Ralph pidió hora en la consulta del doctor Lichtfield menos de una hora después de la conversación que había sostenido con Lois en el banco del parque. La recepcionista de voz serena y sexy le dijo que podía ir el martes por la mañana a las diez, si le iba bien, y Ralph contestó que no había ningún problema. A continuación colgó, entró en el salón, se sentó en la butaca de orejas con vistas a Harris Avenue y pensó en el doctor Lichtfield, en cómo al principio había tratado el tumor cerebral de su mujer con aspirinas y panfletos que explicaban diversas técnicas de relajación. Más tarde evocó en la mirada que había visto en los ojos de Lichtfield después de que la resonancia magnética confirmara las malas noticias auguradas en el escáner…, aquella mirada de inquietud y culpa.
Al otro lado de la calle, un puñado de chiquillos que pronto volverían a la escuela salieron de la Manzana Roja con barras de caramelo y granizados. Mientras los observaba montar en sus bicis y adentrarse en el brillante calor de las once, Ralph pensó en lo que siempre pensaba cuando el recuerdo del doctor Lichtfield salía a la superficie: en que lo más probable era que se tratara de un recuerdo falso.
La cuestión es, viejo amigo, que querías que el doctor Lichtfield tuviera una expresión inquieta…, pero lo que es más importante, querías que tuviera aspecto de culpable.
Muy posible. Era muy posible que Carl Lichtfield fuera un encanto de hombre y un médico con gran reputación, pero pese a ello, Ralph volvió a llamar a su consulta al cabo de una hora. Explicó a la recepcionista de la voz sexy que acababa de repasar su agenda y descubrir que el martes a la diez no le iba bien. Había pedido hora en el podólogo el mismo día y se le había olvidado.
—Mi memoria ya no es lo que era —se disculpó Ralph.
La recepcionista sugirió el jueves a las dos.
Ralph prometió volver a llamar.
Mentiroso, mentiroso, te va a crecer la nariz —pensó mientras colgaba, regresaba despacio a la butaca de orejas y se sentaba—. No quieres saber nada más de él, ¿verdad?
Suponía que no. Lo más probable era que eso no le quitara el sueño al doctor Lichtfield; si es que pensaba en Ralph, seguro que era en términos de un carcamal menos que se echaría un pedo en su cara mientras le examinaba la próstata.
Muy bien, ¿y qué vas a hacer respecto al insomnio?
—Quédate sentado durante media hora antes de irte a la cama y escucha música clásica —dijo en voz alta—. Y compra algunos pañales especiales para las urgencias.
Se sobresaltó al comprobar que se estaba riendo de la imagen de sí mismo sentado en aquella butaca, sin nada encima excepto unos pañales para adultos y escuchando música de Bach. Su risa tenía un matiz histérico que no le hacía ninguna gracia, de hecho, pero que era muy siniestra, y aun así tardó un buen rato en calmarse.
No obstante, suponía que seguiría el consejo de Hamilton Davenport (aunque pasaría de los pañales, muchas gracias), al igual que había probado la mayoría de los remedios caseros que las gentes bienintencionadas le habían recomendado. Aquello le hizo pensar en su primer remedio bona fide, y no pudo contener una sonrisa.
Había sido idea de McGovern. Cierta noche, estaba sentado en el porche cuando Ralph regresó de la Manzana Roja con pasta y salsa de espagueti; echó un vistazo a su vecino de arriba y emitió un chasquido al tiempo que meneaba la cabeza en ademán lúgubre.
—¿Qué te pasa? —preguntó Ralph al sentarse junto a él.
Calle abajo, una niña enfundada en unos vaqueros y una enorme camiseta blanca, estaba saltando a la comba y cantando en la creciente penumbra del anochecer.
—Pues que pareces hecho polvo —replicó McGovern al tiempo que hacía girar con el pulgar el panamá que le cubría la cabeza y miraba a Ralph con mayor detenimiento—. ¿Todavía duermes mal?
—Sí, todavía duermo mal —asintió Ralph.
McGovern permaneció en silencio durante unos instantes. Cuando volvió a hablar, su tono había adquirido un matiz de fatalidad absoluta, casi apocalíptica.
—La solución es el whiskey —sentenció.
—¿Cómo dices?
—La solución a tu insomnio, Ralph. No me refiero a que te ahogues en alcohol; no hace falta. Simplemente, mezcla media cucharada de miel en un vasito de whiskey y te lo bebes quince o veinte minutos antes de meterte en el sobre.
—¿Tú crees? —exclamó Ralph esperanzado.
—Lo único que puedo decirte es que a mí me fue muy bien, y eso que tenía muchísimos problemas para dormir cuando cumplí los cuarenta. Mirando atrás, supongo que era la típica crisis de la madurez… Seis meses de insomnio y un año de depresión porque me estaba quedando calvo.
Aunque todos los libros que había consultado afirmaban que el alcohol se había sobrevalorado mucho como remedio contra el insomnio, que con frecuencia agravaba el problema en lugar de solucionarlo, Ralph lo había probado. Nunca había bebido mucho, así que empezó limitando la dosis de media cucharada que le había recomendado McGovern a un cuarto, pero al no advertir ninguna mejoría después de una semana, incrementó la dosis a una cucharada entera… y más tarde a dos. Cierta mañana se despertó a las 4.22 de la madrugada con un desagradable dolor de cabeza que hacía compañía al apagado sabor a Early Times que le atenazaba el paladar; en aquel momento se dio cuenta de que sufría la primera resaca en quince años.
—La vida es demasiado corta para tener que malgastarla con esta mierda —había anunciado al piso vacío, y aquél había sido el fin del gran experimento del whiskey.
Muy bien —se dijo Ralph mientras el intermitente flujo de clientes de media mañana entraba y salía de la Manzana Roja—. La situación es la siguiente: McGovern dice que tienes un aspecto espantoso, has estado a punto de desmayarte a los pies de Lois Chasse esta mañana y acabas de cancelar la consulta con el Viejo Médico de la Familia. Así que, ¿ahora qué? ¿Vas a dejar las cosas como están? ¿Aceptar la situación y no hacer nada?
