Vio a la camarera por el rabillo del ojo.

—Quisiera un huevo pasado por agua —pidió.

—Hay estofado. Estofado de pescado.

Alzó la vista hacia los ojos llameantes de Ginger.

—No sabía que fueras camarera —dijo.

La joven hizo un gesto de desempolvar el salero.

—Yo tampoco, hasta ayer —replicó—. Por suerte para mí, la chica que trabajaba por las mañanas para Borgle ha conseguido una oportunidad en las próximas imágenes en acción de Alquimistas Unidos. Soy afortunada, ¿eh? —Se encogió de hombros—. Si sigo teniendo tanta suerte, ¿quién sabe? Quizá consiga también el turno de tarde.

—Oye, yo no tenía intención de…

—Estofado. O lo tomas o lo dejas. Tres clientes de esta mañana han hecho las dos cosas.

—Lo tomaré. Mira, no te lo vas a creer, pero he encontrado este libro entre las manos de…

—No se me permite confraternizar con los clientes. Puede que éste no sea el mejor empleo de la ciudad, pero no vas a hacer que lo pierda —le espetó Ginger—. Estofado de pescado, ¿vale o no?

—Oh. Claro. Lo siento.

Victor pasó las páginas del libro hacia atrás. Antes de Deccan había estado Tentó, que también entonaba cánticos tres veces al día, y que también recibía de vez en cuando regalos de los pescadores, además de acudir al retrete, aunque en esto no era tan asiduo como Deccan, o no lo había considerado siempre digno de mención. Antes que él, el entonador de cánticos había sido un tal Meggelin. En aquella playa había vivido toda una cadena de personas, aunque si te remontabas lo suficiente las encontrabas en grupos, y si te remontabas aún más las anotaciones tenían un tono oficial. Era difícil comprenderlas. Parecían escritas en clave, había hileras e hileras de complicadas imágenes…

Un plato de sopa primigenia cayó bruscamente ante él.

—Oye —empezó—, ¿a qué hora sales de…?

—Nunca —replicó Ginger.

—Sólo iba a preguntarte si sabías dónde…

—No.

Victor examinó la turbia superficie del caldo. Borgle trabajaba sobre la base de que, si lo encontrabas en el agua, era pescado. Allí había algo color púrpura que tenía por lo menos diez patas.

De todos modos, se lo comió. Le estaba costando treinta peniques.

Luego se levantó e intentó hablar de nuevo con Ginger, pero la chica se afanaba con resolución tras el mostrador, dándole la espalda ostensiblemente y girando como un faro de manera que, por mucho que Victor intentaba atraer su atención, no le veía más que la espalda. Por último, el joven se rindió y salió a buscar otro trabajo.

Victor no había trabajado en su vida. Según su experiencia, el trabajo era una cosa que les ocurría a los demás.

Bezam Planter colgó la bandeja del cuello de su esposa.

—Muy bien —dijo—, ¿lo tienes todo?

—Los pajaritos se han puesto blandos —replicó ella—. Y no hay manera de conservar calientes las salchichas.

—Todo estará oscuro, mi amor. Nadie se dará cuenta. Terminó de atar la cinta y dio un paso hacia atrás.

—Ya está —dijo—. Ya sabes lo que tienes que hacer. A media película, dejaré de proyectarla, y pondré la cartulina que dice «¿Por qué no toma una bebida refrescante y unos pajaritos?», y entonces sales tú por la puerta y recorres el pasillo.

—También podrías mencionar las salchichas refrescantes —suspiró su mujer.

—Y la verdad, tengo la sensación de que deberías dejar de usar esa antorcha para mostrar sus asientos a la gente —señaló Bezam—. Estás provocando demasiados incendios.

—Si no, no veo en la oscuridad —replicó ella.

—Sí, pero anoche tuve que devolverle su dinero a aquel enano. Ya sabes lo mucho que cuidan sus barbas. Haremos una cosa, cariño, te traeré una salamandra en una jaula. Llevan en el tejado desde el amanecer, así que ya deben de estar preparadas.

Estaban preparadas. Las criaturas dormitaban en sus jaulas, con los cuerpos vibrando suavemente a medida que absorbían luz. Bezam eligió seis de las más maduras, volvió a bajar a la sala de proyecciones del tugurio, y las metió en la caja de mostrar imágenes.

Empezó a rebobinar la película que le había entregado Escurridizo, y echó un vistazo hacia la oscuridad.

A ver si por casualidad había alguien aguardando en el exterior.

Se dirigió hacia la puerta principal, arrastrando los pies, bostezando.

Alzó la mano y corrió un cerrojo.

Bajó la mano y corrió el otro.

Abrió las puertas.

—Muy bien, muy bien —gruñó—. Empezad a… Se despertó en la sala de proyecciones, mientras la señora Planter lo abanicaba desesperadamente con su delantal.

—¿Qué ha pasado? —gimió el hombre, tratando de quitarse de la cabeza el recuerdo de la estampida de pies.

—¡Hay un lleno hasta los topes! —exclamó ella—. ¡Y todavía queda gente haciendo cola fuera! ¡Es increíble, la cola baja por toda la calle! ¡Es por esos asquerosos carteles, te lo digo yo!

Bezam se incorporó, inseguro pero decidido.

—¡Calla ya, mujer! ¡Baja a la cocina y prepara más pajaritos! —gritó—. ¡Y luego, vuelve aquí para ayudarme a pintar carteles nuevos! ¡Si hacen cola por localidades de cinco peniques, no les importará pagar diez!

Se arremangó y cogió la manivela.

En primera fila estaba sentado el bibliotecario, con una bolsa de cacahuetes en el regazo. Tras unos minutos, dejó de masticar y se quedó con la boca abierta, mirando, mirando, mirando las temblorosas imágenes.

—¿Le sujeto el caballo, señor? ¿Señora?

—¡No!

Al mediodía, Victor había ganado dos peniques. No era porque la gente no tuviera caballos, ni porque no necesitaran que alguien los sujetara. Al parecer, lo que no querían era que Victor los sujetara.

Al final, un hombrecillo deforme que trabajaba calle abajo se dirigió hacia él, tirando de cuatro caballos. Victor llevaba varias horas mirándolo, sin poder creerse que alguien dirigiera al homúnculo una sonrisa amable, por no mencionar ya que le confiaran un caballo. Pero el caso era que no paraba de trabajar, mientras que los anchos hombros de Victor, su perfil atractivo y su sonrisa amplia y sincera debían de ser un auténtico impedimento a la hora de cuidar caballos.

—Eres nuevo en esto, ¿eh? —le preguntó el hombrecillo.

—Sí —reconoció Victor.

—Ya se nota, ya. Supongo que estarás esperando tu gran oportunidad de entrar en las imágenes en acción, ¿no? Le dirigió una sonrisa alentadora.

—No. La verdad es que ya entré —replicó el joven.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Victor se encogió de hombros.

—Es que salí.

—Ah, ¿de verdad? Sí, jefe, gracias, adiós, jefe, claro, jefe —asintió el hombrecillo, al tiempo que recogía otras riendas.

—Supongo que no necesitarás un ayudante… —se atrevió a sugerir Victor.

Bezam Planter contempló boquiabierto el montón de monedas que tenía ante él. Entonces, Ruina Escurridizo movió las manos, y el montón resultante fue más pequeño, pero aun así seguía siendo el montón de monedas más grande que Bezam había visto estando despierto.

—¡Y todavía seguimos proyectándola cada cuarto de hora! —exclamó Bezam—. ¡He tenido que contratar a otro chico para dar vueltas a la manivela! No sé, ¿qué puedo hacer con todo este dinero?

Ruina le dio unas palmaditas en la espalda.

—Compra un local más grande —le dijo.

—Ya lo había estado pensando —asintió Bezam—. Sí. Algo con columnas bonitas en la entrada. Y mi hija Calíope toca el órgano muy bien, no estaría nada mal que hiciera el acompañamiento. También tiene que haber montones de pintura dorada, y decoración de escarola…

Le brillaban los ojos.

Eso había encontrado otra mente.

Holy Wood sueña.

…y convertirlo en un palacio, como el legendario Roxie en Klatch, o el templo más rico que haya existido, con esclavas para vender los pajaritos y los cacahuetes, y Bezam Planter caminando por él con aires de dueño, vestido con una chaqueta roja llena de bordados de oro…

—¿Eh? —se sobresaltó, mientras el sudor le perlaba la frente.

—He dicho que me tengo que ir —repitió Ruina—. En el negocio de las imágenes en acción, hay que estar siempre en acción, ya sabes.

—La señora Planter dice que tenéis que hacer más películas con ese joven —señaló Bezam—. Toda la ciudad habla de él. Según me ha contado, muchas mujeres se desmayaron cuando les dirigió esa mirada ardiente suya. La ha visto cinco veces —añadió, con la voz repentinamente teñida de sospecha—. Y esa chica… ¡ufff!

—No te preocupes por nada —sonrió Ruina—. Los tengo con contrato en exclu…

La sombra de una duda cubrió su rostro.

—Hasta pronto —añadió bruscamente.

Salió corriendo del edificio.

Bezam se quedó solo, y miró a su alrededor, contemplando el interior del mugriento Odium, mientras su imaginación calenturienta llenaba los rincones oscuros de palmeras en macetas, decoraciones doradas y querubines regordetes. Sus pies aplastaron cáscaras de cacahuetes y bolsas de pajaritos. Hay que hacer que lo limpien antes de la próxima sesión, pensó. Supongo que ese mono volverá a estar el primero en la cola.

Entonces, sus ojos se posaron en el cartel de Espadas de Pasión. Increíble, realmente increíble. La verdad era que no había habido volcanes ni elefantes, y los monstruos no eran más que trolls con cosas raras pegadas a los cuerpos, pero en aquel primer plano… bueno… todos los hombres habían suspirado, y luego todas las mujeres habían suspirado… Era como la magia. Sonrió a las imágenes de Victor y Ginger.

Se preguntó qué estarían haciendo aquellos dos en ese momento. Probablemente, comer caviar en platos de oro, y caminar sobre cojines, absolutamente felices. Seguro.

—No pareces nada feliz, muchacho —dijo el guardador de caballos.

—Es que me temo que no le cojo el tranquillo a esta profesión —confesó Victor.

—Ah, claro, porque guardar caballos es un trabajo difícil —asintió el hombre—. Hay que aprender todos los matices, hay que ensayar el estilo descarado pero no demasiado atrevido del experto. La gente no sólo quiere que le sujetes el caballo, ¿sabes? Quieren que se lo sujetes como un profesional.

—¿De verdad?

—Quieren que estés en tu papel —siguió el otro—. No es sólo cuestión de coger las riendas.

Victor empezó a comprender.

—O sea, que es como actuar —dijo.

El guardador de caballos se dio un toquecito en la nariz de patata.

—¡Exacto!

En Holy Wood brillaban las antorchas. Victor luchó contra la multitud que se apelotonaba en la calle principal. Todos los bares, todas las tabernas, hasta la última tienda, tenían las puertas abiertas de par en par. Un mar de gente entraba y salía de todas partes. Victor probó a saltar para ver las caras de los transeúntes.

Se encontraba solo, perdido y muy hambriento. Tenía que hablar con alguien, y no la veía por ninguna parte.

—¡Victor!

El joven se dio media vuelta. Rock cayó sobre él como una avalancha.

—¡Víctor! ¡Amigo mío!

Un puño del tamaño y dureza de unos cimientos de piedra lo golpeó en el hombro juguetonamente.

—Ah, hola —respondió Victor débilmente—. Eh… ¿cómo van las cosas, Rock?

—¡De maravilla! ¡De maravilla! ¡Mañana por la mañana empezaremos a rodar La Oscura Amenaza del Valle de los Trolls]

—Me alegro mucho por ti.

—¡Eres mi humano de la suerte! —sonrió Rock—. ¡Rock! ¡Es un nombre sensacional! ¡Venga, vamos a tomar algo, te invito yo!

Victor aceptó. La verdad era que no tenía otra alternativa, porque Rock le había agarrado por el brazo antes de echar a andar entre la multitud como un rompehielos. Mitad caminando y mitad a rastras, el joven se dejó arrastrar hasta la puerta más cercana.

Una luz azulada iluminaba un cartel. Casi todos los morporkianos sabían leer en troll, que no era un idioma en absoluto difícil. Las angulosas runas decían: El Liásico Azul. Era un bar de trolls.

El brillo mortecino de los hornos colocados bajo la losa de piedra que servía como mostrador era la única iluminación. Permitía distinguir a tres trolls tocando… bueno, algo de percusión, pero Victor no conseguía enterarse de qué era, porque el nivel de decibelios estaba ya en las regiones donde el ruido es una fuerza sólida que hace vibrar los globos oculares. El humo de los hornos era tan espeso que ocultaba el techo.

—¿Qué vas a tomar? —rugió Rock.

—No tendrá que ser metal fundido, ¿no? —se estremeció Victor. Para hacerse oír, tenía que chillar a pleno pulmón.

—¡Tenemos todo tipo de bebidas humanas! —gritó la troll hembra situada tras el mostrador.

Tenía que ser hembra. De eso no quedaba duda. Guardaba un cierto parecido con las estatuillas de las diosas de la fertilidad que habían tallado hacía miles de años los hombres de las cavernas, pero en versión gigante.

—¡Somos muy cosmopolitas! —añadió la troll con un rugido de risa.

—¡Entonces, una cerveza!

—¡Y un flores de azufre on the rocks, Rubí! —añadió Rock.

Victor aprovechó la ocasión para mirar a su alrededor, ahora que empezaba a acostumbrarse a la penumbra y los tímpanos se le habían entumecido piadosamente.

Se dio cuenta de que había masas de trolls sentados junto a largas mesas, y, cosa insólita, algún que otro enano. Por lo general, los enanos y los trolls peleaban entre sí como… bueno, como enanos y trolls. En sus montañas natales había un estado de venganza constante. Desde luego, Holy Wood podía cambiarlo todo.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —gritó Victor a la oreja puntiaguda de Rock.

—¡Cómo no!

Rock dejó su copa. Incluía una pequeña sombrilla de papel, que empezaba a chamuscarse por el calor.

—¿Has visto a Ginger? ¿Sabes quién te digo? ¿Ginger?

—¡Trabaja en el local de Borgle!

—¡Sólo por las mañanas! ¡Ahora vengo de allí! ¿Adonde suele ir cuando no está trabajando?

—¿Quién sabe adonde va la gente aquí?

Entre la densa atmósfera del local, se hizo un repentino silencio. Uno de los trolls cogió una piedrecita del suelo y empezó a dar golpes suaves en la mesa con ella, marcando un ritmo lento y pegadizo que se aferraba a las paredes igual que el humo. Y, de entre el humo, surgió Rubí, como un galeón saliendo de la niebla, con una ridicula boa de plumas en torno al cuello.

Era la deriva continental con curvas.

Empezó a cantar.

Los trolls se levantaron, en un silencio reverente. Tras un rato, Victor escuchó un sollozo. Las lágrimas corrían por las mejillas de Rock.

—¿De qué habla la canción? —susurró. Rock se inclinó hacia él.

—Es una antigua canción folclórica de los trolls —le explicó—. Cuenta la historia de Ámbar y Jaspe. Eran… —Titubeó y movió las manos en un gesto vago—. Amigos. Muy buenos amigos.

—Creo que te entiendo.

—Y un día, cuando Ámbar va a su cueva para llevarle la cena, se lo encuentra… —Rock movió las manos en otro gesto igual de vago, pero ampliamente descriptivo—. Se lo encuentra con otra troll. Así que se va a casa, coge el garrote, vuelve y lo mata a golpes, tump, tump, tump. Porque él era su troll, y la había traicionado. Es una canción muy sentimental, muy romántica.

Victor miró a Rubí. La troll, todo ondulaciones, había bajado del pequeño escenario y se deslizaba entre los clientes del local, como una pequeña montaña sobre un carrito. Debe de pesar más de dos toneladas, pensó. Si se me sienta en las rodillas, tendrán que despegarme del suelo como si fuera una alfombra.

—¿Qué le acaba de decir a ese troll? —preguntó cuando todos los pésenles estallaron en carcajadas. Rock se rascó la nariz.

—Es un juego de palabras —respondió—. Muy difícil de traducir. Pero, en resumen, le ha dicho, «¿Llevas el legendario Cetro de Magma que fue Rey de la Montaña, Forjador de Miles Sí, Incluso Decenas de Miles, Señor del Río Dorado, Amo de los Puentes, Dueño de Ríos Subterráneos, Morador de las Zonas Oscuras, Azote de Muchos enemigos… —tomó aliento profundamente… en el bolsillo, o es que te alegras de verme?».

Victor frunció el entrecejo.

—No lo capto.

—Quizá no lo haya traducido bien —suspiró Rock.

Tomó un buen trago de azufre fundido antes de seguir hablando:

—Tengo entendido que Alquimistas Unidos está eligiendo el reparto para…

—Rock —lo interrumpió Victor con voz apremiante—, en este lugar pasa algo muy raro. ¿No lo notas?

—¿El qué es raro?

—Todo parece… bueno, burbujear. Nadie se comporta como antes. ¿Sabías que aquí, en el pasado, hubo una gran ciudad? Ahora el emplazamiento exacto está cubierto por el mar. Era una ciudad enorme. ¡Y desapareció, así, como si tal cosa!

Rock se frotó la nariz, con gesto pensativo. El gesto pensativo no era muy habitual para él. Parecía el primer contacto con un hacha de un hombre de Neandertal.

—¡Y no tienes más que ver cómo se comporta todo el mundo! —insistió Victor—. ¡Como si lo que son y lo que quieren fueran las cosas más importantes del mundo!

—Me pregunto… —empezó Rock.

—¿Sí? —lo apremió Victor.

—Me pregunto si valdría la pena que me quitara un centímetro de nariz. Mi primo Breccia conoce a un picapedrero que le arregló las orejas, y le quedaron de maravilla. ¿Qué opinas tú?

Victor lo miró fijamente.

—Quiero decir… no sé si te das cuenta, pero es demasiado grande, aunque por otra parte es lo que se considera una nariz troll por excelencia, un estereotipo, ¿me entiendes? Es decir, puede que tenga mejor aspecto si me la arreglo, pero también es posible que, en este trabajo, lo mejor sea parecer todo lo troll posible. Por ejemplo, Morry se hizo retocar la suya con cemento, y ahora tiene una cara que te puede matar del susto si te la encuentras en un callejón oscuro. ¿Qué opinas tú? Valoro mucho tu opinión, porque eres un humano de grandes ideas.

Dirigió a Victor una amplia sonrisa silícea.

—Es una nariz estupenda, Rock —dijo el joven al final con un suspiro—. Contigo detrás de ella, puede llegar muy lejos.

Rock le lanzó otra sonrisa deslumbrante, y apuró la copa de azufre. Sacó el palillo de acero y sorbió la amatista clavada en la punta.

—¿De verdad te parece…? —empezó.

Entonces, advirtió la pequeña zona de espacio vacío. Victor se había marchado.

—No sé nada de nadie —dijo el guardador de caballos, inquieto ante la presencia imponente y amenazadora de Detritus.

Escurridizo masticó la colilla de su cigarro. Pese al carruaje nuevo, el viaje desde Ankh Morpork había estado lleno de baches y saltos, y no había almorzado.

—Un chico alto, algo idiota, con un bigote finito —insistió—. Ha estado trabajando para ti, ¿no?

El guardador de caballos se rindió.

—Bueno, de cualquier manera nunca habría llegado a ser un buen guardador de caballos —suspiró—. Deja que el trabajo lo domine. Creo que dijo que iba a comer algo.

Victor estaba sentado en el callejón oscuro, con la espalda apoyada contra la pared, y trató desesperadamente de pensar.

Recordaba cierta ocasión, siendo muy niño, en que se había quedado demasiado tiempo al sol. Había sentido algo muy parecido a lo que sentía ahora.

Oyó un suave ruido en la arena apisonada que había ante sus pies.

Alguien había dejado caer un sombrero. Lo miró.

Luego, ese mismo alguien empezó a tocar una armónica. No lo hacía demasiado bien. La mayor parte de las notas caían fuera de lugar, y las que acertaban por casualidad duraban demasiado o demasiado poco. Allí había una melodía, por alguna parte, de la misma manera que hay una pizca de carne en una máquina de preparar hamburguesas.

Victor suspiró y rebuscó un par de peniques en sus bolsillos. Los arrojó al sombrero.

—Vale, vale —dijo—. Muy bien. Ahora, lárgate.

En aquel momento, captó un olor extraño. Era difícil identificarlo, pero quizá podría pertenecer a una alfombra de guardería infantil, muy vieja y algo mojada.

Alzó la vista.

—Guau, joder, guau —dijo Gaspode, el Perro Maravilla.

El establecimiento de Borgle había decidido aquella noche experimentar con las ensaladas. La zona de cultivo más cercana estaba a cincuenta kilómetros.

—¿Qué es esto? —exigió saber un troll, esgrimiendo algo lacio y marrón.

Fruntkin, el inventivo jefe de cocinas, aventuró una suposición.

—¿Apio? —sugirió. Lo examinó más de cerca—. Sí, apio.

—¡Pero si es marrón!

—¡Pues claro! ¡Pues claro! —se apresuró a replicar Fruntkin—. El apio en su mejor momento es marrón. Eso demuestra que está maduro —añadió.

—¡Tendría que ser verde!

—Naa. Tú lo estás confundiendo con los tomates —lo tranquilizó el cocinero.

—¿Sí? Pues a ver, ¿qué es esta cosa grumosa? —preguntó otro hombre de la cola.

Fruntkin se irguió en toda su estatura.

—Eso —explicó con voz pausada—, es mayonesa. La he hecho personalmente. La saqué de un libro —agregó sin poder ocultar su orgullo.

—Sí, es evidente —asintió el hombre, metiendo un dedo en la sustancia—. Desde luego, no la sacaste ni de huevos, ni de aceite, ni de vinagre.

—Especialidad de la mayson —le aseguró Fruntkin sin darse por aludido.

—Como quieras —insistió el hombre—, pero dile a tu mayonesa que deje de atacar a mi lechuga.

Fruntkin, airado, esgrimió su cucharón.

—Oye… —empezó.

—No, no pasa nada —siguió el futuro comensal—. Las babosas han formado una barrera defensiva.

Se oyó una conmoción junto a la puerta. Detritus, el troll, entró pavoneándose entre los clientes, seguido por Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo.

El troll apartó a los que aguardaban, y se encaró con Fruntkin.

—El señor Escurridizo quiere charlar —le informó mientras extendía el brazo por encima del mostrador y, sin esfuerzo, levantaba al enano por la camisa llena de manchas resecas de comida.

Lo zarandeó en el aire ante Ruina.

—¿Alguien ha visto a Víctor Tugelbend? —preguntó el ex vendedor de salchichas—. ¿O a esa chica, Ginger?

Fruntkin abrió la boca para soltar una maldición, pero se lo pensó mejor.

—El muchacho estaba aquí hace menos de media hora —gimió—. Ginger trabaja sólo medio turno, por las mañanas. No sé qué hace cuando sale.

—¿Y adonde ha ido Victor? —insistió Ruina.

Se sacó una bolsa del bolsillo. Tintineaba. Los ojos de Fruntkin se clavaron en ella como si fueran cojinetes y la bolsa contuviera un potente imán.

—No lo sé, señor Ruina —insistió—. Cuando se enteró de que la chica no estaba aquí, se fue.

—Bien —suspiró Ruina—. Bueno, si vuelves a verlo, dile que lo estoy buscando, y que lo voy a convertir en una estrella. ¿Entendido?

—Una estrella. Entendido —asintió el enano.

Ruina buscó en su bolsa y extrajo una moneda de diez dólares.

—Además, quiero encargar la cena para luego —añadió mostrando el dinero.

—La cena. Entendido —tartamudeó Fruntkin.

—Tomaré un filete y langostinos —siguió Ruina—. Con una selección de verduras de temporada en su punto, y de postre fresas con nata.

Fruntkin se lo quedó mirando.

—Eh… —empezó.

Detritus dio al enano un golpecito con el dedo, que lo hizo mecerse adelante y atrás.

—Y yo —dijo—, tomaré… a ver… un basalto muy hecho, con guarnición de conglomerados de granito recién pulverizados. ¿Entendido?

—Eh… sí —asintió Fruntkin.

—Déjalo ya, Detritus. No creo que le guste estar por los aires —indicó Ruina—. Y déjalo con suavidad.

Miró a su alrededor, contemplando el círculo de rostros fascinados.

—Recordadlo bien —dijo—. Estoy buscando a Victor Tugelbend, y voy a convertirlo en una estrella. Si alguien lo ve, que se lo diga. Ah, Fruntkin, y que el filete esté poco hecho.

Se alejó a zancadas hacia la puerta.

En cuanto se marchó, la charla fluyó de vuelta al local como una marea.

—¿Que lo va a convertir en una estrella? ¿Para qué quiere una estrella?

—¿Creéis que al chico le va a gustar? No sé, a mí no me haría gracia estar colgado del cielo toda la noche…

—Igual hablaba en un sentido figurado. No creo que sea un mago, no podrá hacerlo.

—¿Cómo creéis que se puede convenir a alguien en una estrella?

—Ni idea. Supongo que hay que coger a la víctima y comprimirla hasta que queda muy pequeña, o estalla y se convierte en una masa de hidrógeno en llamas.

—¡Dioses!

—¡Sí, ese troll es una fiera!

Victor miró detenidamente al perro.

No podía haberle hablado. Tenía que haber sido su imaginación. Pero ese argumento ya lo había utilizado la última vez, ¿no?

—Me pregunto cómo te llamarás… —comentó Victor, dándole unas palmaditas en la cabeza.

—Gaspode —replicó Gaspode.

La mano de Victor se quedó paralizada a media caricia.

—Dos peniques —siguió el perro con cansancio—. La releche, el único perro del mundo que toca la armónica, nada menos. Dos peniques.

Seguro que es cosa del sol, pensó Victor. No he llevado puesto el sombrero. Dentro de un instante me despertaré entre sábanas fresquitas.

—Bueno, tampoco es que hayas tocado muy bien. No he reconocido la canción —dijo, distendiendo los labios en una espantosa sonrisa.

—Es que no se supone que tuvieras que reconocer la jodida canción —replicó Gaspode, al tiempo que se sentaba pesadamente y se dedicaba a rascarse industriosamente la oreja con la pata trasera—. Soy un perro. Se supone que tienes que estar jodidamente impresionado de que pueda arrancar una jodida nota de la jodida cosa, ¿no crees?

¿Cómo podría plantear el tema?, pensó Victor. Quizá sea sólo cuestión de decir: Disculpa, pero me parece que estás hablan… No, probablemente no.

—Eh… —empezó.

Oye, eres bastante charlatán para ser un… no, tampoco.

—Pulgas —explicó Gaspode, cambiando de orejas y de patas—. Son un martirio.

—Oh, dioses.

—Y todos esos trolls… no los aguanto. Tienen un olor repugnante. Son unas jodidas piedras con patas. Vas, intentas pegarles un mordisco, y lo siguiente que sabes es que estás escupiendo dientes. No es natural.

Hablando de cosas naturales, no he podido dejar de advertir que…

—Este lugar es un jodido desierto —siguió Gaspode. Eres un perro parlante.

—Supongo que te estarás preguntando —dijo el perro, clavando una vez más en Victor su penetrante mirada cómo es que puedo hablar.

—La verdad, ni se me había pasado por la cabeza —respondió el joven.

—A mí tampoco —replicó Gaspode—. Hasta hace un par de semanas. En toda mi vida no había dicho ni una jodida palabra. Trabajaba para un tío, allá en la ciudad. Hacía trucos y esas cosas. Llevaba en equilibrio una pelota en el hocico. Caminaba sobre las patas traseras. Saltaba a través de un aro. Y luego pasaba con el sombrero en la boca. Ya sabes, el mundo del espectáculo. Entonces, una mujer me dio unas palmaditas en la cabeza y dijo, «Oh, qué perrito tan mono, parece que comprende lo que decimos», y yo pensé, «Je je, señora, ya ni me molesto en intentarlo». Pero me di cuenta de que podía oír las palabras, y de que salían de mi propia boca. Así que agarré el sombrero y me largué por patas antes de que tuvieran tiempo de reaccionar.

—¿Por qué? —quiso saber Victor? Gaspode puso los ojos en blanco.

—¿A ti qué te parece? ¿Qué tipo de vida crees que puede llevar un auténtico perro parlante? —replicó—. ¡No debería haber abierto mi estúpida boca!

—Pero a mí me estás hablando —señaló Victor, tratando de aferrarse a lo obvio.

Gaspode lo miró con malicia.

—Sí, porque seguro que no te atreves a contárselo a nadie —dijo—. Además, no me importa hablar contigo. Tú tienes ese aspecto especial. Se te nota a la legua.

—¿A qué demonios te refieres?

—Crees que ya no eres tú mismo, ¿a que sí? —inquirió el perro—. ¿A que tienes la sensación de que alguien está pensando por ti?

—Dioses.

—Pues esa sensación te da un aspecto especial, diferente —siguió Gaspode. Cogió el sombrero con los dientes—. Dos peniques —añadió con voz átona—. La verdad, no es porque vaya a gastármelo, ya te puedes imaginar que no tengo manera, pero… dos peniques.

Se encogió de hombros al estilo canino.

—¿A qué te refieres con eso de que tengo un aspecto especial? —insistió Victor.

—Pues eso, que tienes un aspecto especial. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos, ya me entiendes.

—¿Qué aspecto?

—Pues ya me entiendes, que has sido llamado aquí y no sabes por qué. —Gaspode trató de rascarse la oreja de nuevo—. Te vi haciendo de Cohén el Bárbaro —añadió, cambiando de tema.

—Eh… ¿y qué te pareció? —quiso saber Victor.

—Bueno… supongo que, mientras el viejo Cohén no se entere, no te pasará nada.

—¡He preguntado que cuánto hace que se fue de aquí! —gritó Escurridizo.

En el pequeño escenario, Rubí cantaba algo con una voz como un barco a punto de hundirse y en medio de un espeso banco de niebla.

—GrooOOowwonnogghrhhooOOo…[6]

—¡Estaba aquí hace nada! —aulló Rock a modo de respuesta—. ¡Y a ver si me dejas escuchar la canción de una puñetera vez! ¿Vale?

—… OowoowgrhhffrghooOOo…[7]

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dio un codazo a Detritus, que arrastraba los nudillos por el suelo y contemplaba con la boca abierta el espectáculo que se desarrollaba en el escenario.

Hasta aquel momento, la vida del viejo troll había sido sencilla: se limitaba a recibir dinero de unas personas para golpear a otras personas.

Pero ahora se le empezaba a complicar. Rubí le había guiñado un ojo.

El descascarillado corazón de Detritus hervía con sensaciones extrañas, desconocidas.

—… groooOOOooohoofooOOoo…[8]

—¡Vamos de una vez! —le gritó Ruina.

Detritus consiguió recuperar el control perdido sobre sus piernas y dirigió una última mirada anhelante hacia el escenario.

—… ooOOOgooOOmoo. OOhhhooo…[9]

Rubí le lanzó un beso. Detritus se puso del color del granate recién sacado de la cantera.

Gaspode lo guió para salir del callejón y atravesar la oscura extensión de maleza, arbustos esqueléticos y dunas que había tras la ciudad.

—En este lugar hay algo que no va bien, estoy seguro —murmuró.

—Es diferente —lo corrigió Victor—. ¿Qué quieres decir con eso de que no va bien?

Gaspode tenía pinta de estar a punto de escupir.

