillante sol estival…, nada más. Sin embargo, permaneció sentado, mudo de asombro, durante al menos cinco minutos más, un adolescente con los ojos abiertos de par en par, paja en el cabello y polvo de ahechaduras en los brazos; permaneció sentado contemplando la ola dorada de motas que danzaban perezosas en los rayos inclinados y entrelazados del sol. Recordaba haber creído que era como estar en la iglesia.

Lo que estaba experimentando en aquel momento era lo mismo, pero elevado a la décima potencia. No podía describir con exactitud qué había sucedido y de qué forma había cambiado el mundo para tornarse tan maravilloso. Las cosas y la gente, sobre todo la gente, tenían auras, sí, pero eso no era más que el principio del increíble fenómeno. Las cosas jamás habían sido tan brillantes, nunca habían estado tan completamente presentes. Los coches, los postes telefónicos, los carritos de la compra que se alineaban en su jaula frente al supermercado, los bloques de pisos al otro lado de la calle… Todas las cosas parecían abalanzarse sobre él como imágenes en tres dimensiones de una vieja película. El sombrío centro comercial de Witcham Street se había convertido en el país de las maravillas, y aunque Ralph lo estaba mirando directamente, no estaba seguro de lo que estaba mirando, tan sólo de que se trataba de una visión rica, preciosa y fabulosamente extraña.

Lo único que fue capaz de aislar eran las auras que envolvían a las personas que entraban y salían de las tiendas, cargaban paquetes en los maleteros o subían a sus coches para marcharse. Algunas de aquellas auras eran más brillantes que otras, pero incluso la más apagada era cien veces más brillante que las que había visto en los albores del fenómeno.

Pero esto es de lo que hablaba Joe Wyzer, sin duda. Es la hiperrealidad, y lo que estás viendo no son más que las alucinaciones que tiene la gente bajo la influencia del LSD. Lo que estás viendo no es más que otro síntoma del insomnio, ni más ni menos. Míralo, Ralph, y maravíllate cuanto quieras, porque es maravilloso, pero no te lo creas.

No le hacía falta obligarse a mirarlo todo con los ojos abiertos como platos, porque había maravillas por todas partes. Una furgoneta de panadería estaba dando marcha atrás para salir del estacionamiento que había delante de Amanecer y Ocaso, y una brillante sustancia amarronada, de un color muy parecido al de la sangre seca, brotaba del tubo de escape. No era ni humo ni vapor, aunque poseía ciertas características de ambos. Aquella sustancia brillante manaba en puntas cada vez más tenues que recordaban las líneas de un electroencefalograma. Ralph bajó la mirada hacia el pavimento y vio que el rastro que los neumáticos de la furgoneta dejaban sobre el hormigón eran del mismo matiz marronoso. La furgoneta aceleró en cuanto salió del aparcamiento, y la estela fantasmal que escupía el tubo de escape adquirió el tono rojo intenso de la sangre arterial.

Había imágenes extrañas en todas partes, fenómenos que se entrecruzaban en líneas oblicuas y recordaron a Ralph una vez más la luz que se había colado oblicua a través de las grietas del techo y las paredes de aquel lejano granero. Pero lo más impresionante eran las personas, y era en torno a ellas que las auras se definían con mayor claridad y verosimilitud.

Un recadero salió del supermercado empujando un carrito repleto de productos; caminaba envuelto en un nimbo blanco tan brillante que parecía un foco ambulante. En comparación, el aura de la mujer que andaba a su lado, un halo del matiz gris verdoso del queso que ha empezado a enmohecer, parecía sombría.

Una muchacha llamó al recadero desde la ventanilla abierta de un Subaru y lo saludó por señas; su mano izquierda dejaba brillantes estelas rosadas al moverse, aunque empezaban a disiparse nada más aparecer. El recadero sonrió y le devolvió el saludo; su mano dejó una estela en forma de abanico y de color blanco amarillento. A Ralph le recordaba la aleta de un pez tropical. También esta estela empezó a disiparse, pero más despacio.

Ralph experimentó un miedo considerable ante aquella brillante y confusa visión, pero al menos por el momento, el temor había quedado relegado a segundo término por el asombro, el respeto y la estupefacción. Era lo más bello que había visto en su vida. Pero no es real —se advirtió a sí mismo—. Recuérdalo, Ralph. Se prometió intentarlo, pero de momento, aquella voz de advertencia le parecía muy lejana.

En aquel momento se percató de otra cosa; de cada persona que veía salía una línea de aquella lúcida brillantez. Se elevaba como un lazo de papel de crepé empavesado o de colores antes de atenuarse y por fin, desaparecer. En el caso de algunas personas, el lazo desaparecía a metro y medio de la cabeza, mientras que en otros se disipaba a tres o incluso a cinco metros. En la mayoría de los casos, el color de la brillante línea ascendente casaba con el resto del aura (blanco brillante para el recadero, gris verdoso como queso pasado para la dienta que caminaba junto a él), pero había algunas asombrosas excepciones. Ralph vio una línea de color óxido elevarse desde la cabeza de un hombre de mediana edad que paseaba envuelto en un aura de color azul oscuro, así como una mujer rodeada por un aura gris claro cuya línea ascendente era de un increíble y algo alarmante matiz magenta. En algunos casos, dos o tres, a lo sumo, las líneas ascendentes eran casi negras. A Ralph no le gustaban nada aquellas líneas, y se dio cuenta de que todas las personas de cuyas cabezas surgían aquellos «cordeles de globo» (se le ocurrió aquel nombre de repente) tenían mal aspecto.

Por supuesto. Los cordeles de globo son indicadores de la salud… y de la mala salud, en algunos casos. Como las auras kirlian que tanto fascinaban a la gente a finales de los sesenta y principios de los setenta.

Ralph —le advirtió otra voz—, no estás viendo esas cosas de verdad, ¿vale? Mira, no es que quiera ponerme pesado, pero

Pero ¿no era al menos posible que el fenómeno fuera real? ¿Que su persistente insomnio, combinado con la influencia estabilizadora de sus sueños lúcidos y coherentes, le permitiera entrever una dimensión fabulosa a la que la percepción normal no tenía acceso?

