Aunque los cínicos siempre sonaban más plausibles que los estúpidos optimistas, según la experiencia de Ralph, lo cierto es que la mayor parte de las veces, si no siempre, se equivocaban, y se alegró mucho al descubrir que McGovern se había equivocado respecto a Helen Deepneau… En su caso, un solo verso del «Blues de los pómulos y el corazón rotos» parecía haber bastado.
El miércoles de la semana siguiente, justo cuando Ralph estaba a punto de decidir que lo mejor sería buscara la mujer con la que Helen había hablado en el hospital (Tillbury, se llamaba, Gretchen Tillbury) para asegurarse de que Helen estaba bien, recibió una carta de su joven vecina. La dirección era bien sencilla, sólo Helen y Nat, High Ridge, pero bastó para proporcionara Ralph un alivio considerable. Se dejó caer en su silla del porche, arrancó el extremo del sobre y extrajo dos hojas de papel rayado repletas de la inclinada caligrafía de Helen.
Querido Ralph [empezaba la carta]: Supongo que debes de pensar que he decidido estar enfadada contigo a pesar de todo, pero no es así. Sólo que nos dicen que no estemos en contacto con nadie durante un tiempo, ni por teléfono ni por carta. Normas de la casa. Me gusta este sitio, y a Nat también. Claro que le gusta; hay al menos seis niños de su edad con los que puede gatear por allí. Por lo que a mí respecta, he encontrado a más mujeres que me comprenden de lo que imaginaba. Quiero decir que una ve los programas de la tele (Oprah Habla Con Mujeres Que Quieren A Hombres Que Las Utilizan Para Practicar El Boxeo), pero cuando te pasa a ti, no puedes evitar creer que tu situación es diferente a la de todas las demás, que es diferente de cualquier otra cosa que haya podido pasar en el mundo. El alivio de saber que no es así es lo mejor que me ha pasado en mucho, mucho tiempo…
Hablaba de las tareas que le habían asignado, como trabajar en el jardín, ayudar a pintar un cobertizo de herramientas, limpiar las ventanas protectoras con agua y vinagre, y también hablaba de las aventuras de Nat aprendiendo a caminar. El resto de la carta se centraba en lo que había sucedido y en lo que pretendía hacer al respecto, y fue entonces cuando Ralph comprendió realmente la tormenta emocional que debía de estar viviendo Helen, sus preocupaciones acerca del futuro y como contrapartida, una determinación inamovible a hacer lo mejor para Nat… y también para ella. Por lo visto, Helen estaba descubriendo que también ella tenía derecho a lo mejor. Ralph se alegraba de que lo hubiera descubierto, pero también le entristecía pensar en todos los momentos malos que debía de haber pasado para llegar a tan sencilla conclusión.
Voy a divorciarme de él [escribía]. Una parte de mí (que parece mi madre) pone el grito en el cielo cuando lo expreso tan claramente, pero estoy cansada de engañarme a mí misma. Aquí hay muchas terapias, esas sesiones en las que la gente se pone en círculo y gasta unas cuatro cajas de Kleenex en una hora, pero todo parece reducirse a ver las cosas claras. En mi caso, ver las cosas claras significa que el hombre con el que me casé se ha convertido en un paranoico peligroso. Que a veces sea cariñoso y dulce no es la cuestión. Tengo que recordar que el hombre que antes me traía flores que él mismo cogía ahora se sienta a veces en el porche y habla con alguien que no existe, con un hombre al que llama el «médico calvo y bajito». ¿No te parece encantador? Creo que sé cómo empezó todo esto, Ralph, y cuando nos veamos te lo contaré, si te interesa oírlo.
Creo que volveré a la casa de Harris Avenue (al menos por un tiempo) a mediados de septiembre, aunque sólo sea para buscar trabajo…, pero no quiero hablar más de ello ahora… ¡Me muero de miedo! He recibido una nota de Ed… Sólo un párrafo, pero me ha aliviado mucho de todas formas. Me dice que está en una de las casitas del complejo de los Laboratorios Hawking, en Fresh Harbor, y que cumpliría la cláusula de no establecer contacto conmigo que hay en el acuerdo de fianza. También dice que lo siente, pero la verdad es que no me ha dado la sensación de que lo sintiera realmente. No esperaba ver manchas de lágrimas en la carta ni recibir un paquete con su oreja, pero… no sé. Era como si no se estuviera disculpando, sino cumpliendo con su obligación. ¿Entiendes lo que te quiero decir? También me ha enviado un cheque de setecientos cincuenta dólares, lo que parece indicar que comprende sus responsabilidades. Eso está muy bien, pero creo que me habría alegrado más de enterarme que está recibiendo ayuda para sus problemas mentales. Ésa debería ser la sentencia; un año y medio de terapia intensiva. Lo dije en una de las sesiones y alguna gente se echó a reír como si lo dijera de broma, pero lo decía en serio.
A veces se me ocurren imágenes aterradoras cuando intento pensar en el futuro. Nos veo a mí y a Nat en la cola de los comedores públicos, o a mí entrando en el refugio de Third Street con Nat en mis brazos, envuelta en una manta. Cuando pienso en esas cosas me pongo a temblar y a veces a llorar. Sé que es una tontería; soy diplomada en biblioteconomía, por el amor de Dios, pero no puedo evitarlo. ¿Y sabes a qué me aferro cuando se me ocurren esas cosas tan terribles? A lo que me dijiste después de llevarme a la trastienda de la Manzana. Me dijiste que tenía un montón de amigos en el barrio y que saldría de ésta. Sé que tengo al menos un amigo. Un amigo de verdad.