—Mírame a mí, por ejemplo —replicó, haciendo caso omiso de la interrupción—. Soy un perro. En toda mi vida, jamás había soñado más que con cazar algún que otro bicho. Y con el sexo, por supuesto. Y ahora, de repente, tengo estos sueños. Sueños en color. Me ponen los pelos de punta. Porque yo en mi vida había visto colores, ¿sabes? Los perros vemos en blanco y negro, supongo que ya estabas enterado, con todo lo que has leído… Y te garantizo que el rojo es una sorpresa de mil diablos. Te pasas la vida creyendo que la cena es de color blanco hueso con algunos matices de gris, y de pronto te encuentras que has estado comiendo cosas color púrpura y rojo escalofriante.

—¿Qué clase de sueños? —inquirió Victor.

—Da vergüenza hasta decirlo —suspiró Gaspode—. Mira, por ejemplo en uno el río se ha llevado un puente, y yo tengo que correr y ladrar para avisar a todo el mundo, ¿entiendes? Y en otro hay una casa en llamas, y yo saco a rastras a los críos que viven ahí. Tengo otro sueño en el que unos niños se han perdido en unas cuevas, y yo los encuentro y guío hasta ellos a la gente que los busca… Pero el caso es que detesto a los niños. Y, aun así, últimamente, parece que no sé hacer otra cosa que pasarme la vida rescatando gente, o salvando a gente, o deteniendo a ladrones, o lo que sea. No sé si me entiendes, ya he vivido siete años, he tenido parásitos, moquillo, garrapatas y unas pulgas que te mueres, maldita la falta que me hace ponerme en plan héroe cada vez que me echo a dormir.

—Vaya, ¡qué interesante es la vida cuando la ves desde el punto de vista de otro! —exclamó Víctor.

Gaspode puso en blanco los ojos legañosos.

—Eh… ¿adonde vamos? —quiso saber el joven.

—A ver a unos cuantos habitantes de Holy Wood —replicó el perro—. Porque aquí está pasando algo muy, muy raro.

—¿En la colina? No tenía ni idea de que en la colina viviera gente.

—No son gente —fue la respuesta de Gaspode.

Una pequeña hoguera de ramitas ardía en la ladera de la colina Holy Wood. Victor la había encendido porque… bueno, porque le resultaba tranquilizadora. Porque era el tipo de cosas que hacían los seres humanos.

Sentía la necesidad de recordarse que era humano, y que probablemente no estaba loco.

No porque hubiera estado hablando con un perro. Había mucha gente que hablaba con los perros. Y lo mismo se podía decir del gato. Quizá hasta incluso del conejo. En cambio, la conversación con el ratón y con el pato podía empezar a considerarse dentro de los límites de lo extraño.

—¿Te crees que nosotros queríamos hablar? —le espetó el conejo—. Yo era un conejo normal y corriente, la mar de feliz, y entonces, de repente, ¡pumba!, empiezo a pensar. Es una auténtica pesadilla cuando lo que quieres es realizarte como conejo. Un conejo busca hierba y sexo, no le interesan para nada los pensamientos como, «¿De dónde venimos, adonde vamos, cuál es el sentido de la vida?».

—Sí, pero tú al menos comes hierba —señaló Gaspode—. Por lo menos a ti la hierba no te habla. Cuando tienes hambre, lo que menos falta te hace es un jodido acertijo ético haciéndote preguntas desde el plato.

—¿Y tú crees que lo tuyo son problemas? —intervino el gato, que al parecer le leía la mente—. Yo sólo puedo comer pescado. No te imaginas lo que es poner la zarpa sobre tu cena y que empiece a gritar «¡Socorro!».

Se hizo un largo silencio. Todos miraron a Victor. Incluido el ratón. Incluido también el pato. El pato parecía particularmente agresivo. Seguramente había oído hablar de la salsa de naranja.

—Eso, fíjate en nosotros —asintió el ratón—. Yo estaba tan tranquilo, corriendo porque me perseguía éste… —Señaló al gato, que se erguía amenazador a su lado—. Iba por toda la cocina, aterrado, como debe ser, con chilliditos y todo eso. Entonces oigo una especie de zumbido sobre mi cabeza, y veo una sartén… ¿lo entiendes? Hasta hacía un segundo, no sabía ni lo que era freír un huevo. Entonces, me dio por agarrarla por el mango, y en cuanto éste dio la vuelta a la esquina, clang. Se quedó tambaleándose, preguntando «¿Qué me ha golpeado?». Y yo voy y le digo, «Yo». En ese momento, los dos nos dimos cuenta de que estábamos hablando.

—Conceptualizando —intervino el gato.

Era un gatazo negro, con las zarpas blancas, orejas como dianas de tiro al blanco y la cara llena de cicatrices de un felino que ya ha vivido plenamente ocho vidas.

—¿Qué te parece? —siguió el ratón.

—Decidle lo que hicisteis a continuación —intervino Gaspode.

—Vinimos aquí —explicó el gato.

—¿Desde Ankh-Morpork? —se asombró Victor.

—Sí.

—¡Está a casi cincuenta kilómetros!

—Sí, y te garantizo que no es fácil hacer auto-stop cuando eres un gato —suspiró el felino.

—¿Lo ves? —dijo Gaspode—. Desde que empezó todo esto, sucede lo mismo constantemente. A Holy Wood llegan todo tipo de seres. Ninguno sabe por qué ha emprendido el viaje, sólo que es importante estar aquí. Y no se comportan como en el resto del mundo. He estado observándolo todo. Aquí pasa algo muy raro.

El pato graznó. En aquel graznido había palabras, pero tan trastocadas por la incompatibilidad del pico y la laringe que Victor no entendió ni una.

Los animales atendieron, compasivos.

—¿Qué pasa, Pato? —inquirió el conejo.

—El pato dice —tradujo Gaspode— que es como eso de las corrientes migratorias. Que se siente igual que cuando emigraba su bandada.

—¿De verdad? Yo no he tenido que venir de tan lejos —contribuyó el conejo—. Nosotros vivíamos ya en las dunas. —Suspiró con tristeza—. Siempre habíamos vivido en las dunas. Durante tres felices años y cuatro días infernales —añadió.

A Victor se le ocurrió una idea.

—Entonces, ¿llegasteis a conocer al anciano de la playa? —preguntó.

—Ah, ese tipo. Sí. Y tanto. Se pasaba la vida subiendo aquí.

—¿Qué clase de persona era? —quiso saber el joven.

—A ver si me entiendes, tío, hasta hace cuatro días todo mi vocabulario consistía en dos verbos y un sustantivo. ¿Cómo demonios quieres que tenga una opinión sobre él? Lo único que sé es que no nos molestaba. Seguramente pensábamos que era una roca con patas, o algo así.

Victor pensó en el libro de notas que llevaba en el bolsillo. Cánticos y hogueras. ¿Qué tipo de persona hacía aquellas cosas?

—No tengo ni idea de qué está pasando —dijo—. Pero me gustaría averiguarlo. Escuchad, ¿no tenéis nombres? Me siento un poco raro hablando con gente que no se llama de ninguna manera.

—El único que tiene nombre soy yo —respondió Gaspode—. Como soy un perro… Me lo pusieron en honor al famoso Gaspode, ya te puedes imaginar.

—Una vez un niño me llamó Michino —aportó el gato, dubitativo.

—Pues yo pensaba que teníais nombres en vuestro propio idioma —insistió Víctor—. No sé, algo como «Zarpas Fuertes» o… o «Cazador Veloz». O cosas por el estilo.

Sonrió, alentador.

Los otros lo miraron, sin comprender.

—Es que lee libros —les explicó Gaspode—. Mira, intentaré que lo entiendas —añadió al tiempo que se rascaba vigorosamente—. Los animales no nos solemos molestar en tener nombres. Porque sabemos quiénes somos.

—Pues la verdad es que me gusta eso de «Cazador Veloz» —intervino el ratón.

—En realidad, ese nombre parece más apropiado para un gato —dijo Victor, que empezaba a sudar—. Los ratones suelen tener nombres más pacíficos y cariñosos, como… como «Patitas».

—¿Patitas? —inquirió el ratón con frialdad. El conejo sonrió.

—Y… y siempre pensé que los conejos se llamaban Bolita. O Tambor —insistió el joven.

El conejo dejó de sonreír y giró las orejas.

—Oye, tío… —empezó.

—No sé si conocéis esa leyenda… —intervino Gaspode alegremente, en un intento de calmar los ánimos y reavivar la conversación—. Esa que cuenta que los dos primeros seres humanos del mundo dieron nombre a todos los animales. Qué cosas, ¿eh?

Victor se sacó el libro del bolsillo para ocultar su vergüenza. Entonar cánticos y encender hogueras. Tres veces al día.

—Este anciano… —empezó a decir.

—¿Qué tenía de especial? —le espetó el conejo—. ¡Si no hacía nada más que subir aquí, a la colina, y hacer ruido un par de veces al día! Era como un… como un… para marcar el tiempo… —titubeó—. Siempre a las mismas horas. Varias veces al día.

—Tres veces al día. Tres sesiones. ¿Como si fuera una especie de teatro? —preguntó Victor, pasando el dedo por la página.

—No sabíamos contar hasta tres —replicó el conejo con amargura—. Sólo diferenciábamos entre uno y varios. Varias veces. —Miró a Víctor—. Tambor —repitió en tono despectivo.

—Y gente procedente de otros lugares le traía pescado —insistió el joven, sin darse por aludido—. Porque por estos alrededores no vive nadie. Debían de venir de muchos kilómetros de distancia. Había gente que navegaba kilómetros y kilómetros para traerle pescado. Como si el viejo no quisiera comer los peces de estas playas. ¡Y hay a montones! Cuando fui a nadar, vi una langosta increíble.

—¿Y cómo la llamaste? —bufó Tambor, que no era un conejo que olvidara un insulto fácilmente—. ¿Doña Pinzas?

—Sí, me interesa que eso quede bien claro —chilló el ratón—. Entre los míos, soy un ratón de cierta posición. Puedo dar órdenes a cualquier otro roedor de la casa. Quiero un nombre a mi altura. Si ahora alguien se dedica a llamarme Patitas… —Miró directamente a Victor—, ese alguien estará pidiendo a gritos que le sacuda en la cabeza con una sartén. ¿Ha quedado claro?

El pato lanzó un largo graznido.

—Un momento, un momento —intervino Gaspode—. Conservemos la calma. Según el pato, todo esto forma parte del mismo problema. Aquí están viniendo humanos, enanos, trolls y todo tipo de seres. De pronto, hasta los animales empiezan a hablar. El pato dice que cree que la causa se encuentra en Holy Wood.

—¿Y cómo lo puede saber un pato? —inquirió Victor, dubitativo.

—Mira, amigo —intervino el conejo—, cuando tengas la capacidad de volar, de cruzar el mar por los aires y de llegar aunque sea al continente que busques, podrás empezar a hablar mal de los patos.

—Ah —asintió Victor—. Supongo que te refieres a los misteriosos sentidos de los animales, ¿verdad? Todos lo miraron.

—Bueno, sea como sea, esto tiene que acabarse —siguió Gaspode—. Todo este cogitatum y este hablar está muy bien para los seres humanos, que estáis acostumbrados a eso. Así que lo importante es que alguien averigüe cuál es la causa de lo que está pasando. Todos siguieron mirándolo.

—Bueno… —intervino Victor vagamente—, ¿creéis que este libro puede servirnos de ayuda? Las primeras páginas están en no sé qué idioma antiguo. Yo podría…

Se interrumpió. Los magos no eran nada populares en Holy Wood. Lo mejor sería no mencionar la Universidad Invisible, ni su relación con ella.

—Es decir —continuó, eligiendo las palabras con cautela—, conozco a alguien en Ankh-Morpork que quizá pueda leerlo. También es un animal. Un simio.

—Y ese simio, ¿qué tal anda de sentidos misteriosos? —quiso saber Gaspode.

—Los tiene estupendos —le garantizó Victor.

—En ese caso… —dudó el conejo.

—Un momento —lo interrumpió Gaspode—. Oigo acercarse a alguien.

Desde la colina se divisaba una antorcha en movimiento. El pato dio una torpe carrerita y alzó el vuelo. Los demás animales desaparecieron entre las sombras. El único que no se movió fue el perro.

—¿No vas a disimular? —siseó Victor. Gaspode arqueó una ceja.

—¿Guau? —dijo.

La antorcha zigzagueaba errática entre la maleza, como si fuera una luciérnaga. En ocasiones se detenía un instante, luego avanzaba en una dirección completamente diferente. Era muy brillante.

—¿Qué es? —preguntó Victor. Gaspode olfateó el aire.

—Un ser humano —dijo—. Hembra. Lleva un perfume barato. —Arrugó la nariz de nuevo—. Un perfume que se llama Juguete de la Pasión. —Olfateó el aire otra vez—. Viste ropa recién lavada, sin almidonar. Zapatos viejos. Mucho maquillaje de estudio. Ha estado en el restaurante de Borgle, y ha comido… —Movió más la nariz—. Ha comido estofado. Un plato no muy grande.

—Supongo que también podrás decirme cuánto mide ¿eh? —preguntó Victor, burlón.

—Huele a un metro sesenta, o un metro sesenta y dos —aventuró Gaspode.

—¡Venga ya!

—Pues vete tú a comprobarlo.

Victor echó arena a patadas sobre su pequeña hoguera, y bajó a zancadas por la ladera.

Cuando se acercó, la luz dejó de moverse. Por un momento, divisó la figura femenina envuelta en un chal, que alzaba una antorcha por encima de su cabeza. Luego, la luz desapareció tan rápidamente que le quedaron imágenes azules y rojas bailando en el fondo de los ojos. Tras ellas, una pequeña figura negra era una sombra aún más oscura destacada sobre las del ocaso.

Y la figura dijo:

—¿Qué haces en mi… qué hago… por qué estás en… dónde…? —Por último, como si por fin se hubiera apercibido de la situación, cambió de marcha y, con una voz que él conocía mucho mejor, exigió saber—: ¿Qué demonios haces tú aquí?

—¿Ginger? —inquirió Victor.

—¿Sí?

El joven hizo una pausa. ¿Qué se solía decir en circunstancias como aquéllas?

—Eh… —titubeó—. Esto es muy bonito por las noches, ¿no te parece? La chica miró a Gaspode.

—Es ese asqueroso chucho que ha estado rondando por el estudio, ¿no? —señaló—. No soporto a los perros pequeños.

—Arf, arf —dijo Gaspode.

Ginger se lo quedó mirando. Victor casi podía leer sus pensamientos: ha dicho Arf, Arf. Y es un perro. Y ésa es la clase de ruidos que hacen los perros, ¿no? Así que esto no tiene nada de raro, ¿verdad?

—En realidad, lo que pasa es que me gustan más los gatos —siguió la chica, sin demasiada seguridad.

—¿Sí? —susurró una voz al nivel de sus rodillas—. Pues que te zurzan, guapa.

—¿Qué ha sido eso?

Victor retrocedió, moviendo las manos en gestos frenéticos.

—A mí no me mires —replicó—. ¡Yo no he sido!

—Ah, claro, me imagino que habrá sido el perro, ¿no? —bufó ella.

—Quién ¿yo? —dijo Gaspode.

Ginger se quedó de piedra. Miró en todas las direcciones, y por fin clavó los ojos en el suelo, en el lugar donde Gaspode se rascaba perezosamente una oreja.

—¿Guau? —inquirió el perro.

—Ese perro ha hablado… —empezó la chica, señalándolo con un dedo tembloroso.

—Lo sé —asintió lentamente Victor—. Eso significa que le gustas. Miró por encima del hombro de la joven. Otra luz ascendía por la ladera de la colina.

—¿Ha venido alguien contigo? —preguntó.

—¿Conmigo?

Ginger se dio media vuelta.

Ahora la luz se acercaba acompañada por el crujido de las ramitas secas. Escurridizo salió de entre las sombras, con Detritus pisándole los talones como una sombra particularmente horrenda.

—¡Ajá! —exclamó el ex vendedor de salchichas—. Hemos sorprendido a los tortolitos, ¿eh? Victor lo miró, boquiabierto.

—¿A los qué?

—¿A los qué? —aportó Ginger.

—Os he buscado a los dos por todas partes —insistió Escurridizo—. Alguien me comentó que os había visto venir hacia aquí. Muy romántico, muy romántico. Seguro que podremos hacer algo con eso. Ya se me ocurrirá algo. Quedará bien en los carteles. Y tanto que sí. —Los rodeó a ambos con los brazos—. Vamos —dijo.

—¿Adonde? —quiso saber Victor.

—Empezaremos a rodar a primera hora de la mañana —replicó Escurridizo.

—Pero si el señor Silverfish me dijo que no volvería a trabajar en esta ciudad… —empezó el joven.

Escurridizo abrió la boca para hablar, y titubeó, pero sólo un instante.

—Ah. Sí. Bueno, os voy a dar otra oportunidad —replicó, hablando muy despacio por una vez en su vida—. Eso es. Otra oportunidad. Ya se sabe, sois jóvenes. Testarudos. Yo también fui joven una vez. Escurridizo, me dije, tienes que darles otra oportunidad, aunque vayas a la ruina. Habrá que bajarles el sueldo, claro. Un dólar al día. Es mi oferta. ¿Qué os parece?

Victor vio la repentina expresión de esperanza en el rostro de Ginger.

Abrió la boca para hablar.

—Quince dólares —dijo una voz. No era la suya.

Cerró la boca.

—¿Qué? —se sobresaltó Ruina. Victor abrió la boca.

—Quince dólares. Renegociables dentro de una semana. Quince dólares o nada.

Victor cerró la boca y puso los ojos en blanco.

Escurridizo blandió un dedo justo debajo de su nariz, pero titubeó.

—¡Así me gusta! —consiguió decir al final—. ¡Tienes espíritu de negociador! De acuerdo, no se hable más. Tres dólares.

—Quince.

—Cinco, chico, y es mi última oferta. ¡Ahí abajo hay miles de personas que se abalanzarían sobre una oportunidad como la que os ofrezco!

—Nómbreme a dos, señor Escurridizo.

Escurridizo se volvió hacia Detritus, que estaba perdido en sus ensoñaciones referentes a Rubí. Luego, se giró hacia Ginger.

—De acuerdo —asintió—. Diez. Y eso porque me caéis bien. Pero que conste que voy a la ruina.

—Hecho.

Ruina extendió una mano. Victor se miró la suya como si la viera por primera vez, y al final se la estrechó.

—Bueno, ahora volvamos abajo —dijo Escurridizo—. Hay que organizar muchas cosas.

Se alejó a zancadas entre los árboles. Victor y Ginger lo siguieron mansamente, en una especie de nube creada por el estado de shock.

—¿Estás loco? —siseó la muchacha—. ¡Mira que responderle así…! ¡Podríamos haber perdido nuestra oportunidad!

—¡Pero si yo no he dicho nada! ¡Creí que eras tú! —gimió Victor.

—¡Fuiste tú! —lo acusó Ginger. Se miraron el uno al otro. Y bajaron la vista.

—Arf, Arf-dijo Gaspode, el Perro Maravilla. Escurridizo se dio media vuelta.

—¿Qué es ese ruido? —quiso saber.

—Oh, nada… sólo… sólo un perro que hemos encontrado —se apresuró a responder Victor—. Se llama Gaspode. En honor del famoso Gaspode, ya se imagina.

—Hace trucos —aportó Ginger con malevolencia.

—¿Un perro que hace trucos?

Escurridizo se agachó y palmeó la cabeza alargada de Gaspode.

—Ni se imagina las cosas que sabe hacer —le aseguró Víctor.

—Ni se las imagina —corroboró Ginger.

—Sí, pero vaya bicho más feo —replicó el ex vendedor de salchichas.

Clavó en Gaspode una mirada pausada, larga, lo que era como desafiar a un ciempiés a un concurso de coces. Gaspode podía sostenerle la mirada a un espejo.

Escurridizo parecía dar vueltas a algo en la cabeza.

—Oíd… traedlo mañana por la mañana. A la gente le gusta reírse —dijo.

—Oh, y tanto, Gaspode hace reír —asintió Victor—. Te partes. Mientras se alejaban, Victor oyó una voz baja a su espalda.

—Esa me la pagarás —decía—. Además, me debes un dólar.

—¿Por qué?

—Comisión del agente —explicó Gaspode, el Perro Maravilla.

Sobre Holy Wood, las estrellas acababan de aparecer. Eran gigantescas bolas de hidrógeno recalentado hasta alcanzar una temperatura de millones de grados, tan calientes que ni siquiera podían quemarse. Muchas de ellas se hincharían increíblemente antes de morir, y luego se encogerían hasta convertirse en diminutas enanas resentidas, recordadas sólo por los astrónomos más sentimentales. Entretanto, brillaban por causa de diversas metamorfosis cuya explicación quedaba fuera del alcance de los alquimistas, y convertían elementos vulgares y aburridos en pura luz.

Sobre Ankh-Morpork, simplemente llovía.

Los magos superiores se habían congregado en torno a la vasija de los elefantes. Por orden estricta de Ridcully, los criados de la Universidad la habían vuelto a colocar en el pasillo.

—Recuerdo muy bien a Riktor —dijo el decano—. Un tipo flacucho. Algo obsesivo, no era capaz de pensar más que en una cosa a la vez. Pero listo.

—Je, je, yo me acuerdo de su contador de ratones —intervino Windle Poons desde su secular silla de ruedas—. Era para contar ratones.

—La vasija en sí es bastante… —empezó el tesorero. Pero se interrumpió al analizar las palabras del anciano—. ¿Cómo que contaba ratones? ¿Una máquina para contar ratones? ¿Había que irlos cogiendo de uno en uno y metiéndolos en el trasto, o qué?

—No, no, qué va. Lo único que hacía falta era darle cuerda. Luego te quedabas tranquilamente sentado, y la máquina empezaba a zumbar, contando todos los ratones que hubiera en el edificio, je, je, y las ruedecitas con los números te decían el total.

—¿Por qué?

—¿Mm? Yo qué sé, supongo que le interesaba contar ratones. El tesorero se encogió de hombros.

—La vasija en sí —prosiguió, examinándola de cerca—, es en realidad un jarrón Ming bastante antiguo. Aguardó, expectante.

—¿Por qué lo llaman Ming? —preguntó el archicanciller, obediente.

El tesorero dio un golpecito en el borde del jarrón. Se oyó un ming.

—Ah, así que estos trastos escupen balas de plomo a la gente, ¿eh? —asintió Ridcully.

—No, señor. Riktor sólo lo usó para poner dentro la… la maquinaria. Sea lo que sea. Sirva para lo que sirva. …Uuuhmmm…

—Un momento, ha vibrado… —señaló el decano. …Uuuhhmmm… uuuhmmm…

Los magos se miraron unos a otros, repentinamente aterrorizados.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —quiso saber Windle Poons—. ¿Por qué no me dice nadie qué está pasando? …Uuuhhmmm… uuuhmmm…

—¡Huyamos! —sugirió el decano.

—¿Por dónde? —tartamudeó el tesorero. …UuuhhmmmuuuHMMM…

—Soy una persona de edad y exijo que alguien me informe inmediatamente de qué… Silencio.

—¡Al suelo! —gritó el archicanciller. Plib.

Una esquirla de piedra salió volando de la columna que había a su espalda.

Alzó la cabeza.

—Coño menuda suerte hemos…

Plib.

El segundo perdigón le voló la punta del sombrero.

Los magos se quedaron tendidos sobre las losas del suelo, temblorosos, durante largos minutos. Al final, se oyó la voz ahogada del decano.

—¿Creéis que ya habrá terminado?

El archicanciller alzó la cabeza. Su rostro, siempre enrojecido, parecía ahora incandescente.

—¡Tesorerooo!

—¿Señor?

—¡Eso sí que es disparar!

Victor se dio la vuelta.

—Wzstf —dijo.

—Son las seis aeme, el señor Escurridizo dice que todo el mundo arriba —le informó Detritus, dando un tirón de la ropa de cama y lanzándola al suelo.

—¿Las seis? ¡Eso es noche cerrada! —gimió Victor.

—El señor Escurridizo dice que va a ser un día muy largo —señaló el troll—. El señor Escurridizo dice que tienes que estar a punto para el rodaje a las seis y media. Y así va a ser.

Victor se puso los pantalones.

—¿Se supone que tengo tiempo para desayunar? —preguntó con sarcasmo.

—El señor Escurridizo dice que hará que se sirva algo para comer —respondió Detritus.

Se oyó un sonido sibilante procedente de debajo de la cama. Gaspode salió, sacudiéndose como una alfombra vieja, y se pegó su rascada matutina.

—¿Qué…? —empezó a decir. Entonces vio al troll, y se corrigió a media frase—. Guau, guau —dijo.

—Ah, un perrito. Me gustan mucho los perritos —dijo Detritus.

—Uuoof.

—Crudos —añadió el troll.

Pero no pudo conseguir que su voz se impregnara de la adecuada crueldad. Las visiones de Rubí con su boa de plumas y sus tres acres de terciopelo rojo seguían ondulando sin cesar por su mente. Gaspode se rascó la oreja vigorosamente.

—Uuoof —dijo en voz queda—. Con tono ligeramente amenazador —añadió después de que Detritus hubiera salido del barracón.

Cuando Victor llegó a la ladera de la colina, toda la zona bullía ya de actividad. Se habían alzado un par de tiendas. Alguien sujetaba las riendas de un camello. A la sombra de un arbusto espino, varios demonios chillaban en sus jaulas.

En medio de todo aquel caos estaban Escurridizo y Silverfish, discutiendo. Escurridizo rodeaba con el brazo los hombros de Silverfish.

—Es una señal inconfundible —dijo una voz a la altura del nivel de las rodillas de Victor—. Significa que algún pobre tipo está a punto de perder hasta la camisa.

—¡Será un gran paso adelante para ti, Tom! —estaba diciendo Escurridizo—. Dime, en serio, ¿cuántas personas en Holy Wood pueden preciarse de ser el Vicepresidente al Cargo de Asuntos Ejecutivos?

—¡Sí, pero es que la compañía es mía! —aulló Silverfish.

—¡Claro, claro! —lo tranquilizó Escurridizo—. Eso es lo que significa lo de Vicepresidente al Cargo de Asuntos Ejecutivos.

—¿De verdad?

—¿Te he mentido alguna vez? Silverfish frunció el ceño.

—Bueno —titubeó—, ayer dijiste…

—Era una pregunta retórica —intervino rápidamente Escurridizo.

—Ah. Bueno. Supongo que, retóricamente, no…

—Pues ahí lo tienes. Venga, tenemos trabajo, ¿dónde está ese dibujante?

Escurridizo se dio media vuelta, causando la impresión de que acababan de desconectar bruscamente el interruptor de Silverfish.

Un hombre se acercó apresuradamente, con una carpeta bajo el brazo.

—¿Sí, señor Escurridizo?

Ruina se sacó un trozo de papel del bolsillo.

—Quiero que los carteles estén preparados para esta noche, ¿comprendido? —le advirtió—. Toma. Éste es el nombre de la película.

—Sombras en el desierto —leyó el dibujante. Frunció el ceño. Había recibido demasiada instrucción para los gustos de Holy Wood.

—En el desierto no hay sombras —señaló.

Pero Escurridizo no le escuchaba. En aquel momento, se dirigía hacia Victor.

—¡Victor, pequeño mío! —exclamó.

—Eso lo tiene bien cogido —dijo Gaspode en voz baja—. Creo que lo tiene más atrapado que a nadie.

—¿El qué? ¿Cómo lo sabes? —siseó Victor.

—En parte, debido a algunos sutiles indicios que tú no pareces ser capaz de detectar —replicó el perro en un susurro—. Y en parte debido a que se comporta como un auténtico imbécil.

—¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó Escurridizo, en cuyos ojos había un brillo de locura.

Rodeó los hombros de Victor con un brazo y medio caminó medio lo empujó hacia las tiendas.

—¡Va a ser una gran película! —dijo.

—Ah, qué bien —asintió Victor débilmente.

—Tú representarás el papel de un jefe de los bandidos —siguió Escurridizo—. Pero en realidad eres un buen tipo, te gustan las mujeres y todo eso, y asaltas un pueblo, y te llevas a esa esclava… pero, cuando la miras a los ojos, te vuelves tarumba por ella, y luego hay otro ataque, y cientos de hombres a lomos de elefantes cargan contra…

—Camellos —dijo un joven delgaducho detrás de Escurridizo—. Son camellos.

—¡Yo ordené que trajeran elefantes!

—Pues han traído camellos.

—Camellos, elefantes, ¿qué más da? —suspiró Escurridizo—. Aquí lo que queremos es algo exótico, ¿no? Así que…

—Y sólo tenemos uno —siguió el joven.

—¿Un qué?

—Un camello. Sólo hemos encontrado un camello, no había ninguno más.

—¡Pero si ya tengo preparados a docenas de tipos con sábanas en las cabezas! ¡Todos esperando sus camellos! —aulló Escurridizo, agitando las manos en el aire—. ¡Muchos camellos! ¿Entendido?

—Pues sólo tenemos un camello, porque no hay más que un camello en Holy Wood, y eso gracias a que un tío de Klatch vino con él hasta aquí —replicó el joven.

—¡Pues tendrías que haber enviado a buscar más! —estalló! Escurridizo.

—El señor Silverfish me dijo que no. Escurridizo ahogó un gemido.

—A lo mejor, si hacemos que se mueva mucho, dará la sensación de que hay varios —aportó el joven con optimismo desmedido.

—Si sólo hay un camello, ¿por qué no hacen que pase ante la caja de imágenes? Luego, el operador detiene a los demonios, movemos al camello hacia atrás, lo monta otro jinete, y se pone otra vez en marcha la caja. ¡Y así tantas veces como haga falta! —sugirió Victor—. ¿Cree que es posible? ¿Puede funcionar?

Escurridizo se lo quedó mirando con la boca abierta de par en par.

—¿Qué había dicho yo? —dijo, mirando hacia el cielo en general—. ¡Este chico es un genio! ¡Así podremos tener cientos de camellos por el precio de uno!

—Pero claro, eso significará que los bandidos del desierto cabalgarán en fila india —señaló el joven—. No es lo que se suele considerar un ataque en masa.

—Claro, claro —asintió Escurridizo, pensativo—. No te falta razón. Bueno, podemos poner un cartel para que el jefe diga… diga… —Meditó durante un instante—. Para que diga «Seguidme en fila india, buanas, ¡así engañaremos al odiado enemigo!». ¿Vale?

Hizo un gesto a Victor.

—¿Conoces ya a mi sobrino Soll? —le preguntó—. Es un chico listo. Hasta ha estudiado un poco y todo eso. Lo traje aquí ayer. Ahora es el Vicepresidente al Cargo de Imágenes en Acción.

Soll y Victor intercambiaron un gesto de saludo.

—Creo que «buanas» no es la palabra más correcta en este caso, tío —dijo Soll.

—Es klatchiana, ¿no? —preguntó Escurridizo.

—Bueno, técnicamente sí, pero no creo que venga de la zona de Klatch a que nos referimos. Quizá debería decir «effendis» o algo por el estilo.

—Por mí, mientras sea una palabra extranjera… —replicó Escurridizo, con un tono que indicaba que el asunto quedaba zanjado. Volvió a dar una palmadita en la espalda a Victor.

—Bueno, muchacho, ya puedes ponerte el disfraz. —Dejó escapar una risita—. ¡Cien camellos! ¡Qué cerebro, muchacho, qué cerebro!

—Perdone, señor Escurridizo —intervino el dibujante de carteles, que había estado rondando junto a ellos algo intranquilo—. Es que no entiendo esto que dice aquí…

Escurridizo le arrancó el papel de entre las manos.

—¿El qué? —preguntó bruscamente.

—Aquí, donde describe a la señorita De Syn…

—Es evidente —replicó Ruina con un bufido—. Lo que nos interesa es sugerir a la imaginación el exotismo, el romanticismo atractivo pero lejano de Klatch, con sus pirámides, ¿entiendes?, así que tenemos que usar el símbolo de un continente misterioso e inescrutable. ¿Comprendido? ¿O es que me tengo que pasar la vida explicándoselo palabra a palabra a todo el mundo?

