Alrededor de un mes después de la muerte de su mujer, Ralph Roberts empezó a padecer insomnio por primera vez en su vida.
Al principio, el problema no era grave, pero fue empeorando de forma constante. Al cabo de seis meses de las primeras interrupciones en su ciclo de sueño hasta entonces nada destacable, Ralph había alcanzado un estado de sufrimiento al que apenas podía dar crédito y mucho menos aceptar. Hacia finales de verano de 1993, empezó a preguntarse qué significaría pasarse los años que le quedaban de vida aturdido, con los ojos abiertos de par en par y sin poder dormir. Por supuesto, a ese extremo no llegaré —se decía—. Nunca pasa.
Pero ¿era eso cierto? La verdad es que no lo sabía con exactitud, eso era lo malo, y los libros sobre el tema que Mike Hanlon le recomendaba en la Biblioteca Pública de Derry no le servían de gran ayuda. Había algunos acerca de los trastornos del sueño, pero lo cierto es que parecían contradecirse. Algunos tildaban el insomnio de síntoma, otros lo consideraban una enfermedad y al menos uno de ellos lo identificaba como mito. Sin embargo, el problema era aún más grave. Por lo que Ralph había podido averiguar en los libros, nadie parecía estar absolutamente seguro de qué era el sueño en sí mismo, cómo funcionaba o qué efectos surtía.
Sabía que debía dejar de jugar al investigador aficionado e ir al médico, pero para su sorpresa, le costaba mucho tomar esa decisión. Suponía que todavía guardaba rencor al doctor Lichtfield. Era Lichtfield, al fin y al cabo, quien en un principio había diagnosticado los dolores de cabeza de Carolyn como cefaleas tensionales (aunque Ralph sospechaba que Lichtfield, un solterón empedernido, podía haber creído que lo único que padecía Carolyn era un ataque benigno de los vapores), y era Lichtfield también quien había escurrido el bulto tanto como le había sido posible médicamente después de que a Carolyn se le efectuara el diagnóstico correcto. Ralph estaba convencido de que si lo hubiera interrogado sobre aquel particular, Lichtfield habría dicho que había remitido el caso al doctor Jamal, el especialista, todo limpio y en orden. Sí. Excepto que Ralph había procurado observar con toda atención la mirada de Lichtfield en las pocas ocasiones en que lo había visto entre las primeras convulsiones de Carolyn, acaecidas en el mes de julio anterior, y su muerte, ocurrida en marzo; y Ralph creía que lo que había visto en aquellos ojos era una mezcla de inquietud y culpa. Era la mirada de un hombre que intentaba con todas sus fuerzas olvidar que la había cagado. Ralph creía que la única razón por la que podía mirar a Lichtfield sin tener ganas de partirle la cara era que el doctor Jamal le había explicado que, con toda probabilidad, un diagnóstico más temprano no habría cambiado las cosas; cuando empezaron los dolores de cabeza, el tumor ya estaba bien arraigado, enviando sin duda pequeñas ráfagas de células enfermas a otras zonas del cerebro como malignos paquetes de primeros auxilios.
A finales de abril, el doctor Jamal se había marchado para abrir una consulta en el sur de Connecticut, y Ralph lo echaba de menos. Creía que podría haber hablado con el doctor Jamal acerca de su insomnio, y tenía la sensación de que Jamal lo habría escuchado de una forma de la que Lichtfield no quería…, o no podía hacerlo.
A finales de verano, Ralph había leído lo suficiente acerca del insomnio como para saber que el tipo que padecía él, aunque no era muy poco común, sí era menos frecuente que el típico insomnio consistente en sueño retardado. Las personas no aquejadas de insomnio suelen sumirse en la primera fase del sueño entre siete y veinte minutos después de meterse en la cama. A las personas que tardan en dormirse, por otro lado, a veces les cuesta nada menos que tres horas dormirse profundamente, y mientras que las personas que duermen con normalidad se sumen en la tercera fase del sueño (lo que algunos de los viejos libros denominaban el sueño zeta, como había descubierto Ralph) unos cuarenta y cinco minutos después de adormilarse, las personas que padecen sueño retardado suelen tardar una o dos horas más en alcanzar esa fase…, y muchas noches ni siquiera lo consiguen. Estas personas se despiertan cansadas, a veces con recuerdos vagos de sueños desagradables y enmarañados, a menudo con la impresión errónea de que no han pegado ojo en toda la noche.