Para, Ralph, para ahora mismo. Tienes que esforzarte más o acabarás en el mismo barco que el pobre Ed Deepneau.

Pensar en Ed desencadenó cierta asociación, algo que había dicho el día en que fue detenido por maltratar a su mujer, pero antes de que pudiera discernir de qué se trataba, una voz habló junto a su codo izquierdo.

—Mamá… ¡Mamá! ¿Me compras otro Toblerone?

—Ya veremos, cariño.

Una joven y un niño pequeño pasaron por delante suyo cogidos de la mano. Era el niño, que aparentaba unos cuatro o cinco años, quien había hablado. Su madre caminaba envuelta en un aura de color blanco casi cegador. El «cordel de globo» que se elevaba desde su cabello castaño rojizo también era blanco y muy ancho… Parecía más el lazo con que se adornaría un paquete de regalo que un cordel. Se elevaba hasta una altura de al menos siete metros y flotaba algo ladeado tras ella. A Ralph le recordaba a complementos de boda… Colas, velos, cascadas de gasa blanca.

El aura de su hijo era de un saludable color azul casi violeta, y cuando ambos pasaron delante suyo, Ralph vio algo fascinante. Unos zarcillos de aura surgían también de sus manos entrelazadas; blancos los de la mujer, azul oscuro los del pequeño. Se enzarzaban en espiral a medida que ascendían antes de desvaírse y desaparecer.

Madre e hijo, madre e hijo, pensó Ralph. Había algo pura y simplemente simbólico en aquellas manos, que se entrelazaban como madreselva trepando por un poste de jardín. Mirarlos lo llenaba de júbilo… Un poco hortera, pero eso era exactamente lo que sentía. Madre e hijo, azul y blanco, madre e…

—Mamá, ¿qué está mirando ese hombre?

La mirada de la mujer del cabello castaño rojizo fue breve, pero antes de que se volviera, advirtió que sus labios se convertían en una fina línea. Y lo que era más importante, vio que la brillante aura que la envolvía se oscurecía de pronto y en ella empezaban a formarse espirales de color rojo sangre.

Ése es el color del miedo —se dijo Ralph—. O quizás del enfado.

—No lo sé, Tim. Vamos, no seas pesado.

Empezó a tirar de él, y su cabello peinado en cola de caballo oscilaba adelante y atrás, dejando en el aire pequeños abanicos de color gris mechado de rojo. A Ralph le recordaron los arcos que los limpiaparabrisas a veces dejan en los parabrisas sucios.

—¡Venga, mamá, para ya! ¡Deja de es-ti-rar!

El chiquillo tenía que trotar para no quedar a la zaga.

Es culpa mía, se reprochó Ralph, y por su mente cruzó la imagen de lo que la joven madre debía de haber visto en él; un viejo de rostro cansado, grandes ojeras lívidas. Está de pie, agazapado más bien, junto al buzón que hay delante de la farmacia Rite Aid, mirándoles a ella y a su hijo con fijeza, como si fueran dos de las maravillas del mundo.

Que es más o menos lo que son, señora, si usted supiera.

Sin duda le había dado la impresión de ser el pervertido más pervertido del mundo. Tenía que librarse de aquello. Ya fuera realidad o alucinación, tenía que librarse de ello. Si no lo conseguía alguien acabaría llamando a la policía o a los tipos de las camisas de fuerza. Por lo que él sabía, aquella madre tan guapa podía haberse detenido ya en la hilera de teléfonos públicos que había junto a la entrada principal del supermercado.

Se estaba preguntando cómo desterrar de su mente algo completamente imaginario cuando se dio cuenta de que ya había sucedido. Fuera un fenómeno psíquico o una alucinación sensorial, lo cierto era que había desaparecido mientras pensaba en la terrible impresión que habría dado a aquella madre tan guapa. El día había vuelto a adquirir la anterior brillantez propia del veranillo de San Martín, lo que era maravilloso pero no se parecía gran cosa a aquella luz diáfana que lo impregnaba todo. La gente que cruzaba el aparcamiento en todas direcciones volvía a ser sólo gente; nada de auras, cordeles de globo ni fuegos artificiales. Sólo gente que se dirigía a comprar en el supermercado Compra y Ahorro, a buscar el último carrete de fotos de verano en Foto-Mat, o a comprar café para llevar en Amanecer y Ocaso. Algunos incluso entrarían en Rite Aid para comprar una caja de condones o, Dios nos proteja, MEDICAMENTOS PARA DORMIR.

Tan sólo los respetables y vulgares habitantes de Derry ocupándose de sus respetables y vulgares asuntos.

Ralph espiró el aire retenido durante tanto tiempo con un jadeo y se preparó para experimentar una oleada de alivio. Y de hecho, experimentó alivio, pero no en la poderosa ola que había esperado. No le acometió la sensación de haberse alejado del abismo de la locura en el último momento; ni la sensación de haber estado cerca de ninguna clase de abismo. Sin embargo, comprendía perfectamente que no podía vivir durante mucho tiempo en un mundo tan brillante y maravilloso sin que su salud mental peligrara; sería como tener un orgasmo que durara horas. Tal vez era así como experimentaban las cosas los genios y los grandes artistas, pero no estaba hecho para él; tantas emociones le fundirían los plomos en un abrir y cerrar de ojos, y cuando llegaran los hombres de las camisas de fuerza para darle una inyección y llevárselo, lo más probable era que los acompañara con mucho gusto.

La emoción más evidente que experimentaba en aquel momento no era alivio, sino una suerte de agradable melancolía que recordaba haber sentido a veces después de hacer el amor cuando era muy joven. Aquella melancolía no era profunda sino ancha, y parecía llenar los espacios vacíos de su cuerpo y su mente del mismo modo que una inundación deja una capa de tierra rica y suelta. Se preguntó si volvería a experimentar algún día otro momento de epifanía tan vigorizante y a un tiempo alarmante. Creía tener bastantes posibilidades…, al menos hasta el mes siguiente, cuando James Roy Hong le clavara sus agujas, o tal vez hasta que Anthony Forbes se pusiera a hacer oscilar el reloj de bolsillo dorado ante sus ojos y a decirle que tenía mucho…, mucho sueño. Era posible que ni Hong ni Forbes consiguieran curarle el insomnio, pero si uno de ellos lo lograra, Ralph suponía que dejaría de ver auras y cordeles de globo después de la primera noche en que durmiera a pierna suelta. Y después de un mes de noches de descanso, tal vez podría olvidar que todo aquello había sucedido. Por lo que a él respectaba, se trataba de una razón muy válida para sentir un toque de melancolía.

