Nadie, y menos el doctor Lichtfield, salió y dijo claramente a Ralph Roberts que su mujer iba a morir, pero llegó un momento en que él lo comprendió sin necesidad de que nadie se lo dijera. Los meses que mediaron entre marzo y junio fueron meses discordantes y ruidosos en su mente, una época de conversaciones con los médicos, de carreras nocturnas al hospital con Carolyn, de excursiones a otros hospitales de otros estados para someterla a pruebas especiales (Ralph pasaba gran parte de los viajes dando gracias a Dios por el hecho de que Carolyn contara con dos seguros médicos), de investigaciones personales en la Biblioteca Pública de Derry, primero en busca de respuestas que los especialistas pudieran haber pasado por alto, más tarde tan sólo para aferrarse a una esperanza, a lo que fuera.
Durante aquellos meses, tuvo la sensación de que lo arrastraban borracho por algún carnaval maligno en el que la gente subida en las atracciones gritaba de verdad, en el que las personas perdidas en el laberinto de espejos estaban realmente perdidas, en el que los moradores del Túnel del Terror lo miraban con falsas sonrisas en los labios y horror en los ojos. Ralph empezó a ver aquellas cosas en mayo, y a comienzos de junio empezó a comprender que los maestros de ceremonias que había a lo largo de la calle mayor de la medicina no podían vender más que remedios de curandero, y que la risueña musiquilla del tiovivo ya no podía ocultar el hecho de que la melodía que escupían los altavoces era la Marcha Fúnebre. Era un carnaval, sí señor; el carnaval de las almas perdidas.
Ralph siguió negando aquellas terribles imágenes, e incluso la idea aún más terrible que acechaba tras ellas, durante las primeras semanas de verano de 1992, pero cuando junio dio paso a julio la tarea empezó a resultarle imposible. La peor ola de calor que se registraba desde 1971 azotó el centro de Maine, y Derry hervía en un baño de sol brumoso, humedad y temperaturas que alcanzaban los treinta cinco grados. La ciudad, que no era precisamente una metrópolis en el mejor de los casos, se sumió en un profundo letargo, y en aquel ardiente silencio fue donde Ralph Roberts oyó por primera vez el tictac del reloj de la muerte y comprendió que en la transición del fresco verdor de junio a la quietud ardiente de julio, las escasas posibilidades de Carolyn habían desaparecido por completo. Iba a morir. Probablemente, no aquel verano, ya que los médicos afirmaban tener todavía algunos trucos en la manga, y Ralph no lo ponía en duda, pero sí en el otoño o invierno. Su compañera de toda la vida, la única mujer a la que había amado iba a morir. Intentó desterrar la idea, reñirse por ser un viejo estúpido y morboso, pero en los jadeantes silencios de aquellos largos y calurosos días, Ralph oía aquel tictac por doquier… Incluso parecía sonar en las paredes.
No obstante, el tictac más claro procedía del interior de la propia Carolyn, y cuando volvía su rostro pálido y sereno hacia él, quizás para pedirle que encendiera la radio para poder escucharla mientras desvainaba algunas judías para la cena, o para preguntarle si podía pasar por la Manzana Roja y comprarle un polo, Ralph comprendía que ella también lo oía. Lo veía en sus ojos oscuros, al principio tan sólo cuando estaba serena, pero más tarde incluso cuando su mirada aparecía vidriosa por los analgésicos que tomaba. Por entonces, el tictac se había tornado muy intenso, y cuando yacía junto a ella en la cama en aquellas calurosas noches de verano, en las que incluso la sábana parecía pesar cinco kilos y daba la impresión que todos los perros de Derry estaban ladrando a la luna, Ralph lo escuchaba, escuchaba el reloj de la muerte que sonaba dentro de Carolyn, y le acometía la sensación de que se le iba a quebrar el corazón de pena y terror. ¿Durante cuánto tiempo tendría que sufrir aún antes de que llegara el fin? ¿Durante cuánto tiempo tendría que sufrir él? ¿Y cómo iba a vivir sin ella?
Fue durante aquel extraño y difícil período cuando Ralph tomó por costumbre dar paseos cada vez más largos durante las calurosas tardes de verano y los lentos atardeceres, paseos de los que en ocasiones regresaba demasiado cansado para comer. Siempre esperaba que Carolyn lo riñera por aquellas salidas, que le dijera: «¿Por qué no lo dejas, viejo estúpido? ¡Te matarás si sigues caminando con este calor!». Pero Carolyn nunca decía palabra, y con el tiempo Ralph se dio cuenta de que ni siquiera se enteraba. Sí, sabía que su marido salía. Pero no sabía que recorría tantos kilómetros, ni que, con frecuencia, cuando volvía a casa estaba temblando de agotamiento y al borde de la insolación. Antaño, a Ralph le había parecido que Carolyn lo veía todo, que incluso se daba cuenta cuando se cambiaba la raya del pelo de sitio, aunque tan sólo fuera un milímetro. Pero ya no era así; el tumor que le estaba destrozando el cerebro le había arrebatado las dotes de observación, al igual que muy pronto le arrebataría la vida.
Así pues, Ralph caminaba, disfrutando del calor pese a que a veces le daba vueltas la cabeza y le silbaban los oídos, disfrutando de él sobre todo porque hacía que le silbaran los oídos; en ocasiones, los oídos le silbaban con gran fuerza y la cabeza le latía durante horas con tal intensidad que no podía oír el tictac del reloj de la muerte de Carolyn.
Recorrió gran parte de Derry aquel caluroso mes de julio, un anciano de hombros estrechos, cabello blanco ralo y manos grandes que aún parecían capaces de trabajar duro. Caminó de Witcham Street al erial de los Barrens, de Kansas Street a Neibolt Street, de Main Street al puente Kissing, pero con mayor frecuencia, sus pies lo llevaban hacia el oeste, a lo largo de Harris Avenue, donde la aún hermosa y amadísima Carolyn Roberts estaba pasando el último año de su vida en una bruma de cefaleas y morfina, hacia la extensión de Harris Avenue y el aeropuerto comarcal de Derry. Caminaba por la extensión de Harris Avenue, una carretera desprovista de árboles y expuesta por completo al despiadado sol, hasta que sus piernas amenazaban con ceder, y entonces daba la vuelta.
Con frecuencia se detenía a recuperar el aliento en un sombreado merendero situado cerca de la entrada de servicio del aeropuerto. Por las noches, aquel lugar estaba lleno de adolescentes bebiendo y dándose el lote al son de la música de rap que salía de los radiocasetes, pero de día era el dominio más o menos exclusivo de un grupo que el amigo de Ralph, Bill McGovern, llamaba los Viejos Carcamales de Harris Avenue. Los Viejos Carcamales se reunían para jugar al ajedrez, al remigio o simplemente para charlar. Ralph conocía a muchos de ellos desde hacía años (de hecho, había ido a la escuela primaria con Stan Eberly), y se sentía a gusto con ellos…, siempre y cuando no se pusieran demasiado pesados. Casi ninguno de ellos lo hacía. La mayoría eran norteños de la vieja escuela, educados para creer que aquello de lo que un hombre decide no hablar es asunto suyo y sólo suyo.
Fue durante uno de aquellos paseos cuando se dio cuenta por primera vez de que algo le había pasado a Ed Deepneau, uno de sus vecinos.
Aquel día, Ralph había recorrido un trecho de la extensión de Harris Avenue mucho más largo que de costumbre, tal vez porque unos nubarrones cubrían el sol y había empezado a soplar una brisa fresca, aunque esporádica. Ralph se hallaba sumido en una suerte de trance, sin pensar en nada, sin mirar nada salvo las polvorientas punteras de sus deportivos Converse, cuando el vuelo de United Airlines de las 4.45 pasó sobre su cabeza, despertándolo de golpe con el estridente aullido de sus motores a reacción.