Tras la muerte de Carolyn, Ralph empezó a despertarse muy temprano. La mayoría de las noches, siguió acostándose al término de las noticias de las once y quedándose frito casi al instante, pero en lugar de despertarse a las siete menos cinco, es decir, cinco minutos antes de que sonara el radio-despertador, empezó a despertarse a las seis. Al principio lo achacó al precio que debía pagar por vivir con una próstata algo inflamada y una pareja de riñones de casi setenta años de edad, pero nunca le parecía tener tantas ganas de ir al lavabo cuando se despertaba, y además le resultaba imposible volver a dormirse después de haberse desprendido de lo que se había acumulado. Se limitaba a permanecer en la cama que había compartido con Carolyn durante tantos años, esperando a que fueran las siete menos cinco (o menos cuarto, en fin) para poder levantarse. Al cabo de un tiempo dejó incluso de intentar volverse a dormir; simplemente, permanecía tendido en la cama, con las manos de largos dedos y algo hinchadas entrelazadas sobre el pecho, y contemplaba fijamente, con los ojos abiertos de par en par, el techo oscuro de la habitación. A veces pensaba en el doctor Jamal, en su consulta de Westport, hablando con ese suave y reconfortante acento indio, forjando su pequeña porción del sueño americano. A veces pensaba en lugares a los que Carolyn y él habían ido en los viejos tiempos, y una imagen que se le aparecía una y otra vez era una calurosa tarde que habían pasado en Sand Beach, Bar Harbor, los dos sentados a una mesa de picnic en bañador, sentados bajo una sombrilla grande y brillante, comiendo almejas fritas y bebiendo cerveza en botellas de cuello largo mientras contemplaban los veleros surcar el océano azul oscuro. ¿Cuándo había sido eso? ¿1964? ¿1967? ¿Acaso importaba? Probablemente, no.
La alteración de su horario de sueño no habría importado de no haber pasado a mayores; Ralph se habría adaptado a los cambios no sólo con facilidad, sino con gratitud. Todos los libros que encontró aquel verano parecían confirmar cierta sabiduría popular que llevaba escuchando toda la vida… La gente duerme menos a medida que envejece. Si perder una hora o dos cada noche era el único precio que tenía que pagar por el dudoso placer de ser un «jovencito de setenta años», lo pagaría con mucho gusto y se consideraría afortunado.
Pero lo cierto es que la cosa pasó a mayores. Al llegar la primera semana de mayo, Ralph se despertaba cada día a las cinco y cuarto, con los pajarillos. Intentó ponerse tapones en los oídos durante unas cuantas noches, pero en ningún momento creyó que llegaran a funcionar. No eran los pajarillos los que lo despertaban, ni el pedorreo ocasional de un camión de reparto al pasar por Harris Avenue. Siempre había sido de esas personas que pueden dormir en medio de un terremoto, y no creía que eso hubiera cambiado. Lo que había cambiado estaba dentro de su cabeza. Ahí dentro había un interruptor, algo lo estaba encendiendo un poco más temprano cada mañana, y Ralph no tenía ni la menor idea de cómo evitarlo.
En junio ya estaba despertándose como un muñeco que sale disparado de su caja a las cuatro y media, cinco menos cuarto como máximo. Y a mediados de julio, que no fue tan caluroso como julio de 1992, pero tampoco se quedó muy corto, muchas gracias, la diana ya sonaba alrededor de las cuatro. Fue durante aquellas largas y calurosas noches, en las que ocupaba una parte demasiado pequeña de la cama en la que él y Carolyn habían hecho el amor tantas noches calurosas (y frías), cuando Ralph empezó a preguntarse qué narices de vida le esperaba si el sueño desaparecía por completo. Durante el día todavía era capaz de burlarse de aquella idea, pero estaba descubriendo algunas tétricas verdades acerca de la oscura noche del alma de F. Scott Fitzgerald, y el ganador del gordo era el siguiente: a las cuatro y cuarto de la madrugada, cualquier cosa parece posible. Cualquier cosa.
Durante el día podía convencerse a sí mismo de que tan sólo estaba experimentando un reajuste de su ciclo de sueño, que su cuerpo estaba reaccionando de un modo totalmente normal a una serie de grandes cambios que se habían producido en su vida, de entre los que descollaban la jubilación y la pérdida de su mujer. A veces empleaba la palabra «soledad» cuando pensaba en su nueva vida, pero no se atrevía a pensar en La Terrible Palabra que empieza por D, y la encerraba en lo más profundo del inconsciente cuando osaba asomar la nariz en sus pensamientos. La soledad no importaba. La depresión, desde luego, sí.
A lo mejor tendrías que hacer más ejercicio —pensó—. Salir a dar paseos, como hacías el verano pasado. Al fin y al cabo, llevas una vida muy sedentaria… Te levantas, comes una tostada, lees un libro, miras la tele un rato, te compras un bocadillo a la hora de la comida, en la Manzana Roja, trabajas un poco en el jardín, de vez en cuando vas a la biblioteca o a ver a Helen y la niña si es que están, cenas, a veces te sientas un rato en el porche con McGovern o Lois Chasse, ¿y luego qué? Lees un poco más, miras la tele un poco más, te lavas, te vas a la cama. Sedentario. Aburrido. No me extraña que te despiertes tan temprano.
