Observad…
Esto es el espacio. A veces lo llaman «La última frontera».
(Cosa que no deja de ser una tontería, claro, porque no se puede tener una última frontera, no sería fronteriza con nada. Lo más que puede llegar a ser una frontera es «penúltima», y gracias).
Y, destacada contra el gran manto de estrellas, pende una nebulosa, vasta y negra, una gigante roja que brilla como la locura de los dioses…
Y entonces el brillo se percibe como el reflejo en un ojo enorme, y queda eclipsado por el parpadeo de ese ojo, y la oscuridad mueve una aleta, y Gran A’Tuin, la tortuga estelar, sigue nadando por el vacío.
Sobre su caparazón hay cuatro elefantes gigantescos. Algo reposa sobre sus lomos. Es algo bordeado de cataratas, centelleante bajo su solecillo orbital, con las majestuosas montañas que rodean su Eje helado. Es el Mundodisco, mundo y espejo de mundos.
Casi irreal.
La realidad no es algo digital, un estado de encendido o apagado, sino analógica. Algo gradual. En otras palabras, la realidad es una cualidad que poseen las cosas de la misma manera que poseen peso, por poner un ejemplo. Se ha llegado a calcular que, en un planeta dado, hay tan sólo unas quinientas personas reales, y por eso no dejan de encontrarse accidentalmente unas con otras.
El Mundodisco está al límite de la irrealidad, sólo tiene la dosis justa para existir, y eso por los pelos.
Pero es lo suficientemente real como para tener unos problemas muy reales.
A unos cuarenta kilómetros en dirección dextro de Ankh-Morpork, las olas rompían contra la punta de tierra asolada por el viento y cubierta de algas, donde el Mar Circular se reunía con el Océano Periférico.
La colina en sí podía verse desde kilómetros de distancia. No era muy alta, pero se alzaba entre las dunas como un bote volcado, o como una ballena con mala suerte, y estaba cubierta de árboles achaparrados y deformes. La lluvia, si podía evitarlo, nunca caía allí. Aunque el viento esculpía las dunas a su alrededor, las bajas laderas de la colina nunca perdían su calma eterna, retumbante.
Lo único que había cambiado allí durante cientos de años era la arena.
Hasta ahora.
Una rudimentaria choza, fabricada con tablones arrastrados por la marea, se alzaba en la amplia curva de la playa, aunque la palabra «fabricada» habría sido un insulto para los constructores de chozas rudimentarias de todos los tiempos; si el mar se hubiera limitado a amontonar la madera tal cual llegaba, el resultado habría sido mejor, indudablemente.
Y, dentro de la choza, un anciano acababa de morir.
—Oh —dijo.
Abrió los ojos y miró a su alrededor, contemplando el interior de la choza. No la había visto con tanta claridad desde hacía diez años.
Luego apartó las piernas… bueno, no las piernas, sino más bien el recuerdo de sus piernas, del camastro de vegetación marina, y se levantó. Salió al exterior, hacia la mañana que brillaba como una piedra preciosa. Le interesó mucho ver que aún vestía la imagen fantasmal de su túnica ceremonial (manchada y llena de remiendos, pero todavía se podía ver que había sido de un color rojo oscuro con bordados de hilo dorado), aunque estaba muerto. Una de dos, pensó, o tu ropa moría contigo, o a lo mejor te vestías mentalmente por la fuerza de la costumbre.
La costumbre lo empujó también hacia el montón de leña que se alzaba a un lado de la choza. Pero, cuando intentó recoger unos cuantos troncos, sus manos los atravesaron.
Maldijo entre dientes.
Sólo entonces advirtió la presencia de una figura de pie al borde del agua, mirando en dirección al mar. Apoyaba su peso sobre una guadaña. El viento le agitaba los pliegues de la túnica negra.
Empezó a cojear hacia ella, pero recordó que estaba muerto, y caminó a zancadas. Hacía décadas que no caminaba a zancadas… debía de ser una de esas cosas que, una vez aprendidas, nunca se olvidan.
Antes de que recorriera la mitad de la distancia que lo separaba de la figura, ésta le habló.
DECCAN REBOBE —dijo.
—Servidor.
ÚLTIMO GUARDIÁN DE LA PUERTA.
—Pues supongo que sí.
La Muerte titubeó.
¿LO ERES, SÍ O NO?
Deccan se rascó la nariz. Claro, pensó, uno tiene que poder tocarse a sí mismo. Si no, se desperdigaría por todas partes.
—Técnicamente hablando, al Guardián lo tiene que investir el Sumo Sacerdote —explicó—. Y hace miles de años que no hay Sumos Sacerdotes. Así que mira, lo aprendí todo del viejo Tentó, el que vivía aquí antes de que llegara yo. Un día fue y me dijo, «Deccan, me parece que me voy a morir, así que ahora te toca a ti, porque si no queda nadie que se acuerde bien todo empezará de nuevo, y ya sabes lo que eso significa». Hasta ahí, todo claro. Pero investidura, lo que se dice investidura, en plan ceremonial y como está mandado, no hubo ninguna.
Alzó la vista hacia la colina arenosa.
—Sólo estábamos él y yo —siguió—. Y luego, sólo yo, sólo quedé yo para recordar Holy Wood. Y ahora… Se llevó la mano a la boca.
—Raaayoooos —gimió.
SÍ —asintió la Muerte.
No sería correcto decir que una expresión de pánico pasó por el rostro de Deccan Ribobe, porque en aquel momento su rostro se encontraba a varios metros de distancia y estaba congelado en una sonrisa eterna, como si por fin hubiera entendido el chiste. Pero su-espíritu estaba de lo más preocupado.
—Es que, verás… —se apresuró a añadir—, aquí no viene nadie nunca, ¿sabes?, aparte de los pescadores de la bahía de al lado, claro, pero no hacen más que dejar el pescado y largarse a toda prisa por eso de las supersticiones, y la verdad es que no podía salir por ahí a buscar un aprendiz, había que mantener encendidos los fuegos, entonar los cánticos, todo eso…
SÍ.
—…es una responsabilidad terrible ser el único capaz de hacer tu trabajo…
SÍ —asintió la Muerte.
—Claro, ya me imagino que no te estoy contando nada que no sepas.
NO.
—Es decir, tenía la esperanza de que naufragara algún barco cerca de aquí, o de que viniera alguien buscando un tesoro. Así yo le explicaría las cosas tal como me las contó el viejo Tentó, le enseñaría los cánticos, dejaría todos los asuntos arreglados antes de morir…
¿SÍ?
—Supongo que no habrá alguna manera de…
NO.
—Ya me parecía a mí —suspiró Deccan.
Contempló las olas que venían a estrellarse contra la playa.
—Hace miles de años, aquí había una ciudad enorme —dijo—. Ahí donde está el mar, ahí mismo. Cuando hay tormentas, aún se pueden oír las viejas campanas de los templos resonando bajo el agua.
—Lo sé.
—Yo solía sentarme aquí fuera, en las noches de viento, sólo a escuchar. Me imaginaba a todos los muertos de ahí abajo, haciendo sonar las campanas.
Y AHORA TENEMOS QUE IRNOS.
—El viejo Tentó dijo que había algo bajo la colina que podía obligar a la gente a hacer cosas. Algo que metía ideas raras en la cabeza a la gente —dijo Deccan, siguiendo de mala gana a la figura, que había echado a andar—. La verdad es que a mí nunca se me ocurrió ninguna idea rara, y mira que he pasado tiempo aquí.
PERO ES QUE TÚ ERAS EL QUE ENTONABA LOS CÁNTICOS —señaló la Muerte.
Chasqueó los dedos.
Un caballo dejó de pastar en la escasa hierba que crecía en la duna, y trotó hacia la Muerte. A Deccan le sorprendió ver que dejaba las huellas de los cascos en la arena. Había esperado más bien ver chispazos, o al menos roca fundida allí por donde pisaba.
—Eh… —empezó—, ¿puedes decirme… eh… qué pasará ahora?
La Muerte se lo dijo.
—Es lo que pensaba —respondió Deccan, sombrío.
En la cima de la pequeña colina, la hoguera que había estado ardiendo toda la noche se colapso en una lluvia de cenizas. Pero aún quedaban unas cuantas brasas brillantes. Pronto se apagarían.
....
...
..
.
Se apagaron.
.
..
...
....
Durante un día entero, no pasó nada. Entonces, en una pequeña hondonada al borde de la colina, unos cuantos granos de arena se movieron y dejaron un diminuto agujero tras ellos.
Algo surgió. Algo invisible. Algo alegre, y egoísta, y maravilloso. Algo tan intangible como una idea, que es exactamente lo que era. Una idea loca.
Era vieja en un sentido que no se podía medir según ningún calendario conocido por el Hombre. En aquel momento, sólo tenía recuerdos y necesidades. Recordaba vida, en otros tiempos y en otros universos. Necesitaba personas.
Se alzó contra las estrellas, cambiando de forma, retorciéndose como una voluta de humo.
En el horizonte había luces.
Le gustaban las luces.
Las contempló durante unos cuantos segundos y luego, como una flecha invisible, se enfiló hacia la ciudad y partió como una centella.
Porque también le gustaba la acción…
Y pasaron varias semanas.
Se dice que todos los caminos llevan a Ankh-Morpork, la mayor de las ciudades del Mundodisco.
Al menos hay un dicho según el cual se dice que todos los caminos llevan a Ankh-Morpork.
Pero es un error. Todos los caminos salen de Ankh-Morpork. Lo que pasa es que a veces la gente los recorre en sentido incorrecto.
Hacía mucho tiempo que los poetas habían dejado de intentar describir la ciudad. Ahora, los más astutos trataban de disculparla. Decían, bueno, quizá huela un poco, quizá esté algo superpoblada, quizá tenga cierta semejanza con el Infierno tal como sería éste si apagaran los fuegos y albergaran allí durante un año a un rebaño de vacas con incontinencia, pero hay que reconocer que está llena de vida, de vida pura, vibrante, dinámica. Y es verdad, aunque lo digan los poetas. Pero los que no son poetas se limitan a replicar, ¿y qué? Los colchones también suelen estar llenos de vida, y nadie escribe odas sobre ellos. Los ciudadanos detestan vivir allí, y si tienen que marcharse por cuestiones de negocios o de aventura, o lo que suele ser más habitual, hasta que se cumpla el plazo previsto según alguna ley de prescripción de delitos, se mueren por regresar para seguir disfrutando del placer de detestarlo un poco más. En sus carruajes ponen pegatinas que dicen: «Ankh-Morpork: ódialo o déjalo». Lo llaman «La Gran Mandarina», como la fruta[1].
De cuando en cuando, un gobernante de Ankh-Morpork edifica otro muro en torno a la ciudad, con la intención de impedir la entrada a los enemigos. Pero Ankh-Morpork no teme a ningún enemigo. La verdad es que da la bienvenida a los enemigos, siempre y cuando esos enemigos vengan dispuestos a gastar mucho dinero[2].La ciudad ha sobrevivido a inundaciones, incendios, hordas, revoluciones y dragones. A veces por accidente, sí, de pura casualidad, pero el caso es que ha sobrevivido. El espíritu alegre e irremediablemente sobornable de la ciudad ha estado a prueba de cualquier cosa…
Hasta ahora.
Bum.
La explosión hizo volar las ventanas, la puerta y la mayor parte de la chimenea.
Era una de esas explosiones que se oían con frecuencia en la Calle de los Alquimistas. Los vecinos de la zona, de hecho, preferían las explosiones, que al menos eran identificables y acababan pronto. Eran mejores que los olores, que se te aferraban a la ropa y a la piel durante un lapso de tiempo impredecible.
Y ésta había sido de las buenas, incluso para los elevados estándares de los expertos de la zona. Había un corazón color rojo oscuro en el centro de la espesa nube de humo negro, cosa que no se veía todos los días. Los trocitos de ladrillos semifundidos estaban más fundidos que de costumbre. Todos coincidieron en que había sido una explosión impresionante.
Bum.
Un par de minutos después de la explosión, una figura se abrió paso como pudo por el agujero destrozado donde había estado la puerta. La figura carecía de pelo, y la ropa que le quedaba estaba en llamas.
Se tambaleó hacia la pequeña multitud que admiraba la devastación, y por casualidad puso una mano manchada de hollín sobre un vendedor de empanadas calientes y salchichas en panecillo, llamado Y-Voy-A-La-Ruina, quien tenía una habilidad casi mágica para aparecer allí donde se pudiera realizar una venta.
—No encuentro la palabra —dijo la figura irreconocible, con voz aturdida, casi soñadora—. La tengo en la punta de la lengua.
—¿Ampollas? —sugirió Ruina.
Recuperó rápidamente sus instintos comerciales.
—Después de una experiencia así —añadió, al tiempo que le presentaba una bandeja atestada de residuos orgánicos tan abundantes que casi poseían vida propia—, lo que necesitas es tomarte una buena empanada caliente…
—Nononono. No es «ampollas». Es eso que se dice cuando uno acaba de descubrir algo. Sales a la calle gritando —insistió la figura humeante, con tono de apremio—. Una palabra especial, muy concreta.
Frunció el ceño bajo la capa de hollín.
La multitud, tras llegar de mala gana a la conclusión de que ya no habría más explosiones, se reunió en torno a ellos. Aquello podía ser casi igual de divertido.
—Sí, es verdad —intervino un anciano, al tiempo que cargaba la pipa—. Sales corriendo y gritando «¡Fuego! ¡Fuego!». Los miró con gesto triunfal.
—No es eso, no…
—O «¡Socorro!», o…
—No, tiene razón —indicó una mujer, que llevaba una cesta de pescado sobre la cabeza—. Hay una palabra especial. Una palabra extranjera.
—Eso, eso —asintió otro hombre—. Una palabra extranjera especial que grita la gente que acaba de descubrir algo. La inventó un tipo extranjero que estaba en la bañera…
—Bueno —replicó el anciano de la pipa, mientras la encendía con los restos humeantes del sombrero del alquimista—. La verdad es que no entiendo por qué la gente de esta ciudad tendría que ir por ahí gritando cosas en extranjero sólo por que se ha tomado un baño. Además, mirad a éste. No se ha bañado. Falta le haría bañarse, y tanto, pero no se ha bañado. ¿Para qué va a ir por ahí gritando en extranjero? En nuestro idioma hay palabras de sobras para gritar en esas ocasiones que dices.
—¿Por ejemplo? —inquirió Y-Voy-A-La-Ruina. El fumador de la pipa titubeó.
—Bueno… —empezó—. Por ejemplo, «He descubierto algo»… o «Hurra»…
—No, el tío ese que digo es uno que vivía por la zona de Camis Et, creo. Estaba en la bañera y se le ocurrió esa idea de no sé qué, y salió a la calle gritando.
—¿Qué gritaba?
—Ni idea. A lo mejor «¡Dadme una toalla!».
—Pues como se le hubiera ocurrido hacer esas cosas aquí, sí que tendría motivos para gritar —replicó Ruina alegremente—. Bien, damas y caballeros, aquí tengo unas salchichas en panecillo que os van a…
—Eureka —dijo lo que había bajo la capa de hollín, meciéndose de atrás adelante.
—Sin ofender, ¿eh? —replicó Ruina.
—No, que ésa es la palabra que buscaba. Eureka. —En las facciones ennegrecidas se dibujó una sonrisa de preocupación—. Quiere decir «Ya lo tengo».
—¿Qué tienes? —se interesó Ruina.
—Pues eso, que lo tengo. O al menos lo tenía. La Octocelulosa. Una cosa de lo más interesante. La tenía en la mano, pero la acerqué demasiado al fuego —siguió la figura, con el tono de perplejidad de quien está a un paso de la conmoción—. Es muy importante, un hecho significativo. Tengo que tomar nota. No exponer a temperaturas altas. Muy importante. Muy significativo. Tengo que tomar nota. Cuanto antes.
Volvió a adentrarse cojeando entre las ruinas humeantes.
Escurridizo observó cómo se alejaba.
—Me gustaría saber de qué estaba hablando —se dijo. Se encogió de hombros.
—¡Empanadas de carne! —exclamó a voz en cuello—. ¡Salchichas calientes! ¡En un panecillo! ¡Tan recientes que el cerdo aún no las ha echado en falta!
La idea deslumbrante, veloz, que había surgido de la colina, observaba todo esto. El alquimista no tenía la menor idea de que estaba allí. Sólo se daba cuenta de que, aquel día, se encontraba mucho más inspirado e inventivo de lo habitual.
Ahora la idea acababa de caer en cuenta de la mente del vendedor de empanadas.
Conocía aquella clase de mentes. Le encantaban las mentes así. Una mente capaz de vender empanadas de pesadilla también podía vender sueños.
La idea saltó.
En una colina, bastante lejos, la brisa agitó la fría hierba cenicienta.
En la base de aquella misma colina, en una hendidura entre dos rocas, donde un arbusto, un junípero enano, luchaba por sobrevivir, empezó a moverse un pequeño reguero de arena.
Bum.
Una delgada película de polvo de yeso volvió a posarse sobre el escritorio de Mustrum Ridcully, el nuevo archicanciller de la Universidad Invisible, justo cuando intentaba preparar un anzuelo particularmente difícil con una mosca particularmente reticente.
Echó un vistazo a través de la ventana de cristal sucio. Una nube de humo se elevaba sobre la zona más alta de Morpork.
—¡Tesoreeerooo!
El tesorero llegó en cuestión de segundos, resoplando sin aliento. Los sonidos estruendosos siempre le provocaban taquicardias.
—Son los alquimistas, señor —jadeó.
—Es la tercera vez esta semana —gruñó el archicanciller—. Malditos vendedores de petardos…
—Eso me temo, señor —asintió el tesorero.
—¿Qué se creen que hacen?
—La verdad es que no lo sé, señor —respondió el otro, recuperando el aliento—. Nunca me ha interesado mucho la alquimia. Es demasiado… demasiado…
—Peligrosa —zanjó el archicanciller con firmeza—. Todo consiste en mezclar cosas raras y decir, venga, a ver qué pasa si añado una gota de eso amarillo, y luego van por ahí quince días sin cejas.
—Yo iba a decir que es demasiado poco práctica —replicó el tesorero—. Intentan hacer las cosas por el camino más difícil, cuando nosotros tenemos magia cotidiana de lo más sencilla.
—Yo creía que buscaban la piedra filosofal, o algo por el estilo —bufó su superior—. En mi opinión, todo eso no es más que un montón de sandeces. Bueno, me da igual, de todos modos ya me iba.
El archicanciller se dirigió hacia la puerta de la habitación, pero el tesorero se apresuró a tenderle un puñado de papeles.
—Antes de que te marches, señor —dijo a la desesperada—, si tuvieras un momento para firmar unos cuantos…
—Ahora no, hombre —replicó el archicanciller—. Tengo que ir a ver a un tipo que vende un caballo, ¿qué?
—¿Qué?
—Pues eso.
La puerta se cerró ante las narices del tesorero.
El nombre se la quedó mirando y suspiró.
En la Universidad Invisible había habido muchos tipos de archicancilleres a lo largo de los años. Archicancilleres corpulentos, menudos, astutos, algunos algo locos, otros rematadamente locos… Llegaban, ocupaban su cargo (a veces durante tan poco tiempo que no había manera de acabar su retrato para colgarlo en la Gran Sala), y morían. El superior de los magos en un mundo de magia tenía las mismas perspectivas de empleo duradero que los participantes de una carrera de sacos en un campo de minas.
De cualquier manera, al menos desde el punto de vista del tesorero, todo esto carecía de importancia. El nombre podía cambiar de cuando en cuando, pero lo único fundamental era que siempre hubiera un archicanciller. Y el trabajo más importante de un archicanciller, siempre desde el punto de vista del tesorero, era firmar cosas, a ser posible sin leerlas antes.
Pero éste era diferente. Para empezar, rara vez estaba entre los muros de la Universidad, sólo acudía para cambiarse las ropas manchadas de barro. Y gritaba a la gente. Gritaba, por lo general, al tesorero.