La carta estaba firmada Con todo mi amor, Helen.
Ralph se enjugó las lágrimas que amenazaban con escapársele del rabillo del ojo (últimamente lloraba por cualquier minucia, tenía la impresión; sin duda se debía a que estaba muy cansado) y leyó la posdata que Helen había escrito en la parte inferior de la página y el margen derecho:
Me encantaría que pudieras venir a visitarnos, pero los hombres son personae non gratae aquí por razones que estoy seguro que entenderás. ¡Ni siquiera quieren que digamos dónde está este lugar exactamente! H.
Ralph permaneció sentado durante un par de minutos con la carta de Helen sobre el regazo y mirando la calle. Agosto daba sus últimos coletazos, aún era verano pero las hojas de los chopos empezaban a adquirir un matiz plateado cuando el viento las acariciaba, y ya se respiraba el primer toque de frescor en el aire. El cartel colgado en el escaparate de la Manzana Roja rezaba MATERIAL ESCOLAR DE TODO TIPO. ¡COMPRUÉBELO! Y en algún lugar de las afueras de Newport, en alguna vieja granja a la que las mujeres maltratadas acudían para intentar recomponer sus vidas, Helen Deepneau limpiaba ventanas, preparándolas para otro largo invierno.
Con todo cuidado, metió la carta en el sobre, intentando recordar cuánto tiempo llevaban casados Ed y Helen. Siete u ocho años, creía. Carolyn se lo habría dicho con seguridad. ¿Cuánto valor necesitas para poner en marcha el tractor y destrozar una cosecha que has pasado siete u ocho años cultivando? —se preguntó—. ¿Cuánto valor necesitas para hacerlo después de pasarte tanto tiempo averiguando cómo se prepara la tierra y cuándo hay que sembrar y cuánta agua hace falta y cuándo recoger? ¿Cuánto valor necesitas para decir «Tengo que dejar los guisantes, los guisantes no me convienen, será mejor que pruebe con el maíz o las judías»?
—Mucho —dijo en voz alta mientras se enjugaba las lágrimas—. Mucho, maldita sea, eso es lo que creo yo.
De repente deseó fervientemente volver a ver a Helen, repetirle aquello que ella tan bien recordaba haber oído y que él apenas recordaba haber dicho: «Todo irá bien, saldrás de ésta, tienes muchos amigos en el barrio».
—Eso está clarísimo —dijo Ralph.
Tener noticias de Helen le había quitado un peso de encima. Se levantó, se guardó la carta en el bolsillo trasero y empezó a subir por Harris Avenue en dirección al merendero de la Extensión. Si tenía suerte, encontraría a Faye Chapin o a Don Veazie y podría jugar una partida de ajedrez.
El alivio que le había proporcionado tener noticias de Helen no hizo mella en su insomnio; seguía despertándose cada vez más temprano, y el Día del Trabajo abrió los ojos a las tres menos cuarto. Hacia el diez de septiembre, el día en que volvieron a detener a Ed Deepneau, esta vez junto con otras quince personas, la media de sueño por noche de Ralph había quedado reducida a unas tres horas y empezaba a sentirse como si fuera un bichito visto por el microscopio. Un protozoo solitario, eso es lo que soy, se dijo al sentarse en su sillón de orejas y mirar por la ventana que daba a Harris Avenue, deseando poder reír.
Su lista de remedios caseros a prueba de bomba y eficaces al cien por cien seguía creciendo, y más de una vez se le había ocurrido que podría escribir un divertido librito sobre el asunto…, siempre y cuando, claro está, durmiera lo suficiente como para recuperar la capacidad de organizar sus pensamientos. A finales de aquel verano, conseguía ponerse los calcetines correctos cada mañana, y sus recuerdos volvían siempre sobre los ímprobos esfuerzos que había realizado para encontrar una sopa instantánea en el armario de la cocina el día en que Ed había pegado a Helen. Desde entonces no había llegado a esos extremos porque había conseguido dormir al menos un poco cada noche, pero le aterraba volver a pasar por aquello, y tal vez por situaciones más espantosas aún, si las cosas no mejoraban. Había momentos, por lo general cuando estaba sentado en el sillón de orejas a las cuatro y media de la mañana, en los que podría jurar que oía cómo se le iba secando el cerebro.
Los remedios oscilaban entre lo sublime y lo ridículo. El mejor ejemplo de lo primero era un catálogo a todo color que elogiaba las maravillas del Instituto de Estudios del Sueño de Minnesota, situado en St. Paul. Un buen ejemplo de lo segundo era el Ojo Mágico, un amuleto multiuso que podía obtenerse con los cupones de los periódicos sensacionalistas de venta en los supermercados, como The National Enquirer e Inside View. Sue, la dependienta de la Manzana Roja, compró uno y se lo mostró cierta tarde. Ralph examinó el ojo azul mal pintado que lo miraba con fijeza desde el medallón (que sospechaba habría nacido como ficha de póquer) y sintió que una enorme carcajada luchaba por abrirse paso en su pecho. De algún modo logró contenerla hasta llegar a la seguridad de su piso, y se alegraba de ello. La solemnidad con que Sue se lo había entregado y la cadena dorada de aspecto caro en que lo había ensartado indicaban que el juguetito le debía de haber costado una considerable cantidad de dinero. Sue miraba a Ralph con una suerte de fascinación desde el día en que ambos habían rescatado a Helen. Ralph se sentía algo incómodo por aquella admiración, pero no sabía qué hacer al respecto. Entretanto, suponía que no le haría ningún daño llevar el medallón para que la muchacha advirtiera el bulto bajo la camisa. Pero la verdad es que no lo ayudaba a dormir.
