Banana N’Vectif, el cazador más astuto de las grandes llanuras doradas de Klatch, contuvo el aliento mientras, ayudándose con los alicates, colocaba en su lugar la última pieza. La lluvia tamborileaba contra el techo de su choza.

Así. Ya estaba.

Nunca en su vida había hecho nada semejante, pero sabía que lo estaba haciendo bien.

Había cazado de todo, desde cebras a thargas, ¿y qué había obtenido a cambio? Pero, ayer, cuando llevó una carga de pieles a N’Kouf, había oído decir a un comerciante que si alguien pudiera construir una ratonera mejor que las que existían, tendría el mundo a sus pies.

Se había quedado despierto toda la noche, meditando al respecto.

Luego, con las primeras luces del amanecer, dibujó los primeros bocetos del esquema en la pared de la choza, con un palito, antes de salir a trabajar. Durante su estancia en la ciudad, había tenido ocasión de examinar algunas ratoneras, y desde luego le parecieron muy imperfectas. No las habían construido auténticos cazadores.

En aquel momento, cogió la ramita y la acercó muy despacio al mecanismo.

Snap.

Perfecto.

Ahora, todo lo que tenía que hacer era llevarlo a N’Kouf y ver si el comerciante…

La lluvia caía con estrépito, desde luego. En realidad, su sonido recordaba a…

Cuando Banana despertó, estaba tendido entre las ruinas de su choza, que a su vez se encontraban en una zona de un kilómetro de ancho de lodo pisoteado.

Contempló con tristeza lo que quedaba de su hogar. Contempló la cicatriz grisácea que se extendía a todo lo largo del horizonte. Contempló la nube oscura que se divisaba en uno de sus extremos.

Luego, bajó la vista. La mejor ratonera del mundo era ahora un bonito esquema bidimensional, aplastado en el centro de una huella gigantesca.

—Al fin y al cabo, no era tan buena —suspiró.

Según los libros de historia, la decisiva batalla con que concluyó la Guerra Civil de Ankh-Morpork, tuvo lugar entre dos puñados de hombres agotados, en un pantano, a primera hora de una nebulosa mañana. Y, aunque uno de los bandos contendientes dijo ser el vencedor, el resultado final fue de Humanos O Buitres 1.000, como suele suceder en casi todos los combates de este estilo.

Una de las pocas cosas en las que estaban de acuerdo los dos Escurridizos era que, si ellos hubieran controlado la situación, no hubieran permitido bajo ningún concepto una guerra tan chapucera. Era un crimen que se hubiera consentido a la gente poner en escena un momento crucial de la historia de la ciudad sin que intervinieran miles de personas, camellos, zanjas, terraplenes, arietes, máquinas de guerra, caballos y banderas.

—Y encima, con una niebla de mil diablos —se quejó Gaffer—. Nadie tuvo en cuenta los niveles de luz.

Supervisó el futuro campo de batalla, protegiéndose los ojos del sol con una mano. En aquella escena iban a trabajar once operadores, para tomarla desde todos los ángulos imaginables. Uno por uno, todos fueron levantando los pulgares.

Gaffer dio unos golpecitos en la caja de imágenes que tenía delante.

—¿Preparados, muchachos? —preguntó. Se oyó un coro de chillidos.

—Así me gusta —dijo—. Hacedlo bien esta vez y os daré un lagarto de propina a la hora del té.

Aferró la manivela de la caja con una mano, mientras con la otra alzaba un megáfono.

—¡Cuando quiera, señor Escurridizo! —gritó.

Y.V.A.L.R. asintió, y estaba a punto de levantar la mano cuando el brazo de Soll salió disparado y se lo sujetó. Su sobrino estaba mirando fijamente las marciales hileras de jinetes.

—Un momento, un momento —dijo con voz queda. Se llevó ambas manos a la boca y lanzó un grito—. ¡Eh, tú, el de allá! ¡El caballero que hace el número quince! ¡Sí, tú! ¿Te importa desplegar esa bandera, por favor? Gracias. Ten la amabilidad de ir a pedir una nueva a la señora Cosmopilita. Gracias.

Soll se volvió hacia su tío, con las cejas arqueadas.

—Es… es un símbolo heráldico —se apresuró a explicarle Escurridizo.

—¿Unas costillas gualda sobre un campo de lechuga? —preguntó Soll.

—Sí, hay que ver, estos caballeros de la antigüedad eran muy leales a su comida…

—También me ha gustado mucho su lema —asintió su sobrino—. «Reponte de la batalla en Harga, La Casa de las Costillas». Vaya, me pregunto cuál hubiera sido su grito de batalla si llegamos a tener sonido.

—Eres carne de mi carne y sangre de mi sangre —gimió Escurridizo, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo me puedes hacer esto?

—Porque soy carne de tu carne y sangre de tu carne —replicó Soll. Escurridizo se animó. Por supuesto, visto de esa manera, la cosa no parecía tan grave.

Esto es Holy Wood. Para que el tiempo pase deprisa, sólo hay que filmar las manecillas del reloj girando a toda velocidad…

En la Universidad Invisible, el resógrafo marca ya siete plibs por minuto.

Y, más o menos hacia el final de la tarde, prendieron fuego a Ankh-Morpork.

La ciudad auténtica había ardido muchas veces a lo largo de su historia… por venganza, por descuido, por despecho, o a veces incluso para cobrar el seguro. La mayor parte de los edificios de piedra que convertían a Ankh-Morpork en una ciudad de verdad, en vez de en un simple montón de chozas reunidas, solían sobrevivir intactos, y mucha gente[20] consideraba que un buen incendio cada cien años o cosa así era esencial para la salud de la ciudad, ya que ayudaba a controlar el número de ratas, cucarachas, pulgas y, por supuesto, de gente que no era lo suficientemente rica como para vivir en casas de piedra.

El famosísimo Incendio que tuvo lugar durante la Guerra Civil era memorable sobre todo porque ambos bandos lo iniciaron al mismo tiempo, con el objetivo de impedir que la ciudad cayera en manos enemigas.

Por otra parte, según los libros de historia, tampoco había sido un incendio lo que se dice impresionante. El Ankh corría muy alto aquel verano, y la mayor parte de la ciudad había estado demasiado húmeda como para arder.

En esta ocasión, fue mucho mejor.

Las llamas se elevaron hacia el cielo. Como aquello era Holy Wood, todo ardía: la única diferencia entre los edificios de piedra y los de madera era el tipo de pintura sobre las lonas. La bidimensional Universidad Invisible ardió. El palacio plano del patricio ardió. Hasta la maqueta a escala de la Torre del Arte ardió como una vela.

Escurridizo lo contemplaba todo con gesto de preocupación.

Tras un rato, Soll se fijó en él.

—¿Esperas algo, tío?

—¿Mmm? Oh, no. Ojalá Gaffer se esté concentrando en la Torre, eso es todo —replicó Escurridizo—. Es un punto simbólico muy importante.

—Desde luego que sí —asintió Soll—. Muy importante. Tan importante, de hecho, que envié a algunos de los chicos a revisarla durante la hora del almuerzo, sólo para asegurarme de que todo iba bien.

—¿De verdad? —tartamudeó Escurridizo.

—Sí. ¡Y no te vas a creer lo que encontraron! Descubrieron que alguien había puesto unos fuegos artificiales en la parte de atrás. Montones de fuegos artificiales. Menos mal que dieron con ellos, porque, si llegan a prenderse, hubieran estropeado toda la escena, y no habríamos tenido manera de rodarla de nuevo. Además, ¡ni te lo imaginas…! Los muchachos dijeron que esos fuegos artificiales parecían de los que dibujan palabras en el cielo —añadió Soll.

—¿Qué palabras?

—Ni se me pasó por la cabeza preguntárselo —replicó su sobrino—. Ni se me pasó por la cabeza.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar en tono quedo. Tras un rato, miró de soslayo a su tío.

—«Las mejores costillas de la ciudad» —murmuró—. ¡Vamos, hombre!

Escurridizo puso cara de circunstancias.

—Bueno, me pareció que sería un detalle divertido —se excusó.

—Mira, tío, no podemos seguir así —insistió Soll—. Tiene que acabarse todo este asunto de los anuncios, ¿entendido?

—Vale, vale.

—¿Seguro? Escurridizo asintió.

—He dicho que sí, ¿no basta con eso?

—No, tío, necesito algo más.

—Te promete» solemnemente que no volveré a entrometerme en la película —anunció Escurridizo con tono grave—. Soy tu tío. Soy tu familia. ¿Te basta con eso?

—Bueno. Vale.

Cuando el fuego se hubo apagado, recogieron unas cuantas brasas con un rastrillo para confirmar la reconciliación con una barbacoa a la luz de las estrellas.

La sábana aterciopelada de la noche se enrosca en torno a la jaula de loros que es Holy Wood, y en las noches cálidas como ésta hay mucha gente que se dedica a sus asuntos pendientes.

Una joven pareja, que paseaba de la mano por las dunas de arena, recibió un susto de muerte cuando un gigantesco troll saltó ante ellos desde detrás de una roca, agitando los brazos y gritando «¡Aaaaagggh!».

—Os he asustado, ¿eh? —preguntó Detritus, esperanzado. Los dos asintieron, pálidos como sábanas.

—Menos mal, qué alivio —suspiró el troll. Les dio unas palmaditas en las cabezas, con lo cual les clavó un poco los pies en el suelo.

—Gracias, muchas gracias. Que lo paséis bien —añadió con tristeza.

Los vio alejarse, cogidos de la mano, y se echó a llorar a lágrima viva».

En el cobertizo de los operadores, Y.V.A.L.R. Escurridizo observaba pensativo cómo Gaffer cortaba y pegaba el metraje del día. El operador se sentía muy gratificado; hasta aquel momento, el señor Escurridizo jamás había mostrado el menor interés por las técnicas del montaje de las películas. Quizá eso explicara por qué estaba siendo un poco más comunicativo que de costumbre con los secretos del Gremio, que sólo se transmitían de generación a la misma generación.

—¿Por qué son iguales todas las imágenes pequeñitas? —preguntó Escurridizo, mientras el operador enrollaba la película en torno al carrete—. Me parece un desperdicio de dinero.

—En realidad, no son iguales —respondió Gaffer—. Cada una es un poquito diferente de lo anterior, ¿lo ve? Así, los ojos de los espectadores ven pasar muchas imágenes entre las que hay ligeras diferencias, y les da la sensación de estar viendo algo en movimiento.

Escurridizo se quitó el puro de la boca.

—Entonces, ¿no es más que un truco? —preguntó, atónito.

—Exacto, así es.

El operador dejó escapar una risita y cogió el bote de cola.

Escurridizo observaba, fascinado.

—Yo pensaba que se trataba de alguna clase especial de magia —señaló, un poco decepcionado—. ¡Y ahora me dices que no es más que un juego de manos!

—Más o menos. Mire, en realidad la gente no llega a ver ni una imagen. Ven muchas a la vez, ¿entiende?

—No, me parece que me he perdido.

—Cada imagen es una parte del efecto general. Los espectadores no ven cada una por separado, sólo perciben el efecto general causado por varias al pasar muy deprisa ante sus ojos.

—¿De verdad? Qué interesante —asintió Escurridizo—. Sí, muy interesante.

Sacudió la ceniza del puro en dirección a los demonios. Uno de ellos la atrapó y se la comió.

—Dime una cosa —dijo muy despacio—, ¿qué pasaría si, por ejemplo, hubiera una imagen diferente en toda la película?

—Es curioso que lo mencione —replicó Gaffer—. Nos sucedió el otro día, cuando montábamos Más allá del Valle de los Trolls. Uno de los aprendices se equivocó e incluyó una imagen de La Fiebre del Oro, y todos nos pasamos la mañana pensando en oro, sin saber por qué. Fue como si la imagen nos hubiera llegado directamente al cerebro, sin que la viéramos con los ojos. Por supuesto, cuando me di cuenta, le sacudí una buena tunda al muchacho, pero si yo no hubiera examinado la película despacio nunca nos habríamos apercibido del cambio.

Volvió a coger el pincel del pegamento, examinó un par de trozos de película, los encoló y los unió. Tras un rato, se dio cuenta de que tras él se había hecho un silencio muy extraño.

—¿Se encuentra bien, señor Escurridizo? —preguntó.

—¿Mmm? Ah. —El ex vendedor de salchichas estaba inmerso en sus pensamientos—. ¿Y dices que una sola imagen tuvo ese efecto?

—Ah, sí. ¿De verdad se encuentra bien?

—Nunca me había encontrado mejor, muchacho —sonrió Escurridizo—. Nunca me había encontrado mejor. Se frotó las manos.

—Tú y yo vamos a tener una pequeña charla, de hombre a hombre —añadió—. Porque… de verdad… —Puso una mano amistosa sobre el hombro de Gaffer—. Tengo la sensación de que hoy puede ser tu día de suerte.

Mientras, en otro callejón, Gaspode seguía refunfuñando entre dientes.

—Ja. Quédate, va y me dice. Se atreve a darme órdenes. Sólo para que su chica no tenga que soportar a un asqueroso perro maloliente en su habitación. Así que aquí estoy yo, el mejor amigo del hombre, sentado en la calle bajo la lluvia. Bueno, si lloviera, estaría bajo la lluvia. Vale, no llueve, pero si lloviera, a estas alturas estaría empapado. Le estaría bien empleado que me levantara y me largara. Además, puedo hacerlo. En cualquier momento, cuando me dé la gana. No tengo por qué quedarme aquí sentado. Espero que nadie crea que estoy aquí sentado porque me han dicho que me quede aquí sentado.

Aún no ha nacido el humano que me pueda dar órdenes a mí, eso ni en sueños.

Luego gimoteó un rato, y se refugió entre las sombras, donde era menos probable que lo vieran.

Arriba, en la habitación, Victor estaba de pie, de cara a la pared. Aquello era humillante. Ya había sido bastante malo tropezarse con una sonriente señora Cosmopilita en el rellano de las escaleras. La mujer le había dedicado una amplia sonrisa y un complicado gesto que incluía un uso intensivo del codo… era un gesto que, en opinión de Victor, no debería formar parte del bagaje cultural de las dulces ancianitas.

Se oyeron tintineos y susurro de ropas tras él mientras Ginger se preparaba para acostarse.

—La señora Cosmopilita es muy amable conmigo. Ayer me dijo que había tenido cuatro maridos —explicó a Victor.

—¿Qué hizo con los huesos?

—No tengo ni idea de qué quieres decir —replicó Ginger con voz tensa—. Bueno, ya puedes darte la vuelta. Estoy en la cama.

Victor se relajó y se dio media vuelta. Ginger se había subido las sábanas hasta el cuello, y las sujetaba como una guarnición asediada dirigiendo las barricadas.

—Tienes que prometerme —le dijo que, si pasa algo, no intentarás aprovecharte de la situación. Victor suspiró.

—Lo prometo.

—Es que tengo que pensar en mi carrera, ¿lo entiendes?

—Sí, lo entiendo.

Victor se sentó junto a la lámpara y se sacó el libro del bolsillo.

—No es que quiera ser desagradecida, ni nada así —siguió Ginger.

Victor fue pasando las páginas amarillentas, en busca del punto por donde iba. En la Colina de Holy Wood habían vivido montones de personas, cuyo único objetivo parecía ser mantener el fuego encendido y entonar cánticos tres veces al día. ¿Por qué? ¿Quién era el Guardián de la Puerta?

—¿Qué lees? —preguntó Ginger al cabo de un rato.

—Un libro viejo que encontré hace unos días —replicó Victor brevemente—. Habla sobre Holy Wood.

—Oh.

—Yo que tú trataría de dormir un poco —dijo, moviéndose un poco de manera que la luz de la lámpara iluminara mejor la retorcida caligrafía.

La oyó bostezar.

—¿Terminé de contarte lo del sueño? —le preguntó.

—Creo que no —replicó Victor, con una voz que esperaba fuera amablemente desalentadora.

—Todo empieza con esa montaña…

—Mira, la verdad es que no deberías hablar…

—… y hay estrellas alrededor, ya sabes, en el cielo, pero una de ellas, cae, y resulta que no es una estrella, qué va, es una mujer que sostiene una antorcha por encima de su cabeza…

Victor, lentamente, cerró el libro para examinar la cubierta.

—¿Sí? —dijo con cautela.

—Pues esa mujer intenta decirme algo, alguna cosa, pero no la comprendo, no sé qué de despertar a alguien, y entonces hay muchas luces, y se oye un rugido terrible, como de un león, o de un tigre, ¿me entiendes? Entonces suele ser cuando me despierto.

El dedo de Victor recorrió el perfil de la montaña bajo las estrellas.

—Probablemente no se trate más que de un sueño —dijo—. Seguro que no significa nada.

Cierto que la Colina de Holy Wood no era puntiaguda. Pero quizá la hubiera sido en el pasado, en los tiempos en que allí se había alzado una ciudad, donde ahora estaba la bahía. Dioses. Algo había odiado a muerte a aquel lugar.

—¿No recuerdas por casualidad otros detalles del sueño? —preguntó con fingido desinterés.

No obtuvo respuesta. Se acercó a la cama.

La chica estaba dormida.

Regresó a la silla, que prometía volverse extremadamente incómoda antes de media hora, y se inclinó para recibir mejor la luz de la lámpara.

Algo en la colina. Ése era el peligro.

El peligro más inmediato era que él también estaba a punto de quedarse dormido.

Se quedó sentado en la oscuridad, preocupado. Por cierto, ¿qué había que hacer para despertar a un sonámbulo? Recordaba remotamente que, según la sabiduría popular, era algo muy peligroso. Se contaban muchas historias sobre personas que soñaban que las estaban ejecutando y, cuando alguien las había tocado en el hombro para despertarlas, se les había caído la cabeza al suelo. No había ninguna aclaración sobre cómo se había sabido lo que soñaban los sonámbulos, si ya estaban muertos. A lo mejor los fantasmas volvían luego y se quedaban al pie de la cama, quejándose sin parar.

La silla crujió de manera alarmante cuando Victor cambió de postura. Quizá si estiraba una pierna, así, podría apoyarla en el borde de la cama. De esa manera, aunque se durmiera, Ginger no podría levantarse sin despertarlo.

Qué cosas tenía la vida. Se había pasado semanas transportándola en sus brazos, defendiéndola valientemente de Morry en sus diversos disfraces, besándola y, todos los días, alejándose a caballo hacia el ocaso para vivir felices, probablemente muy felices, por siempre jamás y aún más tiempo. De todos los espectadores que habían visto las películas, ni uno se creería que luego pasaba la noche sentado en la habitación de Ginger, relegado a una silla que parecía hecha de astillas. Hasta a él le resultaba increíble, y eso que estaba allí. En las películas no pasaban aquellas cosas. Las películas narraban siempre una Historia de Pasión en un Mundo Enloquecido. Si aquello fuera una película, él no tendría que estar allí a oscuras, sentado en una silla dura. Estaría… bueno, no estaría allí a oscuras, sentado en una silla dura, eso por descontado.

El tesorero cerró la puerta de su despacho tras él. Era una precaución imprescindible. El archicanciller era de la opinión que lo de llamar antes de entrar era una exótica costumbre de las otras personas.

Al menos, aquel hombre espantoso parecía haber perdido todo interés en el resógrafo, o como quiera que lo llamara Riktor. El tesorero había pasado un día terrible tratando de ocuparse de los asuntos de la Universidad, aun sabiendo que el documento estaba escondido en su habitación.

Lo sacó de debajo de la alfombra, encendió la lámpara y empezó a leer.

Él mismo habría sido el primero en admitir que no se le daban bien las cosas relacionadas con la mecánica. Pronto se rindió y dejó de leer lo relativo a ejes, péndulos de octhierro y aire que por alguna razón extraña se hallaba comprimido en fuelles.

Volvió de nuevo al párrafo que decía: «Entonces, si una turbación en el tejido de la realidad provoca ondas que se extienden a partir del epicentro, el péndulo se balanceará, comprimiendo el aire en los fuelles relevantes, y hará que el elefante ornamental más cercano al epicentro deje caer una pequeña bola de plomo. Por tanto, la dirección de la turbación…».

…uuhhmm… uuhhmm…

Ahora alcanzaba a oírlo incluso desde su estudio. Acababan de poner más sacos de arena en torno al cacharro. Ya nadie se atrevía a moverlo. El tesorero trató de concentrarse y de proseguir con la lectura.

—«…se podrá calcular por el número y la fuerza…».

… uuhhmm… uuhhmmWHHMMUUHHMMM…

El tesorero descubrió que estaba conteniendo el aliento.

—«… de los perdigones expelidos, que, en caso de disturbios serios, calculo que puede llegar a ser…» Plib.

—«… hasta de dos perdigones…» Plib.

—«… propulsados a varios centímetros…» Plib.

—«… durante el…» Plib.

—«… transcurso…» Plib.

—«… de…» Plib,

—«… un…» Plib.

—«… mes.» Plib.

Gaspode despertó, y se puso rápidamente en lo que esperaba que pareciera una posición de alerta.

Alguien estaba gritando, aunque educadamente, como si pidiera ayuda, pero sólo si no era demasiada molestia.

Subió los peldaños con un rápido trotecillo. La puerta estaba entreabierta. Terminó de abrirla con un golpecito de la cabeza.

Víctor estaba tendido sobre la espalda, atado a una silla. Gaspode se sentó junto a él y lo observó con atención, por si hacía algo interesante.

—¿Qué, estamos bien? —preguntó tras un rato.

—¡No te quedes ahí sentado, idiota! ¡Desátame estos nudos! —gritó Victor.

—Puede que yo sea idiota, pero advierto que no estoy atado —señaló Gaspode con tono amable—. La chica te ha dado esquinazo, ¿eh?

—Debí de quedarme dormido un momento —replicó Victor.

—Un momento lo suficientemente largo como para que ella se levantara, cortara en tiras una sábana y te atara a la silla —analizó el perro.

—Sí, de acuerdo, de acuerdo. ¿No puedes roer las cuerdas, o algo así?

—¿Con estos dientes? Anda ya. En cambio, sé quién puede hacerlo —sonrió Gaspode.

—Oye, no creo que sea buena idea…

—No te preocupes. Volveré enseguida —lo interrumpió el perro. Salió trotando de la habitación.

—¡Quizá sea un poco difícil de explicar…! —le gritó Victor, ansioso.

Pero el perro ya estaba bajando por las escaleras, y deambulaba por el laberinto de pasadizos y callejones que había tras los edificios del Siglo del Murciélago Frugívoro.

Trotó hasta la alta verja. Se oyó el suave tintineo de una cadena.

—¿Laddie? —susurró con voz ronca. Le llegó un ladrido alegre.

—¡Buen chico Laddie!

—Sí, sí —asintió Gaspode—. Buen chico.

Suspiró. ¿Él también había sido así alguna vez? Si lo había sido, daba gracias a los dioses por no acordarse.

—¡Yo buen chico!

—Claro, claro, Laddie, pero calla —murmuró Gaspode. Metió su cuerpo artrítico por debajo de la valla. Cuando salió, Laddie le lamió la cara.

—Soy demasiado viejo para estas cosas —murmuró, mirando la caseta—. Un lazo corredizo. Un jodido lazo corredizo. Deja de tirar, idiota. Atrás. Atrás. Así.

Gaspode metió la pata por el aro del lazo y lo pasó por encima de la cabeza de Laddie.

—Ya está —dijo—. Si todos supiéramos hacer esto, hace mucho que dirigiríamos el mundo. Venga, deja de hacer tonterías. Te necesitamos.

Laddie se irguió bruscamente, con la lengua fuera. Si los perros se pudieran poner firmes, él lo estaría en aquel momento.

Gaspode volvió a arrastrarse por debajo de la valla, y aguardó. Alcanzaba a oír las pisadas de Laddie al otro lado, pero el gran perro parecía alejarse de la verja.

—¡No! —siseó Gaspode—. ¡Ven conmigo!

Se oyeron más pisadas aceleradas, y luego algo silbó por el aire.

Laddie saltó la alta valla e hizo un aterrizaje de diez puntos ante él.

Gaspode consiguió sacarse la lengua del fondo de la garganta.

—Buen chico —murmuró—. Buen chico.

Víctor se sentó y se frotó la cabeza.

—Cuando se cayó la silla, me pegué un buen golpe —explicó. Laddie lo miró, expectante, con los restos de la sábana entre los dientes.

—¿A qué espera? —preguntó Víctor.

—Tienes que decirle que es un buen chico —suspiró Gaspode.

—¿No prefiere un trozo de carne, o un azucarillo, o algo así? El perro sacudió la cabeza.

—No, sólo dile lo buen chico que es. Para los perros, es mejor que pagar en metálico.

—¿Sí? Bien, de acuerdo. Buen chico, Laddie. Laddie empezó a dar saltitos, emocionado. Gaspode maldijo entre dientes.

—Lo siento —dijo—. Es patético, ¿no?

—Buen chico, busca Ginger —indicó Victor.

—Oye, eso lo puedo hacer yo —se apresuró a señalar Gaspode, a la desesperada, mientras Laddie empezaba a olisquear el suelo—. Todos sabemos adonde ha ido. No es necesario que…

Laddie salió corriendo por la puerta, pero con toda elegancia. Se detuvo al pie de las escaleras y lanzó un ladrido ansioso, de «seguidme».

—Patético —repitió Gaspode, deprimido.

Las estrellas siempre parecían más brillantes en el cielo de Holy Wood. Por supuesto, el aire era más claro que sobre Ankh, y no había mucho humo, pero aun así… parecían también hasta más grandes, y más cercanas, como si el cielo fuera una gigantesca lupa.

Laddie recorrió las dunas como un rayo, deteniéndose de cuando en cuando para que Victor le diera alcance. Gaspode los seguía a cierta distancia, con paso tambaleante y respiración entrecortada.

La pista llevaba hasta la hondonada, que estaba desierta.

La puerta se había abierto ya unos treinta centímetros. La arena en torno a ella estaba pisoteada. Eso indicaba que, hubiera salido o no, Ginger había entrado.

Victor la miró.

Laddie se sentó junto a la puerta, mirando a Victor con gesto esperanzado.

—Está esperando —señaló Gaspode.

—¿A qué? —replicó Victor, aprensivo. Gaspode dejó escapar un gemido.

—¿Tú que crees? —bufó.

—Ah. Sí. Buen chico, Laddie.

Laddie lanzó un ladrido, y empezó a saltar sobre la arena.

—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Victor—. Supongo que tenemos que entrar, ¿no?

—Es posible —asintió Gaspode.

—Eh… también podemos esperar hasta que salga ella. La verdad es que nunca me ha hecho mucha gracia la oscuridad —titubeó el joven—. Es decir, la oscuridad de la noche, pase, pero la oscuridad absoluta…

—Me juego lo que sea a que Cohén el Bárbaro no tiene miedo de la oscuridad —se burló el perro.

—Bueno, claro…

—Y la Sombra Negra del Desierto… seguro que él tampoco tiene miedo de la oscuridad.

—Vale, pero…

—Y Caimán Smith, cazador de balgrogs, desayuna oscuridad todas las mañanas —insistió Gaspode.

—¡Sí, pero yo no soy ellos! —aulló Victor.

—Pues intenta explicárselo a toda esa gente que va pagando dinero por verte serlo —replicó el perro. Se rascó una pulga insomne—. Dioses, qué bueno sería tener aquí un operador ahora mismo, ¿verdad? —siguió alegremente—. Tendríamos una comedia de primera. El Señor Héroe Tiene Miedo de la Oscuridad, no sería mal título. Sería mejor que Sopa de Pavo. Sería más divertida que Una Noche en la Arena. Te apuesto lo que quieras a que la gente haría cola para…

—De acuerdo, de acuerdo —suspiró Victor—. Me adentraré un poquito. —Miró desesperadamente a su alrededor, y se fijó en los arbolulos resecos que crecían en torno a la hondonada—. Pero haré una antorcha —añadió.

Había esperado encontrar arañas, humedad y probablemente serpientes, si no algo peor…

En vez de eso, tenía ante él un pasadizo seco, casi cuadrado, que se adentraba con una ligera inclinación hacia abajo. El aire tenía un leve olor salado, que sugería que el túnel conectaba en algún punto con el mar.

Victor dio unos cuantos pasos tentativos, y se detuvo.

—Espera —dijo—. Si la antorcha se apaga, nos perderemos, será horrible.

—No, no nos perderemos —explicó Gaspode con paciencia—. Sentido del olfato, ¿recuerdas?

—Ah, qué buena idea.

Se adentró un poco más. Los muros estaban cubiertos de versiones grandes de los ideogramas cuadrados que aparecían en el libro. Victor se detuvo y pasó los dedos sobre uno de ellos.

—¿Sabes una cosa? —dijo lentamente—. Esto no es realmente un lenguaje escrito. Más bien parece…

—Sigue moviéndote y deja de buscar excusas —lo interrumpió Gaspode, detrás de él.

El pie del joven tropezó con algo, que rebotó en la oscuridad.

—¿Qué ha sido eso? —tartamudeó.

Gaspode se adelantó, olfateó en la oscuridad y volvió sobre sus pasos.