¡Y pensar que, al principio, todos habían creído que era una idea genial elegir a un archicanciller que no había puesto el pie en la Universidad desde hacía cuarenta años…!
Había habido tantas luchas interiores entre las diferentes órdenes de la magia durante los últimos años que, aunque sólo fuera por una vez, los magos de más alto rango se habían puesto de acuerdo en que la Universidad necesitaba un período de estabilidad, para que ellos pudieran continuar con sus tramas e intrigas durante unos meses en paz y tranquilidad. Revisaron libros e informes hasta dar con una referencia a Ridcully el Marrón, quien, después de convertirse en mago de Séptimo Nivel, a la increíble edad de tan sólo veintisiete años, había abandonado la Universidad para cuidar de las propiedades de su familia en el campo.
Parecía ideal.
—Es exactamente el tipo que buscamos —dijeron todos—. Hay que hacer limpieza. Hace falta una escoba nueva. Un mago rural. Es necesario volver a las comosellamen, a las raíces de la magia. Será un vejete simpático, con arrugas alrededor de los ojos. Uno de esos que saben diferenciar una hierba de otra, que recorren los bosques y llaman hermanos a todos los animales. Seguro que le gusta dormir bajo las estrellas, y se pregunta qué dice el viento en su canción cuando susurra entre las hojas. Apuesto lo que sea a que sabe cómo se llama cada árbol del bosque. Y hasta hablará con los pájaros, ya lo veréis.
Enviaron un mensajero. Ridcully el Marrón suspiró, refunfuñó y maldijo un poco, recogió su cayado del jardín de la cocina, donde había servido de esqueleto para un espantapájaros, y se puso en camino.
Y, cuando llegó, resultó que Ridcully el Marrón sí hablaba con los pájaros. Más bien les gritaba. Lo que les solía gritar era «¡Vuela ya, cacho hijo puta!».
Las bestias del campo y las aves del cielo conocían a Ridcully el Marrón. Lo conocían tanto que, en un radio de treinta kilómetros alrededor de la hacienda de sus antepasados, todo bicho viviente huía, se escondía o, en casos desesperados, atacaba ante la mera visión de un sombrero puntiagudo.
Antes de que pasaran doce horas de su llegada, Ridcully ya había instalado una bandada de dragones de caza en la despensa del mayordomo, además de disparar su temible ballesta contra los cuervos de la antigua Torre del Arte, beberse doce botellas de vino tinto y acostarse a las dos de la madrugada cantando canciones cuyas letras incluían palabras que los magos más ancianos o despistados tuvieron que buscar en los diccionarios.
Y luego se levantó a las cinco para ir a cazar patos a los pantanos del estuario.
Y volvió quejándose de que no había un buen río para pescar truchas en muchos kilómetros a la redonda. (No se podía pescar nada en el río Ankh. En realidad, era imprescindible saltar varias veces sobre los anzuelos sólo para que se hundieran).
Y pidió que le sirvieran cerveza con el desayuno.
Y contó chistes.
Por otra parte, pensó el tesorero, al menos no se entrometía con los asuntos de dirección de la Universidad. A Ridcully el Marrón no le interesaba lo más mínimo dirigir nada, exceptuando quizá a una manada de perros. No comprendía la utilidad de nada a lo que no se le pudieran disparar flechas, echar el anzuelo o cazar.
¡Cerveza con el desayuno! El tesorero se estremeció. Los magos no se encontraban en su mejor momento hasta después del mediodía, y el desayuno en la Gran Sala solía ser una ocasión silenciosa, frágil, con una quietud rota sólo por las tosecillas secas, el movimiento discreto de los criados y algún que otro gemido. Alguien que gritara pidiendo riñones, budín negro y más cerveza, era un fenómenos completamente nuevo.
La única persona que no estaba aterrorizada por aquel hombre espantoso era el viejo Windle Poons, que tenía ciento treinta años, era sordo como una tapia y, aunque seguía siendo un experto en textos mágicos antiguos, necesitaba toda clase de avisos previos e instrucciones detalladas para enfrentarse al presente cotidiano. Había conseguido comprender la idea de que el nuevo archicanciller iba a ser uno de esos tipos campestres, todo pajarillos y florecillas, y ahora tardaría una semana o dos en darse cuenta del inesperado giro de la situación. Durante ese tiempo, estaba manteniendo una conversación educada sobre todo lo que podía recordar acerca de la naturaleza.
Con frases como:
—Supongo que, mmm, para ti debe de ser, mmm, todo un cambio, mmm, dormir en una cama de verdad, mmm, en vez de bajo las, mmm, estrellas. Y:
—Estas cosas, mmm, estas, se llaman cuchillos y tenedores, mmm. Y:
—Esta, mmm, cosa verde que hay sobre, mmm, los huevos revueltos, mmm, ¿crees que puede ser, mmm, perejil, mmm?
Pero como el nuevo archicanciller jamás prestaba demasiada atención a lo que decían los demás mientras estaba comiendo, y Poons nunca llegó a darse cuenta de que no le llegaba respuesta alguna, se estaban llevando bastante bien.
Además, el tesorero tenía otras preocupaciones en la cabeza.
Para empezar, los alquimistas. No se podía confiar en los alquimistas. Se tomaban las cosas demasiado en serio.
Bum.
Y aquélla fue la última. Pasaron días enteros sin que se oyeran más explosiones. La ciudad se tranquilizó de nuevo. Eso fue una estupidez por su parte.
El tesorero no se dio cuenta de que, el hecho de que no hubiera más detonaciones, no quería decir que hubieran dejado de hacer lo que fuera que estuvieran haciendo. Quería decir que lo estaban haciendo bien.
Era medianoche. Las olas se estrellaban contra la playa, y emitían un brillo fosforescente en la oscuridad de la noche. Pero en torno a la antiquísima colina, el sonido parecía tan amortiguado como si llegara a través de varias capas de terciopelo.
El agujero en la arena era ya bastante grande.
Si alguien pudiera acercar la oreja a ese agujero, casi tendría la sensación de estar oyendo aplausos.
Seguía siendo medianoche. Una luna llena planeaba sobre el humo y la contaminación de Ankh-Morpork, agradecida de tener varios miles de kilómetros de cielo que la separasen de ambas cosas.
El edificio del Gremio de los Alquimistas era nuevo. Siempre era nuevo. Había padecido cuatro demoliciones por explosión con sus consiguientes reconstrucciones durante los dos años anteriores. La última vez, no se había incluido sala de conferencias ni laboratorio de experimentos, con la esperanza de que así les durase más.
Aquella noche en concreto, un buen número de figuras discretas entraron en el edificio como a hurtadillas. Tras unos pocos minutos, las luces que se divisaban a través dé la ventana del piso superior se hicieron más tenues, y se apagaron por completo.
Bueno, casi por completo.
Allí arriba estaba sucediendo algo. La luz que salió por la ventana durante breves segundos fue extrañamente titubeante, entrecortada. La siguió al instante un aplauso estruendoso.
Y también hubo un ruido. Esta vez no fue una explosión, sino un extraño ronroneo mecánico, como el de un gatito satisfecho metido en un tambor de hojalata.
Era algo así como clicaclicaclicaclicaclica… clic.
Duró varios minutos, aunque en algunas ocasiones quedaba enterrado bajo los aplausos.
Y luego una voz dijo:
—Eso es todo, amigos.
—¿Qué era todo? —preguntó el patricio de Ankh-Morpork a la mañana siguiente.
El hombrecillo que tenía delante estaba temblando de miedo.
—No lo sé, señoría —respondió—. A mí no se me permite el paso. Me hicieron esperar al otro lado de la puerta cerrada, señoría.
Se retorcía los dedos de puro nerviosismo. La mirada del patricio lo tenía petrificado en el sitio. Era una buena mirada, una mirada a la que se le daba de maravilla hacer que la gente siguiera hablando cuando creía que ya había dicho todo lo que tenía que decir.
Sólo el mismo patricio sabía cuántos espías tenía en la ciudad. El que temblaba delante de él en concreto era uno de los criados que trabajaban en el Gremio de los Alquimistas. En cierta ocasión, hacía ya mucho tiempo, había tenido la desgracia de caer ante el patricio acusado de diversos delitos, todos reiterados, y había elegido por su propia voluntad y sin coacción alguna convertirse en espía a su servicio[3].
—Eso es todo lo que sé, señoría —gimió—. Lo único que se oyó fue ese sonido de clicaclic, no se veía más que una luz parpadeante por debajo de la puerta. Ah, y los alquimistas dijeron que… que… bueno, dijeron que la luz del día estaba mal.
—¿Mal? ¿En qué sentido?
—En… No lo sé, señor. Sólo dijeron eso, que estaba mal. Que tenían que ir a algún lugar donde fuera mejor, eso también. Ah… y me ordenaron que fuera a buscarles algo para comer.
El patricio bostezó. Las bufonadas de los alquimistas tenían por naturaleza algo que le resultaba infinitamente aburrido.
—Claro, claro —asintió.
—Lo raro es que habían cenado hacía tan sólo quince minutos —insistió el criado.
—Quizá lo que estaban haciendo, fuera lo que fuera, provoca apetito en la gente —sugirió el patricio.
—Sí, y la cocina ya estaba cerrada porque era de noche. Tuve que ir a comprar una bandeja de salchichas calientes en panecillos, de las que vende Ruina Escurridizo.
—Claro, claro. —El patricio bajó la vista hacia el montón de papeles oficiales que se acumulaban sobre su escritorio—. Gracias. Puedes marcharte.
—¿Y sabe una cosa, señoría? Les gustaron. ¡Las salchichas les gustaron!
El hecho de que los alquimistas tuvieran un gremio ya era notable de por sí. Los magos eran igual de anticooperativos, pero también eran jerárquicos y competitivos por naturaleza. Necesitaban una organización tanto como respirar. ¿De qué le servía a uno ser mago de Séptimo Nivel si no existían otros seis niveles a los que mirar con desprecio y un Octavo Nivel al que aspirar? Les hacía falta tener cerca otros magos a los que odiar y despreciar.
Por el contrario, cada alquimista era un alquimista solitario, que trabajaba en habitaciones oscuras o en sótanos ocultos y dedicaba todas sus horas a buscar el premio gordo… la Piedra Filosofal, el Elixir de la Vida. Eran, por lo general, hombrecillos delgados, de ojos rosados, con barbas que en realidad no eran barbas, sino grupos de pelos individuales reunidos para protegerse mutuamente; muchos alquimistas tenían esta expresión vaga, ultraterrena, consecuencia de pasar demasiado tiempo en el radio de acción del mercurio hirviente.
No era que los alquimistas detestasen a los otros alquimistas. Lo más normal era que ni siquiera se apercibieran de su existencia, o que pensaran que eran morsas.
De manera que su pequeño gremio, despreciado por todos, no había aspirado jamás a tener el nivel de poder con que contaban otros gremios, como el de los Ladrones, o el de los Mendigos, o el de los Asesinos; el de los Alquimistas se dedicaba más que nada a ayudar a las viudas y huérfanos de aquellos profesionales que habían adoptado una actitud excesivamente relajada ante el cianuro potásico, por poner un ejemplo, o que habían destilado alguna seta interesante y se bebieron el resultado, para luego subir al tejado de la casa y saltar a jugar con las hadas. La verdad es que tampoco había demasiadas viudas o huérfanos, porque a los alquimistas les resultaba dificilísimo relacionarse con otras personas durante el tiempo necesario para contraer matrimonio. Por lo general, los que llegaban a casarse lo hacían sólo para que alguien les sujetara los crisoles.
En resumidas cuentas: hasta aquel momento, la única habilidad que habían demostrado poseer los alquimistas de Ankh-Morpork era la de transformar el oro en oro de menos quilates.
Hasta aquel momento…
Ahora todos andaban nerviosos y emocionados, como quien ha encontrado una fortuna inesperada en su cuenta bancaria y no sabe si llamar la atención de la gente o limitarse a coger el botín y escapar a toda prisa.
—A los magos no les va a gustar nada de nada —dijo uno de ellos, un hombrecillo delgado y titubeante que respondía al nombre de Lully—. Van a decir que es magia. Ya sabéis cómo se cabrean cada vez que piensan que uno que no es mago se mete a hacer magia.
—Pero en realidad aquí no hay nada mágico —señaló Thomas Silverfish, el presidente del gremio.
—Hombre, están los duendes…
—Eso no es magia. No es más que ocultismo vulgar y corriente.
—¿Y lo de las salamandras, qué?
—Ciencias naturales completamente normales. No tienen nada de malo.
—Vale, lo que quieras. Pero ya veréis como dicen que es magia. Ya sabéis cómo son.
Los alquimistas asintieron con gesto sombrío.
—Son reaccionarios —dijo Sendivoge, el secretario del gremio—. Unos taumócratas engreídos. Y los de los otros gremios, también.
¿Qué saben ellos sobre el avance y el progreso? ¿Acaso les importa lo más mínimo? Seguro que tenían lo posibilidad de estar haciendo algo como esto desde hace años, y ni caso. ¡Qué va, estas cosas no están a su altura, no se dignarían! Imaginad cómo podemos hacer que la vida de las personas sea mucho más… bueno, mejor. Las posibilidades son infinitas.
—Educativas —asintió Silverfish.
—Históricas —añadió Lully.
—Y también está la cuestión del entretenimiento, claro —señaló Peavie, el tesorero del gremio.
Era un hombre bajito y nervioso. La mayoría de los alquimistas eran gente nerviosa, claro: es una característica compartida por todos aquellos que no saben a ciencia cierta lo que hará a continuación el crisol de materia burbujeante con el que están experimentando.
—Bueno, sí. Algo de entretenimiento también, claro —dijo Silverfish.
—Algunos de los grandes dramas históricos —asintió Peavie—. ¡Imaginaos la escena! Sólo hay que reunir a unos cuantos actores para que la representen una sola vez, ¡y todos los habitantes del Mundodisco podrán ver su actuación tantas veces como quieran! Con lo cual se amortizan los costes, por cierto —añadió.
—Pero siempre que se haga todo con buen gusto —dijo Silverfish—. Tenemos una gran responsabilidad, debemos asegurarnos de que nada sea ni por un momento… —Le tembló la voz—. Bueno, ya sabéis… grosero.
—No nos dejarán hacer nada —dijo Lully, el pesimista—. Conozco bien a esos magos.
—La verdad es que he estado pensando en eso —intervino de nuevo Silverfish—. De cualquier manera, la luz aquí es mala. En eso estamos todos de acuerdo. Necesitamos cielos despejados. Y necesitamos alejarnos todo lo posible. Creo que conozco el lugar perfecto.
—¿Sabéis una cosa? Casi no me puedo creer que estemos haciendo esto —dijo Peavie—. Hace apenas un mes, no era más que una idea loca. ¡Y ahora todo está funcionando de maravilla! ¡Es como si fuera cosa de magia! Sólo que no es… no es magia, por supuesto, ya me entendéis —se apresuró a añadir.
—No son simples ilusiones, sino ilusiones reales —asintió Lully.
—No sé si alguno de vosotros habrá caído en la cuenta —siguió Peavie—, pero con esto podemos ganar un poco de dinero, ¿verdad?
—Aunque eso no tiene importancia —señaló rápidamente Silverfish.
—No. No, claro que no —murmuró Peavie. Miró de reojo a los demás.
—¿La vemos otra vez? —preguntó con timidez—. No me importa dar vueltas a la manivela. Además… bueno, sé que no he contribuido demasiado en este proyecto, pero se me ocurrió traer algo… eh… esto.
Se sacó una bolsa muy grande del bolsillo de la túnica, y la dejó caer sobre la mesa. La bolsa se abrió, y se desparramaron unas cuantas bolitas blancas, deformes, de aspecto algodonoso.
Los alquimistas se las quedaron mirando.
—¿Qué es eso? —quiso saber Lully.
—Bueno —respondió Peavie, algo incómodo—, es lo que se obtiene de meter unos cuantos granos de maíz en un crisol del número 3, por ejemplo, junto con un poco de aceite para cocinar, casi se me olvida. Lo más importante es poner un plato encima del crisol, porque cuando empiezas a calentarlo hace bang… no un bang serio de los de siempre, un bang flojito por cada grano de maíz. Cuando dejan de estallar, quitas el plato, y el maíz se ha metamorfoseado en estas… en estas cosas… —Contempló los rostros extrañados, que no acababan de comprender—. Se comen —murmuró en tono apologético—. Si les echas mantequilla y sal, saben como a mantequilla salada.
Silverfish extendió una mano llena de zonas descoloridas por los productos químicos, y eligió con cautela una bolita deforme. La masticó con gesto pensativo.
—La verdad es que no sé por qué lo hice —siguió Peavie, rojo como la grana—. De repente se me ocurrió la idea, una inspiración, como si estuviera haciendo lo adecuado.
Silverfish siguió masticando.
—Saben como a cartón —dijo al final.
—Lo siento —se apresuró a disculparse el otro al tiempo que trataba de meter el resto del montoncito otra vez en la bolsa. Silverfish puso la mano amablemente sobre su brazo.
—Tranquilo, tranquilo —lo calmó al tiempo que elegía otra bolita—, la verdad es que tienen un algo, ¿a que sí? Parecen lo adecuado. ¿Cómo has dicho que se llamaban?
—Aún no les he puesto nombre —respondió Peavie—. Los llamo pajaritos.
Silverfish cogió otro.
—Es extraño, no se puede parar de comer —dijo—. Es como si cada uno te incitara a coger el siguiente. ¿Pajaritos? De acuerdo. En fin, caballeros… hagamos girar la manivela una vez más.
Lully empezó a rebobinar la película otra vez en el interior de la linterna no mágica.
—Estabas diciendo que sabías de un lugar donde podríamos seguir adelante con el proyecto sin que los magos nos molestaran —le recordó.
Silverfish se apoderó de un puñado de pajaritos.
—Está junto a la costa, a cierta distancia —dijo—. Es un lugar muy agradable y soleado, y nadie va nunca por allí. En toda la zona no hay más que bosques viejos azotados por el viento, un templo y montones de dunas de arena.
—¿Un templo? Ya sabéis cómo se cabrean los dioses cuando… —empezó Peavie.
—Mira —lo interrumpió Silverfish—, toda esa zona lleva siglos desierta. Allí no hay nada ni nadie. Ni gente, ni dioses ni nada de nada. Sólo luz solar a montones y mucha tierra que nos aguarda. Es nuestra oportunidad, muchachos. No se nos permite hacer magia, somos incapaces de hacer oro, ni siquiera podemos hacer nada para ganarnos la vida… así que hagamos imágenes en acción. ¡Hagamos historia!
Los alquimistas se acomodaron en sus asientos, ya más alegres.
—Eso —asintió Lully.
—Oh. Claro —dijo Peavie.
—Allá vamos, a hacer imágenes en acción —contribuyó Sendivoge, al tiempo que cogía un puñado de pajaritos—. ¿Cuánto hace que conoces ese lugar?
—Ah, pues… —Silverfish se interrumpió. Parecía asombrado—. Pues no lo sé. No… no consigo recordarlo. Igual es que oí hablar de él en alguna ocasión, lo olvidé, y lo he vuelto a recordar. Ya sabéis cómo suceden esas cosas.
—Es verdad —corroboró Lully—. Lo mismo me pasó a mí con lo de la película. Fue como si estuviera recordando cómo se hacía. Qué jugarretas tan raras te puede llegar a hacer la mente, ¿eh?
—Sí.
—Sí.
—Es como si a una idea le hubiera llegado su hora.
—Sí.
—Sí.
—Eso debe de ser.
Un silencio ligeramente teñido de preocupación se hizo en torno a la mesa. Era el sonido de varias mentes tratando de meter el dedo mental en la llaga que les molesta pero que aún no han localizado.
El aire pareció brillar.