La idea tenía cierto encanto oriental, el destino, el karma y todo eso, pero necesitaría algo más que encanto para soportar las largas horas de la madrugada. Los libros afirmaban que había personas en el mundo, de hecho muchas, a las que bastaban tres o cuatro horas de sueño. Incluso había algunas que pasaban con dos. Por supuesto, se trataba de una minoría ínfima, pero existía. Sin embargo, Ralph Roberts no se encontraba entre ellos.
No le importaba qué aspecto ofrecía (tenía la sensación de que sus días de galán seductor habían pasado a la historia), pero sí le importaba cómo se encontraba, y ya no se trataba sólo de que no se encontrase bien; se encontraba fatal. El insomnio había invadido todos y cada uno de los aspectos de su vida, del mismo modo en que el ajo frito del quinto piso acaba por invadir todo el edificio. Las cosas habían empezado a perder color; el mundo había empezado a adquirir la textura apagada y granulada que muestran las fotografías de los periódicos.
Las decisiones más sencillas, como calentar una comida congelada para la cena o comprarse un bocadillo en la Manzana Roja y pasear hasta el merendero situado junto a la pista 3, por ejemplo, se habían tornado difíciles, casi angustiosas. En las últimas dos semanas había regresado a casa del club de vídeo Dave con las manos vacías cada vez más a menudo, y no porque Dave no tuviera nada de lo que quería ver, sino porque tenía demasiado… No podía escoger entre una de las películas de Harry el Sucio, una comedia de Billy Cristal o tal vez algunos episodios antiguos de Star Trek. Tras un par de aquellas excursiones infructuosas, Ralph se había dejado caer en su butaca de orejas, casi llorando de frustración… y de miedo, suponía.
Aquella creciente insensibilidad sensorial y el deterioro de su capacidad de decisión no eran los únicos problemas que había llegado a asociar con el insomnio; su memoria a corto plazo tampoco funcionaba demasiado bien. Se había acostumbrado a ir al cine una y en ocasiones dos veces por semana desde que se jubilara de la imprenta donde había finalizado su vida laboral como contable y supervisor general. Carolyn lo había acompañado hasta el año anterior, hasta que empezara a encontrarse demasiado mal como para disfrutar de cualquier salida. Después de su muerte, Ralph había ido solo, por lo general, aunque Helen Deepneau lo había acompañado un par de veces cuando Ed estaba en casa para cuidar del bebé (el propio Ed casi nunca iba al cine, porque afirmaba que le daba dolor de cabeza). Ralph se había acostumbrado tanto a llamar al contestador automático del cine para comprobar los horarios que se sabía el número de memoria. Sin embargo, conforme avanzaba el verano, advirtió que tenía que consultar cada vez más veces el número en las páginas amarillas; ya no recordaba con seguridad si los últimos cuatro dígitos eran 1317 o 1713.
—Es 1713 —se dijo en aquel momento—. Lo sé.
Pero ¿cómo lo sabía? ¿Lo sabía de verdad?
Vuelve a llamar a Lichtfield. Vamos, Ralph, deja de rebuscar entre las ruinas. Haz algo constructivo. Y si Lichtfield te toca las narices, llama a otro. La guía está tan llena de médicos como siempre.
Probablemente era cierto, pero a los setenta quizá ya era un poco tarde para ponerse a buscar a un nuevo matasanos por el método del pito pito colorito. Y no llamaría otra vez al doctor Lichtfield. Punto.
Bueno, ¿y ahora qué, maldito viejo tozudo? ¿Unos cuantos remedios caseros más? Espero que no, porque al paso que vas, en un santiamén recurres al ojo de tritón y la lengua de sapo.
La respuesta que se le ocurrió fue como una brisa en un día caluroso…, y era una respuesta tan sencilla que rayaba lo absurdo. Toda la investigación que había realizado aquel verano había tenido como objetivo comprender el problema más que encontrar una solución. En lo que se refería a respuestas, había confiado casi exclusivamente en remedios caseros como el whiskey y la miel, pese a que los libros ya le habían asegurado que lo más probable era que esos remedios no funcionaran o funcionaran sólo durante un tiempo. Si bien los libros ofrecían algunos métodos supuestamente fiables para combatir el insomnio, el único que Ralph había probado era el más simple y evidente… Irse a la cama más temprano cada noche. Aquella solución no había funcionado; había permanecido tendido en la cama hasta las once y media aproximadamente, para después dormirse y despertar a su nueva y temprana hora. Pero cabía la posibilidad de que otra solución sí funcionara.
En cualquier caso, merecía la pena intentarlo.
En lugar de pasar la tarde ocupado en sus frenéticas tareas de jardinería, Ralph bajó a la biblioteca y repasó algunos de los libros que ya había consultado. Por lo visto, según la opinión general, si el método de irse a la cama más temprano no funcionaba, tal vez sí resultaría útil acostarse más tarde. Ralph regresó a casa, aunque en esta ocasión, recordando sus desventuras pasadas, tomó el autobús, con el corazón lleno de cautelosa esperanza. Tal vez funcionara. Y si no, siempre le quedaban Bach, Beethoven y William Ackermann.
Su primer experimento con aquella técnica, que uno de los textos denominaba «sueño retardado», fue cómico. Se despertó a la hora de costumbre, es decir, a las cuatro menos cuarto según el reloj de la repisa del salón, con dolor de espalda y de cuello, sin tener en el primer momento ni idea de cómo había llegado hasta la butaca de orejas colocada junto a la ventana ni de por qué estaba encendido el televisor, que no retransmitía más que nieve y el leve rugido de la estática.
No se dio cuenta de lo que había sucedido hasta que levantó la cabeza con todo cuidado, sujetándose la nuca con la palma de la mano. Había pretendido quedarse levantado hasta las tres o quizás las cuatro de la mañana. A esa hora se metería en la cama y dormiría el sueño de los justos. En cualquier caso, ése era el plan. Pero en lugar de ello, el Increíble Insomne de Harris Avenue se había quedado frito durante el monólogo de introducción del humorista Jay Leno, como un niño que intenta permanecer despierto toda la noche para saber qué sensación produce. Y por supuesto, había salido de aquella aventura despertándose a la hora de siempre. El problema seguía siendo el mismo, habría dicho Joe Friday, el de Dos sabuesos despistados; lo único que había cambiado era el lugar.
