3

Ed y Helen Deepneau vivían en una pequeña casa estilo Cape Cod de color chocolate y puertas y marcos de color nata, el tipo de casa que las mujeres de edad con frecuencia llaman «una monada», situada a cuatro casas de la que Ralph compartía con Bill McGovern. Carolyn siempre había dicho que los Deepneau pertenecían a «la Iglesia de los Yuppies del último Día», si bien la expresión carecía de toda malicia, porque lo cierto era que les tenía mucho cariño. Ambos eran vegetarianos tolerantes que no hacían ascos al pescado ni a los productos lácteos, habían trabajado en la campaña de Clinton en las últimas elecciones y el coche que estaba aparcado en el sendero de entrada, no el Datsun, sino una furgoneta nueva, lucía adhesivos que proclamaban NUCLEAR NO, GRACIAS y PIELES EN LOS ANIMALES, NO EN LAS PERSONAS.

Asimismo, los Deepneau parecían haber guardado todos los discos comprados durante los sesenta, lo que a Carolyn se le antojaba una de sus características más entrañables, y mientras se acercaba a la casa estilo Cape Cod con los puños cerrados, Ralph oyó a Grace Slick aullando uno de esos viejos himnos de San Francisco:

Una píldora te engrandece

Otra te empequeñece

Y las que te da tu madre

No surten ningún efecto.

Pregúntale a Alicia cuando mida tres metros.

La música procedía de un radiocasete colocado en la caja de zapatos que era el porche de la casa. Un aspersor hacía piruetas sobre el césped, emitiendo una especie de chischischis mientras pintaba arcoiris en el aire y dejaba un brillante parche mojado en la acera. Desnudo de cintura para arriba, Ed Deepneau estaba sentado en una silla de jardín a la izquierda del sendero de cemento, con las piernas cruzadas y contemplando el cielo con la expresión pensativa de un hombre que está intentando decidir si la nube que está pasando en ese momento se parece más a un caballo o a un unicornio. Uno de sus pies desnudos subía y bajaba al ritmo de la música. El libro que yacía abierto y boca abajo sobre su regazo encajaba a la perfección con la música que brotaba de los altavoces; Even Cowgirls Get the Blues, de Tom Robbins.

Una escena veraniega casi perfecta; un cuadro de bucólica serenidad que bien podría ser obra de Norman Rockwell y llevar por título «Tarde libre». Lo único que había que hacer era pasar por alto la sangre que manchaba los nudillos de Ed y la gota que salpicaba el vidrio izquierdo de sus gafas redondas a lo John Lennon.

—¡Ralph, por lo que más quieras, no te pelees con él! —susurró McGovern mientras Ralph dejaba la acera y cruzaba el césped.

Ralph atravesó la fina y fría lluvia del aspersor sin apenas percatarse de ella.

Ed se volvió, vio a su vecino y esbozó una radiante sonrisa.

—¡Hola, Ralph! ¡Me alegro de verte, hombre!

Mentalmente, Ralph se vio a sí mismo alargando el brazo para empujar la silla de Ed y arrojarlo al césped. Vio los ojos de Ed abriéndose de sorpresa tras los vidrios de sus gafas. Aquella visión era tan real que incluso vio el modo en que el sol se reflejaba en la esfera del reloj de Ed cuando éste intentaba incorporarse.

—Cógete una cerveza y una mecedora —decía Ed en aquel momento—. Si tienes ganas de jugar una partida de ajedrez…

—¿Cerveza? ¿Una partida de ajedrez? Pero ¿qué narices te pasa, Ed?

Ed no repuso de inmediato, sino que se limitó a mirar a Ralph con una expresión aterradora y enfurecida a un tiempo. Era una expresión entre divertida y avergonzada, la mirada de un hombre que se está preparando para decir «Oh, mierda, cariño. Me he vuelto a olvidar de sacar la basura, ¿verdad?».

Ralph señaló con el brazo más allá de McGovern, que estaba de pie, aunque se habría escondido si hubiera algún lugar donde esconderse, cerca del charco de agua que el aspersor había formado en la acera, y los observaba nervioso. Al primer coche patrulla se había unido otro, y Ralph oía el lejano crujido de las llamadas por radio a través de las ventanillas abiertas. El grupo de mirones se había convertido en una auténtica muchedumbre.

—¡La policía está ahí a causa de Helen! —exclamó.

Estaba obligándose a no gritar, diciéndose que de nada serviría gritar, pero gritando de todos modos.

—¡Están ahí porque le has dado una paliza a tu mujer!, ¿te estás enterando o no?

—Ah —repuso Ed mientras se frotaba la mejilla con tristeza—. Es eso.

—Sí, es eso —asintió Ralph.

Estaba casi estupefacto de rabia. Ed contempló por encima de su hombro los coches de policía, la multitud congregada delante de la Manzana Roja… y entonces vio a McGovern.

—¡Bill! —llamó.

McGovern retrocedió un paso. Ed no se dio cuenta o fingió no dársela.

—¡Hola, hombre! ¡Cógete una silla! ¿Te apetece una cerveza?

En aquel instante, Ralph supo que iba a pegar a Ed, que iba a romperle aquellas estúpidas gafitas redondas, clavarle un fragmento de vidrio en el ojo. Iba a hacerlo; no había en el mundo fuerza alguna capaz de impedírselo, pero en el último momento, algo se lo impidió. Desde hacía un tiempo, oía muy a menudo la voz de Carolyn en su cabeza…, cuando no estaba hablando solo, claro está, pero lo que oyó en aquel momento no fue la voz de Carolyn. Aquella voz, por increíble que pareciera, pertenecía a Trigger Vachon, a quien no había visto más que una o dos veces desde el día en que Trig lo salvó de la tormenta, el día en que Carolyn había sufrido el primer ataque.

¡Ay, Ralph! ¡Ándate con mucho ojo, hombrre! ¡Esté tipo esta como una cabrra! ¡A lo mejor quierre que le pegués!

Sí, decidió. Tal vez era precisamente eso lo que quería Ed. ¿Por qué? Quién sabe. Tal vez para enturbiar un poco las aguas, quizás simplemente porque estaba loco.

—Corta el rollo —ordenó casi en un susurro.

Se alegró al comprobar que Ed volvía su atención de nuevo hacia él y aún más al ver que la expresión agradablemente vaga de triste diversión desaparecía de su rostro para dar paso a una mirada calculadora y vigilante. Era, se dijo, la mirada de una fiera peligrosa al acecho.

Ralph se inclinó hacia delante para poder mirar a Ed a los ojos.

—¿Ha sido Susan Day? —inquirió en el mismo tono—. ¿Susan Day y todo ese asunto del aborto? ¿Algo relacionado con los bebés muertos? ¿Por eso te has desahogado con Helen?

En su mente bailaba otra pregunta, ¿Quién eres en realidad, Ed?, pero antes de que pudiera formularla, Ed alargó el brazo, colocó una mano sobre el pecho de Ralph y lo empujó. Ralph cayó de espaldas sobre el césped mojado, amortiguando el choque con los codos y los hombros. Permaneció allí tendido con los pies planos en el suelo y las rodillas dobladas, observando a Ed levantarse de un salto de la silla de jardín.

—¡Ralph, no te metas con él! —advirtió McGovern desde su puesto de relativa seguridad, la acera.

Ralph no le prestó atención. Se quedó donde estaba, apoyado en los codos y mirando a Ed con fijeza. Seguía enojado y asustado, pero dichas emociones empezaban a dar paso a una extraña y siniestra fascinación. Era la locura lo que tenía ante sí, la verdadera, la única. Nada de supervillanos de tebeo, nada de Norman Bates ni capitán Acab. Era Ed Deepneau, que trabajaba en la costa, en los Laboratorios Hawking, uno de esos intelectuales, habrían dicho los viejos que jugaban al ajedrez en el merendero de la Extensión, pero bastante majo para ser demócrata. Y ahora ese tipo bastante majo había perdido la chaveta, estaba como un cencerro, y eso no había ocurrido aquella tarde, cuando Ed había visto el nombre de su mujer en la petición colgada en el tablón de anuncios locales del supermercado. Ralph comprendía ahora que la locura de Ed se remontaba como mínimo al año pasado, y aquello le hizo preguntarse qué secretos habría ocultado Helen tras su actitud por lo general alegre y su sonrisa siempre radiante, así como qué pequeños, pero desesperados indicios, además de los cardenales, claro está, habría él pasado por alto.

Y también está Natalie —se dijo—. ¿Qué habrá visto ella? ¿Qué habrá experimentado? ¿Además, por supuesto, de cruzar Harris Avenue y el aparcamiento de la Manzana Roja sobre la cadera de su madre vacilante y ensangrentada?

A Ralph se le puso la piel de gallina.

Entretanto, Ed había echado a andar, cruzando el césped y el sendero de cemento como un oso enjaulado, pisoteando las zinnias que Helen había plantado para flanquearlo. Se había transformado exactamente en el Ed al que Ralph había visto junto al aeropuerto el año anterior, incluso en las pequeñas sacudidas de la cabeza y las miradas agudas y bruscas al vacío.

Esto es lo que quería ocultar haciéndose el incrédulo —se dijo Ralph—. Tiene el mismo aspecto que cuando se abalanzó sobre el tipo de la furgoneta, como un gallo protegiendo su rincón del corral.

—Nada de esto es estrictamente culpa suya, lo reconozco.