Después de tomarle declaración respecto a su intervención en los problemas domésticos de los Deepneau, el detective John Leydecker había apartado la silla de su escritorio, había entrelazado los dedos bajo la nada despreciable nuca y le había dicho que McGovern le había contado que Ralph padecía insomnio. Ralph admitió que era cierto. Leydecker asintió con un gesto, volvió a acercar la silla a la mesa, palmeó el montón de papeleo bajo el que estaba enterrada la mayor parte de la superficie del escritorio y miró a Ralph con expresión solemne.
—Panales —dijo.
Su tono recordó a Ralph el de McGovern al sugerirle que el whisky era la solución, y su propia respuesta fue exactamente la misma que entonces.
—¿Cómo dice?
—Mi abuelo creía ciegamente en los panales —explicó Leydecker—. Un trocito de panal justo antes de acostarse. Chupa la miel del panal, mastica un poco la cera, como si fuera un chicle y luego la escupe en la basura. Las abejas segregan una especie de sedante natural cuando hacen la miel. Lo dejará frito.
—Vaya —exclamó Ralph creyendo que eran sandeces y al mismo tiempo creyendo cada palabra—. ¿Y dónde consigo el panal?
—En Nutra, la tienda de productos dietéticos que hay en el centro comercial. Pruébelo. La semana que viene se habrán acabado todos sus problemas.
Ralph disfrutó mucho con el experimento, pues la miel de panal era tan intensa que parecía inundar todo su ser, pero pese a todo, después de la primera dosis se despertó a las tres y diez, después de la segunda, a las tres y ocho minutos, y después de la tercera, a las tres y siete. Por entonces, ya no quedaba nada del trocito de panal que había comprado, así que se apresuró a ir a Nutra a por más. Tal vez su efecto sedante era nulo, pero lo cierto es que era estupendo para picar; le habría gustado descubrirlo antes.
Intentó sumergir los pies en agua caliente. Lois le llevó algo llamado Compresas Multiuso con Gel de venta por catálogo, con las que había que envolverse el cuello, y se suponía que era muy beneficioso para la artritis y también ayudaba a dormir. A Ralph no le sirvió para ninguna de las dos cosas, pero la verdad es que tenía muy poca artritis. Tras encontrarse por casualidad con Trigger Vachon en la barra del restaurante de Nicky, intentó la manzanilla.
—La manzanilla es estupenda —le aseguró Trig—. Vas a dormir como un angelito, Rralph.
Y Ralph durmió como un angelito…, hasta las tres menos dos minutos de la madrugada.
Tales fueron los remedios populares y homeopáticos que probó. Los que no probó fueron un complejo vitamínico que costaba mucho más de lo que Ralph se podía permitir gastar de sus ingresos fijos, una postura de yoga llamada El Soñador, que tal como la describía el cartero, se le antojó una forma estupenda de mirarse las hemorroides, y la marihuana. Ralph consideró con toda meticulosidad esta última posibilidad antes de decidir que lo más probable era que resultara ser una versión ilegal del whiskey, el panal y la manzanilla. Además, si McGovern se enteraba de que Ralph fumaba maría le pegaría una bronca de campeonato.
Y durante todos aquellos experimentos, una voz interior no cesaba de preguntarle si no llegaría al extremo de probar el ojo de tritón y la lengua de sapo antes de renunciar e ir a ver al médico. Aquella voz no sonaba demasiado crítica, sino más bien curiosa. Lo cierto era que el propio Ralph sentía una curiosidad creciente.
El diez de septiembre, el día de la primera manifestación organizada por Amigos de la Vida delante del Centro de la Mujer, Ralph decidió que probaría algo de la farmacia…, pero no de la farmacia Rexall del centro, donde le habían vendido las recetas para Carol. Ahí lo conocían, lo conocían bien, y no quería que Paul Durgin, el farmacéutico de Rexall, lo viera comprando somníferos. Quizás fuese una tontería, como irse a la otra punta de la ciudad para comprar condones, pero eso no cambiaba nada. Nunca había comprado nada en Rite Aid, la farmacia situada al otro lado del parque Strawford, así que allí es donde pretendía ir. Y si la versión farmacéutica del ojo de tritón y la lengua de sapo no funcionaba, iría al médico.
¿Es verdad eso, Ralph? ¿Lo dices en serio?
—Sí, lo digo en serio —dijo en voz alta mientras caminaba despacio por Harris Avenue bajo el brillante sol de septiembre—. Que me aspen si aguanto esto por mucho más tiempo.
Eres un bocazas, Ralph, replicó la vocecilla con escepticismo.
Bill McGovern y Lois Chasse estaban de pie junto a la entrada del parque, sosteniendo lo que parecía una animada discusión. Bill alzó la vista, vio a Ralph y le indicó por señas que se acercara. Ralph obedeció, aunque no le gustó ni pizca la combinación que formaban sus respectivas expresiones; ojos brillantes de interés en el rostro de McGovern, consternación y preocupación en el de Lois.
—¿Te has enterado del asunto del hospital? —preguntó cuando Ralph se unió a ellos.
—No ha sido en el hospital, y no ha sido un asunto —corrigió McGovern malhumorado—. Ha sido una manifestación, o al menos así es como lo llaman, y ha sido delante del Centro de la Mujer, que está detrás del hospital. Han metido a un montón de gente en la cárcel, entre seis y veinticuatro personas; nadie parecer estar muy seguro del número.