—¿Cómo se llama ese lugar? —preguntó al final Lully.
—No sé qué nombre tenía en los viejos tiempos —respondió Silverfish, al tiempo que se echaba hacia atrás y se apoderaba de la bolsa de pajaritos—. Hoy en día todo el mundo lo llama Holy Wood.
—Holy Wood —asintió Lully lentamente—. Me suena… familiar. Se hizo otro largo silencio mientras todos pensaban sobre aquello.
Sendivoge fue quien lo rompió.
—Bueno, pues ya está —dijo alegremente—. Allá vamos, Holy Wood.
—Eso —lo apoyó Silverfish, sacudiendo la cabeza como para liberarse de un pensamiento inquietante—. Pero es muy raro, de verdad. Tengo una sensación de lo más extraño. Es como si todo este tiempo… hubiéramos estado caminando hacia allí.
A muchos miles de kilómetros por debajo de Silverfish, Gran A’Tuin, la tortuga del mundo, se deslizaba perezosamente por la noche poblada de estrellas.
La realidad es una curva.
Eso no es lo malo. Lo malo es que no hay tanta realidad como debería haber. Según algunos de los textos más místicos que se encuentran en los estantes de la biblioteca de la Universidad Invisible…
… la principal institución para la enseñanza de la magia y de las cenas pantagruélicas en todo el Mundodisco, cuya colección de libros taumatúrgicos es tan extensa que distorsiona el Espacio y el Tiempo…
… como mínimo, nueve décimas partes de toda la realidad original creada se encuentran fuera del multiverso, y como el multiverso, por definición, incluye absolutamente todo lo que es algo, la cosa se pone fea.
Más allá de los límites de los universos se encuentran las realidades desbocadas, los «habría podido ser», los «quizá, quién sabe», los «nunca jamás», las ideas locas, todas ellas creadas y descreadas a un ritmo caótico, como elementos encerrados y bullendo a todo gas en supernovas en estado de fermentación.
Y, muy de cuando en cuando, allí donde las paredes de los mundos se han desgastado un poco y son más delgadas, pueden filtrarse hacia el interior.
Y la realidad se filtra hacia el exterior.
El efecto es semejante al de uno de esos géiseres de agua caliente que se pueden encontrar en las profundidades de los mares, en torno a los cuales extrañas criaturas submarinas encuentran suficiente calor y comida como para considerar la zona un pequeño oasis de existencia en un medio ambiente donde, por definición, no debería haber el menor rastro de existencia.
La idea de Holy Wood se filtró inocente, alegremente, en el Mundodisco.
Y una buena porción de realidad escapó.
Y fue localizada. Porque, fuera, hay Cosas, Cosas cuya habilidad para olfatear hasta el menor fragmento de realidad dejaban en mantillas a los tradicionales tiburones y sus regueros de sangre.
Las Cosas empezaron a reunirse.
Una tormenta recorrió las dunas de arena. Pero, al llegar a la baja colina, las nubes parecieron curvarse para esquivarla. Tan sólo unas cuantas gotas repiquetearon contra el suelo reseco, y el vendaval se transformó en una ligerísima brisa.
Esa brisa cubrió de arena los restos de una hoguera, apagada hacía ya mucho tiempo.
En la ladera de la colina, más abajo, cerca de un agujero que ya era suficientemente grande como para que cupiera un tejón, por poner un ejemplo, una piedrecita se soltó de su asidero y cayó rodando.
Pasó un mes, muy deprisa. No tenía ganas de remolonear por allí.
El tesorero llamó respetuosamente a la puerta del archicanciller, antes de abrirla.
Un dardo de ballesta clavó su sombrero a la madera.
El archicanciller bajó el arma y se quedó mirando al hombrecillo.
—Ha sido una actitud de lo más peligrosa —señaló—. Has estado a punto de provocar un accidente grave.
El tesorero no habría alcanzado la posición que ostentaba en aquel momento, o mejor dicho, la que había ostentado hasta hacía diez segundos, si no tuviera una personalidad tranquila y segura, en vez de la que tenía ahora (al borde de un ataque al corazón). Disponía también de una increíble habilidad para recuperarse después de sobresaltos inesperados.
Desclavó su sombrero de la diana dibujada con tiza sobre la antigua madera de la puerta.
—No ha pasado nada —dijo. Ninguna voz podía ser tan pausada y tranquila sin un terrible esfuerzo—. Casi no se nota el agujero. Eh… ¿por qué disparas contra la puerta, mi señor?
—¿Es que no tienes sentido común, hombre? Afuera está todo oscuro, y los muros son de piedra. ¡No querrás que dispare contra los jodidos muros!
—Eh… —siguió el tesorero—. No sé si te habrás percatado de que esta puerta tiene más de quinientos años —añadió con un sutil tono de reproche.
—Y los aparenta —replicó el archicanciller con brusquedad—. Vaya trasto más grande y renegrido. Lo que hace falta por aquí es menos piedra, menos madera y un poco más de marcha, de alegría. Unas cuantas láminas con dibujos de caza. Y algún adorno que otro.
—Me encargaré de ello personalmente —mintió el tesorero sin parpadear. Entonces, recordó el fajo de papeles que llevaba bajo el brazo—. Entretanto, señor, si dispones de un momento, necesito…
—Bueno, bueno —replicó el archicanciller, al tiempo que se encasquetaba el sombrero puntiagudo en la cabeza—. Así se habla. Ahora tengo que ir a ver a un dragón enfermo. El diablillo hace días que no prueba su aceite de brea.
—…tu firma en uno o dos… —se apresuró a balbucear el tesorero.
—No puedo hacerlo todo a la vez —replicó el otro, despidiéndolo con un gesto—. La verdad, en este sitio hay demasiado papeleo. Además…
Se quedó mirando al tesorero, como si acabara de recordar algo importante.
—Por cierto, esta mañana vi algo raro —dijo—. Había un mono en la sala. Y parecía como en su casa.
—Ah. Sí —asintió alegremente el hombrecillo—. Debía de ser el bibliotecario.
—¿Tiene una mascota?
—No, mi señor, me has comprendido mal —insistió el tesorero en el mismo tono—. Era el bibliotecario. El archicanciller se lo quedó mirando. La sonrisa del tesorero empezó a desvanecerse.
—¿El bibliotecario es un mono?
El tesorero tardó cierto tiempo en explicarle el asunto con claridad.
—Entonces —dijo al final el archicanciller—, ¿quieres decir que ese pobre tipo se transformó en mono por un accidente mágico?
—Sí, fue un accidente en la biblioteca. Una explosión mágica, para ser más concretos. En un momento dado era un hombre, y al siguiente se había convertido en orangután. Sobre todo, señor, no lo llames mono. Es un simio.
—¿Y qué más da?
—Al parecer, a él le importa mucho. Cuando lo llaman «mono» se vuelve bastante… eh… agresivo.
—¡Espero que no se dedique a mostrar el trasero a la gente! El tesorero cerró los ojos y contuvo un escalofrío.
—No, señor. Tú te refieres a los gibones.
—Ah. —El archicanciller meditó unos segundos al respecto—. Supongo que no habrá de esos monos trabajando para la universidad.
—No, señor. Sólo el bibliotecario, señor.
—No lo puedo tolerar. Está claro que no lo puedo tolerar. No puedo tolerar que haya bichos condenadamente grandes paseando por aquí —dijo el archicanciller con firmeza—. Deshazte de él.
—¡Dioses, no! Es el mejor bibliotecario que jamás hayamos tenido. Y justifica sobradamente su sueldo.
—¿Por qué? ¿Qué cobra?
—Cacahuetes —se apresuró a explicarle el tesorero—. Además, es el único que sabe a ciencia cierta cómo funciona la biblioteca.
—En ese caso, transformadlo de nuevo. No es vida para un hombre, ser un mono…
—Un simio, archicanciller. Y mucho me temo que, al parecer, él lo prefiere.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó su superior con tono de sospecha—. ¿Es que habla?
El tesorero titubeó. El problema con el bibliotecario era siempre el mismo. Todo el mundo se había acostumbrado tanto a él que nadie recordaba los tiempos en que la biblioteca no la dirigía un simio de colmillos amarillentos con la fuerza de tres hombres. Si lo anormal se prolonga durante el suficiente tiempo, se convierte en normal. Lo que pasaba era que, a la hora de explicárselo a un tercero, sonaba un tanto raro. Carraspeó, nervioso.
—Dice «Oook», archicanciller —dijo.
—Y eso ¿qué significa?
—Significa «no».
—Entonces, ¿cómo dice «sí»?
Eso era lo que el tesorero se había estado temiendo desde que salió el tema.
—«Oook», archicanciller —respondió.
—¡Ha sido el mismo oook que el oook de antes!
—No, no. Qué va. Te lo aseguro. Hay una inflexión diferente… bueno, quiero decir, al final te acostumbras a… —El tesorero terminó por encogerse de hombros—. Supongo que al final hemos acabado todos por comprender lo que dice, archicanciller.
—Bueno, al menos se mantiene en forma —dijo su superior con tono antipático—. Al contrario que el resto de vosotros. Esta mañana entré en la Sala No-Común, ¡y estaba llena de tíos roncando!
—Debían de ser los maestros superiores, señor —explicó el tesorero—. Y te aseguro que, en mi opinión, no pueden estar más en forma.
—¿En forma? ¡El decano tiene pinta de haberse tragado una cama!
—Ah, señor… —replicó el hombrecillo con una sonrisa indulgente—. Creo que «estar en forma» implica ser apto para un objetivo, y creo que el cuerpo del decano no puede ser más apto para el objetivo de pasarse el día sentado engullendo comidas pesadas.
El tesorero se permitió una breve sonrisa.
El archicanciller le dirigió una mirada tan anticuada que habría podido pertenecer a un fósil.
—¿Es un chiste? —preguntó con el tono de sospecha de alguien que no acabaría de comprender la expresión «sentido del humor» ni aunque te sentaras con él una hora y se lo explicaras con diagramas y dibujos.
—Me limitaba a hacer una observación, señor —respondió el tesorero con cautela.
El archicanciller sacudió la cabeza.
—No soporto los chistes. No soporto a esos tipos que se pasan el día por ahí haciéndose los graciosos. Eso es lo que sucede cuando la gente se pasa la vida metida entre cuatro paredes. Unas cuantas carreras de treinta kilómetros y el decano será un hombre diferente.
—Estoy de acuerdo en eso —asintió el tesorero—. Será un hombre muerto.
—Estará sano.
—Sí, pero muerto.
Irritado, el archicanciller removió los papeles que tenía sobre el escritorio.
—Blandenguería, flojedad —murmuró entre dientes—. Eso es lo que sobra aquí. Todo este lugar está podrido. La gente se pasa el día durmiendo o transformándose en monos. En mis tiempos de estudiante, ni se nos habría ocurrido transformarnos en monos.
Alzó la vista, airado.
—Bueno, ¿qué querías? —espetó al tesorero.
—¿Perdón? —susurró el hombrecillo, con los nervios deshechos.
—Querías que hiciera no sé qué, ¿no? Viniste a pedirme que hiciera algo. Seguramente porque soy el único que no se pasa las mañanas durmiendo o subido a un árbol en un columpio —añadió el archicanciller.
—Eh… creo que eso lo hacen los gibones, señor.
—¿Qué? ¿Qué? ¡A ver si dices algo coherente de una vez, hombre! El tesorero consiguió recuperar la compostura. No veía razón alguna para permitir que se le tratara de aquella manera.
—La verdad, señor, es que quería hablarte de uno de los estudiantes —dijo con frialdad.
—¿Estudiantes? —rugió el archicanciller.
—Sí, señor. Ya sabes, los delgaditos pálidos. Porque somos una universidad, no sé si lo recuerdas. Van incluidos en la definición, como las ratas…
—Pensaba que ya teníamos personal para que se encargara de ellos.
—Sí, el profesorado. Pero en algunas ocasiones… bueno, archicanciller, te agradecería que echaras un vistazo a estos resultados de exámenes…
Era medianoche… No la misma medianoche de antes, sino una medianoche muy parecida. Oíd Tom, la campana sin badajo de la torre de la Universidad, acababa de dar sus doce tañidos silenciosos.
Las nubes de lluvia exprimieron sus últimas gotas sobre la ciudad. Ankh-Morpork se extendía bajo las escasas estrellas húmedas, tan real como un ladrillo.
Ponder Stibbons, estudiante de magia, cerró el libro y se frotó la cara.
—De acuerdo —dijo—. Pregúntame lo que quieras. Adelante. Cualquier cosa.
Victor Tugelbend, estudiante de magia, cogió su sobado ejemplar del Necrotelicomnicon Comentado para Estudiantes, con Experimentos Prácticos y pasó las páginas al azar. Estaba tumbado en la cama de Ponder. Al menos, sus omoplatos lo estaban. Su cuerpo se extendía pared arriba. Esta posición era completamente normal para que un estudiante se relajara y descansara.
—Muy bien —dijo—. Vale, muy bien. Allá vamos, ¿cuál es el nombre del monstruo extradimensional cuyo grito de guerra más característico es «Voyaportivoyaporti»?
—Yob Soddoth —respondió Ponder sin titubear.
—Exacto. ¿Cómo tortura a sus víctimas hasta la muerte el monstruo Tshup Aklathep, Sapo Estelar Infernal con Un Millón de Edades?
—Es… no me lo digas… las sujeta cabeza abajo y les enseña fotos de sus hijos hasta que los cerebros de las víctimas implosionan.
—Bien. La verdad es que nunca he podido imaginarme cómo es eso —asintió Victor al tiempo que pasaba las páginas—. Supongo que cuando dices «Sí, ha salido a ti en los ojos» por milésima vez, estás predispuesto a cualquier modalidad de suicidio.
—Sabes muchísimo, Victor —señaló Ponder con tono de admiración—. Es increíble que sigas siendo un estudiante, no me lo explico.
—Ya sabes… —replicó el joven—. Esto… mala suerte en los exámenes.
—Vengar sigue —pidió Ponder—. Hazme una pregunta más. Victor abrió el libro de nuevo. Hubo un momento de silencio.
—¿Dónde está Holy Wood? —preguntó al final.
Ponder cerró los ojos y se tocó la frente con los nudillos.
—Espera, espera… no me lo digas… —Abrió los ojos de nuevo—. ¿Cómo que dónde está Holy Wood? —preguntó bruscamente—. No recuerdo que el libro diga nada sobre ningún lugar llamado Holy Wood.
Viotor clavó la vista en la página. Desde luego, allí no aparecía aquel nombre.
—Habría jurado que oí… no sé, debía de estar pensando en las musarañas —dijo con voz cansada—. Yo creo que es de tanto repasar.
—Sí, acaba por agotarlo a uno, ¿verdad? Pero valdrá la pena con tal de llegar a ser magos.
—Sí —asintió Victor—. Me muero por ser mago. Ponder cerró el libro.
—La lluvia ha cesado. Vamos a saltar el muro —sugirió—. Nos merecemos una copa.
Victor sacudió un dedo.
—Vale, pero que sea sólo una. Tengo que mantenerme sobrio —dijo—. Mañana son los exámenes finales, ¡necesito tener la cabeza despejada!
—¡Por supuesto! —asintió Ponder.
Evidentemente, es importantísimo estar sobrio cuando te enfrentas a un examen. Ignorar este sencillo hecho ha provocado la aparición y florecimiento de más de un profesional de la limpieza callejera, el robo de fruta en los mercados, o la guitarra en el metro.
Pero Victor tenía motivos muy especiales para mantenerse alerta.
Podía cometer un error, y aprobar.
Su difunto tío le había dejado una pequeña fortuna para que no se convirtiera en mago. No se había dado cuenta cuando redactó el testamento, pero eso era exactamente lo que había hecho el anciano. Creía estar ayudando a su sobrino a realizar sus estudios universitarios, pero Victor Tugelbend era un joven muy inteligente en el sentido más retorcido de la palabra, y había razonado de la siguiente manera:
¿Cuáles eran las ventajas y las desventajas de ser un mago? Bueno, para empezar uno conseguía cierto prestigio, pero se encontraba a menudo en situaciones peligrosas, y corría el riesgo constante de ser asesinado por un camarada mago. No le atraía ni lo más mínimo convertirse en un cadáver muy respetado.
Por otra parte…
¿Cuáles eran las ventajas y desventajas de ser un estudiante de magia? Tenías bastante tiempo libre, ciertas licencias en asuntos como beber litros de cerveza y cantar canciones picantes, nadie trataba de asesinarte (excepto en el sentido vulgar y cotidiano de Ankh-Morpork) y, gracias al legado, también podía permitirse un estilo de vida modesto, pero cómodo. Por supuesto, lo del prestigio quedaba descartado, pero al menos seguías vivo para saberlo.
De manera que Victor había dedicado una considerable cantidad de energía a estudiar, en primer lugar, las bizantinas normas que regulaban los exámenes de la Universidad Invisible, así como todas las preguntas que se habían presentado en dichos exámenes durante los cincuenta últimos años.
En los exámenes finales, la nota mínima para aprobar era un 88.
Suspender sería sencillo. Hasta un imbécil podría suspender.
Pero el tío de Victor no había sido ningún imbécil. Una de las condiciones que imponía el testamento era que, en caso de que Victor obtuviera una puntuación por debajo de 80, el suministro de dinero se cortaría en el acto.
En cierto sentido, había tenido éxito. Pocos estudiantes habían estudiado tanto como Victor. Se decía que sus conocimientos de magia rivalizaban con los de algunos de los magos superiores. Se pasaba horas y horas en una cómoda silla de la biblioteca, leyendo Grimorios. Investigaba sobre formulaciones de preguntas y técnicas de exámenes. Escuchaba las conferencias hasta que podía citarlas de memoria. Todo el personal docente lo consideraba el estudiante más inteligente, y desde luego el más trabajador, que habían tenido durante décadas. Y, en todos los exámenes finales, cuidadosa y certeramente, obtenía siempre una nota de 84. Era increíble.
El archicanciller leyó la última página.
—Ah. Ya veo —dijo al final—. Siento lástima por el pobre chico, ¿verdad?
—No creo que hayas comprendido lo que quiero decir, señor —dijo el tesorero.
—Pues me parece bastante obvio —replicó el archicanciller—. El chaval este suspende siempre por los pelos. —Señaló uno de los papeles—. En cualquier caso, aquí dice que aprobó hace tres años. Obtuvo un 91.
—Sí, archicanciller. Pero apeló.
—¿Apeló? ¿Contra su aprobado?
—Dijo que no creía que los examinadores se hubieran dado cuenta de que había cometido un error con las formas alotrópicas del octhierro en la pregunta número seis. Dijo que su conciencia no lo dejaría vivir tranquilo. Dijo que le remordería durante el resto de su vida si adelantaba de manera injusta a estudiantes mejor preparados y más dignos que él. El señor habrá advertido que en los exámenes siguientes sólo obtuvo puntuaciones de 82 y 83.
—Y eso, ¿por qué?
—Creemos que apuesta sobre seguro, señor. El archicanciller tamborileó los dedos con impaciencia sobre el escritorio.
—No lo podemos tolerar —dijo al final—. No podemos tolerar que alguien vaya por ahí siendo un casi mago y riéndose de nosotros ante nuestras propias… nuestras propias… ¿ante nuestras propias qué se ríe la gente?
—Yo opino lo mismo —ronroneó el tesorero, sin responder.
—Hay que hacer algo de él —insistió el archicanciller con firmeza.
—Con él, señor. Hacer algo de él significaría darle una profesión, o algo por el estilo —señaló el hombrecillo.
—Sí. Bien pensado. Pues hagamos algo con él.
—El problema es, ¿qué hacemos? Hasta ahora, es él quien hace algo con nosotros. Concretamente, burlarse —señaló el tesorero.
—En ese caso, habrá que restablecer el equilibrio de las cosas. O con las cosas —dijo el archicanciller. El tesorero puso los ojos en blanco.