—No te preocupes —lo tranquilizó.

—¿No?

—Sólo era un cráneo.

—¿De quién?

—No me lo dijo.

—¡Cállate!

Algo crujió bajo la sandalia de Victor.

—Y eso… —empezó Gaspode.

—¡No quiero saberlo!

—En realidad, era una concha.

Victor escudriñó el cuadrángulo móvil de oscuridad que tenían ante ellos. La artesanal antorcha temblaba con la brisa y, si prestaba mucha atención, alcanzaba a oír un sonido rítmico. O se trataba de una bestia que rugía a lo lejos, o era el ruido del mar moviéndose por algún túnel subterráneo. Eligió creer lo segundo.

—Algo la ha estado llamando —dijo—. En sueños. Alguien que quiere que lo dejen salir. Tengo miedo de que Ginger sufra algún daño.

—No creo que esa muchacha valga la pena —se burló Gaspode—. No te conviene andar con chicas que son presa de las Criaturas del Vacío, te lo digo yo. Nunca sabrías con qué te ibas a despertar a la mañana siguiente.

—¡Gaspode!

—Ya verás como tengo razón.

La antorcha se apagó.

Victor la sacudió desesperadamente, sopló sobre ella en un último intento de reanimar las brasas. Saltaron unas cuantas chispas, que se desvanecieron en el aire. No quedaba suficiente antorcha.

La oscuridad volvió a dominar la situación. Victor en su vida había visto una oscuridad como aquélla. No importaba cuánto rato la mirases, los ojos nunca se acostumbraban a ella. No había nada a lo que acostumbrarse. Era la oscuridad, la madre de la oscuridad, la oscuridad absoluta, la oscuridad bajo la tierra, la oscuridad tan densa que era casi tangible, como un manto frío de terciopelo.

—Qué oscuridad —corroboró Gaspode.

Esto que siento debe de ser lo que llaman un «sudor frío», pensó Victor. Vaya, no sabía que era así. Siempre había tenido curiosidad. Avanzó a pasitos hacia un lado, hasta llegar a tocar la pared.

—Será mejor que demos la vuelta —dijo con lo que esperaba que fuera un tono de voz razonable—. Más adelante puede aguardarnos cualquier cosa. Precipicios, o algo así. Será mejor que busquemos más antorchas, y más gente, y luego volvamos.

Se oyó un ruido estruendoso, procedente del fondo del pasillo.

Uoompf.

Lo siguió una luz tan intensa que proyectó la imagen de las pupilas de Victor en la pared trasera de su cráneo. Se amortiguó a los pocos segundos, pero aun así seguía siendo casi dolorosamente brillante. Laddie gimoteó.

—Bueno, ya está —susurró Gaspode con voz ronca—. Ya tienes toda la luz que quieras. Ahora todo va bien, ¿no?

—Sí, pero… ¿de dónde sale?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Víctor siguió avanzando a centímetros. Su sombra bailaba delante de él.

Tras recorrer unos cien metros, el pasadizo se ensanchaba en lo que quizá fue en el pasado una caverna natural. La luz brotaba de un arco, situado en un extremo, a gran altura. Bastaba y sobraba para iluminar cada detalle.

La cueva era mucho más amplia que la Gran Sala de la Universidad, y en otros tiempos debió de ser aún más impresionante. La luz se reflejaba en la barroca decoración dorada, y en las estalactitas que apuñalaban el techo. Unas escaleras tan anchas como para que cupiera un regimiento se alzaban desde un ancho agujero sombrío en el suelo; el sonido regular, rítmico, y el olor a sal, indicaban que el mar había encontrado una entrada por abajo. El aire tenía un tacto frío y húmedo, viscoso.

—¿Es una especie de templo? —murmuró Victor.

Gaspode olfateó un tapiz de color rojo oscuro que colgaba a un lado de la entrada. Cuando lo tocó, el tejido se desmoronó y se convirtió en un montón de polvo.

—¡Puaj! —exclamó—. ¡Aquí todo está podrido!

Algo con muchas patas se escurrió rápidamente por el suelo, y cayó por las escaleras.

Victor tocó con cautela una gruesa cuerda roja, que colgaba entre columnas llenas de incrustaciones de oro. La cuerda se desintegró.

Los agrietados peldaños de la escalera ascendían hacia el lejano arco iluminado. Subieron por ellos, saltando los montones de algas resecas y restos arrastrados por alguna marea alta.

El arco se abría para dar a otra cueva gigantesca, como un anfiteatro. Había hileras de asientos, que descendían suavemente hacia una…

…¿una pared?

Brillaba como el mercurio. Si se pudiera llenar de mercurio una piscina rectangular del tamaño de una casa, y luego se la pudiera colocar sobre un costado sin que se derramara, se obtendría algo semejante a aquello.

Sólo que no tan malévolo.

Era plana y de superficie regular, pero, de pronto, Victor tuvo la sensación de que lo estaban observando, como a través de una lente.

Laddie gimoteó.

En aquel momento, el joven comprendió qué era lo que lo hacía sentir incómodo.

Aquello no era una pared. Las paredes siempre estaban pegadas a algo. Aquella cosa no estaba pegada a nada. Simplemente, pendía del aire, vibrando y ondulante, como una imagen en un espejo, pero sin espejo.

La luz brotaba de la nada que había al otro lado. Victor alcanzaba a verlo ahora, un punto brillante que se movía entre las sombras al otro lado de la cámara.

Echó a andar hacia el pasillo descendente, entre las hileras de asientos de piedra. Los perros caminaban junto a él, con las orejas pegadas al cráneo y los rabos entre las patas. Caminaron por encima de algo que quizá fue una alfombra en otros tiempos. Se desgarraba con un sonido húmedo y se desintegraba bajo sus pies.

—No sé si lo habéis notado, pero… —empezó a decir Gaspode a los pocos metros.

—Lo sé —asintió Victor, sombrío.

—… los asientos todavía están…

—Lo sé.

—… ocupados.

—Lo sé.

Toda aquella gente… aquellas cosas que habían sido gente… sentadas en hileras… era como si hubieran estado viendo una película.

Ya casi había llegado al final de la sala. Brillaba por encima de él, era un rectángulo con longitud y altura, pero sin espesor.

Justo delante de Victor, casi debajo de la pantalla plateada, un tramo más corto de peldaños llevaba hacia abajo, hacia una zona circular llena de cascotes y restos. El joven descendió. Desde allí, pudo ver la pantalla por detrás, el lugar donde nacía la luz.

Era Ginger. Estaba de pie, con una mano alzada sobre la cabeza. La antorcha que llevaba brillaba como el fósforo.

La chica contemplaba un cuerpo tendido sobre una losa. Era un gigante. O, al menos, parecía un gigante. Quizá se tratara simplemente de una armadura con una espada sobre ella, medio enterrada en el polvo y la arena.

—¡Es la cosa del libro! —siseó—. Por los dioses, ¿qué demonios piensa Ginger que hace?

—No creo que piense en absoluto —replicó Gaspode.

Ginger se volvió parcialmente, y Victor le vio la cara. Estaba sonriendo.

Tras la losa, Victor alcanzó a ver una especie de disco enorme, erosionado. Al menos este disco colgaba del techo gracias a cadenas adecuadas, no desafiaba a la gravedad de una manera tan desconcertante.

—Se acabó —dijo Víctor—. Esto se va a terminar ahora mismo. ¡Ginger!

Su voz retumbó y resonó en las paredes lejanas. Escuchó la repetición de la última sílaba a lo largo de cavernas y pasadizos… er, er, er. Se oyó el ruido de una roca al caer en algún lugar detrás de él.

—¡Cállate! —le recriminó Gaspode—. ¡Vas a hacer que la cueva se nos venga encima!

—¡Ginger! —susurró Víctor—. ¡Soy yo!

La chica se volvió y miró hacia él, o a través de él, o al interior de él.

—Víctor —respondió con voz dulce—. Vete. Vete ahora mismo, o acontecerá un terrible mal.

—«Acontecerá un terrible mal» —murmuró Gaspode—. Eso es lo que yo llamo ominoso, sí señor.

—No sabes lo que haces —replicó Víctor—. ¡Tú misma me pediste que te detuviera! Vuelve. Vuelve conmigo.

Trató de subir…

…y algo se hundió bajo sus pies. Se oyó un ruido gorgoteante a lo lejos, un golpe metálico, y luego una nota musical acuosa resonó por encima de él. Los ecos la repitieron por toda la cueva. Víctor apartó el pie a toda prisa, pero fue a ponerlo en otro lugar de la cornisa, que también se hundió, produciendo una nota diferente.

Ahora se oía también un sonido como de arañazos. Víctor había estado de pie sobre un saliente que daba a un pequeño patio de butacas hundido. Horrorizado, se dio cuenta de que empezaba a elevarse lentamente, siguiendo el tono de las notas y el ronroneo de una antigua maquinaria. Extendió los brazos y se agarró a una erosionada repisa, que emitió una nota diferente antes de derrumbarse. Laddie aullaba. Víctor vio que Ginger dejaba caer la antorcha y se llevaba las manos a los oídos.

Un bloque de cemento se balanceó muy despacio hacia delante en el muro, y se derrumbó estrepitosamente sobre los asientos. Los fragmentos de roca saltaron por todas partes, y un sonido retumbante sugirió que la caverna entera estaba cambiando de forma.

Entonces, el ruido se extinguió, con un largo gorgoteo estrangulado y un último jadeo. Una serie de bruscos tirones y crujidos indicó que, fuera cual fuera la maquinaria prehistórica que Victor había activado, había cumplido su cometido antes de colapsarse.

Volvió el silencio.

El joven consiguió auparse con todo cuidado para salir fuera del patio de butacas musical, que ahora se había elevado varios metros, y corrió hacia Ginger. La chica estaba de rodillas, y sollozaba.

—Vamos —la urgió—, tenemos que irnos.

—¿Dónde estoy? ¿Qué me está pasando?

—No sé ni por dónde empezar a explicártelo.

La antorcha titubeaba ya en el suelo. Su fuego había dejado de ser tan brillante, no era ya más que un trozo de madera chamuscada y casi extinguida. Victor lo agarró veloz y lo movió rápidamente hasta que apareció una mortecina llama amarillenta.

—¿Gaspode? —llamó.

—¿Sí?

—Vosotros, los perros, guiadnos.

—Vaya, muchas gracias.

Ginger se aferró a él, y caminaron juntos casi a tientas por el pasadizo. Pese al incipiente terror, Victor hubo de admitir que era una sensación muy agradable. Miró a su alrededor, a los ocupantes de los asientos, y contuvo un escalofrío.

—Parece como si hubieran muerto viendo una película —señaló.

—Sí. Una comedia —replicó Gaspode, que trotaba por delante de él.

—¿Por qué dices eso?

—Porque todos sonríen.

—¡Gaspode!

—Oye, hay que mirar las cosas por el lado bueno, ¿no? —se burló el perro—. No podemos ir por ahí en plan tristón sólo porque nos encontramos en una tumba subterránea perdida, con una loca a la que le gustan los gatos y una antorcha que se va a apagar de un momento a otro…

—¡Sigue caminando! ¡Sigue caminando!

Bajaron por las escaleras, medio corriendo medio tambaleándose, resbalaron desagradablemente en las algas de la base, y se dirigieron rápidamente hacia la pequeña puerta en forma de arco que llevaba hacia la maravillosa perspectiva de aire vivo y luz del día. La antorcha empezó a quemar la mano de Victor. La soltó. Al menos, no habían tenido problemas en el pasadizo. Si se mantenían pegados a la pared y no hacían ninguna tontería, tarde o temprano llegarían a la puerta sanos y salvos. Además, ya debía de haber amanecido, con lo cual no pasaría mucho tiempo antes de que vieran la luz del sol.

Víctor se irguió en toda su altura. Aquello era muy heroico, desde luego. No había tenido que luchar con ningún monstruo, pero probablemente los monstruos de aquel lugar estaban podridos desde hacía siglos. Sí, había sido una experiencia espeluznante, pero en el fondo no se había tratado más que de… bueno, de arqueología. Ahora que todo quedaba atrás, no le parecía tan…

Laddie, que corría varios metros por delante de ellos, lanzó un breve ladrido.

—¿Qué dice? —preguntó Victor.

—Que el túnel está bloqueado —replicó Gaspode.

—¡Oh, no!

—Seguramente ha sido cosa del recital de órgano que diste.

—¿Bloqueado del todo?

Bloqueado del todo. Victor trepó a la cima del montón de rocas. Varias losas grandes del techo se habían derrumbado, provocando que se desplomaran toneladas de piedras con ellas. Empujó un par de ellas, pero eso sólo provocó más derrumbamientos.

—Quizá haya otra manera de salir —dijo—. A lo mejor los perros podéis ir a…

—Ni lo sueñes, amigo —lo interrumpió Gaspode—. Además, si hay otra salida, tiene que estar bajando por esas escaleras. Las que llevaban hacia el mar, ¿recuerdas? Todo lo que tienes que hacer es sumergirte, nadar y cruzar los dedos para que tus pulmones lo aguanten.

Laddie ladró.

—Tú no, idiota —refunfuñó Gaspode—. No hablaba contigo. Nunca te ofrezcas voluntario para nada.

Victor siguió excavando entre las rocas.

—No sé, no sé —dijo al cabo de un rato—, pero me da la sensación de que veo un poco de luz. ¿Qué te parece a ti?

Oyó los pasos vacilantes de Gaspode trepando por las piedras.

—Es posible —asintió el perro de mala gana—. Parece que un par de losas han formado un túnel, queda algo de espacio.

—¿Un espacio lo suficientemente grande como para que alguien pequeño se arrastre por él? —inquirió Victor, alentador.

—Sabía que ibas a decir eso.

Victor oyó el roce de las patas contra las piedras sueltas.

—Aquí se abre un poco… —dijo al final una voz amortiguada—. Mierda… es muy estrecho… Se hizo el silencio.

—¿Gaspode? —llamó Victor, aprensivo.

—Estoy bien. Ya he pasado. Desde aquí ya alcanzo a ver la puerta.

—¡Estupendo!

Victor sintió que el aire se movía cerca de él, y oyó el ruido de unas uñas contra la piedra. Extendió la mano con cautela, y encontró un cuerpo peludo que se agitaba furiosamente.

—¡Laddie quiere ir contigo!

—Es demasiado grande, ¡se quedará atascado! Se oyó un gruñido canino, unas patadas frenéticas cubrieron a Victor de arena, y se oyó un breve ladrido triunfal.

—Claro, que es más esbelto que yo —dijo Gaspode tras unos momentos.

Oyó a los dos perros alejarse. El ladrido de despedida de Laddie indicó que habían llegado al exterior.

Victor se sentó.

—Ahora sólo tenemos que esperar —suspiró.

—Estamos en el interior de la colina, ¿verdad? —preguntó la voz de Ginger en la oscuridad.

—Sí.

—¿Cómo hemos llegado aquí?

—Te seguí.

—¡Te pedí que me detuvieras!

—Sí, pero es que me ataste.

—¡Yo no hice semejante cosa!

—Me ataste —repitió Victor—. Y luego viniste hasta aquí, abriste la puerta e hiciste una especie de antorcha. Bajaste hasta ese… ese lugar. No quiero ni imaginar qué hubieras hecho si no llego a despertarte.

Hubo una pausa.

—¿De verdad hice todo eso? —preguntó Ginger, insegura.

—De verdad.

—¡Pero si no me acuerdo de nada!

—Te creo. De todos modos, lo hiciste.

—¿Qué… qué era este lugar?

Victor se removió intranquilo en la oscuridad, tratando de acomodarse.

—No lo sé —confesó—. Al principio pensé que se trataba de una especie de templo. Al parecer, aquí venía la gente a ver imágenes en acción.

—¡No es posible, debe de tener cientos de años!

—Más bien miles.

—Oye, mira, no puede ser verdad —insistió Ginger, con la voz aguda de quien intenta ser razonable mientras la locura está derribando la puerta con un ariete—. Los alquimistas tuvieron la idea hace sólo unos meses.

—Sí. Da que pensar, ¿eh?

Extendió un brazo y la estrechó. El cuerpo de la chica era una estaca rígida, y se estremeció ante su toque.

—Aquí estamos a salvo —añadió—. Gaspode traerá a alguien para que nos ayude. No te preocupes por eso.

Trató de no pensar en el mar que batía contra las escaleras, en las cosas de muchas patas que se arrastraban por el suelo negro como la medianoche. Trató de quitarse de la cabeza la imagen de muchos pulpos deslizándose silenciosamente por los asientos, delante de aquella pantalla viviente, cambiante. Trató de olvidar a los espectadores que había visto sentados en la oscuridad mientras, sobre ellos, transcurrían los siglos. Quizá aún estuvieran esperando que pasara un vendedor con pajaritos y salchichas calientes.

La vida entera es como ver una película, pensó. Lo que pasa es que siempre parece como si hubieras llegado diez minutos después de que empezara, y nadie te cuenta de qué va, de manera que lo tienes que ir averiguando todo sobre la marcha, a medida que la ves.

Y nunca, nunca, tienes ocasión de quedarte en el asiento para el segundo pase.

La luz de las velas titubeó en los pasillos de la Universidad Invisible.

El tesorero no se consideraba una persona valiente. Cuando más a gusto se sentía era cuando se enfrentaba a una columna de números, y su habilidad con esos números había hecho que ascendiera en la jerarquía de la Universidad Invisible mucho más que la magia. Pero no podía dejar pasar por alto aquello.

… uuhhmmm… uuhhmm… uuhhmmMw/z/zmmuuhhmmuuHHMM

UUHHMM.

Se acurrucó detrás de una columna, y contó once perdigones. De los sacos brotó la arena a regueros. Ahora era cada dos minutos.

Corrió hacia el montón de sacos y los apartó bruscamente.

La realidad no era la misma en todas partes. Eso lo sabía cualquier mago, por supuesto. La realidad no tenía suficiente grosor en ningún lugar del Mundodisco. En algunos lugares era delgadísima. Por eso mismo funcionaba la magia. Lo que Riktor creía poder medir eran los cambios en la realidad, los lugares en que lo real se transformaba en irreal rápidamente. Y todos los magos sabían lo que podía suceder si las cosas reales se volvían tan irreales como para causar un agujero.

Pero, para eso, se necesitaban cantidades enormes de magia, pensó mientras apartaba frenético los sacos. Si se estuviera produciendo magia en esas cantidades, nosotros lo habríamos detectado. Llamaría la atención tanto como… bueno, tanto como un montón de magia.

Ya debían de haber pasado al menos cincuenta segundos.

Examinó el recipiente en su bunker.

Oh.

Había albergado la esperanza de estar equivocado.

Todos los perdigones habían salido disparados en la misma dirección. Media docena de los sacos estaban llenos de agujeros. Y Números había dicho que un par de perdigones al mes indicarían la existencia de una cantidad creciente de irrealidad…

El tesorero trazó una línea mental que iba de la vasija, a través de los sacos agujereados, hacia el otro extremo del pasillo.

… uuhhmm… uuhhmm…

Se echó hacia atrás bruscamente, antes de darse cuenta de que no tenía por qué preocuparse. Los perdigones salían por el elefante ornamental cuya cabeza quedaba en el lado contrario. Se tranquilizó.

… uuhhmm… uuhhmm…

La vasija tembló violentamente mientras la misteriosa maquinaria giraba en su interior. El tesorero acercó la cabeza al recipiente. Sí, desde luego, allí dentro se oía un siseo, como de aire comprimido…

Once perdigones se estrellaron a toda velocidad contra los sacos de arena.

La vasija retrocedió bruscamente, de acuerdo con el popular principio de acción y reacción. En vez de golpear un saco de arena, acertó de pleno al tesorero.

Ming-ng-ng.

El hombre parpadeó. Dio un paso hacia atrás. Se derrumbó.

Las turbaciones de la realidad en Holy Wood estaban extendiendo unos tentáculos débiles, pero la mar de oportunos, que ya llegaban incluso hasta Ankh-Morpork. Por eso, un par de pajaritos revolotearon en torno a la cabeza del tesorero durante un momento, exclamando «pío pío» justo antes de desaparecer.

Gaspode se quedó tendido en la arena, jadeando. Laddie bailoteaba en torno a él y ladraba en tono apremiante.

—Estamos por encima de esas cosas —consiguió decir.

Se puso de pie como pudo, y se sacudió.

Laddie seguía ladrando. Estaba increíblemente fotogénico.

—De acuerdo, de acuerdo —suspiró Gaspode—. Lo mejor será que vayamos a ver si encontramos algo para desayunar. Luego tendríamos que recuperar un poco de sueño, y más tarde ya pensaríamos…

Laddie ladró de nuevo.

Gaspode suspiró.

—Vale, bien —dijo—. Será como dices tú. Pero te advierto de antemano que no te van a dar las gracias.

El perro grande salió como una centella sobre la arena. Gaspode lo siguió a un paso más tranquilo, y se quedó muy sorprendido cuando Laddie volvió sobre sus pasos, lo cogió suavemente por la piel del cogote, y echó a correr con energías renovadas.

—¡Te atreves a hacerme esto sólo porque soy pequeño! —se quejó Gaspode, sacudido de un lado al otro—. ¡No, por ahí no! —añadió—. A estas horas de la mañana, los humanos no valen para nada. Lo que necesitamos son trolls. Todavía estarán despiertos, y a ellos se les da mejor todo el asunto de las rocas y las cavernas subterráneas. Dobla por la próxima a la derecha. Tenemos que ir al Liásico Azul y… ¡Oh, mierda!

De repente, acababa de darse cuenta de que se vería obligado a hablar.

Y en público.

Te podías pasar la vida ocultando cuidadosamente a la gente tus talentos verbales, y entonces, de repente, te encontrabas en una situación que te obligaba a hablar. Si no lo hacías, el joven Victor y la Mujer Gato se quedarían en la cueva por los siglos de los siglos. Laddie lo iba a soltar delante de cualquiera, y lo miraría expectante, y él tendría que dar explicaciones. Después de eso, lo considerarían una especie de monstruo el resto de su vida.

Laddie trotó calle arriba, hacia el ambiente cargado a la puerta del Liásico Azul, que estaba abarrotado de gente. Se abrió camino por un laberinto de piernas gruesas como troncos de árboles. Llegó hasta la barra, lanzó un ladrido agudo, y dejó caer a Gaspode en el suelo.

Lo miró, expectante.

El murmullo de las conversaciones se interrumpió.

—Ése es Laddie —dijo un troll—. ¿Qué querrá? Gaspode caminó torpemente hasta el troll más cercano, y le tiró educadamente del cinturón que colgaba de su oxidada cota de mallas.

—Disculpe —dijo.

—Es un perro condenadamente inteligente —dijo otro troll, apartando a un lado a Gaspode con una patada distraída—. Lo vi ayer en una película. Sabe hacerse el muerto, y es capaz de contar hasta cinco.

—O sea, dos más que tú.

Esto provocó una carcajada general[21].

—Esperad, callaos —ordenó el primer troll—. Parece que intenta decirnos algo.

—… disculpe…

—No hay más que ver cómo salta, como ladra.

—Es verdad. Lo vi en esa película, guiaba a la gente para encontrar a niños perdidos en una cueva.

—… disculpe…

Uno de los trolls frunció en el ceño.

—¿Para comérselos?

—No, imbécil, para sacarlos de allí.

—¿Y guardarlos para alguna barbacoa?

—… disculpe…

Otra patada acertó a Gaspode en un lado de la cabeza alargada.

—A lo mejor es que ha encontrado más. Mirad cómo corre y da vueltas junto a la puerta. Es un perro listísimo.

—Podríamos ir a echar un vistazo —señaló el primer troll.

—Buena idea, me muero de hambre.

—Oye, en Holy Wood no puedes ir por ahí comiéndote a la gente. ¡Nos da mala fama! Además, la Liga Silícea Antidifamación te caería encima como una tonelada de esas cosas rectangulares para hacer edificios.

—Sí, pero a lo mejor hay una recompensa, o algo por el estilo.

—… disculpe…

—¡Bien pensado! Además, si encontramos niños perdidos, la imagen pública de los trolls ganará mucho, conseguiremos conectar mejor con los espectadores…

—Y, si no los encontramos, siempre nos podemos comer al perro, ¿verdad?

El bar se quedó vacío en pocos minutos. Allí sólo quedaron la habitual nube de humo, varios calderos de bebidas fundidas típicas de los trolls, Rubí frotando perezosamente la lava reseca de las jarras, y un perrito pequeño, apolillado, cansado.

El perrito pequeño, apolillado, cansado, meditó profundamente sobre la diferencia que existía entre parecer y comportarse como un perro maravilla, y simplemente serlo.

—Mierda —dijo.

Victor recordó que, cuando era pequeño, le daban miedo los tigres. La gente le explicaba en vano que el tigre más cercano se encontraba a cinco mil kilómetros. El niño se limitaba al preguntar, «¿Hay algún mar entre el lugar donde viven y esta ciudad?», y la gente le respondía, «Bueno, no, pero…», y él replicaba, «Entonces, sólo es cuestión de distancia».

La oscuridad era lo mismo. Todos los lugares oscuros y temibles estaban conectados por la naturaleza misma de la oscuridad. La oscuridad estaba por todas partes, constantemente, aguardando únicamente a que se apagaran las luces. Era, en realidad, igual que las Dimensiones Mazmorra. Sólo esperaban un agujerito en la realidad.

Abrazó con fuerza a Ginger.

—No hace falta —le dijo la chica—. Ya estoy más controlada.

—Ah, qué bien —dijo débilmente.

—Lo malo es que tú también me tienes controlada. Victor se relajó y la soltó.

—¿Tienes frío? —preguntó Ginger.

—Un poco. Esto es muy húmedo.

—¿Esos chasquidos que oigo son tus dientes?

—¿Qué iban a ser si no? No —se apresuró a añadir—. Ni lo pienses.

—¿Sabes una cosa? —suspiró la chica al cabo de un rato—. No recuerdo eso que dices de que te até. Ni siquiera se me da bien hacer nudos.

—Pues éstos eran muy buenos.

—Lo único que recuerdo es el sueño. Esa voz que me decía que despertara a… ¿al hombre durmiente?

Victor pensó en la figura de la armadura tendida sobre la losa.

—¿Lo llegaste a ver bien? —preguntó a Ginger—. ¿Cómo era ese hombre durmiente?

—El de esta noche, no tengo ni idea —replicó la chica con un suspiro—. Pero, en mis sueños, siempre tiene cierto parecido con mi tío Oswald.

Victor recordó una espada más alta que él mismo. No se podía detener una estocada de una cosa semejante, seguro que atravesaría lo que fuera. Sin saber muy bien por qué, le costaba imaginarse a un Oswald con una espada como aquélla.

—¿Por qué te recuerda a tu tío Oswald? —preguntó.

—Porque mi tío Oswald siempre estaba así, tendido, muy quieto. Aunque claro, sólo lo vi una vez. Y fue en su funeral.

Victor abrió la boca para decir algo… y, en aquel momento, le llegaron unas voces lejanas, amortiguadas. Unas cuantas piedras se movieron. Una voz, ahora algo más cercana, rugió:

—¡Hola, niñitos! ¡Por aquí, niñitos!

—¡Es Rock! —exclamó Ginger.

—Reconocería esa voz en cualquier parte —asintió Victor—. ¡En, Rock! ¡Soy yo! ¡Victor!

Hubo una pausa teñida de preocupación. Luego, volvió a oírse la voz de Rock.

—¡Es mi amigo Victor!

—¿Eso quiere decir que no nos lo podemos comer?

—¡Nadie se come a mi amigo Victor! ¡Lo que hay que hacer es sacarlo de ahí enseguida!

Se oyó el ruido de unos mordiscos frenéticos. Luego, les llegaron las quejas de otro troll.

—¿A esto lo llaman piedra caliza? ¡No sabe a nada! Hubo más ruido de rocas apartadas.

—No entiendo por qué no podemos comérnoslo —se quejó una tercera voz—. ¡Nadie se enteraría!

—¡Qué troll tan poco civilizado! —se burló Rock—. ¿Es que no lo entiendes? Si vas por ahí comiéndote a la gente, todo el mundo se reirá de ti. Dirán «Qué troll tan defectuoso, no sabe comportarse educadamente en sociedad». Dejarán de pagarte tres dólares al día, y te enviarán de vuelta a las montañas antes de que te des cuenta.

Victor dejó escapar lo que esperaba que sonara como una breve carcajada.

—Qué panda de bromistas, ¿eh?

—Pedruscos —bufó Ginger.

—Supongo que sabes que todo eso de que se comen a la gente son simples bravatas. Casi nunca lo hacen. No tienes por qué preocuparte.

—No estoy preocupada por eso. Lo que me preocupa es que voy por ahí caminando cuando estoy dormida, y no sé por qué. Por lo que dices tú, parece que voy a despertar a esa criatura durmiente. Es una idea espantosa. Es como si tuviera algo dentro de la cabeza.

Cayeron más rocas en el exterior.