—¡Uno de ellos era Ed Deepneau! —exclamó Lois sin aliento, con evidente sorpresa.
McGovern le lanzó una mirada de desagrado. Sin duda creía que le correspondía a él desvelar tan importante noticia.
—¡Ed! —exclamó Ralph con sobresalto—. ¡Pero si Ed está en Fresh Harbor!
—Te equivocas —replicó McGovern.
El maltrecho sombrero que lucía le confería un aspecto elegante, como el vendedor de periódicos de una película policíaca de los años cuarenta. Ralph se preguntó si no habría encontrado aún el panamá o si ya lo habría guardado hasta el verano siguiente.
—Hoy ha vuelto a dar con sus huesos en la pintoresca cárcel municipal.
—¿Qué es lo que ha pasado?
Pero ninguno de los dos lo sabía con exactitud. Por el momento, la historia era poco más que un rumor que se había propagado por el parque como un catarro contagioso, un rumor que revestía especial interés en aquella parte de la ciudad porque el nombre de Ed estaba vinculado a él. Marie Callan había contado a Lois que los manifestantes habían arrojado piedras y que por eso habían sido detenidos. Según Stan Eberly, que había transmitido la noticia a McGovern poco antes de que éste se topara con Lois, alguien, tal vez Ed, pero tal vez uno de los otros, había atacado con spray antivioladores a un par de médicos cuando pasaban por el caminito que separaba el Centro de la Mujer de la entrada posterior del hospital. Técnicamente, aquel caminito era propiedad pública y se había convertido en la guarida predilecta de los antiabortistas durante los siete años que el Centro de la Mujer llevaba practicando abortos.
Las dos versiones de la historia eran tan vagas y contradictorias que Ralph aún podía alentar esperanzas razonables de que ninguna de las dos fuera cierta, que tal vez sólo se trataba de unas cuantas personas demasiado entusiastas que habían sido detenidas por colarse en una propiedad privada o algo por el estilo. En lugares como Derry, esa clase de cosas sucedía; las noticias solían hincharse como balones de playa a medida que se propagaban.
No obstante, no podía librarse de la sensación de que aquella vez la situación sería más grave, sobre todo porque tanto la versión de Bill como la de Lois contenían el nombre de Ed Deepneau, y Ed no era el manifestante antiabortista corriente. Al fin y al cabo, se trataba del tipo que le había arrancado varios mechones de cabello a su mujer, además de arreglarle los dientes y fracturarle el pómulo sólo porque había visto su firma en una petición que mencionaba el Centro de la Mujer. Era el tipo que parecía sinceramente convencido de que alguien que se llamaba a sí mismo el Rey Carmesí (sería un nombre magnífico para un luchador profesional, pensó Ralph) se paseaba por Derry, y que sus secuaces sacaban a sus víctimas nonatas de la ciudad en camiones de caja plana (además de unas cuantas furgonetas que llevaban fetos embutidos en bidones de fertilizante). No, tenía la sensación de que Ed había participado en el incidente, que no había sido tan sólo cuestión de que alguien golpeara accidentalmente a otro en la cabeza con una pancarta de protesta.
—Vamos a mi casa —propuso Lois de repente—. Llamaré a Simone Castonguay. Su sobrina es la recepcionista del Centro de la Mujer. Si alguien sabe lo que ha pasado allí esta mañana, es Simone… Habrá llamado a Barbara.
—Estaba a punto de ir al supermercado —comentó Ralph.
Por supuesto, era una mentira, pero no muy gorda. El supermercado estaba al lado de la farmacia Rite Aid, en el pequeño centro comercial que había a media manzana del parque.
—¿Te parece bien que pase cuando vuelva?
—De acuerdo —accedió Lois con una sonrisa—. Nos encontraremos allí dentro de unos minutos, ¿eh, Bill?
—Sí —asintió McGovern.
De repente, la levantó en volandas; le costó algún esfuerzo, pero lo consiguió.
—Y mientras tanto, te tendré para mí solo. ¡Oh, Lois, los minutos volarán!
Desde el parque, un grupo de mujeres con bebés en cochecitos («madres de cháchara», se dijo Ralph) los había estado observando, sobre todo a Lois, cuyos ademanes tendían a tornarse extravagantes cuando se emocionaba. Cuando McGovern se inclinó sobre Lois, mirándola con el falso ardor de un mal actor al término de un tango, una de las madres dijo algo a otra, y ambas se echaron a reír. Era un sonido estridente y desagradable que recordó a Ralph el chirrido de la tiza sobre la pizarra y de los tenedores al ser arrastrados por una pica de porcelana. «Mira a esos viejos —decía aquella risa—. Mira a esos viejos fingiendo ser jóvenes otra vez.»
Ralph les lanzó una mirada iracunda en un intento de transmitirles un pensamiento: También vosotras seréis viejas algún día. Tal vez ahora no lo creáis, pero algún día seréis viejas.
—¡Basta, Bill! —ordenó Lois.
Se estaba ruborizando, y quizás no sólo porque Bill le estaba gastando una de sus habituales bromas. También había oído las risas procedentes del parque. Sin duda, también habían llegado a oídos de McGovern, pero con toda certeza, creía que se reían con él, no de él. A veces, pensó Ralph cansado, un ego algo henchido podía constituir una buena protección.