Hablaba deprisa, golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño derecho mientras pasaba bajo la nube de agua que escupía el aspersor. Ralph se dio cuenta de que veía cada una de las costillas de Ed; daba la sensación de no haber comido como Dios manda en varios meses.

—Pero aun así, cuando la estupidez llega a ciertos límites, es muy difícil de soportar —prosiguió Ed—. Es como el Mago, que acude al rey Herodes en busca de información. Quiero decir que, ¿cómo se puede ser tan tonto? «¿Dónde está el que nació rey de los judíos?» Se lo dicen a Herodes. Quiero decir que… ¡Y una mierda hombres sabios! ¿Verdad, Ralph?

Ralph asintió con la cabeza. Claro, Ed. Lo que tú digas, Ed.

Ed le devolvió el gesto y siguió paseándose bajo la fina lluvia y los arcoiris que se entrelazaban de un modo fantasmal al tiempo que se golpeaba la mano con el puño.

—Es como esa canción de los Rolling Stones… «Mírala, mírala, mira a esa chica tan estúpida.» Seguramente no te acuerdas de esa canción, ¿verdad, Ralph?

Ed lanzó una carcajada, un sonido punzante que hizo pensar a Ralph en ratas bailando sobre cristales rotos.

McGovern se arrodilló junto a él.

—Vámonos —masculló.

Ralph meneó la cabeza, y cuando Ed se acercó de nuevo a ellos, McGovern se incorporó a toda prisa y regresó a la acera.

—Creyó que podía engañarte, ¿verdad? —inquirió Ralph todavía tendido en el césped, apoyándose sobre los codos—. Creyó que no te enterarías de que había firmado la petición.

Ed cruzó el sendero de un salto, se inclinó sobre Ralph y agitó los puños sobre la cabeza como el malo de una película muda.

—¡No, no, no, no! —gritó.

Los Jefferson Airplane habían dado paso a los Animals, con Eric Burdon refunfuñando el evangelio según John Lee Hooker: bum, bum, bum, bum, te voy a pegar un tiro. McGovern lanzó un débil chillido, convencido por lo visto de que Ed tenía intención de atacar a Ralph, pero Ed se dejó caer con los nudillos presionados contra la hierba, en la posición del corredor que espera el pistoletazo de salida para salir disparado. Tenía el rostro salpicado de lo que en el primer momento Ralph tomó por sudor, antes de recordar que Ed había cruzado una y otra vez la lluvia del aspersor. Ralph no podía apartar la mirada de la mancha de sangre que se veía en el vidrio izquierdo de las gafas de Ed. Se había esparcido un poco y daba la impresión de que su pupila izquierda estuviera inyectada en sangre.

—¡Averiguar que había firmado la petición fue cosa del destino! ¡Sólo del destino! ¿Quieres hacerme creer que no te das cuenta? ¡No insultes mi inteligencia, Ralph! Estarás envejeciendo, pero no tienes un pelo de tonto. La cuestión es que he bajado al supermercado a comprar potitos, ¿no te parece irónico? ¡Y me encuentro con que se ha unido a los asesinos de bebés! ¡Los Centuriones! ¡Con el mismísimo Rey Carmesí! ¿Y sabes qué? Eso… eso… Bueno, ¡me sacó de mis casillas!

—¿El Rey Carmesí, Ed? ¿Quién es?

—Oh, vamos, por favor —resopló Ed lanzándole una mirada taimada—. «Y entonces Herodes, al verse burlado, ordenó, presa de ira, sacrificar a todos los niños de Belén y de todas las costas cercanas, de dos años y menores, según lo que con tanta diligencia había averiguado de los sabios.» Está en la Biblia, Ralph. En el buen Santiago. Mateo, capítulo 2, versículo 16. ¿Acaso lo dudas? ¿Dudas de que diga eso, joder?

—No, si tú lo dices, me lo creo.

Ed asintió con un gesto. Sus ojos, de un profundo y asombroso matiz verde, se movían sin cesar. De repente, se inclinó despacio sobre Ralph y le puso una mano en cada brazo, como si pretendiera besarlo. Ralph olió una mezcla de sudor, alguna loción para después del afeitado que casi había desaparecido y otra cosa…, algo que recordaba el hedor de leche cuajada pasada. Se preguntó si se trataría del olor de la locura de Ed.

Una ambulancia se aproximaba por Harris Avenue con la luces encendidas, pero no así la sirena. Entró en el aparcamiento de la Manzana Roja.

—Más te vale —masculló Ed a escasos centímetros de su rostro—. Más te vale.

Sus ojos dejaron de vagar y se fijaron en los de Ralph.

—Están matando niños a porrillo —susurró con voz algo temblorosa—. Arrancándolos del seno de sus madres y sacándolos de la ciudad en camiones cubiertos. Camiones de remolque plano, por lo general. Piensa una cosa, Ralph. ¿Cuántas veces a la semana ves uno de esos camiones grandes por la carretera? ¿Camiones con una lona cubriendo la caja? ¿Te has preguntado alguna vez qué llevan? ¿Te has preguntado alguna vez qué hay debajo de esas lonas?

Ed esbozó una sonrisa y puso los ojos en blanco.

—Queman la mayor parte de los fetos en Newport. El cartel dice vertedero, pero en realidad es un crematorio. Pero algunos los llevan a otro estado. En camiones, en avionetas… Porque el tejido fetal es muy valioso. No te lo digo sólo como ciudadano concienciado, sino también como empleado de Laboratorios Hawking. El tejido fetal es… más… valioso… que el oro.

De repente volvió la cabeza y se quedó mirando fijamente a Bill McGovern, que se había acercado un poco para oír lo que decía Ed.

—¡SÍ, MÁS VALIOSO QUE EL ORO Y MÁS PRECIOSO QUE LOS RUBÍES! —chilló al tiempo que McGovern retrocedía de un salto con los ojos abiertos de par en par a causa del miedo y la consternación—. ¿LO SABIAS, VIEJO MARICÓN?

—Sí —farfulló McGovern—. Creo… creo que sí.

Lanzó una mirada rápida calle abajo; uno de los coches patrulla salía del estacionamiento de la Manzana Roja y se dirigía hacia ellos.

—A lo mejor lo he leído en alguna parte. En Scientific American, quizás.

—¡Scientific American!

Ed lanzó una carcajada de ligero desprecio y se volvió de nuevo hacia Ralph, como si dijera: «¿Ves lo que tengo que aguantar?». De repente volvió a ponerse serio.

—Asesinatos al por mayor —insistió—. Como en los tiempos de Jesucristo. Pero ahora es el asesinato de los nonatos. No sólo aquí, sino en todo el mundo. Han sacrificado a miles de niños, Ralph, a millones de niños, ¿y sabes por qué? ¿Sabes por qué hemos vuelto a entrar en la corte del Rey Carmesí en esta nueva era de oscuridad?

Ralph lo sabía. No era tan difícil encajar las piezas si disponías de las suficientes. Si habías visto a Ed con el brazo enterrado en un bidón de fertilizante químico, buscando a los bebés muertos que estaba convencido iba a encontrar.

—El rey Herodes se ha enterado un poco antes esta vez —repuso—. Es eso lo que quieres decir, ¿no? Es la vieja historia de lo del Mesías, ¿eh?

Se incorporó medio esperando que Ed volviera a empujarlo, casi esperando que lo hiciera. Se estaba enfadando otra vez. Sin lugar a dudas, era un error criticar las fantasías engañosas de un chalado del mismo modo que se critica una obra de teatro o una película, tal vez incluso era una blasfemia, pero a Ralph le parecía enfurecedora la idea de que Helen hubiera recibido una paliza por culpa de una mierda trillada como aquélla.

Ed no lo tocó, sino que se limitó a levantarse y sacudirse el polvo de las manos con gesto práctico. Parecía estar calmándose. El crujido de la radio llegó hasta ellos con mayor claridad a medida que se acercaba el coche patrulla que había salido del aparcamiento de la Manzana Roja. Ed miró el coche y luego a Ralph, que también se estaba levantando.

—Búrlate si quieres, pero es verdad —sentenció Ed con voz serena—. Pero no es el rey Herodes, sino el Rey Carmesí. Herodes no era más que una de sus encarnaciones. El Rey Carmesí salta de cuerpo en cuerpo y de generación en generación como un niño que utiliza pasaderas para cruzar un riachuelo, Ralph, y siempre busca al Mesías. Hasta ahora no lo ha encontrado, pero esta vez podría ser diferente. Porque Derry es diferente. Todas las líneas del poder han empezado a converger aquí. Sé que es difícil de creer, pero es cierto.

El Rey Carmesí —pensó Ralph—. Oh, Helen, lo siento muchísimo. Todo esto es muy triste.

Dos hombres, uno en uniforme y el otro de paisano, pero ambos policías, al parecer, bajaron del coche patrulla y se acercaron a McGovern. Tras ellos, junto a la tienda, Ralph vio a dos hombres, enfundados en pantalones blancos y camisas de manga corta también blancas, salir de la Manzana Roja. Uno de ellos rodeaba con el brazo a Helen, que caminaba con el cuidado de una paciente de postoperatorio. El otro sostenía a Natalie.