Ralph se metió en la cama de todos modos, esperanzado contra toda esperanza, pero las ganas (si no la necesidad) de dormir se le habían pasado. Después de una hora de permanecer despierto en la cama, había regresado a la butaca de orejas, esta vez con una almohada detrás de su rígida nuca y una triste sonrisa dibujada en el rostro.
El segundo intento, que realizó la noche siguiente, no tuvo ninguna gracia. Empezó a tener sueño a la hora habitual, hacia las once y veinte, justo en el momento en que daban el parte meteorológico. En esta ocasión, Ralph consiguió vencer el sueño hasta el programa de Whoopy (aunque estuvo a punto de dormirse durante la conversación de Whoopy con Roseanne Arnold, la invitada de la noche) y la película de medianoche que siguió. Se trataba de una vieja cinta de Audie Murphy, en la que Audie parecía ganar la guerra del Pacífico prácticamente sin manos. A veces, Ralph tenía la sensación de que entre los canales de televisión existía una regla tácita según la cual, las películas de madrugada sólo podían tener por protagonistas a Audie Murphy o James Brolin.
Una vez volado el último fortín japonés finalizó la emisión del canal 2. Ralph buscó otros canales, pero lo único que encontró fue la consabida nieve. Suponía que podría haberse pasado la noche mirando películas si tuviese televisión por cable, como Bill o Lois; recordaba haberlo apuntado en su lista de cosas que hacer al empezar el nuevo año. Pero entonces Carolyn había muerto, y la televisión por cable, con o sin HBO, había dejado de parecerle una cuestión vital.
Encontró un ejemplar de Sports Illustrated y se puso a hojear un artículo sobre tenis femenino que había pasado por alto la primera vez que leyera la revista, mirando de vez en cuando el reloj cuando las manecillas empezaron a acercarse a las tres de la madrugada. Estaba casi convencido de que el método iba a funcionar. Sentía los párpados tan pesados como si los hubiera sumergido en cemento, y aunque estaba leyendo el artículo con toda minuciosidad, no tenía ni idea de cuál era la intención del autor. Frases enteras cruzaban su mente sin cuajar, como rayos cósmicos.
Esta noche dormiré, de verdad creo que voy a dormir. Por primera vez en muchos meses, el sol tendrá que salir sin mi ayuda, y no es que eso sea bueno, amigos y vecinos… Es maravilloso.
Y entonces, poco después de las tres de la mañana, aquella agradable somnolencia empezó a desvanecerse. No desapareció de golpe, sino que dio la impresión de escurrirse, como la arena a través de un tamiz o el agua por un desagüe parcialmente atascado. Cuando Ralph se percató de lo que estaba ocurriendo, no sintió pánico, sino consternación malsana. Era una sensación que había llegado a identificar como la verdadera contrapartida de la esperanza, y a las tres y cuarto, mientras se dirigía arrastrando los pies al dormitorio, no logró recordar ninguna depresión más profunda que la que lo envolvía en aquel momento. Tenía la sensación de ahogarse en ella.
—Por favor, Dios, sólo una cabezadita —masculló al apagar la luz.
Pero sospechaba que sus plegarias quedarían sin respuesta.
Y así fue. Aunque ya llevaba veinticuatro horas despierto, a las cuatro menos cuarto ya no quedaba ni pizca de somnolencia ni en su mente ni en su cuerpo. Sí, estaba cansado, más profunda y esencialmente cansado de lo que había estado en su vida, pero había descubierto que estar cansado y tener sueño eran a veces polos opuestos. El sueño, ese amigo incondicional, la mejor y más fiable nodriza de la humanidad desde la noche de los tiempos, lo había abandonado de nuevo.
A las cuatro, Ralph ya no podía soportar la cama, como le sucedía siempre que se percataba de que no le iba a servir de nada bueno. Se levantó rascándose la mata de vello casi totalmente gris que se rizaba sobre la pechera desabrochada de la chaqueta del pijama. Volvió a ponerse las zapatillas y se arrastró de nuevo al salón, donde se dejó caer una vez más en la butaca para contemplar Harris Avenue. Parecía un decorado en el que el único actor ni siquiera era humano, sino un perro callejero que bajaba despacio por Harris Avenue en dirección al parque Strawford y Up-Mile Hill. Mantenía la pata trasera izquierda lo más alta posible, cojeando lo mejor que podía con las otras tres.
—Hola, Rosalie —susurró Ralph mientras se frotaba los ojos.
Era un jueves por la mañana, día de recogida de basura en Harris Avenue, de modo que no se sorprendió al ver a Rosalie, que llevaba alrededor de un año siendo una presencia errante y esporádica en el barrio. Recorría la calle sin prisas, examinando las hileras y grupos de bidones con el aire selectivo de un hastiado comprador de mercadillo.
De repente, Rosalie, que aquella mañana cojeaba más que nunca y parecía tan cansada como Ralph, encontró lo que parecía un hueso de ternera de buen tamaño y se alejó con él entre los dientes. Ralph la siguió con la mirada hasta que desapareció y después se quedó sentado con las manos entrelazadas en el regazo, contemplando el barrio silencioso cuyas farolas anaranjadas de alta intensidad acentuaban la ilusión de que Harris Avenue no era más que un decorado desierto tras finalizar la función de la noche y marcharse los actores; las farolas arrojaban su luz como focos en una perfecta perspectiva menguante que era surrealista y alucinante.
Ralph Roberts permaneció en la butaca de orejas en la que había pasado tantas madrugadas durante los últimos meses y esperó que la luz y el movimiento invadieran el mundo sin vida que se extendía a sus pies. Por fin, el primer actor humano, Pat, el repartidor de periódicos, entró en escena por la derecha a bordo de su bicicleta Raleigh. Pedaleaba cuesta arriba sacando periódicos enrollados de la bolsa que llevaba a la bandolera y arrojándolos a los porches con bastante puntería.