Claro que todo eso era una sarta de tonterías. Una vida sedentaria, sin duda, pero la verdad es que no lo era. El jardín era un buen ejemplo. Lo que hacía allí nunca le serviría para ganar un premio, pero distaba mucho de ser simplemente «trabajar un poco en el jardín». La mayoría de las tardes arrancaba malas hierbas hasta que el sudor formaba un oscuro triángulo en la espalda de su camisa y extendía círculos mojados a la altura de las axilas, y con frecuencia estaba temblando de agotamiento cuando se permitía volver a entrar en la casa. Con toda probabilidad, «castigo» sería un término más adecuado que «un poco de trabajo en el jardín», pero ¿castigo por qué? ¿Por despertar antes del alba?
Ralph no lo sabía ni le importaba. Trabajar en el jardín ocupaba buena parte de la tarde, le alejaba la mente de las cosas en las que no quería pensar, y ello bastaba para justificar el dolor muscular y las ocasionales manchas negras que se le aparecían ante los ojos. Empezó sus largas visitas al jardín después del Cuatro de Julio y las terminó a finales de agosto, mucho después de que las primeras cosechas hubieran sido recogidas y las últimas se echaran a perder sin remedio a causa de la falta de lluvia.
—Deberías dejarlo —le advirtió Bill McGovern cierta noche en que estaban sentados en el porche, bebiendo limonada.
Estaban a mediados de agosto, y Ralph había comenzado a despertarse a las tres y media de la madrugada.
—Tiene que ser peligroso para tu salud. Peor aún, pareces un chalado.
—Es que a lo mejor estoy chalado —replicó Ralph.
Su tono o su expresión debieron de ser convincentes, porque McGovern cambió de tema.
Volvió a salir a pasear… Nada parecido a las maratones de 1992, pero, por lo general, conseguía recorrer más de tres kilómetros diarios si no llovía. Su ruta habitual pasaba por la calle de perverso nombre de «Cuesta de Up-Mile[1]» hasta la Biblioteca Pública de Derry, a continuación a Páginas Traseras, una librería de viejo, y por fin al quiosco situado en el cruce de las calles Witcham y Main.
Páginas Traseras se hallaba junto a una caótica chatarrería llamada Rosa Usada, Ropa Usada, y al pasar por delante de aquella tienda cierto día de aquel agosto de su descontento, Ralph vio un cartel nuevo entre los anuncios pasados de cenas de alubias y actividades sociales de la iglesia, un cartel colocado de modo que cubría la mitad de un amarillento póster de propaganda electoral que pedía el voto presidencial para Pat Buchanan.
La mujer que aparecía en las dos fotografías de la parte superior del cartel era una bonita rubia de treinta y muchos y cuarenta y pocos años, pero el estilo de las fotos, que mostraban el rostro serio de frente y el rostro serio de perfil respectivamente, con fondo blanco en ambos casos, resultaba lo bastante inquietante como para que Ralph se detuviera a mirar. Las fotos conferían a la mujer el aspecto de pertenecer a la oficina de correos o a un reality show de la tele… y eso, como ponía de manifiesto el texto del cartel, no era una casualidad.
Las fotos le habían hecho detenerse, pero fue el nombre de la mujer lo que lo retuvo.
SE BUSCA POR ASESINATO
SUSAN EDWINA DAY
eran las palabras impresas en negro que aparecían en la parte superior del cartel. Y bajo las fotos de aparente corte policial se veía impreso en rojo:
¡NO TE ACERQUES A NUESTRA CIUDAD!
En la parte inferior del cartel se veía una frase impresa en letra pequeña. La visión de cerca de Ralph había empeorado de un modo considerable desde la muerte de Carolyn (de hecho, sería más apropiado decir que se había ido al carajo), por lo que tuvo que inclinarse hacia delante hasta oprimir la frente contra el sucio escaparate de Rosa Usada, Ropa Usada a fin de poder descifrar el texto:
Financiado por el Comité pro vida de Maine
En lo más profundo de su mente, una voz susurró: ¡Ei, Ei, Susan Day! ¿A cuántos niños has matado hoy?
Susan Day, recordó Ralph, era una activista política de Nueva York o Washington, la clase de mujer que hablaba muy deprisa y siempre volvía locos a taxistas, peluqueros y obreros de la construcción de los que llevan casco. No sabía por qué se le había ocurrido precisamente aquella copla de ciego; formaba parte de algún recuerdo que no conseguía evocar. Tal vez su cerebro viejo y cansado estaba confundiéndose con aquel cántico de protesta contra la guerra de Vietnam tan popular en los sesenta, aquel que decía: ¡Ei, ei, LBJ! ¿A cuántos niños has matado hoy?