—Lo que pasa es que pensaba… —empezó el dibujante.

—¡Limítate a hacerlo!

El dibujante clavó la vista en el papel.

—«La chica tiene cara de esfínter» —leyó.

—Yo pensaba que quizá fuera «esfinge»…

—¿Estáis oyendo lo que dice este tipo? —bufó Escurridizo, alzando de nuevo los ojos al cielo. Miró al dibujante—. No finge nada, a ver, ¿qué es lo que se supone que tiene que fingir? No, ni hablar. Venga, empieza. Quiero que esos carteles estén por toda la ciudad mañana por la mañana a primera hora.

El dibujante dirigió una mirada agónica a Víctor, que pronto aprendería a reconocerla. Tras un tiempo de estar junto a Escurridizo, todo el mundo la tenía.

—Hecho, señor Escurridizo —dijo.

—Así me gusta.

Escurridizo se volvió hacia Victor.

—¿Por qué no te has cambiado todavía? —exigió saber.

Victor se agachó para entrar en una de las tiendas. Una anciana menuda, con forma semejante a la de una hogaza de pan, lo ayudó a ponerse un traje que parecía hecho con sábanas teñidas de negro por una mano inexperta, aunque dada la situación actual de los alojamientos en Holy Wood bien podían ser unas sábanas cogidas al azar de cualquier dormitorio. Luego, le tendió una espada curva.

—¿Por qué está torcida? —quiso saber el muchacho, intrigado.

—Creo que es adrede, hijo —respondió la anciana, dubitativa.

—Yo pensaba que las espadas tenían que ser rectas —señaló Victor. Fuera, oyó a Escurridizo preguntar al cielo por qué era tan estúpido todo el mundo.

—Quizá al principio son rectas, y luego se van doblando con el uso —sugirió la anciana al tiempo que le daba unas palmaditas en la mano—. Bueno, perdóname ahora, tengo muchas cosas que, hacer.

La señora Marietta Cosmopilita, que antes fuera costurera en Ankh-Morpork, hasta que sus sueños la llevaron a Holy Wood, donde descubrió que su habilidad con la aguja se cotizaba a un alto precio. En el pasado se había dedicado a zurcir calcetines, y ahora tejía falsas cotas de mallas para los trolls, y era capaz de confeccionar unos pantalones de harem en un instante.

Le dirigió una sonrisa animada.

—Si no me necesitas más, hijo, será mejor que vaya a ver a la señorita, por si acaso hay duendes espiándola mientras se desnuda.

Salió renqueante de la tienda. Por la puerta abierta de la que se alzaba al lado salía un sonido metálico, tintineante. Victor oyó la voz de Ginger, que se quejaba amargamente.

El joven hizo unos cuantos movimientos experimentales con la espada.

Gaspode lo miraba, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—¿Qué se supone que eres esta vez? —preguntó al final.

—El jefe de una pandilla de bandidos del desierto, tengo entendido —respondió Victor—. Romántico y osado.

—¿Te disfrazarás de oso?

—No, creo que más bien haré el oso. Gaspode, ¿qué quisiste decir con lo de que «eso» tenía atrapado a Escurridizo? El perro se hurgó una pata con los dientes.

—No tienes más que mirarle los ojos a ese tipo. Los tiene aún peor que tú —respondió.

—¿Les pasa algo a mis ojos?

—Guau.

—El señor Escurridizo dice que… —empezó Detritus.

—¡De acuerdo, de acuerdo, ya voy!

Victor salió de la tienda en el mismo momento en que Ginger salía de la suya. El joven cerró los ojos.

—Perdona, lo siento mucho —balbuceó—. Volveré dentro y esperaré a que te vistas…

—Ya estoy vestida.

—El señor Escurridizo dice… —insistió Detritus, detrás de ellos.

—Vamos —indicó Ginger al tiempo que lo cogía del brazo—. No debemos hacer esperar a todo el mundo.

—Pero si estás… no llevas… —Victor bajó los ojos, lo que no le sirvió de mucha ayuda—. Tienes un ombligo en el diamante —aventuró.

—He conseguido reconciliarme con esa idea —replicó Ginger, que flexionaba los hombros en un intento de que la ropa cayera un poco mejor—. Lo que me está causando más problemas son estas dos tapas de cazuelas. Ahora comprendo cuánto deben de sufrir esas pobres chicas que están en los harenes.

—¿De verdad no te importa que la gente te vea así? —se sorprendió Victor.

—¿Por qué me iba a importar? Esto son imágenes en acción. No es como si fuera la realidad. Además, no tienes ni idea de lo que se ven obligadas a hacer algunas chicas por mucho menos de diez dólares al día.

—Nueve —señaló Gaspode, que seguía a Victor pisándole los talones.

—Bueno, bueno, muchachos, todos a mi alrededor —gritó Escurridizo por un megáfono—. Los Hijos del Desierto a aquel lado, por favor. Las esclavas… ¿dónde demonios están las esclavas? Bien. ¿Operadores…?

—Nunca había visto tanta gente para intervenir en una peli —susurró Ginger—. ¡Seguro que esto va a costar más de cien dólares!

Victor miró a los Hijos del Desierto. Parecía como si Escurridizo se hubiera dejado caer por el local de Borgle para contratar a las veinte personas más cercanas a la puerta, sin pensar ni un instante en si eran adecuadas para el papel, y les había colocado una cosa que, en su opinión, debía de parecerse al tocado de los bandidos del desierto. Había Hijos del Desierto trolls (Rock lo vio desde lejos y lo saludó con un gesto de la mano), Hijos del Desierto enanos, y, al final de la fila, un Hijo del Desierto pequeño y peludo que se rascaba furiosamente, con un tocado que le caía hasta las patas.

—… la coges, te quedas extasiado ante su belleza, y luego la echas sobre el pomo.

La voz de Escurridizo consiguió filtrarse hacia su consciencia.

Victor repasó a la desesperada las instrucciones que apenas había oído.

—¿Sobre el qué? —preguntó.

—Es una parte de la silla de montar —le susurró rápidamente Ginger.

—Ah.

—Y luego cabalgas hacia la noche, seguido por todos los Hijos, mientras cantáis valerosas canciones de bandidos del desierto…

—No te preocupes, no las oirá nadie —lo tranquilizó Soll—. Pero si abrís y cerráis las bocas todos a la vez, se creará un comosellame, ambiente.

—¡Pero si no es de noche! —señaló Ginger—. ¡Estamos a pleno día! Escurridizo se la quedó mirando. Abrió la boca un par de veces.

—¡Soll! —gritó.

—Sabes de sobra que no podemos rodar de noche, tío —se apresuró a explicar su sobrino—. Los demonios no verían nada. No entiendo por qué no podemos poner al principio un cartel que diga «Es de noche», y luego seguir con toda la escena, de manera que…

—¡Porque ésa no es la magia de las imágenes en acción! —le espetó Escurridizo—. ¡Es, sencillamente, una soberana tontería!

—Disculpe —dijo Victor—. Disculpe, pero creo que no tendrá importancia, seguro que los demonios pueden pintar el cielo de negro y con estrellas.

Hubo un largo momento de silencio. Luego, Escurridizo clavó la vista en Gaffer.

—¿Es posible? —le preguntó.

—Naa —replicó el operador—. Ya nos cuesta lo suyo hacer que pinten lo que ven, como para intentar obligarlos a que pinten lo que no ven.

Escurridizo se frotó la nariz.

—Estoy dispuesto a negociar —dijo. El operador se encogió de hombros.

—Creo que no me ha entendido, señor Escurridizo. ¿Para qué van a querer el dinero? Lo único que harían sería comérselo. Si empezarnos a decirles que pinten cosas que no existen, nos vamos a meter en un…

—Quizá, con que haya una luna llena muy brillante… —intervino Ginger.

—Eso está bien pensado —asintió Escurridizo—. Pondremos un cartel en el que Victor diga a Ginger algo así como «Qué brillante es la luna esta noche, buana».

—Algo así —asintió Soll, diplomático.

Era mediodía. La colina de Holy Wood brillaba bajo el sol como un chicle sabor a champán bastante chupado ya. Los operadores daban vueltas a las manivelas, los extras atacaban con entusiasmo una y otra vez, Escurridizo gritaba a todo el mundo, y se hizo historia del cine con una escena en la que tres enanos, cuatro hombres, dos trolls y un perro cabalgaron sobre un camello lanzando gritos de horror para que se detuviera.

Victor y el camello trabaron conocimiento. El animal batía sus largas pestañas ante él, y parecía masticar jabón. Se había arrodillado en el suelo. Parecía un camello que hubiera pasado una mañana de duro trabajo y no estuviera dispuesto a aguantar nada de nadie. Hasta aquel momento ya había coceado a tres personas.

—¿Cómo se llama? —preguntó con cautela.

—Nosotros lo llamamos Cabrón Hijo de Perra —dijo el Vicepresidente al Cargo de Camellos, estrenando su nuevo cargo.

—No parece un nombre muy corriente.

—Pues es el perfecto para este camello —replicó el cuidador con convicción.

—No tiene nada de malo ser hijo de una perra —dijo una voz tras él—. Yo soy hijo de una perra. Mi padre era hijo de una perra, cretino seboso.

El cuidador sonrió nervioso a Victor y se dio media vuelta. Allí no había nadie. Bajó la vista.

—Guau —le dijo Gaspode, meneando lo que casi era una cola.

—¿No acabas de oír a alguien decir algo? —preguntó el cuidador con cautela.

—No —replicó Victor.

Se inclinó hacia una de las orejas del camello y, por si acaso era un camello especial de Holy Wood, le susurró:

—Oye, soy un amigo, ¿vale?

Cabrón Hijo de Perra alzó una oreja tan gruesa como una alfombra[10].

—¿Cómo se dirige? —preguntó.

—Cuando quieras ir hacia delante, maldices y le das un golpe con el palo, y cuando quieras parar, maldices y le das un golpe con el palo.

—¿Y qué pasa si quieres girar?

—Bueno, ahí ya entramos en Técnicas Avanzadas del Manual. Lo mejor que puedes hacer es bajarte y hacerlo girar a mano, ¿entiendes?

—¡Cuando queráis! —aulló Escurridizo a través del megáfono—. Ahora, tienes que cabalgar hasta la tienda, saltar del camello, pelear contra los gigantescos eunucos, desgarrar la tela de la tienda, sacar a la chica a rastras, volver a montar en el camello y alejarte. ¿Comprendido? ¿Te consideras capaz de hacerlo?

—¿Qué gigantescos eunucos? —preguntó Victor, mientras el camello se alzaba.

Uno de los gigantescos eunucos alzó tímidamente una mano.

—Soy yo, Morry —dijo.

—Ah. Hola, Morry.

—Hola, Vic.

—Y yo, Rock —dijo un segundo eunuco gigantesco.

—Hola, Rock.

—Hola, Vic.

—Cada uno a su lugar —ordenó Escurridizo—. Vamos a… ¿qué pasa ahora, Rock?

—Bueno, señor Escurridizo, me estaba preguntando… ¿cuál es mi motivación para esta escena?

—¿Motivación?

—Sí. Eh… es que tengo que saberlo, ¿sabe? —dijo Rock.

—¿Qué te parece «si no lo haces bien, te despediré»? ¿Es una buena motivación? Rock sonrió.

—Excelente, señor Escurridizo —dijo.

—Muy bien —asintió Ruina—. Todo el mundo preparado… ¡acción!

Cabrón Hijo de Perra giró torpemente, con las patas torcidas en extraños ángulos camellunos, y luego echó a andar en un complicado trote.

La manivela empezó a girar.

El aire brillaba.

Y Victor despertó. Era como salir lentamente de una nube color rosa, o de un magnífico sueño que uno no puede recordar a la luz del día por mucho que lo intente, dejándote con una terrible sensación de ausencia, de pérdida. Sabes instintivamente que nada, nada de lo que vayas a experimentar a lo largo del día, será ni siquiera la mitad de agradable que ese sueño.

Parpadeó. Las imágenes se fueron desvaneciendo. Fue consciente de que le dolían los músculos, como si acabara de hacer un gran esfuerzo físico.

—¿Qué ha pasado? —murmuró. Bajó la vista.

—Uauh —dijo.

Una amplia superficie de trasero apenas cubierto por tela ocupaba el lugar donde antes sólo había podido ver cuello de camello. Era toda una mejora.

—¿Por qué estoy tumbada sobre un camello? —preguntó Ginger con voz gélida.

—A mí, que me registren. ¿No era eso lo que querías? ¿No te has subido tú?

La chica se deslizó hacia la arena y trató de recomponerse el traje.

En aquel momento, ambos se dieron cuenta de que tenían público.

Allí estaba Escurridizo. Estaba el sobrino de Escurridizo. Estaban los extras. Había también toda una amplia gama de vicepresidentes, y otras muchas personas que, al parecer, habían empezado a existir con la creación de las imágenes en acción[11].

Estaba incluso Gaspode, el Perro Maravilla.

Y todos, a excepción del perro, que se reía entre dientes, estaban boquiabiertos.

La mano del operador seguía dando vueltas a la manivela. Bajó la vista hacia sus dedos como si acabara de descubrir que los tenía, y se detuvo.

Escurridizo pareció salir del trance en que se encontraba.

—Uuauh —dijo—. Increíble.

—Magia —jadeó Soll—. Magia de verdad. Escurridizo dio un codazo al operador.

—¿Lo has cogido todo? —preguntó.

—¿El qué? —inquirieron a la vez Ginger y Victor.

En aquel momento, Victor vio que Morry estaba sentado en la arena. Le faltaba una buena esquirla en el brazo; Rock le estaba poniendo algo en la fisura. El corpulento troll advirtió la expresión de Victor, y le dirigió una sonrisa enfermiza.

—Te crees Cohén el Bárbaro, ¿eh? —dijo.

—Eso —intervino Rock—. No había razón para que le dijeras las cosas que le dijiste. Y además, si piensas dedicarte a blandir así las espadas, pediremos un dólar diario más por Posible Pérdida de Fragmentos.

La espada de Victor tenía varias melladuras en la hoja. Y, aunque le fuera en ello la vida, no habría sabido decir cómo habían aparecido.

—Escuchad —dijo a la desesperada—, no entiendo nada. No he llamado nada a nadie. ¿Hemos empezado ya el rodaje?

—Yo estaba tranquilamente sentada en una tienda, y al momento siguiente me encuentro respirando camello —añadió Ginger con petulancia—. ¿Es demasiado pedir que alguien me diga qué está pasando?

Pero, al parecer, nadie les hacía caso.

—¿Por qué no hay manera de meter sonido? —se quejaba amargamente Escurridizo—. Ha sido un diálogo muy bueno, excelente. No entendí ni una palabra, pero reconozco un buen diálogo en cuanto lo oigo.

—Loros —dijo simplemente el operador—. Ya sabe, esos pájaros de la zona de Los Arcángeles. Son increíbles, tienen la memoria de un elefante. Si conseguimos un par de docenas de ellos, de tamaños diferentes, tendremos todo el registro de las cuerdas voca…

Eso provocó una detallada discusión técnica.

Victor se dejó caer del lomo del camello, y se metió bajo su cuello para coger el brazo de Ginger.

—Escúchame —dijo, apremiante—, ha sido igual que la última vez. Sólo que más fuerte. Como una especie de sueño. El operador empezó a dar vueltas a la manivela, y fue como un sueño.

—Sí, pero me gustaría saber qué hicimos concretamente —se quejó la chica.

—Lo que tú hiciste concretamente —dijo Rock a Victor—, fue entrar al galope con el camello en la tienda, bajar de un salto y lanzarte sobre nosotros como un molino…

—… saltando sobre las rocas, y riendo como un loco… —aportó Morry.

—Eso, y al pobre Morry le dijiste, «Llegó tu hora, malvado guardia negro», y luego le diste un espadazo de miedo en el brazo derecho, e hiciste un agujero en la lona de la tienda…

—Pero hay que reconocer que mueves bien esa espada —lo interrumpió Morry, admirativo—. Un estilo algo teatral, pero muy bueno, sí señor.

—¡Pero si no sé cómo…! —empezó Victor.

—… y ella estaba tumbada ahí, toda lenguada —siguió Rock sin hacerle caso—. Entraste tú, la pusiste de pie, y te dijo que…

—¿Lenguada? —inquirió débilmente Ginger.

—Lánguida —la tranquilizó Victor—. Creo que quiere decir «lánguida».

—… te dijo, «Oh, dioses, es el Ladrón de… el Ladrón de…». Puaj, creo que dijo Puaj.

—Vaguedad —le corrigió Morry, frotándose el brazo.

—Sí, y luego ella fue y dijo, «Corres aquí un gran peligro, porque mi padre ha jurado matarte», y Víctor fue y contestó, «Pero ahora, oh bella rosa, puedo revelar al mundo que en verdad soy la Sombra del Desierto…».

—¿Qué quiere decir eso de «lánguida»? —inquirió Ginger, mosqueada.

—Y él fue y dijo «Huye conmigo ahora a la casbah», o algo por el estilo, y luego hizo esa… esa cosa que los humanos hacen con los labios…

—¿Silbar? —sugirió Victor, esperando contra toda esperanza.

—Naaa, qué va, lo otro. Eso que suena como un corcho al salir de la botella —insistió Rock.

—Besar —señaló Ginger con voz gélida.

—Eso. No es que yo tenga mucha base para emitir juicios —asintió el troll—, pero pareció que duraba mucho rato. Fue un beso muy… muy beso.

—Sí, hasta yo pensé que iba siendo hora del tradicional cubo de agua —dijo una baja voz canina tras Victor.

El joven dio una patada hacia atrás, pero no acertó en el blanco.

—Luego él volvió a subirse al camello, la aupó de un salto, y el señor Escurridizo empezó a gritar, «Alto, alto, qué demonios pasa, por qué nadie me dice qué demonios pasa» —siguió Rock—. Y luego tú dijiste, «¿Qué ha pasado?».

—No recuerdo haber visto en mi vida a nadie esgrimiendo la espada de esa manera —señaló Morry.

—Oh —dijo Victor—. Vaya. Muchas gracias.

—Todos esos gritos de «¡Ja!», y «¡Ya te tengo, perro!»… Muy profesional —siguió el troll.

Una mano pesada se posó sobre el hombro de Victor. El joven se dio la vuelta y vio la inmersa forma de Detritus, eclipsando el resto del mundo.

—El señor Escurridizo no quiere que nadie se vaya de aquí —dijo—. Todo el mundo tiene que quedarse hasta que el señor Escurridizo lo diga.

—¿Sabes que eres una auténtica tortura? —bufó Victor. Detritus le dedicó una amplia sonrisa tachonada de gemas[12].

—El señor Escurridizo dice que puedo ser vicepresidente —dijo con orgullo.

—¿Al cargo de qué? —se interesó Victor.

—Al cargo de vicepresidentes —explicó Detritus.

Gaspode, el Perro Maravilla, lanzó un pequeño gruñido que le surgió de lo más profundo de la garganta. El camello, que había estado contemplando el cielo con cara de aburrimiento, se movió repentinamente y largó una coz que alcanzó de pleno al troll en la base de la espalda. Detritus dejó escapar un aullido de dolor. Gaspode dirigió al mundo en general una mirada de inocencia satisfecha.

—Vamos —dijo Victor, sombrío—. Aprovechando que está muy ocupado buscando algo con lo que golpear al camello. Se sentaron a la sombra, detrás de la tienda.

—Sólo quiero que sepas —empezó Ginger con voz fría—, que en mi vida he intentado parecer lánguida.

—Valdría la pena intentarlo —dijo Victor, ausente.

—¿Qué?

—Perdona. Mira, hay algo que nos hizo comportarnos de esa manera. No sé manejar una espada. Lo único que he hecho toda mi vida es moverla un poco. ¿Qué sentiste tú?

—¿No te ha pasado nunca que has oído a alguien decirte algo, y te das cuenta de que estabas soñando despierto?

—Fue como si la vida se te escapara, y algo ocupara el espacio que había quedado vacío.

Meditaron en silencio la posibilidad.

—¿Crees que puede tener algo que ver con Holy Wood? —preguntó al final la chica.

Victor asintió. Luego, se echó hacia un lado, y aterrizó sobre Gaspode, que los había estado observando con interés.

—Aaay —dijo el perro.

—Haz el favor de escuchar bien —siseó Victor junto a su oreja—. Basta ya de pistas y sugerencias. ¿Qué ves de raro en nosotros? Si no nos lo dices ahora mismo, te entregaré a Detritus. Junto con un frasco de mostaza.

El perro se retorció para escapar.

—O también podríamos obligarte a llevar bozal —colaboró Ginger.

—¡Pero si no soy peligroso! —gimoteó Gaspode, rascando la arena con las patas.

—A mí, un perro que habla me parece peligrosísimo —comentó Victor.

—Temible —corroboró Ginger—. Nunca se sabe lo que podría decir.

—¿Lo veis? ¿Lo veis? —suspiró Gaspode, entristecido—. Sabía que, si alguien sabía que puedo hablar, no tendría más que problemas. Estas cosas no deberían pasarle a un perro.

—Pero te van a pasar —lo amenazó Victor.

—Vale, de acuerdo, de acuerdo. Para lo que va a servir… —refunfuñó Gaspode.

Victor se relajó. El perro se sentó y se sacudió la arena.

—Además, no lo entenderíais —gruñó—. Otro perro sí podría entenderlo, pero vosotros, no. Es cuestión de la experiencia de una especie, ¿sabéis? Como eso de besar. Vosotros sabéis cómo es, pero yo no. No es una experiencia canina. —Notó la mirada de advertencia en los ojos de Victor, y siguió rápidamente—. Es porque tenéis ese aspecto… como si éste fuera vuestro lugar. —Los observó un instante—. ¿Lo veis? ¿Lo veis? —suspiró—. Ya os dije que no lo comprenderíais. Tenéis todos los síntomas de estar en el lugar en que os corresponde estar. Aquí casi todo el mundo es forastero, pero vosotros, no. Eh… por ejemplo, ¿no habéis notado cómo ladran algunos perros a las personas que acaban de llegar a un lugar por primera vez? No es sólo por su olor, es que tenemos un increíble sentido para captar lo que está fuera de lugar. También hay algunos humanos que se sienten incómodos cuando ven un cuadro torcido, ¿no? Es igual, sólo que mucho peor en nuestro caso. Pero, en vuestro caso, es obvio que estáis donde tenéis que estar: aquí.

Volvió a mirarlos, y luego se dedicó a rascarse la oreja con decisión.

—Demonios —suspiró—. Lo malo es que yo sólo puedo explicarlo en perro, y vosotros sólo podéis escuchar en humano.

—A mí todo eso me suena muy místico —replicó Ginger.

—Dijiste no sé qué sobre mis ojos… —señaló Victor.

—Sí, bueno… ¿no te has mirado últimamente los ojos? —Gaspode hizo un gesto en dirección a Ginger—. Y tú también, guapa.

—No seas idiota —bufó el joven—. ¿Cómo vamos a mirarnos nuestros propios ojos?

El perro se encogió de hombros.

—Bueno, podríais mirároslos el uno al otro —sugirió con lógica aplastante.

Al momento, se volvieron para ponerse cara a cara.

Hubo un larguísimo momento de sorpresa. Gaspode lo utilizó para orinar sonoramente contra uno de los postes de la tienda.

—Uauh —dijo Victor al final.

—¿También los míos? —se extrañó Ginger.

—Sí. ¿No te duele?

—Eso me lo tendrías que decir tú.

—Pues nada, ya lo sabéis —siguió Gaspode—. Y, la próxima vez que veáis a Escurridizo, fijaos bien. Pero fijaos de verdad, en serio. Victor se restregó los ojos, que empezaban a llorarle.

—Es como si Holy Wood nos hubiera llamado, nos hubiera traído aquí. Está haciendo algo con nosotros, nos ha… nos ha…

—… marcado —zanjó Ginger con amargura—. Eso es lo que ha hecho.

—Eh… la verdad es que no queda nada mal, resulta muy atractivo —dijo Victor con galantería—. Te da como una especie de chispa. Una sombra cayó sobre la arena.

—Ah, estáis aquí —dijo Escurridizo.

Les puso los brazos en los hombros y les dio una especie de achuchón.

—Hay que ver con esta juventud, siempre buscando rinconcitos solitarios para arrullarse —dijo con una sonrisa forzada—. Buen asunto. Un asunto genial. Muy romántico. Pero hay que hacer una película, y tengo a montones de personas cruzadas de brazos, esperándoos, así que vamos de una vez, ¿eh, tortolitos?

—¿Veis lo que quiero decir? —murmuró Gaspode en voz muy baja. Cuando se sabía qué buscar, resultaba inconfundible. En el centro de cada uno de los ojos de Escurridizo, había una diminuta estrella de oro.

En el corazón del gran continente oscuro de Klatch, el aire era espeso, saturado con la promesa del monzón que sobre él se cernía.

Las ranas mugidoras croaban entre la vegetación[13] junto a las aguas lentas de un río amarronado. Los cocodrilos dormitaban en los lodazales.

La naturaleza estaba conteniendo el aliento.

En aquel momento, comenzó un estruendoso arrullo en el palomar de Azhural N’choate, tratante de ganado. El hombre dejó de sestear junto a la galería, y fue a ver qué había provocado el jaleo.

En los vastos cobertizos que había tras la cabana, unas cuantas terneras, ya marcadas para venderlas sin que el cliente tuviera que esperar, bostezaban acurrucadas al calor, pero alzaron la vista en gesto de alarma cuando N’choate bajó los peldaños de la galería de un salto y echó a andar hacia ellas.

El hombre rodeó los cobertizos de las cebras y se dirigió sin titubear hacia su ayudante, M’Bu, que se dedicaba tranquilamente a limpiar el estiércol en el corral de los avestruces.

—¿Cuántos…? —empezó el hombre. Se detuvo, sin resuello.

M’Bu, que tenía doce años, dejó caer la pala con la que trabajaba, y le dio unas fuertes palmadas en la espalda.

—¿Cuántos…? —intentó de nuevo.

—¿Ya ha vuelto a empinar el codo, jefe? —quiso saber M’Bu, con voz preocupada.

—¿Cuántos elefantes tenemos?

—Acabo de terminar de limpiarlos —replicó M’Bu—. Tenemos tres.

—¿Estás seguro?

—Sí, jefe —asintió el muchacho, con voz razonable—. Es muy fácil estar seguro con los elefantes.

Azhural se acuclilló en el polvo rojizo, y empezó a garabatear números con un palito.

—Seguro que el viejo Muluccai tiene por lo menos media docena más —murmuró—. Y Tazikel nunca tiene menos de veinte. También está la gente del delta, que por lo general suelen tener…

—¿Alguien ha pedido elefantes, jefe?

—… y el otro día me comentó que tenía quince cabezas, y seguro que los del campamento maderero tienen unos cuantos y los venden baratos, pongamos dos docenas…

—¿Alguien ha pedido muchos elefantes, jefe?

—… comentaron que habían visto una manada que iba rumbo a T’etse, no nos darán ningún problema, y también están todos los valles que caen de camino a…

M’Bu se recostó contra la valla y esperó.

—Quizá unos doscientos, diez arriba o diez abajo —terminó Azhural, al tiempo que tiraba a un lado el palito—. Ni para empezar.

—No se pueden calcular diez elefantes arriba o abajo, jefe —dijo M’Bu con firmeza.

Sabía que contar elefantes era un trabajo de precisión. Un hombre podía mostrarse inseguro acerca del número de esposas que tenía, pero no le podía suceder lo mismo con los elefantes. O se tenían, o no se tenían.

—Nuestro agente en Klatch ha recibido un pedido de… —Azhural tragó saliva con dificultad—. ¡De un millar de elefantes! ¡Un millar! ¡Con suma urgencia! ¡Se pagarán contra entrega! El tratante de ganado dejó caer el papel al suelo.

—Había que llevarlos a un lugar llamado Ankh-Morpork —dijo con gesto de desaliento—. Habría sido bonito —suspiró con tristeza.

M’Bu se rascó la cabeza y observó las espesas nubes que se acumulaban sobre el Monte F’twangi. Pronto, los hierbajos secos se estremecerían bajo el retumbar estrepitoso de las lluvias.

Luego, se inclinó y recogió el palito.

—¿Qué haces? —quiso saber Azhural.

—Estoy dibujando un mapa, jefe —replicó el muchacho sin alzar la vista.

Azhural sacudió la cabeza.

—No vale la pena, chico. Creo que hay casi cinco mil kilómetros de aquí a Ankh-Morpork. Me había dejado llevar por el entusiasmo. Hay demasiados kilómetros, y demasiado pocos elefantes.

—También podríamos ir atravesando las llanuras, jefe —replicó M’Bu—. En las llanuras hay muchos elefantes. Podríamos enviar mensajeros como avanzadilla. Por el camino recogeríamos muchos animales, en eso no habría problema. Las llanuras enteras están cubiertas de elefantes.

—No, lo mejor sería que fuéramos bordeando la costa —replicó el tratante, al tiempo que dibujaba una línea curva sobre la arena—. ¿Y por qué, te preguntarás? Pues porque la selva está justo aquí. —Dio unos golpecitos sobre el arañado terreno—. Y aquí. —Dio otro golpecito, causando contusiones leves a una langosta optimista que había asomado la cabeza, confundiendo los primeros golpes con el inicio de las lluvias—. Por si lo has olvidado, te recuerdo que en la selva no hay caminos.

M’Bu le cogió el palito de la mano y dibujó una línea recta a través de la selva.

—Cuando un millar de elefantes quieren avanzar, jefe, no les hacen falta caminos.

Azhural meditó la idea unos momentos. Luego, le quitó el palito y dibujó una línea zigzagueante que atravesaba la selva.

—Pero el caso es que también tenemos aquí las Montañas del Sol —dijo—. Son muy altas. Hay muchos abismos profundos. Sin puentes. M’Bu cogió el palito, señaló la selva y sonrió.

—Sé dónde hay un lugar con muchos troncos recién cortados, jefe —dijo.

—Ah, ¿sí? Muy bien, chico, pero aun así habría que llevarlos hasta las montañas.

M’Bu sonrió de nuevo. Su tribu tenía la costumbre de afilarse los dientes hasta dejarlos puntiagudos[14].

Le devolvió el palito.

Azhural abrió la boca lentamente.

—Por las siete lunas de Nasreem —se atragantó—. Podríamos conseguirlo, es verdad, sería posible. De esa manera sólo serían mil novecientos o dos mil kilómetros. Quizá incluso menos. Sí, es verdad, podríamos conseguirlo.

—Sí, jefe.

—¿Sabes? Siempre he deseado hacer algo grande en mi vida. Algo increíble —siguió Azhural—. O sea, no sé si me entiendes… un avestruz aquí, una jirafa allá… a nadie se le recuerda por eso… —Se quedó mirando el horizonte, teñido ya de un gris purpúreo—. Podríamos conseguirlo, ¿verdad que sí? —insistió.

—Claro, jefe.

—¡Pasar por las montañas!

—Claro, jefe.

Si uno miraba con mucha atención, advertía que el gris purpúreo estaba coronado de blanco.

—Subir y bajar, subir y bajar —añadió M’Bu con una sonrisa traviesa.

—Cierto, cierto —asintió Azhural—. Así que, al hacer la media aritmética, ¡el camino sería llano!

Contempló de nuevo las montañas.

—Un millar de elefantes —murmuró—. ¿Sabes una cosa, muchacho? Cuando construyeron la Tumba del Rey Leonid de Efebo, se utilizaron cien elefantes para transportar las piedras. Y, según dice la historia, se usaron doscientos elefantes para la construcción del palacio del Rhoxie, en la ciudad de Klatch.

El trueno retumbó a lo lejos.

—Un millar de elefantes —repitió Azhural—. Un millar de elefantes. ¿Para qué los querrán?