Ralph lo observó durante un rato, exhaló un suspiro que se le antojó profundísimo y se levantó para preparar un poco de té.
—No recuerdo haber leído nunca nada acerca de esta mierda en mi horóscopo —masculló con voz hueca antes de abrir el grifo de la cocina y llenar la tetera.
Aquella eterna mañana de jueves y la aún más eterna tarde del mismo día enseñaron a Ralph Roberts una valiosa lección: no despreciar tres o cuatro horas de sueño simplemente porque había pasado toda la vida engañado por la falsa idea de que tenía derecho a dormir al menos seis y por lo general siete. Asimismo, le sirvió de ominosa premonición; si la situación no mejoraba, ya podía prepararse para encontrarse como se encontraba casi siempre. Y una porra, siempre. Fue al dormitorio a las diez y otra vez a la una, con la esperanza de echar una siestecita, aunque fuera mínima, si bien media hora le salvaría la vida, pero ni siquiera consiguió adormilarse. Estaba exhausto, pero no tenía ni pizca de sueño.
Alrededor de las tres decidió prepararse una sopa instantánea. Llenó la tetera de agua, la puso a hervir y abrió la alacena que había sobre el mostrador y en la que guardaba los condimentos, las especias y diversos sobres de comidas que, por lo visto, sólo comen los astronautas y los viejos, polvos a los que tan sólo hace falta añadir agua caliente.
Apartó algunas latas y botellas y después se quedó mirando fijamente la alacena durante un rato, como si esperara que la caja de los sobres de sopa aparecieran por arte de magia en el espacio que había dejado. Al comprobar que no iba a ser así, repitió el proceso, aunque colocando las cosas en su lugar original antes de volver a mirar el interior de la alacena con ese aire de perplejidad distante que se había convertido (aunque Ralph, gracias al cielo, no lo sabía) en su expresión principal.
Cuando la tetera empezó a silbar, encendió uno de los quemadores posteriores y volvió a mirar fijamente la alacena. Se le ocurrió, aunque muy, muy lentamente, que habría tomado la última sopa instantánea que quedaba el día antes o el anterior, aunque no lo recordaba ni a palos.
—¿Te sorprende? —preguntó a las cajas y botellas que lo miraban desde la alacena abierta—. Estoy tan cansado que ni siquiera recuerdo cómo me llamo.
Sí que lo recuerdo —se corrigió—. Soy Leon Redbone, eso es.
Un chiste bastante malo, pero Ralph percibió que una leve sonrisa, leve como una pluma, se abría paso en sus labios. Entró en el cuarto de baño, se peinó y a continuación bajó al piso inferior. Aquí va Audie Murphy, adentrándose en territorio enemigo en busca de suministros —pensó—. Objetivo principal: una caja de sopas instantáneas de pollo y arroz. Si resultara imposible localizar y asegurar dicho objetivo, pasaré al plan B: fideos con carne. Sé que se trata de una misión arriesgada, pero…
—… pero trabajo mejor solo —terminó al salir al porche.
La anciana señora Perrine pasaba por allí en aquel momento y dedicó a Ralph una mirada severa, aunque sin pronunciar palabra. Ralph esperó a que se alejara un poco, pues no se sentía con ánimos de entablar conversación con nadie aquella tarde, y menos con la señora Perrine, que a sus ochenta y dos años todavía habría encontrado un trabajo de lo más estimulante y útil en el ejército. Fingió examinar la planta araña que pendía de un gancho bajo el alero del porche hasta que la señora Perrine se alejó lo que consideraba una distancia segura, y a continuación cruzó Harris Avenue en dirección a la Manzana Roja. Fue ahí donde empezaron los verdaderos problemas del día.
Entró en la tienda cavilando de nuevo sobre el espectacular fracaso del experimento del sueño retardado y preguntándose si los consejos de los textos de la biblioteca no eran más que una versión pija de los remedios caseros que sus conocidos parecían tan ansiosos por imponerle. Era una idea desagradable, pero creía que su mente (o la fuerza que se ocultaba detrás de su mente y que era la auténtica responsable de aquella lenta tortura) le había transmitido un mensaje que era aún más desagradable. Tienes una ventana para el sueño, Ralph. No es tan grande como antes y parece hacerse más pequeña cada semana que pasa, pero te conviene estar agradecido por lo que tienes, porque una ventana pequeña es mejor que no tener ninguna. Ahora lo entiendes, ¿verdad?
—Sí —masculló Ralph mientras avanzaba por el pasillo central hacia las brillantes cajas rojas de las sopas instantáneas—. Lo entiendo perfectamente.
Sue, la cajera de la tarde, lanzó una risueña carcajada.
—Debe de tener dinero en el banco, Ralph —exclamó.
—¿Cómo dices? —replicó Ralph sin volverse.
Estaba repasando las cajas rojas. Sopa de cebolla… crema de guisantes… fideos con carne… pero ¿dónde narices estaban las de pollo con arroz?
—Mi madre siempre dice que la gente que habla sola tiene…, ¡oh Dios mío!
Por un momento, Ralph creyó que la muchacha había dicho algo un poco demasiado complejo como para que su cansada mente pudiera captarlo de inmediato, algo referente a que la gente que hablaba sola había encontrado a Dios, pero de repente, Sue empezó a gritar. Ralph se había agachado para repasar las cajas amontonadas en el estante inferior, y el grito lo hizo incorporarse con tal brusquedad que le crujieron las rodillas. Se volvió hacia la entrada de la tienda, golpeándose el codo contra el estante superior de las sopas y tirando una docena de cajas rojas al suelo del pasillo.
—Sue, ¿qué pasa?
Sue no le prestó atención. Miraba por la cristalera cubriéndose la boca con el puño y con los ojos castaños abiertos de par en par.
—¡Dios mío, mire toda esa sangre! —chilló con voz ahogada.