No, no es eso —se dijo—. Se parece, pero no. Era…
Justo antes de que su mente pudiera escupir el nombre y el rostro de Ed Deepneau, una voz habló casi a su lado.
—La Tierra llamando a Ralph, la Tierra llamando a Ralph, ¡vamos, Ralphie, cariño!
Arrancado de su ensimismamiento, Ralph se volvió hacia la voz. Quedó desconcertado y a un tiempo divertido al comprobar que casi se había dormido de pie. «Dios mío —pensó—. Uno no se da cuenta de lo importante que es dormir hasta que no puede hacerlo. Entonces, todos los suelos empiezan a ladearse y los cantos de las cosas empiezan a redondearse».
Era Hamilton Davenport, el propietario de Páginas Traseras, quien le había llamado. Estaba llenando el carrito de la biblioteca que guardaba delante de la tienda con libros de bolsillo de brillantes portadas. Su vieja pipa hecha de mazorca de maíz, que a Ralph siempre le había recordado el cañón de chimenea de un vapor a escala, sobresalía de la comisura de sus labios, enviando nubecillas de humo azul al aire brillante y cálido. Winston Smith, su viejo gato gris, estaba sentado en el umbral de la puerta con la cola enroscada alrededor de las patas. Contemplaba a Ralph con sus indiferentes ojos amarillos, como si dijera: ¿Te cree que sabes lo que es hacerse viejo, eh, amigo mío? Pues aquí estoy yo para dar prueba de que no tienes ni puta idea de lo que significa hacerse viejo.
—Dios mío, Ralph —exclamó Davenport—. Debo de haberte llamado al menos tres veces.
—Supongo que estaba en Babia —repuso Ralph.
Rodeó el carrito de la biblioteca, se apoyó en el marco de la puerta (Winston Smith guardaba su lugar con real indiferencia) y cogió los dos periódicos que compraba cada día, el Boston Globe y el USA Today. El Derry News le llegaba directamente a casa por cortesía de Pat, el repartidor. A veces contaba a la gente que estaba seguro de que uno de los tres periódicos era una porquería, pero que todavía no había logrado decidir cuál.
—No…
De repente, Ralph se interrumpió al cruzarle por la mente la imagen de Ed Deepneau. De Ed había oído aquella desagradable cantinela el verano pasado, junto al aeropuerto, y no era de extrañar que le hubiera costado un rato recordarlo. Ed Deepneau era la última persona en el mundo de quien habría esperado oír algo así.
—Ralphie —llamó Davenport—. ¿Ya vuelves a estar en las nubes?
—Oh, lo siento —exclamó Ralph parpadeando—. No duermo muy bien últimamente, eso es lo que quería decir.
—Qué mala pata…, pero hay cosas peores en esta vida. Bébete un vaso de leche caliente y escucha algo de música suave media hora antes de irte a la cama.
Ralph había descubierto aquel verano que todos los habitantes del país parecían tener un remedio casero para el insomnio, algún truco de magia de la abuela que se había transmitido de generación en generación como la biblia familiar.
—Bach va muy bien, también Beethoven, y William Ackerman no está mal. Pero lo mejor de todo… —Davenport alzó un dedo con gesto misterioso para enfatizar lo que iba a decir—. Lo mejor de todo es no levantarse de la silla durante esa media hora. Para nada. No contestes al teléfono, no des cuerda al perro ni saques el despertador, no decidas ir a lavarte los dientes… ¡Nada! Y cuando te vayas a la cama, ya verás como te quedas frito.
—¿Y qué pasa si estás sentado en tu sillón favorito y de repente te das cuenta de que tienes una urgencia? —inquirió Ralph—. Estas cosas suelen pasar cuando se llega a mi edad.
—Pues te lo haces encima —replicó Davenport sin vacilar y echándose a reír a carcajadas.
Ralph esbozó una sonrisa forzada. Su insomnio estaba perdiendo cualquier matiz humorístico que pudiera haber tenido en un principio.
—¡Te lo haces encima! —cloqueó Ham al tiempo que daba palmadas en el carrito y se balanceaba sin dejar de reír.
Ralph echó un vistazo al gato. Winston Smith le devolvió una mirada serena, y a Ralph le pareció que aquellos ojos amarillos decían: Sí, tienes razón, es un estúpido, pero es mi estúpido.
—No está mal, ¿eh? Hamilton Davenport, maestro de la respuesta rápida. Te lo haces…
Hamilton lanzó otra carcajada, meneó la cabeza y a continuación tomó los dos billetes de dólar que Ralph le alargaba. Se los guardó en el bolsillo del corto delantal rojo que llevaba y sacó algunas monedas.
—¿Está bien?
—Seguro que sí. Gracias, Ham.
—De nada. Y bromas aparte, prueba lo de la música. De verdad que funciona. Tranquiliza las ondas cerebrales o algo así.