Será mejor que muevas el trasero, amigo. Si tu nuevo amigo mira por la ventana y te ve aquí parado como un imbécil, lo más probable es que él mismo llame a los de las camisas de fuerza.

—O llame al doctor Lichtfield —masculló Ralph mientras atravesaba el aparcamiento en dirección a Harris Avenue.

—¡Buenas! ¿Hay alguien en casa? —gritó metiendo la cabeza por la puerta principal de casa de Lois.

—¡Entra, Ralph! —invitó Lois—. ¡Estamos en el salón!

Ralph siempre había imaginado que la guarida de los hobbits se parecería mucho a la casita de Lois Chasse, situada calle abajo, a una media manzana de la Manzana Roja; ordenada y diminuta, un poco demasiado oscura, tal vez, pero escrupulosamente limpia. Y suponía que a un hobbit como Bilbo Baggins, cuyo interés en sus ancestros sólo se veía eclipsado por su interés en lo que había para cenar, le habría encantado el pequeño salón, donde toda suerte de parientes vigilaban desde todas las paredes. El lugar de honor, sobre el televisor, lo ocupaba una fotografía coloreada de estudio del hombre al que Lois siempre se refería como «el señor Chasse».

McGovern estaba sentado en el sofá, inclinado hacia delante y con un plato de macarrones con queso en equilibrio sobre las huesudas rodillas. El televisor estaba encendido y en él se veía la ronda final de un concurso.

—¿Qué quiere decir con eso de que «estamos en el salón»? —inquirió Ralph, pero antes de que McGovern pudiera contestar, Lois entró con un plato humeante en las manos.

—Toma —dijo—. Siéntate y come. He hablado con Simone y me ha dicho que probablemente saldrá en las noticias de mediodía.

—Dios mío, Lois, no deberías haberte molestado —exclamó al coger el plato.

Pero su estómago se quejó ruidosamente en cuanto percibió el olor a cebolla y cheddar suave. Echó un vistazo al reloj de pared, que apenas se veía entre las fotos de un hombre enfundado en un abrigo de mapache y de una mujer que tenía el aspecto de incluir las horteradas más insospechadas en su vocabulario habitual, y lo sorprendió comprobar que eran las doce menos cinco.

—Lo único que he hecho es meter unas cuantas sobras en el microondas —aseguró Lois—. Algún día, Ralph, cocinaré para ti de verdad. Y ahora siéntate y come.

—Pero no te sientes encima de mi sombrero —terció McGovern sin apartar la mirada del televisor.

Recogió el sombrero del sofá, lo dejó caer en el suelo, junto a él y se concentró de nuevo en su ración de macarrones, que estaba menguando a toda prisa.

—Está muy bueno, Lois.

—Gracias.

Lois se detuvo el tiempo suficiente para ver cómo uno de los concursantes ganaba un viaje a Barbados y un coche nuevo antes de apresurarse a volver a la cocina. El exaltado ganador desapareció de la pantalla para dar paso a un hombre enfundado en un pijama arrugado que no cesaba de dar vueltas en la cama. De repente, se incorporó y miró el reloj de la mesita de noche. Marcaba las tres y dieciocho, una hora del día con la que Ralph ya había hecho buenas migas.

—¿No puede dormir? —inquirió una voz televisiva en tono comprensivo—. ¿Está harto de pasarse noche tras noche en vela?

Una pequeña y reluciente píldora entró volando por la ventana del dormitorio del insomne. A Ralph se le antojó el platillo volante más pequeño del mundo, y no le sorprendió comprobar que la pastilla era azul.

Ralph se sentó junto a McGovern. Aunque ambos eran bastante delgados (el término escuálido habría encajado mejor con Bill), ocupaban casi todo el sofá.

Lois entró con un plato de macarrones para ella y tomó asiento en la mecedora situada junto a la ventana. Por encima de la música enlatada y los aplausos de estudio que indicaban el fin del concurso, la voz de una mujer anunció:

—Aquí Lisette Benson. Como noticia más destacada de nuestras noticias de mediodía, una conocida defensora de los derechos de la mujer accede a pronunciar una conferencia en Derry, lo que ha suscitado una protesta y seis detenciones en una clínica local. Además, Chris Altoberg les contará el pronóstico del tiempo y Bob McClanaham, las últimas noticias deportivas. Sigan con nosotros.

Ralph se llevó un bocado de macarrones a la boca y, al alzar la mirada, se dio cuenta de que Lois lo observaba con atención.

—¿Está bueno? —inquirió.

—Delicioso —repuso.

Y era cierto, pero tenía la sensación de que, en aquel momento, una lata de espaguetis francoamericanos fríos le habría parecido igual de buena. No es que tuviera hambre, sino que estaba famélico. Al parecer, ver auras quemaba muchas calorías.

—En pocas palabras, lo que ha pasado es lo siguiente —empezó McGovern tras engullir el último bocado de macarrones y dejar el plato junto a su sombrero—. A las ocho y media de la mañana, mientras llegaban los empleados, unas dieciocho personas se han plantado delante del Centro de la Mujer. La amiga de Lois, Simone, dice que se hacen llamar Amigos de la Vida, pero el núcleo del grupo son la flor y nata que formaba el grupo Pan de Cada Día. Dice que uno de ellos era Charlie Pickering, el tipo al que la poli, por lo visto, sorprendió a finales del año pasado cuando estaba a punto de poner una bomba en la clínica. La sobrina de Simone dice que la policía sólo ha detenido a cuatro personas. Parecía un poco decepcionada.

—¿Y Ed estaba con ellos? —inquirió Ralph.

—Sí —asintió Lois—. Y a él también lo han detenido. Al menos no hay heridos. Eso sólo era un rumor. Nadie ha resultado herido.