—Así que quieres que lo ponga de patitas en la calle, ¿eh? —siguió su superior—. Pues nada, que venga a verme mañana por la mañana y…
—No, archicanciller. No podemos hacer las cosas así como así.
—¿Cómo que no podemos? ¡Creí que los que mandábamos éramos nosotros!
—Sí, pero todas las precauciones son pocas cuando anda de por medio el señor Tugelbend. Es un auténtico experto en legislaciones internas de la universidad. Así que se me ocurrió que, mañana, podríamos presentarle este examen final.
El archicanciller cogió el documento que le tendían. Movió los labios en silencio al leerlo.
—¿Sólo una pregunta?
—Sí. No tendrá más remedio que aprobar o suspender. Me gustaría ver cómo se las arregla para sacar un 84 con esto.
En cierto sentido que sus tutores no podían acabar de definir, por mucho que les molestara, Victor Tugelbend era también la persona más perezosa en toda la historia de la humanidad.
La suya no era una pereza vulgar y comente. La pereza vulgar y corriente no es más que la ausencia total de esfuerzo. Victor estaba por encima de eso desde hacía ya mucho tiempo, había superado la ociosidad normal y había salido por el otro extremo. Dedicaba más esfuerzos a evitar trabajar que los que la mayoría de la gente dedicaba a la profesión más dura.
Él nunca había deseado ser mago. Él nunca había deseado gran cosa, a excepción quizás de que lo dejaran en paz y que no lo despertaran hasta el mediodía. Cuando era pequeño y la gente le preguntaba cosas como «¿Qué quieres ser de mayor, jovencito?», su respuesta más habitual era, «No sé, ¿qué hay disponible?».
Pero la civilización no te deja salirte con la tuya en ese sentido durante demasiado tiempo. No le basta con que seas quien eres, además tienes que estar trabajando para ser alguien más.
Victor lo había intentado. Durante bastante tiempo, había intentado desear ser herrero, porque le parecía una profesión interesante y romántica. Pero también implicaba trabajo duro e intratables pedazos de metal. Luego había intentado desear ser asesino, porque le parecía una profesión osada y romántica. Pero también implicaba trabajo duro y, bien mirada la cuestión, había que asesinar a alguien de cuando en cuando. Después intentó desear ser actor, porque le parecía una profesión dramática y romántica, pero implicaba leotardos polvorientos, alojamientos incómodos y, para su sorpresa, trabajo duro.
Llegó al punto de permitir que lo enviaran a la Universidad, porque era más sencillo que no ir.
Tenía tendencia a sonreír a menudo, con una sonrisa ligeramente desconcertada. Esto provocaba en los demás la impresión de que era un poquito más inteligente que ellos. La verdad era que, por lo general, estaba intentando comprender qué acababan de decirle.
Y también tenía un bigotito fino, que con determinada luz le daba un aspecto agraciado, y con otra le daba aspecto de acabar de beberse un batido de chocolate muy espeso.
Era un rasgo de su fisonomía del que se sentía bastante orgulloso. Cuando uno se convertía en mago, se esperaba de él que dejara de afeitarse y luciera una barba semejante a un arbusto descuidado. Los magos más viejos parecían capaces de extraer alimentos del aire filtrándolos a través de sus bigotes, como las ballenas.
Por tanto, se sintió un tanto sobrio y un poco sorprendido al encontrarse en la Plaza de las Lunas Rotas. Se había dirigido hacia el estrecho callejón situado tras la Universidad, concretamente hacia el trozo de muro con los convenientes ladrillos extraíbles por donde, durante cientos y cientos de años, los estudiantes de magia se las habían arreglado para esquivar, o mejor dicho, para saltarse, las restricciones de la Universidad Invisible.
La Plaza no caía en su camino.
Se dio la vuelta para regresar sobre sus pasos y, en aquel momento, se detuvo. Estaba sucediendo algo de lo más inusual.
Por lo general, allí había siempre un narrador de historias, o unos cuantos músicos, o un vendedor a la caza de clientes potencialmente interesados en adquirir puntos interesantes de Ankh-Morpork, tales como la Torre del Arte o el Puente de Latón.
Ahora no había más que unas cuantas personas levantando una gran pantalla, semejante a una sábana sostenida por dos pértigas.
Se dirigió hacia ellas.
—¿Qué hacéis? —preguntó en tono amistoso.
—Va a haber una sesión.
—Ah, actores —asintió Victor, sin demasiado interés. Volvió a adentrarse en la húmeda oscuridad, pero se detuvo al oír una voz que surgía de entre la penumbra entre dos edificios.
—Socorro —exclamó la voz, bastante bajito.
—Haz el favor de dárnoslo —replicó otra voz. Victor se acercó un poco más, y escudriñó las sombras impenetrables.
—¿Hola? —dijo—. ¿Va todo bien? Hubo una pausa.
—Tú no sabes lo que te conviene, ¿eh, chico? —dijo al final alguien en voz baja.
Tiene un cuchillo, pensó Victor. Se acerca a mí con un cuchillo. Eso significa que me va a apuñalar, o que voy a tener que salir corriendo, cosa que es un auténtico desperdicio de energía.
La gente que no se concentra bien en los hechos habría podido pensar que Victor Tugelbend sería gordo y blandengue. La verdad era que se trataba sin duda alguna del estudiante más atlético de toda la Universidad. Arrastrar kilos de más era un esfuerzo excesivo para él, así que se cuidaba mucho de no engordar, y se mantenía en una forma física aceptable, porque hacer las cosas con unos músculos decentes representaba mucho menos esfuerzo que intentar hacer las cosas con bolsas de grasa.
Así que alzó una mano y asestó una bofetada de revés. El golpe no se limitó a acertar: lanzó por los aires a su agresor.
Luego clavó la vista en la víctima en potencia, que seguía acurrucada contra la pared.
—Espero que no estés herido —dijo.
—¡No te muevas!
—No iba a moverme —aseguró Victor.
La figura salió de entre las sombras. Llevaba un paquete bajo el brazo, y mantenía las manos ante la cara en un gesto muy extraño, con los índices y pulgares extendidos en ángulos rectos y luego encajados, de manera que los ojillos de comadreja del hombre parecían mirarlo a través de un marco rectangular.
Probablemente se trata de un gesto contra el Mal de Ojo, pensó Victor. Debe de ser un mago, por los símbolos que lleva en el traje.
—¡Increíble! —exclamó el hombre, sin dejar de mirarlo entre los dedos—. Oye, haz el favor de girar la cabeza, muy despacio. ¡Excelente! La nariz es una lástima, pero supongo que se podrá arreglar.
Dio unos pasos hacia adelante y trató de rodear los hombros de Victor con un brazo.
—Ha sido una suerte para ti que me hayas encontrado —le dijo.
—¿De verdad? —se sorprendió Victor, que hasta aquel momento habría jurado que la cosa era al revés.
—Eres justo el tipo que estoy buscando —insistió el hombre.
—Lo siento —respondió el joven—. Me pareció que iban a robarle.
—El ladrón buscaba esto —dijo el otro, dando unas palmaditas al paquete que llevaba bajo el brazo. Resonó como un gong—. Pero no le habría servido de nada.
—¿No tiene valor?
—Tiene un valor incalculable.
—Entonces, todo aclarado —dijo Victor.
El hombre dejó de intentar estrechar los hombros de Victor, que eran bastante anchos, y se conformó con poner la mano sobre tan sólo uno.
—Pero mucha gente habría sufrido una gran decepción —siguió—. Oye, escucha. Tienes buena planta. Un perfil adecuado. Atiende, chico, ¿te gustaría entrar en las imágenes en acción?
—Eh… —titubeó Victor—. No. No creo. El hombre se lo quedó mirando.
—Has oído bien lo que te he dicho, ¿no? —insistió—. Imágenes en acción.
—Sí.
—¡Pero si todo el mundo quiere entrar en las imágenes en acción!
—No, muchas gracias —replicó Victor con educación—. Estoy seguro de que es un trabajo muy digno, pero accionar imágenes no me parece muy interesante.
—¡Te estoy hablando de las imágenes en acción!
—Sí —asintió el muchacho amablemente—. Ya le he oído. El hombre sacudió la cabeza.
—Bueno —dijo—, me has dado la sorpresa del día. Es la primera vez en semanas que me encuentro con alguien que no está desesperado por entrar en las imágenes en acción. Creía que todo el mundo quería entrar en las imágenes en acción. Y en cuanto te vi, pensé: ahora querrá un empleo en las imágenes en acción a cambio de lo que ha hecho.
—De todos modos, se lo agradezco —respondió Victor—. Pero no creo que lo acepte.
—Bueno, el caso es que te debo algo.
El hombrecillo rebuscó en sus bolsillos y sacó una tarjeta. Victor la cogió. Decía así:
—Es por si alguna vez cambias de opinión —dijo—. En Holy Wood, todo el mundo me conoce. Victor examinó la tarjeta.
—Gracias —dijo vagamente—. Esto… ¿es usted mago, por casualidad?
Silverfish clavó la vista en él.
—¿Qué te hace pensar semejante cosa? —le espetó.
—Pues lleva un vestido con símbolos mágicos…
—¿Símbolos mágicos? ¡Obsérvalos más de cerca, chico! ¡Desde luego, éstos no son los símbolos crédulos de un sistema de creencias ridículas y pasadas de moda! Son los emblemas de un arte racional, cuyo luminoso nuevo amanecer no ha hecho más que… eh… ¡más que amanecer! ¡Símbolos mágicos! —bufó con el tono más despectivo que pudo encontrar—. Y es una túnica, no un vestido —añadió.
Víctor examinó la colección de estrellas, lunas crecientes y objetos variados. Los emblemas de un arte racional cuyo luminoso nuevo amanecer no había hecho más que amanecer le parecían iguales que los símbolos crédulos de un sistema de creencias ridículas y pasadas de moda, pero probablemente no fuera el momento adecuado para mencionárselo a Silverfish.
—Lo siento —dijo de nuevo—. Es que no lo había visto bien.
—Soy alquimista —explicó el hombre, tranquilizado sólo en parte.
—Ah, convertir el plomo en oro y todas esas cosas —asintió Victor.
—Nada de plomo, chico. Luz. Con el plomo nunca funcionó. Luz en oro…
—¿De verdad? —dijo Victor con educación mientras Silverfish empezaba a desplegar un trípode en el centro de la plaza.
Se estaba reuniendo una pequeña multitud. En Ankh-Morpork, las pequeñas multitudes se reunían muy fácilmente. Como ciudad, disponía de algunos de los mejores espectadores del universo. Prestaban atención a cualquier cosa, sobre todo si existía la posibilidad de que alguien resultara herido de alguna manera divertida.
—¿Por qué no te quedas a ver la sesión? —sugirió Silverfish, ya alejándose.
Así que alquimista. Bueno, todo el mundo sabía que los alquimistas estaban algo locos, pensó Victor. Era una cosa perfectamente normal.
¿Quién podría querer malgastar su tiempo accionando imágenes? La mayor parte de ellas parecían estar muy bien quietecitas.
—¡Salchichas en panecillo! ¡Compradlas ahora que están calientes! —aulló una voz junto a su oreja. Se dio la vuelta.
—Ah, hola, Escurridizo —dijo.
—Buenas noches, chico. ¿Quieres una deliciosa salchicha?
Victor contempló los brillantes cilindros dispuestos sobre la bandeja que colgaba del cuello de Escurridizo. Tenían un olor apetitoso. Como de costumbre. Luego te las llevabas a la boca y descubrías una vez más que Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo era capaz de encontrar una utilidad a partes de los animales que ni los animales sabían que tenían. Escurridizo había llegado a la conclusión de que, si añadías suficientes cebollas fritas y mostaza, la gente se comía cualquier cosa.
—Hay descuento especial para estudiantes —susurró Escurridizo con tono confidencial—. Quince peniques, y voy a la ruina.
Volteó estratégicamente la tapa de la sartén, dejando escapar una nube de vapor.
El aroma picante de las cebollas fritas cumplió con su perverso cometido.
—Bueno, sólo una —asintió Victor, sabiéndose derrotado. Escurridizo sacó una salchicha de la sartén y la metió en un panecillo con la habilidad de una rana atrapando a una mosca.
—No lo lamentarás en tu vida —dijo alegremente.
Victor mordisqueó un aro de cebolla. Hasta ahí, estaba a salvo.
—¿Qué está pasando? —preguntó, señalando con un pulgar la pantalla sacudida por el viento.
—No sé qué clase de espectáculo —replicó Escurridizo—. ¡Salchichas calientes! ¡Están de miedo!
Volvió a bajar la voz hasta su habitual tono de confidencia.
—Tengo entendido que está siendo todo un éxito en otras ciudades —añadió—. Son una especie de imágenes en acción. Han intentado perfeccionar la técnica al máximo antes de venir a Ankh-Morpork.
Observaron a Silverfish y a un par de sus colaboradores mientras trasteaban técnicamente con la caja que habían montado sobre el trípode. De pronto, en el orificio circular que tenía en la parte delantera, apareció una luz blanca que iluminó la pantalla. La multitud aplaudió sin demasiadas ganas.
—Oh —dijo Victor—. Ya entiendo. ¿Y eso es todo? No es más que el viejo espectáculo de las sombras. Nada más. Mi tío solía hacerlo para divertirme. ¿Sabes a qué me refiero? Tienes que mover las manos delante de la luz y las sombras toman la forma de un objeto, o un animal…
—Ah, sí —asintió Escurridizo, no del todo seguro—. Como «Elefante grande», o «Águila calva». Mi abuelo también hacía esas cosas.
—La que más hacía mi tío era «Conejo deforme» —siguió Victor—. La verdad es que no se le daba demasiado bien. Nos ponía en situaciones bastante difíciles. Todos nos sentábamos a su alrededor, adivinando a la desesperada cosas como «Puercoespín sorprendido», o «Mofeta rabiosa», y al final él se iba a la cama de morros porque no habíamos comprendido que estaba haciendo «Lord Henry Skipps y sus hombres derrotando a los trolls en la batalla de Pseudópolis». No veo qué tienen de especial unas sombras en la pantalla.
—Por lo que he oído, no se trata de eso —replicó Escurridizo—. Antes vendí a uno de esos hombres una Super Salchicha Especial, y me dijo que todo era cuestión de pasar las imágenes muy deprisa. Pegan muchas una detrás de otra y las muestran a toda velocidad. A una velocidad de mil diablos, dijo concretamente.
—No será tan deprisa —replicó Victor—. Si las muestran a tanta velocidad, no se verán.
—Dijo que ahí está el secreto, en no ver cómo pasan —insistió Escurridizo—. Hay que verlas todas a la vez, o algo por el estilo.
—Entonces no serán más que un borrón —protestó Victor—. ¿No le preguntaste sobre eso?
—La verdad es que no —replicó el vendedor—. El tipo tuvo que marcharse corriendo. Dijo que se sentía un poco extraño.
Victor observó pensativo los restos de su salchicha en panecillo y, mientras lo hacía, fue consciente de que él también estaba siendo observado.
Bajó la vista. Había un perro sentado a sus pies.
Era pequeño, de patas torcidas y pelaje áspero, básicamente gris, pero con zonas marrones, blancas y negras. Y le estaba mirando, sin duda.
Era, desde luego, la mirada más penetrante que Victor había visto en su vida. No resultaba amenazadora, ni lisonjera. Era, sencillamente, muy lenta y muy concienzuda, como si el perro estuviera memorizando todos los detalles para poder dar más tarde una descripción completa a las autoridades competentes.
Cuando estuvo seguro de que contaba con toda la atención de Victor, transfirió su mirada a la salchicha.
Victor sintió remordimientos de conciencia por ser tan cruel con un pobre animal inocente, pero, de todos modos, dejó caer la salchicha para que la cogiera. El perro la atrapó y la devoró con sorprendente economía de movimientos.
Estaba llegando más gente a la plaza. Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo se había alejado y estaba haciendo un buen negocio con los noctámbulos que se encontraban lo suficientemente borrachos como para que el optimismo triunfara sobre la experiencia. Todo aquel que compra cualquier tipo de comida callejera a la una de la madrugada tras una noche de juerga se encontrará asquerosamente mal al día siguiente coma lo que coma, así que tanto le da tener algo a lo que echarle la culpa.
Poco a poco, Victor se vio envuelto en una gran multitud. No había tan sólo seres humanos. A pocos metros de distancia, reconoció la figura de Detritus, un viejo troll al que conocían todos los estudiantes, porque solían contratarlo en los locales donde hubiera que expulsar a la gente de malos modos. El troll advirtió su presencia y trató de guiñarle un ojo. Eso hizo que cerrara ambos, porque a Detritus no se le daban bien las cosas complicadas. La creencia general era que, si se pudiera enseñar a Detritus a leer y escribir lo suficiente como para que se sentara en una silla a hacer un test de inteligencia, los resultados demostrarían que era poco menos inteligente que la silla.
Silverfish se puso un megáfono ante la boca.
—Damas y caballeros —dijo—. Esta noche, vais a tener el privilegio de presenciar un punto culminante en la historia del Siglo de… —Bajó el megáfono y Victor oyó su susurro apremiante mientras preguntaba a uno de sus ayudantes en qué siglo estaban. Luego siguió dirigiéndose a la multitud en el mismo tono optimista—. ¡… en el Siglo del Murciélago Frugívoro! ¡Nada más y nada menos que el nacimiento de las Imágenes en Acción! ¡Las imágenes que se mueven sin necesidad de magia!
Se detuvo y aguardó el aplauso. El aplauso no llegó. La multitud no hacía más que mirarlo. Para conseguir que la gente aplauda en Ankh-Morpork, no basta con poner signos de exclamación a las frases.
Silverfish siguió hablando, algo desalentado.
—¡Dicen que ver es creer! ¡Pero, damas y caballeros, no vais a creer lo que veréis con vuestros propios ojos! ¡Lo que estáis a punto de presenciar es el triunfo de las ciencias naturales! ¡La maravilla culminante de una era! ¡Un descubrimiento cuya magnificencia hará temblar al mundo, qué digo, al universo!
—Seguro que será mejor que esa maldita salchicha —dijo una voz pausada junto a la rodilla de Victor.
—¡El hombre domina los mecanismos naturales para crear ilusión! ¡Ilusión, damas y caballeros, sin recurrir en ningún momento a la magia!
Victor bajó la vista muy despacio. A la altura de sus rodillas no estaba más que el perrito, muy ocupado en rascarse. El animal alzó la vista.
—¿Guau? —dijo.
—¡Un inmenso potencial para la enseñanza! ¡El arte! ¡La historia! ¡Gracias, damas y caballeros! ¡Aún no habéis visto nada! Hubo otra pausa esperanzada, en busca del aplauso.
—Eso es verdad, aún no hemos visto nada —dijo alguien desde la primera fila.
—Sí —corroboró la mujer sentada junto a él—. ¿Cuándo vas a dejar de charlar? Queremos que empiece ya el espectáculo de sombras.
—¡Exacto! —asintió una segunda mujer—. Haced el «Conejo deforme». A mis hijos les encanta.
Victor apartó la vista unos momentos para disipar las sospechas del perro, y luego volvió a mirarlo fijamente.
El animal contemplaba amistosamente a la multitud y, al parecer, no le prestaba atención.
El joven se exploró con un dedo las profundidades de la oreja. Debía de haber sido un truco del eco, o algo por el estilo. No era porque el perro hubiera dicho «¡Guau!», aunque eso ya de por sí era más que extraño. La mayor parte de los perros del universo no dicen «¡guau!» en toda su vida. Tienen ladridos mucho más complicados, como «¡Grrroof!», «¡Ugggrr!» y esas cosas. No, el perro no había ladrado en absoluto. El perro había dicho «guau».