—Lo probaré.
Y lo peor del asunto es que probablemente lo probaría, al igual que había probado la receta de limón y agua caliente de la señora Rapaport y los consejos de Shawna McClure, según los cuales debía aclarar la mente reduciendo las respiraciones y concentrándose en la palabra calma (claro que cuando la pronunciaba Shawna, sonaba caaaaaaalmaaaa). Cuando uno intenta combatir el deterioro lento pero seguro de su ciclo de sueño, cualquier remedio casero podía resultar prometedor.
Ralph empezó a alejarse, pero de repente se volvió de nuevo hacia Ham.
—¿Qué es ese cartel de la tienda de al lado?
—¿La tienda de Dan Dalton? —replicó Ham frunciendo la nariz—. Nunca miro dentro, si puedo evitarlo. Me revuelve el estómago. ¿Es que tiene algo nuevo y asqueroso en el escaparate?
—Supongo que es nuevo… No está tan amarillento como el resto de los carteles, y la ausencia de mierda de mosca es notable. Parece un anuncio de ésos de «se busca», sólo que la de las fotos es Susan Day.
—¡Susan Day en un…! ¡Qué hijo de puta! —exclamó Ham lanzando una mirada siniestra a la tienda vecina.
—¿Quién es? ¿La presidenta de la Organización Nacional de Mujeres o algo así?
—Ex-presidenta y cofundadora de Hermanas de Armas. Autora de La sombra de mi madre y Lirios del valle. Éste es un estudio sobre mujeres maltratadas y el porqué tantas de ellas se niegan a denunciar a los hombres que las maltratan. Creo que ganó el premio Pulitzer. Susie Day es una de las tres o cuatro mujeres con más influencia del país en estos momentos, y sabe escribir además de pensar. Ese payaso sabe que tengo una de sus peticiones al lado de mi caja registradora.
—¿Qué peticiones?
—Estamos intentando que venga a dar una conferencia —repuso Davenport—. Sabes que los antiabortistas intentaron volar el Centro de la Mujer las Navidades pasadas, ¿no?
Ralph intentó recordar con cautela el agujero negro en el que había vivido a finales de 1992.
—Bueno, recuerdo que la policía cogió a un tipo en el aparcamiento permanente del hospital con una lata de gasolina, pero no sabía…
—Era Charlie Pickering. Es miembro de Pan de Cada Día, uno de los grupos pro vida que organizan los piquetes antiabortistas —explicó Davenport—. Le convencieron para que lo hiciera, créeme. Pero este año ya pasan de la gasolina. Van a intentar que el ayuntamiento cambie las regulaciones urbanísticas para que el Centro de la Mujer desaparezca. Y es posible que lo consigan. Ya conoces Derry, Ralph… No es precisamente el colmo del liberalismo.
—No —convino Ralph con una débil sonrisa—. Nunca lo ha sido. Y el Centro de la Mujer es una clínica de abortos, ¿no?
Davenport le lanzó una mirada impaciente y señaló con la cabeza hacia Rosa Usada.
—Eso es lo que dicen los cabrones como él —dijo—, sólo que les gusta más llamarlo fábrica que clínica. Y no hacen ni caso de todas las otras cosas que hace el Centro de la Mujer.
A Ralph, Ham empezaba a recordarle a un presentador de televisión que anunciaba medias que nunca tenían carreras durante el intermedio de la película del domingo por la tarde.
—Hacen planificación familiar, se ocupan de malos tratos a mujeres y niños y tienen un albergue para mujeres maltratadas en las afueras de Newport. Tienen un centro de violaciones en un edificio de la ciudad, junto al hospital, y una línea telefónica permanente para mujeres que han sido violadas y víctimas de palizas. En resumen, defienden todas las cosas que hacen que tipos duros como Dalton se pongan a parir.
—Pero practican abortos, ¿no? —insistió Ralph—. De eso van los piquetes, ¿verdad?
Ralph tenía la impresión de que los manifestantes armados con pancartas que patrullaban delante del edificio de ladrillo bajo y discreto del Centro de la Mujer llevaban años allí. Siempre le habían parecido demasiado pálidos, demasiado intensos, demasiado delgados o demasiado gordos, demasiado seguros de que Dios estaba de su parte. Las pancartas que llevaban decían cosas como TAMBIÉN LOS NONATOS TIENEN DERECHOS; VIDA, QUÉ MARAVILLOSA ELECCIÓN, y el viejo clásico EL ABORTO ES UN ASESINATO. En varias ocasiones, mujeres que acudían a la clínica, que se encontraba cerca del hospital de Derry, pero no estaba asociada a él, creía Ralph, habían sido bombardeadas con bolsas que contenían jarabe de maíz teñido de rojo.
—Sí, practican abortos —repuso por fin Ham—. ¿Tienes algún problema con eso?