Ralph lo observó volar sobre las viejas vías del ferrocarril y la valla anticiclones que delimitaba los terrenos del aeropuerto, lo miró encararse hacia la pista y vio las nubecillas de humo azul que despidió cuando las ruedas tocaron tierra. Entonces miró el reloj, advirtió que se estaba haciendo muy tarde y, con los ojos muy abiertos, contempló el tejado anaranjado del restaurante de carretera Howard Johnson’s, situado a poca distancia. Sí, señor, había estado en trance; había recorrido más de ocho kilómetros y perdido por completo la noción del tiempo.
El tiempo de Carolyn, masculló una voz en las profundidades de su cabeza.
Sí, sí; el tiempo de Carolyn. Ella estaría en el piso, contando los minutos que faltaban hasta que pudiese tomarse otra Darvon Complex, y ahí estaba él, en el extremo más alejado del aeropuerto…, a medio camino de Newport, de hecho.
Ralph volvió la vista al cielo y por primera vez advirtió los nubarrones morados que se acumulaban sobre el aeropuerto. Aquellas nubes no significaban que fuera a llover, no con seguridad, aún no, pero si acababa por llover, lo más probable es que se viera sorprendido por la tormenta; no había ningún lugar donde cobijarse entre el aeropuerto y el pequeño merendero situado junto a la pista 3, e incluso allí no había más que una pequeña y destartalada glorieta que siempre despedía un vago olor a cerveza.
Echó otro vistazo al tejado anaranjado, se metió la mano en el bolsillo derecho y palpó el pequeño fajo de billetes sujetos por la pinza de plata que Carolyn le había regalado cuando cumplió los sesenta y cinco. Nada le impedía ir al restaurante Hojo’s y llamar un taxi…, salvo tal vez el pensamiento de que el taxista lo mirara. Viejo estúpido, dirían quizás los ojos reflejados en el retrovisor. Viejo estúpido, has caminao mucho más de lo que te convenía con el calor que hace. Si hubieras estao nadando, te habría ahogao.
Estás paranoico, Ralph, le dijo aquella vocecilla interior, cuyo aire protector y algo condescendiente le recordó ahora a Bill McGovern.
Bueno, tal vez sí y tal vez no. En cualquier caso, se arriesgaría a quedar empapado y volvería a casa a pie.
¿Y si cae algo más que lluvia? El verano pasado, en agosto, granizó de tal forma que rompió las ventanas de toda la parte oeste de la ciudad.
—Pues que granice —sentenció—. Me importa un bledo.
Ralph empezó a retroceder lentamente hacia la ciudad por la cuneta de la carretera, y sus deportivos de bota levantaban nubecillas de polvo mientras andaba. Oyó el retumbar de los primeros truenos al oeste, donde los nubarrones se estaban acumulando.
Aunque cubierto por ellos, el sol no estaba dispuesto a rendirse sin luchar; flanqueó los nubarrones con bandas de oro brillante y siguió luciendo por entre las grietas que de vez en cuando se abrían en las nubes, como el rayo fragmentado de un proyector gigantesco. Ralph se alegraba de su decisión de regresar a pie, pese al dolor que le atenazaba las piernas y las punzadas que percibía en la parte baja de la espalda.
Al menos, una cosa es segura —pensó—. Esta noche dormiré. Dormiré como un tronco, sí señor.
El flanco del aeropuerto, una gran extensión de hierba muerta de color marrón, con los oxidados raíles del ferrocarril hundidos en ella como los restos de un naufragio, quedaba ahora a su izquierda. A lo lejos, más allá de la valla anticiclones, se veía el 747 de la United, del tamaño ahora de un avión de juguete, dirigiéndose hacia la pequeña terminal que compartían United y Delta.
Ralph se fijó en que otro vehículo, un coche en este caso, abandonaba la terminal general, situada en el extremo más cercano del aeropuerto. Avanzaba por el alquitranado hacia la pequeña entrada de servicio que daba a la extensión de Harris Avenue. En los últimos tiempos, Ralph había visto muchos vehículos ir y venir por aquella entrada; se hallaba tan sólo a unos setenta metros del merendero en el que se reunían los Viejos Carcamales de Harris Avenue. Cuando el coche se acercó a la verja, Ralph lo identificó como el oxidado Datsun de Ed y Helen Deepneau… e iba a toda velocidad.
Ralph se detuvo en la cuneta, sin darse cuenta de que había cerrado los puños en un ademán de angustia mientras el pequeño coche marrón se acercaba a la verja cerrada. Hacía falta una tarjeta magnética para abrir la verja desde el exterior; en el interior, una célula fotoeléctrica se encargaba de la tarea, pero estaba situada cerca de la verja, muy cerca, y a la velocidad que iba el Datsun…
En el último momento (o al menos eso le pareció a Ralph), el pequeño coche marrón frenó hasta detenerse, mientras los neumáticos levantaban nubes de polvo azul que recordaron a Ralph el 747 al aterrizar, y la verja empezó a arrastrarse lentamente sobre la guía. Ralph relajó las manos.
De la ventanilla del conductor surgió un brazo que empezó a agitarse de arriba abajo, como si instara a la verja a darse prisa. Había algo tan absurdo en aquel gesto que Ralph empezó a sonreír. No obstante, la sonrisa murió en sus labios antes de tener la oportunidad de mostrar ni un solo diente. El viento seguía refrescando desde el oeste, donde se veían los nubarrones, y transportaba a su paso los gritos del conductor del Datsun:
—¡Maldito hijo de puta! ¡Cabronazo! ¡Lárgate, imbécil de mierda! ¡Retrasado! ¡Fuera, cretino! ¡Quítate de en medio, orangután!
—No puede ser Ed Deepneau —murmuró Ralph para sus adentros al tiempo que se ponía de nuevo en marcha sin darse cuenta—. No puede ser.
Ed trabajaba como químico en el instituto de investigación Laboratorios Hawking, en Fresh Harbor, y era uno de los jóvenes más amables y civilizados que Ralph había conocido en su vida. Tanto él como Carolyn querían también mucho a la esposa de Ed, Helen, y a su hijita, Natalie. Una visita de Natalie era una de las pocas cosas capaces de hacer olvidar a Carolyn sus cuitas, y Helen, que se percataba de ello, la llevaba a su casa con frecuencia. Ed jamás se quejaba. Ralph sabía que a algunos hombres no les habría hecho ni pizca de gracia que la parienta corriera a visitar a los carcamales de sus vecinos cada vez que el bebé hacía algo nuevo y encantador, máxime teniendo en cuenta que la abuelita en cuestión estaba visiblemente enferma. A Ralph le parecía que Ed sería incapaz de mandar a alguien a la porra sin pasarse después toda la noche sin pegar ojo, pero…
—Pero ¿será bobo este tío? ¡Muévete, maricón! ¡Venga! ¿Es que aparte de tonto eres sordo? ¡Idiota!
Pero, desde luego, parecía Ed. Incluso a doscientos o trescientos metros de distancia, parecía la voz de Ed.
El conductor del Datsun pisó el acelerador en punto muerto como un crío en un coche haciendo el fantasma en espera de que el semáforo se ponga verde. En cuanto la verja se abrió lo suficiente como para dejar pasar el Datsun, el coche se abalanzó hacia delante, cruzó la verja con el motor rugiendo y en ese momento, Ralph pudo ver bien al conductor. Estaba lo bastante cerca como para que no le cupiera ninguna duda. Era Ed, sí señor.
El Datsun avanzó dando tumbos por el breve trecho sin asfaltar que mediaba entre la verja y la extensión de Harris Avenue. De repente se oyó el sonido de un claxon, y Ralph vio un Ford Ranger azul, que se dirigía hacia el oeste, desviarse con brusquedad para esquivar el Datsun. El conductor del Ranger no reconoció el peligro a tiempo, y al parecer, Ed no lo reconoció en ningún momento (Ralph no llegó a considerar que Ed podía haber chocado adrede con el Ranger hasta mucho más tarde). Se oyó un breve chirrido de neumáticos seguido del golpe hueco provocado por el parachoques del Datsun al colisionar con el flanco del Ranger. Éste fue desplazado hasta el centro de la calzada. El capó del Datsun se arrugó, se soltó de las bisagras y se levantó un poco; fragmentos de vidrio de los faros se esparcieron por la carretera. Al cabo de un momento, ambos vehículos quedaron inmóviles en el centro de la calzada, entrelazados como una extraña escultura.