—Eso es lo más extraño —señaló Víctor—. Cuando la gente está… eh… poseída, la cosa que los… eh… posee no suele preocuparse demasiado por ellos ni por nadie. O sea, que no me habría atado. Se habría limitado a dejarme inconsciente de un golpe en la cabeza.

Cogió la mano de Ginger en la oscuridad.

—Ese ser de la losa… —empezó.

—¿Qué pasa?

—Lo he visto antes. Aparece en el libro que encontré. En esas páginas hay montones de imágenes, los que lo escribieron debían de pensar que era muy importante mantenerlo tras la puerta. Eso es lo que dicen los pictogramas… me parece. El hombre… de la Puerta. El hombre detrás de la puerta. El prisionero. Mira, creo que la razón por la que todos esos sacerdotes o lo que fueran tenían que entonar cánticos tres veces al día era…

Alguien apartó desde fuera una de las losas que había junto a su cabeza, y la tenue luz del día inundó el pasadizo. La siguió de cerca Laddie, que intentó lamer la cara de Victor y ladrar al mismo tiempo.

—¡Vale, vale! Bien hecho, Laddie —exclamó el muchacho, tratando de quitárselo de encima—. Buen perro. Buen chico Laddie.

—¡Buen chico Laddie! ¡Buen chico Laddie! Los ladridos hicieron que cayeran del techo más fragmentos de roca.

—¡Ajá! —exclamó Rock.

Las cabezas de otros muchos trolls aparecieron tras él cuando Victor y Ginger miraron por el agujero.

—No son niñitos —murmuró el que se había estado quejando del sabor de la piedra—. Parecen correosos.

—Ya os lo dije —replicó Rock, amenazador—. Nada de comer gente. Nos traería cantidad de problemas.

—¿Y si sólo cogemos una pierna? Así todos conten…

Rock cogió una losa de media tonelada con una mano, la sopesó con gesto pensativo, y luego golpeó al otro troll con tanta fuerza que la rompió.

—Te lo advertí —dijo a la figura inerte—. Los trolls como tú son los que nos dan mala fama. ¿Cómo vamos a ocupar el lugar que nos corresponde por derecho en la hermandad de especies sapientes con trolls defectuosos que no hacen más que darnos reputación de salvajes?

Metió los brazos por el agujero y sacó a Victor de un poderoso tirón.

—Gracias, Rock. Eh… Ginger también está ahí abajo. Rock le dio un codazo de complicidad que le hizo un cardenal entre las costillas.

—Ya veo, ya veo —dijo—. Y lleva una negligente de seda muy bonita, por cierto. Así que los tortolitos buscaban un lugar discreto para arrullarse, y poco más y el Disco se les cae encima, ¿eh?

Los demás trolls sonrieron.

—Bueno, sí… —empezó Victor.

—¡Eso es mentira! —gritó Ginger mientras la ayudaban a salir del agujero—. ¡No estábamos…!

—¡Sí estábamos! —la interrumpió Victor, haciendo gestos frenéticos con las manos y con las cejas—. ¡Estábamos mucho! ¡Tienes toda la razón, Rock!

—Sí —corroboró uno de los trolls que había tras el aludido—. Los he visto en las películas. Él no deja de besarla y de alejarse con ella.

—Oye, tú… —empezó Ginger.

—Ahora tenemos que largarnos a toda velocidad —la interrumpió Rock—. El techo de la cueva me parece un tanto defectuoso. Puede derrumbarse en cualquier momento.

Victor alzó la vista. La arenilla caía ominosamente.

—Tienes razón —asintió.

Cogió a la refunfuñante Ginger por un brazo, y tiró de ella a lo largo del pasadizo. Los trolls recogieron al compatriota caído que no sabía comportarse educadamente en sociedad, y echaron a andar tras ellos.

—Ha sido repugnante, no tenías derecho a hacer que pensaran… —siseó Ginger.

—¡Cállate! —le ordenó Victor—. ¿Se puede saber qué querías que dijera, eh? A ver, ¿qué explicación te habría parecido adecuada? ¿Qué quieres que sepa la gente?

La chica titubeó.

—Bueno, vale —asintió—. Pero ya podría habérsete ocurrido otra cosa. Podrías haber dicho que estábamos explorando, o buscando fósiles…

Su voz se fue apagando.

—Sí, a media noche, y tú vestida con una negligente de seda —bufó Victor—. Por cierto, ¿qué demonios es una negligente?

—Es una negligé —lo corrigió Ginger.

—Vamos, tenemos que volver a la ciudad. Después, a lo mejor me da tiempo a dormir un par de horas.

—¿Cómo que después? ¿Después de qué?

—Vamos a tener que invitar a algo a estos muchachos…

Se oyó un retumbar grave procedente de la colina. Una nube de polvo surgió de la puerta, cubriendo a los trolls. El resto del techo se había desplomado.

—Bueno, ya está —suspiró Victor—. Se acabó. ¿Crees que se lo podrás explicar con claridad a tu parte sonámbula? No sirve de nada que siga intentando entrar, ya no hay túnel. Está bloqueado. Se acabó. Menos mal.

En todas las ciudades hay un bar así. Está escasamente iluminado, y los clientes, aunque hablan, no se hablan realmente entre sí, y además tampoco escuchan. Sólo hablan para dejar salir el dolor que llevan dentro. Son bares para los abandonados, para los desafortunados, para toda esa gente que se ha visto temporalmente apartada de la carrera de la vida y se encuentra en los boxes.

Son bares que hacen negocio.

En aquel amanecer en concreto, los deprimidos clientes ocupaban todo el largo de la barra, cada uno inmerso en su nube de pesadumbre, cada uno convencido de ser el ente más desdichado del mundo.

—Yo lo creé —suspiró Silverfish con tristeza—. Pensé que sería educativo. Que serviría para ampliar los horizontes de la gente. Nunca prendí que fuera un… un espectáculo. ¡Con más de mil elefantes! —añadió, furioso.

—Sí —asintió Detritus—. Ella no sabe lo que quiere. Hago todo lo que me dice, y luego me responde que eso no está bien, que soy un troll sin sensibilidad, que no comprendo las necesidades de una chica. Dice que una chica quiere cosas pegajosas que se comen, en una caja con un lazo, yo voy y hago la caja con el lazo, ella desata el lazo, y va y grita, y dice que no se refería a un caballo despellejado. Es lo que te digo, no sabe lo que quiere.

—Sí —añadió una voz desde debajo del taburete de Silverfish—. Si ahora mismo me largara a unirme a los lobos, les estaría bien empleado.

—O sea, por ejemplo, eso de Lo que la Tempestad se Llevó —siguió Silverfish—. Ni siquiera es real. Las cosas no fueron así. No es más que un montón de mentiras. Cualquiera vale para contar mentiras.

—Sí —dijo Detritus—. Y otra cosa, va y dice, una chica quiere música bajo la ventana, y yo toco música bajo la ventana, todo el mundo se despierta en la calle y empiezan a pegar gritos, que si troll malo, que si qué haces golpeando piedras a estas horas de la noche… En cambio, ella ni siquiera se despierta.

—Sí —suspiró Silverfish.

—Sí —suspiró Detritus.

—Sí —suspiró la voz bajo el taburete.

Por supuesto, el propietario del bar estaba de lo más alegre. No era en absoluto difícil estar alegre cuando tus clientes se comportaban como pararrayos para cualquier desgracia que flotara por los alrededores. Ya había llegado a la conclusión de que no valía la pena decir cosas como «No te preocupes, míralo por el lado bueno», porque nunca había un lado bueno», ni «Anímate, quizá eso no llegue a pasar», porque a menudo eso ya había pasado. Lo único que se esperaba de él era que sirviera las bebidas con rapidez.

Pero, aquella mañana, estaba un poco desconcertado. Parecía haber una persona más junto a la barra, aparte de quienquiera que le estuviera hablando desde el suelo. No dejaba de tener la sensación de que servía una copa de más, incluso de que le pagaban por ella, hasta estaba seguro de que hablaba con el misterioso cliente. Pero no podía verlo. De hecho, no estaba seguro de lo que veía, ni de con quién hablaba.

Se dirigió hacia el otro extremo de la barra.

Un vaso se deslizó hacia él.

OTRA DE LO MISMO —pidió una voz desde entre las sombras.

—Eh… —titubeó el camarero—. Sí. Claro. ¿Qué era?

CUALQUIER COSA.

El camarero llenó el vaso de ron. Alguien lo hizo desaparecer. Intentó decir algo, cualquier cosa. Sin saber muy bien por qué, estaba aterrorizado.

—No viene mucho por aquí, ¿verdad? —consiguió tartamudear.

ME GUSTA EL AMBIENTE. OTRA DE LO MISMO.

—¿Qué, trabaja en Holy Wood? —insistió desesperadamente el camarero, llenando el vaso a toda velocidad.

Volvió a desaparecer.

—Hace tiempo que no. Otra de lo mismo.

El camarero titubeó. En el fondo, tenía un alma bondadosa.

—¿No cree que ya ha tenido bastante? —preguntó con amabilidad.

SÉ MUY BIEN CUANDO HE TENIDO BASTANTE.

—Todo el mundo dice lo mismo.

SÉ CUANDO HA TENIDO BASTANTE TODO EL MUNDO.

Aquella voz tenía una cualidad muy extraña. El camarero no estaba del todo seguro de estar oyéndola con las orejas.

—Oh, bueno —suspiró—. ¿Otra de lo mismo?

NO. MAÑANA ME AGUARDA UN DÍA AJETREADO. QUÉDESE CON EL CAMBIO.

Un puñado de monedas cayó sobre el mostrador. Estaban heladas al tacto, y la mayoría parecían muy viejas y oxidadas.

—Eh, esto… —empezó el camarero.

La puerta se abrió y se cerró, dejando entrar una ráfaga de aire frío pese a la calidez del amanecer.

El camarero limpió la barra con gestos distraídos, esquivando cuidadosamente las monedas.

—En un bar se conoce a gente muy rara —murmuró.

SE ME OLVIDABA —dijo una voz junto a su oído—. UN PAQUETE DE CACAHUETES, POR FAVOR.

La nieve brillaba en las cimas de las Montañas del Carnero situadas más cerca de la Periferia. Las Montañas del Carnero son esa gigantesca cordillera que, al curvarse en torno al Mar Circula, forma un muro natural entre Klatch y las grandes llanuras de Sto.

Allí había espantosos glaciares, allí tenían lugar terribles avalanchas, entre los elevados campos silenciosos cubiertos de nieve.

Y también había yetis. Los yetis pertenecen a una especie que vive en las grandes alturas, tienen cierto parentesco con los trolls, e ignoran por completo que devorar a la gente ya no está de moda. Su filosofía es: si se mueve, cómetelo. Si no se mueve, espera a que se mueva. Y cómetelo.

Habían estado escuchando los sonidos todo el día. Los ecos habían rebotado de pico en pico a lo largo de la cordillera congelada, y ahora eran un estruendoso retumbar sordo.

—Mi primo —dijo uno de ellos, que se hurgaba perezosamente en un diente podrido con una zarpa—, dijo que eran animales grises, enormes. Elefantes.

—¿Más grandes que nosotros? —se interesó el otro yeti.

—Casi tan grandes como nosotros —replicó el primero—. Y me dijo que eran montones. Más de los que él era capaz de contar.

El segundo yeti olfateó el viento y pareció meditar sobre la afirmación.

—Sí, bueno —dijo, malhumorado—. Pero es que tu primo sólo sabe contar hasta uno.

—Dijo que había muchos unos. Grandes elefantes grises, gordos, todos atados unos a otros, subiendo. Muy grandes, muy despacio. Y llevaban montones de oograah.

—Ah.

El primer yeti señaló la vasta llanura nevada.

—Hoy es bien profunda —dijo—. Aquí nada se puede mover deprisa, ¿no? Si nos tumbamos en la nieve, no nos verán hasta que estén encima de nosotros. Los asustaremos y Comeremos Bien. —Hizo un gesto con una de sus gigantescas zarpas—. Mi primo dijo que eran muy pesados —insistió—. No se moverán muy deprisa, créeme.

El otro yeti se encogió de hombros.

—Bueno, vamos —dijo, levantando la voz para hacerse oír por encima de los ecos del barritar.

Se tendieron en la nieve. Sus pellejos blancos los transformaban en dos montecillos de aspecto inofensivo. Era una técnica que les había funcionado una y otra vez, y se había transmitido de yeti en yeti durante miles de años, aunque no seguiría transmitiéndose mucho más tiempo.

Aguardaron.

Se oyó el ruido de la manada al aproximarse.

Al final, el primer troll volvió la cabeza hacia el otro.

—¿Qué obtienes…? —empezó con voz pausada, porque llevaba mucho tiempo meditando esto—. ¿Qué obtienes si cruzas… una montaña con un elefante?

Nunca llegó a obtener una respuesta.

Los yetis habían estado en lo cierto.

Cuando los quinientos dos elefantes llegaron al risco, a noventa kilómetros por hora, barritando aterrorizados, no vieron a los yetis hasta que no estuvieron literalmente encima de ellos.

Victor sólo pudo dormir dos horas, pero cuando se levantó se sentía mucho más descansado y optimista.

Todo había terminado. A partir de aquel momento, las cosas irían mucho mejor. Ginger había sido bastante amable con él la noche anterior… bueno, hacía unas horas… y, fuera lo que fuera lo que había en la colina, había quedado enterrado para siempre.

A veces pasaban cosas como aquélla, pensó mientras echaba un poco de agua en la jofaina agrietada para lavarse rápidamente. El espíritu de rey malvado o un mago retorcido, cuando enterraban el cadáver, trataba de arreglar un poco las cosas, o algo por el estilo. No era nada fuera de lo comente. Pero ahora debía de haber un millón de toneladas de roca bloqueando el túnel, y eso no había espíritu que se lo saltara.

Por un breve instante, recordó la pantalla, desagradablemente viva, pero ahora ya no le parecía tan aterradora. La cueva había estado muy oscura, las sombras parecían moverse, y además él había estado más tenso que la cuerda de un reloj, no era de extrañar que los ojos le hubieran jugado una mala pasada. También había estado la cuestión de los esqueletos, pero ahora no le resultaban tan aterradores. Victor conocía las leyendas sobre los jefes de tribus de las llanuras gélidas, que se hacían enterrar en compañía de ejércitos enteros de hombres a caballo, para que sus almas vivieran en el otro mundo. Quizá allí hubiera habido una civilización semejante en el pasado. Sí, a la fría luz del día todo resultaba mucho menos aterrador.

Porque en realidad era eso. Luz fría.

La habitación estaba llena de esa luz que hay cuando te despiertas una mañana de invierno y sabes, por la luz, que ha nevado. Era una luz sin sombras.

Salió a la ventana, y contempló el pálido brillo dorado.

Holy Wood había desaparecido.

Las visiones de lo acontecido durante la noche volvieron a poblar su mente, igual que vuelve la oscuridad cuando se va la luz.

Espera un momento, espera un momento, pensó, combatiendo el pánico. No es más que niebla. Estamos muy cerca del mar, alguna vez tenía que haber niebla. Y si brilla es porque ha salido el sol. La niebla no tiene nada de extraño. No son más que pequeñas gotas de agua suspendidas en el aire. Sólo eso, nada más.

Se puso la ropa a toda velocidad, abrió la puerta que daba al pasillo y estuvo a punto de tropezar con Gaspode, que estaba tendido cuan largo era ante la puerta, como el felpudo más apolillado del mundo.

El perrito se levantó inseguro, y clavó en Victor la mirada de sus ojos amarillentos.

—Oye —dijo—, quiero que esto quede bien claro, no estoy tumbado delante de tu puerta porque sea un perro leal protegiendo el sueño de su amo, ni ninguna de esas tonterías. Lo que pasó fue que, cuando volví…

—Cállate, Gaspode.

Victor abrió la puerta exterior. La puerta se coló en la casa. Parecía tener un talante explorador. Entraba como si hubiera estado aguardando aquella oportunidad.

—La niebla no es más que niebla —dijo en voz alta—. Vamos. Hoy es cuando viajamos a Ankh-Morpork, ¿o ya te habías olvidado?

—Tengo la cabeza como el fondo de una cesta para gatos —se quejó Gaspode.

—Ya dormirás un poco en el carro. Bien pensado, creo que yo haré lo mismo.

Dio unos pasos en el brillo argentino y, casi al momento, se perdió. Los edificios se cernían vagamente sobre él en el aire espeso, húmedo.

—¿Gaspode? —llamó, titubeante.

La niebla no es más que niebla, se repitió. Pero parece abarrotada. Da la sensación de que, si se despejara de repente, vería a mucha gente mirándome. Desde fuera. Y eso es ridículo, porque yo estoy fuera, y no hay nada fuera de fuera. Por lógica.

—Supongo que querrás que te guíe —dijo una voz presuntuosa junto a su rodilla.

—Hay mucho silencio, ¿no te parece? —replicó Victor, tratando de hablar con tranquilidad—. Supongo que la niebla amortigua todos los ruidos.

—Claro, aunque también es posible que hayan surgido del mar unas criaturas fantasmales que hayan acabado con todo bicho viviente excepto con nosotros —replicó Gaspode con voz alegre.

—¡Cállate!

Una mole amenazadora se acercó a ellos entre el brillo. Al acercarse, pareció encoger, y los tentáculos y las antenas con que lo había dotado la imaginación de Victor se convirtieron en las piernas más o menos vulgares de Soll Escurridizo.

—¿Victor? —preguntó, inseguro.

—¿Soll?

El alivio del joven Escurridizo fue evidente.

—Con esta maldita cosa, no veo nada —dijo—. Pensamos que podrías perderte. Venga, es casi mediodía. Ya estamos preparados para marcharnos.

—Yo también.

—Perfecto.

Las gotas de niebla se habían condensado sobre el pelo y la ropa de Soll.

—Eh… —dijo—, ¿dónde estamos, concretamente?

Victor se dio la vuelta. Sus habitaciones habían estado tras él.

—La niebla lo cambia todo, ¿verdad? —señaló Soll, nervioso—. Eh… oye, ¿crees que tu perrito será capaz de encontrar el camino hasta los estudios? Parece un bicho muy listo.

—Guau, guau —dijo Gaspode.

Se sentó y meneó la cola con un gesto que Victor comprendió que era de sarcasmo puro.

—¡Caray! —exclamó Soll—. Casi parece que nos entienda, ¿verdad? Gaspode lanzó un ladrido seco. Tras uno o dos segundos, se oyó una mezcolanza de ladridos emocionados, a modo de respuesta.

—Claro, ése es Laddie —se animó el joven Escurridizo—. ¡Qué perro tan inteligente!

Gaspode puso cara de asco.

—Sí, sí, Laddie es un fuera de serie —siguió Soll, mientras caminaban en dirección a los ladridos—. Podría enseñar unos cuantos trucos a tu perro, ¿eh?

Victor no se atrevió a mirar hacia abajo.

Tras unos cuantos giros en falso, el arco del Siglo del Murciélago Frugívoro pasó sobre sus cabezas como un espectro. Allí había más gente: los terrenos del estudio parecían abarrotados de paseantes extraviados que no sabían a qué otro lugar dirigirse.

Un carro de caballos aguardaba a la puerta del despacho de Escurridizo. El propio Escurridizo estaba de pie junto a él, dando patadas al suelo para entrar en calor.

—Vamos, vamos —los apremió—. He enviado a Gaffer por delante con la película. Llegáis tarde, subid al carro los dos de una vez.

—¿Podemos viajar con este tiempo? —se sorprendió Victor.

—¿Qué tiene de malo? —replicó Escurridizo, encogiéndose de hombros—. Hay un camino que lleva a Ankh-Morpork. Además, lo más probable es que esta cosa desaparezca en cuanto nos alejemos de la costa. No entiendo por qué está todo el mundo tan nervioso. La niebla no es más que niebla.

—Eso mismo digo yo —asintió Victor al tiempo que subía al carruaje.

—Menos mal que acabamos ayer mismo el rodaje de Lo que la Tempestad se Llevó —suspiró Escurridizo—. Seguramente esto es cosa de la estación. Nada preocupante.

—Eso ya lo has dicho antes —le recriminó bruscamente su sobrino—. Lo has dicho por lo menos cinco veces en lo que va de mañana.

Ginger estaba ya sentada en uno de los asientos, con Laddie tendido a sus pies. Victor se deslizó para colocarse junto a ella.

—¿Has conseguido dormir algo? —le preguntó.

—Sólo una hora o dos —suspiró la chica—. No ha pasado nada. No he tenido ningún sueño. Victor se relajó un poco.

—Entonces es verdad, todo ha terminado —dijo—. No estaba seguro.

—¿Y la niebla? —quiso saber ella.

—¿Perdona? —se atragantó Victor.

—¿De dónde sale esta niebla?

—Bueno —empezó el joven—, según tengo entendido, cuando una corriente de aire frío pasa sobre una zona cálida, el agua se precipita…

—¡Sabes de sobra lo que quiero decir! ¡No es una niebla normal y corriente! Tiene… tiene formas extrañas —terminó de mala gana—. Y casi se oyen voces dentro de ella —añadió.

—No se pueden oír voces «casi» —señaló Victor, con la esperanza de que su propia mente racional le prestara atención—. O se oyen, o no se oyen. Escucha, los dos estamos muy cansados. No pasa nada más. Últimamente hemos trabajado muy duro, y, eh… no hemos dormido demasiado, así que es perfectamente comprensible que creamos que casi vemos y oímos cosas.

—Ah, así que tú también casi ves cosas, ¿eh? —señaló Ginger con voz triunfal—. Y a mí no me pongas esa voz tranquilita y sensata —añadió—. Detesto cuando la gente me pone voz tranquilita y sensata.

—Eh, tortolitos, espero que no os estéis peleando ahora, ¿eh?

Víctor y Ginger se pusieron rígidos. Escurridizo se sentó en el asiento frente a ellos, y se inclinó hacia delante con una sonrisa alentadora. Soll entró en el carro. Se oyó un fuerte golpe cuando el cochero cerró la puerta tras él.

—Pararemos a mitad de camino para comer algo —los informó Escurridizo cuando el carro empezó a moverse. Titubeó, y olfateó el aire con gesto de sospecha.

—¿A qué huele? —preguntó.

—Es mi perro, me temo que está bajo su asiento —respondió Victor.

—¿Está enfermo? —quiso saber Escurridizo.

—No, siempre huele así.

—¿No sería mejor que le dieras un baño?

Una voz, justo por debajo del umbral de audición, dijo, malhumorada: «¿No sería mejor si te arrancara un pie de un mordisco?».

Mientras tanto, por encima de Holy Wood, la niebla se espesaba…

Los carteles de Lo que la Tempestad se Llevó llevaban ya varios días circulando por Ankh-Morpork, y el interés era fervoroso.

En esta ocasión, los carteles habían llegado incluso hasta la Universidad Invisible. El bibliotecario había colgado uno en el nido fétido, plagado de libros, que él llamaba «hogar»[22], y otros muchos circulaban a hurtadillas hasta entre los propios magos.

El dibujante había conseguido una auténtica obra maestra. En brazos de Victor, contra un fondo en el que se divisaba una ciudad en llamas, Ginger aparecía, no sólo mostrando casi todo lo que tenía, sino también mucho de lo que, en un sentido estricto, no tenía.

El efecto que esto causaba sobre los magos era todo lo que Escurridizo podía esperar en sus mejores sueños. En la Sala No-Común, el cartel pasaba de mano temblorosa en mano temblorosa, como si todos tuvieran miedo de que pudiera explotar.

—Esta chica Lo tiene —dijo el profesor de Estudios Indefinidos. Era uno de los magos más gordos de la Universidad, y tan engreído que parecía estar a la altura de su cargo.

—¿Qué tiene, profesor? —quiso saber otro mago.

—Bueno, ya sabes… eso, lo que tiene. Gancho. Garra. Sexapil.

Todos lo miraron con educado interés, como si esperasen una aclaración.

—Dioses, ¿es que os lo tengo que deletrear? —suspiró el mago.

—Quiere decir que tiene magnetismo sexual —intervino el conferenciante de Runas Modernas alegremente—. El atractivo de unos senos cálidos y blandos, y muslos tersos y duros, y las frutas prohibidas del deseo que…

Con cautela, uno o dos de los magos apartaron sus sillas de él.

—Ah, sexo —asintió el decano de Pentagramas, interrumpiendo al conferenciante de Runas Modernas a medio suspiro—. La verdad es que, en mi opinión, últimamente hay demasiado de eso.

—Oh, yo no sabría qué decir… —replicó el conferenciante de Runas Modernas.

Parecía pensativo.

El ruido despertó a Windle Poons, que había estado sesteando en su silla de ruedas junto a la chimenea. Ya fuera invierno o verano, en la Sala No-Común había siempre una chimenea encendida.

—¿Qué pasa? —dijo.

El decano se inclinó hacia su oreja.

—Estaba diciendo —exclamó, vocalizando que, cuando éramos jóvenes, no conocíamos el significado de la palabra «sexo».

—Es cierto. Es muy cierto —asintió Poons. Contempló las llamas con gesto reflexivo—. ¿Recordáis si… mmm… si llegamos a averiguarlo?

Hubo un momento de silencio.

—Bueno, digáis lo que digáis, es una mujer bandera —insistió el conferenciante de Runas Modernas, en tono desafiante.

—Varias mujeres bandera —asintió el decano.

Windle Poons enfocó la mirada insegura en el llamativo cartel.

—¿Quién es el joven? —preguntó.

—¿Qué joven? —quisieron saber varios magos.

—El que está en el centro del dibujo —señaló Poons—. El que la tiene en brazos.

Todos miraron de nuevo el cartel.

—Ah, ése —asintió el profesor, distraído.

—No sé… tengo la sensación de que lo he visto antes… —meditó Poons.

—Mi querido Poons, espero que no te hayas estado escapando para ver las imágenes en acción —intervino el decano, sonriendo a los demás—. Ya sabes, es un descrédito que un mago asista a las diversiones del populacho. El archicanciller se enfadaría con nosotros.

—¿Qué? —quiso saber Poons, llevándose una mano a la oreja.

—Pues, ahora que lo dices, sí que me suena de algo su cara —añadió el decano al tiempo que examinaba de nuevo el cartel.

El conferenciante de Runas Modernas echó también un vistazo al dibujo.

—Oye, ¿no es el joven Victor?

—¿Eh? —inquirió Poons.

—¿Sabéis? Puede que tenga razón —asintió el profesor de Estudios Indefinidos—. Por lo menos, tiene el mismo bigotito insignificante.

—¿Quién es? —insistió Poons.

—¡Pero si era un estudiante! ¡Podría haber llegado a mago! —exclamó el decano—. ¿Por qué iba a querer ir por ahí a coger mujeres en sus brazos?

—Mirad aquí, es un Victor, sí, pero no nuestro Victor —indicó el profesor—. Pone que se llama Victor Maraschino.

—Oh, eso no tiene nada que ver, no es más que un nombre de película —explicó animadamente el conferenciante de Runas Modernas—. Todos tienen nombres raros de ese estilo. Delores De Syn, y Blanche Languish, y Rock Acantilad, cosas por el estilo… —Se dio cuenta de que todos lo miraban con gesto acusador—. Bueno, eso me han dicho —añadió rápidamente—. El portero, por ejemplo. Va a ver imágenes en acción casi todas las noches.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Poons, sacudiendo el bastón en el aire.

—El cocinero también va todas las noches —corroboró el profesor—. Igual que casi todo el personal de cocinas. Reto a quien sea a que consiga un bocadillo de jamón después de las nueve de la noche.

—Casi todo el mundo va a ver las imágenes en acción —asintió el conferenciante—. Menos nosotros.

Uno de los otros magos examinó atentamente la base del cartel.

—Aquí dice —empezó—, que se trata de «¡Una saga de pasiones desatadas y escaleras anchas en la turbulenta historia de Ankh-Morpork!».

—Ah. Entonces debe de ser algo histórico —dijo el conferenciante.

—Y luego pone, «¡¡Una épica historia de amor que conmocionó a hombres y a dioses!!».

—Ah. También hay religión.

—Y luego añade, «¡¡¡Con más de mil elefantes!!!».

—Muy bien, ciencias naturales. Las ciencias naturales siempre han sido muy educativas —asintió el profesor, mirando al decano con gesto especulativo.

Los demás magos estaban haciendo lo mismo.

—Según mi parecer —empezó el conferenciante con voz pausada—, nadie tendría nada que objetar contra el hecho de que unos magos de alto nivel fueran a ver un trabajo de interés histórico, religioso y… eh… ciencionaturalífico.

—Las reglas de la Universidad son muy estrictas en ese sentido —señaló el decano, aunque sin demasiado entusiasmo.

—Pero no cabe duda de que sólo se aplican a los estudiantes —terció el conferenciante—. Es perfectamente comprensible que no se permita a los estudiantes ver cosas como ésta. Lo más probable es que se dedicaran a silbar, y a lanzar cosas a la pantalla. En cambio, nadie puede pretender que se impida examinar este fenómeno popular a unos magos de alto nivel como nosotros.