Ralph pensó en los largos años que él y Carolyn habían pasado intentando tener un hijo, años que no habían provocado más que varias falsas alarmas y un desgraciado embarazo de cinco meses que había acabado en aborto. De repente lo acometió la sensación de que hacía demasiado calor y de que tenía las piernas demasiado cansadas. La idea del camino de regreso, sobre todo la parte de Up-Mile Hill, le cargó la espalda y la mente como un saco de piedras.
—Dios mío, no lo sé —replicó—. Pero me gustaría que la gente no se pusiera tan… histérica.
Davenport gruñó para sus adentros, se acercó al escaparate de su vecino y contempló el falso cartel de búsqueda. Mientras lo miraba, un hombre alto y pálido que lucía una perilla, la antítesis absoluta del tipo duro, diría Ralph, surgió de las profundidades de Rosa Usada como un fantasma de vodevil un poco ajado. Al darse cuenta de lo que Davenport estaba mirando, una sonrisita desdeñosa se dibujó en las comisuras de sus labios. Ralph creía que era la clase de sonrisa que podría costar a un hombre un par de dientes o la nariz. Especialmente en un día tan achicharrante como ése.
Davenport señaló el cartel y sacudió la cabeza con violencia.
La sonrisa de Dalton se ensanchó. Agitó las manos en dirección a Davenport («¿A quién le importa un carajo lo que pienses tú?», decía aquel gesto) y a continuación desapareció de nuevo en las profundidades de la tienda.
Davenport se volvió de nuevo hacia Ralph con las mejillas cubiertas de brillantes manchas rojas.
—La foto de ese tipo debería aparecer junto a la palabra cabrón en el diccionario —comentó.
Exactamente lo mismo que piensa él de ti, caviló Ralph, aunque, por supuesto, no lo expresó en voz alta.
Davenport se quedó de pie ante el carro de la biblioteca llena de libros de bolsillo, con las manos metidas en los bolsillos de su delantal rojo, cavilando ante el cartel de
(ei ei)
Susan Day.
—Bueno —dijo por fin Ralph—, supongo que será mejor que…
Davenport salió de su ensimismamiento.
—No te vayas todavía —pidió—. Primero firma la petición, ¿vale? Alégrame un poco el día.
Ralph movió los pies con nerviosismo.
—Normalmente no me meto en conflictos como…
—Venga, Ralph —lo interrumpió en tono de vamos-a-ser-razonables—. No se trata de conflictos; se trata de asegurarse que los chalados como los que llevan Pan de Cada Día y los neandertales políticos como Dalton no consigan cerrar un centro tan útil para las mujeres. No te estoy pidiendo que apoyes los experimentos de armas químicas con delfines.
—No —concedió Ralph—, supongo que no.
—Esperamos poder enviar cinco mil firmas a Susan Day el uno de septiembre. Lo más probable es que no sirva para nada, porque Derry no es más que un pueblo grande perdido, y además, seguro que Susan Day tiene la agenda llena hasta el siglo que viene, pero no cuesta nada intentarlo.
Ralph se sintió tentado de explicar a Ham que la única petición que había deseado firmar era una en la que pidiera a los dioses del sueño que le devolvieran las tres horas de descanso que le habían arrebatado, pero entonces echó otro vistazo al hombre y decidió contenerse.
Carolyn habría firmado su maldita petición —se dijo—. No es que le encantara el aborto, pero tampoco le encantaban los hombres que llegaban a casa en cuanto cerraban los bares y confundían a sus mujeres e hijos con balones de fútbol.
Era cierto, pero ésa no habría sido la razón principal que la habría impulsado a firmar; lo habría hecho por la vaga posibilidad de escuchar a una auténtica revoltosa como Susan Day de cerca y en persona. Lo habría hecho movida por la curiosidad innata que tal vez había sido su característica más destacada, algo tan fuerte que ni siquiera el tumor cerebral había podido matar. Dos días antes de morir, había sacado la entrada del cine que Ralph utilizaba como punto de lectura del libro de bolsillo que había dejado sobre la mesilla de noche, porque quería saber qué película había ido a ver. Era Algunos hombres buenos, con Tom Cruise, por cierto, y Ralph quedó sorprendido y consternado al descubrir cuánto le dolía recordarlo. Aún ahora le dolía una barbaridad.
—De acuerdo —accedió—. Me encantará firmarla.
—¡Buen chico! —exclamó Davenport dándole una palmada en el hombro.
La expresión apesadumbrada dio paso a una sonrisa, pero Ralph no creía que ello significara una mejora significativa. La sonrisa era dura y no demasiado agradable.
—¡Entra en mi antro de perdición!