Víctor se pasó el resto del día inmerso en una especie de trance. Hubo más galopes a lomos del camello, y más peleas a espada, y más reorganización aleatoria del tiempo. Al joven aún le costaba trabajo comprenderlo. Al parecer, luego cortarían la película y la volverían a pegar, de manera que las cosas sucederían en el orden lógico y adecuado. Y algunas de las cosas ni siquiera tenían que suceder. Vio al dibujante rotular un cartel en el que decía «En el palacio del rey, una hora después».

Había desaparecido una hora entera de Tiempo, así por las buenas. Por supuesto, Victor tenía conciencia clara de que no se la habían amputado quirúrgicamente de la vida. Era algo que sucedía constantemente en los libros. Y también en los escenarios. Una vez había visto a un grupo de actores ambulantes, y en la representación se había saltado mágicamente de «Un campo de batalla en Camis-Et» a «La Fortaleza Efeba, esa misma noche», sin que hiciera falta más que el rápido descenso de un telón confeccionado con sacos y los sonidos amortiguados de muchos tropezones y maldiciones mientras cambiaban el decorado.

Pero aquello era diferente. Diez minutos después de hacer una escena, te encontrabas rodando otra que tenía lugar el día anterior, en otro lugar, porque Escurridizo había alquilado las tiendas para las dos escenas y no quería verse obligado a pagar más de lo necesario. Tenías que intentar olvidarte de todo excepto del Ahora, y eso resultaba difícil, sobre todo cuando se vivía siempre esperando el momento de que volviera aquella sensación de inconsciencia, aquel perder de vista el mundo y la realidad…

Pero no volvió. Rodaron otra escena de lucha a espada de mala gana, y Escurridizo anunció que habían terminado.

—¿No vamos a rodar el final? —se sorprendió Ginger.

—Lo rodasteis esta mañana —señaló Soll.

—Ah.

Se oyó un sonido chirriante en el momento en que dejaron salir a los demonios de su caja. Los pequeños monstruos se sentaron meciendo las piernecitas en el borde de la tapa, pasándose un diminuto cigarrillo de mano en mano. Los extras hicieron cola para cobrar el salario del día. El camello asestó una soberana coz al vicepresidente al cargo de los camellos. Los operadores rebobinaron eficazmente los grandes rollos de película, los sacaron de las cajas y se alejaron para dedicarse a las misteriosas tareas de corte y pegado a que se dedicaban siempre los operadores durante las horas de oscuridad. La señora Cosmopilita, vicepresidenta al cargo de sastrería, recogió todas las ropas y se marchó, probablemente a devolverlas a sus respectivas camas.

Unos cuantos acres de tela de saco polvorienta dejaron de ser las ondulantes dunas del Gran Nef y volvieron a ser tela de saco polvorienta. Víctor tenía la sensación de que a él le estaba sucediendo algo muy semejante.

Solos o por parejas, los fabricantes de imágenes en acción se fueron alejando, riendo, bromeando y acordando citas en el local de Borgle para más tarde.

Ginger y Victor se quedaron solos en un círculo de vacío cada vez más amplio.

—Así me sentí la primera vez que se fue el circo —dijo Ginger.

—El señor Escurridizo dice que mañana vamos a rodar otra peli —replicó Victor—. Empiezo a estar convencido de que se las inventa sobre la marcha. Pero bueno, el caso es que nos paga diez dólares por cada una. Descontando lo que le debemos a Gaspode —añadió con honradez. Dirigió una sonrisa bobalicona a la joven—. ¡Anímate un poco! —exclamó—. Estás haciendo lo que siempre has deseado.

—No seas imbécil. Hasta hace un par de meses, no sabía nada de las imágenes en acción. Ni siquiera existían. Caminaron sin rumbo hacia la ciudad.

—¿Qué querías ser? —se atrevió a preguntar Victor. La joven se encogió de hombros.

—Ni idea. Sólo sabía que no quería trabajar en la lechería. En su ciudad también había habido lecherías. Victor intentó recordar algo sobre ellas.

—A mí siempre me ha parecido un trabajo muy interesante —dijo con vaguedad—. Con todo eso de la mantequilla… mucho aire libre…

—Hace un frío que te mueres, te pasas la vida empapada y, justo cuando acabas de terminar, la maldita vaca tira el cubo de una patada. No me lo recuerdes. No quiero acordarme de las lecheras. Ni de las pastoras. Ni tampoco de las cuidadoras de gansos. Por si te interesa, la verdad es que odiaba a muerte nuestra granja.

—Oh.

—Además, todo el mundo quería que me casara con mi primo a los quince años.

—¿Eso es legal?

—Y tanto que sí. En el lugar donde nací, todos los matrimonios son entre primos.

—¿Por qué? —quiso saber Victor.

—Bueno, supongo que así ya no tienes que preocuparte por lo que harás las noches de los sábados.

—Oh.

—Y tú, ¿nunca quisiste ser nada concreto? —inquirió Ginger, poniendo toda una frase de desprecio en dos simples letras.

—La verdad es que no —suspiró Victor—. Todo me parece muy interesante hasta que lo hago. Entonces, descubro que no es más que otro trabajo, como los demás. Me apuesto lo que sea que incluso la gente como Cohén el Bárbaro se levantan por las mañanas pensando, «Oh, no, otro día de pisotear con mis pies calzados con sandalias los enjoyados tronos de la Tierra».

—¿A eso se dedica? —preguntó Ginger, interesada muy a su pesar.

—Según las leyendas, sí.

—¿Por qué?

—Ni idea. Supongo que es su trabajo.

Ginger recogió un puñado de arena. Contenía diminutas conchitas blancas, que se le quedaron en la mano cuando dejó que la arena se deslizara entre sus dedos.

—Yo me acuerdo de cuando el circo se instaló en nuestro pueblo. Había una chica que llevaba leotardos con purpurina. Caminaba por la cuerda floja. Incluso daba unos saltitos sobre ella. Todo el mundo aplaudía a rabiar. A mí no me dejaban ni subirme a un árbol, pero a ella la aplaudían. Entonces fue cuando tomé la decisión.

—Ah —asintió Victor, tratando de seguir el hilo de su psicología—. ¿Tomaste la decisión de ser alguien?

—No digas burradas. Entonces fue cuando tomé la decisión de que quería ser mucho más que alguien.

Lanzó las conchas hacia el sol poniente, y se echó a reír.

—Ahora voy a ser la persona más famosa del mundo, todos los hombres se enamorarán de mí, y viviré eternamente.

—Siempre es bueno saber lo que se quiere —contestó Victor diplomáticamente.

—¿Sabes cuál es la mayor tragedia que hay en el mundo? —siguió Ginger, sin prestarle la menor atención—. Toda esa gente que nunca llega a saber lo que quiere hacer, aquello para lo que tienen auténtico talento. Todos esos hijos que se hacen herreros sólo porque sus padres eran herreros. Todas esas personas que podrían ser maravillosos flautistas, y crecen, se hacen viejos y mueren sin haber visto jamás un instrumento musical, así que en vez de eso trabajan como malos labradores. Toda esa gente que nunca llega a descubrir cuál es su talento. Quizá ni siquiera nacen en una época en que les sea posible averiguarlo.

Respiró profundamente.

—Todas esas personas que nunca llegan a saber lo que pueden ser en realidad. Todas las oportunidades desperdiciadas. Bueno, pues Holy Wood es mi oportunidad, ¿comprendes? ¡Y la he tenido en mi época!

Victor no comprendía.

—Sí —dijo.

Magia para gente corriente, como la había llamado Silverfish. Un hombre daba vueltas a una manivela, y tu vida cambiaba.

—Y no sólo para mí —prosiguió Ginger—. Es una oportunidad para todos nosotros. Para todos los que no somos magos, ni reyes, ni héroes. Holy Wood es como un gran puchero de estofado hirviendo, pero esta vez lo que flota arriba son nuevos ingredientes. De pronto, la gente puede hacer muchas cosas nuevas. ¿Sabes que en los teatros no permiten actuar a las mujeres? Pero en Holy Wood, sí. Y en Holy Wood hay empleos para los trolls que no consisten en golpear a la gente. Otra cosa, ¿qué hacían los operadores antes de que existieran las manivelas?

Hizo un vago gesto en dirección al brillo lejano de Ankh-Morpork.

—Ahora están buscando alguna manera de añadir sonido a las imágenes en acción —siguió—. Seguro que en el mundo habrá gente con un talento increíble para… para… para hacer sonidos. ¡Y ni siquiera lo sabrán todavía! Pero están ahí. Lo presiento. Están ahí.

Los ojos le brillaban con una luz dorada. Victor pensó que quizá fuera sólo el sol poniente, pero algo le decía que había más…

—Porque, en Holy Wood, cientos de personas están descubriendo qué es lo que siempre han querido ser —dijo Ginger—. Y otras miles y miles de personas tienen oportunidad de olvidarse de sus propias vidas durante un largo rato. ¡El mundo entero ha recibido una buena sacudida!

—Eso es —asintió Victor—. Eso es precisamente lo que me preocupa. Tengo la sensación de que nos están haciendo encajar como piezas de un rompecabezas. Pensamos que utilizamos Holy Wood, pero en realidad es Holy Wood el que nos usa a nosotros. A todos nosotros.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—No lo sé, pero…

—Fíjate en los magos, por ejemplo —siguió Ginger, vibrando de indignación—. ¿Alguna vez han hecho algo bueno para todo el mundo con su magia? ¿Sirve para algo?

—Creo que es lo que mantiene la cohesión del mundo… —empezó Victor.

—Vale, se les da muy bien hacer llamas mágicas y todo eso, pero, en cuanto a utilidad… ¿pueden crear siquiera una hogaza de pan?

Ginger no estaba de humor como para prestar atención a nadie.

—No por mucho tiempo —respondió Victor, impotente.

—¿Qué quieres decir?

—Algo real, como una hogaza de pan, contiene una gran cantidad de… bueno… supongo que tú lo llamarías energía —explicó el joven—. Hace falta una enorme cantidad de poder para crear cualquier cantidad de energía, por pequeña que sea. Sólo un mago realmente bueno, un mago de primera, es capaz de crear una hogaza de pan que dure en este mundo algo más de una fracción de segundo. Pero es que ése no es el verdadero objetivo de la magia, ¿sabes? —añadió rápidamente—. Porque este mundo es…

—¿Qué más da eso? —lo interrumpió Ginger—. El caso es que Holy Wood hace cosas de verdad en beneficio de la gente normal. Magia de la gran pantalla.

—¿Qué mosca te ha picado? Anoche…

—Eso fue el pasado —replicó la joven con impaciencia—. ¿No lo entiendes? Podemos ir a cualquier lugar. Podemos convertirnos en cualquier persona. Todo gracias a Holy Wood. El mundo es…

—Una langosta —dijo Victor.

La joven sacudió una mano, irritada.

—Cualquier crustáceo que se te ocurra —dijo—. La verdad es que yo pensaba en una ostra.

—¿De verdad? Yo estaba pensando en una langosta.

—¡Tesoreroooo!

No tendría que ir por ahí corriendo de esta manera a mi edad, ya estoy viejo para esto, pensó el tesorero al tiempo que caminaba apresuradamente por el pasillo, en respuesta al aullido apremiante del archicanciller. Además, ¿por qué demonios le interesaba tanto aquel condenado cacharro? ¡Maldita vasija…!

—Ya voy, señor —jadeó.

El escritorio del archicanciller estaba cubierto de documentos antiguos.

Cuando un mago pasaba a mejor vida, todos sus papeles quedaban almacenados en alguno de los estantes más recónditos de la biblioteca. A todo lo largo y ancho de una superficie incalculable se alineaban estanterías y más estanterías abarrotadas de documentos que se enmohecían lentamente, bajo las patas de misteriosos escarabajos y una creciente capa de podredumbre reseca. Todo el mundo decía que allí había material valiosísimo para cualquier investigador, sólo hacía falta que ese voluntarioso investigador sacara tiempo para repasarlo.

El tesorero estaba muy molesto. No encontraba al bibliotecario por ninguna parte. En los últimos días no había manera de dar con el simio. Había tenido que rebuscar aquellos papelajos en persona.

—Creo que éstos son los últimos, archicanciller —suspiró al tiempo que dejaba caer una avalancha de documentos manuscritos sobre el escritorio.

Ridcully espantó a manotazos una nube de polillas.

—Papeles, papeles, papeles… —murmuró—. ¿Cuántas malditas hojas de papel hay aquí, eh?

—Esto… veintitrés mil ochocientas trece, archicanciller —respondió el tesorero—. Él llevaba un registro muy exacto.

—Mira aquí —señaló su superior—. «Contabilizador de Estrellas»… «Numerador Preciso para Utilización en Zonas Eclesiásticas»… «Pantanómetro»… ¡Un pantanómetro! ¡Ese tipo estaba como una cabra!

—Tenía una mente muy ordenada —lo corrigió el tesorero.

—Tanto da.

—Eh… ¿es realmente importante esto, archicanciller? —se atrevió a preguntar el hombre.

—¡Ese condenado cacharro me ha disparado perdigones! —exclamó Ridcully—. ¡Dos veces!

—Estoy seguro de que no lo hizo… con mala idea, señor…

—¡Pero hombre, quiero saber cómo fue! ¡Imagina las posibilidades en el plano deportivo!

El tesorero intentó con todas sus fuerzas imaginar las posibilidades.

—Estoy seguro de que Riktor no pretendía que fuera un mecanismo ofensivo —aventuró a la desesperada.

—¿Y a quién le importa lo que pretendía? ¿Dónde está ese trasto ahora?

—Hice que dos de los criados lo rodearan de sacos de arena.

—Bien pensado. Es… …uuhhhmmm… uuhhhmmm…

En el pasillo, se escuchó un sonido amortiguado. Los dos magos intercambiaron una mirada cargada de sentido.

…uuhhhmmm… uuhhhmmmUUHHHMMM…

El tesorero contuvo el aliento.

Plib.

Plib.

Plib.

El archicanciller echó un vistazo al reloj de arena que reposaba sobre la repisa de la chimenea.

—Ahora lo hace cada cinco minutos —informó.

—Y ha subido a tres perdigones —gimió el tesorero—. Tendré que ordenar que pongan más sacos de arena alrededor de la vasija.

Repasó uno de los montones de papeles polvorientos. Una palabra le llamó la atención.

Realidad.

Se quedó mirando la caligrafía que fluía por las líneas de la página. Era muy pequeña, apretada, malintencionada. Alguien le había dicho que eso se debía a que «Números» Riktor había sido un retentivo anal. El tesorero no sabía muy bien qué significaba eso con exactitud, y tenía la esperanza de no averiguarlo nunca.

Otra de las palabras era «Medición». Recorrió la página con la mirada, subiendo por las líneas, hasta llegar al título subrayado: Algunas Anotaciones sobre la Medición Objetiva de la Realidad.

En la misma página había un dibujo esquemático. El tesorero lo miró.

—¿Has encontrado algo? —quiso saber el archicanciller sin alzar la vista.

El tesorero se metió el papel disimuladamente en la manga de la túnica.

—Nada importante —replicó.

Mucho más abajo, las olas iban a romper contra la playa. (Y, muy por debajo de la superficie, las langostas caminaban hacia atrás por las profundas calles sumergidas bajo las aguas del mar…).

Víctor echó al fuego otro trozo de leña arrastrada por la marea. Ardió con un chisporroteo azul debido a la sal reseca que la cubría.

—No la comprendo —suspiró—. Ayer estaba tan normal, y hoy se le sube a la cabeza.

—¡Perras! —asintió Gaspode, comprensivo.

—Bueno, yo tampoco iría tan lejos —replicó Víctor—. Sólo es un poco alocada, tiene pájaros en la cabeza.

—¡Pájaras! —asintió Gaspode.

—Es que la inteligencia te joroba a modo la vida sexual —intervino No-Me-Llames-Tambor—. Los conejos nunca hemos tenido esos problemas. Aquí te pillo, aquí te mato, y cómo decías que te llamabas, guapa.

—Podrías probar a regalarles un ratón —sugirió el gato—. Shalvando lo preshente, por shupueshto —añadió con tono culpable, tratando de esquivar la mirada de Desde-Luego-Botitas-No.

—A mí tampoco me ha mejorado mucho la vida social desde que soy inteligente —dijo Tambor con amargura—. Hace una semana ni sabía lo que eran los problemas. Ahora, de repente, intentas entablar conversación, y ellas se te quedan mirando, frunciendo la nariz y moviendo los bigotes. Te llegas a sentir como un verdadero imbécil.

Se oyó un graznido estrangulado.

—El pato quiere preguntarte si has hecho algo con respecto al libro —dijo Gaspode.

—Le eché un vistazo durante la hora del almuerzo —respondió Víctor.

Se oyó otro graznido irritado.

—El pato dice que sí, que muy bien, pero que si has hecho algo con el libro —volvió a traducir Gaspode.

—Mira, a ver si lo entiendes, ¡no puedo largarme a Ankh-Morpork así como así! —estalló Victor—. ¡Se tarda horas en hacer el viaje! ¡Y nos pasamos la jornada rodando las imágenes en acción!

—Pide un día libre —sugirió Tambor.

—¡Nadie ha pedido nunca un día libre en Holy Wood! —bufó Víctor—. Ya me despidieron una vez, gracias, no quisiera repetir la experiencia.

—Y volvieron a readmitirte, con un sueldo muy superior —señaló Gaspode—. Qué cosas pasan, ¿en? —Se rascó una oreja—. Dile que en tu contrato se especifica que puedes tener un día libre.

—No tengo contrato. Lo sabes muy bien. Trabajas y te pagan, así de fácil.

—Sí —asintió Gaspode—. Sí, muy cierto. Un contrato verbal, así de fácil. Me gusta.

Hacia el final de la noche, Detritus el troll se descubrió caminando, al parecer sin rumbo, por las sombras cercanas a la puerta trasera del local nocturno llamado Liásico Azul. Su cuerpo se había visto azotado por extrañas pasiones durante todo el día. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver una figura con una forma semejante a la de una colina pequeña.

Tenía que asumir los hechos.

Detritus estaba enamorado.

Sí, cierto, se había pasado muchos años en Ankh-Morpork, golpeando a la gente a cambio de un salario. Sí, cierto, había sido una vida embrutecedora, siempre sin amigos. Y solitaria, desde luego. Ya se había resignado a una senectud de amarga soltería… y ahora, de repente, Holy Wood le presentaba una oportunidad con la que ni siquiera se había atrevido a soñar en toda su existencia.

Detritus había recibido una educación muy estricta, y recordaba bien el discurso que le había largado su padre cuando era un joven troll recién llegado a la pubertad. Si ves a una chica que te gusta, no tienes que lanzarte sobre ella, así sin más. Las cosas se tienen que hacer de la manera correcta.

Así que había bajado a la playa, y había rebuscado por la arena hasta dar con una roca. Pero no cualquier roca vieja, qué va. Había elegido cuidadosamente una con los cantos suavizados por las mareas, y venillas de cuarzo rosa y blanco adornando toda su superficie. Había oído decir que a las chicas les gustaban esas cosas.

Ahora aguardaba con timidez a que ella saliera de trabajar.

Intentó imaginar qué le diría; nadie le había explicado nunca qué había que decir. Además, no era un troll listo, como Rock o Morry, a quienes se les daba bien eso de la palabrería. Él, por el contrario, nunca había necesitado un vocabulario muy extenso. Dio una patada desesperada a la arena. ¿Qué posibilidades tenía con una dama tan hermosa e inteligente como aquélla?

Se oyó el ruido de unos pasos pesados, y la puerta trasera del local se abrió de golpe. El objeto de sus deseos salió al aire fresco de la noche y respiró hondo, cosa que a Detritus le causó el mismo efecto que si le deslizaran un cubito de hielo por la nuca.

Lanzó una mirada histérica a su roca. Ahora, de pronto, no le parecía lo suficientemente grande, comparada con ella. Pero quizá lo importante no fuera la roca, sino lo que hacías con ella.

Bueno, tenía que lanzarse. Siempre había oído decir que la primera vez no se olvidaba jamás…

Alzó el brazo con la roca y la golpeó directamente entre los ojos.

En ese momento, todo empezó a ir mal.

Según la tradición, cuando la chica volvía a ser capaz de enfocar la vista, y si la roca le parecía aceptable, se pondría inmediatamente a disposición del troll para lo que él sugiriese, por ejemplo un humano para dos a la luz de las velas… aunque claro, esa costumbre ya no se practicaba demasiado a menudo, sobre todo si existía el riesgo de que te atraparan.

En cualquier caso, seguro que la chica no tenía que entrecerrar los ojos, lanzar un rugido airado y darle un coscorrón tras la oreja que le hiciera temblar los globos oculares.

—¡Estúpido troll! —gritó Rubí mientras Detritus se tambaleaba en círculos—. ¿Por qué demonios has hecho eso? ¿Es que crees que soy una chica sin sofisticación, recién llegada de las montañas? ¿Por qué no lo has hecho bien?

—Pero… pero… —empezó Detritus, aterrado ante la ira de su amada—, no podía pedir permiso a tu padre para golpearte, no sé dónde vive…

Rubí se irguió en toda su altura.

—Todo eso son costumbres anticuadas, muy incultas ahora —bufó—. No es el estilo moderno. No me interesa ningún troll —añadió, remarcando las palabras—, que no esté al día. Una roca contra la cabeza puede ser bastante sentimental —siguió, perdiendo el tono de seguridad de su voz a medida que avanzaba hacia el resto de la frase—, pero los diamantes son los mejores amigos de una chica.

Se detuvo, titubeante. Aquello no le sonaba bien ni a ella.

Desde luego, a Detritus lo desconcertaba bastante.

—¿Cómo? ¿Quieres que me arranque los dientes para complacerte? —preguntó.

—Bueno, de acuerdo, dejemos lo de los diamantes —concedió Rubí—. Pero ahora existen otros modales modernos. Tienes que cortejar a la chica.

Detritus se animó.

—Ah, pero si ya… —empezó.

—Cortejar, no cortar —se apresuró a interrumpirle Rubí—. Tienes que… tienes que…

No supo cómo seguir.

No estaba en absoluto segura de lo que el caballero tenía que hacer. Pero Rubí llevaba ya varias semanas en Holy Wood, y lo que mejor hacía Holy Wood era cambiar las cosas. Allí se había encontrado con una francmasonería femenina interespecial que ni siquiera había imaginado que existiera, y estaba aprendiendo muy deprisa. Había mantenido largas charlas con compasivas chicas humanas. Y con enanas. Por todos los dioses, hasta los enanos tenían mejores rituales de cortejo. Y los humanos llegaban hasta extremos que resultaban verdaderamente asombrosos.

En cambio, una hembra troll sólo podía esperar un rápido golpe en la cabeza, y luego tendría que pasarse el resto de la vida esclavizada, cocinando cualquier cosa que el macho arrastrara a la caverna.

Bueno, pues aquello iba a cambiar. La próxima vez que Rubí fuera de visita a las montañas de los trolls, sus congéneres se iban a llevar la mayor sacudida desde la última colisión continental. Y, entretanto, tenía toda la intención de empezar a aplicar los cambios a su propia vida.

Movió una gigantesca mano en un gesto vago.

—Tienes que… tienes que cantar junto a la ventana de la chica —indicó—. Y además… además tienes que darle oograah.

—¿Oograah?

—Sí. Un oograah bien bonito[15]. Detritus se rascó la cabeza.

—¿Por qué? —quiso saber.

Por un momento, Rubí se quedó desconcertada. Aunque la mataran no podría decir por qué era tan importante la entrega de un vegetal incomestible, pero no tenía la menor intención de admitirlo.

—Me extraña que no lo sepas —replicó, despectiva. Detritus no captó el sarcasmo. Eran muchas cosas las que no captaba.

—Claro que lo sé —dijo—. No soy tan incúltico como crees —añadió—. Estoy del día. Ya lo verás.

El retumbar atronador de los martillazos llenaba el aire. Cada vez había más edificios que se alejaban de la calle principal sin nombre, en dirección a las dunas. Nadie poseía la tierra en Holy Wood: si estaba libre, podías construir lo que quisieras.

Ahora Escurridizo tenía dos despachos. En uno de ellos gritaba a todo el mundo, y en el otro, más grande y justo a la salida del primero, todo el mundo gritaba a todo el mundo. Soll gritaba a los operadores. Los operadores gritaban a los alquimistas. Los demonios correteaban por todas las superficies lisas, se ahogaban en las tazas de café y se gritaban unos a otros. Un par de loros verdes experimentales se gritaban a ellos mismos. Había gente que llevaba ropas raras, entraba allí y empezaba a gritar. Silverfish gritaba porque no había manera de averiguar por qué su escritorio se encontraba en el despacho exterior, aunque era el dueño del estudio.

Gaspode se había sentado estólido junto a la puerta del despacho interior. En los cinco últimos minutos había conseguido una patada desganada, una galleta rancia y una palmadita en la cabeza. Tenía la sensación de que no se le permitía participar demasiado.

Estaba intentando prestar atención a todas las conversaciones a la vez. Aquello resultaba enormemente instructivo. Para empezar, algunas de las personas que entraban a gritar llevaban bolsas de dinero…

—¿Que quieres qué?

El grito había surgido del despacho interior. Gaspode irguió la otra oreja.

—Quiero… eh… quiero un día libre, señor Escurridizo —estaba diciendo Víctor.

—¿Un día libre? ¿No quieres trabajar?

—Sólo durante un día, señor Escurridizo.

—Pero bueno, ¿te crees que voy a ir pagando a la gente para que tengan días libres? ¿Es que te ha dado la sensación de que estoy hecho de dinero? ¡Pues no es así, jovencito! Ni siquiera estamos teniendo ganancias, todo lo más conseguimos que no haya pérdidas. ¿Por qué no me pisoteas un poco más, si te parece?

Gaspode miró las bolsas amontonadas delante de Soll, que estaba ajetreadísimo echando en ellas montones de monedas. Arqueó una cínica ceja.

Hubo una pausa. Oh, no, pensó Gaspode. Ese imbécil se está olvidando de su papel.

—No quiero que me pague el día, señor Escurridizo. Gaspode se relajó.

—¿No quieres que te lo pague?

—No, señor Escurridizo.

—Pero lo que sí querrás es que tu trabajo te esté esperando cuando regreses, ¿no? —bufó Escurridizo con voz sarcástica.

Gaspode se tensó. Le había costado mucho entrenar a Victor para aquello.

—Bueno, señor Escurridizo, sí me gustaría, sí. Pero también había pensado ir a ver qué me pueden ofrecer en Alquimistas Unidos.

Se oyó algo que se parecía mucho al sonido que hace el respaldo de una silla al chocar contra la pared. Gaspode no pudo contener una sonrisa malévola.

Alguien dejó caer otra saca con dinero en el montón que Soll tenía delante.

—¿¡Alquimistas Unidos!?

—Al parecer, están haciendo grandes progresos con la cuestión del sonido, señor Escurridizo —señaló Victor con voz amable.

—¡Pero si son unos aficionados! ¡Y unos cretinos! Gaspode frunció el ceño. No había podido instruir a Victor sobre lo que tendría que decir una vez pasada esta etapa del diálogo.

—Bueno, señor Escurridizo, la verdad es que es un alivio.

—¿Por qué?

—Imagínese que fueran cretinos profesionales.

Gaspode asintió. No estaba mal. Nada mal.

Se oyó el sonido de unos pasos que rodeaban apresuradamente el escritorio. Cuando Escurridizo volvió a hablar, se podría haber excavado un pozo en su voz y vender lo que se sacara a diez dólares el barril.

—¡Victor! ¡Vic! ¿No he sido como un tío para ti, muchacho?

Bueno, sí, pensó Gaspode. Es como un tío para la mayor parte de la gente que hay aquí. Pero eso se debe a que todos son primos.

Dejó de escuchar, en buena parte porque Victor iba a conseguir su día libre, y muy probablemente con paga incluida, pero sobre todo porque alguien había entrado en la habitación acompañado por otro perro.

Era grande, esbelto y deslumbrante. Su pelaje brillaba como la miel.

Gaspode lo identificó al momento, era un perro de caza de pura raza, de las Montañas del Carnero. Cuando se sentó junto a él, fue como si un yate deportivo de líneas esbeltas acabara de amarrar junto a una barcaza de carbón.

—Así que ésta es la última idea de mi tío, ¿eh? —oyó que decía Soll—. ¿Cómo se llama?

—Laddie —respondió el cuidador.

—¿Cuánto ha costado?

—Sesenta dólares.

—¿Sesenta dólares por un perro? Nos hemos equivocado de negocio.

—El criador me dijo que sabía hacer todo tipo de trucos. Que es más listo que el hambre, me lo garantizó. Justo lo que el señor Escurridizo anda buscando.

—Bueno, déjalo aquí atado. Y si al otro chucho le da por pelearse, lo echas de una patada.

Gaspode dedicó a Soll un mirada larga, escrutadora, dolida. Luego, cuando se hubo asegurado de que ya nadie les prestaba atención, se acercó discretamente al recién llegado, lo miró de arriba abajo, y le habló en voz muy queda, por la comisura de la boca.

—¿Para qué has venido tú? —preguntó.

El otro perro le dirigió una mirada de atractiva incomprensión.

—Es decir, ¿perteneces a alguno de éstos, o qué? —insistió Gaspode. El perro gimoteó suavemente.

Gaspode intentó hablar en canino básico, que es una combinación de gruñidos suaves y olisquees.

—¡Hola! —aventuró—. ¿Hay alguien ahí dentro? El otro perro sacudió la cola, inseguro.

—La comida de aquí es repugnante —insistió Gaspode a la desesperada.

El perro alzó su hocico de pura raza.

—¿Qué lugar éste? —preguntó.

—Esto es Holy Wood —replicó el Perro Maravilla, en tono conversacional—. Yo me Hamo Gaspode. En honor al famoso Gaspode, ya sabes. Oye, si necesitas alguna cosa, no tienes más que…

—Todos estos dos patas… ¿qué lugar éste? Gaspode se lo quedó mirando.

En aquel momento, Escurridizo abrió la puerta de golpe. Victor salió tosiendo desde el otro lado de un enorme cigarro puro.

—Excelente, excelente —decía Escurridizo al tiempo que lo seguía fuera de su despacho—. Sabíamos que podíamos aclarar esta situación. No lo desperdicies, muchacho, no lo desperdicies. Cada caja cuesta un dólar. Ah, veo que has traído a tu perrito.

—Guau —gruñó Gaspode, irritado.

El otro perro lanzó un ladrido breve, seco, y se sentó, irradiando caninidad por cada pelo de su cuerpo.

—Ah —siguió Escurridizo—. Y también tenemos aquí a nuestro perro maravilla.

Lo que en Gaspode pasaba por rabo se estremeció un par de veces.

En ese momento, comprendió.

Miró al perro grande, abrió la boca para decir algo y consiguió controlarse justo a tiempo. Logró transformar en un «¡Guau!» el sonido que salía ya por su garganta.

—Es una idea que se me ocurrió la otra noche, cuando vi a tu perro —siguió Escurridizo, animadamente—. Pensé que a la gente le gustan los animales. A mí, sin ir más lejos, me encantan los perros. El perro da buena imagen. Salva vidas. Es el mejor amigo del hombre, y todo eso.

Victor advirtió la expresión furiosa de Gaspode.

—Gaspode es bastante inteligente —intervino rápidamente.

—Oh, claro, comprendo que opines eso —asintió Escurridizo—, pero no tienes más que mirarlos y compararlos. Por un lado tenemos a este animal de ojos espabilados, alerta, hermoso, y por el otro a esta bola de pelo con resaca. No hay punto de comparación, ¿no te parece?

El perro maravilla lanzó un breve ladrido.

—¿Qué lugar éste? ¡Buen chico Laddie! Gaspode puso los ojos en blanco.

—¿Entiendes lo que quiero decir? —insistió Escurridizo—. Ponle el nombre adecuado, entrénalo un poquito, y ha nacido una estrella. —Dio otra palmada a Victor en la espalda—. Encantado de verte por aquí, encantado de verte por aquí, pasa a visitarme cuando quieras, pero que no sea muy a menudo, a ver si comemos juntos un día de estos, te marchabas ya, ¿verdad?, Soll!