El bastón que blandía Poons asestó un buen golpe en las corvas al decano.

—¡Exijo saber de qué habla todo el mundo! —aulló.

—¡No entendemos por qué no se permite a unos magos de alto nivel ver imágenes en acción! —chilló el profesor a pleno pulmón.

—¡Pues estaría muy bien! —gritó Poons—. ¡A todo el mundo le gusta ver a una mujer bonita!

—Nadie ha mencionado nada sobre mujeres bonitas. Lo que nos interesa es examinar este fenómeno popular —aclaró apresuradamente el profesor.

—Bueno, llámalo como quieras —rió Windle Poons.

—Si la gente ve que unos magos se meten a ver unas vulgares imágenes en acción, perderán todo el respeto debido a la profesión —bufó el decano—. No es magia auténtica. No son más que trucos.

—¿Sabéis una cosa? —dijo uno de los magos inferiores, en tono pensativo—. Siempre me he preguntado en qué consisten exactamente esas malditas películas. ¿Son una especie de espectáculo de marionetas? ¿O gente que actúa sobre un escenario? ¿O sombras sobre una pantalla?

—¿Lo veis? —corroboró el decano—. Se supone que somos sabios, y no lo sabemos.

Todos miraron al decano.

—Sí, pero… ¿quién quiere ver a un montón de jovencitas bailando con las piernas al aire? —preguntó por último a la desesperada.

Ponder Stibbons, el mago posgraduado más afortunado en la historia de la Universidad Invisible, se dirigió alegremente hacia la entrada secreta del muro. En su cabeza, por lo general bastante desierta, se aglomeraban las imágenes de jarras de cerveza, y quizá una película, y quizá un curry klatchiano extracaliente para redondear la noche, y luego a lo mejor…

Fue el segundo peor momento de su vida.

Allí estaban todos. Todo el personal docente superior. Hasta el decano. Hasta el viejo Poons, en su silla de ruedas. Todos allí de pie, entre las sombras, mirándolo con caras raras. La paranoia hizo explosión con sus oscuros fuegos artificiales en el basurero de su mente. Lo estaban esperando a él.

Se quedó paralizado.

El decano le habló.

—Oh. Oh. Oh. Eh. Ah. Mm. Mmm —empezó. Luego, pareció recuperar el control sobre su lengua—. Oh. ¿Qué tenemos aquí? ¿Qué tenemos aquí? ¡Ven ahora mismo, joven!

Ponder titubeó un instante. Luego, huyó como si le fuera en ello la vida.

Tras un rato, el conferenciante en Runas Modernas se atrevió a hablar.

—Era el joven Stibbons, ¿verdad? ¿Se ha marchado?

—Creo que sí.

—Seguro que dirá algo a alguien.

—Lo dudo —replicó el decano.

—¿Crees que llegó a ver que habíamos sacado los ladrillos?

—No, yo me había puesto delante de los agujeros —lo tranquilizó el profesor.

—Pues venga, vamos. ¿Por dónde estábamos?

—Escuchad, esto me parece un poco alocado —protestó el decano.

—Cállate, vejestorio, y coge este ladrillo.

—Vale, pero ahora, decidme… ¿cómo pensáis sacar la silla de ruedas?

Todos contemplaron la silla de Poons.

Existen sillas de ruedas que son esbeltas y ligeras, diseñadas para que sus propietarios se muevan con independencia y sin problemas en la sociedad moderna. Para la cosa en la que habitaba Poons, eran como gacelas comparadas con un hipopótamo. Poons era perfectamente consciente de su función en la sociedad moderna y, por lo que a él respectaba, consistía en que lo empujaran a todas partes y, en resumidas cuentas, en que lo llevaran en palmitas.

Era larga, muy ancha, y se controlaba gracias a unas ruedecillas en la parte de delante y un largo mango de hierro fundido. En realidad, el hierro fundido era buena parte de su estructura básica. La silla tenía barrocos adornos de hierro, que parecían hechos a partir de tuberías de hierro soldadas. Las ruedas de la parte trasera no llevaban cuchillas afiladas, pero daba la sensación de que eran un extra opcional. La silla tenía varias palancas de aspecto ominoso, cuyo objetivo sólo conocía el propio Poons. Había también una gran capucha de tela impermeable, que se podía levantar en tan sólo unas pocas horas y serviría para proteger a su ocupante de chaparrones, tormentas y, probablemente, de meteoritos y edificios que se derrumbaran. Quizá para hacerla un poco menos ominosa, la palanca delantera estaba adornada con un amplio surtido de trompetas, bocinas y silbatos, con los cuales Poons tenía costumbre de anunciar su paso por los pasillos y salones de la Universidad. Porque una de las características de aquella silla de ruedas era que hacía falta un hombre musculoso para ponerla en marcha, pero, una vez en movimiento, resultaba imparable; quizá tuviera frenos, pero Windle Poons nunca se había molestado en averiguarlo. Tanto el personal docente como los estudiantes sabían que, si oían un bocinazo o un silbido demasiado cerca, su única posibilidad de supervivencia estribaba en aplastarse al máximo contra la pared más cercana mientras pasaba el temible vehículo.

—No vamos a poder pasarla por encima del muro —dijo el decano con firmeza—. Debe de pesar como mínimo una tonelada. Además, de todos modos, sería mejor que se quedara. Es demasiado viejo para estas cosas.

—Cuando yo era joven, saltaba este muro, mmm, todas las noches —dijo Poons con resentimiento. Dejó escapar una risita—. Menudas juergas nos corríamos en aquellos tiempos. Os lo digo yo. Si me dieran un penique, mmm, por cada vez que la Guardia me persiguió hasta aquí… —Sus viejos labios se movieron en un repentino frenesí de cálculo—. Tendría cinco peniques y medio.

—A lo mejor, si… —empezó a decir el profesor. Se interrumpió a media frase y se quedó mirando al anciano—. ¿Cómo que cinco peniques y medio?

—Recuerdo que una vez se quedaron a medio camino —explicó Poons alegremente—. Oh, vaya si eran buenos tiempos, y tanto que sí. Recuerdo que una vez el viejo «Números» Riktor, y «Gordito» Spold y yo, nos metimos en el Templo de los Dioses Menores, ya sabéis, a mitad de un servicio, y Gordito llevaba un cochinillo en un saco, y entonces…

—¿Veis lo que habéis hecho? —se quejó el conferenciante de Runas Modernas—. Ahora no habrá manera de pararlo.

—Podríamos intentar elevarla con magia. El Ascensor Sin Esfuerzo de Gindle bastará y sobrará.

—… y entonces el sumo sacerdote se dio la vuelta, je, je, ¡y qué cara puso! Luego el viejo Números dijo, ¿por qué no vamos a…?

—No es un uso muy digno de la magia —bufó el decano.

—Desde luego, es mucho más digno que levantar nosotros mismos a pulso ese jodido trasto por encima del muro, ¿no te parece? —insistió el conferenciante de Runas Modernas mientras se arremangaba—. Vamos, muchachos.

—… y luego vimos a Granos aporreando la puerta del Gremio de los Asesinos, y allí estaba el viejo Scummidge, que era el portero entonces, je, je, ni os lo imagináis, era un espanto, bueno, pues el caso es que salió, mmm, y en ese momento los guardias doblaron la esquina…

—¿Preparados? ¡Ya!

—… lo que me recuerda aquella vez en que «Pepinillo». Framer cogió un bote de pegamento y fue a…

—¡Por tu lado, decano!

Los magos gruñeron con el esfuerzo.

—… y, mmm, también recuerdo como si fuera ayer la cara que puso al…

—¡Ahora, bajadla por el otro lado!

Las ruedas de hierro tintinearon suavemente contra los guijarros del callejón.

Poons asintió, sonriente.

—Eran buenos tiempos, vaya si eran buenos tiempos —murmuró.

Y se quedó dormido.

Los magos salieron también, trepando muy despacio por el muro y saltando inseguros al otro lado, con los amplios traseros brillando a la luz de la luna. Llegaron al callejón, y se quedaron allí unos segundos, jadeantes.

—Dime, decano —resolló el conferenciante, apoyándose en la pared para evitar el temblor de las piernas—. ¿Hemos dado… órdenes… para que… hagan el muro… más alto… en los cincuenta… últimos años?

—Creo… que… no.

—Qué cosa más extraña. Antes yo lo saltaba como una gacela. Y no hace tanto tiempo. No hace tanto, desde luego.

Los magos se secaron las frentes y se miraron tímidamente unos a otros.

—Yo solía saltarlo casi todas las noches para tomarme una o… o varias jarras de cerveza —empezó el profesor.

—Yo, por las noches, estudiaba —señaló el decano escrupulosamente.

El profesor entrecerró los ojos.

—Sí, es verdad, siempre —dijo—. Lo recuerdo muy bien.

Los magos empezaban a aprehender la situación. Estaban fuera de la Universidad, de noche y sin permiso, por primera vez desde hacía décadas. Una cierta excitación contagiosa se transmitió de unos a otros. Cualquier observador atento al lenguaje corporal había estado dispuesto a apostar lo que fuera a que, después de la película, alguno sugeriría que, ya que estaban fuera, podían ir a cualquier sitio a beber algo, y luego otro sugeriría que ya que estaban en ello podían cenar, y siempre quedaría sitio para más bebidas, y al final darían las cinco de la madrugada y la Guardia de la ciudad llamaría respetuosamente a las puertas de la Universidad Invisible, para preguntar al archicanciller si podía ir a los calabozos a identificar a unos supuestos magos que estaban cantando canciones obscenas en un sexteto desacompasado, y que si de paso le importaría llevar algo de dinero para pagar los destrozos. Porque, en el interior de cada anciano, hay un joven preguntándose qué demonios ha pasado.

El profesor alzó la mano y se agarró el ala de su puntiagudo sombrero de mago.

—Bueno, muchachos —dijo—. Gorros fuera.

Todos se descubrieron, pero de mala gana. Los magos llegan a encariñarse mucho con sus sombreros puntiagudos. Les da cierta garantía de identidad. Pero, como había dicho al principio de la conversación el profesor, la gente sabía que eran magos gracias a los sombreros puntiagudos; por tanto, si se los quitaban, los confundirían con mercaderes adinerados o algo por el estilo.

El decano se estremeció.

—Me siento como si me hubiera quitado toda la ropa —tartamudeó.

—Los podemos meter debajo de la manta de Poons —señaló el profesor—. Nadie se dará cuenta de que somos nosotros.

—Ni siquiera nosotros —suspiró el conferenciante de Runas Modernas.

—Pensarán que somos… bueno, que somos ciudadanos corrientes.

—Así es como me siento —asintió el decano—. Como un ciudadano corriente.

—O comerciantes —insistió el profesor. Se pasó los dedos por el pelo blanco.

—Recordadlo —insistió—. Si alguien nos dice algo, no somos magos. Sólo honrados comerciantes que han salido a divertirse una noche, ¿de acuerdo?

—¿Qué pinta tiene un honrado comerciante? —preguntó uno de los magos.

—¿Cómo quieres que lo sepamos? —replicó el profesor—. Bien, la cuestión es que nadie deberá hacer nada de magia —prosiguió—. No hace falta que os diga lo que pasará si el archicanciller se entera de que el personal docente ha asistido a espectáculos populares.

—Me preocupa mucho más que se enteren los estudiantes —se estremeció el decano.

—¡Barbas falsas! —intervino el conferenciante de Runas Modernas—. ¡Tendríamos que llevar barbas falsas! El profesor puso los ojos en blanco.

—Todos tenemos barba —le explicó—. A ver, ¿me quieres decir qué clase de disfraz sería una barba falsa para nosotros?

—¡Ah, eso es lo más agudo de la cuestión! —exclamó el conferenciante—. Nadie sospechará que, si llevamos barbas falsas, tenemos barbas de verdad debajo, ¿a que no?

El profesor abrió la boca para refutar semejante afirmación, pero luego titubeó.

—Bueno… —empezó.

—Pero ¿dónde vamos a conseguir barbas falsas a estas horas de la noche? —preguntó uno de los magos, dubitativo.

El conferenciante les dedicó una amplia sonrisa y se metió la mano en el bolsillo.

—No nos harán falta —dijo—. Eso es lo más ingenioso del asunto. He traído un rollo de alambre, ¿veis? Lo único que necesitaremos es cortar dos trozos cada uno, retorcérnoslo alrededor de las patillas, y luego dejar que sobresalga en plan chapucero por encima de las orejas… así. —Hizo una demostración—. Y ya está.

El profesor lo miró.

—Increíble —dijo al final—. ¡Es verdad! ¡Parece que lleves una barba falsa muy mal hecha!

—Es sorprendente, ¿verdad? —asintió el profesor en tono alegre, tendiendo el alambre a sus colegas—. Todo es cuestión de cabezología.

Tras esto, hubo varios minutos de ajetreado trastear, salpicados de algún que otro gemido cuando los magos se pinchaban con el alambre. Pero, al final, todos estuvieron preparados. Se miraron unos a otros con timidez.

—Si ponemos un almohadón, sin almohada, claro, debajo de la túnica del profesor, de manera que asome un poco la punta, parecerá que es un hombre delgado con una almohada en la barriga para hacerse pasar por gordo —sugirió uno de los magos.

Advirtió la mirada del profesor, y tuvo la sensatez de no insistir.

Dos de los magos agarraron los asideros de la tremenda silla de Poons, y la empujaron sobre los húmedos guijarros de la calle.

—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis? —quiso saber el anciano, que se había despertado de repente.

—Vamos a hacer de ciudadanos corrientes —le informó el decano.

—Qué divertido.

—¿Me oyes, muchacho?

El tesorero abrió los ojos.

La enfermería de la Universidad no era demasiado grande, y apenas la utilizaban. Los magos, por lo general, o tenían una salud de hierro, o estaban muertos. La única medicina que solían necesitar era cualquier fórmula contra la acidez y una habitación en penumbra hasta la hora de comer.

—Te he traído algo para leer —siguió la voz, con cierta timidez. El tesorero consiguió enfocar la vista sobre el lomo de Aventuras con arco y ballesta.

—Menudo golpe te llevaste, tesorero. Llevas todo el día noqueado.

El tesorero, débilmente, contempló el brillo rosa y anaranjado que, poco a poco, se fue concretando en la forma del rostro rosa y anaranjado del rostro del archicanciller en persona.

A ver, pensó, ¿cómo he llegado a…?

Se incorporó bruscamente y agarró al archicanciller por el cuello de la túnica. Y gritó a la cara rosa y anaranjada: —¡Está a punto de suceder algo espantoso!

Los magos caminaron por las calles a la escasa luz del ocaso. Hasta el momento, su disfraz funcionaba a la perfección. Los demás transeúntes hasta les daban empujones. Nadie daba jamás un empujón a un mago, al menos a sabiendas. Era una experiencia nueva para ellos.

Junto a la entrada del Odium, había una gran multitud, formando una cola que se perdía calle abajo. El decano hizo caso omiso de ella, y guió a sus colegas hacia las puertas.

—¡Eh! —los llamó alguien.

Alzó la vista hacia un troll de rostro enrojecido, que vestía un traje de aspecto militar y corte deleznable, con unas charreteras del tamaño de cazuelas, y sin pantalones.

—¿Sí?

—Eso de ahí es una cola —señaló el troll.

El decano asintió con educación. En Ankh-Morpork una cola era, casi por definición, algo con un mago a la cabeza.

—Ya lo veo —asintió—. Y está muy bien, desde luego. Ahora, si tiene la amabilidad de apartarse, entraremos a ocupar nuestras localidades.

El troll le clavó un dedo en el estómago.

—¿Quiénes creéis que sois? —preguntó—. ¿Magos, o algo por el estilo?

Esto arrancó una carcajada de los que aguardaban más cerca. El decano se inclinó hacia delante.

—En realidad, sí, somos magos —siseó. El troll sonrió.

—A otro troll con esa roca —gruñó—. ¡Se nota a la legua que las barbas son falsas!

—Oye, escucha… —empezó el decano.

Pero su voz se convirtió en un aullido incoherente cuando el troll lo levantó por el cuello de la túnica y lo empujó a la calle.

—¡Tendréis que hacer cola como todos los demás! —exclamó. En la cola se oyó un coro de risas burlonas. El decano lanzó un gruñido y alzó la mano derecha, con los dedos separados…

El profesor lo agarró por el brazo.

—Sí, buena idea —siseó—. De mucho nos iba a servir, ¿eh? ¡Vamos!

—¿Adonde?

—¡Al final de la cola!

—¡Pero nosotros somos magos! ¡Nunca aguardamos nuestro turno para nada!

—Somos honrados comerciantes, ¿recuerdas? —replicó el profesor. Miró en dirección a los espectadores más cercanos, que lo miraban con caras raras—. Somos honrados comerciantes —repitió, más alto. Dio un codazo al decano—. Venga, empieza —siseó.

—¿Que empiece a qué?

—A decir algo comerciante.

El decano lo miró, boquiabierto.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó.

—¡Di lo que sea! ¡Todo el mundo nos está mirando!

—Oh. —El rostro del decano se contrajo en una mueca de terror, pero entonces se le ocurrió algo—. Qué manzanas tan bonitas —dijo—. Cómprelas ahora que aún están calientes. Son preciosas… ¿vale con eso?

—Supongo que sí. Venga, vamos al final…

Hubo una conmoción en el otro extremo de la calle. La gente se precipitó hacia delante. La cola rompió filas y atacó. Los honrados comerciantes se vieron rodeados de repente por una multitud que los empujaba con desesperación.

—¡Eh, hay que respetar la cola! —exclamó el honrado comerciante de Runas Modernas con timidez, mientras lo empujaban de un lado a otro.

El decano agarró por el hombro a un muchacho que le estaba clavando un codo con ferocidad.

—¿Qué pasa aquí, joven? —exigió saber.

—¡Ya vienen! —gritó el chico.

—¿Quién viene?

—¡Las estrellas!

Los magos alzaron la vista como un solo hombre.

—No, qué va —replicó el decano.

Pero el chico ya se había liberado de su mano, y se había perdido entre la marea de gente.

—Es una extraña superstición primitiva —señaló el decano en tono despectivo.

Los magos, con excepción de Poons, que se estaba quejando y blandía el bastón a diestro y siniestro, se pusieron de puntillas para intentar ver algo.

El tesorero encontró al archicanciller en uno de los pasillos.

—¡No hay nadie en la sala No-Común —gritó.

—¡La biblioteca está desierta! —aulló el archicanciller.

—Había oído hablar de este tipo de cosas —gimió el tesorero—. Nosequés espontáneos. ¡Todos se han vuelto espontáneos!

—Calma, hombre, calma. Sólo porque…

—¡Es que ni siquiera encuentro a los criados! ¡Ya sabes lo que pasa cuando la realidad se esfuma! Probablemente, en este mismo momento los gigantescos tentáculos de…

Se oyó un uuhhmm… uuhhmm… lejano, seguido por el ruido de los perdigones estrellándose contra la pared.

—Y siempre en la misma dirección —murmuró el tesorero.

—¿En qué dirección?

—¡La dirección desde donde vendrán Ellos! ¡Creo que me voy a volver loco!

—Venga, venga —lo tranquilizó el archicanciller, dándole palmaditas en el hombro—. No puedes ir por ahí hablando de esa manera. Es de locos.

Ginger, aterrorizada, miró por la ventanilla del carruaje.

—¿Quién es toda esta gente? —preguntó.

—Son admiradores —explicó Escurridizo.

—¿Y qué miran?

—Mi tío quiere decir que es gente a la que le gusta veros en las películas —explicó Soll—. Eh… les gustáis mucho.

—Ahí fuera también hay mujeres —dijo Victor. Se arriesgó a hacer un cauteloso gesto de saludo. Entre la multitud, una mujer se desmayó.

—Eres famosa —dijo—. Me dijiste que siempre habías querido ser famosa.

Ginger volvió a mirar a la multitud.

—¡Pero no me imaginaba que sería así! ¡Están gritando nuestros nombres!

—Nos hemos esforzado mucho para que todo el mundo se interesara por Lo que la Tempestad se Llevó —asintió Soll.

—Sí —corroboró Escurridizo—. Hemos dicho que es la película más importante en toda la historia de Holy Wood.

—La verdad es que sólo llevamos un par de meses haciendo películas —señaló Ginger.

—¿Y qué? Dos meses siguen siendo una historia, aunque sea breve —bufó el ex vendedor de salchichas.

Victor vio la expresión en el rostro de Ginger. ¿Cuándo se habría iniciado en realidad la historia de Holy Wood? Quizá hubiera alguna piedra calendario de la antigüedad en el lecho marino, entre las langostas. O a lo mejor no había manera de medir el tiempo en este caso. ¿Cómo se puede calcular la edad de una idea?

—También van a asistir muchas personalidades importantes —señaló Escurridizo—. El patricio, todos los nobles, los presidentes de los gremios, y algunos sumos sacerdotes. Los magos no, claro, malditos vejestorios engreídos. Pero será una noche memorable, eso os lo garantizo.

—¿Tendrán que presentarnos a todos? —quiso saber Victor.

—No. Os los presentarán a vosotros —lo corrigió Escurridizo—. Será la mayor emoción de sus vidas. Victor volvió a contemplar la multitud.

—¿Son imaginaciones mías, o empieza a haber niebla? —preguntó.

Poons asestó un golpe con el bastón a las piernas del profesor.

—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¿Por qué aplaude todo el mundo?

—El patricio acaba de bajar de su carruaje —le informó el profesor.

—Pues no veo qué tiene eso de asombroso —refunfuñó Poons—. Yo he bajado de carruajes cientos de veces. No tiene ningún mérito.

—Es un poco extraño —tuvo que admitir el profesor—. Y también han aplaudido al presidente del gremio de los asesinos, y al sumo sacerdote de lo el Ciego. Y ahora, acaban de desenrollar una alfombra roja.

—¿Qué? ¿En la calle? ¿En Ankh-Morpork?

—Sí.

—No me gustaría tener que pagar la factura de la tintorería —dijo Poons.

El conferenciante de Runas Modernas dio un buen codazo en las costillas al profesor. En realidad, le dio un codazo en el punto donde debían de encontrarse las costillas, bajo los estratos de grasa fruto de cincuenta años de excelentes cenas.

—¡Callaos! —siseó—. ¡Ya vienen!

—¿Quién?

—Parece que alguien importante.

El rostro del profesor se contrajo en una mueca de terror bajo la auténtica barba falsa.

—No pensaréis que han invitado al archicanciller, ¿verdad?

Los magos trataron de encogerse dentro de sus túnicas, como si fueran tortugas.

La verdad era que se trataba de un carruaje mucho más impresionante que cualquiera de los destartalados vehículos que poblaban las cocheras de la Universidad. La multitud se precipitó contra la barrera de trolls y guardias de la ciudad. Todos contemplaban con expectación la puerta del carruaje. Hasta el aire mismo parecía vibrar.

El señor Bezam, tan henchido de orgullo que parecía a punto de flotar por los aires, se acercó a la puerta del carruaje, y la abrió.

La multitud contuvo el aliento colectivo, a excepción de una pequeña parte de ella, que golpeaba con su bastón a todos los que le rodeaban.

—¿Qué está pasando? —preguntaba—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué nadie me dice qué está pasando? ¡Exijo que alguien me diga, mmm, qué está pasando!

La puerta permaneció cerrada. Ginger se había aferrado al picaporte como si fuera un salvavidas.

—¡Ahí fuera hay miles de personas! —gritó—. ¡No puedo salir!

—¡Pero si son los que ven tus películas! —le suplicó Soll—. ¡Son tu público!

—¡No!

Soll se llevó las manos a la cabeza.

—¿No la puedes convencer? —preguntó a Víctor.

—Ni siquiera estoy muy seguro de poder convencerme a mí mismo.

—¡Pero si ya habéis pasado días delante de toda esa gente! —señaló Escurridizo.

—No es verdad —replicó Ginger—. Allí sólo estaba usted, y los operadores, y los trolls, y los demás. Eso era diferente. Además, en realidad, no era yo. Era Delores De Syn.

Victor, pensativo, se mordisqueó el labio.

—Entonces, quizá la que debería salir es Delores De Syn —señaló.

—¿Cómo voy a hacerlo?

—Bueno… ¿por qué no haces como si fuera una película?

Los Escurridizo, tío y sobrino, intercambiaron una mirada. Luego, Soll se llevó las manos a la cara, con los dedos formando un círculo, como si fuera el ojo de la caja de imágenes. Escurridizo, tras un codazo de complicidad, le puso una mano en la cabeza y empezó a dar vueltas a la manivela invisible de su oreja.

—¡Acción! —ordenó.

La puerta del carruaje se abrió.

La multitud dejó escapar el aliento en un monstruoso suspiro. Victor salió del vehículo, tendió una mano, ayudó a salir a Ginger…

La multitud aplaudió con enloquecido fervor.

El conferenciante de Runas Modernas se mordisqueaba los dedos de puro nerviosismo. El profesor emitió un extraño sonido ronco con el fondo de la garganta.

—¿Os acordáis de cuando alguien preguntó si había algo mejor para un chico que ser mago? —consiguió decir.

—A un auténtico mago sólo debería interesarle una cosa —murmuró el decano—. Lo sabéis muy bien.

—Oh, y tanto.

—Me refería a la magia.

—Ah.

El profesor contempló a las figuras que avanzaban.

—¿Sabéis una cosa? Ése es el joven Victor, vaya si lo es. Estoy seguro —dijo.

—Es repugnante —bufó el decano—. No comprendo que haya preferido ir por ahí rondando a chicas guapas, cuando pudo llegar a ser mago.

—Sí. Qué idiota —asintió el conferenciante de Runas Modernas, que tenía problemas para controlar la respiración. Se oyó una especie de suspiro comunitario.

—La verdad sea dicha, hay que admitir que la chica no está nada mal —señaló el profesor.

—Soy un anciano, si alguien no me deja ver ahora mismo —crepitó una voz cascada tras ellos—, alguien va a sentir la punta de, mmm, mi bastón, ¿entendido?

Dos de los magos se hicieron a un lado y empujaron la silla de ruedas. Una vez en marcha, se enfiló directamente hasta llegar al borde de la alfombra, arañando todas las rodillas y tobillos que se interpusieron en su camino.

Poons se quedó boquiabierto.

Ginger cogió la mano de Victor.

—Ahí hay un grupo de viejos gordos con barbas falsas que te están haciendo señas —le dijo sin dejar de apretar los dientes en la forzada sonrisa.

—Sí, creo que son magos —asintió Victor, también sonriendo.

—Uno de ellos no hace más que dar saltos en la silla de ruedas, y grita cosas como «¡Yupiyeiyeü», «¡Jopjopjop!» y «¡Hurrahurra!».

—Ése es el mago más viejo del mundo —le explicó el joven. Saludó a una señora gorda de la multitud, que se desmayó.

—¡Cielo santo! ¿Y cómo era hace cincuenta años?

—Un viejo de ochenta[23]. ¡No le lances un beso! La multitud rugió, aprobadora.

—Parece un encanto.

—Sigue sonriendo, no dejes de saludar.

—¡Oh, dioses, mira a toda esa gente que espera para que nos la presenten!

—Ya los veo —asintió Victor.

—¡Pero son importantes!

—Creo que nosotros también.

—¿Por qué?

—Porque somos nosotros. Es lo que tú dijiste aquella vez en la playa. Somos nosotros, tan grandes como es posible. Es lo que querías. Somos…

Se detuvo.

El troll situado ante la puerta del Odium le dedicó un saludo titubeante. Cuando se llevó la mano a la oreja, el ruido del golpe resultó audible incluso por encima del rugido de la multitud…

Gaspode se tambaleó a toda velocidad callejón abajo, mientras Laddie trotaba obediente tras él, pisándole los talones. Nadie les había prestado la menor atención cuando saltaron (en el caso de Gaspode sería más correcto decir «cayeron») del carruaje.

—Pasarnos toda la noche en un local lleno de gente no es el mejor plan que se me ocurre —murmuró Gaspode—. Esto es la gran ciudad. No Holy Wood. Tú ven conmigo, cachorro, y no te pasará nada. Primera parada, la puerta trasera de Harga, La Casa de las Costillas. Allí me conocen. ¿De acuerdo?

—¡Buen chico Laddie!

—Claro —asintió Gaspode.

—¡Mira lo que lleva puesto! —se sorprendió Victor.

—Una chaqueta de terciopelo rojo con cordones dorados —dijo Ginger por el rabillo de la boca—. ¿Y qué? No habría sido mala idea que la complementara con un par de pantalones.

—Oh, dioses —jadeó el joven.

Entraron en el iluminado vestíbulo del Odium.

Bezam se había esforzado al máximo. Trolls y enanos habían trabajado allí de sol a sol para acabarlo todo a tiempo.

Había cortinas rojas afelpadas, y columnas, y espejos.

Hasta la última superficie aparecía cubierta de querubines regordetes y frutas variadas, todo pintado de color dorado.

Era como entrar en una caja de bombones carísimos.

O en una pesadilla. Victor casi esperaba oír de un momento a otro el rugido del mar, y ver caer los cortinajes, transformados en una mancha de lodo negro.