Ralph permaneció donde estaba durante unos instantes, observando el aceite desparramarse bajo el morro del Datsun. Había presenciado algunos accidentes de tráfico durante sus casi setenta años de vida, la mayor parte de ellos de poca importancia, uno o dos graves, y siempre quedaba asombrado al comprobar lo deprisa que sucedían y lo poco espectaculares que resultaban. No era como en las películas, donde podían rodarse los detalles a cámara lenta, ni como en los vídeos, donde si te apetecía, podías mirar una y otra vez cómo se precipitaba el coche por el acantilado. Por lo general, sólo se producía una serie de imágenes borrosas convergentes, seguidas de esa rápida y monótona combinación de sonidos; el chirrido de los neumáticos, el golpe hueco del metal al arrugarse, el tintineo de los vidrios rotos. Y entonces, voilá… tout fini.
Incluso existía una especie de protocolo para aquellas cosas: Cómo Hay que Comportarse en Caso de Verse Envuelto en una Colisión a Poca Velocidad, se dijo Ralph. Probablemente, en Derry se producían alrededor de una docena de choques menores cada día, y tal vez el doble durante el invierno, cuando las calles estaban cubiertas de nieve y se tornaban resbaladizas. Sales del coche, te reúnes con el contrario en el lugar en que los dos vehículos han colisionado (y donde, con frecuencia, todavía están pegados), miras, meneas la cabeza. A veces, a menudo, en realidad, la fase del encuentro está aderezada con palabras enojadas; echarse la culpa mutuamente (a menudo de un modo precipitado), poner en tela de juicio las habilidades de conducción del otro, amenazar con acciones legales. Ralph suponía que lo que los conductores pretendían decir realmente, aunque sin expresarlo en voz alta era: «¡Oye, imbécil, me has pegado un susto de cojones!».
El último paso de tan desgraciado baile era El Intercambio de Documentos Sagrados del Seguro, y era en aquel momento que los conductores solían empezar a controlar sus desbocadas emociones…, siempre y cuando nadie hubiera resultado herido, como parecía ser el caso. En ocasiones, los conductores implicados incluso acababan por estrecharse las manos.
Ralph se dispuso a observar todo el proceso desde su privilegiado punto de observación, a menos de ciento cincuenta metros de distancia, pero en cuanto se abrió la portezuela del Datsun, comprendió que las cosas no iban a ir como esperaba…, que tal vez el accidente no había pasado, sino que todavía estaba sucediendo. Desde luego, no daba la impresión de que nadie fuera a estrecharse las manos al término de las festividades.
La portezuela no se abrió, sino que, prácticamente, salió volando. Ed Deepneau se apeó de un salto y permaneció inmóvil junto al coche, con los estrechos hombros erguidos contra el fondo de nubarrones amenazadores. Vestía unos vaqueros desvaídos y camiseta, y Ralph se dio cuenta de que era la primera vez que veía a Ed vestido con una camisa sin botones. Y además, llevaba algo alrededor del cuello, una cosa larga y blanca. ¿Una bufanda? Desde luego, parecía una bufanda, pero ¿a quién se le ocurriría llevar una bufanda en un día tan caluroso como aquél?
Ed permaneció de pie junto a su coche maltrecho durante un instante, con los ojos al parecer fijos en todas direcciones salvo la correcta. Los bruscos movimientos de su estrecha cabeza recordaron a Ralph el modo en que los gallos examinaban la turba de su corral en busca de invasores e intrusos. Algo en aquella similitud inquietó a Ralph. Nunca había visto a Ed con aquel aspecto, y suponía que eso provocaba parte de su inquietud, pero no era la única razón. La verdad era que nunca había visto a nadie que tuviera aquel aspecto.
Un trueno retumbó al oeste, ahora con mayor fuerza. La tormenta se acercaba.
El hombre que se apeó del Ranger abultaba el doble que Ed Deepneau, tal vez el triple. Su enorme barriga redonda pendía sobre la cintura de sus pantalones de lona; bajo los brazos de su camisa blanca de cuello abierto se apreciaban manchas de sudor del tamaño de platos. Se apartó la visera de la gorra de los Jardineros del West Side que llevaba, a fin de ver mejor al hombre que le había dado. Su rostro de barbilla ancha aparecía pálido como el de un muerto a excepción de unas brillantes manchas rojas como el colorete que relucían en sus pómulos, y Ralph pensó: Vaya, candidato número uno para sufrir un ataque al corazón. Si estuviera más cerca, apuesto algo a que podría distinguir los pliegues en los lóbulos de sus orejas.
—¡Eh! —gritó el tipo fornido a Ed con una voz absurdamente aguda teniendo en cuenta su pecho amplio y su enorme abdomen—. ¿Dónde te has sacado el carné? ¿Te lo has comprado en los grandes almacenes o qué, joder?
La cabeza bamboleante de Ed se volvió de inmediato hacia el sonido de la voz del hombre, casi como un avión guiado por el radar, y Ralph pudo ver por primera vez los ojos de su vecino. Una luz de alarma se encendió en su cabeza, y de repente empezó a correr hacia el lugar del accidente. Entretanto, Ed había empezado a avanzar hacia el tipo de la camisa empapada y la gorra de béisbol. Caminaba con las piernas rígidas y los hombros erguidos, de un modo muy distinto a sus despreocupados andares habituales.
—¡Ed! —gritó Ralph.
Pero la brisa fresca, fría ya por la promesa de lluvia, pareció arrebatarle las palabras antes siquiera de que brotaran de sus labios. En cualquier caso, Ed no se volvió. Ralph se obligó a apretar el paso, olvidados ya el dolor de las piernas y el palpitar de la espalda. En los ojos muy abiertos y fijos de Ed Deepneau había visto el asesinato. No tenía absolutamente ningún tipo de experiencia previa que pudiera avalar aquella certeza, pero no creía que nadie pudiera malinterpretar aquella mirada fiera y desnuda; era la mirada que los gallos de pelea deben adoptar cuando se abalanzan sobre sus adversarios con los espolones en alto, fulminantes.
—¡Ed! ¡Eh, Ed, espera! ¡Soy Ralph!
Ed ni tan siquiera se volvió a mirar por encima del hombro, aunque Ralph estaba ya tan cerca que su vecino debería haberlo oído, con viento o sin él. No obstante, el hombre corpulento sí se volvió, y en su mirada Ralph vio temor e incertidumbre. A continuación, el gordo se volvió de nuevo hacia Ed con las manos alzadas en ademán tranquilizador.
—Mire —empezó—. Podemos hablar…
Pero no pudo seguir. Ed avanzó otro paso rápido, alzó una de sus delgadas manos, que se recortaba muy pálida sobre el oscurecido cielo, y abofeteó al gordo en la nada despreciable barbilla. El sonido recordó el disparo de una escopeta de aire comprimido.
—¿A cuántos has matado? —preguntó Ed.
El gordo se aplastó contra el flanco de su Ranger con la boca abierta y los ojos como platos. Ed siguió avanzando con aquel extraño paso rígido, sin vacilar en ningún instante. Se colocó frente al otro hombre, barriga a barriga, sin tener en cuenta, al parecer, que el conductor de la furgoneta le llevaba unos diez centímetros y cincuenta kilos. Ed volvió a alzar la mano y le propinó otro bofetón.
—¡Vamos! ¡Suéltalo, valiente! ¿A cuántos has matado?