McGovern la soltó, se quitó el sombrero y lo agitó ante su cintura al tiempo que se inclinaba en una reverencia exagerada. Lois estaba demasiado ocupada comprobando que su blusa de seda seguía metida en la cinturilla de su falda como para prestarle atención. El rubor de sus mejillas empezaba a disiparse, y Ralph se dio cuenta de que tenía aspecto de cansancio y de no encontrarse demasiado bien. Esperaba que no hubiera cogido algo.
—Pasa luego si puedes —dijo a Ralph en voz baja.
—Lo haré, Lois.
McGovern le rodeó la cintura en un gesto de afecto amistoso y sincero esta vez, y ambos empezaron a subir por Harris Avenue. Al observarlos, Ralph tuvo la intensa sensación de que ya había vivido aquella situación, como si los hubiera visto caminar juntos en algún otro lugar. En el momento, en que McGovern bajó la mano recordó dónde había visto aquella escena; Fred Astaire sacando a una Ginger Rogers morena y más bien rolliza al decorado de una ciudad de provincias, donde ambos bailarían al son de alguna canción de Jerome Kern o tal vez de Lerner y Lowe.
Qué raro —pensó mientras retrocedía en dirección al pequeño centro comercial que había en Up-Mile Hill—. Pero que muy raro, Ralph. Bill McGovern y Lois Chasse se parecen tanto a Fred Astaire y Ginger Rogers como…
—¡Ralph! —lo llamó Lois.
Ralph se volvió. Estaban a un cruce y aproximadamente una manzana de distancia. Numerosos coches pasaban por Elizabeth Street, convirtiendo la visión de sus dos amigos en un moderado tartamudeo.
—¿Qué? —preguntó.
—¡Tienes mucho mejor aspecto! ¡Pareces más descansado! ¿Duermes mejor?
—¡Sí! —exclamó al tiempo que se decía: Otra pequeña mentira por otra buena causa.
—¿No te dije que te encontrarías mejor en cuanto acabara el verano? ¡Hasta luego!
Lois agitó los dedos en ademán de saludo, y Ralph se sobresaltó al ver brillantes líneas azules brotando de sus uñas cortas pero extremadamente cuidadas. Parecían estelas.
¿Qué coño…?
Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. Nada. Sólo Bill y Lois de espaldas a él, caminando juntos hacia la casa de Lois. Ninguna línea azul brillante en el aire, nada de eso…
Ralph bajó la mirada hacia la acera y vio que Lois y Bill estaban dejando huellas sobre el hormigón, huellas exactamente iguales que las del viejo manual de baile de Arthur Murray, el librito que se podía comprar por correo. Las de Lois eran grises. Las de McGovern, más grandes pero extrañamente delicadas, eran de un oscuro color verde oliva. Brillaban sobre la acera, y Ralph, que estaba parado en el extremo más alejado de Elizabeth Street con la barbilla casi a la altura del esternón, de repente se dio cuenta de que de ambos emanaban nubecillas de humo de colores. O tal vez era vapor.
Un autobús que se dirigía hacia Old Cape pasó rugiendo junto a él, bloqueando su visión durante un instante, y cuando volvió a mirar, las huellas habían desaparecido. Sobre la acera no había nada aparte de un mensaje escrito con tiza dentro de un desvaído corazón rosado: «Sam + Deanie para siempre».
Esas huellas no han desaparecido, Ralph; es que nunca han estado ahí. Lo sabes, ¿verdad?
Sí, lo sabía. Se le había ocurrido la idea de que Bill y Lois parecían Fred Astaire y Ginger Rogers; pasar de aquella idea a la alucinación de que sus pies dejaban huellas imaginarias sobre la acera como si fueran las huellas del manual de baile de Arthur Murray tenía cierta lógica surrealista. Pero eso no lo tranquilizaba. El corazón le latía demasiado aprisa, y cuando cerró los ojos por un momento para intentar calmarse, vio aquellas líneas brotando de los dedos de Lois como brillantes estelas azules.
Tengo que dormir más —se dijo—. Tengo que dormir más como sea, porque si no, empezaré a ver de todo.
—Exacto —masculló para sus adentros al tiempo que echaba a andar de nuevo hacia la farmacia—. De todo.
Diez minutos más tarde, Ralph estaba en la farmacia Rite Aid contemplando el cartel que colgaba del techo con cadenas. ENCUÉNTRESE MEJOR CON RITE AID, rezaba como si insinuara que encontrarse mejor era un objetivo que cualquier consumidor razonable y que trabajara duro pudiera alcanzar. Ralph tenía sus dudas.
Aquello, decidió Ralph, era venta de fármacos a gran escala… Hacía que en comparación Rexall, la farmacia donde solía comprar los medicamentos, pareciera un cuartucho. Los pasillos diáfanos, iluminados por fluorescentes, parecían más largos que pistas de bolos y ofrecían desde tostadores hasta rompecabezas. Tras un breve estudio, Ralph decidió que el pasillo 3 contenía casi todos los medicamentos y, por tanto, era el lugar que le convenía. Atravesó despacio la sección denominada MEDICAMENTOS PARA EL ESTÓMAGO, hizo una breve visita al reino de los ANALGÉSICOS y atravesó a toda prisa la tierra de los LAXANTES. Y ahí, entre los LAXANTES y los DESCONGESTIONANTES, se detuvo.
Hasta aquí hemos llegado, amigos… Mi última apuesta. Después de esto sólo me quedará el doctor Lichtfield, y si me sugiere que mastique panal de abeja o beba manzanilla, lo más probable es que explote y que las enfermeras y la recepcionista tengan que aunar fuerzas para apartarme de él.