—Esta vez —agregó McGovern en tono sombrío.

En la diminuta pantalla en color del televisor de Lois apareció el logotipo de las noticias de mediodía, que a continuación se desvaneció para dar paso a Lisette Benson.

—Buenas tardes —saludó—. La noticia más destacada de este maravilloso día de verano nos revela que la famosa escritora y controvertida defensora de los derechos de la mujer Susan Day ha accedido a pronunciar una conferencia en el Centro Cívico el próximo mes. El anuncio de su visita ha suscitado una manifestación ante el Centro de la Mujer, el centro de asistencia a la mujer y clínica en la que se practican abortos. El Centro de la Mujer ha acaparado…

—¡Ya están otra vez con la historia de la clínica de abortos! —exclamó McGovern—. ¡Por el amor de Dios!

—¡Chitón! —ordenó Lois en un tono perentorio que poco se parecía a sus suaves murmullos habituales.

McGovern le lanzó una mirada de asombro y se calló.

—… John Kirkland se encuentra en el Centro de la Mujer con el primero de dos reportajes —terminaba Lisette Benson en aquel instante.

La imagen cambió para mostrar al corresponsal informando desde la fachada de un edificio de ladrillo bajo y alargado. Las palabras sobreimpresas en pantalla informaban a los espectadores de que se trataba de un reportaje en directo. Uno de los flancos del Centro de la Mujer estaba surcado de ventanas. Dos de ellas estaban rotas, mientras que otras aparecían salpicadas de una sustancia roja que parecía sangre. La policía había acordonado la zona que mediaba entre el corresponsal y el edificio con la típica cinta amarilla. Tres policías uniformados de Derry y uno de paisano estaban agrupados en el extremo más alejado del edificio. A Ralph no le sorprendió reconocer a John Leydecker.

—Se hacen llamar Amigos de la Vida, Lisette, y afirman que la manifestación de esta mañana ha obedecido a un arranque espontáneo de indignación provocado por la noticia de que Susan Day, la mujer a la que los pro-vida más radicales llaman «La asesina de bebés número uno de América», vendrá a Derry el próximo mes para pronunciar una conferencia en el Centro Cívico. Sin embargo, al menos un agente de la policía de Derry cree que esta versión no es cierta.

El reportaje de Kirkland pasaba a mostrar algunas imágenes, empezando por un primer plano de Leydecker, que parecía resignado a tolerar el micrófono delante de las narices.

—Este incidente no ha tenido nada de espontáneo —explicó—. Es evidente que ha sido preparado con meticulosidad. Lo más probable es que lleven toda la semana sabiendo que Susan Day iba a venir a la ciudad, preparándose y esperando a que la noticia trascendiera a los periódicos, lo cual ha sucedido esta mañana.

La cámara se alejó para incluir al corresponsal en el encuadre. Kirkland estaba observando a Leydecker con su mejor expresión de falso interés.

—¿Qué ha querido decir con «preparado con meticulosidad»? —inquirió.

—La mayor parte de las pancartas que llevaban mostraba el nombre de la señora Day. Y había docenas de ellas.

Una emoción sorprendentemente humana se coló en la máscara de policía-durante-una-entrevista que cubría el rostro de Leydecker; a Ralph le pareció que se trataba de una expresión de disgusto. El detective alzó una gran bolsa de pruebas, y durante un terrible instante, Ralph estuvo convencido de que contenía un bebé mutilado y ensangrentado. Pero entonces se dio cuenta de que, fuera lo que fuera aquella sustancia roja, el cuerpo que había en la bolsa era el de una muñeca.

—Esto no lo han comprado en el K-Mart —explicó Leydecker al corresponsal—. Eso se lo aseguro.

La siguiente imagen mostraba un primer plano de las ventanas rotas y manchadas. La cámara las peinó con lentitud. Ahora más que nunca, la sustancia que manchaba los cristales parecía sangre, y Ralph decidió que no quería los dos o tres últimos bocados de su plato de macarrones con queso.

—Los manifestantes vinieron armados con muñecas en cuyos cuerpos blandos habían inyectado lo que la policía considera una mezcla de jarabe y colorante alimenticio rojo —explicó la voz de Kirkland—. Arrojaron las muñecas contra el flanco del edificio mientras entonaban cantos anti-Susan Day. Rompieron dos ventanas, pero no se han producido desperfectos importantes.

La cámara se detuvo al llegar al vidrio de una ventana manchada con aquella siniestra sustancia.

—Casi todas las muñecas estallaron —prosiguió Kirkland—, y salpicaron las ventanas con una sustancia lo suficientemente parecida a la sangre como para asustar a los empleados que presenciaron el bombardeo.

La imagen de la ventana manchada fue sustituida por la de una encantadora mujer de cabello oscuro ataviada con pantalones y jersey.

—¡Mira, es Barbie! —exclamó Lois—. ¡Madre mía, espero que Simone lo esté viendo! Quizás debería…

Ahora le tocó el turno a McGovern de ordenarle que guardara silencio.

—Me asusté muchísimo —explicó Barbara Richards a Kirkland—. En el primer momento creí que estaban arrojando bebés muertos de verdad o quizás fetos que se habían agenciado de alguna forma. Ni siquiera me tranquilicé del todo después de que el doctor Harper saliera y gritara que no eran más que muñecas.

—¿Ha dicho que estaban cantando? —inquirió Kirkland.

—Sí. Lo que he oído con mayor claridad era «Mantén al Ángel de la Muerte alejado de Derry».

La siguiente mostraba de nuevo a Kirkland hablando a la cámara.

—Los manifestantes han sido conducidos del Centro de la Mujer a la comisaría de Main Street alrededor de las once de la mañana, Lisette. Creo que doce de ellos han sido interrogados antes de ser puestos en libertad, mientras que los otros han permanecido en las dependencias policiales acusados de perturbación del orden público, un delito menor. Así pues, por lo visto se ha librado una nueva batalla en la guerra del aborto que barre Derry. Les ha hablado John Kirkland de las noticias del Canal Cuatro.

—Otra batalla en… —empezó McGovern alzando las manos.