Ralph lo siguió a la tienda impregnada del olor a tabaco, lo que no parecía constituir un síntoma especial de perdición a las nueve y media de la mañana. Winston Smith se les adelantó a la carrera, volviendo la cabeza tan sólo una vez para observarlos con sus ancianos ojos amarillos. Él es un estúpido y tú otro, parecía decir aquella mirada de despedida. Dadas las circunstancias, no era una conclusión que Ralph tuviera muchas ganas de cuestionar. Se colocó los periódicos bajo el brazo, se inclinó sobre el papel rayado que había sobre el mostrador, junto a la caja registradora, y firmó la petición para que Susan Day viniera a Derry a interceder en favor del Centro de la Mujer.
No le costó tanto subir la cuesta de Up-Mile como había creído, y atravesó el cruce en forma de X de las calles Witcham y Jackson pensando: Bueno, no ha sido tan espantoso, ¿ver…?
De repente se dio cuenta de que las orejas le zumbaban y las piernas habían empezado a temblarle. Se detuvo al otro extremo de la calle Witcham y se puso la mano sobre la pechera de la camisa. El corazón le latía bajo la palma con una violencia desigual que daba miedo. Oyó el crujido de papeles y vio que el suplemento de anuncios caía del Boston Globe y flotaba hasta la cuneta. Empezó a inclinarse para recogerlo, pero no tardó en detenerse.
No es una buena idea, Ralph. Si te agachas, lo más probable es que te caigas. Te sugiero que dejes que lo recoja el basurero.
—Sí, sí, buena idea —masculló al tiempo que se erguía.
Puntos negros bailaban ante sus ojos como una bandada surrealista de cuervos, y por un instante, Ralph se convenció de que acabaría tendido encima del suplemento de anuncios hiciera lo que hiciera.
—Ralph, ¿estás bien?
Alzó la mirada con cautela y vio a Lois Chasse, que vivía al otro lado de Harris Avenue, a media manzana de la casa que compartía con Bill McGovern. Estaba sentada en uno de los bancos que había junto al parque Strawford, probablemente esperando al bus de Canal Street para ir al centro.
—Pues claro, perfectamente —repuso mientras movía las piernas.
Tenía la sensación de estar pisando gelatina, pero creía haber llegado al banco sin ofrecer un aspecto demasiado espantoso. Sin embargo, no pudo contener un pequeño jadeo de gratitud al sentarse junto a Lois.
Lois Chasse tenía grandes ojos oscuros, de los que solían llamarse ojos españoles cuando Ralph era pequeño, y apostaba a que habían bailado en la mente de docenas de chicos cuando Lois iba al instituto. Seguían siendo su mejor rasgo, pero a Ralph no le hizo demasiada gracia la expresión de preocupación que mostraban en aquel momento. Era… ¿Cómo describirlo? Una expresión demasiado amistosa como para ser de simple consuelo, fue la primera idea que se le ocurrió, pero no estaba seguro de que fuera la correcta.
—Perfectamente —repitió Lois.
—Exacto.
Ralph se sacó un pañuelo del bolsillo posterior, se aseguró de que estuviera limpio y a continuación se enjugó la frente.
—Espero que no te importe que te lo diga, Ralph, pero no pareces estar perfectamente.
A Ralph sí le importaba, pero no sabía cómo decírselo.
—Estás pálido, sudoroso y además has tirado papeles al suelo.
Ralph la miró consternado.
—Se te ha caído algo del periódico. Creo que era el suplemento de los anuncios.
—¿Ah, sí?
—Lo sabes muy bien. Espera un momento.
Lois se levantó, cruzó la acera, se agachó (Ralph se percató de que, aunque tenía las caderas bastante anchas, sus piernas todavía ofrecían un aspecto admirable para una mujer que debía de tener como mínimo sesenta y ocho años) y recogió el suplemento. Regresó al banco y se sentó.
—Bueno —dijo—, ahora ya no eres un cerdo que tira basura al suelo.
—Gracias —repuso Ralph sonriendo a su pesar.
—Ha sido un placer. Me irá muy bien el cupón de Cafés Maxwel House, también el de mezcla para hamburguesas y el de Coca Cola Light. Me he puesto como una vaca desde que murió el señor Chasse.
—No estás nada gorda, Lois.
—Gracias, Ralph, eres un perfecto caballero, pero no cambies de tema. Has sufrido un mareo, ¿verdad? De hecho, has estado a punto de desmayarte.
—Sólo me he parado a recobrar el aliento —replicó Ralph con rigidez.
Se volvió para observar a un puñado de críos que jugaban al béisbol en el parque. Jugaban sin miramientos, riendo y haciendo payasadas. Ralph envidiaba la eficacia de sus sistemas de aire acondicionado.
—A recobrar el aliento, ¿eh?
—Sí.
—A recobrar el aliento.
—Lois, pareces un disco rayado.