MEDICAMENTOS PARA DORMIR, rezaba el cartel que coronaba aquella sección del pasillo 3.
Ralph, que nunca había sido un gran consumidor de medicamentos, ya que, de lo contrario, habría recurrido a la farmacia mucho antes, sin lugar a dudas, no sabía exactamente qué esperar, pero desde luego, no esperaba encontrar aquella descontrolada y casi indecente profusión de productos. Paseó la mirada por las cajas, la mayor parte de las cuales eran de un apaciguador tono azul, leyendo los nombres de los medicamentos. La mayoría de ellos sonaban extraños y algo ominosos: Compoz, Nytol, Dorminal, Z-Fuerza, Sominex, Dorminex, Somno-Liento. Incluso había un producto sin marca.
Debes de estar de guasa —pensó—. Ninguna de estas cosas te servirá de nada. Ya es hora de que dejes de hacer el gilipollas, ¿es que no te enteras? Cuando uno empieza a ver huellas de colores en la acera es que ha llegado el momento de dejar de hacer el gilipollas e ir al médico.
Pero en aquel momento recordó la voz del doctor Lichtfield, la recordó con tanta claridad como si se acabara de encender un radiocassete en su cabeza. Tu mujer tiene cefaleas tensionales, Ralph… Son desagradables y dolorosas, pero no peligrosas. Creo que podremos solucionar el problema.
Desagradables y dolorosas, pero no peligrosas… Sí, exacto, eso era lo que había dicho el hombre antes de coger su talonario y extender la primera receta de píldoras inútiles mientras el minúsculo bulto de células malignas que anidaba en la cabeza de Carolyn seguía enviando microseñales de destrucción. Tal vez el doctor Jamal estuviera en lo cierto, tal vez ya entonces era demasiado tarde, pero también era posible que Jamal fuera un imbécil, un extraño en un país extraño que intentaba adaptarse sin provocar tempestades. Quizás sí, quizás no.
Ralph no lo sabía con certeza y nunca llegaría a saberlo. Lo único que sabía era que Lichtfield no había estado presente cuando Ralph y Carolyn se enfrentaron a las dos últimas tareas de su matrimonio: en el caso de ella, morir, y en el caso de él, verla morir.
¿Es eso lo que quiero hacer? ¿Ir a ver a Lichtfzeld y ver cómo vuelve a coger su talonario de recetas?
A lo mejor esta vez funcionaba, intentó convencerse. Al mismo tiempo, su mano se extendió como si actuara por voluntad propia y cogió una caja de Dorminex del estante. Ralph la giró, la apartó un poco de sí a fin de poder leer la letra pequeña del flanco, y recorrió con la mirada la relación de ingredientes activos. No tenía ni la menor idea de cómo se pronunciaba la mayor parte de los trabalenguas que figuraban en la lista, ni mucho menos de qué eran ni cómo actuaban.
Sí —contestó a la voz—. A lo mejor esta vez funcionaba. Pero quizás la solución está en encontrar a otro mé…
—¿En qué puedo servirle? —preguntó una voz justo detrás del hombro de Ralph.
Estaba a punto de volver a colocar la caja de Dorminex en su lugar para coger algo que no sonara tanto como el medicamento siniestro de una novela de Robin Cook cuando aquella voz lo sobresaltó. Ralph dio un respingo y tiró al suelo una docena de cajas de sueño sintético.
—¡Lo siento! ¡Qué patoso soy! —se disculpó Ralph mirando por encima del hombre.
—En absoluto. Ha sido culpa mía.
Y antes de que Ralph pudiera recoger dos cajas de Dorminex y una de cápsulas Somno-Liento, el hombre de la bata blanca que había hablado con él ya había recogido el resto de los medicamentos y los estaba distribuyendo por el estante con la rapidez de un jugador profesional repartiendo las cartas en una mano de póquer. Según la placa dorada que llevaba prendida en la solapa, se trataba de JOE WYZER. FARMACÉUTICO DE RITE AID.
—Bueno —dijo Wyzer sacudiéndose el polvo de las manos antes de volverse hacia Ralph con una amistosa sonrisa—. Volvamos a empezar. ¿En qué puedo servirle? Parece un poco perdido.
La primera reacción de Ralph, consistente en estar molesto por haber sido interrumpido cuando sostenía una profunda e importante conversación consigo mismo, empezaba a dar paso a cierto interés cauteloso.
—Bueno, pues no sé —confesó al tiempo que señalaba el amasijo de pociones para dormir—. ¿Sirven para algo estas cosas?
La sonrisa de Wyzer se ensanchó. Era un hombre alto, de mediana edad, tez clara y cabello castaño bastante ralo peinado con raya al medio. Extendió la mano, y Ralph apenas había amagado el mismo gesto cuando su mano desapareció en la del farmacéutico.
—Me llamo Joe —se presentó el farmacéutico llevándose la mano libre a la placa de identificación—. Antes me llamaba Joe Wyze, pero ahora soy más viejo y Wyzer[2].
Sin duda alguna era un chiste viejísimo, pero no había perdido una pizca de gracia para Joe Wyzer, que lanzó una estruendosa carcajada. Ralph esbozó una leve sonrisa que mostraba un rictus de angustia casi imperceptible. La mano que había envuelto la suya era muy fuerte, y temía que si el farmacéutico se la oprimía con contundencia, acabaría el día con la mano enyesada. Por un momento deseó haber acudido con su problema a la farmacia de Paul Durgin. Pero Wyzer le estrechó la mano con firmeza un par de veces y luego se la soltó.