Victor sacudió la cabeza y volvió a concentrarse en Silverfish, que en aquel momento se bajaba del estrado de la pantalla y hacía un gesto a uno de sus ayudantes para que empezara a dar vueltas a la manivela que había a un lado de la caja. Se oyó un chirrido que, poco a poco, se fue transformando en un cliqueteo regular. Unas vagas sombras recorrieron la pantalla, y entonces…
Una de las últimas cosas que Victor recordó fue una voz junto a su rodilla que decía:
—Podría haber sido peor, amigo. Podría haber dicho «miau».
Holy Wood sueña…
Y ahora, habían pasado ocho horas desde el anterior ahora.
Un Ponder Stibbons con una resaca espantosa miraba con sentimiento de culpabilidad el pupitre vacío que tenía a su lado. No era propio de Victor eso de no presentarse a un examen. Su compañero siempre decía que disfrutaba con el desafío.
—Preparaos para dar la vuelta a los papeles con las preguntas —anunció el vigilante desde el otro extremo de la sala.
Los sesenta pechos de los sesenta posibles futuros magos se tensaron con una angustia oscura, insoportable. Ponder, nervioso, daba vueltas entre los dedos a su pluma de la suerte.
El mago del estrado dio la vuelta al reloj de arena.
—Ya podéis comenzar —dijo.
Algunos de los estudiantes más presuntuosos dieron la vuelta a sus respectivos papeles con un chasquido de los dedos. Ponder los detestó al instante.
Tendió la mano hacia su tintero de la suerte, los nervios le hicieron fallar por completo, y lo volcó con la manga de la túnica. Una pequeña marea negra inundó el papel que contenía sus preguntas.
Le tocó a él el turno de verse inundado con la misma eficacia por el pánico y la vergüenza. Frotó la tinta como pudo con el borde de su túnica, con lo que consiguió esparcirla con más homogeneidad por toda la superficie del pupitre. La marea negra se había llevado a su rana disecada de la suerte.
Rojo de vergüenza, chorreando tinta negra, alzó la vista con gesto suplicante hacia el mago que presidía el examen, y luego clavó los ojos implorantes en el pupitre vacío que tenía al lado.
El mago asintió. Ponder, agradecido, cruzó el pasillo entre los escritorios, aguardó hasta que su corazón dejó de latir aceleradamente, y entonces, lenta, cautelosamente, volvió la hoja de papel.
Diez segundos más tarde, contra toda lógica, la volvió de nuevo, sólo por si se había cometido un error y las preguntas estaban escritas por el otro lado, aunque antes no las hubiera visto.
En torno a él reinaba el intenso silencio de cincuenta y nueve mentes cuyos engranajes chirriaban con el esfuerzo constante.
Ponder volvió de nuevo la hoja.
Quizá se tratara de una equivocación. No… no, allí estaba el sello de la Universidad, con la firma del archicanciller y el resto de los requisitos. Así que podía tratarse de alguna clase especial de examen. Quizá, en aquel mismo momento, los examinadores lo estaban observando para ver qué hacía…
Miró a su alrededor con toda la discreción de que fue capaz. El resto de los estudiantes parecían estar trabajando duro. Entonces, a lo mejor sí que se trataba de un error. Sí. Cuanto más lo pensaba, más lógico le parecía. Seguramente el archicanciller había firmado los papeles y luego, cuando los secretarios los fueron copiando, uno de ellos no tuvo tiempo más que de escribir la vital primera pregunta antes de que lo llamaran para algo, y nadie se dio cuenta, y pusieron esa hoja en el pupitre de Victor. Pero ahora Victor no estaba, y Ponder se había sentado ante aquella hoja de examen. En un repentino ataque de religiosidad, decidió que eso significaba que los dioses habían querido desde el principio que fuera para él. Al fin y al cabo, no era culpa suya si el resultado de una equivocación era que le plantearan un examen como aquél. Seguramente, dejar pasar aquella oportunidad sería un sacrilegio, o algo semejante.
Los magos tendrían que aceptar el resultado del examen. De eso, Ponder estaba seguro. No en vano había compartido la habitación con la mayor autoridad mundial en normativas sobre exámenes.
Volvió a leer la pregunta: «¿Cuál es tu nombre?».
La respondió.
Tras un rato, la subrayó, varias veces, con su rotulador fosforescente de la suerte.
Tras otro rato, para demostrar su buena voluntad y espíritu de cooperación, escribió encima: «La respuesta a la Pregunta Número Uno es:».
Diez minutos más tarde, se aventuró a añadir «Ése es mi nombre» en la línea inferior, y subrayó la frase con un trazo grueso.
Pensó que el pobre Victor iba a lamentar amargamente haberse perdido aquella oportunidad.
¿Dónde estaría?
Aún no había ningún camino que llevara a Holy Wood. Si alguien quisiera llegar allí tendría que tomar la carretera principal que iba hacia Quirm y, en un punto sin señalizar del árido paisaje de arbustos, desviarse en dirección a las dunas de arena. Los matorrales de espliego y romero bordeaban el sendero. No se oía más sonido que el zumbar de las abejas y el canto lejano de las alondras, cosas que sólo hacían que el silencio fuera aún más evidente.
Victor Tugelbend dejó la carretera principal en el punto por donde el borde de arbustos ya estaba roto y aplastado por el paso de muchos carros y, a la vista de las huellas, por un creciente número de pies.
Aún le quedaban muchos kilómetros por delante. Siguió caminando.
En lo más profundo de su mente, una vocecilla no paraba de decirle cosas como «¿Dónde estoy? ¿Por qué estoy haciendo esto?», mientras que otra parte de su ser sabía que nadie le estaba obligando a hacerlo. Al igual que las víctimas del hipnotizador saben que en realidad no están hipnotizadas y pueden dejar de hacer lo que hacen en cualquier momento, pero el caso es que no les apetece aún, Victor permitía que otra voluntad le guiara los pies.
No sabía a ciencia cierta por qué. Sólo sabía que había algo de lo que tenía que formar parte. Algo que quizá no volvería a suceder.
A cierta distancia por detrás de él, pero ganando terreno bastante deprisa, estaba Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, tratando de cabalgar. No era jinete por naturaleza, y de cuando en cuando se caía. Ése era uno de los motivos por los que no había alcanzado todavía a Victor. El otro era que, antes de marcharse de la ciudad, se había detenido para vender a precio de ganga su negocio de salchichas en panecillo a un enano que no daba crédito a su suerte (cuando el enano probó una de las salchichas que iba a vender, siguió sin dar crédito a su suerte).
Algo estaba llamando a Escurridizo, y ese algo tenía una voz dorada.
A bastante trecho por detrás de Ruina, arrastrando los nudillos por la arena, avanzaba Detritus el troll. Es difícil imaginar en qué iba pensando, de la misma manera que es difícil imaginar en qué piensa una paloma mensajera. Lo único que sabía el troll era que no estaba en el lugar donde tenía que estar.
Y por último, aún más atrás por el mismo camino, viajaba un carromato tirado por ocho caballos, con un cargamento de leña destinado a Holy Wood. Su conductor no pensaba en nada en concreto, aunque estaba algo sorprendido por el incidente que había tenido lugar justo cuando salía de Ankh-Morpork, en la oscuridad precedente al amanecer. Desde la penumbra, una voz junto al camino había gritado «¡Alto en nombre de la guardia de la ciudad!», y él se había detenido. Al ver que no sucedía nada, miró a su alrededor, y por mucho que escudriñó las tinieblas no vio a nadie.
El carromato pasó de largo, descubriendo a los ojos del espectador imaginativo la pequeña figura de Gaspode, el Perro Maravilla, que trataba de acomodarse entre los montones de leña. Él también iba a Holy Wood.
Y él tampoco sabía por qué.
Pero estaba decidido a averiguarlo.
En los últimos años del Siglo del Murciélago Frugívoro, nadie habría podido imaginar que los asuntos del Mundodisco eran vigilados con tenacidad e impaciencia por inteligencias más grandes que las de los hombres, o al menos mucho más antipáticas; que sus asuntos estaban sometidos a un escrutinio y estudio tan exhaustivos como el que dedicaría alguien con hambre de tres días al menú de Todo-Lo-Que-Puedas-Tragar-Por-Un-Dólar que aparecía en el exterior de Harga, La Casa de Costillas…
Bueno, a decir verdad… la mayoría de los magos lo habrían creído si alguien se hubiera tomado la molestia de decírselo.
Desde luego, el bibliotecario lo habría creído.
Y la señora Marietta Cosmopilita, residente en la Calle Quirm, número 3, Ankh-Morpork, también lo habría creído a pies juntillas. Pero lo cierto es que la buena mujer creía que el mundo era redondo, que una ristra de ajos en el cajón donde guardaba la ropa interior mantendría alejados a los vampiros, que a la gente le sentaba bien reírse de vez en cuando, que todo el mundo era bueno aunque fuera sólo en parte, y que tres enanitos horrendos la espiaban todas las noches cuando se desnudaba[4].
¡Holy Wood…! … no era gran cosa, por el momento. Una simple colina junto al mar, y, al otro lado de la colina, muchas dunas de arena. Tenía esa belleza especial que sólo es belleza si puedes marcharte tras admirar brevemente su belleza, para volver a un lugar donde haya bañeras con agua caliente y bebidas con cubitos de hielo. En realidad, permanecer allí durante cierto tiempo podía llegar a ser una auténtica penitencia.
De todos modos, ahora se alzaba una ciudad… mas o menos. Se construían cobertizos de madera en cualquier lugar donde alguien dejara caer un cargamento de madera, y eran edificaciones rudimentarias, como si sus constructores las culparan del tiempo que les robaban para hacer cosas mucho más interesantes. En realidad, más que cobertizos eran simples cajones de madera.
A excepción de la parte delantera.
Muchos años más tarde, Victor diría que, si uno quería comprender a Holy Wood, tenía que empezar por comprender sus edificios.
Veías un cajón de madera en medio de la arena. Tendría un rudimentario tejado triangular, pero eso carecía de importancia, porque en Holy Wood no llovía nunca. Las ranuras de las paredes estarían tapadas con trapos viejos. Las ventanas serían simples agujeros, ya que el cristal era demasiado frágil como para transportarlo en carromato desde Ankh-Morpork. Y, vista desde detrás, la parte delantera no sería más que un enorme tablero de madera sostenido por un entramado de vigas y puntales.
Pero, por delante, la parte frontal sería una maravilla arquitectónica, barroca, pintada, llena de adornos. En Ankh-Morpork, la gente sensata prefería que sus casas fueran sencillas para no llamar demasiado la atención, y reservaban los adornos para el interior. Pero Holy Wood lucía sus casas del revés.
Victor caminó por lo que supuestamente era la calle principal, como si se moviera en una alucinación. Se había despertado muy temprano, a la intemperie, entre las dunas arenosas. ¿Por qué? Había decidido ir a Holy Wood, sí, pero, ¿por qué? No conseguía recordarlo. Lo único que recordaba era que, en su momento, aquello le había parecido lo más sensato del mundo. En su momento, había tenido cientos de buenas razones.
Ojalá consiguiera recordar aunque fuera tan sólo una.
Aunque claro, no le quedaba mucho sitio en la mente para revisar recuerdos. Estaba demasiado ocupado siendo consciente de que tenía mucha hambre, y una sed terrible. Registrando todos sus bolsillos, había conseguido un total de siete peniques. Con eso no podría pagar ni un plato de sopa, mucho menos una buena comida.
Necesitaba desesperadamente una buena comida. Sin lugar a dudas, las cosas le parecerían mucho más claras después de una buena comida.
Se abrió paso entre la multitud. La mayoría de la gente parecía trabajar en asuntos de carpintería, pero también había otros que tiraban de carretas o transportaban misteriosos embalajes. Todo el mundo se movía muy deprisa, con resolución, con un objetivo claro y concreto.
Todos menos él.
Subió por la improvisada calle sin dejar de mirar las casas, sintiéndose como un saltamontes perdido en la superficie de un hormiguero y tratando de no llamar la atención. Y no parecía haber…
—¡Eh, tú, mira por dónde andas!
Rebotó contra una pared. Cuando consiguió recuperar el equilibrio, la persona contra la que había chocado ya se estaba perdiendo entre la multitud. La miró unos instantes, y luego corrió desesperadamente hacia ella.
—¡Eh! —gritó—. ¡Lo siento! ¡Oiga! ¡Señorita!
La joven se detuvo y aguardó con impaciencia a que la alcanzara.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Medía casi treinta centímetros menos que él, y su silueta era una cuestión dudosa, ya que la mayor parte de ella estaba envuelta en un ridículo vestido escarolado, aunque el traje no resultaba tan desquiciado como la enorme peluca rubia llena de rizos. Y tenía el rostro blanco por la espesa capa de maquillaje que le cubría todo excepto los ojos, bordeados por una gruesa línea negra. El efecto general era el de la pantalla de una lámpara que hubiera dormido fatal en los últimos días.
—¿Qué quieres? —repitió—. ¡Date prisa! ¡El rodaje volverá a empezar en cinco minutos!
—Eh…
La chica se destensó un poco.
—No, no me digas nada —siguió—. Acabas de llegar. Todo esto es nuevo para ti. No sabes qué hacer. Estás muerto de hambre. No tienes nada de dinero. ¿He acertado?
—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?
—Todo el mundo empieza así. Y ahora quieres que te ayude a entrar en las pelis, ¿a que sí?
—¿Las pelis?
La chica puso los ojos en blanco, con lo que destacaron aún más en los círculos negros.
—¡Las imágenes en acción!
—Oh…
Eso es lo que quiero, pensó Victor. No lo sabía, pero eso es lo que quiero. Sí. Para eso he venido. ¿Cómo es que no se me ocurrió antes?
—Sí —dijo en voz alta—. Sí, eso es lo que quiero hacer. Quiero… eh… entrar. Eso, quiero entrar. ¿Cómo hace uno para entrar?
—Uno espera, y espera, y espera. Hasta que se fijan en uno. —La chica lo miró de arriba abajo sin disimular su desprecio—. ¿Por qué no te dedicas a la carpintería? En Holy Wood siempre hacen falta buenos artesanos.
Y, con esto, se dio media vuelta y se alejó, perdiéndose entre la multitud de gente ajetreada.
—Eh… ¡gracias! —gritó Victor desde lejos—. ¡Gracias! —Alzó aún más la voz y añadió—. ¡Espero que se te cure pronto lo de los ojos!
Lo de esperar y esperar y esperar tenía sus atractivos, pero para la espera hacía falta dinero.
Sus dedos se cerraron en torno a un pequeño rectángulo inesperado. Lo extrajo de su bolsillo y lo examinó detenidamente. Era la tarjeta de Silverfish.
Holy Wood, n.° 1, resultó ser la dirección de un par de cobertizos defendidos por una alta valla hecha de tablones de madera. Ante la puerta de la valla se extendía una larga cola. Los que la componían eran trolls, enanos y humanos. Todos tenían aspecto de llevar allí cierto tiempo; de hecho, algunos de ellos habían desarrollado un estilo tan desalentado de mecerse sin dejar de estar erguidos que bien podrían ser los descendientes especialmente evolucionados y adaptados al medió ambiente de los originales seres prehistóricos que formaron la primera cola.
En la puerta de la verja había un hombretón alto y corpulento, que contemplaba a los que aguardaban con la mirada de superioridad de todos aquellos que han ostentado un fragmento de poder en cualquier lugar o tiempo.
—Disculpa… —empezó Victor.
—El señor Silverfish no va a contratar a nadie más esta mañana —dijo el hombre sin tomarse la molestia de volverse hacia él—. Así que lárgate.
—Pero él me dio su tarjeta, me dijo que si alguna vez pasaba por…
—¡He dicho que te largues, amigo!
—Sí, pero…
La puerta de la verja se abrió un poquito. Un rostro menudo se asomó.
—Necesitamos a un troll y a un par de humanos —dijo—. Por un día, la tarifa acostumbrada.
El hombretón se irguió y se puso ante la boca las manos llenas de cicatrices, para formar bocina.
—¡Eh, gentuza! —gritó—. ¡Ya habéis oído!
Paseó la vista por la hilera de gente, con la mirada entrenada de un criador de ganado.
—Tú, tú y tú —dijo, señalando.
—Perdona —intentó colaborar Victor—, pero creo que en realidad aquel hombre de allí iba el primero en la…
Lo apartaron de un empujón. Los tres afortunados se apresuraron a entrar. Le pareció ver el brillo de unas monedas al cambiar de manos. Luego, el portero volvió hacia él un rostro airado y enrojecido.
—Tú —le espetó—, vete al final de la cola. ¡Y no te muevas de allí! Víctor se lo quedó mirando. Luego, miró la verja. Miró la larga hilera de gente desalentada.
—Mmm… no —dijo—. No. Pero gracias de todos modos.
—¡Pues lárgate!
Victor le dedicó una sonrisa amistosa. Caminó hasta el final de la valla, y la siguió. Se curvaba al final para entrar en un callejón estrecho.
Victor rebuscó durante un rato entre los restos habituales de todos los callejones, hasta dar con un trozo de papel. Luego, se arremangó. Y sólo entonces se permitió inspeccionar cuidadosamente la valla, hasta dar con un par de tablones sueltos que, con un poco de esfuerzo, le permitieron el paso.
De esta manera llegó a una zona en la que se amontonaban tablones y trozos de tela. No había nadie a la vista por los alrededores.
Caminó con decisión, a sabiendas de que nadie que esté arremangado y camine con decisión ostentando un papel en la mano suele despertar sospechas, y penetró a través de las maderas y lonas que constituían el país maravilloso de la Cinematografía Interesante e Instructiva.
Había edificios pintados en la parte trasera de otros edificios. Había árboles que eran árboles por delante, y sólo un amasijo de puntales por detrás. Había una actividad febril, aunque, por lo que Victor pudo ver, nadie estaba haciendo nada concreto.
Divisó a un hombre vestido con una larga capa negra y sombrero también negro, que lucía un bigote gigantesco y estaba atando a una chica a uno de los árboles. Nadie parecía tener intención de ir a detenerlo, aunque la muchacha se debatía ostentosamente. De hecho, un par de personas observaban la escena sin mucho interés, y también había un hombre situado tras una gran caja montada sobre un trípode, dando vueltas a la manivela.
La chica alzó un brazo en gesto suplicante, mientras abría y cerraba la boca sin emitir sonido alguno.
Uno de los espectadores se levantó, eligió una tablilla del montón que tenía a un lado, y la sostuvo ante el orificio de la caja.
La tablilla era negra. Sobre ella, en letra blanca, se leían las palabras «¡No! ¡No!».
Victor se alejó. El villano se retorció las guías del bigote. El hombre de las tablillas volvió con otra. Esta vez decía: «¡Ajá! ¡Mi bella orgullosa!».
Otro de los espectadores sentados se inclinó para recoger un megáfono.
—Vale, vale —dijo—. Está bien. Hacemos una pausa de cinco minutos, luego todo el mundo aquí para la escena de la gran pelea.
El villano desató a la chica. Los dos se alejaron. El hombre de la caja dejó de dar vueltas a la manivela y encendió un cigarrillo. Luego, abrió la tapa de la caja.
—¿Habéis cogido eso todos? —preguntó. Se oyó un coro de chirridos.
Victor se acercó al hombre del megáfono y le dio un toquecito en el hombro.
—Mensaje urgente para el señor Silverfish —dijo con voz átona.
—Está en las oficinas, por allí —dijo el hombre, señalando con el pulgar por encima del hombro, sin dignarse a volver la vista.
—Gracias.
El primer cobertizo en el que Victor metió la cabeza sólo contenía hileras de pequeñas jaulas que se extendían hasta perderse en la penumbra. Unos seres que no pudo distinguir se lanzaron contra los barrotes y le graznaron. Cerró la puerta apresuradamente.
En el siguiente cobertizo encontró a Silverfish, de pie ante un escritorio cubierto por trocitos de cristalería y montones de papeles. El hombre no se dio la vuelta cuando entró.
—Déjalo ahí —dijo con aire ausente.
—Soy yo, señor Silverfish —dijo Victor.