Su voz se había alzado hasta convertirse en un chillido que se perdió en el primer trueno de verdad contundente de la tormenta.
El gordo empujó a Ed en un ademán de temor, no de agresividad, y Ed se tambaleó hasta el morro arrugado del Datsun. Rebotó de inmediato con los puños cerrados, sin duda preparándose para abalanzarse sobre el gordo, que se encogía contra el flanco de la furgoneta con la gorra ladeada y la camisa arrugada en la espalda y a los lados. Un recuerdo cruzó la mente de Ralph (un corto de los cómicos Three Stooges, Larry, Curly y Moe representando el papel de pintores de pacotilla), y de repente sintió un ramalazo de compasión por el gordo, que ofrecía un aspecto absurdo al tiempo que asustado.
Ed Deepneau no ofrecía un aspecto absurdo. Con los labios apartados de los dientes y los ojos fijos, Ed parecía más que nunca un gallo de pelea.
—Sé muy bien lo que has estado haciendo —susurró al gordo—. ¿Qué clase de comedia te creías que era esto? ¿Creías que tú y tus compinches podríais saliros con la vuestra siem…?
En aquel momento, Ralph entró en escena resoplando y jadeando como un viejo caballo de tiro. Rodeó los hombros de Ed. El calor que traspasaba la camiseta resultaba inquietante; era como rodear con el brazo un alto horno, y cuando Ed se volvió para mirarlo, Ralph tuvo la momentánea pero inolvidable impresión de que eso era precisamente lo que estaba contemplando. Jamás había visto una furia tan irracional y absoluta en unos ojos humanos; jamás habría imaginado que pudiera existir semejante furia.
Ralph sintió el impulso de apartarse, pero lo reprimió y se mantuvo firme. Tenía la sensación de que si retrocedía, Ed se abalanzaría sobre él como un chucho rabioso para arañarlo y morderlo. Se trataba de una idea absurda, por supuesto; Ed era químico, Ed era miembro del Club del Libro del Mes, era de los que se llevaban la historia de la Guerra de Crimea, que pesaba unos diez kilos y que el club siempre parecía ofrecer como alternativa a la selección principal, Ed era el marido de Helen y el padre de Natalie. Maldita sea, Ed era un amigo.
… claro que éste no era aquel Ed, y Ralph lo sabía.
En lugar de apartarse, Ralph se inclinó hacia delante, se aferró a los hombros de Ed, tan calientes bajo la tela de la camiseta, tan increíble y palpitantemente calientes, y avanzó el rostro hasta colocarlo entre el gordo y la mirada siniestra y fija de Ed.
—¡Basta, Ed! —ordenó en el tono fuerte pero firme que suponía debía emplearse con las personas que sufrían un ataque de histeria—. ¡No pasa nada! ¡Basta!
Durante un instante, la expresión de Ed no se inmutó, pero de repente paseó la mirada por el rostro de Ralph. No era mucho, pero aun así, Ralph sintió una punzada de alivio.
—Pero ¿qué le pasa? —inquirió el gordo desde detrás de Ralph—. ¿Cree que está loco?
—No le pasa nada, de eso estoy seguro —repuso Ralph, aunque no estaba seguro en absoluto.
Hablaba con la boca entrecerrada, como un actor de una película mala de prisiones, y en ningún momento perdió de vista a Ed. No se atrevía a perder de vista a Ed, ya que aquel contacto visual se le antojaba el único control que tenía sobre el hombre, y no es que fuera un contacto demasiado sólido.
—Sólo está alterado por el accidente. Necesita unos segundos para tran…
—¡Pregúntale qué lleva debajo de esa lona! —lo interrumpió Ed de repente, al tiempo que señalaba por encima del hombro de Ralph.
Otro trueno retumbó en el cielo como si formara parte del guión. Lo siguió un relámpago, y durante un instante, las cicatrices del acné adolescente de Ed se pusieron de relieve, como un extraño mapa orgánico del tesoro.
—¡Ei, ei, Susan Day! —canturreó con una voz aguda e infantil que puso a Ralph la piel de gallina—. ¿A cuántos niños has matado hoy?
—No está alterado —rechazó el gordo—. Está loco. Y cuando lleguen los polis, me ocuparé de que lo encierren.
Ralph volvió la mirada y vio una lona azul en el suelo de la caja de la furgoneta. Estaba asegurada con brillantes correas amarillas. Bajo ella se advertían unas abultadas formas redondas.
—Ralph —dijo una voz tímida.
Ralph se volvió hacia la izquierda y vio a Dorrance Marstellar, que a sus noventa y pico años era, sin duda, el más viejo de los Viejos Carcamales de Harris Avenue, de pie al otro lado de la furgoneta del gordo. En la mano cerosa y manchada sostenía un libro de bolsillo que doblaba una y otra vez con gesto ansioso, maltratando el lomo. Ralph supuso que se trataba de un libro de poesía, que era lo único que había visto leer a Dorrance. O tal vez ni siquiera leía; quizás sólo era que le gustaba sostener los libros y contemplar las palabras bellamente apiladas.
—Ralph, ¿qué pasa? ¿Qué está pasando aquí?
Otro relámpago brilló en el cielo, un gruñido eléctrico de color blanco violáceo. Dorrance alzó la mirada como si no supiera a ciencia cierta dónde se encontraba, quién era o qué estaba viendo. Ralph gruñó para sus adentros.
—Dorrance… —empezó.
De repente, Ed se agitó bajo sus manos, como un animal salvaje que sólo ha permanecido quieto para hacer acopio de fuerzas. Ralph se tambaleó y volvió a empujar a Ed contra el arrugado morro del Datsun. Le acometió una oleada de pánico; no sabía bien qué hacer ni cómo hacerlo. Estaban pasando demasiadas cosas a la vez. Sentía los músculos de los brazos de Ed zumbar con fiereza bajo las palmas de sus manos; era casi como si el hombre se hubiera tragado el relámpago que acababa de desencadenarse en el cielo.
—Ralph —insistió Dorrance en el mismo tono sereno, aunque preocupado—. Yo de ti no lo tocaría más. No te veo las manos.
Perfecto. Otro chalado para acabarlo de rematar. Justo lo que le faltaba.
Ralph se miró las manos antes de volver la mirada hacia el viejo.
—¿De qué estás hablando, Dorrance?
—Tus manos —repitió Dorrance con toda paciencia—. No te veo.
—Mira, Dor, éste no es el lugar más indicado para ti, así que, ¿por qué no te pierdes?
La expresión del viejo se iluminó un tanto al oír aquello.
—¡Sí! —exclamó en el tono de alguien que acaba de dar con una gran verdad—. ¡Eso es exactamente lo que tengo que hacer!
Empezó a retroceder, y cuando sonó el siguiente trueno, se encogió y se resguardó la cabeza con el libro. Ralph distinguió las brillantes letras rojas del título: Selección de obras de Buckdancer.
—Y tú deberías hacer lo mismo, Ralph. No te conviene meterte en asuntos ajenos. Seguro que acabas perjudicado.
—¿De qué estás…?
Pero antes de que Ralph pudiera acabar la pregunta, Dorrance giró sobre sus talones y se alejó en dirección al merendero con el mechón de cabello blanco, fino como el de un recién nacido, ondeando en la brisa de la inminente tormenta.
Un problema resuelto, pero el alivio de Ralph no duró mucho. Ed se había distraído unos instantes a causa de la presencia de Dorrance, pero ahora volvía a fulminar al gordo con la mirada.
—¡Anda y que te folle un pez, soplapollas! —escupió—. ¡Vete a joder a tu madre!
—¿Qué? —exclamó el gordo frunciendo el descomunal ceño.
Los ojos de Ed se posaron de nuevo sobre Ralph, a quien ya parecía reconocer.
—¡Pregúntale qué lleva debajo de esa lona! —gritó—. ¡O mejor aún, haz que este hijo de puta asesino te lo enseñe!
Ralph miró al gordo.