—Bueno, pues este disco rayado te va a decir una cosa, ¿vale? Estás como una cabra por intentar subir esta cuesta con el calor que hace. Si quieres pasear, ¿por qué no vas a la Extensión, que es plana, como hacías antes?
—Porque me recuerda a Carolyn —repuso Ralph, asqueado por el tono rígido, casi grosero que había adoptado, pero incapaz de evitarlo.
—Oh, mierda —exclamó Lois rozándole la mano—. Lo siento.
—No pasa nada.
—Sí que pasa. Debería haberlo sabido. Pero el aspecto que tienes ahora mismo tampoco está nada bien. Ya no tienes veinte años, Ralph. Ni siquiera cuarenta. No quiero decir que no estés en buena forma… Cualquiera puede comprobar que estás en magnífica forma para la edad que tienes, pero deberías cuidarte más. A Carolyn le gustaría que te cuidaras.
—Ya lo sé —replicó Ralph—, pero de verdad que… estoy bien, quería decir, pero entonces apartó la vista de sus manos, miró a Lois a los oscuros ojos y lo que vio en ellos le impidió seguir. También había cansancio en aquellos ojos, ¿o tal vez soledad? Tal vez ambas cosas. En cualquier caso, no eran las únicas cosas que vio en ellos. También se vio a sí mismo.
Eres un idiota —reprochaban aquellos ojos fijos en él—. Quizás los dos somos unos idiotas. Tienes setenta años y eres viudo, Ralph. Yo tengo sesenta y ocho y soy viuda. ¿Durante cuánto tiempo seguiremos pasando las veladas en el porche de tu casa, con Bill McGovern como la carabina más vieja del mundo? No mucho, espero, porque ninguno de los dos acaba de salir precisamente del cascarón.
—Ralph —llamó Lois con repentina preocupación—. ¿Estás bien?
—Sí —repuso él volviéndose a mirar las manos—. Sí, claro.
—Es que tenías una expresión como si… Bueno, no sé.
Ralph se preguntó si la combinación del calor y la subida de la cuesta de Up-Mile no le habrían quizás revuelto un poquito el cerebro; porque aquélla era Lois, al fin y al cabo, a la que McGovern siempre se refería (enarcando la ceja izquierda en ademán satírico) como «nuestra Lois». Y vale, sí, todavía estaba de muy buen ver…, piernas bien cuidadas, busto firme y aquellos extraordinarios ojos, y a lo mejor no le importaría llevársela a la cama, y tal vez a ella no le importaría que él se la llevara a la cama. Pero ¿después qué? Si veía la punta de una entrada de cine sobresaliendo del libro que él estuviera leyendo, ¿lo sacaría, demasiado curiosa por saber qué película había ido a ver como para pensar en que le perdería el punto?
Ralph no lo creía. Los ojos de Lois eran extraordinarios, y se había sorprendido bajando la mirada hacia el escote en pico de su blusa más de una vez cuando los tres estaban sentados en el porche, bebiendo té helado al fresco de la noche, pero tenía la sensación que tu cabeza pequeña puede meter en apuros a tu cabeza grande por mucho que tengas setenta años. Envejecer no justificaba volverse descuidado.
Ralph se levantó del banco, consciente de que Lois lo miraba, e hizo un gran esfuerzo para no andar encorvado.
—Gracias por tu interés —dijo—. ¿Quieres acompañar a un viejo hasta su casa?
—Gracias, pero voy al centro. Tienen un precioso hilo de color rosa en el Círculo de Costura, y estoy pensando en hacer una alfombra afgana. Mientras tanto, esperaré el autobús y me recrearé contemplando mis cupones.
—Bien hecho —exclamó Ralph con una sonrisa.
Echó un vistazo a los chiquillos que jugaban en el campo de maleza. Mientras los observaba, un chico con una extravagante mata de cabello rojo echó a correr desde la tercera base, se arrojó de cabeza al suelo y chocó contra el protector de espinilla de uno de los receptores con un golpe audible. Ralph hizo una mueca, imaginando ya las ambulancias con sus luces parpadeantes y el aullido de las sirenas, pero el pelirrojo se puso en pie de un salto y riendo.
—¡No me has tocado, burro! —gritó.
—¡Y una porra! —replicó el receptor con voz indignada, aunque sin poder contener la risa.
—¿Alguna vez echas de menos volver a tener esa edad, Ralph? —inquirió Lois.
—A veces —repuso tras reflexionar—. Pero por lo general me parece demasiado agotador. Pásate esta noche a hacernos compañía, Lois.
—Es muy posible que vaya —asintió Lois.
Ralph empezó a subir la cuesta de Harris Avenue, sintiendo el peso de los extraordinarios ojos de Lois sobre él e intentando mantener la espalda erguida. Creía que lo estaba haciendo bastante bien, pero no era fácil. No había estado tan cansado en toda su vida.