—Oh, dioses —repitió.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Ginger, sonriendo fijamente a la hilera de personalidades de la ciudad que aguardaban el momento de las presentaciones.

—Ahora lo verás —dijo Victor con voz ronca—. ¡Es Holy Wood! ¡Han traído Holy Wood a Ankh-Morpork!

—Sí, pero…

—¿No recuerdas nada de aquella noche, en la colina? ¿Antes de que te despertaras?

—Ya te dije que no.

—Ahora lo verás —repitió Victor.

Contempló el ornamentado caballete que había cerca de una de las paredes.

Decía: «¡Tres sesiones al día!».

Y Victor recordó las dunas de arena, los antiguos mitos, las langostas.

La cartografía nunca había sido un arte muy preciso en el Mundodisco. Todos los que lo intentaban empezaban con buenas intenciones, pero luego se dejaban arrastrar por el entusiasmo que despertaban en ellos las ballenas, los monstruos, las olas y otros adornos del mobiliario cartográfico, y se les olvidaba incluir los aburridos ríos y montañas.

El archicanciller puso un abarrotado cenicero en la esquina que amenazaba con enrollarse. Pasó un dedo por la arrugada superficie.

—Aquí dice «Hay dragones» —señaló—. Y dentro de la ciudad. Qué cosas.

—No, sólo es el Refugio para Dragones Enfermos de Lady Ramkin —aclaró el tesorero en tono distraído.

—Y aquí dice, «Terra Incógnita» —siguió el archicanciller—. ¿Por qué?

El tesorero se inclinó para ver mejor.

—Bueno, probablemente es mucho más interesante que dibujar muchos campos de repollos.

—Aquí pone «Hay dragones», otra vez.

—Eso, creo, es una mentira.

El pulgar calloso del archicanciller siguió en la dirección que habían deducido. Apartó un par de moscas muertas.

—Aquí no hay absolutamente nada —dijo. Se inclinó un poco más—. Sólo el mar y… —Entrecerró los ojos—. Holy Wood. ¿Qué es eso?

—¿No es el lugar a donde se fueron todos los alquimistas? —señaló el tesorero.

—Ah, sí.

—Supongo —titubeó el tesorero que no estarán haciendo nada mágico…

—¿Los alquimistas? ¿Magia?

—Lo siento, qué tontería he dicho, ya lo sé. El portero me contó que se dedican a hacer espectáculos de sombras, creo. O de marionetas. O de algo así. La verdad es que no presté mucha atención. Es decir… ¿los alquimistas? Naaaa… Los asesinos, pase. Los ladrones, pase. Hasta los comerciantes… los comerciantes pueden llegar a ser muy retorcidos. Pero en cambio, los alquimistas… no conozco a seres más bienintencionados, despistados, chapuceros…

Su voz se fue apagando a medida que las orejas comprendían lo que decía su boca.

—No se atreverían, ¿verdad? —tartamudeó.

—¿No?

El tesorero dejó escapar una carcajada hueca.

—Naaa, qué va. ¡No se atreverían! Saben que les pondríamos las cosas muy difíciles si osaran practicar magia aquí… Volvió a quedarse sin voz.

—Estoy seguro de que no se atreverían —insistió.

—Ni siquiera tan lejos —insistió.

—No se atreverían —insistió.

—Nada de magia. ¿Verdad? —insistió.

—¡Nunca he confiado en esos cabrones de manos sucias! —insistió—. Jamás han sido como nosotros. ¡Ni siquiera saben lo que es la dignidad!

La multitud que se aglomeraba en torno a la taquilla estaba cada vez más airada.

—¿Os habéis revisado todos los bolsillos? —insistió el profesor.

—¡Sí! —gimió el decano.

—Pues revisadlos otra vez.

Por lo que a los magos respectaba, el concepto de «pagar» era una desgracia que les sucedía a los demás. Un sombrero puntiagudo solía allanar todos los obstáculos.

Mientras el decano se revisaba frenético los pliegues de la túnica, el profesor dirigió una sonrisa enloquecida a la joven que vendía las entradas.

—Pero, querida, te aseguro que somos magos —insistió a la desesperada.

—Se nota de lejos que las barbas son falsas —bufó la chica—. Además, aquí estamos acostumbrados a todos los trucos. ¿Cómo sé yo que no eres tres niñitos con la chaqueta de vuestro padre?

—¡Señorita!

—Yo tengo dos dólares y quince peniques —dijo el decano, rescatando las monedas de entre un puñado de pelusa y misteriosos objetos mágicos.

—Entonces, tenéis para dos entradas en el patio de butacas —dijo la chica, desenrollando de mala gana dos cartoncitos. El profesor los recogió a toda velocidad.

—Entonces, entraré yo con Windle —dijo rápidamente, volviéndose hacia los demás—. Me temo que vosotros tendréis que volver a comerciar honradamente.

Hizo un gesto apurado con las cejas.

—No entiendo por qué… —empezó el decano.

—Si no, llegaremos con retraso —insistió el profesor, haciendo evidentes gestos discretos—. Si no volvéis atrás.

—Oye, tú, el dinero era mío, y no pienso… —se enfadó el decano. Pero el conferenciante de Runas Modernas lo cogió por el brazo.

—Calla y ven —dijo. Hizo un guiño largo, decidido, en dirección al profesor—. Es hora de que vayamos atrás.

—Sigo sin entender… —se quejó el decano mientras se lo llevaban casi a rastras.

Las nubes grises se arremolinaban en el espejo mágico del archicanciller. Casi todos los magos tenían espejos mágicos, pero había pocos que se tomaran la molestia de utilizarlos. Eran confusos y poco fiables. Ni siquiera resultaban muy útiles para afeitarse.

Ridcully, en cambio, era sorprendentemente aficionado a ellos.

—Para acechar las presas —dijo a modo de explicación—. No soportaba tanto arrastrarme por encima de helechos húmedos durante horas, diantres. Sírvete algo de beber, hombre. Y ponme una copa a mí también.

Las nubes se movieron un poco.

—Creo que no veo nada más —dijo—. Qué cosa más rara, no hay más que niebla.

El archicanciller carraspeó. El tesorero empezaba a darse cuenta de que, contra todas las apariencias, su superior era bastante inteligente.

—¿Has visto alguna vez uno de estos espectáculos con sombras de imágenes de marionetas en acción? —preguntó Ridcully.

—Suelen ir los criados —replicó el tesorero. Ridcully dedujo que aquello significaba «no».

—Pues me parece que deberíamos ir a echar un vistazo —decidió.

—Como tú digas, archicanciller —dijo el tesorero con humildad.

Una regla inquebrantable que siguen todos los edificios donde se exhiben imágenes en acción, a lo largo y ancho de todo el multiverso, es que lo espantoso de la arquitectura por la parte de atrás es directamente proporcional a lo suntuoso de la arquitectura por la parte de delante. Por delante: columnas, arcos, panes de oro, luces. Por detrás: extrañas tuberías, misteriosos tramos de cañerías, paredes sucias, callejones fétidos.

Y la ventana de los lavabos.

—No hay motivo alguno para que hagamos esto —gimió el decano mientras los magos forcejeaban en la oscuridad.

—Cállate y sigue empujando —jadeó el conferenciante de Runas Modernas, desde el otro lado de la ventana.

—Podríamos haber transformado cualquier cosa en dinero —insistió el decano—. Una simple ilusión rápida, nada más. ¿Qué tiene eso de malo?

—Es devaluar la moneda —replicó el conferenciante—. Por hacer algo así, te pueden tirar al pozo de los escorpiones. ¿Dónde estoy poniendo el pie? ¿Dónde estoy poniendo el pie?

—No pasa nada —lo tranquilizó uno de los magos—. Venga, decano, para arriba.

—Oh, cielos —gimió el decano mientras lo empujaban por el estrecho ventanuco, hacia la oscuridad inmencionable que había más allá—. De esto no puede salir nada bueno.

—Mira, tú ten cuidado con dónde pones los pies. ¡Vaya, mira lo que has hecho! ¿No te dije que tuvieras cuidado? ¡Vamos, entra de una vez!

Los magos caminaron de puntillas (el decano chapoteó furtivamente) por el área reservada detrás del escenario, para adentrarse en el abarrotado auditorio, donde Windle Poons les estaba guardando unos cuantos asientos por el sencillo y expeditivo sistema de blandir el bastón ante cualquiera que se acercara a ellos. Se metieron como pudieron, tropezando unos con las piernas de otros, hasta que, por fin, pudieron sentarse.

Contemplaron el sombrío rectángulo gris al otro lado de la sala.

Durante un rato.

—La verdad, no entiendo por qué le gusta tanto a la gente —dijo el profesor al final.

—¿Han hecho ya el «conejo deforme»? —preguntó el conferenciante de Runas Modernas.

—Aún no ha empezado —siseó el decano.

—Tengo hambre —se quejó Poons—. Soy un anciano, mmm, y tengo hambre.

—¿Sabéis lo que hizo? —bufó el profesor—. ¿Sabéis lo que hizo este viejo idiota? Cuando una joven con una antorcha nos acompañó hasta nuestros asientos, le dio un pellizco en… ¡al final de la espalda!

Poons dejó escapar una risita.

—¡Jejeje! ¿Ya sabe tu madre que sales de noche? —cloqueó alegremente.

—Esto es demasiado para él —siguió quejándose el profesor—. No deberíamos haberlo traído.

—¿Os habéis dado cuenta de que nos estamos perdiendo la cena? —señaló el decano.

Al recordarlo, los magos se quedaron en silencio. Una mujer corpulenta pasó junto a la silla de Poons, y se sobresaltó bruscamente. Miró a su alrededor con gesto de sospecha, pero no vio más que a un encantador ancianito, que, evidentemente, dormitaba.

—Y los martes ponen ganso asado —suspiró el decano.

Poons abrió un ojo e hizo sonar la bocina de la silla de ruedas.

—¡Je, je! ¡Juerga, juerga, marcha! —exclamó.

—¿Veis lo que quiero decir? —señaló el profesor—. No sabe ni en qué siglo estamos.

Poons clavó en él unos ojos brillantes.

—Puede que sea viejo, mmm, y un poco tonto, vale —dijo—. Pero no pienso pasar hambre.

Rebuscó por las recónditas profundidades de su silla de ruedas, y sacó una grasienta bolsita negra. El contenido de la bolsita tintineaba.

—Antes, a la entrada, vi a una jovencita que vendía una comida especial para las imágenes en acción —dijo.

—¿Quieres decir que tú tenías dinero? —casi gritó el decano—. ¿Y no nos lo dijiste?

—No me lo preguntasteis —respondió Poons.

Los magos contemplaron la bolsa con gesto hambriento.

—Tienen pajaritos con mantequilla, y salchichas en panecillos, y cosas de chocolate con cosas encima… —explicó Poons. Les dirigió una sonrisa astuta y desdentada—. Coged si queréis —ofreció generosamente.

El decano fue marcando las compras en la lista.

—Bueno —dijo—, así que son seis paquetes patricio-size de pajaritos con doble de mantequilla, ocho salchichas en panecillo, un supervaso de bebida burbujeante, y una bolsa de pasas cubiertas de chocolate.

Tendió el dinero.

—Eso es —asintió el profesor, al tiempo que recogía los paquetes—. Oye, ¿no deberíamos comprar algo también para los demás?

En la sala desde la cual se proyectaban las imágenes, Bezam maldecía entre dientes mientras metía el enorme rollo de Lo que la Tempestad se Llevó en la máquina.

A pocos metros de allí, en una zona del palco protegida con cuerdas, el patricio de Ankh-Morpork, Lord Vetinari, tampoco estaba demasiado cómodo.

Tenía que admitir que se trataba de una pareja de jóvenes muy agradables. Lo que pasaba era que no estaba seguro de por qué se encontraba sentado junto a ellos, ni de por qué eran tan importantes.

Estaba acostumbrado a la gente importante, o al menos a gente que se creía importante. Los magos llegaban a ser importantes por sus hazañas mágicas. Los ladrones llegaban a ser importantes por sus atrevidos robos, igual que los comerciantes, aunque con ciertos matices. Los guerreros llegaban a ser importantes tras vencer en las batallas y seguir vivos. Los asesinos se hacían importantes por sus habilidosas inhumaciones. Había muchos caminos que llevaban a la importancia, pero todos eran tangibles, todos se podían comprender. Tenían cierta lógica.

Mientras que aquellas dos personas, lo único que habían hecho era moverse de una manera interesante delante de la nueva maquinaria de las imágenes en acción. Comparado con ellos, hasta el actor más inútil de la ciudad era un genio de la interpretación, pero a nadie se le ocurriría abarrotar las calles y gritar su nombre.

Era la primera vez que el patricio acudía a ver las imágenes en acción. Por lo que alcanzaba a discernir, Victor Maraschino era famoso por una especie de mirada fogosa que hacía que las señoras de mediana edad, a las que él personalmente habría considerado más sensatas, se desmayaran en los pasillos; y la especialidad de la señorita De Syn era comportarse lánguidamente, abofetear a la gente y tener un aspecto sensacional tendida entre cojines de seda.

Mientras que él, el patricio de Ankh-Morpork, gobernaba la ciudad, protegía la ciudad, amaba la ciudad, detestaba la ciudad y se había pasado toda la vida al servicio de la ciudad…

Y, mientras el pueblo llano ocupaba las localidades menos privilegiadas, su agudo oído había captado un fragmento de conversación.

—¿Quién es ése de ahí arriba?

—¡Es Víctor Maraschino, está con Delores De Syn! ¿Es que no sabes nada o qué?

—Me refiero al tipo alto, el de negro.

—Ah, ni idea. Supongo que algún pez gordo.

Sí, aquello era fascinante. Por lo visto, uno se podía hacer famoso sólo por el hecho de ser… bueno, famoso. Le pasó por la cabeza que aquello podía llegar a ser algo extremadamente peligroso, y probablemente algún día se viera obligado a matar a alguien, aunque con pesar[24].

Entretanto, había una especie de gloria secundaria que venía dada por el hecho de estar en compañía de los admirados. Y, para su sorpresa, lo estaba disfrutando.

Además, estaba sentado muy cerca de la señorita del Syn, y la envidia del resto del público era tan palpable que casi podía saborearla. No se podía decir otro tanto de la bolsa de cosas blancas, algodonosas, que le habían dado para comer.

Sentado a su otro lado, aquel tipo espantoso, Escurridizo, le estaba explicando la mecánica de las imágenes en acción, en la errónea creencia de que el patricio le prestaba alguna atención.

De pronto, sonaron los aplausos.

El patricio se inclinó un poco hacia Escurridizo.

—¿Por qué están apagando las lámparas? —le preguntó.

—Ah, señor —sonrió el ex vendedor de salchichas—, eso es para que se vean mejor las imágenes.

—¿De verdad? Cualquiera habría imaginado que, sin luz, las imágenes se verían mucho peor —señaló.

—Con las imágenes en acción no pasa eso, señor —respondió Escurridizo.

—Fascinante.

El patricio se inclinó hacia el otro lado, en dirección a Ginger y a Victor. Se sorprendió un poco al darse cuenta de que los dos parecían muy nerviosos. Lo había notado en cuanto entraron en el Odium. El joven miraba todos aquellos ridículos adornos de las paredes como si le dieran un miedo espantoso; y, cuando la chica entró en la sala, la oyó contener un gemido.

Ambos parecían conmocionados.

—Supongo que, para vosotros, todo esto es de lo más corriente —dijo.

—No —le respondió Victor—. La verdad es que no. Nunca habíamos estado en uno de estos locales.

—Sólo una vez —señaló Ginger con amargura.

—Sí. Sólo una vez.

—Bueno, pero vosotros hacéis imágenes en acción —señaló el patricio con amabilidad.

—Sí, pero nunca llegamos a verlas. Sólo algunos fragmentos, cuando los operadores las están pegando. Las únicas películas que yo he visto se proyectaban al aire libre, sobre una sábana vieja —dijo el joven.

—De manera que todo esto os resulta nuevo… —insistió el patricio.

—No exactamente —respondió Victor, con el rostro ceniciento.

—Fascinante —dijo el patricio.

Y se volvió para seguir no escuchando a Escurridizo. No había llegado a ocupar el lugar que ocupaba molestándose en descubrir cómo funcionaban las cosas. Lo que le intrigaba era cómo funcionaba la gente.

En la misma hilera, más lejos, Soll se inclinó hacia su tío y le puso un trocito de película en el regazo.

—Creo que esto es tuyo —dijo dulcemente.

—¿Qué es? —quiso saber Escurridizo.

—Bueno, me pareció que no estaría de más echar un vistazo rápido a la película antes de la proyección…

—¿Sí? —suspiró el hombre.

—Y ¿adivinas lo que encontré en medio de la escena de la ciudad en llamas? Nada menos que cinco minutos enteros de película, en los que sólo aparecía un plato de costillas magras con salsa especial de cacahuete de Harga. Sé muy bien por qué, claro. Lo que me gustaría saber es por qué esto.

Escurridizo sonrió, con gesto culpable.

—Bueno, tal como lo veo yo —empezó—, si una simple imagen rápida puede hacer que la gente quiera comprar cosas, imagina lo que harán cinco minutos enteros.

Soll se lo quedó mirando.

—Esto me duele, de verdad —insistió Escurridizo—. No confiaste en mí. No confiaste en tu propio tío. Después de que te prometí solemnemente que no volvería a intentar nada, seguiste sin confiar en mí. Esto me duele, Soll. Me duele mucho. ¿Qué ha sido de la integridad?

—Supongo que se la vendiste a alguien, tío.

—Esto me duele mucho, de veras.

—Pero tú no cumpliste tu promesa, tío.

—Eso no tiene nada que ver. Es una cuestión de negocios. Ahora estamos hablando de la familia. Tienes que aprender a confiar en tu familia, Soll. Sobre todo, en mí.

Soll se encogió de hombros.

—Bueno. De acuerdo.

—¿De verdad?

—Sí, tío. —Soll sonrió—. Te lo prometo solemnemente.

—¡Así me gusta, muchacho!

Al otro lado de la hilera, Victor y Ginger contemplaban la pantalla vacía con horror.

—Sabes lo que va a suceder, ¿verdad? —susurró la chica.

—Sí. De un momento a otro, alguien empezará a tocar música en un agujero del suelo.

—Entonces, ¿en esa cueva de verdad se proyectaban películas?

—Creo que sí, más o menos —asintió Victor con cautela.

—Pero la pantalla de aquí no es más que una pantalla. No es… bueno, es una pantalla. Una simple sábana, sólo que de más calidad. No tiene…

Se oyó una ráfaga de sonido procedente del vestíbulo. Con un sonido rechinante y el siseo del aire escapándose a la desesperada, la hija de Bezam, Calíope, se elevó lentamente del suelo, tocando una pequeña gaita con todo el entusiasmo de varias horas de práctica y los esfuerzos combinados de dos trolls vigorosos que manejaban los fuelles entre bastidores. Era una joven regordeta; y, fuera cual fuera la pieza que estaba tocando, nadie la reconoció.

Abajo, en las localidades, el decano pasó una bolsa al profesor.

—Coge una pasa cubierta de chocolate —ofreció. El profesor arrugó la nariz.

—Parecen cacas de rata —dijo.

El decano examinó el contenido en la penumbra.

—Lo son —dijo—. La bolsa se me cayó antes al suelo. Ya me parecía a mí que no estaba tan llena.

—¡Shhh! —ordenó una mujer, en la fila de detrás. Windle Poons giró la cabeza como un imán.

—¿Qué vas a hacer luego, guapa? —cloqueó.

La intensidad de las luces bajó aún más. La pantalla se iluminó. En ella aparecieron números, que parpadeaban rápidamente en una cuenta atrás.

Calíope contempló con atención la partitura que tenía delante. Se arremangó, se apartó el pelo de los ojos, y arremetió contra una animosa melodía que los más voluntariosos identificaron como el antiguo himno de la ciudad de Ankh-Morpork[25].

Las luces se apagaron.

El cielo parpadeaba. Aquello no era una niebla corriente. Proyectaba una luz plateada, de tono pizarra, que temblaba por dentro como una mezcla entre la Aurora Coriolis y un relámpago veraniego.

Sobre la zona de Holy Wood, el cielo estaba desgarrado por los rayos. Se veían incluso desde el callejón de La Casa de las Costillas de Sham Harga, donde dos perros disfrutaban de la oferta especial «Todo lo que puedas llevarte de la cocina a hurtadillas, gratis».

Laddie alzó la vista y gruñó.

—Te comprendo —asintió Gaspode—. Ya dije yo que era ominoso. Espero que todo el mundo recuerde que lo dije. Su pelo chisporroteaba.

—Vamos —suspiró—. Tenemos que avisar a la gente. Eso se te da bien.

Clicaclicaclica…

Era el único sonido que se escuchaba en el Odium. Calíope había dejado de tocar y tenía la vista clavada en la pantalla.

Todas las bocas estaban abiertas. Se cerraban sólo para masticar puñados de pajaritos.

Victor era vagamente consciente de haber intentado combatirlo. Había intentado apartar la vista. Incluso en aquel momento, una vocecilla dentro de su propia mente le decía que las cosas iban mal, muy mal. Pero él no hacía caso. Obviamente, las cosas iban bien, muy bien. Había participado en el coro de suspiros mientras la heroína trataba de defender la vieja mina de la familia en un Mundo Enloquecido… se había estremecido en las batallas de la guerra. Había observado la escena de la sala de baile inmerso en una nube de romanticismo. Había… de pronto, notó una sensación fría contra su pierna. Era como si le hubieran metido un cubito de hielo a medio derretir por la pernera de los pantalones. Intentó hacer caso omiso, pero la sensación tenía un algo que no lo permitía. Bajó la vista.

—Mil perdones —dijo Gaspode.

Victor consiguió enfocar la mirada. Al momento, sintió que sus ojos se veían arrastrados de nuevo hacia la pantalla, donde una enorme versión de sí mismo estaba besando a una enorme versión de Ginger.

Volvió a sentir el frío pegajoso en la pierna. De nuevo, salió a la superficie.

—Si quieres, te puedo morder —ofreció Gaspode.

—Yo… eh… yo… —empezó Victor.

—Puedo morder muy fuerte —añadió el perro—. Sólo tienes que decirlo.

—No, eh…

—Ominoso, justo lo que dije yo, ominoso. Ominoso, ominoso, ominoso. Laddie ha estado ladrando hasta quedarse afónico, y nadie le hace caso. Así que decidí probar con el viejo truco de la nariz fría. Nunca falla.

Victor miró a su alrededor. El resto del público contemplaba la pantalla como si estuvieran dispuestos a quedarse en sus asientos durante… durante…

… durante toda la eternidad.

Cuando levantó bruscamente los brazos del asiento, sus dedos chisporrotearon. El aire tenía un tacto aceitoso que hasta los estudiantes de magia aprendían pronto a identificar con una vasta acumulación de potencial mágico. Y, en la sala, había niebla. Era ridículo, pero allí estaba, cubriendo el suelo como una marea plateada.

Sacudió el hombro de Ginger. Le pasó una mano por delante de los ojos. Le gritó al oído.

Luego intentó hacer lo mismo con el patricio, y con Escurridizo. Todos cedían ante la presión, pero, en cuanto los soltaba, volvían suavemente a su sitio.

—La película les está haciendo algo —dijo—. Tiene que ser la película. Pero no lo entiendo, ¡no lo entiendo! Es una película vulgar y corriente. En Holy Wood no usamos magia. Al menos… no es magia normal…

Se abrió paso empujando las rodillas que encontró en su camino, hasta llegar al pasillo. Lo recorrió rápidamente entre los tentáculos de la niebla. Golpeó la puerta de la sala desde donde se proyectaban las imágenes. Al no obtener respuesta, la derribó de una patada.

Bezam estaba contemplando la pantalla a través de un diminuto ventanuco horadado en la pared. El proyector de imágenes seguía cliqueteando alegremente por su cuenta. Nadie daba vueltas a la manivela. Al menos, se corrigió Victor, nadie que él pudiera ver.

Se oyó un retumbar lejano. El suelo tembló.

Se arriesgó a echar un rápido vistazo a la pantalla. Reconoció la escena. Era poco antes de que se quemara Ankh-Morpork.

Su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Cómo era la frase que se solía decir sobre los dioses? ¿Que no existirían si la gente no creyera en ellos? La misma teoría se podía aplicar a todo. La realidad era lo que sucedía en la mente de la gente. Y, delante de él, cientos de personas estaban creyendo de verdad lo que veían…

Victor rebuscó apresuradamente entre los trastos que abarrotaban la mesa de trabajo de Bezam. No encontró ni unas tijeras, ni un cuchillo, ni nada por el estilo. La máquina seguía cliqueteando, rebobinando realidad del futuro al pasado.

Oyó la voz de Gaspode, casi como en un sueño.

—Bueno, os he salvado a todos, ¿eh?

Por lo general, en el cerebro suelen resonar los gritos de varios pensamientos irrelevantes, todos intentando llamar la atención a la vez. Hace falta que tenga lugar una verdadera emergencia para que se callen. En aquel momento, estaban callados. Un pensamiento claro, que llevaba mucho tiempo tratando de hacerse oír, había conseguido que su voz resonara en el silencio.

¿Y si hubiera algún punto donde la realidad fuera un poco más delgada que en los demás sitios? ¿Y si se hiciera algo que debilitara todavía más esa capa de realidad? Los libros no lo hacían. Ni siquiera el teatro habitual lo hacía, porque, en lo más profundo de su corazón, los espectadores saben que están viendo a gente con ropas raras sobre un escenario. Pero Holy Wood entraba directamente por los ojos y llegaba al cerebro. El corazón pensaba que todo era real. Las películas sí lo hacían.

Eso era lo que había bajo la Colina de Holy Wood. Los habitantes de la vieja ciudad habían usado el agujero en la realidad para divertirse. Y, entonces, las Cosas los habían encontrado.

Y ahora la gente lo estaba haciendo otra vez. Era como aprender a hacer juegos malabares con antorchas en una fábrica de fuegos artificiales. Las Cosas habían estado aguardando su oportunidad…

Pero ¿por qué seguía sucediendo aquello? Había detenido a Ginger.

La película seguía su curso. Parecía haber una niebla alrededor de la caja proyectora de imágenes, algo que difuminaba su perfil.

Agarró la manivela que giraba. Opuso resistencia un instante, antes de romperse. Victor apartó suavemente a un lado a Bezam, que se cayó de la silla. La cogió y golpeó con ella la caja proyectora. La silla se hizo pedazos. Abrió la caja por detrás y sacó las salamandras. Aun así, la película siguió desarrollándose en la pantalla.

El edificio tembló de nuevo.

Sólo tienes una oportunidad, pensó, y luego muertes.

Se quitó la camisa y se envolvió la mano con ella. Luego agarró la tira de película, y la arrancó.

La caja se movió bruscamente hacia atrás. La película se siguió desenrollando en brillantes rizos, que caían al suelo como serpientes.

Clicaclic… a… clic.

Las ruedecillas se detuvieron.

Con cautela Victor pisoteó el montón de película que tenía a los pies. Casi esperaba que, de un momento a otro, le atacara.

—¿Qué, hemos salvado al mundo, o no? —dijo Gaspode—. La verdad es que me gustaría saberlo.

Victor miró hacia la pantalla.

—No —dijo.

Aún había imágenes. No eran muy claras, pero se podían distinguir las formas difusas de Ginger y de él mismo, aferrándose a la existencia. Y la pantalla, la pantalla en sí, se movía. Se abultaba en algunas zonas, había ondulaciones como las que podrían darse en un estanque de mercurio. Aquello le resultaba desagradablemente familiar.

—Nos han encontrado —dijo.

—¿Quién? —quiso saber Gaspode.

—¿Te acuerdas de esas criaturas espantosas de las que hablaste? Gaspode frunció el ceño.

—¿Las de antes del amanecer de los tiempos?

—En el lugar de donde vienen, no hay tiempo —replicó Victor. El público se empezaba a mover.

—Tenemos que sacar de aquí a todo el mundo —dijo—. Pero sin que cunda el pánico…

Se oyó un coro de gritos. Los espectadores empezaban a despertar.

La Ginger de la pantalla se estaba bajando de ella. Era tres veces más grande que la Ginger original, y parecía hecha de luz parpadeante. También era vagamente transparente, pero tenía peso, porque el suelo se combó y se astilló bajo sus pies.

Los espectadores se habían levantado para marcharse. Victor se abrió camino pasillo abajo justo en el momento en que la silla de ruedas de Poons avanzaba en marcha atrás con la marea de gente.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Que ahora empieza lo bueno! —aullaba su ocupante. El profesor agarró el brazo de Victor, apremiante.

—¿Esto es habitual? —quiso saber.

—¡No!

—Entonces, ¿no es un efecto especial? —insistió el profesor, esperanzado.

—A menos que los hayan mejorado muchísimo en las últimas veinticuatro horas, no —replicó Victor—. Creo que son las Dimensiones Mazmorra.

El profesor lo miró fijamente.

—Tú eres el joven Victor, ¿verdad? —dijo.