—¿Qué lleva debajo de la lona? —inquirió.
—¿Y a usted qué le importa? —replicó el gordo, quizás en un intento de sonar amenazador.
Volvió a fijar la vista en los ojos de Ed antes de retroceder dos pasos más arrastrando los pies.
—No me importa en absoluto, y a él tampoco —repuso Ralph mientras señalaba a Ed con la barbilla—. Pero ayúdeme a calmarlo, ¿vale?
—¿Lo conoce?
—¡Asesino! —repitió Ed.
Volvió a agitarse, esta vez con fuerza suficiente como para obligar a Ralph a retroceder un paso. Sin embargo, algo estaba ocurriendo, ¿verdad? Ralph creía que la mirada aterradora y vacua empezaba a disiparse de los ojos de Ed. Creyó reconocer a alguien más parecido a Ed de lo que había visto hasta entonces…, o tal vez sólo se debía a que era eso lo que quería ver.
—¡Asesino, asesino de bebés!
—Madre mía, está como un cencerro —suspiró el gordo.
No obstante, se dirigió a la parte trasera de la furgoneta abierta, desató una de las correas y apartó una esquina de la lona. Bajo ella se veían cuatro barriles de conglomerado, cada uno de los cuales mostraba la inscripción WEED-GO.
—Fertilizante orgánico —anunció el gordo mirando alternativamente a Ed y a Ralph al tiempo que se llevaba la mano a la visera de su gorra de los Jardineros del West Side—. Me he pasado el día trabajando en un grupo de parterres nuevos en los jardines del psiquiátrico de Derry…, donde a usted no le iría nada mal pasar unas cortas vacaciones, amigo.
—¿Fertilizante? —repitió Ed.
Parecía estar hablando consigo mismo. Se llevó la mano a la sien izquierda y empezó a frotársela.
—¿Fertilizante?
Parecía un hombre preguntando acerca de un desarrollo científico sencillo aunque asombroso.
—Fertilizante —asintió enfurecido el gordo volviendo la mirada hacia Ralph—. Este tipo está mal de la chaveta, ¿sabe?
—Está confuso, nada más —repuso Ralph incómodo.
Se inclinó sobre el borde de la furgoneta y dio un golpecito en la tapa de uno de los barriles.
—Bidones de fertilizante —confirmó al tiempo que se volvía hacia Ed—. ¿De acuerdo?
No obtuvo respuesta. Ed alzó la otra mano y procedió a masajearse la sien. Parecía un hombre atacado por una terrible migraña.
—¿De acuerdo? —repitió Ralph con suavidad.
Ed cerró los ojos durante un instante, y cuando los abrió de nuevo, Ralph observó en ellos un brillo que creyó identificar como lágrimas. Ed sacó la lengua y se la pasó con delicadeza por las comisuras de los labios. Cogió un extremo de su bufanda de seda y se enjugó la frente, y en aquel momento, Ralph vio algunas figuras chinas bordadas en rojo sobre la tela, junto a los flecos.
—Supongo que… —empezó.
De repente se interrumpió, y sus ojos volvieron a adoptar aquella mirada que a Ralph no le gustaba ni pizca.
—¡Bebés! —exclamó con voz áspera—. ¿Me oyes? ¡Bebés!
Ralph lo empujó contra el coche por tercera o cuarta vez… Había perdido la cuenta.
—¿De qué estás hablando, Ed? —De repente, se le ocurrió una idea—. ¿Es Natalie? ¿Estás preocupado por Natalie?
Una pequeña sonrisa taimada se dibujó en los labios de Ed. Miró al gordo por encima del hombro de Ralph.
—Fertilizante, ¿eh? Bueno, pues si sólo es eso, no le importará abrir uno de los bidones, ¿verdad?
El gordo lanzó una mirada inquieta a Ralph.
—Este tipo necesita un médico —insistió.
—Quizás sí. Pero creía que se estaba calmando… ¿Le importaría abrir uno de los bidones? Quizás eso le haga sentirse mejor.
—Sí, claro, qué más da. Preso por mil, preso por mil quinientos.
Otro relámpago brilló en el cielo, retumbó otro trueno, que pareció rodar por todo el cielo, y una fría ráfaga de lluvia azotó la nuca sudada de Ralph. Miró a su izquierda y vio a Dorrance Marstellar junto a la entrada del merendero, libro en ristre, observando la escena con expresión ansiosa.
—Parece que va a caer una buena —comentó el gordo—, y no puedo dejar que se moje el fertilizante. El agua desencadena una reacción química, así que dense prisa.
Introdujo la mano entre uno de los bidones y la pared lateral de la furgoneta, y al cabo de un momento extrajo una palanca.
—Debo de estar tan loco como él —dijo a Ralph—. Quiero decir que yo iba tan tranquilo hacia mi casa, sin meterme con nadie. Él ha sido el que ha chocado contra mi coche.
—Vamos, siga —repuso Ralph—. Sólo será un momento.
—Sí —replicó el gordo en tono desabrido al tiempo que se volvía y colocaba el extremo plano de la palanca bajo la tapa del bidón más cercano—, pero el recuerdo se me quedará grabado en la memoria.
Otro trueno sacudió la tarde, por lo que el gordo no oyó las siguientes palabras de Ed Deepneau. Pero Ralph sí las oyó, y lo cierto es que le encogieron el alma.
—Esos bidones están llenos de bebés muertos —aseguró Ed—. Ya lo verás.
El gordo levantó la tapa del bidón, y la voz de Ed había sonado tan convencida que Ralph casi esperaba ver un amasijo de brazos y piernas, montones de pequeñas cabezas pelonas. Pero lo que vio fue una mezcla de finos cristales azules y una sustancia marrón. El olor que emanaba era denso y turboso, con una vaga nota química.
—¿Lo ve? ¿Satisfecho? —preguntó el gordo directamente a Ed—. Bueno, ya ve que no soy Ray Joubert ni ese tipo, Dahmer, al fin y al cabo. ¿Qué le parece, eh?
Ed había adoptado de nuevo una expresión confusa, y cuando el trueno volvió a sacudir el cielo, se encogió un poco. A continuación se inclinó hacia delante, alargó una mano hacia el bidón y miró al gordo con expresión interrogante.
El gordo asintió con un gesto casi compasivo, se dijo Ralph.
—Claro, hombre, tóquelo, no me importa. Pero si empieza a llover se va a poner usted a bailar como John Travolta, porque eso quema.
Ed metió la mano en el bidón, cogió un puñado de mezcla y lo dejó escurrirse por entre los dedos. Lanzó a Ralph una mirada perpleja (en la que también se apreciaba un elemento de vergüenza, pensó Ralph), y a continuación metió la mano en el bidón hasta el codo.
—¡Eh! —gritó el gordo con asombro—. ¡Que no son palomitas!
Por un instante, aquella sonrisa taimada reapareció en el rostro de Ed, una expresión que decía «A mí no me la pegas», pero desapareció en seguida para dar paso de nuevo a una mirada confusa, pues en el fondo del bidón no había sino más fertilizante. Otro cañonazo de trueno estalló sobre el aeropuerto. El relámpago que siguió confirió por un instante a los rostros de Ed y el gordo el aspecto de fotografías sobreexpuestas.
—Lávese la mano antes de que empiece a llover, se lo advierto —prosiguió el gordo.
Introdujo el brazo por la ventanilla abierta del lado del pasajero y extrajo una bolsa de McDonald’s. Rebuscó en su interior durante un momento, sacó un par de servilletas y se las dio a Ed, quien empezó a limpiarse el polvo de fertilizante del antebrazo como si estuviera en trance. Mientras se limpiaba, el gordo tapó de nuevo el barril, fijando la tapa con el puño descomunal y sembrado de pecas mientras lanzaba rápidas miradas al cielo cada vez más oscuro. Cuando Ed le rozó el hombro de la camisa blanca, el gordo se puso rígido antes de apartarse y mirar a Ed con expresión cautelosa.