Ralph se giró un poco más, volcando unas cuantas cajas más de sopa, y miró por el sucio escaparate de la Manzana Roja. Lo que vio le arrancó un jadeo apagado, y tardó unos segundos, tal vez cinco, en darse cuenta de que la mujer ensangrentada y magullada que se acercaba dando tumbos a la Manzana Roja era Helen Deepneau. Ralph siempre había pensado que Helen era la mujer más guapa de la parte oeste de la ciudad, pero aquel día no había belleza alguna en ella. Tenía el ojo tan inflamado que no podía abrirlo, una hendidura en la sien izquierda que pronto se perdería en la llamativa hinchazón de un morado, y los labios carnosos y las mejillas cubiertas de sangre. La sangre procedía de su nariz, que todavía goteaba. Avanzaba a tumbos por el pequeño estacionamiento de la Manzana Roja, como si estuviera borracha, y su ojo bueno no parecía ver nada, tan sólo miraba con fijeza.
Aún más espeluznante que su aspecto era el modo en que sostenía a Natalie. La llevaba descuidadamente sobre la cadera, como tal vez había llevado los libros del instituto diez o doce años antes.
—¡Oh, Dios mío, va a dejar caer a la niña! —chilló Sue.
Pero aunque estaba diez pasos más cerca de la puerta que Ralph, no hizo movimiento alguno, sino que se quedó paralizada, cubriéndose la boca con las manos y con los ojos abiertos como platos.
De repente, el cansancio de Ralph se disipó como por encanto. Recorrió el pasillo a la carrera, abrió la puerta de golpe y salió de la tienda. Agarró a Helen por los hombros en el momento en que ésta se golpeaba la cadera contra el congelador de cubitos (no la cadera en la que llevaba a Natalie, gracias a Dios) y rebotaba en otra dirección.
—¡Helen! —gritó—. Dios mío, Helen, ¿qué ha pasado?
—¿Ehh? —farfulló ella con una voz de vaga curiosidad, completamente distinta a la de la joven vivaracha que a veces lo acompañaba al cine y gemía al ver a Mel Gibson.
Volvió el ojo bueno hacia él, y Ralph apreció la misma curiosidad distante, una expresión que decía que no sabía quién era él ni, por supuesto, dónde se encontraba, qué había sucedido o cuándo.
—¿Ehh? ¿Ral? ¿Eee?
Ralph la soltó, alargó los brazos hacia Natalie y logró aferrarse a uno de los tirantes del mono de la niña. Nat gritó, agitó las manos y lo miró con los oscuros ojos azules abiertos de par en par. Ralph logró deslizar una mano entre las piernas del bebé antes de que el tirante se desprendiera. Por un instante y sin dejar de chillar, la niña se balanceó sobre su mano como una gimnasta sobre la barra de equilibrio, y Ralph percibió el bulto mojado de sus pañales bajo el mono que llevaba. Deslizó la otra mano por detrás de la nuca de Nat y la apretó contra sí. El corazón le latía desbocado, e incluso con la niña a salvo en sus brazos la veía caer, veía su cabecita cubierta de cabello fino y suave chocar contra el pavimento sembrado de colillas con un espantoso crujido.
—¿Hmm? ¿Ar? ¿Ral? —inquirió Helen.
Vio a Natalie en brazos de Ralph, y una parte de la inseguridad desapareció de su ojo bueno. Alzó las manos hacia la niña, y Natalie imitó el gesto con sus rollizas manitas. En aquel momento, Helen trastabilló, chocó contra la pared del edificio y retrocedió un paso. Sus pies se enredaron (Ralph vio salpicaduras de sangre en sus pequeñas zapatillas blancas y se sorprendió al comprobar lo brillante que parecía todo de repente; el color había regresado al mundo, al menos por el momento), y habría caído al suelo si Sue no se hubiera decidido por fin a salir. En lugar de aterrizar en el suelo, Helen chocó contra la puerta que se abría en aquel instante y permaneció apoyada ahí como un borracho a una farola.
—¿Ral?
La expresión de Helen había recuperado algo de contenido, y Ralph se dio cuenta de que no había en ellos tanta curiosidad como incredulidad. Helen aspiró una profunda bocanada de aire e intentó que de sus labios hinchados brotaran palabras inteligibles.
—Da. Babe a bi bebé. Be-bé. Dabe… Na-halie.
—Todavía no, Helen —repuso Ralph—. Todavía no estás lo bastante recuperada.
Sue seguía al otro lado de la puerta, sosteniéndola de forma que Helen no cayera al suelo. Las mejillas y la frente de la muchacha estaban cenicientas, los ojos, llenos de lágrimas.
—Sal —le ordenó Ralph—. Sujétala.
—¡No puedo! —farfulló Sue—. ¡Está llena de sa-sa-sangre!
—¡Por el amor de Dios, cállate! ¡Es Helen! ¡Helen Deepneau, que vive aquí al lado!
Y aunque Sue ya debía de saberlo, oír el nombre bastó para que reaccionara. Cruzó el umbral de la puerta abierta, y cuando Helen se tambaleó hacia atrás, Sue le rodeó los hombros con el brazo y la sujetó con firmeza. Aquella expresión de incrédula sorpresa no desaparecía del rostro de Helen. A Ralph le costaba cada vez más mirarlo. Le revolvía el estómago.
—Ralph, ¿qué ha pasado? ¿Ha tenido un accidente?
Volvió la cabeza y vio a Bill McGovern parado en un extremo del estacionamiento. Llevaba una de sus elegantes camisas azules, con los pliegues de la plancha aún visibles en las mangas, y una mano de largos dedos, extrañamente delicada, cubriéndose los ojos. Tenía un aspecto raro, como desnudo, pero Ralph no tenía tiempo para pensar a qué se debía; estaban sucediendo demasiadas cosas.
—No ha sido un accidente —sentenció—. Le han dado una paliza. Coge a la niña.
Alargó la niña a Bill McGovern, que vaciló un instante antes de tomarla en brazos. Natalie empezó a chillar otra vez. Con el aspecto de alguien al que acaban de entregar una bolsa para el mareo llena a rebosar, la sostenía lo más lejos posible de sí; los pies del bebé oscilaban en el vacío. Tras él comenzaba a congregarse una pequeña multitud, formada en su mayoría por adolescentes ataviados con uniformes de béisbol que se disponían a regresar a casa después del partido jugado en el campo que había a la vuelta de la esquina. Miraban con desagradable fijeza el rostro hinchado y ensangrentado de Helen, y a Ralph le cruzó la mente el relato bíblico en el que Noé se emborrachaba en el arca, y los buenos hijos apartaban la mirada del anciano desnudo que yacía sobre su jergón, mientras que los malos se lo quedaban mirando… y riendo.