Aquellos dos hombres, que Ralph supuso eran enfermeros, ayudaron a Helen a entrar en la parte trasera de la ambulancia. El que llevaba al bebé entró tras ella mientras el otro se dirigía al asiento del conductor. Ralph advirtió en sus gestos competencia más que urgencia, e imaginaba que eso significaba buenas noticias para Helen. Quizá no le había hecho demasiado daño… al menos esta vez.

El policía de paisano, un hombre fornido y ancho de espaldas que llevaba el bigote rubio y las patillas al estilo de lo que Ralph denominaba Bares Horteras de Solteros, se había acercado a McGovern, a quien pareció reconocer. Una amplia sonrisa iluminaba el rostro del poli de paisano.

Ed rodeó los hombros de Ralph con un brazo y lo apartó unos pasos de los hombres de la acera.

—No quiero que nos oigan —murmuró.

—Estoy seguro de que no.

—Esas criaturas… los Centuriones… esclavos del Rey Carmesí… no se detendrán ante nada. Son implacables.

—Ya me lo imagino.

Ralph echó un vistazo por encima del hombro en el momento en que McGovern señalaba a Ed. El policía fornido asintió con calma. Tenía las manos embutidas en los bolsillos de los pantalones. Todavía exhibía una leve y amigable sonrisa.

—No se trata sólo del aborto, no creas. Ya no. Están arrebatando a los fetos de toda clase de madres, no sólo de las yonkis y las putas. Ocho días, ocho semanas, ocho meses… A los Centuriones les da igual. Siguen con la cosecha día y noche. El sacrificio. He visto cadáveres en los tejados, Ralph…, bajo los setos… están en las alcantarillas… flotando en las alcantarillas y en el Kenduskeag, allá abajo en los Barrens…

Sus ojos enormes y verdes, brillantes como esmeraldas de relumbrón, miraban al vacío.

—Ralph —susurró—, a veces el mundo está lleno de colores. Los veo desde que él vino y me lo dijo. Pero ahora todos los colores se están transformando en negro.

—¿Desde que vino quién, Ed?

—De eso hablaremos más tarde —replicó Ed con los dientes apretados como un presidiario en una película de prisiones. En otras circunstancias le habría hecho gracia.

De repente, una sonrisa digna del presentador de un concurso se abrió paso en su rostro, evaporando la demencia de un modo tan convincente como el amanecer evapora la noche. El cambio fue casi repentino en su brusquedad y desde luego, de lo más siniestro, pero pese a todo, Ralph sintió algo consolador en él. Tal vez ellos, es decir él mismo, McGovern, Lois, todos los que vivían en aquella parte de Harris Avenue y conocían a Ed no tendrían que echarse la culpa por no haber advertido antes su locura. Porque Ed era un profesional; Ed se sabía su papel al dedillo. Aquella sonrisa merecía un galardón de la Academia. Incluso en una situación tan surrealista como aquélla, casi pedía a gritos ser correspondida.

—¡Hola! —saludó a los dos policías.

El fornido había terminado su conversación con McGovern, y ambos se acercaban por el césped.

—¡Cojan unas sillas!

Ed se apartó de Ralph con la mano extendida.

El fornido policía de paisano se la estrechó sin dejar de sonreír con amabilidad.

—¿Edward Deepneau?

—Sí —repuso Ed al estrechar la mano del policía uniformado, quien adoptó una expresión algo aturdida antes de volver su atención a su corpulento compañero.

—Soy el detective sargento John Leydecker —se presentó el de paisano—. Este es el agente Chris Nell. Creo que ha tenido un pequeño problema aquí, señor.

—Bueno, sí. Supongo que podría expresarse así. Un pequeño problema. O para llamar al pan pan y al vino vino, me he comportado como un perfecto idiota.

La risita ahogada que soltó Ed sonaba tan normal que alarmaba. Ralph pensó en todos los encantadores psicópatas que había visto en las películas (George Sanders había sido especialmente bueno en ese tipo de papeles) y se preguntó si era posible que un químico inteligente pudiera pegársela a un detective que tenía el aspecto de no haber superado del todo la fase de Fiebre del sábado noche. Ralph mucho se temía que así fuera.

—Helen y yo discutimos por una petición que ella había firmado —estaba explicando Ed—, y una cosa llevó a otra… Madre mía, no puedo creer que le haya pegado.

Levantó los brazos como si quisiera expresar lo aturdido que estaba…, por no decir confuso y avergonzado. Leydecker le dedicó una sonrisa. Ralph recordó una vez más el enfrentamiento que se había producido el verano anterior entre Ed y el hombre de la furgoneta. Ed había llamado al gordo asesino, incluso lo había abofeteado, y pese a todo, el otro había acabado por mirarlo casi con respeto. Había sido una especie de hipnosis, y Ralph tenía la impresión de estar asistiendo al mismo fenómeno en aquel momento.

—La situación se ha descontrolado un poco, eso es lo que quiere decir, ¿no? —sugirió Leydecker con aire comprensivo.

—Así, más o menos.

Ed debía de tener al menos treinta y cinco años, pero con los ojos abiertos de par en par y aquella expresión inocente pintada en el rostro, apenas parecía tener edad suficiente para comprar cerveza.

—Un momento —estalló Ralph—. No puede creerle, está como una cabra. Y además es peligroso. Me acaba de decir…

—Éste es el señor Roberts, ¿verdad? —preguntó Leydecker a McGovern sin hacer caso a Ralph.

—Sí —asintió McGovern en un tono que a Ralph se le antojó insoportablemente pomposo—. Éste es Ralph Roberts.

—Ajá —dijo Leydecker mirando por fin a Ralph—. Tendré mucho gusto en hablar con usted dentro de unos minutos, señor Roberts, pero de momento le ruego que vaya con su amigo y se quede calladito, ¿vale?

—Pero…

—¿Vale?

Más enojado que nunca, Ralph se dirigió con aire ofendido hacia el lugar en que esperaba McGovern. Su actitud no pareció molestar en lo más mínimo a Leydecker, que se volvió hacia el agente Nell.

—¿Le importaría quitar esa música, Chris, a fin de que podamos oír nuestras ideas?

—Ajá.

El policía uniformado se acercó al radiocasete, inspeccionó los diversos botones e interruptores y a continuación cortó a los Who en medio de la canción que hablaba del brujo ciego.

—Creo que la tenía un poco alta —se disculpó Ed con expresión de corderito degollado—. Me extraña que los vecinos no se hayan quejado.

—Oh, bueno, no pasa nada —lo tranquilizó Leydecker volviendo su pequeña y calmada sonrisa hacia las nubes que surcaban el azul cielo veraniego.

Maravilloso —pensó Ralph—. Este tipo es todo un filósofo. Ed, sin embargo, estaba asintiendo con la cabeza como si el detective no hubiera dicho una gran verdad, sino toda una sarta de ellas.

Leydecker rebuscó en su bolsillo y sacó un tubito de palillos. Ofreció uno a Ed, que lo rechazó, y a continuación sacó uno y se lo encajó en la comisura del labio.

—Ya veo —prosiguió el sargento—. Un pequeño altercado familiar, ¿no es así?

Ed asintió con vehemencia. Seguía esbozando aquella sonrisa sincera y algo confusa.

—Más bien una discusión, la verdad. Una discusión política…

—Ajá, ajá —masculló Leydecker sin dejar de sonreír—. Pero antes de que siga, señor Deepneau…

—Llámeme Ed, por favor.

—Antes de proseguir, señor Deepneau, quisiera decirle que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra ante…, bueno, ya sabe, ante un tribunal. Asimismo, tiene derecho a un abogado.

La sonrisa amable pero confusa de Ed («Dios mío, ¿qué he hecho? ¿Puede ayudarme a averiguarlo?») se tambaleó por un instante, dejando paso a aquella mirada angosta y vigilante. Ralph miró a McGovern y el alivio que vio en los ojos de Bill reflejaba el suyo propio. Tal vez Leydecker no era tan palurdo como parecía.

—Pero ¿para qué diablos iba a necesitar un abogado? —inquirió sorprendido Ed.

Dio media vuelta e intentó la sonrisa confusa con Chris Nell, que todavía se hallaba junto al radiocasete, en la escalinata del porche.

—No lo sé, y a lo mejor no lo necesita —repuso Leydecker sin dejar de sonreír—. Sólo le digo que tiene derecho a uno. Y que si no puede permitírselo, la ciudad de Derry le proporcionará uno de oficio.

—Pero yo no…

Leydecker asintió con un gesto y la misma sonrisa.

—Sí, bueno, claro, lo que sea. Pero ésos son sus derechos. ¿Entiende sus derechos tal como se los he explicado, señor Deepneau?

Ed permaneció quieto durante un instante, con los ojos de nuevo muy abiertos y vacíos. A Ralph se le antojaba un ordenador humano que intentara procesar una enorme y complicada maraña de información. De repente pareció captar que el método del engaño no funcionaba. Hundió la cabeza entre los hombros. La mirada vacía dio paso a una expresión de desdicha tan real que resultaba imposible dudar de ella…, pero Ralph dudaba de ella pese a todo. Tenía que dudar de ella. Había visto la locura en el rostro de Ed antes de que llegaran Leydecker y Nell. Y Bill McGovern también la había visto. Sin embargo, duda no equivalía a incredulidad, y Ralph tenía la sensación de que, en cierto sentido, Ed lamentaba sinceramente haber pegado a Helen.