—Me llamo Ralph Roberts. Encantado de conocerle, señor Wyzer.
—Lo mismo digo. Y ahora, respecto a la eficacia de estos estupendos productos, permítame contestar a su pregunta con otra: ¿acaso los osos cagan en las cabinas telefónicas?
Ralph estalló en carcajadas.
—No creo —repuso cuando por fin pudo articular palabra.
—Correcto.
Wyzer echó un vistazo a las cajas de medicamentos, un muro de tonos azulados.
—Gracias a Dios soy farmacéutico y no vendedor, señor Roberts; me moriría de hambre si tuviera que vender a domicilio. ¿Tiene insomnio? Se lo pregunto en parte porque lo he visto examinar los productos de esta sección, pero sobre todo porque tiene el típico aspecto demacrado y los ojos hundidos.
—Señor Wyzer, sería el hombre más feliz del mundo si pudiera dormir cinco horas alguna noche, e incluso me conformaría con solo cuatro.
—¿Desde cuándo tiene este problema, señor Roberts? ¿O prefiere que lo llame Ralph?
—Sí, llámeme Ralph.
—Perfecto. Llámeme Joe.
—Pues empezó en abril, creo. Un mes o mes y medio después de la muerte de mi mujer.
—Vaya, siento mucho que haya perdido a su esposa. Le acompaño en el sentimiento.
—Gracias —dijo Ralph antes de repetir la consabida fórmula—: La echo mucho de menos, pero también me alegré de que dejara de sufrir.
—Pero ahora es usted el que está sufriendo. El que lleva sufriendo…, veamos —Wyzer contó con los dedos—, casi medio año.
De repente, Ralph quedó fascinado por aquellos dedos. De ellos no brotaban estelas azules, pero cada una de las puntas parecía envuelta en un brillante halo plateado, como una especie de papel de aluminio transparente. Pensó otra vez en Carolyn, en los olores imaginarios de los que se había quejado a veces el otoño anterior… Clavo, desagües, jamón quemado… Tal vez aquello era el equivalente masculino, y el nacimiento de su tumor cerebral no venía acompañado de dolores de cabeza, sino de insomnio.
El autodiagnóstico es de tontos, Ralph, así que, ¿por qué no paras?
Con gesto resuelto, se volvió de nuevo hacia el rostro grande y agradable de Wyzer. Nada de halos plateados ni de ninguna otra clase. Estaba casi seguro de ello.
—Exacto —corroboró—. Casi medio año. Se me ha hecho más largo. Mucho más largo, de hecho.
—¿Algún patrón concreto? Por lo general hay un patrón en estos trastornos. Quiero decir, le cuesta mucho dormirse o…
—Tengo problemas de despertar prematuro.
—Y por lo que veo, ha leído algunos libros al respecto.
Si Lichtfield le hubiera hecho un comentario de aquella índole, Ralph habría advertido en él un matiz de condescendencia, pero en el rostro de Joe Wyzer no vio condescendencia, sino auténtica admiración.
—He leído todo lo que hay en la biblioteca, pero no tienen gran cosa, y la verdad es que ningún libro me ha servido de mucho —hizo una pausa antes de continuar—. Bueno, ninguno me ha servido de nada, para serle sincero.
—Bueno, permítame que le diga lo que sé sobre el tema, y usted levante la mano cuando me meta en territorio que usted ya haya explorado. ¿Quién es su médico, por cierto?
—Lichtfield.
—Ajá. Y por lo general compra sus medicamentos en… ¿Peoples Drug del centro comercial? ¿Rexall?
—Rexall.
—O sea que hoy va de incógnito.
Ralph se ruborizó… y luego sonrió.
—Más o menos.
—Ajá. Y no hace falta que le pregunte si ha recurrido al doctor Lichtfield para exponerle su problema, ¿verdad? Si lo hubiera hecho no estaría aquí explorando el maravilloso mundo de los remedios milagrosos.
—¿Eso es lo que son? ¿Remedios milagrosos?
—Más o menos… En el caso de la mayor parte de estas porquerías, me sentiría mucho más cómodo vendiéndolas de pueblo en pueblo con una carreta roja de elegantes ruedas amarillas.
Ralph se echó a reír, y la brillante nube plateada que había empezado a formarse delante de la bata de Joe Wyzer desapareció.
—En ese tipo de venta sí que me metería —prosiguió Wyzer con una leve y nebulosa sonrisa—. Me agenciaría a una chica bien mona que bailara en sujetador de lentejuelas y pantalones de harén… La llamaría Pequeña Egipto, como en esa vieja canción de los Coasters; ella sería el preludio. Y también tendría un banjista. Me he dado cuenta de que nada como una buena dosis de música de banjo para que la gente se anime a comprar.
La mirada de Wyzer se perdió entre los laxantes y los analgésicos, disfrutando del ensueño. Al cabo de un momento se volvió de nuevo hacia Ralph.
—Para los que padecen despertar prematuro, Ralph, estos mejunjes no sirven para nada. Le iría mejor un trago o una de esas máquinas de ondas que venden por catálogo, pero por su aspecto diría que ya ha probado las dos cosas.
—Sí.
—Además de otras dos docenas de eficaces y antiquísimos remedios caseros.
Ralph se echó a reír de nuevo. Aquel hombre empezaba a caerle muy bien.
—Más bien cuatro docenas.