Con toda suavidad, apartó el brazo de Sue y rodeó con el suyo los hombros de Helen. El ojo bueno de la joven se volvió de nuevo hacia él. Esta vez pronunció su nombre con mayor claridad y seguridad, y la gratitud que percibió en su voz confusa le dieron ganas de llorar.
—Sue, coge al bebé. Bill no tiene ni idea.
La muchacha obedeció y acurrucó a Nat entre sus brazos con ademanes suaves y expertos. McGovern le dedicó una sonrisa agradecida, y en aquel momento, Ralph se dio cuenta de lo que le había inquietado acerca del aspecto de su amigo. McGovern no llevaba el panamá que parecía formar parte de él (al menos en verano) del mismo modo que el quiste sebáceo que le sobresalía del puente de la nariz.
—¡Eh, señor! ¿Qué ha pasado? —preguntó uno de los jugadores de béisbol.
—Nada que os incumba —replicó Ralph.
—Parece como si hubiera peleado unos cuantos asaltos con Riddick Bowe.
—No, con Tyson —intervino otro de los chicos, y aunque parezca increíble, se oyeron algunas risas.
—¡Largo! —les gritó Ralph con repentina furia—. ¡A repartir periódicos! ¡Y no os metáis en lo que no os importa!
Los muchachos retrocedieron unos pasos, pero ninguno de ellos se marchó. Lo que estaban viendo era sangre, y no en el cine precisamente.
—¿Puedes andar, Helen?
—Zí —repuso la joven—. Cdeo que… cdeo que zí.
Ralph la ayudó a entrar en la Manzana Roja. Helen avanzaba con lentitud, arrastrando los pies como una anciana. El sudor y la adrenalina manaban de sus poros en un hedor agrio, y a Ralph volvió a revolvérsele el estómago. No por el olor, sino por el esfuerzo que suponía reconciliar a esta Helen con la mujer vivaracha y agradablemente sexy con la que había hablado el día anterior mientras ella trabajaba en sus parterres.
De repente, Ralph recordó otra cosa acerca del día anterior. Helen llevaba bermudas azules bastante cortas, y Ralph había advertido un par de morados en sus piernas… Una gran mancha amarillenta en el muslo izquierdo y un cardenal más oscuro en la pantorrilla derecha.
Acompañó a Helen hasta la pequeña oficina que había detrás de la caja registradora. Alzó la mirada hacia el espejo convexo antirrobo colgado en el rincón y vio a McGovern sostener la puerta abierta para Sue.
—Cierra con llave —ordenó por encima del hombro.
—Jo, Ralph, no me dejan…
—Sólo unos minutos —insistió Ralph—. Por favor.
—Bueno…, vale. Supongo.
Ralph oyó el chasquido de la cerradura al girar mientras sentaba a Helen en la dura silla de plástico colocada detrás de la desordenada mesa. Descolgó el teléfono y pulsó el botón del número de urgencias. Antes de que el teléfono del otro extremo de la línea empezara a sonar, una mano ensangrentada pulsó el botón de desconexión.
—Doo… Ral —masculló Helen tragando saliva con evidente esfuerzo—. No.
—Sí —replicó Ralph—. Voy a llamar.
En ese momento vio temor en su ojo bueno, del que ya no había rastro de confusión.
—No —insistió—. Por favor, Ralph, no llames.
Helen miró por encima del hombro de Ralph y volvió a alargar los brazos. La expresión humilde e implorante de su magullado rostro arrancó a Ralph una mueca de consternación.
—Ralph —intervino Sue—. Quiere a la niña.
—Ya lo sé. Tráesela.
Sue entregó el bebé a Helen, y Ralph se quedó mirando mientras el bebé, que apenas pasaba del año, según creía, rodeaba el cuello de su madre con sus bracitos y escondía la cara en su hombro. Helen besó a Nat en la coronilla. Era evidente que le dolía la boca al hacerlo, pero aun así, repitió el gesto. Y otra vez. Al mirarla, Ralph advirtió que rastros de sangre llenaban los sutiles pliegues de su cuello como si de mugre se tratara. La furia de Ralph reapareció.
—Ha sido Ed, ¿verdad? —preguntó.
Por supuesto que había sido Ed… Al fin y al cabo, una no pulsa el botón de desconexión del teléfono cuando alguien intenta llamar a urgencias si le ha pegado una paliza un perfecto desconocido, pero de todos modos, tenía que preguntar.
—Sí —repuso ella.
Su voz no era más que un susurro, la respuesta, un secreto enterrado en la suave nube del cabello de su hijita.
—Sí, ha sido Ed. Pero no puedes llamar a la policía —insistió alzando la mirada, con el ojo bueno inundado de miedo y tristeza—. Por favor, no llames a la policía, Ralph. No puedo soportar la idea de que el padre de Natalie acabe en la cárcel por… por…
Helen estalló en sollozos. Natalie la miró con ojos desorbitados y expresión de cómica sorpresa durante un instante, y a continuación, su llanto se sumó al de su madre.
—Ralph —empezó McGovern vacilante—. ¿Quieres que vaya a buscar unas aspirinas o algo así?
—Mejor que no —replicó el aludido—. No sabemos lo que le pasa ni lo graves que son las heridas.
Miró de soslayo a través del escaparate, sin querer ver qué había afuera, esperando no verlo, pero viéndolo de todos modos; rostros ávidos alineados hasta el punto en que la nevera de las cervezas bloqueaba la visión. Algunos de los mirones se protegían los ojos con las manos ahuecadas para contrarrestar el reflejo del vidrio.
—¿Qué hacemos? —inquirió Sue observando a los mirones mientras se tiraba nerviosa del dobladillo del guardapolvo que debían llevar los empleados de la Manzana Roja—. Si la empresa se entera de que he cerrado la puerta con llave en horas de trabajo, seguro que me despiden.
Helen tiró de la mano de Ralph.