—Sí. Discúlpame —replicó el muchacho.

Empujó a un lado al atónito mago y trepó por los asientos hasta llegar a donde estaba Ginger, todavía sentada, contemplando su propia imagen. La Ginger monstruo miraba a su alrededor y parpadeaba muy despacio, como un lagarto.

—¿Ésa soy yo?

—¡No! —exclamó Victor—. Bueno, quiero decir, sí. A lo mejor. No del todo. Más o menos. ¡Vámonos!

—¡Pero parezco yo! —insistió la chica, con la voz agudizada por la histeria.

—¡Eso es porque tienen que utilizar Holy Wood! Holy Wood… define la manera en que aparecen. O eso creo —añadió Victor apresuradamente.

La obligó a levantarse. Echó a correr, con los pies perdidos entre la niebla, haciendo crujir la capa de pajaritos. La chica se tambaleaba como podía tras él, sin dejar de lanzar miradas por encima del hombro.

—¡Hay otro que quiere salir de la pantalla! —gritó.

—¡Sigue corriendo!

—¡Eres tú!

—¡Yo soy yo! ¡Eso es… otra cosa! ¡Lo que pasa es que utiliza mi forma!

—¿Y qué forma tiene si no?

—¡No quieres saberlo!

—¡Claro que quiero! ¿Por qué crees que te lo he preguntado, si no? —chilló Ginger mientras caminaban a trompicones por entre los asientos rotos.

—¡Pues tiene un aspecto peor de lo que puedas imaginar!

—¡Te advierto que puedo imaginar cosas horribles!

—¡Por eso he dicho que peor!

—Oh.

La gigantesca Ginger espectral pasó de largo junto a ellos, parpadeando como una luz estroboscópica. Se oyeron gritos en el exterior.

—Parece como si se estuviera haciendo más grande —susurró la chica.

—Sal fuera —indicó Víctor—. Di a los magos que lo detengan.

—¿Qué vas a hacer tú?

Victor se irguió en toda su estatura.

—Hay Cosas que un hombre tiene que hacer solo —afirmó con orgullo.

La chica lo miró, irritada, sin comprender.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Ahora te dan ganas de ir al lavabo?

—¡Haz el favor de salir!

La empujó hasta las puertas. Luego, se volvió, y se encontró con los dos perros, que lo miraban expectantes.

—Vosotros también, fuera —dijo. Laddie ladró.

—Un perro tiene que permanecer junto a su amo, o eso se dice —gruñó Gaspode, avergonzado.

Victor miró a su alrededor, desesperado. Cogió un trozo de asiento, abrió la puerta, y lanzó la madera tan lejos como pudo.

—¡A por ella! —gritó.

Ambos perros salieron corriendo tras el palo, impulsados por el instinto. Pero, a mitad de la carrera, Gaspode recuperó el suficiente autocontrol como para lanzar un grito.

—¡Cabrón!

Victor abrió de un empujón la puerta de la sala del proyector, y salió con un montón de Lo que la Tempestad se Llevó en las manos.

El Victor gigante tenía problemas para salir de la pantalla. La cabeza y uno de los brazos ya estaban libres y tridimensionales. El brazo se agitó vagamente en dirección a su versión original, mientras el joven le lanzaba metódicamente los rizos de octoceluloide.

Corrió de vuelta a la sala del proyector, y sacó todos los rollos de películas que Bezam, desafiando a la lógica más elemental, había almacenado debajo de la mesa.

Trabajando con la calma metódica que da ese terror que se aferra a los intestinos, llevó las latas hasta la pantalla y las lanzó hacia allí. La Cosa consiguió liberar otro brazo de la bidimensionalidad, y trató de arrebatárselas, pero, fuera lo que fuera lo que lo controlaba, no tenía práctica en el dominio de aquella nueva forma. Probablemente le resultaba extraño tener sólo dos brazos, razonó Victor.

Lanzó la última lata al montón.

—En nuestro mundo, tienes que obedecer nuestras reglas —dijo—. Y apuesto a que ardes muy bien, ¿eh?

La Cosa se debatió para sacar una pierna.

Victor se rebuscó en los bolsillos. Corrió a la sala del proyector y miró a su alrededor, desesperado.

Cerillas. ¡No tenía cerillas!

Abrió de golpe las puertas del vestíbulo y salió corriendo a la calle, donde la multitud se arremolinaba con una mezcla de fascinación y horror, contemplando a la Ginger de quince metros que se movía torpemente entre los restos de un edificio.

Victor oyó un cliqueteo a su espalda. Gaffer, el operador, intentaba grabar la escena.

El profesor estaba gritando a Escurridizo.

—¡Claro que no podemos usar la magia contra ellos! ¡Necesitan magia! ¡Lo único que haríamos sería volverlos más fuertes!

—¡Pero seguro que podéis hacer alguna cosa! —chilló Escurridizo.

—Mi querido amigo, no hemos sido nosotros los que hemos andado investigando sobre cosas que el hombre no debe… —El profesor titubeó a media frase—. No debe conocer —terminó como pudo.

—¡Cerillas! —gritó Víctor—. ¡Cerillas! ¡Deprisa! Todos se lo quedaron mirando. Entonces, el profesor asintió.

—Fuego vulgar y corriente —dijo—. Tienes razón. Seguramente bastará con eso. Bien pensado, muchacho.

Se rebuscó en los bolsillos y sacó el puñado de cerillas que llevaban siempre los magos, habituados a fumar un cigarrillo tras otro.

—¡No puedes quemar el Odium! —estalló Escurridizo—. ¡Ahí dentro hay montones de películas!

Victor arrancó un cartel de la pared, lo retorció para formar una rudimentaria antorcha, y la encendió por un extremo.

—Eso es precisamente lo que voy a quemar —dijo.

—Disculpad…

—¡Idiota! ¡Idiota! —aulló el ex vendedor de salchichas—. ¡Eso arde muy deprisa!

—Disculpad…

—¿Y qué? No tengo intención de quedarme ahí dentro —replicó Víctor.

—¡He dicho que arde muy deprisa!

—Disculpad… —insistió Gaspode, con paciencia. Bajaron la vista hacia él.

—Laddie y yo podríamos hacerlo —siguió—. Cuatro patas siempre son mejores que dos, como se suele decir. Al menos para salvar al mundo.

Victor miró a Escurridizo, y arqueó las cejas.

—Puede que no sea mala idea —tuvo que reconocer Escurridizo. Victor asintió. Laddie saltó elegantemente, le cogió la antorcha de la mano con los dientes, y corrió de vuelta al edificio con Gaspode pisándole los talones.

—¿Me estoy imaginando cosas, o ese perrito puede hablar? —dijo Escurridizo.

—Él dice que no —replicó Victor.

Escurridizo titubeó. Las emociones lo tenían un poco desconcertado.

—Bueno —dijo—, supongo que él lo sabe mejor que nadie.

Los perros corrieron hacia la pantalla. La Cosa-Victor ya casi había pasado, estaba medio tendida entre las latas de películas.

—¿Me dejas que encienda yo el fuego? —pidió Gaspode—. Me corresponde a mí, de verdad.

Laddie ladró, obediente, y dejó caer el papel encendido. Gaspode lo recogió y avanzó cautelosamente hacia la Cosa.

—Hay que salvar a la humanidad —suspiró. Dejó caer la antorcha sobre un rollo de película. Al momento, el octoceluloide empezó a arder con un fuego blanco, pegajoso.

—Ya está —dijo—. Ahora, vámonos de aquí antes de que…

La Cosa gritó. Perdió todo parecido con Victor, y algo semejante a una explosión en un acuario se retorció entre las llamas. Un tentáculo salió propulsado y se enroscó en torno a una pata de Gaspode.

El perro trató de morderlo.

Laddie regresó a toda velocidad, y se lanzó contra el espantoso tentáculo. Éste se contrajo y volvió a expandirse, derribando al hermoso perro y lanzando a Gaspode rodando por el suelo.

El perrito se incorporó, dio unos cuantos pasos titubeantes, y cayó.

—El muy cerdo me ha roto la pata —murmuró. Laddie lo miró, apenado. Las llamas reptaban por las latas de películas.

—¡Venga, cachorro estúpido, lárgate de aquí! —gritó Gaspode—. ¡Esto va a venirse abajo de un momento a otro! ¡No ¡No me levantes! ¡Bájame! ¡No tienes tiempo para…

Las paredes del Odium se expandieron con aparente lentitud. Cada tablón, cada piedra, conservaba su posición relativa con respecto a las demás, pero flotaba con independencia.

Entonces, el Tiempo alcanzó a los acontecimientos.

Victor se lanzó de bruces al suelo.

Bum.

Una bola de fuego anaranjado levantó el techo y se alzó hacia el cielo casi oculto por la niebla. Los restos del edificio se estrellaron contra los muros de las casas más cercanos. Una lata de película al rojo vivo pasó como una guadaña por encima de las cabezas de los magos tumbados en el suelo, haciendo un amenazador sonido como uipuipuip, y se estrelló contra una pared lejana.

Se oyó un zumbido alto, agudo, que de pronto se detuvo bruscamente.

La Cosa-Ginger se tambaleaba con el calor. La ráfaga de aire cálido le levantó las enormes faldas en pliegues en torno a la cintura, y la giganta se detuvo, parpadeante e insegura, mientras los restos llovían a su alrededor.

Luego, se dio media vuelta y echó a andar.

Victor miró a Ginger, que tenía la vista clavada en las nubes de humo sobre el montón de cascotes que habían sido el Odium.

—Esto no puede ser —estaba murmurando—. Las cosas no son así. Nunca son así. Justo cuando crees que ya es demasiado tarde, salen corriendo de entre el humo. —Volvió hacia él unos ojos embotados—. ¿Verdad? —suplicó.

—Eso es en las películas —negó Victor—. Esto es la realidad.

—¿Dónde está la diferencia?

El profesor agarró a Víctor por el hombro y lo obligó a darse la vuelta.

—¡Va hacia la biblioteca! —gritó—. ¡Tienes que impedírselo! ¡Si llega, con toda la magia que hay allí, será invencible! ¡Nunca podremos vencerle! ¡Y tendrá poder para traer a otros!

—Sois magos —señaló Ginger—, ¿por qué no lo detenéis vosotros? Victor sacudió la cabeza.

—A las Cosas les gusta nuestra magia —dijo—. Si se usa magia cuando están cerca, lo único que se consigue es hacerlas más fuertes. Pero no veo qué puedo hacer yo…

Se detuvo a media frase. La multitud lo miraba, expectante.

No lo miraban como si fuera su única esperanza. Lo miraban como si fuera su seguridad.

—¿Qué pasará ahora, mamá? —oyó preguntar a un niño pequeño.

—Es muy fácil —respondió con voz de entendida la gruesa mujer que lo tenía cogido de la mano—. Él echará a correr y lo detendrá en el último momento. Es lo más normal. Le he visto hacerlo muchas veces.

—¡En mi vida he hecho semejante cosa! —exclamó Victor.

—Yo te vi —replicó la mujer alegremente—. En Hijos del Desierto. Cuando esta señorita… —Hizo una breve reverencia en dirección a Ginger—, cuando ella iba a caballo, y el animal se desbocó, y estaba a punto de tirarla por un precipicio, pero llegaste tú y la salvaste en el último momento. La verdad es que me pareció impresionante.

—No fue en Hijos del Desierto —la interrumpió un anciano con tono pedante, al tiempo que cargaba su pipa—. Fue en El Valle de los trolls.

—No señor, era en Hijos —intervino una mujer delgada, detrás de él—. Lo sé perfectamente, la he visto veintisiete veces.

—Sí, era muy buena, ¿verdad? —asintió la primera mujer—. Cada vez que veo esa escena en que ella lo deja, y él se vuelve y la mira de esa manera, me echo a llorar…

—Disculpad, pero no era en Hijos del Desierto —insistió el hombre en tono lento, deliberado—. Lo que estáis contando es la famosa escena de la plaza en Pasiones Ardientes.

La señora gorda cogió la mano inerte de Ginger y le dio unas palmaditas.

—Tienes un muchacho estupendo, querida —le dijo—. Siempre está rescatándote. Si a mí me secuestrara una banda de trolls furiosos, mi marido no diría ni una palabra, si acaso preguntaría adonde me tenía que enviar la ropa.

—Pues si a mí me estuviera devorando un dragón, mi marido ni se movería del sillón —suspiró la mujer delgada. Dio un suave codazo a Ginger—. Pero tienes que ponerte más ropa, hija. La próxima vez que te vayan a secuestrar para que él te rescate, ponte firme y pide que te dejen llevarte una rebequita. Siempre que te veo en la pantalla pienso lo mismo, con tan poca ropa vas a coger una gripe en el momento menos pensado.

—¿Dónde tiene la espada? —quiso saber el niño, dando una patada en la espinilla a su madre.

—Supongo que irá a buscarla enseguida —respondió la mujer, con una sonrisa alentadora dedicada a Victor.

—Eh… sí —dijo éste—. Vamos, Ginger. La cogió de la mano.

—¡Dejad sitio al chico! —gritó en tono autoritario el hombre de la pipa.

La multitud despejó un espacio en torno a ellos. Victor y Ginger se encontraron en el centro de un millar de rostros que los miraban expectantes.

—Creen que somos reales —gimió la chica—. ¡Dioses, nadie va a hacer nada, porque creen que eres un héroe! ¡Y nosotros no podemos hacer nada porque esa Cosa es más grande que los dos juntos!

Victor se quedó mirando los húmedos guijarros de la calle. Probablemente podría recordar algo de magia, pensó, pero la magia normal no sirve de nada contra las Dimensiones Mazmorra. Además, estoy casi seguro de que los héroes de verdad no se quedan en medio de la gente para que los aplaudan. Los héroes de verdad son como el pobre Gaspode. Nadie sabe que existen hasta que no mueren. Eso es la realidad.

Alzó la cabeza lentamente.

¿O no?

El aire chisporroteó. Había otra clase de magia. Ahora revoloteaba libre y desbocada por el mundo, como una película rota. Si pudiera atraparla…

La realidad no tenía por qué ser real. Quizá, si se daban las condiciones adecuadas, no tenía más que ser lo que la gente creía…

—Atrás —susurró.

—¿Qué vas a hacer? —se asustó Ginger.

—Voy a probar un poco de magia de Holy Wood.

—¡Holy Wood no tiene magia!

—Creo que sí. Una magia diferente. Nosotros la hemos sentido. La magia está allí donde la encuentras.

Respiró hondo, y dejó que su mente se desplegara lentamente. Ése era el secreto de la cuestión. Había que hacerlo, no que pensarlo. Había que dejar que las instrucciones llegaran del exterior. No era más que un trabajo. Pero el ojo de la caja de imágenes se clavaba en ti, y entrabas en otro mundo, un mundo que consistía en un rectángulo plateado de luz parpadeante.

Ahí estaba el secreto. En el parpadeo.

La magia normal y corriente sólo era capaz de mover las cosas. No podía crear una cosa real que durase más de un segundo, porque para eso hacía falta una enorme cantidad de energía.

Pero Holy Wood creaba cosas constantemente, docenas de veces por segundo. No tenían que durar demasiado. Sólo lo necesario.

Aun así, la magia de Holy Wood había que practicarla según las normas de Holy Wood.

Extendió hacia el cielo oscuro una mano firme como una roca.

—¡Luces!

Una cortina de luz iluminó toda la ciudad.

—¡Caja de imágenes!

Gaffer movió furiosamente la manivela.

—¡Acción!

Nadie supo de dónde había llegado el caballo. Simplemente estaba allí, saltando por encima de las cabezas de la gente. Era blanco, con impresionantes filigranas de plata en las riendas. Victor montó de un salto cuando pasó a su lado, y lo hizo erguirse sobre las patas traseras, sacudiendo las delanteras en el aire en un gesto francamente impresionante. Luego, desenfundó la espada que no tenía en el instante anterior.

Tanto la espada como el caballo parpadeaban de manera casi imperceptible.

Victor sonrió. La luz se reflejó en uno de sus dientes. Tmg. Brillo, pero no sonido. Todavía no habían inventado el sonido.

Cree en ello. Es la clave. No dejes de creerlo. Engaña al ojo, engaña a la mente.

Entonces, emprendió el galope entre las hileras de espectadores que aplaudían. Se encaminó hacia la Universidad, hacia la escena culminante.

El operador se relajó. Ginger le dio una palmadita en el hombro.

—Si dejas de dar vueltas a esa manivela —dijo dulcemente te romperé el jodido cuello.

—Pero si ya está fuera de plan…

Ginger lo empujó bruscamente hacia la antigua silla de ruedas de Windle Poons, y dirigió al anciano una sonrisa que hizo que las bolas de cera de sus orejas se derritieran.

—Disculpe —dijo con una voz cálida que les puso las uñas de punta a todos los magos—, ¿se nos presta un momento?

—¡Yupiyeiyei!

… uuhhmm… uuhhmm…

Ponder Stibbons conocía la existencia de la vasija, por supuesto. Todos los estudiantes habían pasado por allí para echarle un vistazo.

No le prestó mucha atención mientras se deslizaba a hurtadillas por el pasillo, intentando una vez más escaparse para tener una noche de libertad.

… uuhhmmwwMmm… uuhhmm w/í#AíAfuUHHMMMM«w/i/zmm.

Lo único que tenía que hacer era atajar por los claustros y…

PLIB.

Los ocho elefantes de cerámica dispararon perdigones a la vez. El resógrafo estalló, convirtiendo el techo en algo muy semejante a un molinillo de pimienta.

Tras uno o dos minutos, Ponder se incorporó con sumo cuidado. Su sombrero no era más que una colección de agujeros unidos por hebras de hilo. Le faltaba un trozo de oreja.

—Sólo quería tomar una copa —dijo con voz ronca—. ¿Qué tiene de malo?

El bibliotecario se acurrucó en la cúpula de la biblioteca, y observó el movimiento de la multitud por las calles a medida que la monstruosa figura se acercaba.

Le sorprendió un poco ver que la seguía una especie de caballo espectral, cuyos cascos no hacían el menor ruido contra los adoquines.

Y que al caballo lo seguía una silla de tres ruedas que dobló la esquina sobre tan sólo dos de ellas, dejando a su paso una estela de chispas. La silla iba cargada de magos, que gritaban a pleno pulmón. De cuando en cuando, uno de los magos perdía su asidero y tenía que correr hasta coger impulso suficiente como para volver a saltar a bordo.

Tres de los magos no lo habían conseguido. Mejor dicho, al menos uno lo había conseguido lo justo como para agarrarse a la túnica de otro de los que conservaban el equilibrio, y los dos restantes se agarraron el primero a su túnica, y el segundo a la del primero… de manera que ahora, cada vez que la silla tomaba una curva, una cola de tres magos gritando «aaaaaah» serpenteaba locamente por el camino tras ella.

También había bastantes civiles, pero la verdad era que gritaban aún más que los magos.

El bibliotecario había visto muchas cosas extrañas en su vida, y aquélla, sin lugar a dudas, ocupaba el puesto 57° en la lista[26].

Ahora ya alcanzaba incluso a oír las voces con claridad.

—¡…tienes que seguir dándole vueltas! ¡Victor sólo conseguirá que funcione si no dejas de darle vueltas! ¡Es magia de Holy Wood! ¡La está haciendo funcionar en el mundo real!

Ésa era la voz de una chica.

—Vale, vale, pero te advierto que los duendes son muy reacios a… Ésa era la voz de un hombre sometido a una presión terrible.

—¡A tomar por culo los duendes!

—¿Cómo ha podido hacer un caballo? —Ése era el decano. El bibliotecario reconoció la voz gimoteante—. ¡Es magia del más alto nivel!

—No es un caballo de verdad, es un caballo de imágenes en acción. —La chica de nuevo—. ¡Eh, tú! ¡No bajes el ritmo!

—¡No lo bajo! ¡No lo bajo! ¡Estoy dando vueltas a la manivela! ¡Estoy dando vueltas a la manivela!

—¡No se puede cabalgar en un caballo que no es real!

—¿Y lo dices tú, un hechicero?

—Mago, —señorita.

—Bueno, lo que sea. Da igual. No es magia de la vuestra.

El bibliotecario asintió, y dejó de escuchar. Tenía que ocuparse de otros asuntos.

La Cosa estaba ya muy cerca de la Torre del Arte, y pronto giraría para encaminarse hacia la biblioteca. Las Cosas siempre se encaminaban hacia la fuente de magia más cercana. La necesitaban.

El bibliotecario había encontrado una larga pica de hierro en uno de los mugrientos almacenes de la Universidad. La sostuvo cuidadosamente con un pie mientras desanudaba la cuerda que había atado a la veleta. La cuerda llegaba hasta la cima de la Torre. Había tardado toda la noche en preparar aquello.

Examinó la ciudad que se extendía a sus pies. Entonces, se golpeó el pecho y rugió:

—¡AaaaAAAaaaAAA… ngh, ngh!

Quizá los golpes en el pecho no habían sido del todo necesarios, pensó mientras esperaba a que le dejaran de zumbar los oídos y desaparecieran las lucecitas que tenía ante los ojos.

Asió la pica con una mano, la cuerda con la otra, y saltó.

La manera más gráfica de describir la trayectoria del bibliotecario entre los edificios de la Universidad Invisible es, sencillamente, transcribir los sonidos que emitió durante su vuelo.

Primero: «AaaAAAaaaAAAaaa». Esto se explica solo, y hace referencia a la primera parte del balanceo, cuando todo parecía ir bien.

Luego: «Aaaarghhhh». Éste fue el ruido que emitió cuando falló el golpe contra la Cosa por varios metros, y se estaba dando cuenta de que, si has atado una cuerda a la cima de una torre de piedra muy alta y extremadamente sólida, y has decidido balancearte desde ella, no golpear el objetivo que te marques es un error que lamentarás durante el resto de tu truncada vida.

La cuerda completó el arco. Se oyó un ruido que era exactamente igual al de un saco de goma lleno de mantequilla al chocar contra una losa de piedra. Lo siguió tras unos segundos, un «oook» muy bajito.

La pica cayó en la oscuridad. El bibliotecario, con los brazos abiertos de par en par, se aferró como pudo con los dedos a las grietas de la pared.

Quizá habría podido bajar por el muro, pero no tuvo ocasión de intentarlo, porque la Cosa movió una mano parpadeante y lo despegó de la torre con un ruido semejante al de un desatascados.

Lo alzó hasta la altura de lo que, en aquel momento, era su cara.

La multitud llegó hasta la plaza que se extendía ante la Universidad Invisible, con los Escurridizo a la cabeza.

—¡Míralos! —suspiró con tristeza Y-Voy-A-La-Ruina—. Aquí debe de haber miles de personas, y nadie les vende nada.

La silla de ruedas patinó y se detuvo en otra lluvia de chispas.

Víctor la estaba esperando, montado en el espectral caballo parpadeante. No en un caballo, sino en una sucesión de caballos. Que no se movían, sino que cambiaban de plano en plano.

El relámpago brilló de nuevo.

—¿Qué hace? —quiso saber el profesor.

—Va a impedir que Eso entre en la biblioteca —explicó el decano, tratando de escudriñar la escena entre la lluvia que empezaba a caer—. Para seguir viviendo en la realidad, las Cosas necesitan algo que mantenga su integridad. No tienen un campo morfogénico natural, como todo el mundo sabe, y…

—¡Haz algo! ¡Lánzale magia! —chilló Ginger—. ¡Ay, pobre monito!

—¡No podemos utilizar magia! ¡Sería como echar aceite al fuego! —replicó el decano—. Además… no sé qué hacer para acabar con una mujer de quince metros. No me he visto muchas veces en la tesitura.

—¡No es una mujer! ¡Es… es una criatura de película, imbécil! ¿De verdad te parece que soy así de grande? —gritó la chica—. ¡Está usando a Holy Wood! ¡Es un monstruo de Holy Wood! ¡De la tierra de las películas!

—¡Gira, maldita sea! ¡Gira!

—¡No sé!

—¡Sólo tienes que echar tu peso a un lado!

El tesorero se agarró a la escoba, nervioso. Se dice fácil, pensó. Tú estás acostumbrado.

Estaban a punto de salir de la Gran Sala cuando una giganta cruzó la verja de entrada, con un simio farfullante en una mano. Ahora el tesorero intentaba controlar una vieja escoba, sacada del museo de la Universidad, mientras, tras él, un loco trataba febrilmente de cargar una ballesta.

A volar, había dicho el archicanciller. Era imprescindible que remontaran el vuelo.

—¿No puedes hacer que esto se tambalee menos? —exigió el archicanciller.

—¡No es para dos personas!

—¡Pues no puedo apuntar si se sigue moviendo así!

El contagioso espíritu de Holy Wood, que recorría la ciudad como un cable de acero, azotó una y otra vez la mente del archicanciller.

—No abandonaremos a nuestros hombres —murmuró.

—Simios, archicanciller —replicó el tesorero automáticamente.

La Cosa avanzó hacia Victor. Se movía insegura, luchando contra las fuerzas de la realidad, que la arrastraban. Parpadeaba intentando conservar la forma con que había llegado al mundo, de manera que la imagen de Ginger se alternaba con atisbos de algo lleno de tentáculos serpenteantes.

Necesitaba magia.

Miró a Victor, miró la espada. Y, si era capaz de algo tan sofisticado como la comprensión, en aquel momento comprendió que era vulnerable.

Se volvió hacia Ginger y los magos.

Que empezaron a arder.

El decano ardía con una llama azulada, bastante bonita.

—No te preocupes, jovencita —dijo el profesor, desde el corazón de su fuego—. Es una ilusión. No es real.

—¿Y me lo dices a mí? —bufó Ginger—. ¡Seguid!

Los magos avanzaron un poco más.

Ginger oyó pisadas tras ella. Eran los Escurridizo.

—¿Por qué tiene miedo del fuego? —preguntó Soll, mientras la Cosa retrocedía ante el avance de los magos—. No es más que una ilusión. Tiene que darse cuenta de que no está caliente.

Ginger sacudió la cabeza. Parecía estar navegando sobre el oleaje de la histeria, quizá porque no todos los días ve una chica una imagen gigante de sí misma pisoteando la ciudad.

—Ha utilizado la magia de Holy Wood —dijo—. Así que no puede desobedecer las reglas de Holy Wood. No siente, no oye. Sólo ve. Y lo que ve es real. Y la película tiene miedo del fuego.

La Ginger gigante estaba ya de espaldas a la torre.

—Está atrapada —dijo Escurridizo—. Ya la tenemos.

La Cosa parpadeó ante las llamas que se aproximaban.

Se dio media vuelta. Alzó la mano libre. Empezó a trepar por la torre.

Victor se bajó del caballo y dejó de concentrarse. El animal desapareció.

Pese al pánico, tuvo tiempo para un poco de vanidad. Si los magos hubieran visto películas, habrían sabido qué hacer en aquel momento.

Se trataba de la frecuencia de fusión crítica. Hasta la realidad tenía una. Si podías hacer que algo existiera durante una fracción de segundo, eso no significaba que hubieras fracasado. Significaba que tenías que seguir haciéndolo.

Caminó con la espalda apoyada a la base de la torre, alzando la vista hacia la Cosa que trepaba. Entonces, tropezó con algo metálico. Era la pica que se le había caído al bibliotecario. Un poco más allá, el extremo de la cuerda yacía dentro de un charco.

Contempló ambas cosas un instante. Luego, con ayuda de la pica, arrancó un metro de cuerda y se hizo un arnés rudimentario para el arma.

Cogió la cuerda que colgaba, le dio un tirón experimental, y entonces…

La desagradable falta de resistencia con que se encontró no presagiaba nada bueno. Dio un salto atrás justo antes de que muchos metros de cuerda húmeda se estamparan pesadamente contra el cemento.

Miró desesperadamente a su alrededor, en busca de otra manera de llegar a la cima.

Los Escurridizo observaron boquiabiertos a la Cosa que trepaba. No se movía demasiado deprisa, y de cuando en cuando tenía que dejar al aullante bibliotecario en el contrafuerte que más a mano tenía mientras buscaba el siguiente asidero. Pero, aun así, seguía subiendo.

—Oh, sí. Sí. Sí —jadeó Soll—. ¡Qué película! ¡Pura acción!

—¡Una giganta llevando a un simio que grita hacia la cima de un edificio alto! —asintió Escurridizo—. ¡Y ni siquiera tendremos que pagar a los actores!

—Sí —asintió Soll.

—Sí… —dijo Escurridizo.

Pero en su voz había un algo de inseguridad.

Su sobrino parecía ansioso.

—Sí —repitió—. Eh…

—Ya sé lo que quieres decir —asintió Escurridizo lentamente.

—Es… O sea, parece sensacional, pero… bueno, tengo la sensación de que…

—Sí, de que algo va mal.

—Mal no es la palabra —replicó Soll, a la desesperada—. No es que vaya mal, exactamente. Es como si faltara algo…

Se detuvo. No encontraba las palabras.

Suspiró. Escurridizo también suspiró.

En el cielo, retumbó un trueno.