—pensó—. Igual que en cierto sentido cree sinceramente que esos Centuriones suyos están llevando camiones enteros de fetos al vertedero de Newport. Y que las fuerzas del bien y del mal se están congregando en Derry para representar un drama que transcurre en su mente. Podría titularse La profecía V: En la corte del Rey Carmesí.

Pese a todo, no podía evitar sentir cierta compasión reticente por Ed Deepneau, que había visitado a Carolyn tres veces por semana durante sus últimas semanas en el hospital de Derry, que siempre le llevaba flores y la besaba en la mejilla al irse. Había seguido besándola incluso cuando el olor de la muerte se había apoderado de ella, y Carolyn siempre le cogía la mano y le dedicaba una débil sonrisa de gratitud. «Gracias por recordar que todavía soy un ser humano, decía aquella sonrisa.» Y gracias por tratarme como a un ser humano.

Aquél era el Ed a quien Ralph había considerado como un amigo, y creía, o tal vez sólo esperaba, que aquel Ed todavía existiera.

—Estoy metido en un lío, ¿verdad? —preguntó Ed a Leydecker.

—Bueno, vamos a ver —repuso Leydecker sin dejar de sonreír—. Le ha roto a su mujer dos dientes. Parece que también le ha fracturado el pómulo. Apuesto lo que sea a que tiene una conmoción cerebral. Además de un surtido de lesiones menores, como cortes, cardenales y esa extraña calvicie que tiene encima de la sien derecha. ¿Qué intentaba hacer? ¿Dejarla calva?

Ed permaneció en silencio, con los ojos verdes clavados en el rostro de Leydecker.

—Va a pasar la noche en el hospital en observación porque un hijo de puta le ha dado de bofetadas hasta en el carné de identidad, y todo el mundo parece coincidir en que el hijo de puta ha sido usted, señor Deepneau. Veo la sangre que tiene en las manos y en las gafas y debo decir que yo también creo que ha sido usted. Así que, ¿qué le parece? Da la impresión de ser un tipo listo. ¿Cree usted que está metido en un buen lío?

—Siento mucho haberle pegado —dijo Ed—. No era mi intención.

—Ya, y si me dieran veinticinco centavos por cada vez que he oído eso, nunca más tendría que pagarme una copa con mi sueldo. Lo detengo bajo acusación de asalto en segundo grado, señor Deepneau, delito conocido también por el nombre de asalto doméstico. Esta acusación está sujeta a la Ley de Violencia Conyugal de Maine. Me gustaría asegurarme una vez más de que le he leído sus derechos.

—Sí —murmuró Ed con voz desdichada.

Todo su repertorio de sonrisas había desaparecido como por encanto.

—Vamos a llevarlo a la comisaría para ficharlo —anunció Leydecker—. A continuación podrá hacer una llamada y arreglar el asunto de la fianza. Chris, llévalo al coche, ¿quieres?

Nell se acercó a Ed.

—¿Va a causar problemas, señor Deepneau?

—No —repuso Ed en el mismo tono.

Ralph vio que una lágrima se escapaba del ojo derecho de Ed, que se la enjugó a toda prisa.

—Ningún problema —aseguró.

—¡Perfecto! —exclamó Nell en tono risueño antes de acompañarlo al coche patrulla.

Ed miró a Ralph al cruzar la acera.

—Lo siento, viejo amigo —se disculpó.

Subió al coche. Antes de que el agente Nell cerrara la puerta, Ralph advirtió que no había tirador en la parte interior.

—Muy bien —exclamó Leydecker volviéndose hacia Ralph y extendiendo la mano—. Siento haber estado un poco brusco, señor Roberts, pero estos tipos a veces pueden ser volátiles. Los que más me preocupan son los que parecen normales, porque nunca se sabe lo que van a hacer. John Leydecker.

—Encantado de conocerle —saludó Ralph al tiempo que estrechaba la mano del policía—. Y no se preocupe. No me ha ofendido.

—Ha sido una locura venir aquí para enfrentarse con él, ¿lo sabe? —comentó Leydecker en tono alegre.

—Estaba cabreado. Y todavía estoy cabreado.

—Lo comprendo. Y lo importante es que ha salido bien librado.

—No, lo importante es Helen. Helen y la niña.

—En eso tiene razón. Explíqueme de qué han hablado usted y el señor Deepneau antes de que llegáramos, señor Roberts… ¿o puedo llamarle Ralph?

—Ralph, por favor.

Repasó la conversación que había sostenido con Ed, intentando ser breve. McGovern, que había oído una parte pero no todo, escuchaba con los ojos abiertos de par en par. Cada vez que lo miraba, Ralph se sorprendía deseando que Bill llevara el panamá. Sin él parecía más viejo. Casi anciano.

—Bueno, todo esto parece bastante raro, ¿verdad? —observó Leydecker cuando Ralph concluyó su relato.

—¿Qué pasará ahora? ¿Lo meterán en la cárcel? No deberían meterlo en la cárcel; deberían internarlo.

—Sí, deberían —convino Leydecker—, pero hay una gran diferencia entre lo que debería hacerse y lo que se hace. No irá a la cárcel ni tampoco lo internarán en el sanatorio Sunnyvale… Esas cosas sólo pasan en las películas. Lo máximo que podemos esperar es algún tratamiento ordenado por el tribunal.

—Pero ¿Helen no le ha dicho…?

—La señora no nos ha dicho nada, y no hemos intentado interrogarla en la tienda. Sufría un gran dolor, tanto físico como emocional.

—Por supuesto —convino Ralph—. Qué idiota soy.

—Es posible que más tarde corrobore lo que me acaba de explicar usted…, pero es posible que no. Las víctimas de malos tratos conyugales tienen una forma muy especial de cerrarse en banda. Por suerte, no importa demasiado gracias a la nueva ley. Lo tenemos bien pillado. Usted y la muchacha de la tienda pueden prestar declaración respecto al estado en que se encontraba la señora Deepneau y quién, según ella, la había puesto en aquel estado. Yo puedo testificar que el marido de la víctima tenía sangre en las manos. Y lo mejor de todo es que ha dicho las palabras mágicas: «No puedo creer que la haya pegado». Pasaré por su casa, probablemente mañana por la mañana, si le va bien, para tomarle declaración completa, Ralph, pero sólo será cuestión de detalles. En principio, la cosa ya está clara.

Leydecker se sacó el palillo de la boca, lo partió, lo arrojó a la cuneta y echó otra vez mano del tubito.

—¿Un palillo?

—No, gracias —repuso Ralph con una leve sonrisa.

—No le culpo. Es una fea costumbre, pero es que estoy intentando dejar de fumar, que aún es peor. El problema de los tipos como Deepneau es que son demasiado inteligentes y eso no puede ser bueno. Un buen día se pasan, hacen daño a alguien… y después actúan como si no hubiera pasado nada. Si uno llega lo bastante pronto después de la paliza, como usted, Ralph, casi los puede ver con la cabeza ladeada, escuchando la música e intentando pillar otra vez el ritmo.

—Eso es exactamente lo que ha pasado —asintió Ralph—. Exactamente eso.

—Es un truco que a los listos les sale bien durante un tiempo… Parecen arrepentidos, horrorizados por lo que han hecho, resueltos a enmendarse. Son persuasivos, encantadores y a menudo es casi imposible darse cuenta de que bajo la capa de azúcar están más locos que una cabra. Incluso los casos extremos como Ted Bunty consiguen parecer normales durante años. Lo bueno es que no hay muchos tipos como Ted Bunty, a pesar de todos los libros y películas de psicópatas que corren por ahí.

—Qué desastre —suspiró Ralph.

—Y que lo diga. Pero mírelo por el lado bueno, Ralph; podremos mantenerlo alejado de ella, al menos por un tiempo. A la hora de la cena ya habrá salido bajo fianza de veinticinco dólares…

—¿Veinticinco dólares? —interrumpió McGovern con voz entre asombrada y cínica—. ¿Sólo eso?

—Ajá —repuso Leydecker—. Le he dicho a Deepneau lo del asalto en segundo grado porque suena aterrador, pero la verdad es que en el estado de Maine, darle una paliza a tu esposa no es más que un delito menor.

—Pero la ley tiene un detalle de lo más hábil —intervino el agente Nell—. Si Deepneau quiere salir bajo fianza, tiene que comprometerse a no establecer ningún contacto con su mujer hasta que el caso se resuelva en los tribunales… No puede ir a la casa, ni acercarse a ella por la calle, ni siquiera llamarla por teléfono. Si no se compromete a ello, va derechito a la cárcel.

—¿Y si se compromete y luego no lo cumple? —inquirió Ralph.

—Pues entonces le echamos el guante —explicó Nell—, porque eso es felonía…, o puede serlo, si el fiscal del distrito quiere jugar fuerte. En cualquier caso, los que quebrantan el acuerdo de fianza de la ley de violencia conyugal suelen pasar mucho más que una tarde en la cárcel.

—Y con un poco de suerte, la esposa a la que visita en contra del acuerdo seguirá viva cuando el caso llegue a los tribunales —comentó McGovern.

—Sí —asintió Leydecker pesadamente—. En efecto, a veces ése es el problema.

Ralph se fue a su casa y pasó alrededor de una hora no mirando la televisión, sino a través de ella. Se levantó durante los anuncios para ver si había alguna Coca-Cola en la nevera, trastabilló y tuvo que apoyar una mano en la pared para no caerse. Estaba temblando de pies a cabeza y tenía la desagradable sensación de que iba a vomitar de un momento a otro. Sabía que no era más que la reacción retardada de lo que había sucedido, pero la debilidad y las náuseas lo asustaban de todos modos.