—Ya voy, tío.

Victor se encontró repentinamente solo, si se exceptuaba a los dos perros y a una habitación entera abarrotada de gente. Se quitó el cigarro de la boca, escupió al extremo encendido, y lo escondió cuidadosamente tras una maceta con un poto.

—Ha nacido un imbécil —dijo una voz quejumbrosa junto a su rodilla.

—¿Qué dicho él? ¿Qué lugar éste?

—A mí que me registren —se defendió Victor—. Yo no tengo nada que ver con esto.

—Pero ¿tú lo has visto bien? ¡En mi vida me había encontrado con tal demostración de estupidez! —se burló Gaspode.

—¡Buen chico Laddie!

—Vamos —suspiró Víctor—. Tengo que estar en el rodaje dentro de cinco minutos.

Gaspode lo siguió, refunfuñando entre sus horribles dientes. Víctor alcanzó a oír algún que otro «felpudo viejo» y varios «el mejor amigo del hombre», así como unos cuantos «perro maravilla y una mierda». Por último, decidió que no lo soportaba más.

—Lo que te pasa es que estás celoso —dijo.

—¿De quién, de un cachorro hiperdesarrollado con un cociente intelectual de una sola cifra? —se burló amargamente Gaspode.

—Y que tiene el pelaje brillante, el morro húmedo y probablemente un pedigrí tan largo como tu… tan largo como mi brazo —señaló Víctor.

—¿Pedigrí? ¿Pedigrí? ¿Y a quién demonios le importa eso del pedigrí? ¡No es más que cuestión de raza y de antepasados! Por si no lo sabes, yo también tuve un padre. Y dos abuelos. Y cuatro bisabuelos. Y hasta te puedo decir que muchos de ellos eran el mismo perro. Así que no vengas a decirme que yo no tengo pedigrí —bufó Gaspode.

Hizo una pausa momentánea para levantar una pata contra una de las columnas sobre las que se apoyaba el nuevo cartel de las «Imágenes en Acción Siglo del Murciélago Frugívoro».

Sucedía una cosa más que tenía muy desconcertado a Thomas Silverfish. Había llegado aquella mañana, y se había encontrado con que ya no estaba el cartel pintado a mano que decía «Cinematografía Interesante e Instructiva», y en su lugar se alzaba aquel enorme letrero. En aquel momento, Silverfish se encontraba sentado en su despacho, con la cabeza entre las manos, tratando de convencerse de que aquello había sido idea suya.

—Holy Wood me llamó a mí, no a él —siguió autocompadeciéndose Gaspode en voz baja—. Yo vine hasta aquí, y ahora van y eligen a esa cosa grande y peluda. Además, seguro que trabaja a cambio de un plato de carne al día, como si lo viera.

—Bueno, míralo de otra manera, a lo mejor no fuiste llamado a Holy Wood para ser un perro maravilla —lo consoló Víctor—. Quizá tiene en mente otra cosa para ti.

Esto es ridículo, pensó para sus adentros. ¿Por qué estamos hablando de esta manera? Para empezar, un lugar no tiene mente. No puede llamar a la gente… a no ser que se tengan en cuenta cosas como la nostalgia, por ejemplo. Pero no se puede sentir nostalgia de un lugar donde no has estado antes, no tiene lógica. Y la última vez que hubo alguien aquí debió de ser hace miles de años.

Gaspode olisqueó una pared.

—¿Le dijiste a Escurridizo todo lo que te expliqué? —preguntó.

—Sí. Y se puso muy nervioso cuando le mencioné que estaba pensando marcharme a Alquimistas Unidos —replicó Victor con una sonrisa.

Gaspode lanzó un bufido.

—¿Le dijiste también eso que te enseñé, lo de que un contrato verbal no vale ni el papel en el que está impreso?

—Sí. Me respondió que no entendía ni una palabra. Pero me dio un cigarro. Y también dijo que muy pronto nos pagaría a Ginger y a mí por ir a Ankh-Morpork. Me explicó que estaba planeando una película a lo grande, algo realmente importante.

—¿No te dio más datos? —inquirió Gaspode con desconfianza.

—No.

—Escucha, muchacho —suspiró el Perro Maravilla—, Escurridizo está ganando una fortuna. Conté el dinero que tenían allí, había cinco mil doscientos setenta y tres dólares con cincuenta y dos peniques, y eso sólo en el escritorio de Soll. Ese dinero lo has ganado tú. Bueno, lo habéis ganado Ginger y tú.

—¡Cielos!

—En fin, ahora quiero que aprendas unas cuantas palabras más —siguió Gaspode—. ¿Te ves con fuerzas?

—Eso espero.

—Por-cen-ta-je de ta-qui-lla —deletreó el perro—. Eso es. A ver, ¿lo recordarás?

—Por-cen-ta-je de ta-qui-lla —repitió Victor obedientemente.

—Así me gusta, buen chico.

—¿Qué significa?

—Tú no te preocupes por eso —replicó Gaspode—. Lo único que tienes que decir es que quieres eso. Cuando llegue el momento adecuado, ¿comprendido?

—¿Y cuándo llegará el momento adecuado? —quiso saber Victor. Gaspode le dedicó una sonrisa malévola.

—Personalmente, me gustaría que lo dijeras cuando Escurridizo tenga la boca llena de comida.

La colina de Holy Wood bullía de actividad, como un hormiguero. En la zona más cercana al mar, los estudios Películas en Acción filmaban El Tercer Gnomo. Estudios Microlíticos, que estaban dirigidos casi exclusivamente por enanos, trabajaba a marchas forzadas en Buscadores de Oro, a la que seguiría La Fiebre del Oro. Películas de Entretenimiento ultimaba los preparativos para el lanzamiento de Sopa de Pavo. Y el local de Borgle estaba siempre abarrotado.

—No sé cómo se titulará, pero estamos haciendo una que va sobre que hay que ir a buscar a un mago. Y también tenemos que seguir una carretera de adoquines amarillos —le estaba explicando un hombre medio disfrazado de león a su compañero de espera en la cola.

—Creía que no había magos en Holy Wood.

—Oh, éste es admisible, porque no se le da muy bien hacer magia.

—Como a todos, ¿no?

¡Sonido! Ése era el principal problema. Los alquimistas trabajaban febrilmente en los cobertizos de Holy Wood, chillando a loros, suplicando a cacatúas, construyendo complicadísimas botellas para atrapar el sonido y hacer que rebotara dentro de manera inofensiva hasta que llegara la hora de liberarlo. Ahora, a los habituales estallidos del octoceluloide, se sumaba de cuando en cuando algún que otro gemido de agotamiento, y eran muy comunes los gritos de dolor agónico, cuando un loro rabioso confundía un pulgar distraído con una nuez.

Los loros no estaban respondiendo a las esperanzas en ellos depositadas. Era verdad que tenían la capacidad de recordar lo que oían y repetirlo aceptablemente, pero no había manera de desconectarlos, y tenían la mala costumbre de integrar todos los sonidos que escuchaban o, según las sospechas de Escurridizo, que aprendían de algunos operadores malintencionados. Así, las breves frases sentimentales de los diálogos románticos se veían salpicadas de cuando en cuando por gritos de «¡Ruaaaak! ¡Quesequitelarropa!», y el ex vendedor de salchichas había afirmado que no tenía intención de producir ese tipo de imágenes en acción, al menos en un futuro próximo.

¡Sonido! Según se decía, los primeros estudios que consiguieran el sonido, se harían dueños de Holy Wood. La gente acudía ahora en bandadas a ver las películas, pero ya se sabe que el público se aburre pronto. El color era otra cosa. El color no era más que cuestión de criar demonios capaces de pintar a la suficiente velocidad. Lo verdaderamente novedoso sería el sonido.

Mientras llegaba, se habían tomado medidas muy diferentes. El estudio de los enanos se había apartado de la práctica habitual de escribir el diálogo en carteles y colocarlos entre las escenas, y habían inventado los subtítulos. Los subtítulos funcionaban muy bien, aunque los actores tenían que acordarse de no avanzar demasiado para no derribar las letras.

Pero, si no había sonido, era imprescindible llenar toda la pantalla con un festín para los ojos. El ruido de los martillazos había sido siempre el sonido de fondo en Holy Wood, pero ahora parecía redoblado…

En Holy Wood se estaban construyendo las ciudades de todo el mundo.

Alquimistas Unidos fueron los que empezaron, con un bosque entero en escala uno-diez, y una réplica sobre lienzo de la Gran Pirámide de Camis-Et. Pronto los matorrales resecos de la colina se llenaron de calles enteras de Ankh-Morpork, palacios de Pseudópolis, castillos de las regiones del Eje… en algunos casos, las calles estaban pintadas por la parte de detrás de los palacios, de manera que lo único que separaba a los príncipes del populacho era el espesor de una lona pintarrajeada.

Victor se pasó el resto de la mañana trabajando en una película de un rollo. Ginger apenas le dirigió la palabra, ni siquiera después del beso obligatorio cuando la rescató de lo que fuera Morry aquel día. La magia de Holy Wood que funcionaba sobre ellos no estaba funcionando aquel día. Victor se alegró de terminar.

Después, se dedicó a vagabundear por entre la maleza, y a observar cómo se iniciaba el adiestramiento de Laddie, el Perro Maravilla.

Al ver aquel cuerpo esbelto, aerodinámico como una flecha, que saltaba por encima de los obstáculos y mordía a su entrenador en un brazo bien acolchado, no cabía duda de que se trataba de un perro casi diseñado por la naturaleza para ocupar un lugar privilegiado en las imágenes en acción. Hasta sus ladridos eran fotogénicos.

—¿Y sabes qué dice concretamente? —preguntó una voz gruñona junto a Victor.

Era Gaspode, la viva imagen del abatimiento con las patas torcidas.

—Sí, ¿qué dice?

—Yo Laddie. Yo buen chico. Buen chico Laddie —refunfuñó Gaspode—. ¿No te dan ganas de vomitar?

—Bueno, vale, pero… ¿podrías tú saltar un obstáculo de un metro ochenta? —inquirió Victor.

—¿Y eso te parece inteligente? —replicó el perro, airado—. Yo me limitaría a pasar por un lado… oye, ¿qué están haciendo ahora?

—Parece que le dan la comida.

—¿Y a eso lo llaman comida?

Victor se quedó mirando cómo Gaspode avanzaba para echar un vistazo en el cuenco del otro perro. Laddie le dirigió una mirada de soslayo. Gaspode ladró en voz baja. Laddie gimoteó. Gaspode ladró de nuevo.

Hubo un prolongado intercambio de ladridos breves.

Luego, Gaspode volvió trotando, y se sentó al lado de Victor.

—Mira ahora —indicó.

Laddie cogió el cuenco de comida en la boca, y lo volvió del revés.

—Era una cosa repugnante —susurró Gaspode—. Todo ternillas y sobras. No se lo daría ni a un perro, y yo soy un perro.

—¿Le has dicho que tirara su propia comida? —exclamó Victor, horrorizado.

—Y me ha parecido un muchacho muy obediente —asintió Gaspode, complacido.

—¡Qué cosa más cruel!

—No, qué va. También le he dado unos consejos. Laddie ladró en tono dominante a la gente que se arremolinaba en torno a él. Victor los oyó hacer comentarios entre ellos.

—El perro no quiere comer —le llegó la voz de Detritus—. El perro pasará hambre.

—No seas bestia. ¡El señor Escurridizo dice que vale más que nosotros!

—Quizá no es la comida a la que está acostumbrado. La verdad es que es un perro de postín, y lo que le hemos puesto daba asco, ¿no?

—¡Es comida para perros! ¡Es lo que se supone que comen los perros!

—Sí, vale, pero… ¿es comida para perros maravilla? ¿Qué comen los perros maravilla?

—¡El señor Escurridizo nos echará de comer al perro si hay algún problema!

—De acuerdo, de acuerdo… Detritus, ve al local de Borgle, a ver si tienen algo bueno. Que no te den lo que les ponen a los clientes.

—Ya le hemos dado lo que pone a los clientes.

—Por eso mismo.

Cinco minutos más tarde, Detritus volvió al lugar acarreando unos cinco kilos de carne cruda. Los dejó caer en el cuenco del perro. Los entrenadores se quedaron mirando fijamente a Laddie.

Laddie miró de soslayo a Gaspode quien asintió de manera casi imperceptible.

El gran perro puso una pata sobre uno de los extremos del trozo de carne, agarró el otro con los dientes, y lo desgarró de un tirón. Después, trotó por el terreno y fue a dejarlo caer respetuosamente delante de Gaspode, que examinó la comida con gesto crítico.

—No sé, no sé… —dijo por fin—. ¿A ti te parece que esto es el diez por ciento, Victor?

—¿Has negociado su comida?

La voz de Gaspode le llegó amortiguada por la carne que tenía en la boca.

—Me parece que un diez por ciento es un trato justo. Muy justo, dadas las circunstancias.

—¿Sabes que eres un hijo de perra? —señaló Victor.

—A mucha honra —replicó Gaspode al tiempo que masticaba. Deglutió los últimos fragmentos de carne y suspiró con satisfacción.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—La verdad es que hoy debería acostarme pronto. Mañana saldremos muy temprano hacia Ankh-Morpork —respondió el muchacho, dubitativo.

—¿Sigues sin hacer progresos con el libro?

—Sí.

—Anda, deja que le eche un vistazo.

—¿Sabes leer?

—No lo sé, nunca lo he intentado.

Victor miró a su alrededor. Nadie les prestaba atención. Nadie les prestaba atención nunca. Cuando las manivelas de las cajas de imágenes dejaban de dar vueltas, nadie se molestaba en mirar a los actores. Era como si se volvieran invisibles temporalmente.

Se sentó sobre un montón de tablones, abrió el libro al azar por una de las primeras páginas, y lo sostuvo ante la mirada crítica de Gaspode.

—Está lleno de marquitas —dijo al final el perro. Victor suspiró.

—Eso es escritura —dijo. Gaspode entrecerró los ojos.

—¿El qué, todos esos dibujitos enanos?

—La escritura antigua era así. La gente dibujaba imágenes pequeñas para representar ideas.

—De manera que… si una imagen aparece mucho, eso significa que se trata de una idea importante, ¿no?

—¿Qué? Bueno… sí, es muy posible.

—Como el hombre muerto. Víctor se había perdido.

—¿El hombre muerto de la playa?

—No. El hombre muerto que hay en estas páginas. ¿Lo ves? Está por todas partes.

Víctor lo miró extrañado, y luego cogió el libro para examinarlo más de cerca.

—¿Dónde? No veo a ningún hombre muerto. Gaspode dejó escapar un bufido.

—Está aquí, por toda la página —dijo—. Tiene la misma pinta que esas tumbas que se ven en los templos antiguos y en sitios así, ¿sabes a qué me refiero? Esas que tienen una estatua rígida tumbada encima de la losa, con los brazos cruzados sobre el pecho y una espada entre las manos. Los muertos nobles.

—¡Santo dios! ¡Tienes razón! Parece una especie de… muerto…

—Seguro que toda la escritura habla de lo buen tipo que era cuando estaba vivo —dijo Gaspode con tono de entendido—. Ya sabes, que mató a miles, y esas cosas. Probablemente dejó mucho dinero para que los sacerdotes recitaran plegarias, encendieran velas y sacrificaran cabras y esas cosas. Antes esas cosas se hacían mucho. ¿Te lo imaginas? Esos tipos se pasaban la vida de putas, bebiendo y haciendo lo que les daba la gana, pero en cuanto la Parca asoma la guadaña afilada, de repente se vuelven la mar de religiosos y pagan montones de dinero a los sacerdotes para hacerle un lavado rápido al alma, la pintan por encima e intentan que los dioses se crean que eran gente de lo más decente.

—¿Gaspode? —dijo Víctor con voz neutra.

—¿Qué?

—Eras un perro de espectáculos callejeros. ¿Cómo es que sabes todas esas cosas?

—No soy sólo una cara bonita.

—Ni siquiera eres una cara bonita, Gaspode. El perrito se encogió de hombros.

—Siempre he tenido ojos y oídos —dijo—. Te sorprendería saber la cantidad de cosas de las que se entera uno cuando es un perro. En su momento, no sabía qué significaban, claro. Pero ahora, sí.

Víctor volvió a mirar fijamente las páginas. Desde luego, aquella figurita se asemejaba mucho a la estatua de un caballero con las manos reposando sobre una espada, aunque había que entrecerrar un poco los ojos para advertir la similitud.

—Puede que no signifique que es un hombre —dijo—. La escritura pictográfica no funciona de esa manera. Todo se interpreta según el contexto, ¿sabes? —Se exprimió los sesos para intentar recordar algunos libros que había visto—. Por ejemplo, en el idioma agateo, los signos de «mujer» y «esclavo», cuando aparecen juntos, significan en realidad «esposa».

Observó detenidamente la página. El hombre muerto (o el hombre durmiendo, o el hombre de pie con las manos apoyadas sobre su espada… la figura era demasiado esquemática como para estar seguro), aparecía la mayoría de las veces junto a otro dibujo bastante común. Pasó el dedo por la línea de pictogramas.

—Mira —señaló de repente—, es posible que la figura del hombre sea sólo parte de una palabra. ¿Ves? Aquí, por ejemplo. Siempre está a la derecha de este otro dibujo, que parece… es como… como una puerta, o algo así. Así que quizá signifique realmente… «Puertahombre» —aventuró.

Giró el libro ligeramente.

—Puede que se trate de algún rey viejo —intervino Gaspode—. A lo mejor quiere decir que El Hombre de la Espada está Prisionero, o algo así. O quizá significa Cuidado, Hombre con Espada detrás de la Puerta. La verdad es que puede significar cualquier cosa.

Victor examinó el libro de nuevo.

—Es raro —dijo, titubeante—. No parece muerto. Parece… no vivo. ¿A la espera de estar vivo? ¿Un hombre que espera con una espada?

Victor examinó de cerca el dibujo esquemático del hombrecito. Apenas si tenía rasgos, pero aun así le resultaba vagamente familiar.

—¿Sabes? —empezó—. Es igual que mi Tío Osric…

Clicaclicaclica. Clic.

La película se detuvo. Se oyó el retumbar de los aplausos, el ruido de las pisadas por el pasillo, y el crepitar de las bolsas vacías de pajaritos.

En la primera fila del Odium, el bibliotecario contemplaba la pantalla, ahora vacía. Era la cuarta vez aquella tarde que veía la película Sombras del Desierto, porque los orangutanes de ciento cincuenta kilos tienen un no sé qué que hace que la gente no sienta demasiadas ganas de echarlos del local al acabar cada sesión. Junto a sus pies había un montón de cáscaras de cacahuetes y varias bolsas de papel arrugadas.

Al bibliotecario le encantaban las películas. Le hablaban directamente al alma. Incluso había empezado a escribir una historia que, en su opinión, sería buen material para las imágenes en acción[16]. Se la había enseñado a varios conocidos, y todos le habían dicho que era sencillamente excepcional, muchos incluso antes de leerla.

Pero aquella película en concreto tenía algo que le preocupaba. La había visto de principio a fin cuatro veces, y seguía preocupado.

Se levantó de los tres asientos que había estado ocupando, y arrastró los nudillos por el pasillo, en dirección a la pequeña sala donde Bezam estaba rebobinando ya la película.

Cuando el orangután abrió la puerta, Bezam alzó la vista.

—Fuera de… —empezó. En ese momento, sonrió desesperado, y se corrigió a media frase—. Hola, señor. Bonita película, ¿eh? Volveremos a proyectarla de un momento a otro y… ¿Qué demonios haces? ¡Estate quieto! ¡No puedes coger eso!

El bibliotecario arrancó el gran rollo de película del proyector, y lo repasó con sus dedos de cuero, alzándolo para examinar cada fotograma a la luz. Bezam intentó arrebatárselo, y consiguió una palmada en el pecho que lo dejó firmemente sentado en el suelo, donde grandes bobinas de películas se derrumbaron sobre él.

Contempló horrorizado al gran simio que, con un gruñido, agarró un trozo de película con ambas manos y, de dos mordiscos, lo censuró. Luego el bibliotecario lo puso en pie, le sacudió el polvo de la ropa, le dio unas palmaditas en la cabeza, depositó el enrevesado montón de película desenrollada en sus brazos impotentes, y salió rápidamente de la habitación con unos cuantos fotogramas de película colgando de una zarpa peluda.

Bezam se lo quedó mirando sin poder hacer nada.

—¡Te voy a prohibir la entrada! —gritó, cuando consideró que el simio estaba lo suficientemente lejos como para no poder oírlo. Entonces, bajó la vista hacia los dos extremos cortados. No era poco corriente que las películas se rompieran. Bezam se había pasado muchos minutos febriles cortando y pegando, mientras el público pateaba alegremente y lanzaba cacahuetes, cuchillos y hachas de doble filo a la pantalla con entusiasmo.

Dejó que las volutas de película cayeran a su alrededor, y buscó rápidamente las tijeras y el pegamento. Al menos (esto lo averiguó tras examinar a la luz de una lámpara los dos extremos del corte), el bibliotecario no se había llevado un trozo muy interesante. Era extraño. Bezam se habría apostado cualquier cosa a que el simio había elegido el trozo en que la chica mostraba demasiado pecho, o bien una de las escenas de peleas. Pero lo único que había cogido era el trozo en el que aparecían los hijos del desierto galopando por las llanuras, en fila india, todos en camellos idénticos.

—No sé para qué querría eso —refunfuñó al tiempo que destapaba el bote de pegamento—. Ahí sólo aparecían un montón de rocas.

Victor y Gaspode estaban de pie entre las dunas arenosas cercanas a la playa.

—Ahí es donde estaba la choza de troncos —dijo Victor, señalando con el dedo—. Además, si miras bien, verás una especie de camino que llevaba hacia la cima de la colina. Pero el caso es que en esa colina no hay nada más que árboles viejos.

Gaspode volvió la vista hacia la Bahía de Holy Wood.

—Es extraño que tenga una forma tan circular —apuntó.

—A mí también me lo pareció —asintió Victor.

—Oí decir a alguien que aquí hubo en el pasado una ciudad, pero sus habitantes eran tan malvados que los dioses la convirtieron en un charco de cristal fundido —dijo Gaspode, aunque no viniera mucho a cuento—. Y además, la única persona que vio cómo sucedía se transformó en una columna de sal durante el día y en un batidor de mantequilla durante la noche.

—Cielos. ¿Qué había estado haciendo esa gente?

—Ni idea. Seguramente, no fue gran cosa. Hace falta bien poco para molestar a los dioses.

—¡Yo buen chico! ¡Buen chico Laddie!

El perro llegó trotando sobre las dunas, como un cometa de pelaje dorado y naranja. Frenó con un patinazo delante de Gaspode, y luego empezó a dar saltitos, nervioso, al tiempo que ladraba.

—Se ha escapado y ahora quiere que juegue con él —dijo Gaspode, despectivo—. ¿No es ridículo? ¡Muérete, Laddie!

Laddie, obediente, se dejó caer rodando, con las patas en el aire.

—Le gustas —señaló Víctor.

—Ja —bufó Gaspode—. ¿Cómo vamos a conseguir los perros que se nos respete aunque sólo sea un poco si vamos por ahí adorando a la gente, simplemente porque nos dan algo de comer? ¿¿Qué quiere que haga con esto??

Laddie había dejado caer un palito delante de Gaspode, y lo miraba expectante.

—Quiere que lo lances lejos —explicó Victor.

—¿Para qué?

—Para que él te lo traiga.

—Lo que no consigo comprender —dijo el perro, cuando Victor recogió el palito y lo lanzó a la distancia, mientras Laddie salía corriendo tras él—, es cómo es que descendemos de los lobos. Es decir, por término medio, los lobos son tipos inteligentes, ¿entiendes a qué me refiero? Mentes llenas de astucia, y todo eso. Zarpas grises que corren sobre la tundra virgen, ahí es a donde quería llegar.

Gaspode contempló pensativo las montañas lejanas.

—Y de repente, unas cuantas generaciones más tarde, tenemos a Percy el Cachorro, con su morro húmedo, sus ojos animados, su pelaje brillante y el cerebro de un arenque en salazón.

—Y a ti —añadió Victor.

Laddie llegó en medio de una nube de arena, y dejó caer el palito mojado delante de él. Victor lo recogió y lo lanzó de nuevo. Laddie se alejó saltando, ladrando hasta ponerse enfermo de emoción.

—Sí, bueno —asintió Gaspode, deambulando sobre sus patas torcidas—. Pero la diferencia está en que yo sé cuidar de mí mismo. Ahí fuera, el perro es un lobo para el perro. ¿Tú crees que ese cretino tan mono sobreviviría cinco minutos en Ankh-Morpork? En cuanto pusiera una pata en las calles, lo convertirían en tres pares de guantes de piel y en dos platos combinados en el primer restaurante klatchiano abierto las veinticuatro horas.

Victor volvió a lanzar el palito.

—Dime —pidió—, ¿quién fue ese famoso Gaspode, en honor al cual te pusieron el nombre?

—¿No has oído hablar de él?

—No.

—Pues fue muy famoso.

—¿Era un perro?

—Sí. Vivió hace muchos años. Había no sé qué tío en Ankh que la palmó. Practicaba una de esas religiones extrañas en las que te entierran cuando te mueres, y el tipo tenía este perro viejo…

—… ¿llamado Gaspode…?

—Eso es, y este perro viejo había sido su única compañía durante muchos años. El caso es que, cuando enterraron al tipo, se tendió sobre su tumba y aulló y aulló durante un par de semanas. Gruñía a todo el que se atrevía a acercarse. Y luego se murió.

Victor se detuvo cuando iba a lanzar el palito de nuevo para Laddie.

—Es una historia muy triste —dijo.

Lo lanzó. Laddie echó a correr tras él, y desapareció entre unos árboles resecos de la ladera de la colina.

—Sí. Todo el mundo dice que eso demuestra lo sincero y eterno que es el amor que un perro profesa a su amo —suspiró Gaspode, escupiendo las palabras como si fueran hebras de tabaco.

—¿Y tú no lo crees?

—La verdad es que no. Lo que creo es que cualquier jodido perro se quedará tendido y aullará si le pillas la cola con la losa de la tumba.

Se oyeron feroces ladridos.

—No te preocupes por él, seguro que se ha encontrado con una roca amenazadora, o algo por el estilo —dijo Gaspode, despectivo. Había encontrado a Ginger.

El bibliotecario arrastró los nudillos decididamente por el laberinto que era la biblioteca de la Universidad Invisible, y descendió por los peldaños que llevaban a las estanterías de máxima seguridad.

Casi todos los libros de la biblioteca eran considerablemente más peligrosos que los libros normales, por el simple hecho de ser mágicos. La mayoría estaban encadenados a los estantes para impedir que se pasaran el día revoloteando por la estancia.

Pero, los niveles inferiores…

… en los niveles inferiores era donde se guardaban los libros malvados, los libros cuyo comportamiento, o cuyo mero contenido exigía una estantería entera, cuando no una habitación entera, para ellos solos. Libros caníbales, libros que, si se quedaban en un estante con sus congéneres más débiles, aparecerían a la mañana siguiente mucho más gordos y con pinta de satisfacción junto a un montoncito de cenizas humeantes. Eran libros cuyas páginas podían reducir una mente desprotegida a la condición de queso azul. Se trataba de libros que no eran simples libros de magia, sino libros mágicos.

Se dicen muchas tonterías sobre la magia. La gente va por ahí hablando de armonías místicas, equilibrios cósmicos y unicornios… y todo eso es a la auténtica magia lo que una marioneta de guante a la Royal Shakespeare Company.

La auténtica magia es la mano que se acerca al interruptor, la chispa que prende en la caja de pólvora, la distorsión dimensional que te lleva de bruces al corazón de una estrella, la espada llameante que arde desde la punta al pomo. Es mucho más seguro hacer malabarismos con antorchas en un pozo lleno de alquitrán que trastear con la auténtica magia. Es mucho más seguro tumbarse delante de un millar de elefantes.

Al menos, eso es lo que dicen los magos, y por eso se permiten el lujo de cobrar unas tarifas tan desmesuradas por tener que practicarla.

Pero allí abajo, en los oscuros túneles, no había manera de esconderse detrás de amuletos, túnicas con estampado de estrellas y sombreros puntiagudos. Aquí abajo, o la tenías o no la tenías. Y si no la tenías, lo tenías crudo.

Al paso del bibliotecario, se oían sonidos amortiguados detrás de las pesadas puertas de barrotes. En un par de ocasiones, algo muy pesado se lanzó contra una puerta, haciendo que se estremecieran las bisagras.

También había ruidos.

El orangután se detuvo delante de una entrada en forma de arco, bloqueada por una puerta que no era de madera, sino de piedra. La puerta estaba fabricada de manera tal que se podía abrir fácilmente desde el interior, pero era capaz de soportar cualquier presión procedente del interior.

Hizo una pausa momentánea, y luego rebuscó en un pequeño nicho. Extrajo una máscara de hierro y cristal ahumado, que se puso, y un par de pesados guantes de piel reforzados con acero. También había una antorcha hecha con trapos empapados en aceite. La encendió en una de las titubeantes lámparas que iluminaban el túnel.

En el fondo del nicho había una llave de latón.

Cogió la llave, y respiró hondo.

Todos los Libros de Poder tienen su naturaleza particular. El Octavo era rudo y dominante. El Grimorio Para Morirte de Risa era aficionado a poner en práctica algunas bromas mortíferas. El Placer Tántrico de Amar se tenía que mantener constantemente en agua helada. El bibliotecario conocía cada uno de los libros, y sabía muy bien cómo tratar con ellos.

Éste era diferente. Por lo general, la gente sólo veía copias de décima o duodécima generación, tan semejantes al auténtico original como el dibujo de una explosión es semejante a… bueno, a una explosión. Éste era el libro que había absorbido la maldad pura de grafito gris del tema que trataba.

Su nombre estaba grabado en grandes letras sobre el arco, para que ni hombres ni simios lo olvidaran: necrotelicomnicon.

El bibliotecario metió la llave en la cerradura y elevó una plegaria a los dioses.

—Oook —dijo fervorosamente—. Oook.

La puerta se abrió.

En la oscuridad del interior, una cadena tintineó ligeramente.

—Todavía respira —dijo Victor.

Laddie saltaba en torno a ellos, sin dejar de ladrar furiosamente.

—Supongo que deberías aflojarle la ropa, o algo por el estilo —sugirió Gaspode—. No era más que una idea —se apresuró a añadir—. Tampoco es para que me mires así. Soy un perro, ¿qué quieres que sepa?

—Parece que está bien, pero… mírale las manos —indicó Victor—. ¿Qué demonios habrá estado intentando hacer?

—Abrir esa puerta —replicó Gaspode.

—¿Qué puerta?

—Esa de allí.

Parte de la arena de la colina se había deslizado. De la tierra surgían ahora enormes bloques de cemento. Se veían los tocones de antiguas columnas, que se alzaban en el aire como dientes fluorizados.

Entre dos de ellos había una entrada en forma de arco, tres veces tan alta como Victor. La sellaban un par de puertas color gris claro, que o bien eran de piedra o de madera a la que los años habían dado la dureza de la piedra. Una de ellas estaba ligeramente abierta, pero la arena que había caído delante le había impedido abrirse más. En la arena había surcos frenéticos, como si alguien hubiera estado intentando apartarla a la desesperada. Ginger había querido quitarla con las manos.

—Vaya tontería, con este calor —dijo Victor vagamente.

Paseó la mirada desde la puerta hasta el mar, y luego volvió a clavar la vista en Gaspode.

Laddie excavaba en la arena, muy excitado, y ladraba a la ranura que quedaba entre las puertas.