Y del cielo llegó una escoba sobre la que montaban dos magos histéricos.

Victor abrió de un empujón la puerta en la base de la Torre del Arte.

Dentro, todo estaba oscuro. Oía el agua gotear en el lejano techo.

Se decía que la torre era el edificio más antiguo del mundo. Desde luego, lo parecía. Ahora no se utilizaba para nada, y los suelos interiores se habían desmoronado hacía ya tiempo, de manera que en el interior no quedaba más que la escalera de caracol.

Era una espiral de enormes losas incrustadas en la pared misma de la torre. Algunas habían desaparecido. Sería peligroso subir por allí incluso a la luz del día.

En la oscuridad… imposible.

La puerta se abrió a su espalda. Ginger entró a zancadas, tirando del operador.

—¡Venga, date prisa! —le ordenó—. Tienes que salvar a ese pobre mono.

—Simio —la corrigió Victor, distraído.

—Qué más da.

—Está demasiado oscuro —murmuró.

—En las películas nunca está demasiado oscuro —señaló Ginger—. Piensa en eso.

Dio un codazo al operador.

—Tiene razón —se apresuró a añadir éste—. En las películas nunca está oscuro. Es lógico. Tiene que haber suficiente luz como para ver la oscuridad.

Victor alzó la vista hacia la penumbra. Luego, volvió a mirar a Ginger.

—Oye —empezó, apremiante—. Si… si algo va mal, habla a los magos sobre… ya sabes. La cueva. Las Cosas tratarán de entrar por allí.

—¡No pienso volver a aquel lugar! El trueno retumbó.

—¡Venga, muévete ya! —gritó la chica, pálida—. ¡Luces! ¡Caja de imágenes! ¡Acción! ¡Y todo eso!

Víctor apretó los dientes y echó a correr. Había luz suficiente para dar forma a la oscuridad, y saltó de peldaño en peldaño mientras la magia de Holy Wood recitaba su letanía dentro de su mente.

—Tiene que haber suficiente luz —jadeó—, para ver la oscuridad. Siguió adelante.

—Y en Holy Wood nunca me quedo sin fuerzas —añadió, con la esperanza de que sus piernas se lo creyeran. Así fue.

—¡Y en Holy Wood, tengo que llegar en el último momento! —gritó.

Se apoyó un instante contra una pared para recuperar el aliento.

—Siempre en el último momento —repitió.

Echó a correr de nuevo hacia arriba.

Las losas pasaban bajo sus pies como un sueño, como imágenes de una película al emitirse por la caja proyectora.

Y llegaría en el último momento. Miles de personas lo sabían.

Si los héroes no llegaban en el último momento, ¿qué sentido tenía todo? Además…

No había ninguna losa donde iba a poner el pie.

Su otro pie ya se había tensado para dar el paso.

Enfocó hasta el último gramo de energía en sus tendones, sintió cómo los dedos de sus pies golpeaban contra el borde de la siguiente losa, se lanzó hacia delante y volvió a saltar al momento. O eso, o se rompía una pierna.

—Qué locura.

Siguió corriendo, aunque ahora prestaba atención por si faltaban más losas.

—Siempre en el último momento —murmuró.

Así que, a lo mejor, podía permitirse el lujo de parar y descansar un momento. Aun así, llegaría en el último momento…

No. Había que jugar limpio.

Ante él faltaba otra losa.

Contempló el espacio vacío.

La torre entera iba a ser así.

Se concentró un instante y saltó hacia la nada. La nada se convirtió en una losa durante la fracción de segundo que necesitó para saltar hasta la siguiente.

Sonrió en la oscuridad, y una chispa de luz brilló en un diente.

La magia de Holy Wood no creaba nada que durase demasiado tiempo.

Pero todo duraba lo suficiente. Hurra por Holy Wood.

La Cosa parpadeaba ahora más despacio, perdía menos tiempo en asemejarse a una versión gigante de Ginger, y cada vez era más parecida al contenido del cubo de basura de un taxidermista. Movió su mole goteante hasta la cima de la torre, y allí se quedó un instante. El aire silbaba a través de sus tubos respiratorios. La roca se agrietaba bajo sus tentáculos, a medida que la magia se evaporaba para ser sustituida por el hambre del Tiempo.

La Cosa estaba asombrada. ¿Dónde estaban los demás? Se encontraba sola y asediada, en un lugar extraño…

… y ahora estaba furiosa. Extendió un ojo y miró al simio que se debatía bajo lo que había sido una mano. Los truenos hacían que se tambaleara la torre. La lluvia caía a cascadas por las piedras.

La Cosa extendió un pseudópodo y lo enroscó en torno a la cintura del Bibliotecario…

… y entonces advirtió la presencia de la otra figura, ridículamente pequeña, que salía por el hueco de la escalera.

Victor esgrimió la pica. ¿Qué tenía que hacer a continuación? Cuando uno se enfrentaba a seres humanos, había varias opciones. Se podía decir, «Eh, tú, suelta a ese simio y levanta las manos». O se podía…

Un tentáculo acabado en una zarpa tan gruesa como su brazo se apoyó bruscamente sobre las piedras, que se agrietaron.

Saltó hacia atrás y movió la pica en un gesto de revés que dejó un profundo corte amarillento en el pellejo de la Cosa. El ser aulló y se removió con desagradable velocidad para lanzar más tentáculos contra él.

Forma, pensó Victor. En este mundo no tienen una verdadera forma. Tienen que pasarse demasiado tiempo concentrados en conservar la integridad. Cuanta más atención me preste, menos se podrá acordar de seguir de una pieza.

Un surtido de ojos desemparejados brotó de diversos puntos de la Cosa.

Cuando se consiguieron enfocar sobre Victor, se cubrieron de furiosas venillas inyectadas de sangre.

De acuerdo, pensó el chico, ya he conseguido que me preste atención. Ahora, ¿qué?

Clavó la pica en una garra amenazadora, y tuvo que saltar hasta que las rodillas le tocaron la barbilla cuando un pseudópodo, afortunadamente inidentificable, intentó cortarle las piernas de raíz.

Otro tentáculo serpenteó hacia él.

Una flecha lo atravesó. Tuvo el mismo efecto que una bala de acero disparada a través de un calcetín lleno de natillas. La Cosa chilló.

La escoba entró en barrena justo encima de la torre, mientras el archicanciller volvía a cargar el arma apresuradamente.

—¡Si sangra, lo podemos matar! —oyó Victor a lo lejos.

—¿Cómo que podemos? —preguntó al momento otra voz.

Victor siguió atacando, clavando la pica en cualquier punto que le pareciera vulnerable. La criatura cambiaba de forma, intentaba espesar su pellejo o generar un caparazón allá donde caía la pica, pero no era lo suficientemente rápida. Es verdad, pensó Victor. Podemos matarla. Quizá tardemos todo el día, pero no es invencible…

Y, en aquel momento, lo que tuvo delante de él era Ginger, con una expresión de dolor y pesar.

Titubeó.

Una flecha se clavó en el cuerpo del ser.

—¡Así se hace! ¡Otra pasada, tesorero!

La imagen se disolvió. La Cosa aulló, lanzó al bibliotecario a un lado como si fuera un muñeco, y extendió todos sus tentáculos hacia Victor. Uno de ellos lo derribó, otros tres le arrebataron la pica de las manos, y la Cosa se irguió como una sanguijuela hacia el cielo, blandiendo la pica para derribar a sus agresores.

Victor se incorporó sobre los codos y se concentró.

Sólo tiene que ser real el tiempo suficiente.

El relámpago perfiló a la Cosa con luz azul y blanca. Tras el retumbar del trueno, la criatura se tambaleó como si estuviera ebria, mientras unos tentáculos de electricidad la recoman con un zumbido chisporroteante. Algunos de sus miembros humeaban.

Estaba intentando conservar su integridad física, pese a las energías que rugían en su interior. Se tambaleó sobre las piedras de la torre, y entonces, tras dirigir una mirada malévola a Victor, se lanzó al vacío.

Victor consiguió incorporarse sobre las manos y las rodillas, y se arrastró hasta el borde.

Pese a estar cayendo, la Cosa no se rendía. Se retorcía frenética en el aire, probando extrañas combinaciones evolutivas de plumas, piel y membranas, buscando algo que le permitiera sobrevivir a la caída…

El tiempo pareció detenerse. El aire cobró un brillo purpúreo. La Muerte blandió su guadaña.

—Alégrame el día-dijo.

Se oyó un ruido como el de un montón de ropa mojada al estrellarse contra la pared. Por lo visto, lo único que podía sobrevivir a aquella caída era un cadáver.

Bajo la tenaz lluvia, la multitud se acercó más.

Ahora que había perdido todo el control, la Cosa se estaba disolviendo en sus moléculas básicas. El agua las arrastraba hacia las cloacas. Desde allí, el río se encargaría de dispersarlas por las frías profundidades del mar.

—Se está licuando —anunció el conferenciante de Runas Modernas.

—¿De verdad? —se sorprendió el profesor—. Creía que para eso hacía falta un aparato especial.

Hurgó entre los restos con el pie.

—Cuidado —le advirtió el decano—. No está muerto aquel que yace eternamente.

El profesor lo estudió.

—Pues a mí me parece de lo más muerto —replicó—. Un momento… algo se mueve…

Uno de los tentáculos se derrumbó a un lado.

—¿Había caído sobre alguien? —preguntó el decano. Sí. Sacaron el cuerpo inerte de Ponder Stibbons, y le dieron bofetadas y palmaditas bienintencionadas hasta que abrió los ojos.

—¿Qué ha pasado? —tartamudeó.

—Te cayó encima un monstruo de quince metros —se limitó a explicar el decano—. ¿Estás… eh… bien?

—Yo sólo quería tomar una copa —murmuró Ponder—. Iba a volver enseguida, lo prometo.

—Pero ¿de qué hablas, chico?

Ponder no hizo caso. Se alejó tambaleándose hacia la Gran Sala, y nunca jamás volvió a salir de la Universidad.

—Qué muchacho tan raro —dijo el decano. Todos volvieron a concentrarse en la Cosa, que ya estaba casi disuelta.

—La belleza mató a la bestia —suspiró el decano, que solía decir cosas así.

—Qué va —negó el profesor—. Lo que la mató fue caer desde tan arriba.

El bibliotecario se sentó y se frotó la cabeza. Le pusieron el libro delante de los ojos.

—¡Léelo! —gritó Victor.

—Oook.

—¡Por favor!

El simio lo abrió por una página de pictogramas. Al verlos, parpadeó un instante. Luego, puso el dedo en la esquina inferior derecha, y empezó a recorrer los símbolos de derecha a izquierda.

De derecha a izquierda.

Así que se leían de esa manera, pensó Victor.

O sea, que, desde el principio, lo había estado haciendo todo al revés.

Gaffer, el operador, desplazó la caja de imágenes a lo largo de la hilera de magos, y luego volvió a centrarse en el monstruo que se disolvía.

Dejó de dar vueltas a la manivela. Alzó la cabeza y sonrió con animación.

—¿Podéis apretaros un poco más, amigos? —Pidió. Los magos obedecieron—. No hay mucha luz.

Soll escribió en un cartón: «Magos mirando cadáver, toma tres».

—Qué lástima que no cogieras lo de la caída —dijo, con una voz chillona por la histeria—. Quizá podamos contratar a un especialista para que la repita.

Ginger se había sentado entre las sombras al pie de la torre. Se abrazaba las rodillas e intentaba dejar de temblar. Entre las formas que la Cosa había probado justo antes del final había estado la suya.

Se controló y consiguió ponerse de pie, apoyándose en el muro para mantener el equilibrio. Se alejó de allí. No sabía qué le depararía el futuro, pero, si ella tenía algo que decir al respecto, ese futuro incluiría una taza de café.

Al pasar junto a la puerta de la torre, oyó unas pisadas. Victor salió, acompañado por el bibliotecario.

El joven abrió la boca para decir algo, pero lo primero que tuvo que hacer fue tomar aliento. El orangután lo apartó a un lado y agarró a Ginger por el brazo con firmeza. Tenía una mano blanda, cálida, pero con una insinuación de que, si hacía falta, el bibliotecario era perfectamente capaz de transformarle el brazo en un tubo de gelatina con tropezones dentro.

—¡Oook!

—Mira, se acabó —dijo Ginger—. El monstruo está muerto. Así es como acaban las cosas, ¿vale? Yo me voy a beber algo.

—¡Oook!

—Igualmente, oook. Victor alzó la cabeza.

—No… se acabó —dijo.

—Para mí, sí. Oye, acabo de verme transformada en una… una cosa con tentáculos. Eso afecta mucho a una chica, ¿sabes?

—¡No tiene importancia! —consiguió replicar Victor—. ¡Lo hemos entendido todo al revés! ¡Ahora sí que van a venir! ¡Tienes que volver conmigo a Holy Wood! ¡También entrarán por allí!

—¡Oook! —asintió el bibliotecario, señalando el libro con una uña purpúrea.

—Bueno, pues que empiecen sin mí —bufó la chica.

—¡No es posible! ¡Quiero decir, que sí, que lo harán! ¡Pero tú puedes impedirlo! ¡Oye, deja de mirarme así! —dio un codazo al bibliotecario—. Anda, explícaselo tú.

—Oook —dijo el bibliotecario con paciencia—. Oook.

—¡No le entiendo! —chilló Ginger. Victor frunció el ceño.

—¿No?

—¡No! ¡Para mí no son más que ruidos de mono! Victor puso los ojos en blanco.

—Eh…

El bibliotecario se irguió por un momento como una pequeña estatua prehistórica. Luego, cogió la mano de Ginger y, con suavidad, le dio unas palmaditas.

—Oook —dijo amablemente.

—Perdona —respondió la chica.

—¡Escucha bien! —insistió Victor—. ¡Lo entendí al revés! ¡No estabas intentando ayudarlos a Ellos, querías detenerlos! ¡Leí el libro al revés! No es un nombre detrás de una puerta, ¡es un hombre delante de una puerta! Y un hombre delante de una puerta… —Tomó aliento—. ¡Un hombre delante de una puerta es un guardia!

—Sí, vale, pero no podemos llegar a Holy Wood, ¡está a muchos kilómetros!

Victor se encogió de hombros.

—Llama al operador —dijo.

La tierra que rodeaba Ankh-Morpork era muy fértil. Había sobre todo campos de repollos, lo que contribuía a proporcionar a la ciudad su olor característico.

La luz grisácea del preamanecer se desenroscó sobre la extensión verdeazulada, pasando por encima de un par de labradores que iban a empezar temprano la cosecha de la espinaca.

Alzaron la vista, no hacia un sonido, sino hacia un punto de silencio allí donde debería haber sonido.

Eran un hombre, y una mujer, y algo que parecía otro hombre talla pequeña con una chaqueta de pieles talla extra. Todos viajaban en un carruaje parpadeante. El carruaje pasó como una centella en dirección a Holy Wood. Pronto lo perdieron de vista.

Un par de minutos más tarde, lo siguió una silla de ruedas. El eje de la silla brillaba al rojo vivo. Iba llena de hombres que se gritaban unos a otros. Uno de ellos daba vueltas a la manivela de una caja.

Estaba tan sobrecargada de magos que, de cuando en cuando, uno se caía y tenía que ir corriendo detrás, gritando, hasta que tenía oportunidad de saltar de nuevo a bordo para seguir gritando.

Si alguien intentaba conducir, no tenía demasiado éxito, y la silla describía curvas ebrias por el camino. Al final, completamente descontrolada, se estrelló contra el costado de un granero.

Uno de los granjeros dio un codazo al otro.

—Esto lo he visto en las películas —dijo—. Siempre pasa lo mismo. Se estrellan contra un granero, y luego salen todos por el otro lado cubiertos de pollos que chillan.

Su compañero se apoyó en la azada con gesto pensativo.

—Valdrá la pena verlo —dijo.

—Y tanto.

—Porque ahí dentro no hay más que veinte toneladas de repollos.

En aquel momento, la silla salió del granero entre una nube de pollos, y avanzó de nuevo enloquecidamente hacia el camino. Los granjeros se miraron.

—A mí que me registren —dijo uno.

Holy Wood era un brillo en el horizonte. Los temblores de tierra eran ahora más fuertes.

El carruaje parpadeante salió de entre un grupo de árboles, y se detuvo en la cima del empinado sendero que descendía hacia la ciudad.

La niebla amortajaba Holy Wood. En esa niebla, unas lanzas de luz surcaban el aire.

—¿Es demasiado tarde? —preguntó Ginger esperanzada.

—Casi demasiado tarde —replicó Victor.

—Oook —dijo el bibliotecario.

Su uña pasaba a toda velocidad mientras leía los antiguos pictogramas. De derecha a izquierda, de derecha a izquierda.

—Sabía que fallaba algo —había dicho antes Victor—. Aquella estatua durmiente… el guardia. Los antiguos sacerdotes entonaban cánticos y celebraban ceremonias para mantenerlo despierto. Recordaban Holy Wood lo mejor que podían.

—¡Yo no sé nada de ningún guardia!

—Sí que lo sabes. En lo más profundo de ti.

—Oook —dijo el bibliotecario, señalando una página—. ¡Oook!

—Dice que, seguramente, eres descendiente de las primeras Sumas Sacerdotisas. Cree que todos los que vinieron a Holy Wood descienden de… ya me entiendes… o sea, la primera vez que las Cosas irrumpieron en el mundo, la ciudad resultó destruida, y los supervivientes se dispersaron en todas las direcciones. Pero todo el mundo tiene una manera especial de recordar las cosas que les sucedieron a sus antepasados. Es decir, hay como un gran estanque de recuerdos, y todos estamos unidos a él. Cuando esto empezó a suceder otra vez, fuimos llamados, y tú trataste de arreglarlo todo, pero tu impulso era débil y no podía dominarte a menos que estuvieras dormida…

Se quedó sin palabras.

—¿«Oook»? —se mosqueó Ginger—. ¿Él dice un «oook» y tú entiendes todo eso?

—Bueno, no ha dicho sólo uno —señaló Victor.

—En mi vida había oído semejante sarta de… —empezó Ginger.

Se interrumpió bruscamente. Una mano más suave que el más suave de los cueros había cogido la suya. Clavó los ojos en una cara que saldría mal parada de la comparación con un balón deshinchado de fútbol.

—Oook —dijo el bibliotecario. La chica suspiró.

—Pero… nunca me he sentido nada suma sacerdotisa…

—Ese sueño del que me hablaste —le recordó Victor—, a mí me sonaba muy sumasacerdótico. Muy… muy…

—Oook.

—Eso, muy sacerdotal —tradujo el joven.

—No es más que un sueño —replicó Ginger, nerviosa—. Lo he tenido desde que puedo recordar.

—Oook oook.

—¿Qué ha dicho?

—Que probablemente lo tengas desde mucho antes de lo que puedes recordar.

Ante ellos, Holy Wood brillaba como el hielo, como una ciudad hecha de luz congelada.

—¿Victor? —titubeó Ginger.

—¿Sí?

—¿Dónde está todo el mundo?

Victor miró hacia abajo. Allí donde debería haber gente, refugiados, todos huyendo a la desesperada… no había nada. Sólo silencio, y la luz.

—¿Dónde están? —repitió ella. Vio la expresión de la chica.

—¡Pero el túnel se derrumbó! —exclamó en voz alta, con la esperanza de que así resultase verdad—. ¡Está sellado!

—Pero unos trolls no tardarían mucho tiempo en despejar el camino —replicó Ginger.

Victor pensó en el… el Cthinema. Y en el primer local que había estado funcionando miles de años. Mientras arriba, las estrellas se movían.

—Claro que, también pueden estar… en otro lugar —mintió.

—No —replicó Ginger—. Eso lo sabemos los dos. Victor contempló impotente la ciudad de las luces.

—¿Por qué nosotros? —preguntó—. ¿Qué nos está pasando?

—Todo le tiene que suceder a alguien —respondió la chica. Victor se encogió de hombros.

—Y sólo se tiene una oportunidad —dijo Victor—, ¿verdad?

—Sí, justo cuando necesitas salvar el mundo, hay un mundo que necesita que lo salves —asintió Ginger.

—Qué suerte tenemos —bufó el joven.

Los dos granjeros escudriñaron a través de las puertas del granero. Había montones de repollos, que aguardaban estoicamente en la penumbra.

—Te dije que eran repollos —señaló uno de ellos—. Sabía que no eran pollos. Yo sé reconocer un repollo en cuanto lo veo, y creo en mis ojos.

Desde muy arriba, les llegaron unas voces que se acercaban.

—¡Por lo que más quieras, hombre! ¿Es que no puedes girar?

—¡No, archicanciller, porque no dejas de echarte para un lado!

—¿Dónde estamos? ¡No veo nada con esta niebla!

—A ver si puedo hacer que vayamos… ¡no te eches a ese lado, decano! ¡No te eches…!

Los granjeros se lanzaron de bruces al suelo, mientras la escoba pasaba zumbando por la puerta abierta, y desaparecía entre las hileras de repollos. Se oyó el ruido de uno al aplastarlo.

—Te has echado hacia un lado —dijo tras un rato una voz amortiguada.

—Tonterías. En menudo lío me has metido. ¿Qué es esto?

—Repollos, archicanciller.

—¿Una especie de verdura?

—Sí.

—No soporto la verdura. Te convierte la sangre en agua. Hubo otra pausa. Luego, los granjeros oyeron decir a la otra voz:

—Vete a la mierda. Otra pausa. Luego:

—Tesorero, ¿puedo despedirte?

—No, archicanciller. Tengo el cargo en propiedad.

—En ese caso, ayúdame a levantarme y vayamos a buscar algo para beber.

Los granjeros se alejaron arrastrándose.

—Son magos —dijo el que creía en los repollos—. Es mejor no meterse en los asuntos de los magos.

—Buena idea —confirmó el otro.

Fue la hora del silencio.

Nada se movía en Holy Wood, a excepción de la luz. Parpadeaba lentamente. Luz de Holy Wood, pensó Victor.

Había un ambiente de temerosa expectativa. Si la escena de un rodaje era un sueño que quería hacerse realidad, entonces la ciudad era un plato a gran escala, un lugar real esperando a algo nuevo, algo que el lenguaje corriente no podía describir.

—dijo Victor, y se interrumpió.

—¿? —respondió Ginger.

—¿?

—¡!

Se miraron un instante. Luego, Victor la cogió por la mano y se la llevó a rastras hacia el edificio más cercano, que resultó ser el restaurante.

La escena con que se encontraron dentro era indescriptible, y siguió siéndolo hasta que Victor encontró la pizarra negra que se utilizaba para lo que alguien denominó, entre risas, el menú.

Cogió un trozo de tiza.

—ESTOY HABLANDO, PERO NO ME OIGO —escribió.

Le tendió la tiza con solemnidad.

—igual que yo.

Victor jugueteó con la tiza. Luego, escribió:

—CREO QUE ES PORQUE NO SE HA LLEGADO A INVENTAR EL SONIDO PARA LAS PELÍCULAS. SI NO TUVIÉRAMOS DEMONIOS QUE PINTARAN A COLOR, QUIZÁ TAMBIÉN SERÍAMOS EN BLANCO Y NEGRO.

Contemplaron el interior del local. Había comidas no tocadas o a medio comer en casi todas las mesas. Aquello no era desacostumbrado en el restaurante de Borgle, pero por lo general también había gente que se quejaba amargamente.

Con delicadeza, Ginger mojó un dedo en el plato más cercano.

—Aún caliente —vocalizó.

—Vamos —indicó Victor sin hablar, señalando la puerta. La chica intentó decir algo complicado, hizo un gesto despectivo cuando él no la comprendió, y escribió:

—deberíamos esperar a los magos.

Victor se detuvo un instante. Luego, sus labios dieron forma a una frase que Ginger no admitió entender, y salió de allí.

La sobrecargada silla llegaba ya por la calle, con los ejes humeando. El joven saltó ante ella, moviendo los brazos.

Tuvo lugar una larga conversación silenciosa. Quedó mucha tiza en la pared más cercana. Por fin, Ginger no pudo contener más su impaciencia, y se acercó rápidamente.

—TENÉIS QUE ALEJAROS. Si ENTRAN A TRAVÉS DE VOSOTROS, OS LIQUIDARÁN.

—A TI TAMBIÉN.

(Ésta era caligrafía más pulcra, la del decano).

—PERO YO CREO SABER LO QUE PASA —escribió Victor—. ADEMÁS, SI ALGO FALLA, OS NECESITARÁN.

Hizo un gesto de asentimiento en dirección al decano, y volvió con Ginger y con el bibliotecario. Lanzó una mirada de preocupación al simio. Técnicamente, el bibliotecario era un mago… al menos, mientras fue humano, había sido mago, con lo que cabía suponer que aún lo era. Por otra parte, también era un simio, y resultaba muy útil tenerlo al lado en caso de emergencias. Decidió arriesgarse.

—Vamos —vocalizó.

Fue fácil encontrar el camino hacia la colina. Lo que había sido un sendero era ahora un camino ancho, salpicado con los restos de un tránsito apresurado. Una sandalia. Una caja de imágenes. Una boa de plumas.

Habían arrancado de sus bisagras la puerta que entraba en la colina. Un brillo mortecino surgía del túnel. Victor se encogió de hombros y entró.

Nadie se había molestado en retirar los cascotes, simplemente los habían apartado a un lado y aplastado para que pasara la multitud. El techo no se había desplomado. No era gracias a los restos de rocas. Era gracias a Detritus.

Que lo estaba sujetando.

Aunque a duras penas. Ya se había visto obligado a apoyar una rodilla en el suelo.

Victor y el bibliotecario amontonaron los cascotes en torno al troll, hasta que el pobre pudo quitarse el peso de los hombros. Dejó escapar un gemido, o al menos dio la impresión de que gemía, y se derrumbó hacia delante. Ginger lo ayudó a levantarse.

—¿Qué ha pasado? —vocalizó la chica.

—¿? ¿?

Detritus pareció asombrado al no oír su voz, y trató de mirarse la boca.

Victor suspiró. Imaginó a la gente de Holy Wood corriendo aterrada por el pasadizo, mientras los trolls alisaban los cascotes. Como Detritus era el más fuerte, le habían dejado el papel principal. Y, dado que sólo utilizaba el cerebro para evitar que se le cayera la parte de arriba de la cabeza, también era lógico que lo hubieran dejado para sujetar el peso de la colina. Victor se lo imaginó llamando a sus congéneres, sin que lo oyeran, mientras todos pasaban corriendo junto a él.

Se preguntó si debería escribirle un mensaje alentador, pero tratándose de Detritus, probablemente sería una pérdida de tiempo. Además, el troll no iba a quedarse allí perdiendo el tiempo. Echó a correr por el túnel, con una expresión sombría en el rostro, concentrándose en su objetivo. Arrastraba los nudillos, dejando dos surcos en el polvo.

El pasadizo se abrió para dejar paso a la caverna. Victor se dio cuenta de que era en realidad la antecámara del patio de butacas. Quizá miles de años antes, allí había acudido gente en manadas, para comprar… ¿qué? Quizá salchichas consagradas, o pajaritos bendecidos.

Ahora aparecía iluminado por una luz espectral. Allí donde Victor miraba, todo seguía cubierto por musgo antiguo, húmedo. Pero, donde no miraba, en los bordes de su campo de visión, tenía la sensación de que el lugar entero estaba decorado como un palacio, con cortinajes de terciopelo rojo y barrocos adornos dorados. Una y otra vez volvió la cabeza bruscamente, tratando de atrapar la fantasmal imagen brillante.

Tropezó con la mirada preocupada del bibliotecario, y escribió con tiza en la pared:

—¿realidades fundiéndose?

El bibliotecario asintió.

Victor guió a su pequeño grupo de guerrilleros de Holy Wood por los gastados escalones que ascendían hacia el patio de butacas.

Y se dio cuenta más tarde de que Detritus los había salvado a todos.

Echaron un vistazo a las imágenes que se movían en la monstruosa pantalla y…

Sueña. Realidad. Cree.

Aguarda…

… y Detritus intentó pasar a través de ellos. Las imágenes diseñadas para atrapar y hechizar a cualquier mente inteligente rebotaron contra el cráneo del troll y volvieron a salir. No les prestó atención. No estaba por tonterías[27].

Estar a punto de ser aplastado por un troll angustiado es la cura casi ideal para cualquier persona que no esté diferenciando la realidad de la fantasía. La realidad es una cosa muy pesada que te pisotea la espalda.

Victor se incorporó rápidamente, tiró de los demás, señaló la pantalla parpadeante y vocalizó:

—¡No miréis!

Asintieron.

Ginger le agarró el brazo con fuerza mientras avanzaban por el pasillo.

Allí estaba todo Holy Wood. Vieron los rostros que tan bien conocían, en los asientos, inmóviles ante la luz temblorosa, cada expresión clavada en su lugar.