—Creo que le debo una disculpa —dijo Ed.
A Ralph le pareció que su voz sonaba completamente clara y cuerda por primera vez aquella tarde.
—Y que lo jure —repuso el gordo, aunque su voz sonaba aliviada.
Volvió a extender la lona plastificada sobre los barriles y la aseguró con una serie de gestos rápidos y eficaces. Mientras lo observaba, a Ralph se le ocurrió de repente que el tiempo era un taimado ladrón. Antaño, él habría atado aquellas cuerdas con la misma destreza despreocupada. Ahora todavía podría atarlas, pero le llevarla al menos dos minutos y tal vez tres de sus mejores juramentos.
El gordo dio unas palmaditas en la lona y se volvió de nuevo hacia ellos mientras cruzaba los brazos sobre el considerable pecho.
—¿Ha visto el accidente? —preguntó a Ralph.
—No —repuso Ralph sin vacilar.
No tenía ni idea de por qué estaba mintiendo, pero la decisión había sido instantánea.
—Estaba mirando cómo aterrizaba el avión. El de la United.
Para su completa sorpresa, las manchas rojizas de las mejillas del gordo empezaron a extenderse. Tú también lo estabas mirando —se dijo Ralph de repente—. Y no sólo mientras aterrizaba, porque no te estarías ruborizando tanto… También mientras aparcaba.
Aquella idea fue seguida de una revelación absoluta: el gordo creía que el accidente había sido culpa suya, o que el policía o los policías que acudieran lo interpretarían así. Había estado observando el avión y no había visto a Ed cruzar la verja como un loco y salir a la carretera como un loco.
—Mire, lo siento mucho —estaba diciendo Ed con toda seriedad.
En realidad, no daba la impresión de sentirlo, sino de estar absolutamente consternado. De repente, Ralph se sorprendió preguntándose hasta qué punto confiaba en aquella expresión, y si de verdad tenía la más ligera idea de
(Ei, ei, Susan Day)
lo que acababa de suceder allí… ¿y quién narices era Susan Day, por cierto?
—Me he golpeado la cabeza contra el volante —explicaba Ed en aquel instante, y creo que…, bueno, ya sabe, que me he llevado un buen susto.
—Sí, bueno, ya me lo imagino —repuso el gordo.
Se rascó la cabeza, volvió la mirada hacia el cielo oscuro y revuelto y a continuación se dirigió de nuevo a Ed.
—Quiero hacer un trato con usted, amigo.
—Ah… ¿Y qué clase de trato?
—Mire, nos damos los nombres y los números de teléfono en lugar de pasar por todo ese rollazo del seguro. Y después yo a lo mío y usted a lo suyo.
Ed lanzó una mirada insegura a Ralph, quien se encogió de hombros, y se volvió de nuevo hacia el hombre tocado con la gorra de los Jardineros del West Side.
—Si llamamos a la poli —prosiguió el gordo— me meto en un buen lío. Lo primero que van a averiguar cuando consulten mi matrícula es que el invierno pasado me pusieron una multa por conducir borracho y estoy conduciendo con un carné provisional. Lo más probable es que me causen problemas aunque yo estuviera en la vía principal y tuviera preferencia. ¿Me entiende?
—Sí —asintió Ed—. Supongo que sí, pero el accidente fue culpa mía. Iba demasiado deprisa…
—Quizás el accidente en sí no sea tan importante —lo interrumpió el gordo.
Se volvió con expresión desconfiada para observar una furgoneta que estaba a punto de detenerse en la cuneta. Miró de nuevo a Ed y siguió hablando con cierta urgencia.
—Ha perdido un poco de aceite, pero ahora ya no gotea. Apuesto algo a que puede conducir hasta casa…, si es que vive en la ciudad. ¿Vive en la ciudad?
—Sí —repuso Ed.
—Y yo cubro la reparación, hasta cincuenta pavos o algo así.
Otra revelación cruzó la mente de Ralph; era lo único que se le ocurría para explicar el súbito cambio de humor de aquel tipo de la truculencia a algo muy parecido al halago. ¿Una multa por conducir borracho el invierno pasado? Sí, seguramente. Pero Ralph jamás había oído hablar de nada parecido a un carné provisional, y creía que lo más probable es que fuera una soberana tontería. El viejo señor Jardineros del West Side había estado conduciendo sin carné. ¡Qué situación tan complicada! Ed había dicho la verdad. El accidente había sido, al fin y al cabo, culpa suya y de nadie más.
—Si nos marchamos y dejamos las cosas como están —decía el gordo en aquel momento—, yo no tendré que explicar lo de mi multa y usted no tendrá que explicar por qué salió del coche y empezó a pegarme y gritar que llevaba la furgoneta cargada de bebés muertos.
—¿De verdad he dicho eso? —preguntó Ed en tono de extrañeza.
—Sabe muy bien que sí —replicó el gordo con el ceño fruncido.
—¿Todo bien porr ahí, amigós? —preguntó una voz de tenue acento canadiense francés—. ¿Algún herridó?… ¡Ehhh, Rralph! ¿Errés tú?
La furgoneta que acababa de detenerse llevaba las palabras TINTORERÍA DERRY escritas en el flanco, y Ralph reconoció al conductor como uno de los hermanos Vachon de Old Cape. Probablemente Trigger, el menor.
—Sí, soy yo —repuso Ralph.
Sin saber ni preguntarse qué hacía, pues por entonces ya estaba actuando guiado tan sólo por el instinto, se acercó a Trigger, le rodeó los hombros con el brazo (al parecer, era el día de rodear hombros) y lo apartó en dirección a la furgoneta de la tintorería.
—¿Están bien los chicos?
—Sí, sí, perfectamente —aseguró Ralph.
Miró por encima del hombro y vio a Ed y el gordo con las cabezas muy juntas delante de la caja de la furgoneta. Cayó otra fría ráfaga de lluvia, que tamborileó sobre la lona azul como dedos impacientes.
—Un pequeño accidente, nada más. Ya lo están arreglando.
—Perrfectó, perrfectó —exclamó Trigger Vachon en tono complacido—. ¿Y cómo está la prresiosidad de tu mujerr, Rralph?
Ralph dio un respingo como un hombre que se da cuenta a la hora de la comida que ha olvidado apagar el horno antes de irse a trabajar.
—¡Dios mío! —exclamó.
Miró el reloj con la esperanza de que fueran las cinco y veinticinco, y media como máximo. Pero en realidad eran las seis menos diez. Hacía veinte minutos que debería haber llevado a Carolyn un plato de sopa y medio bocadillo. Estaría preocupada. De hecho, con los relámpagos y los truenos barriendo el piso vacío, incluso era posible que estuviera asustada. Y si caía un chaparrón, no podría cerrar las ventanas. Apenas le quedaba fuerza en las manos.
—Ralph —dijo Trigger—. ¿Qué pasa?
—Nada —repuso él—. Sólo que me he puesto a caminar y he perdido la noción del tiempo. Y luego el accidente y… ¿Podrías llevarme a casa, Trig? Te pagaré el viaje.
—No tienés que pagar nadá —rechazó Trigger—. Me viene de caminó. Sube, Rralph. ¿Crees que todo irrá bien con esos dos? ¿No irrán a pegarrse o algo así?
—No —lo tranquilizó Ralph—. No lo creo. Espera un segundo.
—Claro.
—¿Va todo bien? ¿Podrás arreglártelas? —dijo Ralph acercándose a Ed.
—Sí —asintió Ed—. Vamos a arreglarlo por nuestra cuenta. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, no son más que unos vidrios rotos.
Daba la impresión de haber vuelto en sí del todo, y el gordo de la camisa blanca lo estaba mirando con algo muy parecido al respeto. Ralph todavía estaba perplejo e inquieto por lo que había sucedido, pero decidió no darle más vueltas al asunto. Ed Deepneau le caía muy bien, pero Ed no era asunto suyo aquel mes de julio; Carolyn sí. Carolyn y aquella cosa que había empezado a funcionar en las paredes de su dormitorio (y dentro de Carolyn) por las noches.