—¿Para qué hace eso? —preguntó Victor, que de pronto estaba asustado—. Tiene todo el pelaje de punta. ¿Crees que puede tener una de esas misteriosas premoniciones animales sobre algo maligno?

—Lo que creo es idiota perdido —bufó Gaspode—. ¡Cállate, Laddie!

Laddie dejó escapar un gemido. Se apartó de la puerta, y perdió el equilibrio en la arena insegura. Cayó rodando por la ladera de la colina. Se puso en pie de un salto y empezó a ladrar de nuevo; no era un ladrido vulgar y estúpido de perro, esta vez era la auténtica variedad destinada a aterrorizar gatos en los árboles.

Victor se inclinó hacia delante y tocó la puerta.

La notó muy fría, a pesar del perpetuo calor de Holy Wood. También advirtió, aunque no habría podido jurarlo, una tenue vibración.

Pasó los dedos por la superficie. Era irregular, como si allí hubiera habido tallas, que el paso del tiempo se hubiera encargado de borrar.

—Una puerta así —dijo Gaspode, detrás de él—, una puerta así, si quieres saber mi opinión, una puerta así, una puerta así… —Tomó aliento, inhalando profundamente—. Una puerta así, es ominosa.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Por qué es ominosa?

—No tiene por qué tener un motivo concreto —dijo Gaspode—. Es el hecho simple de serlo. Y ya es bastante malo, te lo digo yo.

—Debió de ser muy importante en su momento. Parece propia de un templo —respondió Victor—. ¿Por qué querría abrirla?

—Enormes trozos de colina que se derrumban para dejar a la luz puertas misteriosas… —suspiró Gaspode, meneando la cabeza—. Es ominosa, vaya si lo es. Venga, vámonos muy lejos de aquí a meditar sobre esto, ¿vale?

Ginger dejó escapar un gemido. Victor se acuclilló junto a ella.

—¿Qué ha dicho?

—No lo sé —replicó el perro.

—Me ha parecido que era algo como «Quiero que me dejen sooolaaa», ¿no?

—Tonterías, para mí que le ha dado demasiado el sol —afirmó Gaspode con tono de experto.

—Puede que tengas razón. Desde luego, le noto la cabeza muy caliente.

La levantó entre sus brazos, tambaleándose un poco bajo el peso.

—Vamos —consiguió decir—. Tenemos que volver a la ciudad. Pronto oscurecerá.

Miró a su alrededor, examinando los árboles cercanos. La puerta se encontraba en una especie de hondonada, con lo cual probablemente se podía acumular el suficiente rocío como para que la maleza estuviera un poco menos deshidratada que en otras zonas.

—¿Sabes? Este lugar me suena de algo —dijo lentamente—. Aquí fue donde hicimos nuestra primera película. Aquí fue donde la conocí.

—¡Qué romántico! —exclamó Gaspode desde lejos, trotando mientras Laddie saltaba alegremente a su alrededor—. Si sale algo espantoso por esa puerta, podréis decir que es «Nuestro Monstruo».

—¡Eh! ¡Espérame!

—Pues date prisa.

—¿Para qué crees que puede querer que la dejen «sooolaaa»?

—Ni idea…

Cuando se hubieron marchado, el silencio volvió a reinar en la hondonada.

Un poco más tarde, el sol se puso. Su luz alargada llegó hasta la puerta, convirtiendo los simples arañazos en un profundo relieve. Con un poco de imaginación, se diría que podían formar la imagen de un hombre.

Con una espada.

Se oyó un ruido tenue, ligerísimo, cuando, grano a grano, la arena empezó a apartarse de la puerta. A medianoche ya se había abierto al menos medio milímetro.

Holy Wood soñaba.

Soñaba con despertar.

Rubí echó agua en los fuegos que ardían bajo las tinas, colocó los bancos encima de las mesas y se dispuso a cerrar el Liásico Azul. Pero, justo antes de soplar para apagar la última lámpara, titubeó ante el espejo.

Él había estado allí otra vez aquella noche. Igual que todas las noches. Durante toda la velada, sonriendo para sí mismo. Planeaba algo.

Rubí había escuchado los consejos de algunas de las chicas que trabajaban en las películas, y ahora, además de la boa de plumas, lucía su última adquisición, un sombrero de ala ancha con un poco de oograah (creía recordar que se llamaban algo así como fresas). Todos le habían asegurado que causaba un efecto increíble.

El problema, Rubí tenía que reconocerlo, era que se trataba de un troll muy… bueno, muy atractivo. Durante millones de años, las mujeres troll se habían sentido atraídas instintivamente por trolls con la constitución de un monolito con una manzana en la cima. Los traicioneros instintos de Rubí no dejaban de enviarle mensajes ígneos por la columna vertebral, insistiendo insidiosamente de que aquellos colmillos largos y aquellas piernas torcidas eran todo lo que una troll podía desear en un compañero.

Otros trolls, como Rock o Morry, eran mucho más modernos, por supuesto, y sabían hacer algunas cosas como usar el cuchillo y el tenedor, pero Detritus tenía un algo… un algo tranquilizador. Quizá era la manera tan dinámica en que sus nudillos se arrastraban por el suelo. Y además, mucho más importante, estaba segura de que era más inteligente que él. Detritus tenía una especie de presencia imponente que a ella le resultaba fascinante. Ahí era donde volvían a entrar en acción los instintos… la inteligencia nunca había sido una cualidad importante para la supervivencia de un troll.

Además, tenía que admitir que, por mucho que intentara disimularlo con boas de plumas y sombreros modernos, se acercaba ya a los ciento cuarenta, y estaba doscientos kilos por encima del peso que marcaba la moda.

Ojalá él pusiera en orden sus ideas.

O al menos una idea.

A lo mejor valía la pena probar aquel maquillaje del que le habían hablado las chicas.

Rubí suspiró, apagó la lámpara de un poderoso soplido, abrió la puerta y salió a un laberinto de raíces.

Un gigantesco árbol ocupaba todo el largo del callejón. Detritus tenía que haberlo arrastrado kilómetros y kilómetros para llevarlo allí. Las escasas ramas supervivientes atravesaban las ventanas o se alzaban impotentes por el aire.

En medio de todo aquello estaba Detritus, sentado en el tronco con cara de supremo orgullo, con el rostro hendido por una sonrisa gigantesca y los brazos abiertos de par en par.

—¡Tachaaan! —exclamó.

Rubí dejó escapar un suspiro retumbante. El romanticismo no es sencillo para un troll.

El bibliotecario abrió la página a la fuerza, y luego la encadenó. El libro intentó cerrarse sobre sus dedos.

Su contenido lo había convertido en lo que era. Un libro malvado y traicionero.

Contenía conocimiento prohibido.

Bueno, prohibido, lo que se dice prohibido, no. Nadie había llegado al extremo de prohibirlo. Principalmente porque, para prohibir una cosa, tienes que conocer qué es, y eso estaba prohibido. Pero, desde luego, contenía información de esa que, una vez la conocías, darías cualquier cosa por no conocerla[17].

Las leyendas decían que cualquier mortal que leyera más de unas pocas líneas del ejemplar original, moriría loco.

Eso era cierto, sin lugar a dudas.

Las leyendas decían también que el libro contenía ilustraciones que podían hacer que a un hombre fuerte se le saliera el cerebro por las orejas.

Probablemente eso también era cierto.

Las leyendas iban aún más lejos y afirmaban que, con sólo abrir el Necrotelicomnicon, la carne del hombre se caería a pedazos de su mano, y seguramente también de todo su brazo.

Nadie sabía con certeza si era verdad, pero parecía lo suficientemente espantoso como para serlo, y nunca se encontró un voluntario para hacer el experimento.

De hecho, las leyendas tenían mucho que decir sobre el Necrotelicomnicon, pero nada sobre los orangutanes, que, por lo que a las leyendas respectaba, podían hacer pedacitos el libro y luego tragárselo. Lo peor que le había pasado al bibliotecario después de echarle un vistazo había sido una ligera migraña y un poquito de eccema, pero eso no era motivo para correr riesgos tontos. Se ajustó el cristal ahumado del visor, y pasó un dedo de cuero negro por el índice; las palabras se retorcieron al paso del índice, lanzándole mordiscos malévolos.

De cuando en cuando, alzaba el trozo de película a la luz titubeante de la antorcha.

El viento y la arena las habían hecho más borrosas, pero no cabía la menor duda de que había unas tallas en la roca. Y no era la primera vez que el bibliotecario veía dibujos como aquellos.

Encontró la referencia que buscaba y, tras un breve enfrentamiento durante el cual se vio obligado a amenazar al Necrotelicomnicon con la antorcha, obligó al libro a pasar la página.

La examinó más de cerca.

Gran tipo, aquel Achmed Sólo Son Jaquecas.

«… y en esa colina, según se decía, se halló una Puerta que llevaba a Otro Mundo, y las gentes de la ciudad vieron Lo Visto dentro, sin conocer los horrores que acechaban entre los universos…».

La punta del dedo del bibliotecario pasó de derecha a izquierda por las imágenes, y saltó hasta el siguiente párrafo.

«… porque Otros encontraron la Puerta de Holy Wood, y cayeron sobre el Mundo, y durante una noche tuvieron lugar Toda Clase de Locuras, y el Caos reinó, y la Ciudad se hundió bajo el Mar, y todos fueron uno con los peces y las langostas, salvo los pocos que huyeron…».

Frunció un labio, y bajó la vista aún más por la misma página.

«… un Guerrero Dorado, que hizo retroceder a los Demonios y salvó al Mundo, y dijo, Allí Donde está la Puerta, Allí estoy también Yo; Soy Aquel que Nació de Holy Wood, para guardar la Idea Loca. Y ellos dijeron, Lo que Debemos Hacer es Destruir la Puerta para Siempre, y él les dijo, Eso No Podéis Hacerlo, porque no se Trata de una Cosa, pero yo Guardaré la Puerta en Vuestro Nombre. Y ellos que no Habían nacido Ayer, temiendo más al Remedio que a la Enfermedad, le dijeron, Qué nos Cobrarás, por Guardar la Puerta. Y él creció hasta que fue tan alto como un árbol y dijo, Sólo vuestro Recuerdo, que no Soy Tonto. Tres veces al día recordaréis Holy Wood. Si no, las Ciudades del Mundo Temblarán y Caerán, y las Veréis Todas en Llamas. Y diciendo esto el Hombre Dorado cogió su Espada Dorada y entró en la Colina y se quedó ante la Puerta, para Siempre.

«Y los Habitantes de la Ciudad se dijeron unos a otros, es Curioso, se parece a mi Tío Osbert…».

El bibliotecario pasó la página.

. «… Pero había algunos entre ellos, tanto hombres como animales, tocados por la magia de Holy Wood. Se transmite de generación en generación, como una maldición de la antigüedad. Tiemble el Mundo si algún día los sacerdotes dejan de Recordar al Hombre Dorado…».

El bibliotecario dejó que el libro se cerrara de golpe.

No era una leyenda poco corriente. Ya la había leído antes (o al menos había leído la mayor parte), en libros mucho menos peligrosos que aquél. En todas las ciudades de las Llanuras de Sto se conocían diferentes versiones. Había existido una ciudad en el pasado, perdida entre las nieblas de la prehistoria, una ciudad más grande que Ankh-Morpork, si eso era posible. Sus habitantes habían hecho algo, habían cometido algún crimen inenarrable, no sólo contra la humanidad o contra los dioses, sino contra la naturaleza misma del universo. Había sido un algo tan temible que la ciudad se había hundido en el mar una noche tormentosa. Sólo unas pocas personas sobrevivieron para transmitir a los pueblos bárbaros, en zonas menos avanzadas del disco, todas las artes y conocimientos de la civilización, como por ejemplo la usura y el macramé.

Nadie se había tomado muy en serio semejante cuento. No era más que otro de los habituales mitos tipo «Si sigues haciendo eso te quedarás ciego» que la civilización tiende a transmitir a sus descendientes. Al fin y al cabo, la misma Ankh-Morpork se consideraba una ciudad tan malvada como era posible en una ciudad, y hasta entonces había esquivado cualquier estilo de venganza sobrenatural, aunque también era posible que la venganza hubiera llegado sin que nadie se diera cuenta.

Las leyendas siempre habían situado la ciudad sin nombre en tiempos y tierras muy lejanos.

Nadie sabía dónde estaban, ni siquiera si habían existido de verdad.

El bibliotecario volvió a mirar los símbolos. Le resultaban muy, muy familiares. Estaban en las viejas ruinas, por todo Holy Wood.

Azhural se irguió sobre una colina baja, contemplando la marea de elefantes que se movían por la llanura. Aquí y allá, un carromato de provisiones destacaba entre el mar de elefantes como un bote salvavidas. Un kilómetro y medio de sabana estaba siendo arrasado, convertido en terreno lodoso y desprovisto de yerba… aunque, a juzgar por su olor, cuando llegaran las lluvias se convertiría en la franja de terreno más verde del disco.

Se secó las comisuras de los ojos con una punta de la túnica.

¡Trescientos sesenta y tres! ¿Quién lo habría dicho?

El aire era una masa sólida que retumbaba con el barritar de trescientos sesenta y tres elefantes. Los grupos de caza y los tramperos ya los precedían, así que pronto habría muchos más. Al menos eso decía M’Bu. Y él no tenía la menor intención de llevarle la contraria.

Eso era extraño, desde luego. Durante años, había considerado a M’Bu como una especie de sonrisa móvil. Un chaval eficaz con una pala y un rastrillo, pero en absoluto lo que se diría un tenaz emprendedor.

Y entonces, de repente, aparecía alguien que quería un millar de elefantes, y el muchacho alzaba la cabeza, le aparecía un brillo en los ojos, y cualquiera podía ver que bajo esa sonrisa había un kilopaquidermólogo dispuesto a mostrarse a la altura del encargo. Era extraño, sí. Puedes conocer a alguien durante toda tu vida y no llegar a darte cuenta de que los dioses lo han puesto en este mundo para guiar a un millar de elefantes.

Azhural no tenía hijos. Ya había tomado la decisión de dejarle todo lo que poseía a su ayudante. En aquel momento, todo lo que poseía eran trescientos sesenta y tres elefantes y, ejem, una increíble cantidad de deudas, pero lo que contaba era la intención.

M’Bu corrió sendero arriba para reunirse con él. Llevaba el portapapeles firmemente sujeto bajo un brazo.

—Todo preparado, jefe —le informó—. Sólo falta que des la orden.

Azhural se irguió en toda su estatura. Contempló la marea de cuerpos grises, los baobabs lejanos, las montañas color púrpura. Ah, sí, las montañas. Había tenido sus dudas con respecto a las montañas. Se las transmitió a M’Bu, que dijo, «Cuando lleguemos, las cruzaremos con puentes, jefe». Azhural le informó de que en las montañas no había ni un solo puente, pero el muchacho lo miró con firmeza a los ojos y se limitó a replicar, «Primero construiremos los puentes, y después los cruzaremos, jefe».

Mucho más allá de las montañas se encontraba el Mar Circular, y Ankh-Morpork, y aquel lugar llamado Holy Wood. Lugares lejanos, con nombres exóticos.

Un viento sopló por la sabana, llevando tenues susurros incluso allí.

Azhural alzó su cayado.

—Quedan setecientos kilómetros para llegar a Ankh-Morpork —dijo—. Tenemos trescientos sesenta y tres elefantes, cincuenta carros de forraje, está a punto de soplar el monzón, y llevamos… llevamos… unas cosas raras, como de cristal… sólo que oscuras… unas cosas raras de cristal oscuro delante de los ojos…

No consiguió terminar la frase. Frunció el ceño, como si acabara de escuchar su propia vocecita interior y no la hubiera entendido muy bien.

El aire pareció brillar.

Advirtió que M’Bu lo miraba.

Se encogió de hombros.

—Vamos —dijo.

M’Bu se llevó las manos a la boca formando bocina. Se había pasado la noche preparando un grito adecuado para abrir la marcha.

—Sección Azul al mando del tío N’gru… ¡adelante! —gritó—. Sección Amarilla al mando de la tía Googool… ¡adelante! Sección Verde al mando del primo segundo ¡KcK!… ¡Adelante!

Una hora más tarde, la sabana al pie de la baja colina había quedado desierta, si se exceptuaba la presencia de mil millones de rnoscas y un escarabajo pelotero que no daba crédito a su suerte.

Algo hizo «plop» en el polvo rojo, creando un pequeño cráter.

Y otra vez. Y otra.

Un rayo hendió el tronco del baobab más cercano.

Empezaron las lluvias.

A Víctor empezaba a dolerle la espalda. Transportar a hermosas jóvenes para ponerlas a salvo parecía una idea excelente sobre el papel, pero presentaba grandes inconvenientes después de los cien primeros metros.

—¿Tienes idea de dónde vive? —pregunto—. Y sobre todo, ¿es cérea de aquí?

—No —replicó Gaspode.

—Una vez me dijo no sé qué sobre que era encima de una tienda de ropa —recordó el joven.

—Entonces tiene que ser en el callejón que hay al lado del local de Borgle —señaló el perro.

Gaspode y Laddie abrieron la marcha por los callejones, y subieron por una destartalada escalera exterior de madera. Quizá podían olfatear la habitación de Ginger. Victor no tenía la menor intención de ponerse a discutir sobre los misteriosos sentidos de los animales.

El joven subió por los peldaños tan silenciosamente como le fue posible. Era vagamente consciente de que las casas de los demás solían incluir Caseros Vulgares y A Menudo Desconfiados, y consideraba que por el momento ya tenía bastantes problemas.

Utilizó los pies de Ginger para abrir la puerta de un empujón.

Se trataba de una habitación pequeña, con el techo muy bajo, y con uno de esos tristes mobiliarios gastados por el tiempo que se pueden encontrar en cualquier habitación alquilada del multiverso. Al menos, eso había sido en un principio.

Ahora estaba amueblada con Ginger.

La joven había guardado absolutamente todos los carteles. Incluso los de las primeras películas, en los que aparecía en letra muy pequeña como Una Chica. Estaban pegados con chinchetas a las paredes. La cara de Ginger, y también la suya propia, lo contemplaban desde todos los ángulos.

Había un espejo muy grande en uno de los lados de la destartalada habitación, y junto a él un par de velas ya medio consumidas.

Victor depositó cuidadosamente a la chica en la estrecha cama, y luego, con sumo cuidado, empezó a mirar a su alrededor. Su sexto sentido, el séptimo, e incluso el octavo, le estaban gritando al oído. Se encontraba en un lugar lleno de magia.

—Es como una especie de templo —murmuró—. Un templo dedicado… a ella misma.

—Me da escalofríos —dijo Gaspode.

Victor escudriñó la habitación. Sí, había conseguido con todo éxito evitar que se le hiciera entrega del sombrero puntiagudo y el cayado, pero había adquirido los instintos de un mago. Tuvo una repentina visión de una ciudad bajo las aguas del mar, con pulpos deslizándose sigilosamente a través de las puertas anegadas, y langostas recorriendo vigilantes las calles.

—Al destino no le gusta que la gente ocupe más espacio del debido. Eso lo sabe todo el mundo.

Voy a ser la persona más famosa del mundo —pensó Victor—. Eso fue exactamente lo que dijo.

Sacudió la cabeza.

—No —dijo en voz alta—, lo que pasa es que le gustan los carteles. Es vanidad, nada más.

Hasta a él mismo le sonó increíble. La habitación entera casi zumbaba con la presencia de…

…¿de qué? Hasta entonces, nunca había sentido nada semejante. Era algún tipo de poder, desde luego. Algo que arañaba sus sentidos, les hablaba a gritos. No era exactamente magia. Al menos, no era la magia a la que él estaba acostumbrado. Sino algo que se le parecía bastante, aunque sin llegar a ser lo mismo, como el azúcar comparado con la sal: la misma forma y el mismo color, pero…

La ambición no era mágica. Poderosa, sí, pero no mágica… ¿verdad?

La magia no era difícil. Ése era el gran secreto que todo el barroco edificio de la hechicería intentaba ocultar. Cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia y la perseverancia suficiente podía practicar la magia, y por eso los magos lo llenaban todo de rituales. De ahí también el asunto de los sombreros puntiagudos.

Lo difícil era hacer magia y que no te pasara nada.

Porque, en esencia, era como si la raza humana fuera un campo de maíz, y la magia ayudara a los que la usaban a elevarse un poco por encima de la media, y así sobresalir. Eso atraía la atención de los dioses y… Victor titubeó… y de otras Cosas que habitan fuera de este mundo. La gente que practica la magia sin saber lo que hace suele encontrar un final poco decorativo.

Generalmente por toda la habitación.

Recordó la imagen de Ginger, allí en la playa. Quiero ser la persona más famosa del mundo. Ahora que lo pensaba bien, quizá eso fuera algo nuevo. No se trataba de ambicionar oro, ni poder, ni tierras, ni todas esas cosas que resultaban familiares en el mundo humano. Era ambición de ser tú mismo, pero lo más grande posible. No una ambición de tener, sino de ser.

Sacudió la cabeza de nuevo. Simplemente, se encontraba en una habitación barata, de un edificio barato, en una ciudad tan real como… como… bueno, tan real como el espesor de una película. No era lugar adecuado para tener pensamientos como aquéllos.

Lo importante era recordar que Holy Wood no era un lugar real en absoluto.

Volvió a contemplar los carteles. Sólo se tiene una oportunidad, solía decir Ginger. Puedes vivir hasta los setenta años y, si eres afortunado, consigues una oportunidad. Imagínate a todos los esquiadores natos que han nacido en desiertos. Imagínate a todos los herreros excepcionales que nacieron siglos antes de que se inventara el caballo. Todos esos talentos que nadie utilizó… todas esas oportunidades desperdiciadas…

Qué suerte tengo de vivir en esta época, pensó Víctor con amargura.

Ginger se removió en sueños. Al menos, ahora respiraba de manera más regular.

—Vamos —lo apremió Gaspode—. No está bien que estés solo en el buduar de una dama.

—No estoy solo —replicó Victor—. Estoy con ella.

—A eso me refiero —señaló Gaspode.

—Guau —añadió Laddie con lealtad.

—¿Sabes una cosa? —le dijo Victor, siguiendo a los perros que descendían por las escaleras—. Empiezo a tener la sensación de que aquí hay algo que va muy mal. Está sucediendo alguna cosa, y no consigo adivinar qué es. ¿Por qué intentaba Ginger entrar en la colina?

—Seguro que está aliada con los Poderes Malévolos —respondió Gaspode.

—La ciudad, y la colina, y el viejo libro, y todo… —siguió Victor, haciendo caso omiso—. Todo tendría sentido, si yo supiera cómo relacionarlo.

Salieron a la clara noche, a las luces y ruidos de Holy Wood.

—Mañana, a la luz del día, subiremos otra vez allí y aclararemos esto de una vez por todas —anunció.

—No —le replicó Gaspode—. Más que nada porque mañana estaremos en Ankh-Morpork, ¿recuerdas?

—¿«Estaremos»? —dijo Victor—. Vamos a ir Ginger y yo. No sabía que pensaras apuntarte.

—Laddie también viene —añadió Gaspode—. Se…

—¡Buen chico Laddie!

—Sí, claro, claro. Se lo oí decir a sus entrenadores. Así que tengo que acompañaros, para evitar que se meta en cualquier lío. Victor bostezó.

—Bueno, yo me voy a la cama. Lo más probable es que tengamos que salir temprano.

Gaspode escudriñó el callejón con expresión de inocencia. En algún lugar cercano se abrió una puerta, y les llegó el sonido de carcajadas ebrias.

—Me parece que yo daré un paseíto antes de meterme en el saco —dijo—. Para enseñarle a Laddie…

—¡Buen chico Laddie!

—… los lugares típicos y todo eso. Victor parecía dubitativo.

—No estéis fuera hasta demasiado tarde —indicó—. La gente se puede preocupar.

—Sí, claro —asintió Gaspode—. Buenas noches. Se sentó y vio cómo Victor se alejaba.

—Uff —dijo entre sus espantosos dientes—. Ya me gustaría ver a alguien preocupándose por mí.

Alzó la vista hacia Laddie, que se puso obedientemente en posición de firmes.

—Bueno, jovencito, cachorro mío —dijo—. Ya va siendo hora de que te eduquemos un poco. Lección Número Uno, Cómo Conseguir Bebidas Gratis en un Bar. Has tenido suerte de encontrarte conmigo —añadió.

Dos formas caninas se tambalearon inseguras por las calles a medianoche.

—Shomosh pobresh corderillosh —aulló Gaspode—, que han perdido el rumbo…

—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

—Shomosh pobresh corderillosh… que han… que han…

Gaspode se rascó una oreja como pudo. Al menos, se rascó lo que a él le pareció una oreja. Su pata se movía insegura por el aire. Laddie, que estaba junto a él, le dirigió una mirada compasiva.

Había sido una velada de un éxito increíble. Gaspode siempre había conseguido beber gratis sentándose en el suelo y mirando con intensidad a los clientes del bar, hasta que se sentían lo suficientemente incómodos como para echarle un poco de cerveza en un plato, con la esperanza de que lo bebiera y se marchara. Era una labor lenta y tediosa, pero, como técnica, siempre le había resultado de lo más eficaz. En cambio, Laddie…

Laddie hacía trucos. Laddie sabía beber directamente de las botellas. Laddie era capaz de contar con ladridos el número de dedos que había levantados en una mano. Gaspode también, claro, pero nunca se le había pasado por la cabeza que alguien pudiera recompensar tal actividad.

Laddie podía dirigirse a cualquier joven que estuviera debidamente acompañada; le ponía la cabeza en el regazo, y le dirigía una mirada tan cargada de inteligencia que el acompañante le compraba un plato de cerveza y una bolsa de galletitas en forma de pez, con tal de impresionar a la posible amada. Eso Gaspode nunca había podido hacerlo, en parte porque era demasiado pequeño como para llegar a ningún regazo, pero sobre todo porque, si lo intentaba, no conseguiría más que gritos de repugnancia.

Se había sentado bajo la mesa, contemplando la escena con gesto de desaprobación perpleja al principio, y con gesto de ebria desaprobación perpleja después, porque Laddie era la generosidad canificada cuando se trataba de compartir sus platos de cerveza.

Al final, cuando los expulsaron a ambos, Gaspode decidió que ya era hora de que empezaran las lecciones sobre la esencia de ser perro.

—No tienes que ir hullándote. Millándote. Humillándote ante los humanos —dijo balbuceante—. Así nos dejas mal a todos. Si los perros como tú van por ahí siempre siendo encantadores con la gente, nunca nos quitaremos las cadenas de dependencia con que nos atan los humanos. Me sentí personalmente ofendido cuando te dedicaste al truquito ese de hacerte el muerto, por si no lo notaste.

—Guau.

—No eres más que un perro de los humanos imperialistas —siguió Gaspode con severidad.

Laddie se puso las patas en el morro.

Gaspode intentó levantarse, se enredó las patas y se dejó caer sentado. Tras un rato, un par de gruesas lágrimas le corrieron por el pelaje.

—Pero claro —balbuceó—, yo nunca tuve una oportunidad, ¿sabes? —Consiguió erguirse sobre las cuatro patas—. No tienes más que ver cómo tuve que empezar mi vida. Me metieron en un saco y me echaron a un río, ¿lo entiendes? ¡En un saco! El pobre perrito, el cachorrito, abre los ojos al mundo de los prodigios, y resulta que está en un saco. —Las lágrimas le gotearon por el morro—. Durante dos semanas, estuve convencido de que el ladrillo era mi madre.

—Guau —replicó Laddie, compadecido aunque no entendía una palabra.

—Menos mal que tuve suerte y me habían tirado al Ankh —siguió Gaspode—. En cualquier otro río, me habría ahogado y ahora estaría en el cielo de los perros. He oído decir que llega un gran perro negro espectral, cuando te mueres, y te dice que ha llegado tu lora. Mora. Hora.

Gaspode clavó los ojos en la nada.

—Pero uno no se puede hundir en el Ankh —añadió, pensativo—. Es un río duro, el Ankh.

—Guau.

—Eso no se le hace ni a un perro —insistió—. Metafóricamente hablando.

—Guau.

Gaspode miró cansadamente la cara de Laddie, animada, alerta e irrevocablemente estúpida.

—No entiendes ni una maldita palabra de lo que te estoy diciendo, ¿verdad?

—¡Guau! —respondió Laddie, suplicante.

—Tienes suerte —suspiró el perro.

En aquel momento, se oyó una conmoción al otro lado del callejón. Gaspode escuchó una voz:

—¡Ahí está! ¡Ven, Laddie! ¡Ven, chico! Las palabras rezumaban alivio.

—Es el Hombre —gruñó Gaspode—. No estás obligado a acudir.

—¡Buen chico Laddie! ¡Buen chico Laddie! —ladró Laddie al tiempo que echaba a andar obediente, aunque un tanto inseguro.

—¡Te hemos buscado por todas partes! —murmuró uno de los entrenadores, alzando un palo.

—¡Ni se te ocurra pegarle! —le gritó el otro—. ¡Lo echarás todo a perder!

Escudriñó el callejón con la mirada, y se encontró con la mirada de Gaspode desde el otro extremo.

—Es ese saco de pulgas que está siempre rondando por ahí —dijo—. Me pone la carne de gallina.

—Tírale algo —sugirió el otro hombre.

El segundo entrenador se inclinó y recogió una piedra. Cuando volvió a incorporarse, el callejón estaba desierto. Borracho o sobrio, Gaspode tenía unos reflejos perfectos en determinadas circunstancias.

—¿Lo ves? —dijo el entrenador, mirando hacia las sombras—. Es casi como si nos leyera la mente.

—No es más que un chucho —replicó su compañero—. No te preocupes por él. Venga, ponle la correa a éste y volvamos antes de que el señor Escurridizo se dé cuenta de que se nos había perdido.

Laddie los siguió obedientemente de vuelta a los estudios Siglo del Murciélago Frugívoro, y permitió que lo encadenaran a su caseta de madera. Lo más probable era que no le gustara la idea, pero era difícil saberlo a ciencia cierta en el entramado de deberes, obligaciones y tenues sombras emocionales que constituían su «mente», a falta de una palabra mejor con que denominarla.

Dio un par de tirones de la cadena a modo de prueba, y luego se tendió en el suelo, a la espera de futuros acontecimientos.

Tras un buen rato, una voz ronca, baja, lo llamó desde el otro lado de la valla.

—Te podría enviar un hueso con una lima dentro, pero seguro que te la comerías —dijo. Laddie alzó la vista.

—¿Buen chico Laddie! ¡Buen chico Laddie!

—¡Shhh! ¡Calla! Como mínimo tendrían que haberte permitido hablar con un abogado —siguió Gaspode—. Encadenar a alguien es una violación de los derechos humanos.

—¡Guau!

—Además, ya se lo he hecho pagar. He seguido a ese tipo asqueroso hasta su casa y he meado por toda la puerta de entrada.

—¡Guau!

Gaspode suspiró y se alejó tambaleándose. A veces, en lo más profundo de su corazón, se preguntaba si al fin y al cabo no sería bonito «pertenecer» a alguien. No sólo ser propiedad de alguien, ni que te encadenaran, sino «pertenecer», de manera que te alegraras de ver a tu amo, le llevaras las zapatillas con los dientes y te quedaras tendido sobre su tumba cuando muriera.

En realidad a Laddie le gustaba esa vida, si en su caso se podía utilizar la palabra «gustar». Era más bien un sentimiento aferrado a los huesos. Gaspode se preguntó sombríamente si aquélla era la esencia del perro, y dejó escapar un gruñido que le salió de lo más profundo de la garganta. Por lo que a él respectaba, no lo era ni lo sería nunca. Porque la esencia de ser perro no tiene nada que ver con zapatillas, ni con paseos, ni con quedarte tirado en la tumba de la gente. Gaspode estaba seguro. La esencia de ser perro consistía en ser duro, en ser independiente, en ser desagradable.

Sí, claro.