Lisette Benson había reaparecido en pantalla.

—A continuación daremos paso a Anne Rivers, que hace menos de una hora ha conversado con dos de los llamados Amigos de la Vida detenidos en la manifestación de esta mañana.

Anne Rivers estaba de pie en la escalinata de la comisaría de Main Street, flanqueada por Ed Deepneau y un individuo alto, de piel cetrina y barbita de chivo. Ed ofrecía un aspecto elegante y muy atractivo con su chaqueta de tweed gris y sus pantalones azul marino. El sujeto alto de la perilla vestía como sólo un liberal con sueños de lo que tal vez él consideraba «el proletariado de Maine» podría vestir; vaqueros desvaídos, camisa azul desvaída y tirantes rojos de bombero. A Ralph no le costó situarlo. Se trataba de Dan Dalton, el propietario de Rosa Usada, Ropa Usada. La última vez que lo había visto estaba detrás de las guitarras y las jaulas colgadas en su escaparate, agitando las manos en dirección a Ham Davenport en un gesto que decía: «¿Y a quién le importa un carajo lo que tú pienses?».

Pero Ralph no podía apartar los ojos de Ed, por supuesto; Ed, que en aquellos momentos parecía elegante y pulcro en más de un aspecto.

Por lo visto, McGovern estaba pensando lo mismo.

—Dios mío, me cuesta creer que sea el mismo hombre —murmuró.

—Lisette —decía la atractiva rubia en aquel momento—, tengo conmigo a Ed Deepneau y Daniel Dalton, ambos de Derry y ambos detenidos durante la manifestación de esta mañana. ¿No es así, caballeros? Han sido detenidos, ¿no es cierto?

Ambos asintieron con la cabeza. Ed, con un levísimo matiz de humor, Dalton, con austera y severa resolución. Con la mirada fija en Anne Rivers, Dalton parecía, al menos a los ojos de Ralph, estar intentando recordar en qué clínica de abortos la había visto entrar con la cabeza gacha y los hombros encogidos.

—¿Han salido en libertad bajo fianza?

—Hemos salido en libertad bajo palabra —repuso Ed—. Sólo hemos sido acusados de cargos menores. No teníamos intención de herir a nadie, y de hecho, nadie ha resultado herido.

—Hemos sido detenidos sólo porque las impías autoridades de esta ciudad quieren hacer de nosotros sus chivos expiatorios —terció Dalton.

Ralph creyó observar una sutil y breve mueca de enojo en el rostro de Ed. Una expresión que parecía decir: Ya empezamos.

Anne Rivers volvió el micrófono de nuevo hacia Ed.

—No se trata de una cuestión filosófica, sino práctica —explicó éste—. Aunque a las personas que dirigen el Centro de la Mujer les gusta concentrarse en sus servicios de asesoramiento, terapias, mamografías gratuitas y otras funciones admirables, lo cierto es que este lugar tiene dos caras. Ríos de sangre se derraman en el Centro de la Mujer…

—¡Sangre inocente! —lo interrumpió Dalton a gritos, con los ojos relucientes en el rostro alargado y flaco.

En aquel momento, Ralph se percató de un detalle que lo dejó consternado; en todo el este de Maine, la gente estaba siguiendo aquella entrevista y decidiendo que el tipo de los tirantes rojos estaba loco, mientras que su compañero parecía un individuo bastante razonable. Casi resultaba divertido.

Ed trató la interrupción de Dalton como el equivalente pro-vida del Aleluya, es decir, esperó en respetuoso silencio durante un segundo antes de seguir hablando.

—La matanza del Centro de la Mujer ha durado ya ocho años —explicó a la periodista—. A muchas personas, sobre todo feministas radicales como la doctora Roberta Harper, directora del Centro de la Mujer, les gusta dorar la píldora utilizando expresiones como «interrupción del embarazo», pero de lo que en realidad están hablando es de aborto, el mayor abuso de la sociedad sexista contra la mujer.

—Pero ¿cree usted que arrojar muñecas rellenas de sangre falsa contra las ventanas de una clínica privada es el mejor modo de dar a conocer sus ideas a la opinión pública, señor Deepneau?

Durante un instante, un brevísimo instante, la expresión de buen humor que adornaba los ojos de Ed dio paso a un destello de algo mucho más duro y frío. Durante un instante, Ralph reconoció al Ed Deepneau que había estado dispuesto a abalanzarse sobre un camionero que le sacaba cincuenta kilos. Ralph olvidó que la entrevista se había grabado hacía una hora y temió por la esbelta rubia, que era casi tan guapa como la mujer con la que todavía estaba casado el entrevistado. Tenga cuidado, jovencita —pensó Ralph—. Tenga cuidado y tenga miedo. Está al lado de un hombre muy peligroso.

Entonces aquel destello desapareció y el hombre de la chaqueta de tweed volvió a no ser más que un joven de aspecto serio que había dado con sus huesos en la cárcel a causa de su conciencia. Otra vez era Dalton, que tiraba nervioso de sus tirantes rojos como si fueran gomas rojas, quien parecía estar como un cencerro.

—Lo que estamos haciendo es lo que los llamados buenos alemanes no lograron en los años treinta —decía Ed en el tono paciente y condescendiente de un hombre que se ha visto obligado a señalar lo mismo una y otra vez…, sobre todo a personas que ya deberían saberlo—. Ellos callaron y seis millones de judíos perdieron la vida. En este país, un holocausto muy parecido…

—Más de mil bebés al día —lo interrumpió de nuevo Dalton con aire horrorizado y terriblemente cansado, olvidada ya su anterior estridencia—. Muchos de ellos son arrancados a pedazos del seno de sus madres, e incluso al morir agitan los bracitos para protestar.

—Oh, Dios mío —suspiró McGovern—. Es lo más ridículo que he oído en mi…

—¡Calla, Bill! —ordenó Lois implacable.

—¿… objetivo de esta protesta? —estaba preguntando Rivers a Dalton.