—Por favor, Ralph —murmuró, aunque en realidad sólo un Po fa Raaf brotó de sus hinchados labios—. No llames a nadie.
Ralph la miró inseguro. Había visto a un montón de mujeres con un montón de morados en su vida, y un par de ellas, aunque no demasiadas, para ser sinceros, habían recibido palizas mucho peores que la de Helen. Sin embargo, no siempre le había parecido tan siniestro. Su mente y su moral se habían formado en una época en la que la gente creía que lo que sucedía entre el marido y la mujer tras la puerta cerrada de su matrimonio no era asunto de nadie, y ello incluía al hombre que martirizaba a su mujer a puñetazos y a la mujer que martirizaba a su marido con la lengua. Era imposible conseguir que la gente se comportara como es debido, e inmiscuirse en sus asuntos, aunque fuera con las mejores intenciones, convertía amigos en enemigos con demasiada frecuencia.
Pero entonces recordó el modo en que Helen sostenía a Natalie al caminar por el estacionamiento, sobre la cadera como si fuera un libro de texto. Si hubiera dejado caer a la niña en el aparcamiento o al cruzar Harris Avenue, lo más probable era que ni se hubiese dado cuenta; Ralph creía que Helen había sacado a Natalie de casa movida tan sólo por el instinto. No había querido dejar a Nat al cuidado del hombre que le había propinado tal paliza que sólo veía por un ojo y no podía pronunciar más que sílabas confusas.
Se le ocurrió otra cosa, algo que guardaba relación con los días que habían seguido a la muerte de Carolyn. Le había sorprendido la intensidad de su dolor…; al fin y al cabo, había sido una muerte anunciada. Creía que había superado la mayor parte del dolor mientras Carolyn aún vivía. En cualquier caso, la pena le había impedido encargarse de los últimos preparativos del funeral. Había logrado llamar a la funeraria Brookings-Smith, pero fue Helen quien lo había acompañado a escoger un ataúd (McGovern, que odiaba la muerte y las trampas que la rodeaban, se había escabullido), y Helen quien lo había ayudado a elegir una corona, la que decía Amada esposa. Y fue Helen, por supuesto, quien organizó la pequeña recepción que siguió al funeral, sirviendo canapés del catering de Frank y refrescos y cerveza de la Manzana Roja.
Ésas eran las cosas que Helen había hecho por él cuando se vio incapaz de hacerlas. ¿Acaso no estaba obligado a devolverle el favor, aun cuando ella no reconociera ahora que se trataba de un favor?
—Bill —dijo por fin—. ¿A ti qué te parece?
McGovern paseó la mirada entre Ralph y Helen, que seguía sentada en la silla de plástico rojo con el maltrecho rostro bajo.
—No lo sé. Helen me cae muy bien y quiero hacer lo correcto, ya lo sabes, pero en una situación así… ¿quién sabe qué es lo correcto?
Volvió a alargar la mano hacia el teléfono, y esta vez, cuando Helen intentó agarrarle la muñeca, le apartó la mano.
—Comisaría de policía de Derry —contestó una voz grabada—. Marque el número uno para servicios de urgencias. Marque el número dos para ponerse en contacto con la policía. Marque el número tres si desea información.
Ralph, que de repente se dio cuenta de que necesitaba los tres, vaciló un instante antes de marcar el dos. El teléfono sonó una vez antes de que contestara una voz femenina.
—Policía 911, ¿en qué puedo servirle?
Ralph aspiró profundamente antes de hablar.
—Me llamo Ralph Roberts. Estoy en la Manzana Roja de Harris Avenue, con una vecina mía. Su nombre es Helen Deepneau. Le han propinado una paliza considerable.
Colocó una mano sobre el rostro de Helen, y la joven oprimió la frente contra su costado. Ralph percibió el calor de su piel a través de la camisa.
—Por favor, vengan lo antes posible.
Colgó el teléfono y se puso en cuclillas junto a Helen. Natalie lo vio, chirrió de alegría y alargó la mano para tirarle amistosamente de la nariz. Ralph esbozó una sonrisa, la besó en la palma de la mano y a continuación escudriñó el rostro de Helen.
—Lo siento, Helen —se disculpó—, pero tenía que hacerlo. No podía hacer otra cosa. ¿Lo entiendes? No podía hacer otra cosa.
—¡Do en-hiendo dada! —exclamó la joven.
Ya no le sangraba la nariz, pero cuando se la tocó para limpiársela, apartó los dedos con una mueca de dolor.
—Helen, ¿por qué lo ha hecho? ¿Por qué iba a pegarte Ed de esta forma?
De repente recordó otros cardenales, sobre todo en los brazos de Helen, tal vez de forma regular. Si habían aparecido de forma regular, lo cierto era que no se había dado cuenta hasta entonces. A causa de la muerte de Carolyn. Y a causa del insomnio que se había apoderado de él después. En cualquier caso, no creía que aquélla fuera la primera vez que Ed le ponía las manos encima a su mujer. Tal vez esta paliza había sido el punto culminante, pero no la primera vez. Captaba la idea y reconocía su lógica, pero descubrió que todavía no podía imaginar a Ed haciéndolo. Veía la sonrisa rápida de Ed, sus ojos vivarachos, las manos que se movían sin cesar cuando hablaba…, pero no podía imaginarse a Ed utilizando aquellas manos para darle una tunda a su mujer; no podía figurárselo por mucho que lo intentara.
De pronto resurgió un recuerdo, el recuerdo de Ed avanzando con paso rígido hacia el hombre que conducía la furgoneta azul… (Una Ford Ranger, ¿verdad?) Sí, y abofeteando el mentón del gordo. Recordar aquella escena fue como abrir la puerta del armario de Fibber McGee, el protagonista de aquel viejo programa de radio…, pero lo que cayó del interior no fue una avalancha de trastos viejos sino toda una serie de vívidas imágenes de aquel día de julio. Los truenos retumbando sobre el aeropuerto. El brazo de Ed surgiendo de la ventanilla del Datsun y agitándose arriba y abajo, como si de aquel modo pudiera hacer que la verja se abriera más deprisa. La bufanda con el símbolo chino.