Silverfish se dio media vuelta y examinó con gesto vago al joven, como si fuera culpa de Victor que su cara no le sonase de nada.
—¿Sí?
—He venido a buscar ese empleo —dijo—. ¿Lo recuerda?
—¿Qué empleo? ¿Qué tengo que recordar? —replicó Silverfish—. ¿Cómo demonios has entrado aquí?
—Bueno, he entrado en las imágenes en acción por una valla —titubeó Victor—. Pero no es nada que no se pueda arreglar con un martillo y un par de clavos.
El rostro de Silverfish reflejó el horror que sentía. Victor sacó la tarjeta y la mostró con lo que esperaba fuera un gesto tranquilizador.
—En Ankh-Morpork —dijo—. Hace un par de noches. A usted iban a robarle…
Silverfish recordó.
—Ah, sí —suspiró con cierto desmayo—. Y tú eres el chico que me echó una mano.
—Usted me dijo que viniera a verle si alguna vez me interesaba accionar imágenes —dijo Víctor—. Entonces no quería, pero ahora, sí.
Dedicó al hombre una brillante sonrisa.
Pero, para sus adentros, pensaba: Va a intentar darme esquinazo. Ya está lamentando haberme hecho aquella oferta. Me va a decir que me ponga en la cola y que espere mi turno.
—Bueno, sí, claro —dijo Silverfish—, hay mucha gente con talento que quiere estar en las imágenes en acción. Cualquier día de estos tendremos incluso sonido. A ver, ¿eres carpintero? ¿Tienes alguna experiencia como alquimista? ¿Has entrenado duendes alguna vez? ¿Sabes hacer algún tipo de trabajo manual?
—No —admitió Victor.
—¿Sabes cantar?
—Un poco. En la ducha. Pero no muy bien —tuvo que conceder el muchacho.
—¿Sabes bailar?
—No.
—¿Y las espadas? ¿Qué tal manejas la espada?
—De aquella manera —respondió Victor.
Era cierto que a veces practicaba en el gimnasio. Pero la verdad era que nunca se había enfrentado a un adversario, ya que por lo general los magos aborrecen cualquier tipo de ejercicio físico, y aparte de él sólo entraba allí el bibliotecario, que se limitaba a usar las cuerdas y las anillas. Pero Victor había practicado una técnica muy personal y llena de energía ante el espejo, y hasta entonces el espejo nunca lo había derrotado.
—Ya veo —suspiró Silverfish—. No sabes cantar. No sabes bailar. Manejas la espada de aquella manera.
—Pero le he salvado la vida dos veces —señaló Victor.
—¿Dos veces?
—Sí. —Tomó aliento. Aquello iba a ser todo un riesgo—. Aquella noche… —dijo—, y ahora. Hubo una larga pausa. Fue Silverfish quien la rompió.
—La verdad es que no creo que haya mucha demanda para eso.
—Lo siento mucho, señor Silverfish —suplicó Victor—. De verdad que no soy de ese tipo de personas, pero usted me dijo que viniera, y he llegado hasta aquí, y no tengo dinero, y estoy hambriento, y haré lo que sea, cualquier cosa. Lo que sea. Por favor.
Silverfish lo miró, dubitativo.
—¿Incluso actuar? —preguntó.
—¿Cómo?
—Moverte y fingir que haces algo —le explicó el ex alquimista.
—¡Sí!
—Es una pena que tenga que dedicarse a eso un muchacho inteligente y culto como tú —suspiró Silverfish—. ¿A qué te dedicas?
—Soy estudiante de ma… —empezó Victor. Entonces, recordó la antipatía de Silverfish hacia los magos, y se corrigió a media palabra—. De mecánica.
—¿De mamecánica?
—Pero, la verdad, no sé si valdré para actor —confesó el muchacho.
Silverfish pareció sorprendido.
—Oh, lo harás bien —dijo—. Es muy difícil actuar mal en las imágenes en acción.
Se rebuscó en los bolsillos y extrajo una moneda de un dólar.
—Toma —dijo—, ve a comer algo. Miró a Victor de arriba abajo.
—¿Esperas algo? —se impacientó.
—Bueno —asintió el joven—, la verdad, querría que me explicara un poco esto.
—¿A qué te refieres?
—Hace un par de noches, vi su… su peli. —Sintió cierto orgullo por haber sido capaz de recordar el término—. En la ciudad. Y, de repente, quise estar aquí más que ninguna otra cosa en mi vida. ¡La verdad es que en mi vida había querido nada! . En el rostro de Silverfish se dibujó una sonrisa de alivio.
—Ah, eso —asintió—. No es más que la magia de Holy Wood. No es una magia como la de los magos —se apresuró a añadir—, que no es más que un montón de supersticiones y abracadabras. No. Esta es la magia de la gente normal. Tu mente hierve con todas las posibilidades. Lo sé porque la mía también hirvió así —añadió.
—Sí —respondió Victor, aunque no muy seguro—. Pero ¿cómo funciona?
El rostro de Silverfish se animó.
—¿Quieres saberlo? —preguntó—. ¿Quieres saber cómo funcionan las cosas?
—Sí, yo…
—Es que, ¿sabes?, la mayor parte de la gente es decepcionante —explicó el hombre—. Les muestras algo tan maravilloso como la caja de imágenes, y se limitan a decir «oh». Nunca te preguntan cómo funciona, no les interesa. ¡Señor Bird!
La última frase fue un grito. Tras unos instantes, se abrió una puerta al otro lado del cobertizo, y entró otro hombre.
Llevaba una caja de imágenes colgada de una correa que le rodeaba el cuello. De su cinturón pendía un amplio surtido de herramientas. Tenía las manos con zonas descoloridas por los productos químicos, y carecía de cejas… cosa que, como descubriría Víctor más adelante, era indicio seguro de que había estado trabajando con octoceluloide durante cierto tiempo. Además, el hombre lucía la visera del revés.
—Te presento a Gaffer Bird —sonrió Silverfish—. Es nuestro operador jefe. Gaffer, éste es Victor. Va a actuar con nosotros.
—Oh —respondió Gaffer, observando a Victor de la misma manera que un carnicero observaría un esqueleto de buey—. ¿De verdad?
—¡Y quiere saber cómo funcionan las cosas! —siguió Silverfish. Gaffer dedicó al joven una mirada displicente.
—Con cordel —dijo de mal humor—. Aquí todo funciona con cordel. Te sorprendería saber cuántas cosas se desmoronarían por aquí si no fuera por mí y por mi ovillo de cordel.
De pronto, de la caja que colgaba de su cuello surgió un sonido caótico. El hombre le dio un golpe con el dorso de la mano.
—Eh, vosotros, callaos —dijo. Se dirigió a Victor—. Se ponen un poco nerviosos si los sacamos de su rutina —le explicó.
—¿Qué hay en la caja? —preguntó el joven. Gaffer guiñó un ojo a Silverfish.
—Te gustaría saberlo, ¿eh?
Victor recordó a los seres enjaulados que había entrevisto en el cobertizo.
—Por el ruido, deben de ser demonios comunes —aventuró con cautela.
Gaffer le dedicó una mirada aprobadora, la misma que habría dedicado a un perro estúpido que acabara de hacer un truco ingenioso.
—Sí, es verdad —concedió.
—Pero ¿cómo impides que escapen? —se interesó Victor. Gaffer se echó a reír.
—Es increíble lo que se puede hacer con un ovillo de cordel —dijo.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo era una de esas poquísimas personas capaces de pensar en línea recta.
La mayoría de la gente piensa en curvas y en zigzags. Por ejemplo, comienzan con un pensamiento como: ¿Qué puedo hacer para llegar a ser muy rico?, y siguen por un rumbo incierto que incluye pensamientos como: ¿Qué habrá hoy para cenar?, e incluso, ¿a quién conozco que pueda prestarme cinco dólares?
Mientras que Ruina era una de esas personas capaces de identificar la idea que quedaba al final del proceso, en este caso Ya soy muy rico, trazar una línea entre las dos, y luego pensar cómo seguirla, despacio, con paciencia, hasta llegar al final.
El sistema no funcionaba, claro. Ruina había descubierto que siempre existía algún fallo pequeño pero vital en el proceso. Por lo general, ese fallo solía radicar en la extraña reluctancia de la gente a comprar lo que él tenía para vender.
Pero los ahorros de toda su vida se encontraban ahora en una bolsa de cuero, dentro de su chaquetón. Llevaba un día entero en Holy Wood. Había observado su destartalada organización de cobertizos con la mirada experta de quien ha sido vendedor toda su vida. Allí no parecía haber lugar para él, pero eso no era ningún problema: en la cima, siempre había sitio.
Todo un día de investigaciones y observaciones detalladas lo había llevado hasta Cinematografía Interesante e Instructiva. Ahora se encontraba al otro lado de la calle, mirando con atención.
Contempló la cola de gente. Contempló al hombre de la puerta. Tomó una decisión.
Caminó a lo largo de la hilera. Él tenía cerebro. Sabía que tenía cerebro. Ahora, lo que le hacía falta era músculo. Y seguro que allí habría…
—Buenas tardes, señor Escurridizo.
Esa cabeza plana, esos brazos como troncos, ese labio inferior colgante, esa voz chirriante que delataba un coeficiente intelectual del tamaño de una avellana… Todo sumado apuntaba a…
—Soy yo. Detritus —dijo Detritus—. Qué cosas, mira que encontrarnos aquí, ¿eh?
Dedicó a Escurridizo una sonrisa que era como una grieta en el soporte vital de un puente.
—Hola, Detritus. ¿Qué, estás trabajando en las películas? —se interesó el ex vendedor de salchichas.
—Trabajando, lo que se dice trabajando, no… —replicó el troll, avergonzado.
Escurridizo observó con detenimiento al troll, cuyos puños como rocas solían decir la última palabra en cualquier pelea callejera.
—Es intolerable —dijo. Sacó su bolsa de dinero y contó cinco dólares—. ¿Qué te parecería trabajar directamente para mí, Detritus? El troll se tocó la escasa frente con un gesto respetuoso.
—Dicho y hecho, señor Escurridizo.
—Pues ven por aquí.
Escurridizo caminó hasta el principio de la cola. El hombre de la puerta sacó un brazo para impedirle el paso.
—¿Adonde crees que vas, amigo?
—Tengo una cita con el señor Silverfish —replicó Escurridizo.
—Supongo que él lo sabrá, ¿no? —preguntó el guardia con un tono que sugería que, por lo que a él respectaba, no se lo habría creído ni aunque lo hubiera visto escrito en el cielo.
—Todavía no —dijo Escurridizo.
—Bueno, amigo mío, en ese caso te puedes ir directamente a…
—¿Detritus?
—¿Sí, señor Escurridizo?
—Golpea a este hombre.
—Dicho y hecho, señor Escurridizo.
El brazo de Detritus describió un arco de ciento ochenta grados, en uno de cuyos extremos viajaba la inconsciencia. El guardia se vio levantado por los aires y chocó contra la puerta de la valla, la atravesó y fue a caer a seis metros de distancia. La multitud que formaba la cola dedicó un aplauso fervoroso a Detritus.
Escurridizo miró a Detritus con gesto aprobador. Su reciente empleado no vestía nada más que un taparrabos andrajoso, que ocultaba lo que fuera que los trolls considerase necesario ocultar.
—Muy bien, Detritus.
—Dicho y hecho, señor Escurridizo.
Dos minutos más tarde, un pequeño perrito gris trotó entre las piernas cortas y torcidas del troll, y saltó sobre los restos de la valla. Pero Detritus no le prestó la menor atención, porque todo el mundo sabía que los perros no eran nadie.
—¿Señor Silverfish? —inquirió Escurridizo.
Silverfish, que estaba cruzando cautelosamente el estudio con una caja de película virgen, titubeó al ver la delgada figura que se lanzaba sobre él como una comadreja largo tiempo extraviada. La expresión de Escurridizo era la expresión de alguien flaco, larguirucho y pálido que acabara de llegar nadando de entre los arrecifes hasta el charco de aguas cálidas y bajas donde juegan los niños.
—¿Sí? —replicó el hombre—. ¿Quién es usted? ¿Cómo ha conseguido…?
—Me llamo Escurridizo —le interrumpió—. Pero mis amigos me llaman Ruina.
Aferró la mano inerte de Silverfish y luego colocó la otra mano sobre el hombro del ex alquimista. Echó a andar al tiempo que sacudía vigorosamente la primera mano. El efecto general era de una intensa afabilidad, y además implicaba que, si Silverfish intentaba retroceder, se dislocaría su propio hombro.
—Quiero que sepa usted —siguió Escurridizo—, que todos estamos impresionadísimos con los logros que obtienen ustedes aquí, muchachos.
Silverfish observó el agotador tratamiento amistoso que el desconocido estaba dispensando a su mano, y sonrió con incertidumbre.
—¿De verdad? —aventuró.
—Todo esto… —Escurridizo soltó el hombro de Silverfish el tiempo justo para hacer un gesto amplio en dirección al caos de energía que los rodeaba—. ¡Fantástico! —prosiguió—. ¡Maravilloso! Y eso último que estrenó usted, vaya, cómo se titulaba…
—Juegos Bulliciosos en la Tienda —contestó Silverfish—. ¿Se refiere a esa en la que el ladrón se lleva las salchichas y el tendero lo persigue?
—Exacto —asintió Escurridizo, cuya sonrisa se congeló tan sólo un segundo antes de volver a su primitiva sinceridad—. Exacto, ésa era. ¡Increíble! ¡Sencillamente genial! ¡Una metáfora bellamente plasmada!
—Pues nos costó casi veinte dólares, ¿sabe? —explicó Silverfish con orgullo contenido—. Y otros cuarenta peniques por las salchichas, claro.
—¡Increíble! —repitió Escurridizo—. Y seguramente ya la han visto cientos de personas, ¿verdad?
—¡Miles! —le corrigió Silverfish.
Ahora no había ya analogía posible para la sonrisa de Escurridizo. Si fuera más amplia, la parte superior de su cabeza se desprendería.
—¿Miles? —dijo—. ¿De verdad? ¿Tanta gente? Y claro está, cada espectador pagó… vaya, cuánto era…
—Bueno, lo cierto es que sólo hacemos una pequeña colecta tras cada función —explicó Silverfish—. No es más que para cubrir los gastos, ahora que todavía estamos en plena etapa de experimentación, ¿comprende? —Bajó la vista—. Quisiera saber —añadió, si tendría usted la amabilidad de dejar de estrecharme la mano.
Escurridizo siguió la dirección de su mirada.
—¡No faltaría más! —accedió, al tiempo que soltaba su presa.
La mano de Silverfish siguió bajando y subiendo durante unos instantes por cuenta propia, debido a los espasmos musculares.
Escurridizo se quedó en silencio un momento. En su rostro brillaba la luz de quien está en intensa comunicación con un dios interior.
—Te diré una cosa, Thomas… ¿me permites que te llame Thomas? —dijo al final—. Cuando vi esa obra maestra, me dije para mis adentros, Escurridizo, detrás de todo esto hay un artista creativo…
—… ¿cómo sabe que me llamo…?
—… un artista creativo, me dije, que debería tener libertad para seguir los dictados de su musa en vez de soportar la carga de todos los detalles molestos que implica la administración de cualquier asunto de esta magnitud, ¿no estoy en lo cierto?
—Bueno… sí, la verdad es que a veces el papeleo es un poco…
—Justo lo que pensaba —siguió rápidamente Escurridizo—. Y me dije, Ruina, tienes que ir a ver a este hombre inmediatamente para ofrecerle tus servicios. Ya sabes, para las cuestiones esas. De administración. Quita de sus hombros tan pesada carga. Que pueda dedicarse plenamente a hacer lo que tan bien sabe hacer. ¿Qué te parece, Tom?
—Yo… esto… bueno, es cierto que mi especialidad se refiere más bien…
—¡De maravilla! ¡De maravilla! —exclamó Escurridizo—. Bien, Tom… ¡acepto!
Silverfish estaba boquiabierto.
—Eh… —consiguió decir.
Ruina le dio un puñetazo cariñoso en el hombro.
—Sólo tienes que decirme dónde están todos esos papeles tan molestos —dijo—. Después, podrás dedicarte a lo que te dé la gana.
—Eh… sí…
El ex vendedor de salchichas le estrechó ambas manos y le transmitió mil voltios de integridad.
—Este momento es todo un honor para mí —dijo con voz ronca—.
No te puedes imaginar hasta qué punto. Te aseguro que no exagero al afirmar que es el día más feliz de mi vida. Sólo quería que lo supieras, Tommy. Te lo digo de corazón.
El silencio reverente sólo fue interrumpido por un ligero bufido.
Escurridizo miró muy despacio a su alrededor. Tras ellos no había nadie, sólo un perrito callejero de raza indefinida, sentado a la sombra que ofrecían un montón de maderos. El perro advirtió su expresión e inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Guau? —dijo.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dedicó unos segundos a buscar por los alrededores algo que tirarle al chucho, pero luego comprendió que aquello no encajaba con su personaje, y se volvió hacia el cautivo Silverfish.
—De veras —le dijo con toda sinceridad—, he tenido mucha suerte al conocerte.
El almuerzo en la taberna le había costado a Víctor el dólar entero, y aún tuvo que añadir un par de peniques. Consistió en un plato de sopa. Según el vendedor de sopa, todo costaba tan caro porque había que traerlo desde muy lejos. No había ninguna granja cerca de Holy Wood. Además, ¿quién iba a dedicarse a cultivar cosas cuando podía estar haciendo imágenes en acción?
Después, fue a ver a Gaffer para hacer la prueba de pantalla.
La prueba consistía en quedarse quieto durante un minuto mientras el operador lo miraba con cara de aburrimiento por encima de la caja de imágenes.
—Vale —dijo Gaffer cuando hubo pasado el minuto—. Tienes talento, muchacho.
—¡Pero si no he hecho nada! —protestó Victor—. Lo único que me dijiste fue que no me moviera.
—Claro. Exacto. Eso es precisamente lo que necesitamos. Gente que sepa quedarse quieta —replicó el técnico—. Nada de tonterías de actuar como en el teatro.
—Y todavía no me has explicado qué hacen los demonios dentro de la caja —insistió el joven.
—Esto es lo que hacen.
Gaffer abrió un par de cerrojos. Una hilera de ojillos malévolos clavaron sus miradas en Victor.
—Aquí hay seis demonios —explicó el técnico, señalando con cuidado para esquivar las diminutas zarpas—. Los demonios miran por el agujerillo que hay en la parte delantera de la caja, y pintan lo que ven. Tiene que haber seis, ¿comprendes? Dos para pintar y cuatro para soplar sobre la pintura, para que se seque antes de que llegue la siguiente imagen. Eso se debe a que, cada vez que damos una vuelta a esta manivela, la tira de membrana transparente se desenrosca una fracción, en donde entrará una imagen. Mira.
Dio una vuelta a la manivela. Se oyó el típico clicaclicaclic, y los demonios gimieron.
—¿Por qué lo hacen? —se interesó Victor.
—Ah —asintió Gaffer—, te preguntas por qué obedecen. Bueno, la manivela controla también esta ruedecita, de la que penden varios látigos. Es la única manera de que trabajen a la velocidad necesaria. El demonio típico es de un perezoso que espanta. En fin, la cosa se basa en una concatenación de hechos, causas y efectos: cuanto más deprisa gira la manivela, más deprisa corre la película, y más deprisa tienen que pintar. Hay que controlar bien la velocidad. El trabajo del operador es muy importante.
—Sí, pero… bueno, ¿no es un poco cruel! Gaffer pareció sorprendido.
—Oh, no. La verdad es que no. Tengo derecho a un descanso cada media hora. Son las normas impuestas por el Gremio de Operadores.
Se dirigió hacia el otro extremo de la mesa de trabajo, donde había otra caja con la puertecilla trasera abierta. Esta vez, unos cuantos lagartos de aspecto baboso miraron con tristeza a Victor.