—Como probablemente sabe —repuso Dalton—, el ayuntamiento ha accedido a revisar las regulaciones urbanísticas que permiten operar al Centro de la Mujer donde y como lo hace en la actualidad. Los defensores del aborto temen que el ayuntamiento eche arena en los motores de su máquina mortal, así que han convocado a Susan Day, la principal defensora del aborto de este país para intentar que la máquina siga funcionando. Estamos aunando nuestras fuerzas…

El péndulo del micrófono se dirigió de nuevo hacia Ed.

—¿Habrá más protestas? —inquirió la periodista.

De repente, Ralph se vio embargado por la sensación de que Rivers tal vez sentía un interés no estrictamente profesional por él. ¿Y por qué no? Ed era un tipo apuesto, y la señorita Rivers no podía saber que creía que el Rey Carmesí y sus centuriones habían llegado a Derry para unirse a los asesinos de bebés del Centro de la Mujer.

—Hasta que no se corrija la aberración legal que abrió las puertas a esta matanza, las protestas continuarán —replicó Ed—. Y no abandonaremos la esperanza de que la historia del próximo siglo recuerde que no todos los americanos eran nazis buenos durante este oscuro período.

—¿Protestas violentas?

—Nosotros somos contrarios a la violencia.

Ed y ella se estaban mirando profundamente a los ojos, y Ralph pensó que Anne Rivers estaba, como habría dicho Carolyn, más encendida que la pipa de un indio. Dan Dalton se hallaba en un rincón de la pantalla, casi olvidado.

—Y cuando Susan Day venga a Derry dentro de un mes, ¿podrá usted garantizar su seguridad?

Ed esbozó una sonrisa, y en su mente, Ralph lo vio tal como lo había visto aquella calurosa tarde de agosto, hacía menos de un mes, arrodillado junto a Ralph, agarrándolo por los hombros y mascullando: «Queman los fetos en Newport» a pocos centímetros de su rostro. Ralph se estremeció.

—En un país en el que miles de niños son arrancados del vientre de sus madres con el equivalente médico de aspiradoras industriales, no creo que nadie pueda garantizar nada —repuso Ed.

Anne Rivers lo miró insegura durante unos instantes, como si intentara decidir si quería o no hacerle otra pregunta (tal vez pedirle el número de teléfono), y de repente se volvió hacia la cámara.

—Les ha hablado Anne Rivers desde la comisaría de policía de Derry.

Lisette Benson reapareció en la pantalla, y algo en el extrañado rictus que mostraba su boca hizo pensar a Ralph que quizás no había sido el único en percatarse de la atracción que había nacido entre entrevistadora y entrevistado.

—Les ofreceremos más detalles de esta noticia a lo largo de todo el día —anunció—. Sintonicen nuestro canal a las seis para enterarse de las últimas novedades. En Augusta, la gobernadora Greta Powers respondió a las acusaciones según las cuales…

Lois se levantó y apagó el televisor. Se quedó mirando la pantalla vacía con fijeza durante unos momentos antes de exhalar un pesado suspiro y dejarse caer de nuevo en la mecedora.

—Tengo compota de arándanos —dijo—. Pero después de esto, ¿alguno de vosotros quiere?

Los dos hombres denegaron con la cabeza.

—Qué miedo —comentó Bill volviéndose hacia Ralph.

Ralph asintió con un gesto. No podía desterrar el recuerdo de Ed paseando bajo el abanico de agua del aspersor, quebrando los arcoiris con el cuerpo, golpeándose la palma de la mano con el puño.

—¿Cómo han podido dejarlo en libertad bajo fianza y luego entrevistarlo en las noticias como si fuera una persona normal? —se preguntó Lois indignada—. ¡Después de lo que le hizo a la pobre Helen! ¡Dios mío, si esa Anne Rivers parecía a punto de invitarlo a cenar a su casa!

—O a comer galletas en la cama con ella —agregó Ralph con sequedad.

—La acusación de asalto y lo de hoy son cosas totalmente distintas —intervino McGovern—, y apuesto lo que sea a que el abogado o los abogados que estos chalados tienen en la manga harán lo que sea para que eso no cambie.

—E incluso el asalto no es más que un delito menor —le recordó Ralph.

—¿Cómo puede ser el asalto un delito menor? —exclamó Lois—. Lo siento, pero eso no lo he llegado a entender.

—Es un delito menor cuando la víctima es tu mujer —explicó McGovern enarcando una ceja con aire sarcástico—. Leyes a la americana, Lois.

Lois se frotó las manos con nerviosismo, bajó al señor Chasse del televisor, lo contempló un momento, volvió a colocarlo en su sitio y siguió frotándose las manos.

—Bueno, la ley es una cosa —comentó—, y soy la primera en reconocer que no la entiendo en absoluto. Pero alguien debería decirles que Ed está loco. Que pegaba a su mujer y que está loco.

—No sabes cuánto —puntualizó Ralph.

Y por primera vez, les contó lo que había sucedido el verano anterior junto al aeropuerto. Tardó unos diez minutos, y cuando terminó, ninguno de los dos pronunció palabra, sino que se lo quedaron mirando con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué? —preguntó por fin Ralph, algo incómodo—. ¿No me creéis? ¿Creéis que me lo he inventado?

—Pues claro que me lo creo —aseguró Lois—. Sólo que… bueno…, que me has dejado de piedra. Y también me has asustado.

—Ralph, creo que deberías contárselo a John Leydecker —intervino McGovern—. No creo que le sirva de nada, pero teniendo en cuenta a los nuevos compañeros de juegos de Ed Deepneau, creo que debería saberlo.

Ralph reflexionó sobre el asunto minuciosamente, asintió con un gesto y se levantó.

—Bueno, pues dicho y hecho —recitó—. ¿Quieres venir, Lois?

Lois se lo pensó y por fin denegó con la cabeza.

—Estoy cansada —explicó—. Y un poco… ¿Cómo lo dicen los críos de hoy en día? Un poco hecha polvo. Creo que voy a coger la horizontal un ratito. A hacer un siesta.

—Buena idea —exclamó Ralph—. Pareces agotada. Y gracias por la comida.

Movido por un impulso, se inclinó y la besó en la comisura de los labios. Lois lo miró con asombrada gratitud.