Volvió a sentarse, aspiró profundas bocanadas de aire durante un minuto, con la cabeza baja y los ojos cerrados, y a continuación se levantó para ir al lavabo. Llenó la bañera de agua caliente y permaneció sumergido en ella hasta que oyó que Juzgado de guardia, la primera de las comedias de la tarde, comenzaba en el televisor del salón. El agua estaba ya casi fría, y Ralph se alegró de salir de la bañera. Se secó, se puso ropa limpia y decidió que una cena ligera estaba dentro de sus posibilidades. Llamó abajo, creyendo que tal vez McGovern querría acompañarle, pero no obtuvo respuesta.

Ralph preparó agua para hervir un par de huevos y llamó al hospital de Derry desde el teléfono de la cocina. Le pusieron con una mujer de Ingresos que consultó el ordenador y le dijo que sí, que tenía razón, Helen Deepneau había ingresado en el hospital. Su pronóstico era favorable. No, no tenía idea acerca de quién estaba cuidando de la hijita de la señora Deepneau; lo único que sabía era que Natalie Deepneau no figuraba en la lista de ingresos. No, Ralph no podía visitar a la señora Deepneau aquella tarde, pero no porque el médico hubiera prohibido las visitas, sino porque la propia señora Deepneau así lo había dispuesto.

¿Por qué habrá hecho una cosa así?, empezó a preguntar Ralph, aunque no llegó a hacerlo. Lo más probable era que la mujer de Ingresos le dijera que lo sentía, que esa información no constaba en su ordenador, pero Ralph concluyó que él sí la tenía en su ordenador, ése que había entre sus gigantescas orejas. Helen no quería recibir visitas porque estaba avergonzada. Nada de lo que había ocurrido era culpa suya, pero Ralph no creía que aquello cambiara el modo en que se sentía. Toda la gente de Harris Avenue la había visto tambaleándose como un boxeador noqueado una vez el árbitro ha detenido el combate, la habían llevado al hospital en ambulancia y su marido, el padre de su hija, era el responsable. Ralph esperaba que le dieran algo para que pudiera dormir toda la noche; tenía la corazonada de que la situación le parecería mejor a la mañana siguiente. Dios sabía que no podía parecerle mucho peor.

Maldita sea, me gustaría que alguien me diera a mí algo que me ayudara a dormir toda la noche, pensó.

Pues ve a ver al doctor Lichtfield, imbécil, contestó de inmediato otra parte de su mente.

La mujer de Ingresos estaba preguntando a Ralph si podía ayudarle en algo más. Ralph repuso que no y estaba empezando a darle las gracias cuando escuchó el clic al otro extremo de la línea.

—Qué amable —dijo—. Pero que muy amable.

Colgó el teléfono, cogió una cuchara y sumergió los huevos en el agua con mucho cuidado. Diez minutos más tarde, mientras se sentaba con los huevos duros rodando por el plato como las perlas más grandes del mundo, sonó el teléfono. Ralph dejó el plato sobre la mesa y levantó el auricular.

—¿Diga?

Silencio roto tan sólo por una respiración.

—¿Diga? —repitió Ralph.

Una respiración más, casi tan fuerte como un sollozo aspirado, y a continuación otro clic. Ralph colgó y se quedó mirando el aparato durante unos instantes, con el ceño fruncido en tres ondas ascendentes sobre su frente.

—Vamos, Helen —dijo—. Vuelve a llamar. Por favor.

Al cabo de un momento regresó a la mesa, se sentó y empezó a dar cuenta de su frugal cena de soltero.

Quince minutos más tarde, cuando estaba lavando los pocos platos que había ensuciado, el teléfono volvió a sonar. No será ella, pensó. Se secó las manos con el trapo y se lo echó al hombro mientras se dirigía hacia el teléfono. No, seguro que no es ella. Probablemente será Lois o Bill. Pero una parte de él sabía que no era cierto.

—Hola, Ralph.

—Hola, Helen.

—Era yo hace unos minutos.

Su voz sonaba ronca, como si hubiera estado bebiendo o llorando, y Ralph no creía que en el hospital permitieran tener bebida.

—Me lo imaginaba.

—Es que al oír tu voz no… no he podido…

—No pasa nada, lo comprendo.

—¿De verdad? —replicó sorbiendo por la nariz.

—Creo que sí.

—Ha pasado la enfermera para darme un analgésico. La verdad es que lo necesito… La cara me duele un montón. Pero no quería tomármelo hasta haberte llamado otra vez para decirte lo que tenía que decirte. El dolor es una mierda, pero también un estimulante de narices.

—Helen, no tienes que decir nada.

Pero lo cierto es que tenía miedo de que dijera algo, y tenía miedo de lo que pudiera decir…, miedo de descubrir que Helen había decidido enfadarse con él porque no podía enfadarse con Ed.

—Sí, sí tengo. Tengo que decirte gracias.

Ralph se apoyó contra el marco de la puerta y cerró los ojos durante un instante. Sentía un gran alivio pero no sabía cómo reaccionar. Se había preparado para decir «Siento que pienses eso» con la mayor suavidad posible, tan seguro estaba de que Helen empezaría por preguntarle por qué no se metía en sus propios asuntos.

Y como si le hubiera leído el pensamiento y quisiera explicarle que no estaba totalmente a salvo, Helen siguió hablando:

—He pasado la mayor parte del trayecto hasta el hospital, el ingreso y la primera hora en la habitación tremendamente enfadada contigo. He llamado a Candy Shoemaker, aquella amiga mía que vive en Kansas Street, para que viniera a buscar a Nat. Se va a quedar a pasar la noche con ella. Candy quería saber qué había pasado, pero no se lo he dicho. Lo único que quería era quedarme en la cama y estar enfadada contigo por haber llamado a la policía después de pedirte que no lo hicieras.

—Helen…

—Déjame terminar para que pueda tomarme la pastilla y dormir, ¿vale?

—Vale.

—Justo después de que Candy se fuera con la niña, Nat no ha llorado, gracias a Dios, no sé cómo me las habría arreglado, pues ha entrado una mujer. Al principio pensaba que debía de haberse equivocado de habitación, porque no tenía ni idea de quién era, y cuando he captado que venía a verme a mí, le he dicho que no quería visitas. Ella no me hacía ni caso. Ha cerrado la puerta y se ha levantado la falda para que pudiera verle el muslo izquierdo. Tenía una larga cicatriz que le llegaba casi desde la cadera hasta la rodilla.

»Me ha explicado que se llamaba Gretchen Tillbury, que era asesora de malos tratos en el Centro de la Mujer, y que su marido le había abierto la pierna con un cuchillo de cocina en 1978. Me ha dicho que si el hombre del piso de abajo no le hubiera puesto un torniquete se habría desangrado. Le he dicho que lo sentía mucho, pero que no quería hablar de mi situación hasta haber tenido la oportunidad de reflexionar —Helen hizo una pausa antes de proseguir—. Pero era mentira, ¿sabes? He tenido tiempo más que suficiente para reflexionar, porque Ed me pegó por primera vez hace dos años, mucho antes de que me quedara embarazada de Nat. Lo único que hacía era… apartar el problema.

—Lo entiendo perfectamente —terció Ralph.

—Esa señora… Bueno, deben de enseñar a las personas como ella a derribar las defensas de la gente.

—Creo que en eso consiste la mitad de su formación —asintió Ralph con una sonrisa.

—Me ha dicho que no podía aplazarlo por más tiempo, que estaba en una mala situación y que tenía que enfrentarme a ella ahora mismo. Le he dicho que hiciera lo que hiciera, no tenía que consultárselo a ella antes de hacerlo ni escuchar sus tonterías sólo porque su marido la hubiera rajado. He estado a punto de decirle que seguramente la rajó porque no se callaba y no le dejaba en paz, ¿te imaginas? Pero es que estaba muy cabreada, Ralph. Dolida… confusa… avergonzada…, pero más que nada cabreada.

—Probablemente es una reacción muy normal.

—Me ha preguntado cómo me sentiría conmigo misma, no con Ed, sino conmigo misma, si volvía a la relación y Ed volvía a pegarme. Entonces me ha preguntado cómo me sentiría si volvía con él y la que recibía la siguiente paliza era Nat. Me he puesto furiosa. Todavía me pongo furiosa al pensarlo. Ed nunca le ha puesto la mano encima, y eso es lo que le he dicho. Y entonces ella ha asentido y ha dicho: «Eso no quiere decir que no lo haga en el futuro, Helen. Ya sé que no quiere pensar en ello, pero debe hacerlo. Pero aun así, supongamos que tiene razón. Supongamos que ni siquiera llega a abofetear jamás a Nat. ¿Quiere que la niña crezca viendo cómo Ed la pega a usted? ¿Quiere que crezca viendo las cosas que ha visto hoy?». Y eso me ha tocado. Me ha llegado al alma. Recordaba el modo en que Ed me miró al llegar a casa… que lo supe en el momento en que vi lo pálido que estaba… el modo en que movía la cabeza…

—Como un gallo —murmuró Ralph.

—¿Qué?

—Nada, sigue.