—Bueno, es usted muy aplicado, tengo que reconocerlo —alabó Wyzer al tiempo que señalaba las cajas azules—. Estas pócimas no son más que antihistamínicos. La verdad es que se basan en un efecto secundario, porque los antihistamínicos dan sueño. Si mira una caja de Comtrex o de Benadryl en la sección de descongestionantes, verá que dicen que no los tome si tiene intención de conducir o manejar maquinaria pesada. Para las personas que tienen algún que otro problema para dormir, una dosis de Sominex de vez en cuando puede funcionar. Pero no servirían de nada en su caso, porque su problema no reside en dormirse, sino en que se despierta antes de hora, ¿correcto?
—Correcto.
—¿Puedo hacerle una pregunta delicada?
—Claro, supongo.
—¿Tiene algún problema con el doctor Lichtfield en este aspecto? ¿Tal vez alguna duda en su capacidad de comprender lo fastidiado que está por culpa del insomnio?
—Sí —asintió Ralph agradecido—. ¿Cree que debería ir a verlo? ¿Intentar explicárselo para que lo entienda?
Por supuesto, Wyzer contestaría que sí, y Ralph podría por fin hacer la famosa llamada a la consulta del médico. Y el médico sería Lichtfield, tenía que ser Lichtfield, ahora lo veía claro. Era una locura pensar en recurrir a otro médico a su edad.
¿Puedes decirle al doctor Lichtfield que ves cosas? ¿Puedes contarle lo de las líneas azules que has visto brotar de los dedos de Lois Chasse? ¿Las huellas en la acera que se parecían a las del manual de baile de Arthur Murray? ¿Esa cosa plateada que envolvía los dedos de Joe Wyzer? ¿Vas a contarle todas estas cosas a Lichtfield? Y si no puedes, ¿para qué narices vas a ir a verle, te recomiende lo que te recomiende este tipo?
Sin embargo, Wyzer lo sorprendió con una pregunta del todo distinta.
—¿Todavía sueña?
—Sí, bastante, de hecho, teniendo en cuenta que sólo duermo unas tres horas por noche.
—¿Son sueños coherentes, sueños que consistan en sucesos perceptibles y tengan un hilo narrativo, por extraño que sea? ¿O se trata sólo de imágenes confusas?
Ralph recordó un sueño que había tenido la noche anterior. Él, Helen Deepneau y Bill McGovern estaban jugando al frisbee en medio de Harris Avenue. Helen llevaba unos enormes y desmañados zapatos de dos colores; McGovern lucía un jersey con una botella de vodka impresa en la pechera. LA MEJOR, proclamaba la prenda. El frisbee era rojo brillante con listas de color verde fluorescente. De repente, Rosalie aparecía en escena. El desvaído lazo azul que alguien le había atado alrededor del cuello se agitaba mientras la perra cojeaba hacia ellos. De pronto daba un salto, atrapaba el frisbee entre los dientes y se alejaba corriendo. Ralph quería perseguirla, pero McGovern decía: «Tranquilo, Ralph, nos van a regalar una caja entera por Navidad». Ralph se volvía hacia él con la intención de señalar que para Navidad faltaban más de tres meses y preguntarle qué narices iban a hacer si les apetecía jugar al frisbee entretanto, pero antes de que pudiera articular palabra, el sueño había terminado o bien desembocado en otra película mental menos vívida.
—Si entiendo bien lo que quiere decir —repuso Ralph—, mis sueños son coherentes.
—Bien. Y ahora quiero que me diga si son lúcidos. Los sueños lúcidos cumplen dos requisitos. En primer lugar, uno sabe que está soñando, y en segundo lugar, a menudo puede influenciar el rumbo del sueño; es decir, uno se convierte en algo más que un observador pasivo.
—Sí, sí, tengo sueños así —asintió Ralph—. De hecho, tengo muchos sueños así últimamente. Ahora mismo estaba pensando en el que tuve anoche. Una perra callejera a la que a veces veo por la calle se escapaba con el frisbee con el que estábamos jugando unos amigos y yo. Yo me enfadaba porque la perra había interrumpido el juego e intentaba que soltara el frisbee simplemente pensándolo. Una especie de orden telepática, ¿comprende?
Ralph emitió una risita algo avergonzada, pero Wyzer se limitó a asentir con toda seriedad.
—¿Y funcionó?
—Esta vez no —repuso Ralph—, pero creo que he conseguido que funcionara en otros sueños. Claro que no estoy seguro, porque la mayor parte de los sueños parecen disiparse en cuanto me despierto.
—Eso le pasa a todo el mundo —explicó Wyzer—. El cerebro trata los sueños como material desechable; los almacena en una memoria extremadamente volátil.
—Sabe mucho de esto, ¿eh?
—Me interesa mucho el insomnio. Escribí dos estudios sobre el vínculo que existe entre los sueños y los trastornos del sueño cuando estaba en la universidad —explicó al tiempo que miraba el reloj—. Hora del descanso. ¿Le apetece tomarse un café y un trozo de pastel de manzana conmigo? Hay un sitio aquí al lado, y tienen un pastel de manzana fantástico.
—Muy bien, pero creo que me dedicaré a la naranjada. He intentado reducir el consumo de café al mínimo.
—Comprensible pero completamente inútil —comentó Wyzer con aire risueño—. Su problema no es la cafeína, Ralph.
—No, supongo que no, pero… ¿cuál es mi problema entonces?
Durante toda la conversación, Ralph había conseguido que no se le notara la desdicha en la voz, pero en aquel momento volvió a hacer su aparición.
Wyzer le dio una palmada en el hombro y lo miró con amabilidad.
—Eso es precisamente de lo que vamos a hablar. Venga.