Ralph apagó el televisor al cabo de poco más de seis horas, cuando Lisette Benson puso punto final a las noticias de la tarde y pasó el testigo al tipo de los deportes. La manifestación ante el Centro de la Mujer había quedado relegada al segundo lugar, ya que la gran noticia de la tarde eran las alegaciones de que la gobernadora Greta Powers había esnifado cocaína cuando era alumna de postgrado. Y además, no había nada nuevo, salvo que se identificaba a Dan Dalton como el líder de Amigos de la Vida. Ralph creía que el término marioneta habría resultado más apropiado. ¿Acaso Ed no estaba todavía al mando? Si no lo estaba, Ralph creía que lo estaría muy pronto…, por Navidad, a lo sumo. Una cuestión potencialmente más interesante era qué pensaban los jefes de Ed acerca de sus aventuras legales en Derry. Ralph tenía la sensación de que les haría mucha menos gracia el incidente de la clínica que la acusación de malos tratos; hacía poco había leído que los Laboratorios Hawking no tardarían en convertirse en el quinto centro de investigación de la zona nororiental del país que empleaba tejidos fetales en su labor. Con toda probabilidad, no acogerían con demasiado entusiasmo la noticia de que uno de sus químicos había sido detenido por arrojar muñecas llenas de sangre falsa a las ventanas de una clínica que practicaba abortos. Y si supieran lo loco que estaba…

¿Y quién se lo va a contar, Ralph? ¿Tú?

No. Eso era más de lo que estaba dispuesto a hacer, al menos por el momento. Al contrario que bajar a la comisaría con McGovern para contarle a John Leydecker el incidente del verano anterior, le parecía que aquello constituiría una verdadera persecución. Como escribir MATAD A ESTA ZORRA junto a la fotografía de una mujer con cuyas ideas uno no coincide.

Eso es un chorrada y lo sabes.

—Yo no sé nada —dijo al tiempo que se levantaba para acercarse a la ventana—. Estoy demasiado cansado como para saber nada.

Pero mientras permanecía de pie junto a la ventana, observando a dos hombres que salían de la Manzana Roja con sendos packs de seis cervezas, de repente supo algo, recordó algo que le hizo estremecerse.

Aquella mañana, al salir de Rite Aid y quedarse petrificado a causa de las auras… y por la sensación de haber alcanzado un nivel superior de consciencia, se había conminado una y otra vez a disfrutar de ello sin creérselo; se había recordado que si no hacía aquella distinción crucial, lo más probable era que acabara igual que Ed Deepneau. Aquel pensamiento había estado a punto de abrir las puertas a un recuerdo, pero las auras del aparcamiento lo habían desterrado de su mente en un santiamén. Y en aquel momento lo recordó… Ed había dicho que veía auras, ¿verdad?

No, tal vez quería decir auras, pero la palabra que empleó fue colores estoy casi seguro. Fue justo después de que dijera que veía cadáveres de bebés en todas partes, incluso en los tejados. Dijo…

Ralph observó a los dos hombres subir a una destartalada furgoneta y creyó que jamás lograría recordar las palabras de Ed con exactitud; estaba demasiado cansado. Pero entonces, cuando la furgoneta se alejó levantando tras de sí una nube de gases de escape que le recordó la brillante sustancia marrón que había visto brotar a mediodía del tubo de escape de la furgoneta de la panadería, otra puerta se abrió en su mente y de repente lo recordó.

—Dijo que a veces el mundo estaba lleno de colores —explicó Ralph al piso vacío—, pero que en un momento dado, todos los colores se transformaban en negro. Creo que eso fue lo que dijo.

Se acercaba bastante, pero ¿no habría algo más? Ralph creía que en el discurso de Ed había habido al menos algo más, pero no recordaba de qué se trataba. Y de todos modos, ¿qué importaba? Pero sus nervios le instaban a creer que importaba mucho. La fría línea que le recorría la espalda se había ensanchado y profundizado.

En aquel momento sonó el teléfono. Ralph se volvió y vio que el aparato estaba envuelto en un baño de funesta luz de color rojo oscuro, el color de la sangre que brota de la nariz y

(gallos gallos de pelea)

de las crestas de los gallos.

No —gimió una parte de su mente—. Oh, no, Ralph, no empieces otra

Cada vez que sonaba el timbre del teléfono, la nube de luz se tornaba más brillante. Durante los intervalos de silencio, se oscurecía. Era como contemplar un corazón fantasmal que guardara en su seno un teléfono.

Ralph cerró los ojos con fuerza, y cuando los volvió a abrir, el aura roja del teléfono había desaparecido.

No, lo que pasa es que ahora no la ves. No estoy seguro, pero creo que la has alejado a fuerza de voluntad. Como sucede en los sueños lúcidos.

Al cruzar la estancia para coger el teléfono, se dijo en términos muy explícitos que esa idea era tan absurda como ver auras. Lo único que sucedía es que no era cierto y lo sabía. Porque si era una idea absurda, ¿cómo era que sólo había tenido que echar un vistazo al halo de luz roja para saber a ciencia cierta que era Ed Deepneau quien llamaba?

Eso es una tontería, Ralph. Crees que es Ed porque estabas pensando en Ed… y porque estás tan cansado que la cabeza empieza a jugarte malas pasadas. Vamos, coge el teléfono, ya verás. Esto no es el Corazón Delator, ni siquiera el Teléfono Delator[4]. Lo más probable es que sea algún tipo que quiere venderte una suscripción o la señora del banco de sangre para preguntarte cómo es que hace tanto tiempo que no vas.

Pero sabía que no era cierto.

Ralph cogió el teléfono y dijo diga.

No obtuvo respuesta. Pero había alguien al otro extremo de la línea. Ralph oía su respiración.

—¿Diga? —repitió.

No hubo respuesta inmediata, y estaba a punto de decir: «Voy a colgar» cuando oyó la voz de Ed Deepneau.

—Llamo por tu lengua, Ralph. Está intentando meterte en líos.

La línea fría que ascendía entre sus omóplatos ya no era una línea, sino una fina capa de hielo que le cubría toda la espalda, desde la nuca hasta el coxis.

—Hola, Ed. Te he visto en las noticias.

No se le ocurría otra cosa que decir. Su mano no sostenía el teléfono, sino que más bien parecía aferrarse a él con desesperación.