—Perfecto —dijo a Ed—. Me voy a casa. Yo me encargo de hacerle la comida a Carolyn ahora, y se me ha hecho muy tarde.
Se dispuso a marcharse. El gordo lo detuvo con la mano extendida.
—John Tandy —se presentó.
—Ralph Roberts —repuso Ralph estrechándole la mano—. Encantado.
—Dadas las circunstancias, lo dudo —comentó Tandy con una sonrisa—, pero me alegro mucho de que apareciera en el momento justo. Por un momento he pensado que íbamos a llegar a las manos.
Y yo, pensó Ralph, si bien no lo dijo en voz alta. Con expresión preocupada echó otro vistazo a Ed, a la desacostumbrada camiseta blanca que se adhería a su escuálido torso y la bufanda blanca con las figuras chinas bordadas en rojo. No le acabó de gustar la expresión que vio en los ojos de su vecino cuando sus miradas se encontraron. Tal vez Ed no se había recuperado del todo al fin y al cabo.
—¿Seguro que estás bien? —insistió.
Quería marcharse, quería estar con Carolyn, pero aun así, le costaba decidirse. La sensación de que aquella situación no estaba bien en absoluto persistía.
—Sí, sí —repuso Ed a toda prisa.
Le dedicó una amplia sonrisa que no alcanzó sus oscuros ojos azules. Estudió a Ralph con atención, como si se preguntara cuánto había visto… y cuánto
(ei ei Susan Day)
recordaría más tarde.
El interior de la furgoneta de Vachon olía a ropa limpia y recién planchada, un aroma que, por alguna razón, recordaba a Ralph la fragancia del pan recién hecho. No había más asiento que el del conductor, por lo que Ralph permaneció de pie, aferrándose con una mano al tirador de la puerta y con la otra, al borde de una cesta de ropa Dandux.
—Madrre mía, parecía una situación muy rarra —comentó Trigger al tiempo que miraba por el retrovisor.
—Y que lo digas —asintió Ralph.
—Conosco al tipo que conducía el trasto japonés. Deepneau, se llama. Tiene una bonita esposó, a veses trraen ropa a la tintorrería. Parece un tipo simpático, al menos casi siemprre.
—Hoy estaba fuera de sí, eso te lo aseguro —replicó Ralph.
—Le había picado una moscá ¿eh?
—Yo más bien diría que le había picado un enjambre entero.
Trigger lanzó una carcajada al tiempo que golpeaba el gastado plástico negro del enorme volante.
—¡Un enjambre entero! ¡Perrfecto! ¡Perrfecto! ¡Está me la guarrdo! —Trigger se enjugó las lágrimas de risa con un pañuelo del tamaño de un mantel—. Me ha dadó la impresión de que el señor Deepneau ha salidó por la entrrada de servisio.
—Sí, es verdad.
—Ahora se necesita un pasé para utilisar esa entrrada —explicó Trigger—. ¿Cómo crrees que consiguió un pasé el señor Deepneau?
Ralph meditó unos instantes con el ceño fruncido antes de menear la cabeza.
—No lo sé. Ni siquiera se me había ocurrido. Se lo tendré que preguntar la próxima vez que lo vea.
—Haslo —instó Trigger—. Y prregúntale qué tal las moscas.
Aquello le hizo reír de nuevo, lo que a su vez ocasionó nuevos gestos con el pañuelo de opereta.
Cuando llegaron a Harris Avenue estalló la tormenta. No granizaba, pero la lluvia caía en un extravagante torrente veraniego, tan intenso que en el primer momento Trigger se vio obligado a aminorar la velocidad de la furgoneta hasta casi detenerla.
—¡Uauuh! —exclamó en tono respetuoso—. ¡Me recuerda la grran tormenta de 1985, cuando la mitad del centrro de la ciudad se hundió en el maldito canal! ¿Te acuerrdas, Rralph?
—Sí —asintió Ralph—. Esperemos que esta vez no vuelva a pasar lo mismo.
—No —aseguró Trigger sonriendo y mirando a través de los parabrisas, que aleteaban con movimientos extravagantes—. Ahora han arregladó todo el alcantarrillado. ¡Perfecto!
La combinación de la lluvia fría con la elevada temperatura de la furgoneta provocó que se empañara la mitad inferior del parabrisas. Sin pensar en lo que hacía, Ralph alargó un dedo y dibujó una figura en el vapor:
—¿Qué es esó? —inquirió Trigger.
—La verdad es que no lo sé. Parece chino, ¿verdad? Estaba bordado en la bufanda que llevaba Ed.
—Me suena de algó —comentó Trigger echándole otro vistazo.
De repente lanzó un resoplido y agitó la mano.
—Mirra, lo único que sé desir en chinó es moo-goo-gai-gan.
Ralph esbozó una sonrisa, pero se sentía incapaz de reír. Era por Carolyn. Ahora que la había recordado, no podía dejar de pensar en ella…, no podía dejar de pensar en las ventanas abiertas, en las cortinas ondeando como los brazos fantasmales de Edward Gorey mientras la lluvia inundaba la habitación.
—¿Todavía vives en esá casa de dos pisos enfrrente de la Mansana Rroja?
—Sí.
Trigger se detuvo junto a la acera, y las ruedas de la furgoneta levantaron grandes abanicos de agua. Seguía lloviendo a cántaros. Los truenos retumbaban en rápida sucesión, los relámpagos atravesaban el cielo de punta a punta.
—Serrá mejor que te quedés aquí conmigo un rratito —aconsejó Trigger—. Lloverá menos dentrro de un parr de minutos.
—No importa.
Ralph no creía que nada pudiera ser capaz de obligarlo a permanecer en la furgoneta ni un segundo más. Ni siquiera si le pusieran unas esposas. La preocupación se había trocado en persistente intuición.
—Gracias, Trig.
—¡Esperra! Te daré un plasticó para que lo pongas sobre la cabesa como un chubasquerro.
—No, gracias, no importa, de verdad, yo…
No parecía haber forma alguna de terminar lo que intentaba decir, y ahora la intuición ya rayaba en el pánico. Descorrió la puerta de la furgoneta y se apeó de un salto, hundiéndose hasta los tobillos en el agua que bajaba por la cuneta. Saludó a Trigger con un último gesto sin volver la vista atrás, y a continuación recorrió a toda prisa el sendero que conducía a la casa que él y Carolyn compartían con Bill McGovern al tiempo que buscaba la llave en el bolsillo de su pantalón. Al llegar a los escalones del porche se dio cuenta de que no le haría falta la llave… La puerta estaba entornada. Bill, que vivía en la planta baja, se olvidaba con frecuencia de cerrarla, y Ralph prefería pensar que había sido él en lugar de imaginarse que Carolyn había salido en su busca y que la tormenta la había sorprendido. Era una posibilidad que Ralph ni tan siquiera quería considerar.
Entró corriendo en el penumbroso vestíbulo, haciendo una mueca cuando un trueno ensordecedor retumbó en el cielo, y se dirigió al pie de la escalera. Allí se detuvo un instante, con la mano posada sobre la gran bola de madera que remataba la barandilla mientras escuchaba el agua de lluvia chorrear de sus pantalones y su camisa empapados al suelo de madera. Entonces empezó a subir la escalera; quería correr pero se vio incapaz de ir más allá de un paso rápido. El corazón le latía deprisa y con fuerza en el pecho, sus zapatillas empapadas eran húmedas anclas de lona que le atenazaban los pies, y por alguna razón, no podía desterrar la imagen del modo en que Ed había movido la cabeza al apearse del Datsun…, aquellos gestos rígidos y rápidos que le habían conferido el aspecto de un gallo preparándose para la pelea.