—Con esto no acabamos de estar satisfechos —siguió explicando Gaffer—, pero es lo mejor que tenemos por ahora. Supongo que sabes que la salamandra típica se pasa el día tumbada en el desierto, absorbiendo la luz del sol. De repente, cuando se asusta, excreta esa misma luz. Dicen que es un mecanismo de defensa. Así que, a medida que pasa la película, y esta cortinilla se abre y se cierra, la luz de los bichos atraviesa la película, luego estas lentes, y llega a la pantalla. Es muy sencillo.
—¿Cómo conseguís que se asusten? —preguntó el muchacho.
—¿Ves esta manivela?
—Oh.
Victor rozó la caja de imágenes con gesto pensativo.
—De acuerdo, muy bien —dijo al final—. Así que conseguís montones de imágenes. Y las pasáis muy deprisa. Por lógica, no deberíamos ver más que un borrón, pero no es así.
—Ah —sonrió Gaffer, al tiempo que se daba un golpecito en la nariz—, eso es un secreto del Gremio de Operadores. Sólo se transmite de iniciado a iniciado —añadió como quien conoce un dato vital.
Victor lo miró con escepticismo.
—Tenía entendido que sólo llevabais unos meses haciendo imágenes en acción.
Gaffer tuvo la decencia de parecer inquieto.
—Vale, no te falta razón, por el momento el secreto se transmite bastante a menudo —hubo de admitir—. Pero ya verás, cuando pasen unos años sólo lo transmitiremos de ¡no toques eso!
Con gesto culpable, Victor retiró la mano apresuradamente del montón de latas que descansaban sobre la mesa de trabajo.
—Ahí dentro hay película —le explicó Gaffer, al tiempo que lo empujaba amablemente hacia un lado—. Hay que manejarla con muchísimo cuidado. No se puede permitir que se caliente demasiado, porque es octoceluloide. Tampoco le van bien los golpes bruscos.
—¿Por qué, qué pasa? —preguntó Victor, sin poder apartar la vista de las latas.
—No tenemos ni idea. Nadie ha vivido lo suficiente como para contarlo.
Gaffer vio la expresión del muchacho, y sonrió.
—No te preocupes por eso —añadió—. Tú estarás siempre delante de la caja de hacer imágenes.
—Se te olvida un pequeño detalle, ya he dicho que no sé actuar.
—¿Sabrás hacer lo que te digan? —preguntó Gaffer.
—¿Qué? Bueno… sí, claro. Me imagino que sí.
—Pues eso es lo único que hace falta, chico. No necesitas otra cosa. Aparte de unos buenos músculos.
Salieron a la brillante luz del día, y se dirigieron hacia la barraca de Silverfish.
Que estaba ocupada.
Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo se estaba familiarizando con las películas.
—Lo que había pensado —dijo Escurridizo—, es algo como… bueno, mira. Algo como esto. Le tendió una cartulina. En ella, con caligrafía temblorosa, decía:
Después de esta sesión, visita Harga, La Casa de las Costillas.
Lo mejor en nuvel cuisín.
—¿Qué es eso de nuvel cuisín? —se interesó Victor.
—Es extranjero —replicó Escurridizo.
Miró al muchacho con gesto despectivo. Tener a alguien como Victor bajo el mismo techo no formaba parte de su plan. Había albergado la esperanza de disponer de Silverfish a sus anchas.
—Significa comida —añadió. Silverfish contempló la cartulina.
—¿Y qué pasa? —preguntó.
Escurridizo eligió las palabras con cuidado.
—¿Por qué no muestras está cartulina al final de cada sesión?
—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa?
—Porque alguien como Sham Harga, por ejemplo, te pagaría mu… bastante dinero.
Todos volvieron a mirar la cartulina.
—Yo he comido en Harga, La Casa de las Costillas —explicó Victor—. Y no diría que es lo mejor. No, no es lo mejor. Dista mucho de ser lo mejor. —Meditó un instante—. En realidad, no se puede estar más lejos de ser lo mejor.
—Eso no importa —replicó Escurridizo con brusquedad—. Es intrascendente.
—Pero… —interrumpió Silverfish si vamos por ahí diciendo que Harga, La Casa de las Costillas, es el mejor local de la ciudad, ¿qué van a pensar el resto de los restaurantes?
Escurridizo se apoyó de codos sobre la mesa.
—Pensarán —dijo lentamente—, «¿por qué no se nos ocurrió a nosotros antes?».
Se sentó. Silverfish le dirigió una brillante sonrisa de incomprensión.
—Haga el favor de explicarme eso último otra vez —solicitó.
—¡Querrán hacer exactamente lo mismo! —insistió Escurridizo.
—Ya veo —intervino Victor—. Todos querrán que mostremos cartulinas en las que se diga «Harga, La Casa de las Costillas, no es el mejor restaurante de la ciudad, el mejor es el nuestro».
—Algo por el estilo, algo por el estilo —replicó Escurridizo bruscamente, mirándolo con atención—. Habrá que elaborar un poco más la formulación, pero sí, será algo por el estilo.
—Pero… pero… —Silverfish estaba haciendo un auténtico esfuerzo por seguir la conversación—. Eso a Harga no le haría ninguna gracia, ¿verdad? Si nos paga dinero por decir que su restaurante es el mejor, y luego aceptamos dinero de otros por decir que no es verdad, seguro que…
—Nos pagará más dinero —lo interrumpió Escurridizo—. Para que volvamos a decir que el suyo es el mejor, sólo que con letras aún mas grandes.
Todos lo miraron.
—¿De verdad cree que funcionará? —preguntó Silverfish, asombrado.
—Sí —se limitó a replicar Ruina—. Sólo tienes que escuchar a los vendedores ambulantes cualquier día por la mañana. No van por ahí gritando «Naranjas casi maduras, sólo un poco tocadas, precio razonable», ¿verdad? No, qué va, gritan «¡Prueba estas naranjas, están deliciosas!». Eso es tener visión comercial.
Volvió a apoyarse sobre el escritorio.
—Y, a mi entender —añadió—, eso es precisamente lo que falta por aquí.
—Algo hay de eso —asintió Silverfish débilmente.
—Además, el dinero —siguió Escurridizo, cuya voz era una palanca firmemente insertada en la grieta del realismo—, será muy útil para que sigas perfeccionando tu arte.
Silverfish se animó un poco.
—Eso es verdad —asintió—. Por ejemplo, hay que buscar alguna manera de incluir sonido en…
Ruina no le estaba prestando atención. Señaló el montón de cartones apoyados contra la pared.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Ah —dijo el alquimista—. Una idea mía. Pensamos que sería una buena… eh… visión comercial. —Saboreó las palabras como si se trataran de una nueva golosina deliciosa—. Se me ocurrió informar a la gente sobre las nuevas imágenes en acción que estamos preparando.
Escurridizo eligió uno al azar, y lo sostuvo con gesto crítico.
Decía:
La semana que viene proyectaremos
Pellas y Melisande,
Una tragedia romántica en dos rollos.
Gracias.
—Oh —dijo con voz inexpresiva.
—¿No le parece bien? —preguntó Silverfish, ahora completamente derrotado—. O sea, sirve para informar de todo lo que la gente necesita saber, ¿no?
—¿Me permites?
Escurridizo cogió un trozo de tiza del escritorio de Silverfish. Se concentró y escribió algo en la parte de detrás del cartón. Luego, lo mostró a los demás.
Ahora decía:
Dioses y hombres les negaron su permiso, ¡y ellos desobedecieron!
Pellas y Melisande,
¡La historia de un amor prohibido!
¡Una arrolladora saga de pasión más allá
de los límites del espacio y el tiempo!
¡Nunca se ha visto nada igual!
¡Con más de 1.000 elefantes!
Victor y Silverfish leyeron el texto con atención y cuidado, como si se tratara de la carta de un restaurante escrita en un idioma desconocido. En realidad, aquello era un idioma desconocido. Y, para terminar de empeorar las cosas, era su idioma.
—Bueno, bueno —dijo al final Silverfish—. Con sinceridad… no sé si había algo prohibido, lo que se dice prohibido. Eh… en realidad todo es muy histórico. Me pareció que sería útil, ya sabe, para los niños y todo eso. Así aprenderían algo. No sé si sabéis que no llegaron a conocerse, y ahí radica la tragedia. Es muy… muy triste. —Volvió a mirar el cartón—. Aunque he de reconocer que esto tiene garra. —Pese a todo, parecía incómodo por algo—. No recuerdo que hubiera ningún elefante —señaló al final, como si fuera culpa suya—. Tardamos toda una tarde en rodarla, y yo no falté ni un minuto. Desde donde estaba no vi en ningún momento a más de mil elefantes. Estoy seguro de que no me habrían pasado desapercibidos.
Escurridizo se lo quedó mirando. No sabía de dónde le llegaban aquellas ideas, pero las tenía completamente claras en su mente, y sabía muy bien lo que les faltaba a las imágenes en acción. Más de mil elefantes no serían un mal principio.
—¿No había elefantes?
—Creo que no.
—Bueno, ¿alguna bailarina?
—Mmm… no, tampoco.
—¿Tenemos al menos persecuciones emocionantes, o alguien colgando de un acantilado, sujeto sólo por las puntas de los dedos? Silverfish se animó un poco.
—Creo que hay un balcón —señaló.
—¿Sí? ¿Y alguien se queda colgado de él por las puntas de los dedos?
—Me parece que no —respondió Silverfish—. En esa escena, Melisande se inclina sobre la barandilla.
—Sí, pero, ¿el público contendrá la respiración, tendrán miedo de que se caiga?
—Espero que estén más atentos al discurso de Pellas —se empecinó Silverfish—. Tuvimos que escribirlo en cinco cartulinas. Y con letra pequeña.
Escurridizo suspiró.
—Creo que sé lo que quiere la gente —dijo—. Y no es mucha letra pequeña. No quieren leer. ¡Quieren ver]
—Para ver la letra pequeña, tendrán que esforzarse —intervino Victor, sarcástico.
—¡Quieren espectáculo! ¡Quieren ver chicas bailando! ¡Quieren emociones fuertes! ¡Quieren elefantes! ¡Quieren gente cayéndose de los tejados! ¡Quieren sueños! ¡El mundo está lleno de gente pequeña con sueños grandes!
—¿Te refieres a los enanos, a los duendes y a todos esos? —preguntó Victor.
—¡No!
—Dígame, Escurridizo —intervino Silverfish—. ¿Cuál es su profesión, exactamente?
—Vendo productos.
—Sobre todo, salchichas —aportó Victor.
—Y productos —insistió Escurridizo con brusquedad—. Sólo vendo salchichas cuando baja la demanda de productos.
—¿Y la venta de salchichas le hace pensar que puede ayudarnos a hacer mejores imágenes en acción? —siguió Silverfish—. ¡Para vender salchichas vale cualquiera! ¿No crees que tengo razón, Victor?
—Bueno…
El joven se detuvo un momento, vacilante. En realidad, sólo Escurridizo era capaz de vender las salchichas de Escurridizo.
—Ahí lo tienes —insistió el alquimista.
—La cuestión es —intervino Victor, pensando bien cada palabra—, que el señor Escurridizo puede vender sus salchichas incluso a la gente que ya las ha probado.
—¡Eso es verdad! —asintió el aludido, dedicando al joven una sonrisa triunfal.
—Y un hombre capaz de vender dos veces a la misma persona las salchichas del señor Escurridizo, es capaz de vender cualquier cosa —terminó Victor.
El día siguiente amaneció claro y despejado, como sucedía con todos los días en Holy Wood, y comenzaron el rodaje de Las interesantes y curiosas aventuras de Cohén el Bárbaro. Escurridizo se había pasado toda la noche anterior trabajando en la película, según les dijo.
En cambio, el título era cosa de Silverfish. Aunque Escurridizo le había asegurado que Cohén el Bárbaro era prácticamente histórico y, desde luego, muy educativo, el alquimista se había negado en redondo a aceptar como título ¡Valle de Sangre!
Entregaron a Victor algo que parecía un bolso de piel, pero que resultó ser su disfraz. Se cambió detrás de un par de rocas.
También le entregaron una gran espada de filo embotado.
—Ahora —indicó Escurridizo, que se había sentado en una silla de lona—, lo que tienes que hacer es luchar contra los trolls, echar a correr, desatar a la chica de la estaca, luchar contra los otros trolls y luego correr hacia aquella roca de allí arriba. Al menos así lo veo yo. ¿Qué te parece a ti, Tommy?
—Bueno, yo… —empezó Silverfish.
—Estupendo —asintió Escurridizo—. De acuerdo. ¿Sí, Victor, qué quieres?
—Esos trolls que has mencionado, ¿dónde están? —preguntó el muchacho.
Dos rocas se desplegaron ante él.
—No te preocupes por nada, amigo —dijo la que tenía más cerca—. El bueno de Galena y yo nos sabemos todo esto de corrido.
—¡Trolls! —exclamó Victor, dando un paso atrás.
—Exacto —asintió Galena.
Blandió un garrote con un clavo en la punta.
—Pero… pero… —tartamudeó el muchacho.
—¿Sí? —inquirió el otro troll.
Lo que Victor quería decir era: ¡Pero si sois trolls, rocas vivientes de temperamento salvaje que viven en las montañas y atacan a los viajeros con enormes garrotes muy semejantes al que tienes en la mano! ¡Cuando se habló de trolls, pensé que quería decir tipos vulgares y corrientes disfrazados con… bueno, yo qué sé, con sacos pintados de gris, o algo así!
—Oh, bueno —dijo débilmente—. Eh…
—Mira, no hagas caso de lo que se va diciendo por ahí de nosotros, eso de que nos comemos a la gente —siguió Galena—. Es una difamación, una calumnia. Fíjate bien, estamos hechos de roca, ¿para qué íbamos a querer comer gente…?
—Tragar —intervino el otro troll—. La palabra correcta es tragar.
—Eso. ¿Para qué íbamos a querer tragar gente? Siempre escupimos los trozos. Además, ahora ya nos hemos quitado del vicio —añadió rápidamente—. Aunque nunca lo tuvimos, por supuesto. —Dio a Victor un codazo amistoso que casi le rompió una costilla—. Aquí se está muy bien —siguió, como si le hiciera una confidencia—. Nos pagan tres dólares por jornada, más un dólar extra para crema con alto factor de protección solar cuando trabajamos a la luz del día.
—Es que, si no, nos transformaríamos en piedra hasta que llegara la noche, y eso sí que es una auténtica molestia —aportó su compañero.
—Sí, todo el mundo te usa para encender cerillas.
—Además, según el contrato, nos pagan otros cinco peniques más si aportamos garrote propio.
—¿Podemos empezar ya? —inquirió Silverfish con timidez.
—¿Por qué no hay más que dos trolls? —se quejó Escurridizo—. ¿Qué tiene de heroico luchar contra dos trolls? ¡Pedí que hubiera veinte!
—Por mí, con dos basta y sobra —intervino Victor.
—Escuche, señor Escurridizo —intervino Silverfish—, ya sé que intenta ayudarnos, pero, por razones económicas, es completamente imposible…
Silverfish y Escurridizo se enzarzaron en una discusión. Gaffer, el operador, suspiró y levantó la tapa de la caja de imágenes en acción para alimentar a los demonios, que se estaban quejando.
Víctor se apoyó sobre su espada.
—¿Y hacéis estas cosas a menudo vosotros dos? —preguntó a los trolls.
—Sí —asintió Galena—. Desde el principio. Por ejemplo, en El rescate de un rey yo hacía de un troll que corría hacia el héroe y le atacaba. Y en El bosque oscuro, yo hacía de un troll que corría hacia el héroe y le atacaba. Y en La Montaña Misteriosa, yo hice de un troll que corría hacia el héroe y le saltaba encima. Es mejor no dejarse encasillar en un papel.
—Y tú ¿también haces lo mismo? —preguntó Victor al otro troll.
—Oh, no, Morraine es un actor de carácter, ¿sabes? —replicó Galena—. El mejor.
—¿Qué personajes hace?
—Rocas.
Victor se lo quedó mirando.
—Es por sus facciones pétreas —siguió el troll—. Sus rocas no son simples rocas. Tendrías que verlo representar el papel de monolito de la antigüedad. Te quedarías de piedra. Venga, Morry, enséñale tu inscripción.
—Naaa… —protestó débilmente Morraine, con una sonrisa bobalicona.
—Estoy pensando en cambiarme de nombre para las imágenes en acción —siguió Galena—. Algo que tenga un poco más de estilo. Se me había ocurrido «Guijarro». —Miró a Victor con cierta preocupación, al menos por lo que el muchacho pudo deducir del escaso repertorio de expresiones posibles en un rostro que parecía tallado a patadas en granito—. ¿Qué te parece? —insistió.
—Eh… muy bonito.
—Al menos es más dinámico —insistió el futuro Guijarro.
—También puedes llamarte Rock —se oyó decir Victor—. Rock es un buen nombre.
El troll lo miró fijamente, al tiempo que movía los labios sin emitir sonido alguno, como si estuviera probando su nombre artístico.
—Vaya —dijo al final—. Pues no se me había ocurrido. Rock. Me gusta, me gusta mucho. Creo que, con un nombre como Rock, me pagarán más de tres dólares al día.
—¿Podemos empezar ya? —los llamó Escurridizo—. Quizá obtengamos más trolls para la próxima vez si esta película tiene éxito, pero no lo obtendrá si empezamos por pasarnos del presupuesto, cosa que sucederá si no hemos acabado antes de la hora de comer. En fin, Morry, Galena…
—Rock —le corrigió Rock.
—¿De veras? Bueno, en cualquier caso, vosotros corréis hacia Victor y le atacáis. ¿De acuerdo? Muy bien… acción…
El operador empezó a dar vueltas a la manivela de la caja de imágenes. Se oyó el débil cliqueteo habitual, seguido por el coro de gemidos de los demonios. Victor se irguió, obedientemente alerta.
—Eso quiere decir que tienes que empezar —le explicó Silverfish con paciencia—. Los trolls saldrán corriendo desde detrás de la roca, y tú te defenderás valientemente.
—¡Pero si no tengo ni idea de cómo luchar contra los trolls! —aulló Victor.
—Te propongo una cosa —dijo el recién bautizado Rock—. Primero bloquea el golpe, luego ya nos las arreglaremos para no darte. Se hizo la luz.
—¿Quieres decir que todo es fingido? —exclamó el muchacho.
Los trolls intercambiaron una breve mirada, que pese a esa brevedad consiguió decir: sí, es sorprendente, pero al parecer estos seres dominan el mundo.
—Sí —asintió Rock—. Exacto. Nada es real.
—No se nos permite matarte —lo tranquilizó Morraine.
—Claro que no. No iríamos por ahí matándote.
—Si nos dedicáramos a hacer esas cosas, nadie nos contrataría.
Al otro lado de la falla en la realidad, Ellos se agrupaban, escudriñando la luz y el calor con algo muy semejante a ojos. Ahora ya eran muchos.
En el pasado, había habido una vía de entrada. Decir que lo recordaban sería erróneo, porque no tenían nada tan sofisticado como una memoria. Ni siquiera tenían nada tan sofisticado como cabezas. Pero, en cambio, no carecían de instintos, ni de emociones.
Necesitaban un camino de entrada.
Y lo encontraron.
Salió bastante bien la sexta vez. El principal problema era el entusiasmo que demostraban los trolls a la hora de golpearse entre ellos, el suelo, el aire y, bastante a menudo, a sí mismos. Al final, Victor acabó por concentrarse en tratar de golpear los garrotes cuando pasaban hendiendo el aire junto a él.
Escurridizo pareció bastante satisfecho con el resultado. No así Gaffer.
—Es que se han movido demasiado —se quejó—. Se han pasado la mitad del tiempo fuera de la imagen.
—Era una pelea —replicó Silverfish.