—No cambies de tema, amigo. Y ahora presta atención. Acabo de recibir la visita de ese corpulento detective que me detuvo en verano, Leydecker. De hecho, acaba de marcharse.

El corazón le dio un vuelco, pero no tan violento como había temido. Al fin y al cabo, el hecho de que Leydecker hubiera ido a ver a Ed no resultaba tan sorprendente, ¿verdad? Le había interesado mucho la historia que Ralph le había contado acerca del enfrentamiento del verano de 1993. Le había interesado muchísimo, de hecho.

—¿Ah, sí? —exclamó con voz neutra.

—Al detective Leydecker le parece que creo que ciertas personas, o tal vez seres sobrenaturales de algún tipo, están sacando fetos de la ciudad en camiones y furgonetas. Qué fuerte, ¿eh?

Ralph permaneció de pie junto al sofá, retorciendo sin cesar el cable del teléfono y percatándose de que veía una luz de apagado color rojo brotar de él como si de sudor se tratara. La luz latía al ritmo de la voz de Ed.

—Te has chivado, viejo amigo.

Ralph guardó silencio.

—Que llamaras a la policía después de que diera a esa zorra la lección que tanto se merecía no me molestó —prosiguió Ed—. Lo atribuí a… bueno, a una especie de preocupación paternal. O a lo mejor creíste que si Helen estaba lo suficientemente agradecida, quizás dejaría que te la tirases. Al fin y al cabo, eres viejo pero todavía no estás listo para el Parque Jurásico. A lo mejor pensaste que al menos te dejaría ponerle las manos encima.

Ralph guardó silencio.

—¿Verdad, viejo amigo?

—…

—¿Crees que me vas a poner nervioso con el truco del silencio? No te esfuerces.

Pero la verdad era que Ed parecía nervioso, desconcertado. Era como si hubiera hecho aquella llamada con un guión preparado y Ralph se negara a seguir su papel.

—No puedes… Te aconsejo que no…

—Que llamara a la policía después de que pegaras a Helen no te molestó, pero es evidente que la conversación que has tenido hoy con Leydecker sí te ha molestado. ¿Por qué, Ed? ¿Es que por fin estás empezando a hacerte preguntas acerca de tu comportamiento? ¿Has empezado a pensar?

Ahora fue Ed quien permaneció en silencio.

—Si no te tomas esto en serio, Ralph —advirtió por fin en un susurro ronco—, te aseguro que será el mayor error que hayas…

—Oh, sí que me lo tomo en serio —repuso Ralph—. He visto lo que has hecho hoy, vi lo que le hiciste a tu mujer el mes pasado… y también vi lo que hiciste el verano pasado. Y ahora la policía también lo sabe. Yo te he escuchado, Ed; ahora escúchame tú a mí. Estás enfermo. Debes de haber sufrido una especie de desmoronamiento mental, tienes alucinaciones…

—¡No tengo por qué escuchar tus gilipolleces! —casi gritó Ed.

—Claro que no. Puedes colgar si quieres. Al fin y al cabo, pagas tú. Pero hasta entonces voy a seguir hablando. Porque me caías bien, Ed, y quiero que me vuelvas a caer bien. Eres un tipo inteligente, con o sin alucinaciones, y creo que puedes entenderme perfectamente. Leydecker lo sabe y va a vigilarte…

—¿Ya ves los colores, Ralph? —inquirió Ed de repente.

Su voz se había calmado de nuevo. En aquel momento, el brillo rojo que envolvía el cable del teléfono se desvaneció.

—¿Qué colores? —replicó Ralph por fin.

—Has dicho que te caía bien —siguió Ed haciendo caso omiso de la pregunta de Ralph—. Bueno, pues tú también me caes bien. Siempre me has caído bien. Por eso voy a darte un buen consejo. Te estás metiendo en aguas profundas, y hay cosas flotando en el fondo que ni siquiera puedes llegar a imaginar. Crees que estoy loco, pero ni siquiera sabes lo que es la locura. No tienes ni la menor idea. Pero la tendrás si sigues metiéndote en asuntos que no te conciernen, créeme.

—¿Qué cosas? —preguntó Ralph en un intento de conservar un tono de voz despreocupado, aunque seguía aferrándose al auricular con tal fuerza que los dedos le palpitaban.

—Fuerzas —repuso Ed—. En Derry hay fuerzas de las que te conviene no saber nada. Son… bueno, digamos que son entes. Todavía no se han percatado de tu existencia, pero si sigues metiéndote conmigo acabarán por fijarse en ti. Y eso no te conviene. Créeme, no te conviene en absoluto.

Fuerzas. Entes.

—Me preguntaste cómo había averiguado todo esto. Quién me lo había contado. ¿Te acuerdas, Ralph?

—Sí —repuso.

Y era cierto. Había sido la última cosa que Ed le había dicho antes de esbozar aquella sonrisa digna de un concurso televisivo y disponerse a saludar a los policías. Veo los colores desde que él vino y me lo dijo… De eso hablaremos más tarde.

—Me lo dijo el médico. El médico calvo y bajito. Creo que es él ante quien tendrás que responder si vuelves a meterte en mis asuntos. Y entonces, que Dios te ayude.

—El médico bajito y calvo, ajá —repuso Ralph—. Ya entiendo. Primero el Rey Carmesí y los centuriones, y ahora el médico calvo y bajito. Supongo que lo siguiente será…

—Déjate de sarcasmos, Ralph. Simplemente, no te acerques a mí ni te metas en mis asuntos, ¿me oyes? Déjame en paz.

Se oyó un clic cuando Ed colgó. Ralph se quedó mirando el auricular durante largo tiempo antes de devolverlo lentamente a la horquilla.

No te acerques a mí ni te metas en mis asuntos.

Eso, ¿y por qué no? Ya tenía suficientes problemas propios.

Ralph entró despacio en la cocina, metió un plato preparado (filete de merlango, de hecho) en el horno e intentó desterrar de su mente las protestas contra el aborto, las auras, a Ed Deepneau y al Rey Carmesí.

Y lo cierto era que le costó menos de lo que había esperado.