Ei, ei, Susan Day, ¿a cuántos niños has matado hoy?, pensó Ralph, aunque era la voz de Ed la que oía, y sabía muy bien lo que iba a decir Helen antes de que abriera la boca.
—Una tontería —farfulló con dificultad—. Me ha pegado porque firmé una petición, nada más. Están circulando por toda la ciudad. Anteayer, alguien me la puso delante de las narices cuando entraba en el supermercado. Además, la niña estaba inquieta, así que…
—Así que la firmaste —terminó Ralph en voz baja.
Helen asintió y se echó a llorar otra vez.
—¿Qué petición? —terció McGovern.
—Para que Susan Day venga a Derry —explicó Ralph—. Es una feminista…
—Ya sé quién es Susan Day —lo interrumpió McGovern en tono irritado.
—Bueno, pues un montón de gente está intentando que venga, a dar una conferencia. En nombre del Centro de la Mujer.
—Ed estaba de muy buen humor al llegar a casa —prosiguió Helen con el rostro surcado de lágrimas—. Casi siempre está así los jueves, porque sólo trabaja medio día. Me explicó que iba a pasar la tarde fingiendo que leía un libro, pero lo que en realidad quería hacer era ver girar el aspersor… ya sabes cómo es…
—Sí —asintió Ralph, recordando el modo en que Ed había hundido el brazo en uno de los bidones del gordo, y aquella astuta sonrisa
(A mí no me la pegas)
pintada en su rostro—. Sí, ya sé cómo es.
—Lo envié a comprar unas papillas… —Su voz sonaba cada vez más inquieta y asustada—. No sabía que le iba a molestar… Casi había olvidado que había firmado ese maldito papel, la verdad… y todavía no sé exactamente por qué se ha puesto como se ha puesto… pero cuando ha vuelto a casa…
Abrazó a Natalie con el cuerpo tembloroso.
—Chist, Helen, tranquila, no pasa nada.
—¡Sí que pasa!
La joven alzó la mirada hacia él. Gruesas lágrimas caían de su ojo bueno y se colaban por entre el párpado hinchado del otro.
—¡Sí que pa-pasa! ¿Por qué no ha parado esta vez? ¿Y qué pasará conmigo y el bebé? ¿Dónde iremos? No tengo dinero aparte del que hay en la cuenta conjunta… No tengo trabajo… Oh, Ralph, ¿por qué has llamado a la policía? ¡No deberías haberlo hecho!
Le golpeó el antebrazo con su pequeño y débil puño.
—Saldrás de ésta sin ningún problema —le aseguró Ralph—. Tienes muchos amigos en el barrio.
Pero apenas había oído sus propias palabras ni los débiles puñetazos de Helen. La furia le nublaba la mente y le latía en el pecho y las sienes como un segundo corazón.
No «por qué no ha parado»; no era eso lo que había dicho. Lo que había dicho era «¿por qué no ha parado esta vez?».
Esta vez.
—Helen, ¿dónde está Ed?
—En casa, supongo —repuso Helen en tono apagado.
Ralph le dio una palmadita en el hombro antes de volverse y caminar hacia la puerta.
—Ralph —lo llamó McGovern con voz alarmada—. ¿Dónde vas?
—Cierra con llave cuando me vaya —ordenó Ralph a Sue.
—Jo, no sé si puedo hacerlo —se quejó la muchacha mirando dubitativa la creciente hilera de mirones que escudriñaban el interior de la tienda por el sucio escaparate.
—Sí que puedes —replicó él.
De pronto ladeó la cabeza y oyó el primer aullido lejano de una sirena que se aproximaba.
—¿Oyes eso?
—Sí, pero…
—La policía te dirá lo que tienes que hacer, y tu jefe no se enfadará contigo… Lo más probable es que te dé una medalla por llevar este asunto tan bien.
—Si lo hace, la compartiré con usted —prometió Sue al tiempo que se volvía hacia Helen con las mejillas menos pálidas, aunque no mucho—. Jo, Ralph, mírela. ¿De verdad que la pegó por firmar un estúpido papel en el supermercado?
—Creo que sí —repuso Ralph.
La conversación se le antojaba del todo coherente, pero parecía llegarle de muy lejos. La furia estaba más cerca; le atenazaba el cuello con sus brazos ardientes. Quería volver a tener cuarenta años, cincuenta siquiera, para así poder dar a Ed una cucharada de su propio medicamento. Aunque tal vez lo intentaría de todos modos.
Estaba descorriendo el pestillo de la puerta cuando McGovern le agarró el hombro.
—Pero ¿adónde crees que vas?
—A ver a Ed.
—¿Estás de guasa o qué? Te romperá la cara si le tocas. ¿Es que no has visto lo que le ha hecho a ella?
—Ya lo creo —replicó Ralph.
Sus palabras no fueron un verdadero gruñido, pero se acercaron lo suficiente como para que McGovern retirara la mano.
—Maldita sea, Ralph, tienes setenta años, por si lo has olvidado. Y Helen necesita un amigo, no una antigüedad destrozada a la que pueda visitar porque su habitación del hospital está a tres puertas de la suya.
Bill tenía razón, por supuesto, pero eso no hizo más que empeorar el enfado de Ralph. Suponía que el insomnio también contribuía a agravar su enfado y entorpecer su razonamiento, pero daba igual. En cierto modo, el enojo era un alivio. En cualquier caso, era mejor que reptar por un mundo en el que todo había adquirido un siniestro matiz grisáceo.
—Si me atiza lo suficiente, me darán un somnífero y al menos dormiré bien una noche —sentenció—. Y ahora déjame en paz, Bill.
Atravesó el estacionamiento de la Manzana Roja a paso brusco. Un coche patrulla se aproximaba con la luz azul encendida. Un montón de preguntas («¿Qué ha sucedido? ¿Está bien?») llovieron sobre él, pero Ralph hizo caso omiso de ellas. Se detuvo en la acera, esperó a que el coche patrulla entrara en el aparcamiento y a continuación cruzó Harris Avenue con la misma brusquedad; McGovern lo seguía a una prudente distancia, con una expresión de angustia pintada en el rostro.