—No sé qué lo puso tan furioso… Ya nunca lo sé, pero sabía que se iba a descargar conmigo. No hay nada que hacer o decir en cuanto llega a cierto punto. Eché a correr hacia el dormitorio, pero él me agarró por el pelo… Me arrancó un buen mechón… Grité… y Natalie estaba sentada en su trona… sentada, mirándonos… y cuando grité, ella también se puso a gritar…

En aquel momento, Helen se desmoronó y estalló en sollozos. Ralph esperó con la frente apoyada en el marco de la puerta que separaba la cocina del salón. Casi sin darse cuenta, utilizó la punta del paño de cocina que se había echado al hombro para secarse sus propias lágrimas.

—Bueno —prosiguió Helen en cuanto se hubo calmado lo suficiente—, acabé hablando con aquella mujer casi una hora. Eso se llama Asesoría a las Víctimas y es lo que hace para vivir, ¿te imaginas?

—Sí —repuso Ralph—, me lo imagino. Es algo muy bueno, Helen.

—Mañana volveré a verla, en el Centro de la Mujer. Es irónico, ¿no te parece? Que yo tenga que ir allí. Quiero decir que si no hubiera firmado la petición…

—Si no hubiera sido por la petición, habría sido por otra cosa.

—Sí —convino ella con un suspiro—, supongo que tienes razón. Bueno, tienes razón. En cualquier caso, Gretchen dice que no puedo solucionar los problemas de Ed, pero que sí puedo empezar a solucionar algunos de los míos —Helen empezó a llorar de nuevo antes de respirar profundamente—. Lo siento… Hoy he llorado tanto que no quiero volver a llorar nunca más. Le he dicho que quiero a Ed. Me daba vergüenza decirlo, y ni siquiera estoy segura de que sea verdad, pero tengo la sensación de que es verdad. Me ha dicho que eso significaba que estaba comprometiendo también a Natalie a darle otra oportunidad, y eso me ha hecho pensar en la niña ahí sentada en la cocina, con la cara manchada de puré de espinacas, gritando como una descosida mientras Ed me pegaba. Dios mío, odio a la gente como ella, que te acorrala en un rincón y no te deja salir.

—Está intentando ayudarte, nada más.

—Eso también lo odio. Estoy muy confusa, Ralph. Probablemente no lo sabías, pero lo estoy.

Una risita triste llegó a los oídos de Ralph desde el otro extremo de la línea.

—No te preocupes, Helen. Es lo más normal del mundo.

—Justo antes de irse, me ha hablado de High Ridge. Me parece que es el mejor sitio para mí ahora mismo.

—¿Qué es?

—Una especie de casa… No paraba de explicarme que era una casa, no un refugio; bueno, pues una casa para mujeres maltratadas. Que supongo que es lo que soy ahora oficialmente.

La segunda risita dio la impresión de acercarse peligrosamente al sollozo.

—Puedo llevarme a Nat si voy, y eso es el mayor atractivo que tiene.

—¿Dónde está?

—En el campo. Cerca de Newport, creo.

—Sí, me suena.

Por supuesto que lo sabía; Ham Davenport se lo había contado durante su arenga en pro del Centro de la Mujer. Hacen planificación familiar, se ocupan de malos tratos a mujeres y niños y tienen un albergue para mujeres maltratadas en las afueras de Newport. De repente, el Centro de la Mujer parecía estar en todas partes. Sin lugar a dudas, Ed habría considerado que dicha circunstancia tenía implicaciones siniestras.

—Esa Gretchen Tillbury es más dura que una piedra —decía Helen en aquel momento—. Justo antes de irse me ha dicho que no es malo que quiera a Ed. «No puede ser malo —ha dicho— porque el amor no sale de un grifo que puedas abrir y cerrar cuando te dé la gana», pero que tenía que recordar que mi amor no podía solucionar sus problemas, que ni siquiera el amor que Ed sentía por Natalie podía solucionar sus problemas, y que ninguna cantidad de amor, por grande que fuera, me quitaba la responsabilidad de cuidar de mi hija. Me he quedado en la cama pensando en ello. Creo que me gusta más quedarme en la cama y estar enfadada. Desde luego, es mucho más fácil.

—Sí —asintió Ralph—, ya me lo figuro. Helen, ¿por qué no te tomas esa pastilla y dejas de pensar durante unas horas?

—Lo haré, pero primero quería darte las gracias.

—Ya sabes que no hace falta.

—No creo que lo sepa —repuso.

Ralph se alegró de escuchar por fin el temblor de la emoción en su voz. Significaba que la verdadera Helen Deepneau todavía estaba ahí.

—Todavía estoy enfadada contigo, Ralph, pero me alegro de que no me hicieras caso cuando te he dicho que no llamaras a la policía. Es que tenía miedo, ¿sabes? Miedo.

—Helen, no…

La voz de Ralph sonaba espesa, a punto de quebrarse. Carraspeó y lo volvió a intentar.

—No quería que te hiciera más daño del que ya te había hecho. Cuando te vi llegar por el aparcamiento con la cara cubierta de sangre tuve tanto miedo…

—No hables de eso, por favor. Lloraré si sigues hablando de eso, y no soportaría llorar más.

—De acuerdo.

Se le ocurrían mil y una preguntas acerca de Ed, pero, sin lugar a dudas, aquél no era el mejor momento para formularlas.

—¿Puedo ir a verte mañana?

Se hizo un breve silencio.

—Creo que no. Mejor que no nos veamos durante un tiempo —repuso por fin—. Tengo que pensar en muchas cosas, muchas cosas que solucionar, y va a ser muy duro. Estaremos en contacto, ¿de acuerdo, Ralph?

—Claro, no hay problema. ¿Qué vas a hacer con la casa?

—El marido de Candy va a pasar por ahí para cerrarla. Le he dado las llaves. Gretchen Tillbury ha dicho que Ed no tiene por qué volver allí para nada, ni siquiera para buscar el talonario ni cambiarse de calzoncillos. Si necesita algo, deberá entregar una lista y la llave de casa a un policía, y el policía irá a buscarlo. Supongo que irá a Fresh Harbor. Allí hay muchas viviendas para los empleados del laboratorio. Pequeños chalés. La verdad es que son bastante monos…

El breve temblor de emoción que había advertido en su voz había desaparecido. Ahora parecía deprimida, desamparada y muy, muy cansada.

—Helen, me alegro mucho de que hayas llamado. Y también estoy aliviado, no voy a negarlo. Ahora procura dormir.

—¿Y cómo estás tú, Ralph? —inquirió Helen inesperadamente—. ¿Duermes lo suficiente últimamente?

El cambio de tema lo cogió tan desprevenido que contestó con una sinceridad que en otras circunstancias tal vez no habría logrado.

—Bueno, duermo algo…, pero tal vez no lo suficiente. Probablemente no lo suficiente.

—Bueno, pues cuídate. Has sido muy valiente, como un caballero en una historia del rey Arturo, pero creo que incluso sir Lancelot tenía que relajarse de vez en cuando.

Las palabras de Helen le conmovieron y también le divirtieron. Una imagen fugaz y muy vívida cruzó su mente; Ralph Roberts vestido con armadura y montado en un caballo blanco, mientras Bill McGovern, su fiel escudero, le seguía montado en un poney, ataviado con un justillo de cuero y su sempiterno panamá.

—Gracias, querida —dijo por fin—. Creo que es la cosa más bonita que me han dicho desde que Lyndon Johnson era presidente. Duerme lo mejor que puedas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Y tú también.

Helen colgó. Ralph se quedó mirando el teléfono con aire pensativo durante unos instantes antes de colocarlo en la horquilla. Tal vez dormiría bien. Después de todo lo que había pasado, se lo merecía. De momento, pensó, quizás bajaría al porche, contemplaría la puesta de, sol y tiempo al tiempo.

McGovern había vuelto y estaba repantigado en su silla favorita del porche. Miraba algo en la calle y no se volvió en seguida cuando su vecino salió. Ralph siguió su mirada y vio una furgoneta azul aparcada junto al bordillo de Harris Avenue a media manzana de distancia, en el lado de la Manzana Roja. Las palabras SERVICIOS MÉDICOS DERRY aparecían impresas en blanco en las puertas traseras del vehículo.

—Hola, Bill —saludó Ralph al dejarse caer en su silla. Los separaba la mecedora que ocupaba Lois Chasse cuando iba a visitarlos. Soplaba una leve brisa vespertina, encantadoramente fresca después del calor de la tarde, y la mecedora vacía oscilaba perezosa al capricho del viento.

—Hola —saludó McGovern volviéndose hacia Ralph.

Empezó a apartar la mirada de nuevo, pero luego se lo pensó mejor.

—Vaya, hombre, será mejor que empieces a abrirte las bolsas que tienes debajo de los ojos, porque si no te las vas a pisar dentro de nada.

Ralph suponía que McGovern pretendía que aquello sonara a las típicas chanzas cáusticas por las que su amigo era famoso en toda la calle, pero lo cierto era que su expresión reflejaba auténtica preocupación.

—Ha sido un día espantoso —repuso.

Le habló de la llamada de Helen, omitiendo los detalles que creía que a Helen no le habría gustado revelar a McGovern. Bill nunca le había caído demasiado bien.

—Me alegro de que se encuentre bien —comentó McGovern—. Te voy a decir una cosa, Ralph. Me he quedado impresionado al verte subir la calle como Gary Cooper en Solo ante el peligro. A lo mejor ha sido una locura, pero la verdad es que ha sido genial —hizo una pausa antes de continuar—. Para serte sincero, me has dejado de piedra.