El tercer peldaño crujió con violencia, como siempre, y el sonido provocó unos pasos apresurados en el piso superior. Ralph no experimentó alivio alguno porque no se trataba de los pasos de Carolyn, lo supo de inmediato, y cuando Bill McGovern se asomó por la barandilla, con el rostro pálido y preocupado bajo su sempiterno panamá, Ralph no se sorprendió. Durante todo el camino de regreso había sentido que algo iba mal, ¿no? Sí. Pero dadas las circunstancias, eso no podía tildarse de premonición. Estaba descubriendo que cuando las cosas llegan a cierto grado de desgracia, lo único que hacían era seguir empeorando. Suponía que, en un sentido u otro, siempre lo había sabido. Lo que jamás había sospechado era lo largo que podía ser aquel camino de desgracias.
—¡Ralph! —lo llamó Bill—. ¡Gracias a Dios! Carolyn está sufriendo…, bueno, supongo que es una especie de ataque. Acabo de llamar al 911 para pedir que envíen una ambulancia.
En aquel momento, Ralph descubrió que sí podía subir la escalera corriendo.
Carolyn yacía en el umbral de la puerta de la cocina con el cabello cubriéndole el rostro. Aquel detalle le pareció especialmente horrible; le confería un aspecto descuidado, y si había algo que Carolyn no se permitía era tener un aspecto descuidado. Se arrodilló junto a ella y le apartó el cabello de los ojos y la frente. La piel que rozaron sus dedos se le antojó tan fría como sus pies bajo las zapatillas empapadas.
—Quería ponerla en el sofá, pero pesa demasiado para mí —explicó Bill con nerviosismo.
Se había quitado el panamá y lo hacía girar inquieto entre los dedos.
—Ya sabes, mi espalda…
—Ya lo sé, Bill, no te preocupes —lo tranquilizó Ralph.
Pasó los brazos bajo el cuerpo de Carolyn y la levantó. No le parecía nada pesada, sino ligera…, casi tan ligera como una vaina de algodón a punto de abrirse y arrojar sus filamentos al viento.
—Gracias a Dios que estabas aquí.
—Ha sido por casualidad —replicó Bill.
Siguió a Ralph hasta el salón sin dejar de juguetear con el sombrero. A Ralph le recordaba a Dorrance Marstellar y su libro de poemas. Yo de ti no lo tocaría más, había advertido el viejo Dorrance. No te veo las manos.
—Estaba a punto de salir cuando he oído un golpe de mil demonios… Supongo que ha sido ella al caer…
Bill paseó la mirada por el salón oscurecido a causa de la tormenta, con el rostro inquieto y a un tiempo ávido, y una mirada que parecía buscar algo que no había. De repente, su rostro se iluminó.
—¡La puerta! —exclamó—. ¡Apuesto algo a que sigue abierta! ¡Seguro que está entrando agua! Ahora vuelvo, Ralph.
Bill salió del salón a toda prisa. Ralph apenas se percató de ello; el día había adquirido las surrealistas dimensiones de una pesadilla. El tictac del reloj era lo peor. Lo oía en las paredes, tan fuerte que ni siquiera los truenos podían acallarlo.
Tendió a Carolyn en el sofá y se arrodilló junto a ella. Su respiración era rápida y superficial, y tenía un aliento terrible. Sin embargo, Ralph no se apartó de ella.
—Aguanta, cariño —susurró mientras le cogía una de las manos casi tan frías y húmedas como su frente y se la besaba con suavidad—. Aguanta, por favor. Todo va bien, todo va bien.
Pero no era cierto; el tictac significaba que nada iba bien. Y el sonido no procedía de las paredes, nunca había procedido de las paredes, sino tan sólo del interior de su mujer. Dentro de Carolyn. El sonido estaba dentro de su amada, se le escurría por entre los dedos, ¿y qué iba a hacer él sin ella?
—Aguanta —repitió—. Aguanta, ¿me oyes?
Volvió a besarle la mano y se la oprimió contra la mejilla; al oír aproximarse el aullido de la ambulancia, se echó a llorar.
Carolyn volvió en sí en la ambulancia mientras atravesaban Derry a toda velocidad (el sol había salido y las mojadas calles humeaban), y en los primeros momentos dijo tales incoherencias que Ralph se convenció de que había sufrido una apoplejía. Cuando empezó a despertar del todo y hablar con coherencia, otra convulsión la sacudió, y Ralph y uno de los enfermeros tuvieron que aunar fuerzas para sujetarla.
No fue el doctor Lichtfield quien acudió a ver a Ralph en la sala de espera del tercer piso a primera hora de la noche, sino el doctor Jamal, el neurólogo. Jamal le habló en voz baja y tranquilizadora, diciéndole que Carolyn se había estabilizado, que la mantendrían ingresada aquella noche para no correr riesgos, pero que podría irse a casa a la mañana siguiente. Le recetarían nuevos medicamentos, fármacos que eran caros, eso sí, pero también de efectos impresionantes.
—No debemos perder la esperanza, señor Roberts —murmuró el doctor Jamal.
—No —repuso Ralph—, supongo que no. ¿Sufrirá más ataques como éste, doctor Jamal?
El doctor Jamal esbozó una sonrisa. Tenía una voz suave que resultaba aún más reconfortante gracias al leve acento indio que la teñía. Y aunque el doctor Jamal no le dijo de un modo directo que Carolyn iba a morir, fue la persona que más se había acercado en aquel largo año que su mujer había pasado luchando por su vida. Lo más probable, explicó el doctor Jamal, era que los nuevos medicamentos impidieran la aparición de nuevos ataques, pero las cosas habían llegado a un punto en que era necesario tomarse todas las predicciones «con un grano de sal». El tumor se estaba extendiendo pese a todos sus esfuerzos, por desgracia.
—Es posible que lo siguiente que aparezca sean los problemas motrices —comentó el doctor Jamal en el mismo tono consolador—. Y me temo que ya se observa cierto deterioro en la capacidad visual.
—¿Puedo pasar la noche con ella? —preguntó Ralph en voz baja—. Dormirá mejor si me quedo con ella —Hizo una pausa antes de continuar—: Y yo también.
—¡Por supuesto! —exclamó el doctor Jamal con el rostro radiante—. ¡Es una idea magnífica!
—Sí —convino Ralph con cierta dificultad—. A mí también me lo parece.
Así pues, permaneció sentado junto a su mujer dormida, escuchando el tictac que no procedía de las paredes, y se dijo: Algún día, tal vez este otoño o quizás en invierno, volveré a estar en esta habitación con ella. Aquella idea no se le antojaba especulación sino profecía; se inclinó hacia delante y posó la cabeza sobre la sábana blanca que cubría el seno de su mujer. No quería volver a llorar, pero aun así, no pudo contener algunas lágrimas.
Aquel tictac. Tan fuerte y tan constante.
Me gustaría echarle el guante a eso que suena —pensó—. Lo pisotearía hasta que no fuera más que un montón de añicos esparcidos por el suelo. Pongo a Dios por testigo que lo haría.
Se durmió en la silla poco después de medianoche, y a la mañana siguiente, al despertar, el aire era más fresco de lo que había sido en muchas semanas, y Carolyn estaba completamente despierta, mirándolo con ojos brillantes. Apenas parecía estar enferma, de hecho. Ralph la llevó a casa y acometió la nada despreciable tarea de lograr que Carolyn pasara los últimos meses de su vida del modo más agradable posible. Transcurrió mucho tiempo antes de que volviera a pensar en Ed Deepneau; incluso después de empezar a ver los cardenales en el rostro de Helen Deepneau, transcurrió mucho tiempo antes de que volviera a pensar en Ed.
Mientras el verano se convertía en otoño y el otoño se oscurecía para dar paso al último invierno de Carolyn, los pensamientos se centraron cada vez más en el reloj de la muerte, que parecía sonar más y más fuerte aunque, al mismo tiempo, más despacio.
Pero no tenía dificultades para dormir.
Eso llegó más tarde.