Gaspode tenía entendido que todos los animales caninos podían cruzarse, incluso con los lobos originales, de manera que, en lo más profundo de su ser, cada perro era un lobo. Se podía sacar un perro de un lobo, pero no se podía sacar al lobo del perro. Cuando las garrapatas atacaban con fuerza, cuando las pulgas se ponían especialmente molestas y agresivas, esa idea resultaba reconfortante.

Suspiró y se preguntó qué se sentiría al copular con una loba, y qué pasaría al acabar.

Bueno, eso tampoco tenía mucha importancia. Lo verdaderamente importante era que los auténticos perros no iban por ahí encantados de la vida sólo porque un humano tenía a bien decirles algo.

Sí, claro.

Lanzó un gruñido a un montón de basura, y la retó a que le respondiera.

Parte del montón se movió, y asomó para mirarlo una cara felina que llevaba el cadáver de un pez en la boca. Estaba a punto de dedicarle un ladrido desganado, sólo por tradición, cuando el gato escupió el pescado y le habló.

—Hola, Gaspode. Gaspode se relajó.

—Ah. Hola, gato. No pretendía ofenderte. No sabía que eras tú.

—Ziempre he deteztado el pezcado —dijo el felino—. Pero al menoz no habla.

Se removió otra zona del montón de basura, y apareció Botitas, el ratón.

—¿Qué hacéis vosotros dos aquí abajo? —se interesó Gaspode—. Pensé que os sentíais más seguros en la colina.

—Ya no —replicó el gato—. Aquello ze eztá poniendo muy zobrenatural.

El perro frunció el ceño.

—Eres un gato —señaló con tono desaprobador—. Se supone que te gusta todo lo sobrenatural.

—Zí, pero ezo no incluye tener chizpaz doradaz en el pelo todo el rato, ni que el zuelo tiemble conztantemente. Ni a oír vocez eztrañaz que parecen zonar dentro de tu cabeza —replicó el gato—. Aquello ze eztá poniente demaziado zobrenatural.

—Así que todos hemos decidido bajar —añadió Bolitas—. Tambor y el pato están escondidos fuera de la ciudad, detrás de las dunas…

Otro gato saltó de la valla junto a ellos. Era grande y atigrado, y Holy Wood no lo había bendecido con la inteligencia. Se quedó mirando el espectáculo que ofrecía un ratón tranquilo al lado de un felino.

Bolitas le dio un codazo al gato en la zarpa.

—Líbrate de ése —pidió.

El gato clavó la vista en el recién llegado.

—Ábrete —dijo—. Venga, que te largues, que te des el piro. Dioses, esto es humillante.

—No sólo para ti —replicó Gaspode, cuando el segundo gato se alejó sacudiendo la cabeza—. Si algunos de los perros de esta ciudad me vieran charlando con un gato, perdería toda la credibilidad en las calles.

—Hemos estado pensando —empezó el gato, sin dejar de lanzar algunas miradas nerviosas a Botitas—, que a lo mejor deberíamos rendirnos de una vez y ver si es posible… si es posible…

—Lo que el gato intenta decir, es que a lo mejor hay un lugar para nosotros en las imágenes en acción —intervino Botitas—. ¿A ti qué te parece?

—¿Como pareja de actores? —quiso saber Gaspode. Los dos asintieron.

—Imposible, de todo punto imposible —bufó el perro—. ¿Quién va a pagar una entrada por ver a gatos y ratones persiguiéndose? Los perros no les interesan más que si hacen la pelota constantemente a los humanos, así que desde luego no querrán ver a un gato cazando a un ratón. Podéis creer lo que os digo. Yo entiendo de imágenes en acción.

—En ese caso, ya va siendo hora de que los humanos aclaren este embrollo, para que podamos volver a casa —le espetó el ratón—. Ese muchacho no está haciendo nada.

—Es un inútil —corroboró el gato.

—Está enamorado —lo defendió Gaspode—. Es una situación complicada.

—Sí, lo comprendo, yo también he pasado por eso —asintió el gato, compasivo—. La gente no deja de tirarte botas viejas. Es horrible.

—¿Botas viejas? —se sorprendió el ratón.

—Eso es lo que me ha pasado a mí siempre que he estado enamorado —asintió el felino.

—En el caso de los humanos, es diferente —dijo Gaspode, algo inseguro—. No te tiran tantas botas ni cubos de agua. Es más cuestión de… no sé, de flores, de discusiones y cosas por el estilo.

Los animales se miraron, malhumorados.

—Los he estado observando —dijo Botitas—. La chica opina que tu amigo es un imbécil.

—Es parte de su juego —le explicó Gaspode—. A eso lo llaman «romance».

El gato se encogió de hombros.

—Yo prefiero mil veces una bota. Al menos con una bota sabes a qué atenerte.

El brillante espíritu de Holy Wood seguía entrando en el mundo, pero ya no era un reguerillo, sino una inundación. Burbujeaba en las venas de la gente, incluso en las de los animales. Cuando los operadores daban vueltas a las manivelas, allí estaba. Cuando los carpinteros martilleaban los clavos, estaban martilleando por Holy Wood. Holy Wood estaba en el estofado que se servía en el local de Borgle, y en la arena, y en el aire. Estaba creciendo.

Iba a florecer…

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, o Y.V.A.L.R., como prefería que lo llamaran ahora, se incorporó en su cama y contempló fijamente la oscuridad.

En su mente, ardía una ciudad.

Rebuscó apresuradamente las cerillas junto a la cabecera de la cama, consiguió encender la vela y, al final, dio con una pluma.

En cambio, no localizó ni un trozo de papel. Había dado instrucciones muy concretas de que hubiera siempre papel junto a su cama, por si se despertaba con una idea en la cabeza. En esos momentos es cuando uno tiene las mejores ideas, cuando está durmiendo.

Al menos tenía pluma y tintero…

Las imágenes pasaban ante sus ojos. O las atrapaba ahora, o se le escaparían para siempre…

Esgrimió la pluma y empezó a garabatear sobre las sábanas.

¡La Pasión de un Hombre y Una Mujer en una Ciudad Desgarrada por la Guerra Civil!

La pluma avanzaba a trompicones, dejando manchas sobre el tosco tejido.

¡Sí! ¡Sí! ¡Eso era!

Él les había enseñado lo que era bueno, se olvidarían de sus estúpidas pirámides de yeso y de sus locales baratos. ¡Todo el mundo querría ver ésta! ¡Ésta marcaría los estándares! Cuando se escribiera la historia de Holy Wood, ésta sería la que señalarían, de ella dirían, ¡Fue la Película que acabó con todas las Películas!

¡Trolls! ¡Batallas! ¡Romance! ¡Hombres con finos bigotes! ¡Mercenarios! Y una mujer luchando por conservar el… Escurridizo titubeó… bueno, algo que ama más que a nada en el mundo, pero eso ya lo pensaremos más adelante. ¡En un Mundo Enloquecido!

La pluma manchaba, desgarraba, avanzaba precipitadamente por la sábana.

¡Hermano contra hermano! ¡Mujeres con vestidos de crinolina dando bofetones a la gente! ¡La caída de una poderosa dinastía!

¡Una gran ciudad en llamas! No de pasión, anotó al margen, sino de las de verdad.

Quizá incluso con…

Se mordió el labio.

Sí. ¡Aquello era lo que había estado esperando! ¡Sí!

¡Con más de mil elefantes!

(Más tarde, Soll Escurridizo dijo:

—Mira, tío, la guerra civil de Ankh-Morpork… es una idea estupenda. Por ahí no hay problema. Es un famoso acontecimiento histórico, no hay problema. Lo que pasa es que ninguno de los historiadores mencionó que hubiera elefantes.

—Fue una guerra muy grande —replicó Escurridizo a la defensiva—. Se les pudo escapar alguna cosa.

—Dudo que nadie pueda dejar de advertir que hay un millar de elefantes.

—¿Quién dirige este estudio?

—Es que…

—Escúchame bien —zanjó Escurridizo—. A lo mejor en esa guerra no hubo un millar de elefantes, pero nosotros vamos a tener un millar de elefantes, porque con un millar de elefantes quedará más realista, ¿entendido?

La sábana fue llenándose poco a poco con la caligrafía nerviosa de Escurridizo. Llegó al final de la tela y siguió con la madera de la cama.

Por los dioses, ¡aquello era un material de primera! Nada de tontas batallitas en aquella película. ¡Iba a necesitar a todos los operadores de Holy Wood!

Volvió a sentarse, agotado y feliz.

Ahora ya la podía ver. Podía darla por hecha.

Sólo necesitaba un buen título. Algo sonoro. Algo que la gente recordara para siempre. Algo… (se rascó la barbilla con la pluma), algo que sugiriese que los problemas de la gente normal no eran más que polvo en las grandes tormentas de la historia. Tormentas, por ahí, bien. Una tormenta sugería una buena imagen. Había truenos. Rayos. Lluvia. Viento. Tempestades.

¡Tempestades! ¡Eso era!

Avanzó hasta la parte de arriba de la sábana y, con gran cuidado, escribió:

LO QUE LA TEMPESTAD SE LLEVÓ.

Víctor daba vueltas y más vueltas en la estrecha cama, tratando inútilmente de conciliar el sueño. Por su mente medio adormecida corrían las imágenes. Había carreras de cuadrigas, y barcos piratas, y cosas que no conseguía identificar… y, en medio de todo, aquella cosa trepando por una torre. Era algo enorme y terrible, que sonreía desafiante al mundo. Y alguien gritaba…

Se incorporó, empapado en sudor.

Tras unos pocos minutos, bajó las piernas de la cama y se dirigió hacia la ventana.

Por encima de las luces de la ciudad, la Colina de Holy Wood se perfilaba con las primeras luces del amanecer. Iba a ser otro hermoso día.

Los sueños de Holy Wood recorrieron las calles en grandes oleadas doradas, invisibles.

Y Algo vino con ellas.

Algo que nunca, jamás soñaba. Algo que nunca, jamás dormía.

Ginger salió de la cama, y también miró en dirección a la colina, aunque era más que dudoso que la viera. Moviéndose como una persona sin vista por una habitación conocida, avanzó hacia la puerta, bajó por las escaleras y salió a la calle con los últimos rastros de la noche.

Un pequeño perro, un gato y un ratón la observaban desde las sombras cuando avanzó en silencio por el callejón y se encaminó hacia la colina.

—¿Le habéis visto los ojos? —susurró Gaspode.

—Le brillaban —asintió el gato—. ¡Puaj!

—Va a la colina —insistió el perro—. Esto no me gusta nada.

—¿Y qué más da? —replicó Bolitas, encogiéndose de hombros—. Se pasa la vida en la colina. Sube allí todas las noches, mirando a las musarañas y haciendo cosas raras.

—¿Qué?

—Todas las noches. Nosotros pensábamos que era por eso que dijiste del romance.

—Pero, ¿es que no lo veis? Esa manera de moverse… aquí falla algo —insistió Gaspode a la desesperada—. Eso no es caminar, es tambalearse. Como si la guiara una especie de voz interior, o algo así.

—A mí no me mires —se defendió Bolitas—. Para mí, caminar sobre dos patas es tambalearse.

—¡No hace falta más que verle la cara para notar que algo va mal!

—Claro que algo va mal. Es humana —asintió el ratón.

Gaspode valoró las posibles alternativas. No había demasiadas. La más evidente era ir a buscar a. Víctor para que hiciera algo. Pero la rechazó. Para su gusto, se parecía demasiado a lo de dar saltitos y ladrar, el tipo de cosa que haría Laddie. Daba a entender que lo mejor que podía hacer un perro enfrentado a un enigma era buscar a cualquier humano para que lo resolviera.

Se dirigió rápidamente hacia Ginger y agarró firmemente entre los dientes el borde del camisón de la sonámbula. La joven siguió caminando, arrastrando tras ella al perro. El gato se echó a reír con una buena carga de sarcasmo, que molestó mucho a Gaspode.

—Ya es hora de despertarse, guapa —gruñó, soltando el camisón. Ginger siguió caminando.

—¿Lo ves? —señaló el gato, despectivo—. Les das unos pulgares oponibles y se creen especiales.

—Yo voy a seguirla —decidió Gaspode—. Es de noche, puede hacerse daño.

—Así son los perros —dijo el gato a Botitas en tono burlón—. Siempre van por ahí haciendo fiestas a la gente. La próxima vez que lo veamos tendrá una cadena con un collar de diamantes y un cuenco para la comida con su nombre, le lo digo yo.

—Si lo que quieres es llevarte un buen mordisco, estás siguiendo el camino adecuado, garito —ladró Gaspode, mostrando de nuevo sus dientes llenos de caries.

—No tengo por qué tolerar que se me hable en ese tono —bufó el galo, al tiempo que alzaba orgullosamente la nariz—. Venga, Botitas, vamos a buscar algún estercolero donde no haya tanta basura.

Gaspode se quedó mirando los cuartos traseros que se alejaban.

—¡Cobardes! —les gritó.

Echó a andar rápidamente hacia Ginger, detestándose a sí mismo por hacerlo. Si fuera un lobo, cosa que técnicamente soy, pensó, no utilizaría los colmillos para agarrarle el camisón. Cualquier chica que caminara sola de noche correría peligro de muerte. Podría atacarla, podría atacarla en el momento que quisiera, lo que pasa es que he decidido no hacerlo. Pero lo que desde luego tampoco voy a nacer es ir por ahí cuidándola. Ya sé que Victor me dijo que la cuidara, pero que me aspen si tengo intención de hacer lo que me diga un humano. Aún no ha nacido el humano que me dé órdenes a mí. Le arrancaría la garganta de un bocado, eso es lo que haría. Ja.

Si a esta imbécil le pasara algo, Victor se pasaría días y días lloriqueando, y seguro que se olvidaría de darme de comer. No es que un perro como yo necesite que ningún humano le dé de comer, podría saltar sobre el lomo de un reno y morderle la yugular, pero reconozcámoslo, es mucho más cómodo que te lo pongan en el plato.

Ginger caminaba bastante deprisa. Gaspode iba con la lengua fuera para tratar de mantener su paso. Le empezaba a doler la cabeza.

Se arriesgó a lanzar unas cuantas miradas a ambos lados, para ver si había algún otro perro observándolo. Si lo hubiera, pensó, tendría que fingir que la estaba persiguiendo. Al fin y al cabo, la estaba persiguiendo, en el sentido más amplio de la palabra. Claro. Lo malo era que ni en sus mejores momentos había sido un perro atlético, y le estaba costando lo suyo no perderla de vista. La chica podría tener la decencia de ir un poco más despacio.

Ginger empezó a ascender por la ladera de la colina.

Gaspode consideró la posibilidad de ladrar. Luego, si alguien le mencionaba el detalle, siempre podía decir que lo había hecho para asustarla. El problema era que no le quedaba aliento suficiente ni para un gruñidito amenazador.

Ginger llegó a la cima de un promontorio y descendió hacia la pequeña hondonada entre los árboles.

Gaspode trotó como pudo en pos de ella, recuperó la compostura, abrió la boca para lanzar un ladrido de advertencia, y estuvo a punto de tragarse la lengua.

La puerta se había abierto varios centímetros. Ante los ojos atónitos de Gaspode, un poco más de arena se desprendió y cayó al montón.

Y ahora alcanzaba a oír voces. No parecían pronunciar palabras, sino los esqueletos de palabras, una maldad sin disfraces ni disimulos. Los sonidos zumbaban en torno a su cabeza alargada como mosquitos mendicantes, suplicando, lisonjeando y…

… era el perro más famoso del mundo. Se deshicieron los nudos de su pelaje, de las zonas peladas brotó un vello rizado y brillante que se extendió por todo el cuerpo, repentinamente esbelto, y le llegó hasta un morro de dientes ahora blancos y sanos. Ante él aparecieron platos de comida, que no era la mezcolanza de misteriosos órganos multicolores a la que estaba acostumbrado, sino carne roja, oscura. En el cuenco que llevaba su nombre había agua limpia, no, cerveza de la buena. Los tentadores aromas que le traía el viento le sugerían que buen número de perritos estarían encantadas de trabar amistad con él en cuanto acabara de comer y beber. Miles de personas lo consideraban maravilloso. Tenía un collar con su nombre escrito y…

No, eso si que no. De collares, nada. Si tragaba con lo del collar, lo siguiente sería verse tratado como un muñequito de peluche.

La imagen se derrumbó en un caos confuso, y fue sustituida por…

… la manada corría entre los árboles oscuros, cubiertos de nieve, con las bocas rojas entreabiertas y las largas patas golpeando el terreno. Los humanos que intentaban escapar no tenían ni una posibilidad; uno fue derribado cuando un miembro de la manada saltó sobre él desde una rama, y se quedó tendido en el suelo mientras Gaspode y los lobos se precipitaban sobre él…

No, eso tampoco sería correcto, pensó con amargura. Uno nunca llegaba a comerse a los humanos. Los dioses sabían que a veces le tocaban las narices, pero no podías llegar a comértelos.

La caótica confusión de instintos amenazaba con cortocircuitar su esquizofrénica mente canina.

Las voces se rindieron y dejaron de asediarlo. Asqueadas, concentraron su atención en Ginger, quien, metódicamente, trataba de apartar más arena.

Una de las pulgas de Gaspode lo picó con todas sus fuerzas. Seguramente soñaba con que era la pulga más grande del mundo. Gaspode alzó la pata automáticamente para rascarse, y el hechizo se desvaneció. El perro parpadeó.

—Mierda —gimió.

¡Aquello era lo que les estaba sucediendo a los humanos! No pudo evitar preguntarse con qué estarían haciendo soñar a Ginger.

A Gaspode se le pusieron de punta los pelos del lomo.

Para aquello no hacía falta tener ningún misterioso instinto animal. Los instintos vulgares y corrientes de cada día bastaban y sobraban para dejarlo horrorizado. Al otro lado de aquella puerta había algo espantoso.

Y Ginger trataba de dejarlo salir.

Tenía que despertarla.

Abandonó la idea de espabilarla de un mordisco. Sus dientes ya no eran los de antes. También tenía serias dudas sobre si ladrar serviría de algo. Así que sólo quedaba una posible solución…

La arena se removía de una manera extraña bajo sus patas. Quizá soñaba con que se convertía en rocas. Los arbolitos retorcidos de la hondonada estaban inmersos en sus fantasías de secuoyas. Hasta el aire mismo se enroscaba en torno a la cabeza alargada de Gaspode de una forma diferente, aunque nadie tiene idea sobre cuáles pueden ser los sueños del viento.

Gaspode trotó hacia Ginger y le arrimó el morro a la pierna.

En el universo se conocen muchísimas maneras espantosas de despertar, como por ejemplo los gritos de una multitud derribando la puerta de entrada, el aullido de las alarmas contra incendios, o la comprensión repentina de que es lunes por la mañana, momento que la noche del viernes quedaba cálidamente lejano. El morro húmedo de un perro no es, en el sentido más estricto, la peor de ellas, pero tiene su propia cualidad espantosa que los expertos en horrores y los propietarios de perros a lo largo de la historia han llegado a conocer y a temer. Es como que te froten cariñosamente con un trocito de hígado medio descongelado.

Ginger parpadeó. El brillo se esfumó de sus ojos. Bajó la vista, y la expresión de horror de su rostro se transformó en otra de puro asombro. Luego, al ver a Gaspode apoyado contra ella, volvió a transformarse en una de horror, pero mucho más cotidiano.

—Hola —dijo Gaspode, tratando de congraciarse.

La muchacha dio un paso atrás al tiempo que alzaba las manos en gesto protector. La arena se escurrió de entre sus dedos. La contempló unos instantes, asombrada, y luego volvió a mirar al perro.

—¡Dioses, es espantoso! —gimió—. ¿Qué me está pasando? ¿Por qué estoy aquí? —Se llevó las manos a la boca—. Oh, no —susurró—. ¡Otra vez, no!

Se lo quedó mirando unos instantes, y luego se volvió de nuevo hacia la puerta. Dejó escapar una exclamación. Se dio media vuelta, se recogió el borde del camisón, y echó a correr entre las nieblas de la madrugada.

Gaspode la siguió a toda prisa, consciente de la furia que palpitaba en el aire, tratando desesperadamente de poner todo el espacio posible entre él y la puerta.

Ahí dentro hay algo espantoso, pensó. Seguramente, cosas con tentáculos que te arrancan la cara a pedacitos. O sea, cuando uno encuentra puertas misteriosas en la ladera de una colina, lo más lógico es suponer que a lo que haya dentro no le va a hacer gracia verte. Serán sin duda malvadas criaturas que el hombre no debe ver jamás, y que el perro desde luego tampoco debe ver jamás. ¿Por qué Ginger no habrá…?

Gruñó, camino de la ciudad.

A su espalda, la puerta se movió, se abrió otra fracción de milímetro.

Holy Wood había despertado mucho antes que Victor, y el retumbar de los martillazos en el Siglo del Murciélago Frugívoro resonaba en el ambiente. Ante el arco que formaba la entrada aguardaban su turno varios carromatos cargados de madera. El joven se vio arrastrado y zarandeado por una marea de albañiles y carpinteros. Dentro del recinto, multitud de trabajadores se ajetreaban en torno a las discutidoras figuras de Y.V.A.L.R. Escurridizo y Silverfish.

Victor llegó junto a ellos en el momento en que Silverfish se atragantaba con las palabras.

—¿Toda la ciudad? —estaba tartamudeando.

—Bueno, no hace falta que sea toda —replicó Escurridizo—. Podemos olvidarnos de los barrios periféricos. Lo que quiero es todo el centro. El palacio, la universidad, los gremios… todos los edificios que la convierten en una ciudad-ciudad, ¿entiendes? ¡Tiene que ser perfecta!

Tenía el rostro enrojecido. Detrás de él se alzaba la figura imponente de Detritus, el troll, que sostenía pacientemente por encima de su cabeza algo que parecía una cama. La llevaba como un camarero la bandeja. Escurridizo tenía las sábanas en una mano. Entonces Victor se dio cuenta de que toda la cama, no sólo las sábanas, estaba cubierta de apretada caligrafía.

—Pero el precio será… —protestó Silverfish.

—Ya encontraremos alguna manera de conseguir el dinero —replicó Escurridizo con tranquilidad.

Silverfish no habría parecido más espantado si Escurridizo se hubiera presentado ante él vestido de bailarina. Trató de recuperar la compostura.

—Bueno, Ruina, si estás decidido…

—¡Estoy decidido!

—… supongo que, si lo calculamos bien todo, podríamos amortizarlo con otras películas, quizá incluso alquilarlo a otros estudios…

—Pero ¿qué estás diciendo? —le recriminó Escurridizo—. ¡Lo vamos a construir para Lo que la Tempestad se Llevó.

—Sí, sí, claro —intentó tranquilizarlo Silverfish—. Y luego, después, podremos…

—¿Después? ¡No habrá un después! ¿Es que no has leído el guión? ¡Detritus, enséñale el guión!

Detritus, obediente, dejó caer la cama entre los dos hombres.

—Esto es tu cama, Ruina —señaló el ex alquimista con paciencia.

—Guión, cama… ¿qué más da? Mira… aquí… justo encima de la cabecera…

Hubo una pausa mientras Silverfish se esforzaba por leer. Fue una pausa bastante larga. Silverfish no estaba acostumbrado a leer cosas que no vinieran en columnas y con totales abajo.

—¿Le vas a… prender… fuego? —preguntó al final.

—Es la historia. Y no se puede discutir con la historia —replicó Escurridizo afectadamente—. La ciudad se quemó durante la guerra civil, todo el mundo lo sabe.

Silverfish se irguió en toda su estatura.

—Puede que la ciudad se quemara —dijo tensamente—, ¡pero yo no tenía que buscar el presupuesto! ¡Esto es una extravagancia intolerable!

—Conseguiré el dinero —se limitó a decir Escurridizo, inmutable.

—En una sola palabra… ¡imposible!

—Eso son dos palabras.

—No tengo la menor intención de trabajar en algo así —siguió Silverfish, haciendo caso omiso de la interrupción—. He tratado de comprenderte, de verlo desde tu perspectiva, ¿no? Pero has cogido las imágenes en acción y las estás intentando transformar en… en… ¡en sueños! ¡Y yo no pretendía que las cosas se hicieran así! ¡No cuentes conmigo!

—De acuerdo.

Escurridizo alzó la vista hacia el troll.

—El señor Silverfish se marchaba ya —dijo. Detritus asintió, y entonces, lentamente, con firmeza, levantó a Silverfish por el cuello de la camisa. El ex alquimista se puso blanco.

—¡No te puedes librar de mí de esta manera! —exclamó.

—¿Quieres apostarte algo?

—¡No habrá ni un solo alquimista de Holy Wood que quiera trabajar para ti! ¡Y nos llevaremos también a los operadores! ¡Estarás acabado!

—¡Escúchame bien! ¡Cuando la gente vea esta película, todo Holy Wood vendrá a pedirme trabajo! ¡Detritus, echa de aquí a este imbécil!

—Dicho y hecho, señor Escurridizo —gruñó el troll, zarandeando a Silverfish.

—¡Esto no se acaba aquí, maldito… maldito megalómano traidor! Escurridizo se quitó el puro de la boca.

—Para ti, señor megalómano —indicó.

Volvió a ponerse el cigarro entre los labios e hizo una señal al troll. Detritus, con suavidad pero con firmeza, agarró a Silverfish también por una pierna.

—Es mi trabajo, señor Silverfish —le explicó con calma, al tiempo que lo llevaba hacia la puerta—. Soy el Vicepresidente al Cargo de Echar Fuera a la Gente que Molesta al Señor Escurridizo.

—¡En ese caso, vas a necesitar un ayudante! —aulló el ex alquimista.

—Tengo un sobrino que anda buscando trabajo —replicó el troll—. Buenos días.

—Bien, bien, bien —dijo Escurridizo, al tiempo que se frotaba las manos—. ¡Soll!

Soll apareció desde detrás de una mesa trestle de caballetes llena de planos enrollados, y se sacó un lápiz de la boca.

—¿Sí, tío?

—¿Cuánto tiempo se tardará?

—Unos cuatro días, tío.

—Eso es demasiado. Contrata a más gente, pero lo quiero para mañana, ¿comprendido?

—Pero, tío…

—¡Si no, estás despedido! —exclamó Escurridizo. Soll pareció algo asustado.

—Soy tu sobrino, tío —protestó—. No se puede despedir a un sobrino.

Escurridizo miró a su alrededor, y pareció advertir por primera vez la presencia de Victor.

—Ah, Victor —lo saludó—. A ti se te da bien la palabrería. ¿Se puede despedir a un sobrino?

—Eh… no, creo que no. Me parece que hay que repudiarlo, o algo por el estilo —respondió el muchacho con timidez—. Pero…

—¡Exacto! ¡Exacto! Ya sabía yo que había una palabra así —aplaudió Escurridizo—. Repudiar. ¿Has oído eso, Soll? ¡Repudiar!

—Sí, tío —asintió el desanimado muchacho—. Voy a buscar más carpinteros, ¿eh?

—Bien pensado.

Soll lanzó a Victor una mirada de asombrado horror mientras se alejaba. Escurridizo empezó a arengar a un grupo de operadores. Las instrucciones brotaban de su boca como agua de una fuente.

—Deduzco que hoy no habrá viaje a Ankh-Morpork —dijo una voz junto a la rodilla de Victor.

—Desde luego, esta mañana está muy… muy ambicioso —asintió el joven—. No parece él mismo. Gaspode se rascó una oreja.

—Tenía que decirte algo, ahora no caigo… ¡ah, sí, ya me acuerdo! Sí, sí, es sobre tu chica. Tu chica es el agente de unos poderes diabólicos. Aquella noche que la vimos en la colina, seguramente iba a entrar en comunión con el mal. ¿Qué te parece eso?

Sonrió. Estaba bastante orgulloso de su habilidad para plantear el tema.

—Muy interesante, muy interesante —asintió Victor, distraído.

Desde luego, Escurridizo estaba más extraño que de costumbre. Incluso más extraño que de costumbre según los estándares de Holy Wood.

—Sí —replicó Gaspode, algo molesto por la acogida de sus informaciones—. No me extrañaría que se pasara las noche tramando maldades con las oscuras inteligencias mágicas que habitan al Otro Lado.

—Bien —dijo Victor.

En Holy Wood, normalmente, no se quemaba nada. Se guardaba todo y se reaprovechaba pintándolo por el otro lado. Muy a su pesar, comenzaba a interesarle aquello.

—… un reparto de miles de personas —estaba diciendo Escurridizo—. No me importa de dónde las saquéis, si hace falta contratad a todo el que esté en Holy Wood, ¿comprendido? Y también quiero…

—Si quieres saber mi opinión, seguro que colabora con ellas en sus maléficos intentos de dominar el mundo —insistió Gaspode.

—¿De veras?

Escurridizo se había vuelto para hablar con un par de aprendices de alquimista. ¿Qué estaba diciendo? ¿Una película de veinte rollos? ¡Pero si nadie había soñado jamás con pasar de los cinco!

—Sí, quiere despertarlas de su sueño milenario para sembrar el caos en este universo, y esas cosas —insistió Gaspode—. Seguro que cuenta con la colaboración de los gatos, te lo digo yo…

—Oye, ¿quieres hacer el favor de callarte un rato? —lo interrumpió Victor, irritado—. ¡Estoy intentando enterarme de lo que dicen!

—¡Vaya, hombre, lo siento! ¡Yo sólo intentaba salvar el mundo! —gruñó Gaspode—. ¡Luego, si unas criaturas espectrales procedentes del amanecer de los tiempos empiezan a meterse debajo de tu cama y no te dejan dormir, no me vengas a mí con quejas!

—¿De qué demonios hablas?

—Oh, de nada, de nada.

Escurridizo alzó la vista, vio el rostro atento de Victor, y lo llamó con un gesto.

—¡Ven, muchacho! ¡Ven aquí! ¡Tengo un papel para ti, el papel de tu vida!

—¿De verdad? —se interesó Victor mientras se abría paso entre la multitud.

—¡Eso es lo que he dicho!

—No sé, me pareció que lo preguntaba… —empezó Victor.

Pero lo pensó mejor y se rindió.

—¿Y dónde, si se puede saber, está la señorita Ginger? —lo interrogó Escurridizo—. ¿Vuelve a llegar tarde?

—… seguro que está durmiendo como un tronco… —gruñó una voz ofendida entre el mar de piernas—. Debe de ser agotador eso de entrar en contacto con lo desconocido…

—Soll, envía a alguien a buscarla.

—Sí, tío.

—… pero era de esperar, la gente a la que le gustan los gatos es así, no se puede confiar en ellos…

—¡Y que alguien transcriba la cama!

—Sí, tío.

—… pero, ¿me hacen caso? ¡Nooo! Me apuesto lo que sea a que si tuviera el pelaje brillante y me pasara el día dando saltitos y ladrando me harían más caso…

Escurridizo abrió la boca para decir algo, pero en vez de eso frunció el ceño y alzó una mano.

—¿De dónde vienen esos murmullos? —quiso saber.

—… seguramente he salvado al mundo entero, y mira como me lo pagan, me tendrían que levantar una estatua, pero no, qué va, eso no es para Gaspode, Gaspode no está a la altura de…

Los gimoteos cesaron. La multitud se apartó a un lado, dejando al descubierto a un perrito gris de patas torcidas, que alzó la vista impasible hacia Escurridizo.

—¿Guau? —dijo con inocencia.

Las cosas siempre sucedían deprisa en Holy Wood, pero los preparativos para Lo que la Tempestad se Llevó avanzaron como un huracán. Se interrumpió el rodaje de todas las demás producciones Murciélago Frugívoro. También tuvieron que detenerse la mayoría de las películas de la ciudad, porque Escurridizo estaba contratando a actores y cámaras por un salario que doblaba el que ofrecían los demás.