Era la segunda vez en un cuarto de hora que alguien lo llamara prácticamente héroe. Le resultaba embarazoso.

—Estaba demasiado cabreado con él para darme cuenta de la tontería que estaba haciendo. ¿Dónde has estado, Bill? Te he llamado hace un rato.

—He salido a pasear a la Extensión —explicó McGovern—. Para intentar calmarme un poco, supongo. He tenido dolor de cabeza y el estómago revuelto desde que Leydecker y el otro se han llevado a Ed.

—Yo también —confesó Ralph.

—¿De verdad? —replicó McGovern con expresión sorprendida y algo escéptica.

—De verdad —confirmó Ralph con una débil sonrisa.

—En cualquier caso, Faye Chapin estaba en el merendero donde esos carcamales se apalancan cuando hace calor, y me ha convencido para que jugara al ajedrez con él. Ese tipo es la pera, Ralph. Cree que es la reencarnación de Ruy López, pero juega al ajedrez como Soupy Sales, el cómico ése, y no para de hablar.

—Pero es un buen tipo —comentó Ralph en voz baja.

—Y también estaba el siniestro de Dorrance Marstellar —prosiguió Bill como si no lo hubiera oído—. Si nosotros somos viejos, él es un fósil. Se queda ahí parado junto a la verja que separa el merendero del aeropuerto con un libro de poemas en la mano, mirando cómo despegan y aterrizan los aviones. ¿Tú crees que realmente lee esos libros que siempre lleva o que sólo son parte del atrezzo?

—Buena pregunta.

Pero en realidad, Ralph estaba pensando en la palabra que McGovern había empleado para describir a Dorrance… Siniestro. No era la palabra que él habría utilizado, pero no cabía duda de que Dor era único: No estaba senil, o al menos Ralph no lo creía; era más bien como si las pocas cosas que decía fueran fruto de una mente ligeramente retorcida y de percepciones ligeramente sesgadas.

Recordaba que Dorrance también estaba en el merendero aquel día del verano anterior, cuando Ed había chocado con la furgoneta de aquel tipo. En aquel momento había pensado que la llegada de Dorrance había agregado el toque final a la retorcida celebración. Y Dorrance había dicho algo extraño. Ralph intentó recordar qué había sido, pero no pudo.

McGovern estaba mirando de nuevo la calle, donde un joven enfundado en un mono gris acababa de salir silbando de la casa ante la que la furgoneta de los servicios médicos estaba estacionada. El joven, que no aparentaba tener más de veinticuatro años y tenía aspecto de no haber necesitado un servicio médico en su vida, empujaba un carrito con una larga botella verde atada a él.

—Ésta está vacía —comentó McGovern—. Tendrías que haberlos visto cuando entraban la llena.

Otro joven, también enfundado en un mono, salió por la puerta principal de la casita, que combinaba sin mucho acierto la pintura amarilla de los muros con el color rosa oscuro de las puertas y los marcos. Se quedó un momento parado en la escalinata de entrada, con la mano en el pomo de la puerta, aparentemente hablando con alguien que estaba dentro. Al cabo de un instante cerró la puerta y cruzó con agilidad el sendero de entrada. Llegó a tiempo para ayudar a su compañero a levantar el carrito, que todavía llevaba la botella atada, y meterlo en la parte trasera de la furgoneta.

—¿Oxígeno? —preguntó Ralph.

McGovern asintió.

—¿Para la señora Locher?

McGovern asintió de nuevo mientras observaba a los empleados de los Servicios Médicos cerrar las puertas de la furgoneta de golpe y quedarse junto a ella, hablando en voz baja a la mortecina luz del anochecer.

—Fui a la escuela primaria y al instituto con May Locher. En Cardville, tierra de valientes y vacas. Sólo éramos cinco el año que nos graduamos. En aquellos tiempos, a ella la consideraban una tía buena y a los tipos como yo, unos «plumeros». En aquella divertida prehistoria, mariquita significaba el animalito ése con topos negros y punto.

Ralph se miró las manos sintiéndose incómodo y sin saber qué decir. Por supuesto, sabía que McGovern era homosexual, lo sabía desde hacía años, pero nunca había hablado de ello hasta aquel día. Le habría gustado que Bill se lo guardara para otro día…, preferiblemente un día en el que Ralph no tuviera la sensación de que la mayor parte de su cerebro se había convertido en papilla.

—Eso fue hace miles de años —prosiguió McGovern—. ¿Quién habría pensado que los dos acabaríamos atracando en la orilla de Harris Avenue?

—Tiene enfisema, ¿verdad? Creo que eso es lo que he oído.

—Sí. Una de esas enfermedades que no se acaba ni a tiros. Envejecer no es cosa de gallinas, ¿verdad?

—No, no lo es —convino Ralph.

De repente, su mente procesó la tremenda fuerza de aquel comentario. Pensó en Carolyn y en el terror que lo embargó al entrar resoplando en el piso, con las Converse empapadas, y verla tendida en el umbral de la cocina…, exactamente en el mismo lugar en que había permanecido durante la mayor parte de su conversación con Helen. Enfrentarse a Ed Deepneau no había sido nada en comparación con el terror que había sentido en aquel momento, convencido de que Carolyn había muerto.

—Recuerdo cuando sólo le llevaban oxígeno una vez cada dos semanas —comentó McGovern—. Ahora vienen cada martes y jueves por la tarde, puntuales como un reloj. Yo voy a verla cuando puedo. A veces le leo algo, las revistas femeninas más aburridas que puedas echarte a la cara, y a veces simplemente hablamos. Dice que tiene la impresión de que los pulmones se le están llenando de algas. Ya no le queda mucho. Un día llegarán y en lugar de cargar una botella vacía en la furgoneta, cargarán a May. Se la llevarán al hospital de Derry y eso será el fin.

—¿Ha sido por culpa del tabaco? —preguntó Ralph.

McGovern le lanzó una mirada tan poco habitual en aquel rostro delgado y suave que Ralph tardó varios minutos en darse cuenta de que se trataba de una mirada de desprecio.

—May Perrault no ha fumado un solo cigarrillo en su vida. Lo que pasa es que está pagando el precio por haber trabajado veinte años en la sección de tinte de una fábrica de tejidos de Corinna y otros veinte de recogedora en una fábrica de Newport. No está intentando respirar a través de algas, sino de algodón, lana y nailon.

Los dos jóvenes de los Servicios Médicos de Derry subieron a la furgoneta y se alejaron.

—Maine es el punto más septentrional de los Apalaches, Ralph; mucha gente no se da cuenta de eso, pero es verdad, y May se muere de una enfermedad de los Apalaches. Los médicos lo llaman pulmón textil.

—Es una pena. Supongo que significa mucho para ti.

—No —replicó McGovern con una sonrisa triste—. La visito porque da la casualidad de que es la última pieza visible de mi malgastada juventud. A veces le leo algo y siempre consigo tragarme una o dos de sus infumables galletas de avena, pero nada más. Te aseguro que mi interés es razonablemente egoísta.

«Razonablemente egoísta —repitió Ralph para sus adentros—. Qué expresión tan extraña. Qué frase tan McGovern».

—No hablemos más de May —prosiguió McGovern—. La pregunta que quema la lengua de todos los americanos es qué vamos a hacer contigo, Ralph. El whiskey no ha funcionado, ¿eh?

—No —admitió Ralph—. Mucho me temo que no.

—Para hacer un juego de palabras especialmente apropiado, ¿te lo tomaste con una buena dosis de… empeño?

Ralph asintió con un gesto.

—Bueno, pues tienes que hacer algo con tus ojeras o nunca conseguirás nada de la encantadora Lois —comentó McGovern observando la reacción de Ralph a sus palabras y lanzando un suspiro—. No te ha hecho demasiada gracia, ¿eh?

—No. Ha sido un día muy largo.

—Lo siento.

—No pasa nada.

Permanecieron sentados en agradable silencio durante un rato, observando las idas y venidas de la gente en su tramo de Harris Avenue. Tres niñas jugaban a la pata coja en el aparcamiento de la Manzana Roja, al otro lado de la calle. La señora Perrine estaba cerca de ellas, observándolas erguida como un centinela. Dos niños se pasaban un frisbee delante de casa de Lois. Un perro ladraba. En algún lugar, una mujer gritaba a Sam que fuera a buscar a su hermana y entrara en casa. Era la serenata habitual de la calle, ni más ni menos, pero, a Ralph, toda la escena se le antojaba extrañamente falsa. Suponía que se debía a que se había acostumbrado a ver Harris Avenue desierta.

—¿Sabes qué ha sido lo primero que se me ha ocurrido al verte en el aparcamiento de la Manzana Roja? —preguntó Ralph volviéndose hacia McGovern—. ¿A pesar de todo lo que estaba pasando?

McGovern meneó la cabeza.

—Pues me he preguntado dónde narices estaría tu sombrero. El panamá. Tenías un aspecto muy raro sin él. Como desnudo. Así que suéltalo, hijo. ¿Dónde has escondido el sombrero?

McGovern se llevó la mano a la coronilla, donde los últimos mechones de su finísimo cabello blanco aparecían peinados con todo cuidado, de izquierda a derecha sobre el cráneo rosado.