Victor sintió las uñas de la chica clavadas en su piel. Allí estaban Rock, y Morry, y Fruntkin, el del restaurante, y la señora Cosmopilita, la encargada del vestuario. Vieron también a Silverfish, junto con todos los alquimistas. Estaban los carpinteros, y los operadores, y todas las estrellas que no llegaron a serlo, y todos los encargados de sujetar caballos, de limpiar mesas, o de hacer cola y aguardar a que llegara su gran oportunidad…

Langostas, pensó Victor. Hubo una gran ciudad, y murió mucha gente, y ahora aquí sólo hay langostas.

El bibliotecario señaló.

Detritus había encontrado a Rubí en la primera fila, y estaba intentando levantarla de su asiento. La moviera para donde la moviera, los ojos de la troll seguían clavados en las imágenes. Cuando se puso delante de ella, parpadeó, frunció el ceño y lo apartó de un manotazo.

Luego, se acomodó de nuevo en el asiento y volvió a quedarse con una expresión vacía.

Victor le puso una mano en el hombro e hizo lo que esperaba que fueran movimientos tranquilizadores para que fuera con ellos. El rostro de Detritus era la imagen misma de la tristeza. La armadura seguía sobre la losa, tras la pantalla, delante del disco bruñido.

La miraron, desesperados.

Victor pasó un dedo por el polvo. Dejó a la vista un surco de brillante metal amarillo. Miró a Ginger.

—¿Y ahora, qué? —vocalizó.

La chica se encogió de hombros. Significaba, ¿y yo qué sé? Las otras veces estaba dormida.

Sobre ellos, la pantalla estaba cada vez más abultada, más gruesa. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que salieran las Cosas?

Victor trató de sacudir al… bueno, al hombre, por llamarlo de alguna manera. Era un hombre muy alto. Con una armadura dorada sin costuras. Tanto le daría intentar despertar a una montaña.

Trató de soltarle la espada de las manos, aunque era más alta que él. Aunque pudiera levantarla, le resultaría tan inmaniobrable como una barcaza.

La tenía bien agarrada.

El bibliotecario estaba intentando leer el libro a la luz de la pantalla, pasaba las páginas, frenético.

—¿No se te ocurre nada? —escribió Victor en un lado de la losa.

Ginger cogió la tiza.

—¡No! ¡¡Tú me despertaste!! ¡¡¡No sé qué hacer!!! Las últimas exclamaciones se perdieron cuando se rompió la tiza. Se oyó un «ping» a lo lejos.

Victor le cogió de la mano el trozo que quedaba.

—¿POR QUÉ NO ECHAS UN VISTAZO AL LIBRO? —Sugirió.

El bibliotecario asintió y trató de poner el volumen en las manos de Ginger. La chica se negó un momento, siguió mirando hacia las sombras.

Cogió el libro.

Miró al simio. Miró al troll. Miró al hombre.

Luego, levantó el brazo y lanzó el libro a lo lejos.

Esta vez no hubo ningún ping. Fue un «poooong» claro, resonante, definitivo. Algo podía hacer ruido en un lugar sin sonido.

Victor rodeó la losa.

El gran disco era un gong. Lo tocó. Cayeron restos de óxido, pero el metal brillaba bajo la luz, y vibraba bajo sus dedos. Ahora que sus ojos lo buscaban instintivamente, vio debajo un barrote metálico de casi dos metros, con una bola en la punta.

Lo agarró y lo arrancó de sus soportes. O al menos, lo intentó. El óxido lo había fijado sólidamente.

El bibliotecario se situó al otro lado, miró a Victor, y ambos tiraron a la vez. Las esquirlas de metal oxidado se clavaron en las manos del joven.

No había manera de moverlo. El martillo del gong y sus soportes se habían convertido, con el tiempo y la sal, en un todo metálico.

Entonces, el tiempo pareció ralentizarse en una serie de acontecimientos aislados por la luz parpadeante. Como las imágenes proyectadas por la caja.

Clic.

Detritus se inclinó sobre el hombro de Victor, agarró el martillo por el centro, y lo levantó, arrancando de la roca el corroído soporte.

Clic.

Todos se lanzaron de bruces al suelo cuando el troll agarró el instrumento con ambas manos, flexionó los músculos, y lo blandió hacia el gong.

Clic.

Clic.

Clic.

Clic.

Atrapado en una serie de imágenes independientes, Detritus pareció moverse instantáneamente entre… clic… diferentes posiciones, pero conectadas, mientras pivotaba sobre un robusto pie, y la cabeza del martillo… clic… describía un brillante arco en la oscuridad.

Clic.

El impacto contra el gong fue tan fuerte que las cadenas se rompieron, y fue a estrellarse contra una pared del patio de butacas.

El sonido volvió rápidamente, y en grandes cantidades, como si hubiera estado encerrado en algún lugar y lo acabaran de liberar para que volviera alegremente al mundo, advirtiendo de su presencia a todos los tímpanos.

Boooong.

Clic.

La gigantesca figura tendida sobre la losa se incorporó lentamente, mientras el polvo caía a cascadas de ella. Su parte trasera seguía dorada, sin sufrir el paso de los años.

Se movía con lentitud, pero con decisión, como controlada por un mecanismo. Una mano agarró la gigantesca espada. La otra se apoyó en el borde de la losa. Las grandes piernas se situaron sobre el suelo.

El ser se alzó en sus tres metros de altura, apoyó las manos en la empuñadura de la espada, y se detuvo. No parecía haber adoptado una postura muy diferente de la que había tenido en la losa, pero ahora estaba alerta, parecía imbuido de poderosas energías. No prestó atención a los cuatro que lo habían despertado.

La pantalla dejó de palpitar. Algo había advertido la presencia del hombre dorado, y estaba concentrando su atención en él. Así que, al menos de momento, no concentraba su atención en otras cosas.

El público se agitó. Estaban despertando.

Victor agarró al bibliotecario y a Detritus.

—Vosotros dos —dijo, apremiante—, encargaros de que salga todo el mundo. ¡Y deprisa!

—¡Oook!

La gente de Holy Wood no necesitó que la animaran demasiado. Al ver las formas de la pantalla, ahora sin el filtro de la hipnosis, cualquier ser más inteligente que Detritus tendría mucha prisa por marcharse. Victor vio cómo todos se levantaban de los asientos y salían apresuradamente de la sala.

Ginger se dio la vuelta para seguirlos. Victor la detuvo.

—Aún no —dijo en voz baja—. Nosotros no.

—¿Por qué? —casi gritó la chica.

—Tenemos que ser los últimos. Es parte de Holy Wood. Podemos usar la magia, pero ella también nos usa. Además, ¿no quieres ver cómo acaba?

—Preferiría verlo desde lejos.

—Vale, míralo de esta manera: toda esa gente tardará al menos un par de minutos en salir. Tanto da que esperemos a tener el camino despejado, ¿no?

Oyeron gritos en la antecámara, a medida que se producía un atasco de público en el túnel.

Victor caminó por el pasillo, repentinamente desierto, hasta la última fila, y ocupó un asiento vacío.

—Espero que el pobre Detritus tenga el suficiente seso como para que no lo dejen otra vez sujetando el techo —dijo. Ginger suspiró y se sentó a su lado.

Victor puso los pies sobre el asiento de delante, y se rebuscó en los bolsillos.

—¿Quieres pajaritos? —dijo.

El hombre dorado estaba ahora bajo la pantalla. Tenía la cabeza inclinada.

—De verdad te lo digo, se parece a mi tío Oswald —señaló Ginger.

La pantalla se oscureció tan repentinamente que casi oyeron un ruido.

Esto debe de haber sucedido muchas veces antes de ahora, pensó Victor. En docenas de universos. Llega la idea loca, y entonces el hombre dorado, el Oswald, o como se llame, se levanta. Para controlarla. O algo así. Quizá, allí donde está Holy Wood, está también Osric.

Un punto de luz púrpura apareció, y creció muy deprisa. Victor sintió como si se desplomara por un túnel.

La figura dorada alzó la cabeza.

La luz se retorció, adoptó formas al azar. La pantalla ya no existía. Algo estaba entrando en el mundo. No era una imagen, sino algo que quería existir.

El hombre dorado alzó la espada.

Victor sacudió a Ginger por el hombro.

—Creo que es hora de que nos vayamos —dijo. La espada llegó a su objetivo. Una luz amarilla inundó la cueva. Victor y Ginger corrían ya escalones abajo, por la antecámara, cuando sintieron la primera conmoción. Miraron la boca del túnel.

—Ni se te ocurra —dijo la chica—. No pienso volver a quedarme atrapada ahí.

Los escalones que llevaban hacia el mar estaban ante ellos. Parecían seguros, pero el agua era negra como la tinta y, según había dicho Gaspode, ominosa.

—¿Sabes nadar? —preguntó Victor.

Una de las deterioradas columnas de la cueva se derrumbó tras ellos. Un aullido espantoso salió del patio de butacas.

—No muy bien —reconoció la chica.

—Yo tampoco.

En la sala, la conmoción parecía cada vez peor.

—Pero —siguió, cogiéndola de la mano— Creo que debemos considerar esto una gran ocasión para aprender deprisa. Saltaron.

Víctor salió a la superficie a cincuenta metros de la orilla, con los pulmones a punto de estallar. Ginger apareció cerca de él.

La tierra temblaba.

Holy Wood, construido con tablones resecos y clavos cortos, se estaba derrumbando. Las casas se colapsaban lentamente, como castillos de naipes. De cuando en cuando, una pequeña explosión marcaba la despedida de un almacén de octoceluloide. Las ciudades de lona y las montañas de escayola se hicieron añicos.

Y, entre todo aquello, esquivando los tablones que caían pero sin permitir que nada se interpusiera en su camino, los habitantes de Holy Wood huían para salvar sus vidas. Operadores, actores, alquimistas, duendes, trolls, enanos… todos corrían como hormigas de un hormiguero incendiado, con las cabezas gachas y los ojos clavados en el horizonte.

Una parte de la colina se derrumbó.

Por un momento, Victor creyó ver la gran figura dorada de Osbert, tan insustancial como las motas de polvo en un haz de luz, que se alzaba sobre Holy Wood y movía su espada en un gigantesco arco.

Luego, desapareció.

Victor ayudó a Ginger a llegar a la orilla.

Alcanzaron la calle principal, ahora silenciosa si se exceptuaba algún que otro crujido de los tablones al caer de los edificios medio derruidos.

Caminaron entre los escenarios en ruinas y las cajas de imágenes pisoteadas.

Se oyó un ruido estruendoso tras ellos cuando el cartel del «Siglo del Murciélago Frugívoro» se soltó de sus cuerdas y cayó en la arena.

Pasaron junto a los restos del restaurante de Borgle, cuya destrucción había elevado la calidad media de la comida en el mundo.

Pisaron trozos de película desenrollada, sacudidos por el viento.

Caminaron sobre sueños rotos.

Al final de lo que había sido Holy Wood, Victor se volvió y miró atrás.

—Bueno, al final resultó que tenían razón —dijo—. Nunca volveremos a trabajar en esta ciudad.

Oyó un sollozo. Para su sorpresa, Ginger estaba llorando.

La rodeó con un brazo.

—Vamos —dijo—. Te llevaré a casa.

La magia de Holy Wood, ahora desarraigada, desapareciendo, chisporroteó sobre el paisaje, buscando caminos para enterrarse:

Clic…

Iba a anochecer. La luz rojiza del sol poniente inundaba las ventanas de Harga, La Casa de las Costillas, que estaba casi desierta a aquella hora del día.

Detritus y Rubí se sentaron incómodos en sillas para humanos.

Aparte de ellos, el único presente era Sham Harga en persona, que se dedicaba a esparcir la suciedad de manera regular por las mesas vacías, mientras silbaba vagamente.

—Eh… —aventuró Detritus.

—¿Sí? —lo animó Rubí, expectante.

—Eh… nada.

Se sentía fuera de lugar allí, pero Rubí había insistido. Detritus tenía la sensación de que la troll quería que dijera algo, pero a él no se le ocurría más que golpearle la cabeza con un ladrillo.

Harga dejó de silbar.

Detritus vio cómo volvía la cabeza, boquiabierto.

—Tócala otra vez, Sham —dijo Holy Wood.

Algo chasqueó. La pared trasera de La Casa de las Costillas se movió a cualquiera que sea la dimensión adonde van estas cosas, y una orquesta difusa, pero inconfundible, ocupó el lugar donde por lo general estaba la cocina de Harga y el sucio callejón de detrás.

El vestido de Rubí se transformó en una cascada de lentejuelas. Las otras mesas se apartaron.

Detritus se ajustó un inesperado smoking, y carraspeó.

—Puede que nos aguarden problemas… —empezó.

Las palabras llegaban fluidas a sus cuerdas vocales.

Tomó la mano de Rubí. Un bastón con punta de oro golpeó su oreja izquierda. Un sombrero de seda negra se materializó a toda velocidad y rebotó contra su hombro. Él no hizo caso.

—Pero mientras haya luz de luna, y música…

Titubeó. Las palabras doradas se estaban desvaneciendo. Volvieron las paredes, reaparecieron las mesas. Las lentejuelas brillaron por última vez antes de morir.

—Eh… —dijo Detritus.

Ella lo miraba fijamente.

—Eh… perdona —siguió—. No sé qué me ha pasado. Harga se acercó a la mesa.

—¿Qué era eso…? —empezó.

Sin desviar la mirada, Rubí movió un brazo como un tronco de árbol, y lo empujó contra la pared.

—Bésame, tonto —dijo. Detritus frunció el ceño.

—¿Qué?

Rubí suspiró. Bien, bravo por los métodos humanos.

Cogió una silla y le asestó un golpe en la cabeza. Mientras caía, Detritus sonrió.

La troll lo levantó con facilidad y se lo cargó al hombro. Si Rubí había aprendido algo de Holy Wood, era que resultaba inútil esperar a que el príncipe azul te atizara en la cabeza con un ladrillo. Tenías que buscarte tus propios ladrillos.

Clic…

En una mina de enanos, a muchos, muchos kilómetros de Ankh Morpork, un director muy furioso golpeó la roca con su pala para pedir silencio.

—Quiero que esto quede completamente claro —rugió—. Una vez más, lo digo en serio, una vez más ese aibó aibó, y saco el hacha de doble filo, ¿entendido? ¡Maldita sea, somos enanos! ¡Así que comportaros como enanos! ¡Eso va también por ti, Dormilón!

Clic…

Alégrame-el-día, Llámame-Tambor, saltó sobre una duna de arena y echó un vistazo. Luego, volvió a bajar.

—Terreno despejado —informó—. Nada de humanos. Sólo ruinas.

—Ya volvemos a estar solos —dijo el gato alegremente—. En un lugar donde todos los animales, sea cual sea su forma o especie, pueden vivir juntos en perfecta…

El pato graznó.

—Dice —tradujo Llámame-Tambor-y-lo-Pagarás—, que vale la pena intentarlo. Si vamos a ser sapientes, más vale que lo hagamos bien. Venga.

En aquel momento, se estremeció. Había sentido una especie de sacudida de electricidad estática. Por un momento, la pequeña zona entre las dunas despidió un brillo caluroso.

El pato graznó de nuevo.

Nada-de-Tambor arrugó la nariz. De repente, le resultaba difícil concentrarse.

—El pato dice —tartamudeó—, dice… dice… el pato… dice… ¿cuac…?

El gato miró al ratón.

—¿Miau? —preguntó.

El ratón se encogió de hombros.

—liiik —comentó.

El conejo arrugó la nariz, titubeante.

El pato miró al gato. El gato miró al conejo. El conejo miró al gato.

El pato echó a volar. El conejo desapareció rápidamente en una nube de arena. El ratón se escurrió por entre las dunas. Y, mucho más feliz de lo que había sido en semanas, el gato echó a correr tras él.

Clic…

Ginger y Victor estaban sentados a la mesa, en un rincón del Tambor Remendado.

—Eran buenos perros —dijo la chica tras un rato de silencio.

—Sí —asintió Victor, distraído.

—Morry y Rock llevan siglos buscando entre los cascotes. Dicen que ahí abajo hay cantidad de sótanos y esas cosas. Lo siento.

—Sí.

—Quizá deberíamos levantarles una estatua, o algo así.

—No estoy muy seguro —replicó él—. Piensa en lo que hacen los perros con las estatuas. Quizá el que hayan muerto es parte de Holy Wood. No lo sé.

Ginger siguió el perfil de un nudo de la madera con el dedo.

—Ahora todo ha terminado, ¿verdad? —dijo—. Se acabó Holy Wood. Del todo.

—Sí.

—El patricio y los magos no permitirán que se hagan más películas. El patricio lo dijo muy en serio.

—No creo que nadie quisiera hacerlas —suspiró Victor—. ¿Quién se va a acordar de Holy Wood ahora?

—¿Qué quieres decir?

—Aquellos viejos sacerdotes construyeron una especie de religión acerca de esto. Se olvidaron de lo que había sido la realidad. Pero no creo que eso importara. No creo que haga falta que se entonen cánticos o que se enciendan hogueras. Lo único que hace falta es que alguien recuerde Holy Wood.

—Sí —asintió Ginger, sonriente—. Para eso harán falta cien elefantes.

—Sí —rió Victor—. Pobre Escurridizo. Además, nunca los consiguió.

Ginger apartó un trozo de patata. Tenía algo en la cabeza, y no era comida.

—Pero fue estupendo, ¿verdad? —dijo al final—. Tuvimos algo realmente increíble.

—Sí.

—Y a la gente le gustaba.

—Y tanto —asintió Victor.

—Es decir, dimos algo grande al mundo.

—Y que lo digas.

—No me refería a eso —bufó la chica—. Ser una diosa de la pantalla no es tan divertido como cree la gente.

—Claro. Ginger suspiró.

—Se acabó la magia de Holy Wood —suspiró.

—Supongo que debe de quedar algo —indicó Victor.

—¿Dónde?

—Por ahí, por todas partes. Buscando maneras de ser, supongo. La chica miró su vaso.

—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber.

—No lo sé. ¿Y tú?

—Quizá vuelva a la granja.

—¿Por qué?

—Mira, Holy Wood fue mi oportunidad, ¿entiendes? Además, en Ankh-Morpork no hay muchos trabajos para una chica. Al menos —añadió rápidamente.

—No son trabajos que me gusten. He tenido tres ofertas de matrimonio. De hombres bastante importantes.

—¿De verdad? ¿Por qué? Ginger frunció el ceño.

—Oye, que no soy tan fea…

—No quería decir eso —se apresuró a tranquilizarla Victor.

—Bueno, supongo que, si eres un comerciante adinerado, te gusta tener una esposa famosa. Es como poseer joyas. —Bajó la vista—. La señora Cosmopilita dijo que si podía quedarse con alguno de los que yo no quisiera. Yo le dije que se quedara con los tres.

—A mí también me pasa lo mismo cuando tengo que elegir —dijo Victor para animarla.

—¿De verdad? Si eso es todo lo que hay para elegir, no pienso elegir. ¿Qué puedes ser cuando ya has sido tú mismo, lo más grande posible?

—Nada —asintió el joven.

—Nadie sabe lo que se siente.

—Menos nosotros.

—Sí.

—Sí.

Ginger sonrió. Era la primera vez que Victor veía su rostro desprovisto de petulancia, ira, preocupación o maquillaje de Holy Wood.

—Anímate —dijo—. Mañana será otro día.

Clic…

El sargento Colon, de la guardia de Ankh-Morpork, fue arrancado de su tranquilo dormitar en la garita junto a la entrada de la ciudad por un retumbar lejano.

Una nube de polvo se extendía de horizonte a horizonte. La observó pensativo durante unos minutos. Se iba haciendo más grande y, al final, alcanzó a ver a un joven de piel oscura que cabalgaba a lomos de un elefante.

El animal trotó por el camino que llevaba a las puertas, y se detuvo ante las murallas de la ciudad. Colon no pudo dejar de advertir que la nube de polvo seguía en el horizonte, cada vez más grande.

El chico se llevó las manos a la boca.

—¡Puedes decirme por dónde se va a Holy Wood! —gritó.

—Por lo que he oído, ya no existe Holy Wood —replicó Colon. El chico pareció meditar la respuesta. Examinó un trozo de papel que llevaba en la mano.

—¿Sabes dónde puedo encontrar al señor Y.V.A.L.R. Escurridizo? El sargento Colon repitió las iniciales entre dientes.

—¿Te refieres a Ruina? —preguntó—. ¿Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo?

—¿Está aquí?

El sargento Colon volvió la vista hacia la ciudad que tenía a su espalda.

—Iré a ver —respondió—. ¿Quién le digo que le busca?

—Tenemos una entrega para él.

En la nube de polvo, se empezaban a discernir grandes cabezas grises. También llegaba el olor característico de un millar de elefantes que llevan días pastando en campos de repollos.

—Espera aquí —indicó el guardia—. Iré a buscarlo.

Colon se metió en la garita y despertó de un codazo al cabo Nobbs, que en aquel momento constituía la otra mitad de las fuerzas defensoras de la ciudad.

—¿Qué pasa?

—¿Has visto a Ruina esta mañana, Nobby?

—Sí, estaba en la calle Tranquila. Le compré una Supersalchicha Sorpresa.

—¿Ahora vuelve a vender salchichas?

—A la fuerza. Perdió todo su dinero. ¿Qué pasa?

—Echa un vistazo ahí fuera —señaló Colon. Nobby echó el vistazo.

—Parece… ¿no te da la sensación de que son mil elefantes, sargento?

—Sí. Unos mil, diría yo, sí.

—Ya me parecía a mí que eran unos mil.

—Ese chico dice que Ruina los encargó.

—Caray, entonces esto de las Supersalchichas da más dinero de lo que pensaba.

Se miraron. La sonrisa de Nobby era malévola.

—Anda, por favor —suplicó—. Deja que vaya yo a decírselo.

Clic…

Thomas Silverfish, alquimista y productor fracasado de películas, agitó el contenido de una probeta y suspiró.

En Holy Wood había quedado mucho oro, a disposición de quien tuviera el valor de ir a buscarlo. Para los que no lo tenían, y Silverfish no dudaba en contarse entre ellos, sólo quedaba el método tradicional, probado y fallido hasta la saciedad, de producir riqueza. Así que había vuelto a su casa, para seguir desde donde lo había dejado.

—¿Qué tal? —preguntó Peavie, que había pasado por allí para compadecerse.

—Bueno, es plateado —titubeó Silverfish—. Y tiene un algo metálico. Es más pesado que el plomo. Hay que hervir una tonelada de mineral, claro. Lo raro es que, esta vez, pensé que lo tenía.

—¿Cómo lo vas a llamar?

—Ni idea. Seguramente ni siquiera vale la pena ponerle nombre.

—¿Ankhmorporkerio? ¿Silverfishio? ¿Noplomodio? —sugirió Peavie.

—Más bien «inutilesio» —murmuró el alquimista—. Me rindo. Pienso dedicarme a algo sensato. Peavie echó un vistazo al horno.

—No explotará, ¿verdad? Silverfish lo miró extrañado.

—¿Esto? —preguntó—. ¿Qué te hace pensarlo?

Clic…

Bajo los cascotes, la oscuridad era absoluta.

La oscuridad era absoluta desde hacía tiempo.

Gaspode podía sentir las toneladas de piedras sobre el pequeño espacio que ocupaba. Para eso no hacía falta ningún sentido canino especial.

Se arrastró hacia la columna que se había derrumbado en el sótano.

Laddie alzó la cabeza con dificultad, lamió el rostro de Gaspode y consiguió lanzar un tenue ladrido.

—Buen chico Laddie… buen chico Gaspode…

—Buen chico Laddie —susurró Gaspode.

La cola de Laddie golpeó un par de veces contra las piedras. Luego, gimoteó un rato. Las pausas entre los gemidos eran cada vez más largas.

Se oyó un ruido suave. Como de un hueso contra la piedra.

Gaspode movió las orejas. Alzó la vista hacia la figura que se acercaba, visible incluso en la oscuridad, porque siempre sería más oscura que la vulgar negrura.

Consiguió erguirse, con el pelo erizado en el lomo, y gruñó.

—Un paso más y te arranco la pierna —dijo.

Una mano esquelética le rascó detrás de las orejas.

Se oyó un débil ladrido procedente de la oscuridad.

—¡Buen chico Laddie!

Gaspode, con el rostro lleno de lágrimas, sonrió en gesto apologético a la Muerte.

—Patético, ¿no? —dijo con voz ronca.

NO SABRÍA DECIRTE. NUNCA ME HAN GUSTADO MUCHO LOS PERROS.

—Ah, ¿no? Bueno, a mí tampoco me gusta mucho morirme —bufó Gaspode—. Nos estamos muriendo, ¿verdad? SÍ.

—La verdad es que no me extraña. Me he pasado la vida muriéndome. Pero siempre he pensado —añadió esperanzado—, que había una Muerte especial para los perros. A lo mejor un gran perro negro…

NO —dijo la Muerte.

—Qué cosas —suspiró Gaspode—. Tenía entendido que cada especie animal tenía su propio espectro fantasmal que acudía a buscarlo al final de su vida. Sin ánimo de ofender —añadió rápidamente—. Imaginaba que un enorme perro vendría trotando y diría, «Vale, Gaspode, ya has cumplido tu misión y todo eso, no tienes que seguir llevando tan pesada carga, sígueme a una tierra de carne roja y sin ternillas»:

NO. SÓLO ESTOY YO —dijo la Muerte—. LA ÚLTIMA FRONTERA.

—Oye, si aún no estoy muerto, ¿cómo es que te veo? tienes alucinaciones.

—¿De verdad? Vaya.

—¡Buen chico Laddie!

El ladrido era ahora más fuerte.

La Muerte rebuscó entre los misteriosos pliegues de su túnica, y sacó un pequeño reloj de arena. Casi no quedaba nada en la parte de arriba. Los últimos segundos de la vida de Gaspode pasaron del futuro al pasado.

Y, entonces, no quedó nada.

La Muerte se irguió.

—Vamos, Gaspode.

Se oyó un ruido débil. Sonaba como el equivalente audible a un guiño.

El reloj de arena se llenó de chispas doradas.

La arena fluyó hacia atrás.

La Muerte sonrió.

Y, allí donde había estado, de pronto no quedó más que un triángulo de luz brillante.

—¡Buen chico Laddie!

—¡Están aquí! ¡Ya te dije que oía ladridos! —retumbó la voz de Rock—. ¡Buen chico! ¡Aquí, chico!

—Uff, cómo me alegro de veros… —empezó Gaspode. Los trolls no le prestaron la menor atención. Rock levantó la columna y cogió suavemente a Laddie.

—No tiene nada que no se cure con el tiempo —dijo.

—¿Nos lo comemos ya? —preguntó otro troll.

—¿Estás defectuoso, o qué? ¡Es un perro heroico!

—… disculpad…

—¡Buen chico Laddie!

Rock entregó el perro al troll de arriba, y salió del agujero.

—… disculpad… —casi gritó Gaspode.

Oyó aplausos a lo lejos.

Tras un rato, como no parecía tener otra opción, trepó dolorosamente por la columna derribada, y consiguió salir de entre los cascotes.

Allí no había nadie.

Bebió agua de un charco.

Se movió para comprobar el estado de la pata herida.

Funcionará, pensó.

Dejó escapar una maldición.

—¡Guau, guau, guau!

Se detuvo. Aquello no iba bien.

Lo intentó de nuevo.

—¡Guau!

Miró a su alrededor…

… y el mundo no tenía color, volvía a su bendito blanco y negro.

Gaspode pensó que Harga debía de estar sacando la basura en aquel momento, y que seguramente habría un establo calentito en alguna parte. ¿Qué más podía querer un perro?

En las montañas lejanas, los lobos aullaban. En las casas, perros con collares y cuencos con sus nombres recibían palmaditas en la cabeza.

En un punto intermedio, y sintiéndose extrañamente alegre, Gaspode, el Perro Maravilla, cojeó hacia el glorioso ocaso monocromo.

A unos cincuenta kilómetros dirección dextro de Ankh-Morpork, las olas batían contra la punta de tierra azotada por el viento donde el Mar Circular se encontraba con el Océano Periférico.

La colina se divisaba desde varios kilómetros de distancia. No era muy alta, pero se alzaba entre las dunas como un bote vuelto del revés, o como una ballena desafortunada, y estaba cubierta de arbolillos resecos. La lluvia no caía allí, si podía evitarlo.

Pero el viento soplaba, y amontonaba las dunas contra las maderas descoloridas y resecas de la ciudad de Holy Wood.

Aullaba en los patios desiertos.

Levantaba trozos de papel entre los restos de las maravillas del mundo.

Golpeaba contra los tablones hasta que se derrumbaban sobre la arena, que se apresuraba a cubrirlos.

Clicaclicaclica.

El viento suspiró en torno al esqueleto de una máquina proyectora de imágenes, que se apoyaba ebria en su trípode abandonado.

El viento encontró un trozo de película y lo movió por última vez, como si alguien manejara la manivela de la caja.

En el ojo de cristal del proyector de imágenes, pequeñas figuras se movieron, vivas por un momento…

Clicaclica.

La película se soltó. El viento la arrastró hacia las dunas.

Cuca… clic…

La manivela se meció un momento más. Luego, se detuvo.

Clic.

Holy Wood sueña.