Y una especie de Ankh-Morpork empezó a alzarse entre las dunas. Soll no dejaba de quejarse. Según él habría sido más barato arriesgarse a las iras de los magos, llevar a hurtadillas una caja de imágenes a Ankh-Morpork y luego dar a alguien un puñado de dólares para que dejara caer una cerilla en el lugar adecuado.

Escurridizo no estaba de acuerdo.

—Aparte de otras muchas razones —afirmó—, no quedaría bien en la pantalla.

—¡Pero si sería el auténtico Ankh-Morpork, tío! —exclamó Soll—. Quedaría perfecto. ¿Por qué dices que no?

—Porque Ankh-Morpork no parece tan auténtico —replicó Escurridizo, pensativo.

—¡Pues no hay nada más auténtico! —saltó Soll, para quien los lazos de la sangre se estaban tensando y se acercaban al punto de ruptura—. ¡Está ahí! ¡Es la autenticidad personificada! ¡No se puede pedir más autenticidad!

Escurridizo se quitó el puro de la boca.

—Sí se puede —afirmó—. Ya lo verás.

Ginger apareció casi a la hora de almorzar. Estaba tan pálida que ni Escurridizo tuvo valor para gritar. La muchacha miraba sin cesar a Gaspode, que trataba de mantenerse fuera de su camino.

Además, Escurridizo estaba muy preocupado. Se encontraba en su despacho, explicando El Argumento.

En realidad era bastante sencillo, intervenían los elementos habituales de Chico Conoce Chica, Chica Conoce a Otro Chico, Chico Pierde Chica, pero en esta ocasión había una guerra civil de por medio.

Los orígenes de la Guerra Civil de Ankh-Morpork (8:32 pm, 3 de grunio del 432 10:54 am, 4 de grunio del 432) siempre han sido un tema de acalorado debate entre los historiadores. Existen dos teorías que dividen a los expertos: 1) El pueblo llano, tras soportar los impuestos excesivos de un rey más estúpido y antipático que los demás, decidió que aquello ya era demasiado, y que ya era hora de acabar con el trasnochado concepto de la monarquía y sustituirlo por lo que resultaron ser una serie de tiranos déspotas que los cargaban con idénticos impuestos, pero al menos no tenían la desfachatez de decir que los dioses les habían dado ese derecho, con lo cual todo el mundo se quedó mucho más satisfecho; o 2) uno de los participantes de una partida de Cebolla Tullida, en una taberna de la ciudad, fue acusado por otro de sacar más ases de los que hay en la baraja. Aparecieron cuchillos, luego alguien golpeó a alguien con un banco, después otro apuñaló a otro, empezaron a volar las flechas, un idiota se colgó del candelabro, un hacha de doble filo lanzada con descuido golpeó a un transeúnte, la Guardia entró en juego, y no se sabe quién prendió fuego a la taberna, y otro golpeó a un montón de gente con una mesa, y entonces todos se lo tomaron a mal y empezaron a pelearse.

En fin, el caso es que hubo una guerra civil, cosa que todas las civilizaciones maduras necesitan tener en su historia…[18]

—Tal y como yo lo veo —empezó a explicar Escurridizo—, tenemos a esta joven de alta cuna que vive completamente sola en una gran casa, eso es, y su chico se va a combatir a los rebeldes, ¿entendéis?, y entonces ella conoce a otro tipo, y hay química…

—¿Explotan? —se asombró Victor.

—Quiere decir que se enamoran —replicó Ginger con voz gélida.

—Eso es, más o menos —asintió Escurridizo—. Miradas que se encuentran a través de una habitación abarrotada de gente. Y ella está sola en el mundo, a excepción de los criados y de… sí, eso es, y de su perrito…

—¿Que será Laddie? —quiso saber la joven.

—Claro. Por supuesto, la chica va a hacer todo lo posible para salvar la mina de la familia, así que se dedica a coquetear con los dos, quiero decir con los dos hombres, no con el perro, y entonces a uno lo matan en la guerra, y el otro la manda a hacer gárgaras, pero no pasa nada porque ella tiene el corazón duro. —Se sentó en la silla—. ¿Qué os parece? —quiso saber.

Todos los que estaban sentados a su alrededor se miraron, intranquilos.

Hubo un silencio inquieto.

—Tiene muy buena pinta, tío —dijo Soll, que no quería más problemas aquel día.

—Supone un auténtico desafío desde el punto de vista técnico —aportó Gaffer.

Se oyó un auténtico coro de asentimientos procedentes de los aliviados miembros del grupo.

—Pues yo no sé… —dijo Victor lentamente.

Los ojos de todos se volvieron hacia él de la misma manera que los espectadores en el pozo de los leones observan al primer criminal condenado que traspasa la verja de hierro. Pero Victor no se dio por aludido.

—Es decir… ¿no hay nada más? La verdad es que no parece muy… muy complicado, para una película tan larga. Gente enamorándose mientras se desarrolla una guerra civil… no veo que se pueda sacar mucho de ahí.

Hubo otro silencio torturado. Un par de personas cercanas a Victor se apartaron rápidamente de él. Escurridizo lo miraba fijamente.

Victor podía oír una vocéenla casi inaudible, que procedía de debajo de su silla.

—… ah, pero claro, para Laddie siempre hay un papel… me gustaría saber por qué para él sí y para mí no, a ver, qué tiene que no tenga…

Escurridizo seguía mirando fijamente a Victor.

—Tienes razón —dijo al final—. Tienes razón. Victor tiene razón. ¿Por qué nadie más se había dado cuenta?

—Yo estaba pensando exactamente lo mismo, tío —se apresuró a declarar Soll—. Necesitamos darle un poco más de sustancia al argumento.

Escurridizo hizo un vago gesto con el cigarro.

—Ya pensaremos más cosas sobre la marcha, no hay problema en eso. Por ejemplo… por ejemplo, ¿qué tal una carrera de cuadrigas? Son muy emocionantes. A la gente le encantan las carreras de cuadrigas. ¿Qué le pasará al chico, se caerá, se soltarán las ruedas? Sí. Una carrera de cuadrigas.

—Eh… tío, he estado… he estado leyendo cosas sobre la Guerra Civil —empezó Soll con cautela—, y creo que en ningún momento se menciona…

—En ningún momento se menciona que no hubiera carreras de cuadrigas, ¿verdad? —lo atajó Escurridizo, con una voz suave que tenía el filo decidido de una amenaza.

Soll dio marcha atrás.

—Visto así, tío… tienes razón —suspiró.

—Y… —siguió el ex vendedor de salchichas, reflexionando—, también podríamos probar… ¿un gran tiburón, un tiburón gigante?

Hasta el propio Escurridizo se quedó asombrado ante semejante sugerencia.

Soll miró a Victor, esperanzado.

—Estoy casi seguro de que los tiburones no combatieron en la Guerra Civil —señaló el joven.

—¿Tú crees?

—La gente se habría dado cuenta —asintió Victor.

—Además, los elefantes los habrían aplastado —murmuró Soll.

—Es verdad —suspiró Escurridizo con tristeza—. No era más que una idea. La verdad es que no sé cómo se me ha podido ocurrir.

Se quedó mirando fijamente hacia la nada durante un rato, y al final sacudió bruscamente la cabeza.

Un tiburón, pensó Victor. Todos los pececitos dorados de tus pensamientos están nadando tan tranquilos, y de repente las aguas se agitan y llega del exterior ese gran tiburón blanco que es otro pensamiento. Como si alguien nos enviara sus ideas.

—No sabes comportarte —le reprochó Victor a Gaspode cuando se encontraron a solas—. Te he estado oyendo refunfuñar debajo de la silla todo el rato.

—Puede que yo no sepa comportarme, pero al menos no me dedico a babear detrás de una chica que va por ahí dejando entrar en este mundo a Temibles Criaturas de la Noche —replicó Gaspode.

—Claro que no —asintió Victor. Entonces, lo miró fijamente—. ¿Qué quieres decir?

—¡Hombre, por fin consigo que me escuches! Tu novia…

—No es mi novia.

—Tu futura novia —insistió Gaspode—, sale todas las noches a intentar abrir aquella puerta de la colina. Anoche lo estuvo haciendo otra vez, después de que tú te fueras. Yo la vi. Y yo se lo impedí —añadió en tono desafiante—. Aunque claro, no espero que nadie me lo agradezca, faltaría más. Detrás de esa puerta hay algo espantoso, y ella está intentando dejarlo salir. No me extraña que llegue tarde todas las mañanas, ni que esté tan cansada, si se pasa las noches excavando.

—¿Cómo sabes que es algo espantoso? —preguntó Victor con voz débil.

—Míralo de esta manera —replicó Gaspode—. Si «algo» está encerrado en una cueva, bajo una colina, detrás de unas puertas enormes, no es porque la gente quiera que salga por las noches a fregar los platos, ¿verdad? De todos modos —añadió, magnánimo—, no estoy sugiriendo que tu chica lo haga a sabiendas. Seguramente «ellos» tienen manera de controlar el cerebro de cualquier hembra frágil, débil y a la que le gusten los gatos, de moldearla y utilizarla para que haga su perversa voluntad.

—A veces dices muchas tonterías —bufó Victor. Pero no parecía muy convencido.

—Pues pregúntale a ella —señaló el perro, encogiéndose de hombros.

—¡Lo voy a hacer!

—¡Bien!

Pero ¿cómo lo voy a hacer?, iba pensando Victor a medida que caminaban bajo la luz del sol. Disculpe, señorita, pero mi perro ha dicho… no. Oye, perdona, Ginger, tengo entendido que por las noches sales a… no. Eh, Ging, ¿cómo es que mi perro te vio…? No.

Quizá la mejor solución fuera iniciar cualquier conversación y esperar a que se desviara de manera natural hacia el tema de las Monstruosidades que Habitan Más Allá del Vacío.

Pero aquello tendría que esperar, porque estaba teniendo lugar una pelea.

La causa era el tercer papel principal en Lo que la Tempestad se Llevó. Por supuesto, Victor encarnaría al héroe osado pero peligroso, y Ginger era la única opción presentable para la protagonista, pero el segundo papel masculino… el aburrido, pero honrado… estaba causando muchos problemas.

Victor nunca había visto a nadie dar una patada al suelo en un arranque de ira. Siempre había pensado que era algo que sucedía sólo en los libros. Pero, en aquel mismo momento, Ginger lo estaba haciendo.

—¡Porque yo parecería idiota! ¿Te parece poco motivo? —gritaba. Soll, que ya empezaba a sentirse como un pararrayos en un día tormentoso, agitaba la mano con gestos frenéticos.

—¡Pero él es ideal para el papel! —exclamaba—. Tiene que ser un personaje sólido…

—¿Sólido? ¡Pues claro que es sólido! ¡Faltaría más! ¡Está hecho de piedra! —gritó Ginger—. Vale, lleva una cota de mallas y un bigotito postizo, ¡pero no por eso deja de ser un troll!

Rock, que se alzaba como un monolito junto a ambos jóvenes, carraspeó estruendosamente.

—Disculpa, pero creo que tus motivos son elementalistas —recriminó a la chica.

Ahora le tocó a Ginger agitar las manos.

—No es verdad, me gustan los trolls —replicó—. Como trolls, claro. Pero no me podéis pedir en serio que represente una escena de amor con un… un… un… ¡con un trozo de acantilado!

—Oye, para un momento —la interrumpió Rock, con una voz más tensa que el brazo de un pitcher—. Estás sugiriendo que no pasa nada si los trolls aparecen machacando a la gente con garrotes, pero que no deben mostrarse en la pantalla con sus sentimientos más delicados, como los blandos de los humanos. ¿Es eso?

—No, no dice eso —intervino Soll a la desesperada—. Ginger no quería…

—Si me cortas, ¿acaso no sangro? —declamó Rock.

—No, no sangras —respondió Soll—, pero…

—Bueno, claro, pero sangraría. Si tuviera sangre, sangraría a montones.

—Y una cosa más —intervino un enano, dando un codazo en la rodilla al sobrino de Escurridizo—. En el guión dice que ella es la dueña de una mina llena de enanos alegres, que ríen y cantan sin parar, ¿no?

—Oh, sí —asintió Soll, dejando de lado por un momento el problema del troll—. ¿Qué pasa con eso?

—Pues que es un poco estereotipado, ¿no te parece? —señaló el enano—. O sea, siempre se dice lo mismo: enanos = mineros. No creo que se nos deba seguir encasillando como raza, las cosas tienen que empezar a cambiar.

—Pero es que la mayor parte de los enanos son mineros —señaló Soll, desesperado.

—Bueno, vale, es cierto, pero eso no significa que nos guste —intervino otro enano—. Y además, los mineros no se pasan la vida cantando.

—Eso es verdad —corroboró un tercer enano—. Son las normas de seguridad, ¿sabes? Si te pones a cantar, se te puede venir la mina encima.

—Otra cosa, no hay ni una sola mina en los alrededores de Ankh Morpork —dijo el que probablemente era el primer enano, aunque a Soll todos le parecían idénticos—. Eso lo saben hasta los niños. Es terreno cenagoso. Si nuestra gente nos ve excavando en busca de joyas cerca de Ankh-Morpork, seremos el hazmerreír de todo el mundo.

—Yo no soy un trozo de acantilado —murmuró Rock, que a veces tardaba cierto tiempo en digerir las frases—. Estoy algo agrietado, vale, pero de ahí a decir que soy un trozo de acantilado…

—La cuestión es —intervino uno de los enanos—, que no entendemos por qué todos los papeles interesantes son para los humanos, y a nosotros siempre nos toca hacer los papeles pequeños.

Soll dejó escapar la risita humorística de alguien arrinconado, que espera que un chiste aligere un poco el ambiente.

—Ah, eso es porque vosotros sois… —empezó.

—¿Sí? —dijeron todos los enanos al unísono.

—En… —tartamudeó Soll. Buscó desesperadamente un cambio de tema—. A ver si nos entendemos, todo el argumento, tal como yo lo veo, se basa en que Ginger hará cualquier cosa por mantener la mansión y la mina, sin…

—Espero que podamos hacerlo —señaló Gaffer—, porque la verdad es que tengo que limpiar la caja de los demonios dentro de una hora.

—Ah, ya entiendo —bufó Rock—. Y yo soy «cualquier cosa», ¿verdad?

—Las minas no se mantienen —señaló uno de los enanos—. Las minas te mantienen a ti. Se sacan tesoros de ellas, no se meten. Puede que te parezca un simple detalle, pero es básico para el negocio.

—Bueno, pues a lo mejor esta mina está gastada —se apresuró a decir Soll—. El caso es que Ginger…

—En ese caso, no habría por qué mantenerla —dijo otro de los enanos, con el tono pausado de quien se dispone a dar una larga explicación—. Las minas agotadas se abandonan, eso sí, poniendo los puntales precisos, y se excava otro pozo a lo largo de la veta principal…

—Siempre que lo permita la estructura del terreno y la consistencia de las rocas circundantes —corroboró otro de los enanos.

—Por supuesto, siempre que lo permita la estructura del terreno y la consistencia de las rocas circundantes, pero después de eso…

—Y de las posibilidades de encontrar veta.

—Claro, pero después…

—A menos que se trate de una mina de ópalos, en cuyo caso…

—Por supuesto, pero…

—No entiendo —insistió Rock—, por qué ha tenido que decir que soy un trozo…

—¡callaos! —gritó Soll—. ¡Callaos todos ahora mismo! ¡callaos! ¡El próximo que no se calle, no volverá a trabajar en esta ciudad! ¿Comprendido? ¿Me he explicado con claridad? Perfecto. —Carraspeó, y siguió hablando en un tono de voz más normal—. Muy bien. Ahora, quiero que a todo el mundo le quede bien claro que esto será una Impresionante Película Romántica sobre una mujer que lucha para salvar… —Consultó su portapapeles, y siguió hablando valientemente—. Que lucha por salvar todo aquello que ama en un Mundo Enloquecido, y no quiero ni una protesta más.

Un enano levantó la mano tímidamente.

—Perdón…

—¿Sí? —lo apremió Soll.

—¿Por qué todas las películas del señor Escurridizo se desarrollan en un mundo enloquecido? Soll entrecerró los ojos.

—Porque el señor Escurridizo —gruñó—, es un hombre muy observador.

Escurridizo había estado en lo cierto. La ciudad nueva era como la antigua, pero destilada. Los callejones estrechos eran aún más estrechos, y los edificios altos, más altos. Las gárgolas eran más amenazadoras, los tejados más puntiagudos. La imponente Torre del Arte, en la Universidad Invisible, era aquí todavía más alta, más imponente, más precaria, y eso que sólo medía la cuarta parte que la original; los edificios de la Universidad Invisible eran todavía más barrocos y con más contrafuertes; en el palacio del patricio había más columnas. Los carpinteros pululaban por doquier en torno a una construcción que, cuando estuviera terminada, haría que Ankh-Morpork pareciera una mala copia de sí misma, y eso a pesar de que los edificios de la ciudad original no estaban pintados sobre lonas tensadas entre bastidores de madera, al menos no la mayor parte, y su suciedad no había sido colocada con tanto cuidado. Los edificios de Ankh-Morpork se habían tenido que ensuciar por su cuenta.

Se parecía a Ankh-Morpork mucho, mucho más que Ankh-Morpork.

Antes de que Victor tuviera ocasión de entablar conversación con Ginger, ya se la habían llevado a las tiendas que servían de vestuarios. Luego comenzó el rodaje, y se hizo demasiado tarde.

El Siglo del Murciélago Frugívoro (y ahora en el cartel ponía también, con letras un poco más pequeñas, «Más estrellas que en el cielo»[19] creía firmemente que una película tenía que rodarse en menos de diez veces el tiempo que se tardaba en verla. Lo que la Tempestad se Llevó iba a ser diferente. Allí había batallas. Había escenas nocturnas, y los demonios tenían que pintar furiosamente a la luz de las antorchas. Los enanos trabajaban alegremente en una mina que hasta entonces nadie había visto: en sus paredes de escayola había pedazos de oro falsos del tamaño de pollos. Como Soll había exigido que todos movieran los labios al unísono para hacer ver que cantaban, entonaban una versión de tono subido del «Aibó aibó», que se había convertido en una tonadilla muy popular para toda la población enana de Holy Wood.

Existía una ligera posibilidad de que Soll supiera cómo encajaban todas las piezas. Victor, desde luego, no tenía la menor idea. Ya había tenido tiempo de descubrir que lo mejor era no intentar seguir el argumento de las películas en las que intervenía, y además, de todos modos, Soll no se estaba limitando a rodarla del final al principio, sino también de un lado al otro. Todo resultaba espantosamente confuso, igual que la vida real.

Cuando tuvo la oportunidad de hablar con Ginger, dos operadores y todos los intérpretes que no tenían nada que hacer en aquel momento los estaban mirando fijamente.

—De acuerdo, gente —dijo Soll—. Ésta es la escena que tiene lugar hacia el final, cuando Victor se encuentra con Ginger después de todo lo que han sufrido, y en el cartón pondrá que dice… a ver…

Examinó el gran cuadrángulo negro que le tendieron rápidamente.

—Sí, dice… «Francamente, querida, me importan mucho las… costillas de cerdo… que se sirven en… el local de Harga… con salsa especial… de curry…».

La voz de Soll fue apagándose hasta desaparecer. Cuando volvió a tomar aliento fue como una ballena al salir a la superficie.

—¿Quién ha escrito esto?

Uno de los dibujantes alzó una mano con cautela.

—El señor Escurridizo me lo dictó —aclaró a toda velocidad.

Soll repasó rápidamente el gran montón de cartones que representaban los diálogos de buena parte de la película. Sus labios se tensaron. Hizo una señal a uno de los hombres que llevaban portapapeles bajo el brazo.

—¿Te importa ir al despacho de mi tío y pedirle que venga, si tiene un momento?

El joven eligió un cartón de la pila y leyó «Oh, echo mucho de menos la antigua mina, pero cuando la nostalgia se apodera de mí siempre voy a Harga… la Casa… de las…». Ah. Ya entiendo.

Eligió otro al azar.

—Vaya, esto son las últimas palabras de un soldado monárquico.

«¡Qué no daría yo por poder acudir a la oferta especial de Harga… "come hasta que digas basta"… sólo por un dólar… madre!».

—A mí me parece conmovedor —señaló Escurridizo, detrás de él—. En esta escena, todo el mundo llorará a moco tendido.

—Tío… —empezó Soll. Escurridizo alzó las manos.

—Dije que conseguiría el dinero como fuera —explicó—. Y Sham Harga nos está ayudando mucho, incluso nos proporciona la comida para la escena de la barbacoa.

—¡Pero también dijiste que no te entrometerías en los asuntos del guión!

—Esto no es entrometerme —replicó Escurridizo, impasible—. No creo que se pueda considerar una intromisión, no señor. Sólo son unos pequeños retoques aquí y allá. Además, la oferta de Harga «Coma hasta que digas basta sólo por un dólar» es realmente excepcional hoy en día.

—¡Pero es que la película se desarrolla hace cientos de años! —gritó Soll.

—Bueeenooo —titubeó Escurridizo—, supongo que alguien puede decir algo así como, «Me pregunto si la comida en Harga, La Casa de las Costillas, será igual de buena dentro de cientos de años…».

—¡Eso no son imágenes en acción! ¡Eso es mercantilismo puro!

—Ojalá tengas razón —asintió Escurridizo—. Porque, si no, estaremos en un buen aprieto.

—Oye, mira… —empezó Soll, amenazador. Ginger se volvió hacia Victor.

—¿Podemos ir a alguna parte para hablar un momento? —pidió en voz baja—. Sin tu perro —añadió, ya en tono normal—. Sobre todo sin tu perro.

—¿Quieres hablar conmigo? —se extrañó Victor.

—No hemos tenido mucha ocasión, ¿verdad?

—Claro. Es cierto. Gaspode, quédate. Eso es, perrito bueno.

Victor consiguió un atisbo de satisfacción por la expresión de repugnancia que pasó brevemente por el rostro de Gaspode.

Tras ellos, la eterna discusión de Holy Wood había alcanzado su cúspide a velocidad de crucero, mientras Soll y Y.V.A.L.R. se alzaban nariz contra nariz, en medio de un círculo de personal interesado y divertido.

—¡No tengo por qué tolerar esto ni un minuto más! ¡Voy a dimitir!

—¡No puedes dimitir! ¡Eres mi sobrino! ¡No se puede dimitir del puesto de sobrino!

Ginger y Víctor se sentaron en los escalones de una mansión de lona y madera. Tenían una intimidad absoluta. Con el jaleo monstruoso que tenía lugar a pocos metros, nadie soñaría con perder el tiempo mirándolos.

—Eh… —empezó Ginger.

Se estaba retorciendo los dedos. Víctor se dio cuenta de que tenía las uñas rotas.

—Eh… —dijo de nuevo la chica.

Su rostro era el vivo retrato de la angustia, estaba terriblemente pálida bajo el maquillaje. No es bonita, se oyó pensar Víctor, pero cualquiera lo diría.

—Yo… eh… la verdad, no sé por dónde empezar —suspiró Ginger—. En fin… eh… ¿alguien se ha dado cuenta de que camino dormida?

—¿Hacia la colina? —señaló Victor. Ginger giró la cabeza como una serpiente.

—¿Lo sabes? ¿Cómo lo sabes? ¿Es que me has estado espiando? —le espetó.

Volvía a ser la Ginger de antes, todo fuego, veneno y con la agresividad de la paranoia.

—Laddie te encontró… dormida, ayer por la tarde —replicó el joven, al tiempo que se echaba hacia atrás.

—¿Durante el día?

—Sí.

La chica se llevó las manos a la boca.

—Es peor de lo que imaginaba —susurró—. ¡Todo va mal! ¿Te acuerdas de cuando me encontraste, en la cima de la colina? Poco antes de que Escurridizo nos localizara, y pensara que estábamos… arrullándonos… —se sonrojó—. ¡Bueno, pues yo no tenía ni la menor idea de cómo había llegado allí!

—Y anoche, volviste —la informó Victor.

—Te lo dijo el perro, ¿eh?

—Sí. Lo siento.

—Ahora es todas las noches —gimió la chica—. Lo sé, porque, aunque vuelva a la cama, hay arena por todo el suelo, y me encuentro con que tengo las uñas rotas. ¡Voy allí todas las noches, y ni siquiera sé por qué!

—Estás intentando abrir la puerta —le dijo el joven—. Ya sabes, esa puerta tan grande y tan antigua, donde ha habido un corrimiento de tierras en la colina y…

—¡Sí, ya lo sé! ¡Lo que quiero saber es por qué!

—Bueno, a mí se me ocurren un par de explicaciones… —empezó Victor con cautela.

—¡Dímelas!

—Mmm… bueno, ¿has oído hablar de una cosa que se llama genius locil.

—No. —Ginger frunció el ceño—. ¿Es algo muy listo?

—Es como si dijéramos el alma de un lugar. Puede llegar a ser muy fuerte. O se puede hacer que sea fuerte, con adoración, odio o amor, si las emociones duran lo suficiente. Yo empiezo a preguntarme si el espíritu de este lugar puede llamar a la gente. Y también a los animales. O sea, Holy Wood es diferente, ¿verdad? Aquí la gente se comporta de otra manera. En todos los demás lugares, lo más importante son los dioses, o el dinero, o las cabezas de ganado… En cambio, aquí, lo más importante es ser importante.

Había conseguido que Ginger le dedicara toda su atención individida.

—¿Sí? —lo alentó la chica—. Hasta ahí, no me parece que sea tan malo.

—Es que lo malo viene ahora.

—Oh.

Victor tragó saliva. Su cerebro hervía como un caldero. Hechos apenas recordados afloraban, tentadores, y volvían a hundirse. Unos profesores secos y viejos, en habitaciones viejas de techos altos, le habían estado contando cosas aburridas y viejas, que de pronto eran tan apremiantes como cuchillos. El joven trataba desesperadamente de hacerse con ellas.

—No estoy… —empezó con voz chillona. Carraspeó para aclararse la garganta—. No estoy tan seguro de que esté bien —consiguió decir—. Puede que venga de otra parte. Es posible. ¿Has oído alguna vez hablar de ideas cuyo momento ha llegado?

—Sí.

—Bueno, pues ésas son las ideas domesticadas. Luego están las otras. Son ideas tan llenas de energía, que no pueden esperar a que llegue su momento. Ideas salvajes. Ideas evadidas. Y lo malo es que, cuando tienes una de esas ideas, se crea un agujero…

Observó la expresión de educado desconcierto en el rostro de la chica. Las analogías burbujeaban hacia la superficie como costrones soggy en el caldo. Imagina todos los mundos que alguna vez han existido, y en cierto modo aún existen, apretados como un bocadillo… como un mazo de cartas… como una hoja doblada… si se dan las condiciones adecuadas, las cosas pueden atravesarlas, en vez de sortear los pliegues… pero si abres una puerta entre los mundos, existen peligros espantosos, por ejemplo…

Por ejemplo…

Por ejemplo…

Por ejemplo, ¿cuáles?

De pronto, algo se alzó en su recuerdo, como el fragmento de un sospechoso tentáculo recién descubierto, justo cuando te parecía que podías comer la paella con tranquilidad.

—Es posible que algo esté intentando entrar por el mismo camino —aventuró—. En la… en… en la nada que hay entre los algos, habitan criaturas que, sinceramente, no quisiera tener que describirte.

—Ya me las has descrito —replicó Ginger con voz tensa.

—Y… eh… por lo general, tienen unas ganas locas de entrar en los mundos reales. Puede que establezcan contacto contigo cuando estás dormida y…

Se rindió. No podía soportar ni un momento más la expresión en la cara de la chica.

—Aunque puede que me equivoque —añadió rápidamente.

—Tienes que impedirme que abra la puerta —susurró Ginger—. Yo podría ser uno de Ellos.

—Oh, no me parece probable —replicó Victor—. Creo recordar que tienen muchos brazos.

—Probé a poner chinchetas en el suelo para despertarme —suspiró la chica.

—Qué daño. ¿Sirvió de algo?

—No. A la mañana siguiente, volvían a estar en la bolsa. Seguramente las recogí en sueños. Victor frunció los labios.

—Eso podría ser una buena señal —dijo.

—¿Por qué?

—Si estuvieras poseída por algo… eh… por algo desagradable, creo que no le importaría que te hicieras daño en los pies.

—Agh.

—No tienes ni idea de por qué está pasando todo esto, ¿verdad? —la interrogó Victor.

—¡No! Pero siempre he tenido el mismo sueño. —Entrecerró los ojos—. Oye, ¿cómo es que sabes todas estas cosas?

—Soy… me lo contó un mago.

—No serás mago, ¿verdad?

—Por supuesto que no. En Holy Wood no hay magos. ¿Qué pasa con ese sueño?

—Oh, es demasiado extraño como para que signifique nada. Además, ya tenía ese sueño cuando era pequeña. Todo empieza con una montaña, pero no es una montaña normal, porque…

Detritus, el troll, apareció como una torre ante los dos jóvenes.

—El señorito Escurridizo dice que ya es hora de que vuelva a empezar el rodaje —rugió.

—¿Vendrás a mi habitación esta noche? —susurró Ginger—. ¡Por favor!

—Bueno… eh, sí, claro, pero puede que a tu casera no le guste… —empezó Victor.

—Oh, no pasa nada, la señora Cosmopilita tiene miras muy amplias —lo tranquilizó Ginger.

—¿De verdad?

—Claro. Sólo pensará que tenemos relaciones sexuales.

—Ah —asintió Victor con voz átona—. En ese caso, no pasa nada.

—Al señorito Escurridizo no le gusta que lo hagan esperar —señaló Detritus.

—Anda, cállate —bufó Ginger.

Se levantó y se sacudió la arena del vestido. Detritus parpadeó. Por lo general, nadie le decía que se callara. Unas cuantas arrugas de preocupación aparecieron en su entrecejo. Se volvió y ensayó otra mirada amenazadora, esta vez dirigida a Victor.

—Al señorito Escurridizo no le gusta…

—Vete a hacer gárgaras —le espetó Victor, echando a andar tras la chica.

Detritus se quedo solo. Trató de pensar, y el esfuerzo le hizo poner los ojos en blanco.

Por supuesto, la gente a veces le decía cosas como «Cállate», o «Vete a hacer gárgaras», pero siempre con la voz temblorosa de una bravata aterrorizada, así que él siempre respondía «Ja, ja», y los golpeaba. Pero nadie, en toda su vida, le había hablado como si su existencia fuera la última de las preocupaciones. Sus gigantescos hombros temblaban. Quizá tanto rondar a Rubí le estaba afectando.

Soll estaba de pie junto al dibujante que rotulaba los carteles. Alzó la vista cuando oyó acercarse a Victor y a Ginger.

—Vaya, menos mal —dijo—. Todo el mundo a sus puestos. Pasaremos directamente a la escena de la sala de baile. Parecía bastante satisfecho consigo mismo.

—¿Está ya arreglado lo de los diálogos? —quiso saber Victor.

—No habrá problemas —replicó Soll con orgullo. Echó un vistazo hacia el sol—. Aún nos queda mucho tiempo —añadió—, así que será mejor que no sigamos perdiéndolo.

—Qué cosas, no creía que lograras convencer así a Y.V.A.L.R. —señaló Victor.

—No tenía argumentos con qué defenderse. Supongo que ahora estará en el despacho, rumiando —dijo Soll con altivez—. De acuerdo, vamos a empezar…

El rotulista le tiró de la manga.

—Todavía falta una cosa, señor Soll, ¿qué pongo en esa escena tan importante, donde Victor mencionaba las costillas de Harga…?

—¡No me molestes con eso, hombre!

—Pero, si me pudiera sugerir algo…

Soll se sacudió la mano del hombre de la manga.

—Francamente —dijo—, me importa un bledo. Y echó a andar a zancadas hacia el plato. El dibujante se quedó solo. Cogió su pincel. Sus labios se movían en silencio, vocalizando las palabras.

—Mmm —dijo al final—. No está nada mal.