—Pues no lo sé —repuso—. Lo he buscado esta mañana pero no lo he encontrado. Casi siempre me acuerdo de dejarlo sobre la mesa que hay junto a la puerta cuando entro, pero no está ahí. Supongo que esta vez lo he dejado en algún otro lado y el lugar exacto se me escapa por el momento. Espera a que pasen unos cuantos años más y me verás paseándome por ahí en ropa interior porque no recordaré dónde he dejado los pantalones. Todo forma parte de la maravillosa experiencia que es el envejecimiento, ¿verdad, Ralph?

Ralph asintió sonriendo mientras se decía que, de todas las personas de edad que conocía, y conocía al menos a tres docenas en plan superficial, Bill McGovern era el que más se quejaba del envejecimiento. Parecía contemplar su juventud desaparecida y su madurez recién acabada como un general contemplaría a un par de soldados que hubieran desertado la víspera de una importante batalla. Sin embargo, nunca lo reconocería. Cada cual tenía sus pequeñas excentricidades; ser dramáticamente morboso acerca del envejecimiento no era más que una de las excentricidades de McGovern.

—¿He dicho algo gracioso? —inquirió McGovern.

—¿Cómo?

—Estabas sonriendo, así que pensé que debía de haber dicho algo gracioso.

Parecía un poco irritado, sobre todo teniendo en cuenta que le gustaba tanto pinchar a su vecino de arriba acerca de la bonita viuda que vivía en la misma calle, pero Ralph se dijo que también había sido un día muy largo para McGovern.

—La verdad es que ni siquiera estaba pensando en ti —explicó—. Estaba pensando en que Carolyn solía decir casi lo mismo, que hacerse viejo era como tomar un postre malo después de una comida excelente.

Eso no era del todo cierto. Carolyn había empleado aquella metáfora, pero siempre en relación con el tumor cerebral que le estaba arrebatando la vida, no con su vida como ciudadana de la tercera edad. Además, no es que estuviera precisamente en la flor de la tercera edad, pues sólo contaba sesenta y cuatro años al morir, y hasta las últimas seis u ocho semanas de su vida, siempre había afirmado que la mayor parte de los días se sentía como si tuviera treinta.

Al otro lado de la calle, las tres niñas que habían estado jugando a la pata coja se acercaron al bordillo, miraron en ambas direcciones para comprobar si venían coches, se cogieron de las manos y cruzaron riendo. Por un instante tuvo la impresión de que estaban rodeadas por un brillo gris, un nimbo que les iluminaba las mejillas, la frente y los ojos rientes como un extraño y revelador fuego de San Telmo. Algo asustado, Ralph cerró los ojos con fuerza y los volvió abrir. El halo gris que le había parecido ver en torno a las niñas había desaparecido, lo cual era un alivio, pero tenía que dormir. Simplemente, lo necesitaba.

—Ralph.

La voz de McGovern parecía llegar del extremo más alejado del porche, aunque en realidad no se había movido.

—¿Estás bien?

—Sí, sí —repuso Ralph—. Es que estaba pensando en Ed y Helen. ¿Tenías idea de lo loco que se estaba volviendo, Bill?

—En absoluto —repuso McGovern meneando la cabeza con ademán resuelto—. Y aunque a veces le había visto algunos morados a Helen, siempre me creía las historias que me contaba acerca de ellos. No es que me haga ninguna gracia considerarme una persona tremendamente crédula, pero creo que tendré que replantearme el asunto.

—¿Qué crees que pasará con ellos? ¿Tienes alguna idea?

McGovern suspiró y se rozó la coronilla con la punta de los dedos, buscando sin darse cuenta el panamá que había perdido.

—Ya me conoces, Ralph. Soy un cínico de pura cepa. Creo que los conflictos humanos corrientes casi nunca se resuelven como en la tele. En la realidad vuelven una y otra vez, empequeñeciéndose cada vez más hasta que por fin desaparecen. Aunque la verdad es que no desaparecen, sino que se secan, como charcos de barro al sol —hizo una pausa antes de continuar—. Y casi todos dejan el mismo residuo asqueroso.

—Dios mío —exclamó Ralph—. Eso sí que es cínico.

—La mayoría de los profesores retirados son cínicos, Ralph —explicó McGovern al tiempo que se encogía de hombros—. Los ves llegar, tan jóvenes y fuertes, tan convencidos de que ellos serán diferentes, y más tarde los ves hundirse cada vez más en la porquería, igual que sus padres y abuelos. Lo que creo es que Helen volverá con él, que Ed se portará bien durante un tiempo. Luego la volverá a pegar y ella se volverá a marchar. Es como una de esas estúpidas canciones country que hay en el tocadiscos del restaurante de Nicky, y algunas personas tienen que escuchar una canción muchas, pero que muchas veces antes de decidir que no quieren escucharla más. Claro que Helen es una chica muy inteligente. Creo que con una estrofa más ya tendrá suficiente.

—A lo mejor sólo tendrá la oportunidad de escuchar una estrofa más —comentó Ralph en voz baja—. No estamos hablando de un marido borracho que llega a casa el viernes por la noche y le propina una paliza a su mujer porque acaba de perder todo el sueldo en una partida de póquer y ella se ha atrevido a quejarse.

—Ya lo sé —aseguró McGovern— pero me has pedido mi opinión y yo te la he dado. Creo que a Helen le hará falta más de una estrofa antes de ser capaz de dejar de escuchar la cancioncilla. Y aun así es muy probable que se encuentren por ahí. Es una ciudad bastante pequeña —se detuvo para volver la mirada hacia la calle—. Mira, nuestra Lois. Avanza bella, como la noche.

Ralph le lanzó una mirada impaciente que su amigo no advirtió o fingió no advertir. Se levantó llevándose de nuevo la mano al lugar en que no estaba el panamá y bajó la escalinata para salir al encuentro de Lois.

—¡Lois! —exclamó McGovern al tiempo que extendía las manos y se hincaba de rodillas en ademán teatral—. ¡Que nuestros destinos se fundan por los estrellados vínculos del amor! ¡Une tu destino al mío y deja que te lleve a exóticos parajes en la dorada carroza de mi afecto!

—Jesús, Bill, ¿estás hablando de una luna de miel o de un rollete de una noche? —preguntó Lois con una sonrisa insegura.

—Levántate, tonto —ordenó Ralph palmeando la espalda de su amigo.

Cogió la bolsa que llevaba Lois, miró en su interior y vio tres latas de cerveza.

—Lo siento, Lois —se disculpó McGovern al ponerse en pie—. Ha sido la combinación del anochecer estival y tu belleza. En otras palabras, alego locura transitoria.

Lois le dedicó una sonrisa antes de volverse hacia Ralph.

—Me acabo de enterar de lo que ha pasado —empezó—, y he venido lo antes posible. He pasado la tarde en Ludlow, jugando al póquer con las chicas.

Ralph no tuvo necesidad de mirar a McGovern para saber que su ceja izquierda, la que decía «¡Póquer con la chicas! ¡Qué maravilloso y absolutamente típico de Nuestra Lois!», habría alcanzado la altitud máxima.

—¿Cómo está Helen?

—Está bien —repuso Ralph—. Bueno, no del todo… Pasará la noche en el hospital, en observación, pero no está en peligro.

—¿Y la niña?

—Bien. Está con una amiga de Helen.

—Bueno, vamos al porche y contádmelo todo.

Cogió a McGovern y Ralph por el brazo y los condujo de regreso por el sendero de entrada. Subieron la escalinata del porche con los brazos entrelazados, como dos mosqueteros algo ancianos protegiendo a la mujer cuyos favores se habían disputado de jóvenes, y cuando Lois se sentó en la mecedora, las farolas de Harris Avenue se encendieron, brillando en el anochecer como un doble collar de perlas.

Aquella noche, Ralph se durmió en cuanto su cabeza tocó la almohada y el viernes se despertó a las tres y media de la mañana. Supo en seguida que no tenía sentido intentar volver a dormirse, que bien podía dirigirse sin demora al sillón de orejas situado junto a la ventana del salón.

Sin embargo, permaneció tendido en la cama unos instantes más, contemplando la oscuridad e intentando recordar el sueño que había tenido. No pudo. Sólo recordaba que Ed había formado parte del sueño… y Helen… y Rosalie, la perra que a veces veía cojear por Harris Avenue antes de que apareciera Pat, el repartidor de periódicos.

Dorrance también estaba, Dorrance Marstellar. No lo olvides.

Sí, exacto. Y de repente, Ralph recordó la extraña frase que Dorrance le había dicho durante el enfrentamiento que se había producido entre Ed y el tipo corpulento el año anterior…, aquello que Ralph había intentado recordar unas horas antes, cuando McGovern había mencionado al viejo.

En el momento en que sujetaba a Ed, intentando mantenerlo apoyado contra el arrugado morro de su coche hasta que recobrara el juicio, Dorrance había dicho

(Yo de ti)

que Ralph debía dejar de tocar a Ed.

—Dijo que no me veía las manos —masculló Ralph al tiempo que se incorporaba con brusquedad—. Eso es.

Permaneció sentado en la cama durante un rato, con la cabeza gacha, el cabello revuelto y erizado los dedos entrelazados entre los muslos. Por fin se levantó, se calzó las zapatillas y caminó arrastrando los pies hasta el salón. Había llegado el momento de esperar a que saliera el sol.