—Sí, pero yo no puedo ir moviendo la caja de imágenes —insistió el operador—. Los demonios perderían el equilibrio y se caerían.
—¿No podrías atarlos, o algo por el estilo? —preguntó Escurridizo.
Gaffer se rascó la barbilla.
—Supongo que se puede hacer alguna cosa, clavarles los pies al suelo, por ejemplo.
—Bueno, sea como sea, por ahora nos basta con esto —zanjó Silverfish—. Pasaremos a la escena en la que rescatas a la chica. Por cierto, ¿dónde está la chica? Di instrucciones claras de que debía presentarse aquí. ¿Es que ya nadie me hace caso cuando hablo?
El operador se quitó la colilla de cigarrillo de entre los labios.
—Está rodando Una aventura osada, al otro lado de la colina —informó.
—¡Pero eso tendría que haber terminado ayer! —gimió Silverfish.
—El octoceluloide explotó —se limitó a señalar Gaffer.
—¡Rayos! Bueno, no tiene tanta importancia, podemos seguir con la otra pelea. La chica no aparece —suspiró Silverfish—. Venga, preparaos todos. Rodaremos la escena en la que Victor lucha contra el temible Balgrog.
—¿Qué es un Balgrog? —quiso saber el joven. Una mano pesada pero amistosa le palmeó enérgicamente el hombro.
—Es un monstruo diabólico tradicional. En este caso concreto, Morry pintado de verde y con unas alas pegadas —le explicó Rock—. Iré a ayudarle a pintarse.
Se alejó con pasos pesados.
Por el momento, nadie parecía requerir a Victor para nada.
Clavó en la arena la ridicula espada y se alejó hasta dar con la sombra que le ofrecían unos olivos raquíticos. También había unas cuantas rocas. Las palmeó con suavidad. No parecían ser nadie.
El terreno formaba una pequeña hondonada donde la temperatura era casi agradablemente fresca para los abrasadores estándares de la colina de Holy Wood.
Incluso le llegaba una suave brisa. Al recostarse contra las piedras, le pareció que de ellas le llegaba un vientecillo. Pensó que aquella zona debía de estar llena de cavernas.
… muy lejos, en la Universidad Invisible, en un pasillo lleno de columnas y corrientes de aire, un pequeño mecanismo al que nadie había prestado atención desde hacía siglos empezó a hacer ruido…
Así que esto era Holy Wood. En la pantalla grande le había dado una impresión muy diferente. Al parecer, lo de hacer imágenes en acción implicaba largos tiempos de espera y, si había entendido bien lo sucedido durante la mañana, una extraña mezcla de tiempos. Pasaban cosas antes de que hubieran pasado las cosas que pasaban antes. Los monstruos no eran más que Morry pintado de verde y con unas alas pegadas. Nada era real.
Y, por extraño que pareciera, resultaba emocionante.
—Ya estoy hasta las narices de todo esto —dijo una voz furiosa junto a él.
Alzó la vista. Por el otro sendero, había descendido una chica. Tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo bajo la espesa capa de maquillaje muy claro. El pelo le caía sobre los ojos en ridículos tirabuzones, y llevaba un vestido que, aunque era obviamente de su talla, había sido diseñado para una persona con diez años menos y una afición desmedida por los adornos de encaje.
La chica era bastante atractiva, aunque a primera vista este hecho no fuera muy evidente.
—¿Y sabes lo que te dicen cuando te quejas? —le preguntó bruscamente.
En realidad, la pregunta no iba dirigida a Victor. Él era, sencillamente, un par de orejas convenientes para aquel momento.
—No tengo ni idea —respondió el joven con educación.
—Pues te dicen «Hay mucha gente ahí fuera, aguardando una oportunidad de entrar en las imágenes en acción». Eso te dicen, nada menos.
La chica se apoyó contra un arbolillo retorcido y se abanicó con su sombrero de paja.
—Además, hace demasiado calor —se quejó—. Y ahora tengo que hacer una cosa ridicula de una bobina para Silverfish, que no tiene la menor idea de nada. Seguro que me toca de pareja algún tío con mal aliento, heno en el pelo y una frente sobre la que se podría servir la mesa.
—Y trolls —añadió Victor, inmutable.
—Oh, dioses. ¿Morry y Galena?
—Morry y Galena. Sólo que Galena ahora se hace llamar Rock.
—¿No iba a llamarse Guijarro?
—Al final se ha decidido por Rock.
Desde detrás de las piedras, les llegó con toda claridad el grito de Silverfish, preguntándose por qué todo el mundo se iba justo cuando más los necesitaba. La chica puso los ojos en blanco.
—Oh, dioses. ¿Y por esto me voy a perder el almuerzo?
—Siempre te queda la posibilidad de comértelo sobre mi frente —replicó Víctor al tiempo que se ponía en pie.
Mientras desclavaba la espada del suelo y la blandía experimentalmente, con bastante más energía de la necesaria, se dio el gustazo de sentir la mirada pensativa de la muchacha clavada en su nuca.
—Tú eres el chico que me paró por la calle, ¿verdad? —preguntó ella.
—Exacto. Y tú eres la chica que iba a rodar —asintió Victor—. Ya veo que no diste demasiadas vueltas. La joven lo miró con curiosidad.
—¿Cómo es que has conseguido trabajo tan pronto? La mayor parte de la gente tiene que esperar semanas antes de que llegue su oportunidad.
—Siempre he dicho que las oportunidades están allí donde las encuentras.
—Pero ¿cómo…?
Victor ya había echado a andar con alegre naturalidad. Ella lo siguió caminando deprisa, con una expresión petulante en el rostro.
—Ah —comentó Silverfish con sarcasmo cuando los vio llegar—. Increíble, increíble, todo el mundo está en su sitio. Muy bien. Empezaremos desde el momento en que el héroe encuentra a la chica atada a la estaca. Lo que tienes que hacer —siguió, dirigiéndose a Victor—, es desatarla, llevártela y luchar contra el Balgrog, y tú —señaló a la joven—, tú… tú… limítate a seguirle. Tienes que poner cara de rescatada, ¿entendido?
—Eso se me da muy bien —suspiró ella con resignación.
—¡No, no, no! —intervino Escurridizo, con las manos en la cabeza—. ¡Otra vez eso no, por favor!
—¿No es lo que quería? —se sorprendió Silverfish—. Peleas, rescates…
—¡Tiene que haber algo más! —insistió Escurridizo.
—¿Como qué?
—Oh, no sé. Garra, algo que enganche al público.
—¿Aún no tenemos sonido, y ya quieres imágenes en tres dimensiones?
—Todo el mundo hace películas sobre gente que corre, y pelea, y se cae —replicó Escurridizo—. Tiene que haber algo más. He estado viendo lo que se ha hecho en Holy Wood, y todas las películas me parecen iguales.
—Ah, ¿sí? ¡Bueno, pues a mí todas las salchichas me parecen iguales! —le espetó Silverfish.
—¡Es que tienen que ser iguales! ¡Eso es lo que espera la gente!
—Pues yo también les doy lo que esperan. A la gente le gusta ver más de lo mismo que le ha gustado antes. Peleas, persecuciones, todo eso.
—Disculpe, señor Silverfish —le llamó el operador, por encima de los furiosos chirridos de los demonios.
—¿Sí? —bufó Escurridizo.
—Disculpe, señor Escurridizo, pero tengo que darles de comer dentro de un cuarto de hora.
El ex vendedor de salchichas dejó escapar un gemido.
Más adelante, los recuerdos de Victor siempre serían confusos en lo relativo a los minutos que siguieron. Así suele ser como funcionan las cosas. Los momentos que cambian tu vida son los que tienen lugar de repente. El momento en que te mueres, por ejemplo.
Recordaba bien que había tenido lugar otra batalla fingida, hasta ahí todo bien, con Morry esgrimiendo un látigo que habría tenido un aspecto temible si el troll hubiera podido controlarlo para que no se le enredara en las piernas constantemente. Y, cuando derrotó al temible Balgrog, que escapó lanzando terribles aullidos y tratando de sujetarse las alas con una mano, se volvió para empezar a cortar las cuerdas que ataban a la chica a la estaca. Sabía que tendría que haber tirado de ella bruscamente hacia la derecha cuando…
… comenzaron los susurros.
No hubo palabras, sino algo que era el corazón de las palabras, algo que atravesó directamente sus orejas y le bajó por la columna vertebral sin molestarse en hacer la parada habitual en el cerebro.
Miró a la chica a los ojos, preguntándose si ella también lo habría oído.
Desde muy lejos, alguien gritaba palabras de verdad. «Venga, date prisa, ¿por qué la miras así?», gritaba Silverfish, y el operador decía, «Si se les pasa la hora de la comida, se ponen imposibles», y Escurridizo respondía, con una voz como el silbido de un cuchillo hendiendo el aire, «No dejes de dar vueltas a esa manivela».
Su visión periférica se hizo nebulosa, y en esa nebulosa había formas que cambiaban antes de que tuviera tiempo de examinarlas más detenidamente. Tan impotente como una mosca en un río de ámbar, tan dueño de su destino como una burbuja de jabón en un huracán, se inclinó hacia la chica y la besó.
Había más palabras y gritos, por detrás del zumbido de sus oídos.
—¿Por qué hace eso, si se puede saber? A ver, ¿le he dicho yo que lo hiciera? ¡Nadie le ha dicho que lo hiciera!
—… y luego tengo que limpiar la caja, y la verdad, no es ningún plato de gusto…
—¿Sigue dando vueltas a esa manivela! ¡Sigue dando vueltas a esa manivela! —gritaba Escurridizo.
—Cielos, ¡mira qué expresión tiene!
—¡Vaya!
—¡Si dejas de dar vueltas a esa manivela, no volverás a trabajar en esta ciudad!
—Oiga, amigo, da la casualidad de que pertenezco al Gremio de Operadores…
—¡No pares! ¡No pares!
Victor emergió. Los susurros se extinguieron y fueron sustituidos por el ruido del batir lejano de las olas contra los acantilados. El mundo real había vuelto, cálido y punzante, con el sol clavado en el cielo como una medalla por ser un día excelente.
La chica respiró hondo.
—Yo… oye, cuánto lo siento… —balbuceó Victor, dando un paso atrás—. Te prometo que no sé qué me pasó… Escurridizo daba saltos de alegría.
—¡Eso es! ¡Eso es! —gritó—. ¿Cuándo podremos tenerlo listo?
—Bueno, como he dicho, tengo que dar de comer a los demonios, y limpiarles la caja…
—Vale, vale… así tendré tiempo para que me dibujen unos cuantos carteles —replicó Escurridizo.
—Ya tengo preparados algunos —señaló Silverfish con tono gélido.
—Estoy seguro, estoy seguro —asintió el ex vendedor de salchichas, emocionado—. Estoy seguro, y me imagino que dicen algo así como «Son unas imágenes en acción bastante interesantes».
—¿Y qué tiene eso de malo? —quiso saber Silverfish—. ¡Desde luego, son bastante mejores que una maldita salchicha caliente!
—Ya te lo he explicado, cuando quieres vender salchichas, no te quedas ahí esperando a que el cliente quiera salchichas, vas y haces que tenga hambre. Además, les pones mostaza. Y eso es exactamente lo que acaba de hacer este muchacho.
Puso una mano sobre el hombro de Silverfish, y movió la otra en un amplio gesto.
—¿Te lo imaginas? —dijo.
Titubeó un instante. Su cabeza se llenaba de ideas extrañas antes de que tuviera tiempo de que se le ocurrieran. La oleada de emoción y posibilidades lo embriagaba.
—Espadas de pasión —siguió—. Así lo vamos a titular. Nada de poner el nombre de un tipo viejo que seguramente ya ni siquiera está vivo. Espadas de pasión. Eso es. Una Turbulenta Saga de… de Deseo y… y como se llame eso, ¡de Ardor Primario en un Continente Atormentado! ¡Romanticismo! ¡Glamour! ¡En tres emocionantes rollos! Emocionaos con la Lucha a Muerte contra Terribles Monstruos! ¡Apasionaos cuando más de Mil Elefantes…!
—Sólo es una bobina —susurró Silverfish, empecinado.
—¡Pues rueda algo más esta tarde! —rugió Escurridizo, con unos ojos que casi se le salían de las órbitas—. ¡Sólo necesitas más peleas y más monstruos!
—Y, desde luego, no hay ni un solo elefante —insistió el ex alquimista.
Rock levantó un brazo pétreo.
—¿Sí? —inquirió Silverfish.
—Si hay pintura gris y algo con lo que hacer las orejas, estoy seguro de que Morry y yo…
—Nadie ha hecho nunca una película de tres rollos —señaló Gaffer, reflexionando—. Puede ser peligroso. No sé si se dan cuenta de que durará casi diez minutos. —Meditó un instante—. Supongo que puedo intentar hacer bobinas más largas…
Silverfish tenía conciencia clara de estar muy preocupado.
—Alto un momento… —empezó.
Victor bajó la vista hacia la chica. En aquel momento, nadie les hacía caso.
—Eh… —titubeó—. Creo que no nos han presentado formalmente.
—Pues eso no ha sido un impedimento para ti —replicó ella.
—Te prometo que no suelo hacer esas cosas. Debo de haber estado… enfermo, o algo así.
—Ah, estupendo. Y se supone que con eso lo arreglas todo, ¿no?
—¿Por qué no nos sentamos a la sombra? Aquí hace mucho calor.
—Se te pusieron los ojos como… como brasas.
—¿De veras?
—Sí, tenían una pinta muy extraña.
—Yo sí que me sentía extraño.
—Lo sé. Es este lugar. Se te mete dentro. No sé si lo sabes —siguió la chica, sentándose en la arena—, pero hay montones de normas hasta para los demonios, el tiempo máximo que los pueden hacer trabajar, qué clase de alimentos deben recibir, todo eso. Pero de nosotros no se ocupa nadie. Incluso los trolls reciben un trato mejor.
—Supongo que se debe a que se pasan el día midiendo dos metros y pesando quinientos kilos —señaló Victor.
—Me llamo Theda Withel, pero mis amigos me llaman Ginger —siguió la chica.
—Yo me llamo Victor Tugelbend. Eh… pero mis amigos me llaman Victor —contestó el joven.
—Es tu primera peli, ¿verdad?
—¿Cómo lo has sabido?
—Porque parecía que te divertías.
—Bueno, es mejor que trabajar, ¿no?
—Ya verás cuando lleves tanto tiempo como yo —dijo ella con amargura.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Casi desde el principio. Unas cinco semanas.
—Cielos. Todo ha sucedido muy deprisa.
—Es lo mejor que ha pasado jamás —señaló sencillamente Ginger.
—Supongo que sí… Oye, ¿se nos permite marcharnos a comer algo? —preguntó Victor.
—No. De un momento a otro volverán a llamarnos a gritos —respondió ella.
Victor hizo una mueca. Al fin y al cabo, toda la vida se las había arreglado bastante bien para hacer lo que le daba la gana, eso sí, de una manera tranquila y sin alardes, y no veía ningún motivo para abandonar aquella costumbre, ni siquiera en Holy Wood.
—Pues tendrán que gritar mucho —dijo—. Quiero comer algo, y beber cualquier cosa fresca. Me parece que me ha dado demasiado el sol.
Ginger parecía insegura.
—Bueno, podríamos ir a la cafetería, pero…
—Estupendo. Así me enseñas dónde está.
—Por menos de esto despiden a cualquiera…
—¿Cómo, antes de rodar el tercer rollo?
—Siempre te dicen, «Hay gente de sobra que se muere por entrar en las imágenes en acción», así que…
—Bien. Eso significa que tendrán toda la tarde para encontrar a dos que sean exactamente iguales que nosotros.
Pasó caminando junto a Morry, que también trataba de mantenerse a la sombra de una roca.
—Si alguien nos busca, di que estamos comiendo algo —le pidió.
—¿Qué? ¿Ahora? —se sorprendió el troll.
—Sí —replicó Victor firmemente, sin detenerse.
Tras él, divisó a Escurridizo y a Silverfish, enzarzados en una acalorada discusión en la que a menudo intervenía el operador, hablando con el tono despreocupado de quien va a cobrar sus seis dólares diarios pase lo que pase.
—… diremos que es una saga épica. ¡La gente hablará de esto durante siglos!
—¡Sí, dirán que fue el fracaso que nos llevó a la bancarrota!
—Sé dónde podemos conseguir unos grabados a color casi a precio de…
—… he estado pensando que a lo mejor, con un poco de cordel, puedo atar unas ruedas a la caja de imágenes para que se mueva por…
—No, la gente dirá que Silverfish es un artista de las imágenes en acción, con el talento suficiente para dar al público lo que el público busca, eso es lo que dirán. Dirán que su nombre marca un comosellame en el medio…
—… y alo mejor, con una pértiga y un mecanismo de poleas, podríamos maniobrar la caja de imágenes para acercarla más a…
—¿De verdad? ¿En serio?
—Tú confía en mí, Tommy.
—Bueno… de acuerdo. De acuerdo. Pero nada de elefantes. Quiero que eso quede bien claro. Nada de elefantes.
—Me parece muy extraño —dijo el archicanciller—. No son más que unos cuantos elefantes de cerámica. ¿No decías que se trataba de una máquina?
—Es más bien un… un mecanismo —respondió el tesorero, inseguro.
Dio un empujoncito al objeto. Varios de los elefantes de cerámica se balancearon.
—Creo que lo construyó Riktor el Calderero —siguió—. Yo no llegué a conocerlo.
El objeto parecía una vasija grande, muy ornamentada, casi tan alta como un hombre de la altura de una vasija muy alta. Del borde colgaban ocho elefantes de cerámica, suspendidos de cadenitas de bronce. Uno de ellos se balanceó cuando el tesorero lo rozó con el dedo.
El archicanciller escudriñó el interior.
—Aquí hay un montón de palancas y fuelles —dijo con cara de asco.
El tesorero se volvió hacia la encargada de la limpieza de la Universidad.
—Cuéntenos qué sucedió exactamente, señora Whitlow —pidió.
La señora Whitlow, corpulenta, sonrosada y encorsetada, se palmeó la ostentosa peluca y dio un codazo a la menuda doncella que orbitaba a su alrededor, como un bote amarrado a un buque.
—Díselo a su señoría, Ksandra —ordenó.
Ksandra tenía aspecto de estarse arrepintiendo de haber hablado.
—Bueno, señor, el caso, señor, es que yo estaba limpiando el polvo, ya sabe…
—Eshtaba limpihando el polhvo —colaboró la señora Whitlow.
Cuando la señora Whitlow se encontraba en las garras de una profunda conciencia de clase, podía poner haches allí donde la naturaleza ni las había imaginado.
—… y entonces empezó a hacer un ruido…
—Hempezó a hacer hun ruihdo —asintió la señora Whitlow—. Hentonces la chihca vihno a verhme, señoría, a ver qué leh dehcía.
—¿Qué clase de ruido fue, Ksandra? —inquirió el tesorero con toda la amabilidad de que fue capaz.
—Pues, señor, una especie de… —Puso los ojos en blanco—. Era como… «Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhhmm… UuhhmmuuhhmmmMM mmw uuhhmmuuhhmmmí mmaí… plib», señor.
—Plib —repitió el tesorero con solemnidad.
—Sí, señor.
—Plihb —repitió la señora Whitlow.
—Eso fue cuando escupió —añadió Ksandra.
—Expectoró —la corrigió la mujer.
—Al parecer, uno de los elefantes escupió un pequeño perdigón de plomo, señor —dijo el tesorero—. Eso fue el… eh… el «plib».
—Pues a ver qué hacemos —bufó el archicanciller—. No podemos consentir que las vasijas vayan por ahí lanzando escupitajos a la gente.
La señora Whitlow hizo una mueca.
—Además, ¿por qué lo hace? —añadió Ridcully.
—La verdad es que no lo sé, señor. Pensé que a lo mejor tú podías decirnos algo. Tengo entendido que, en tus tiempos de estudiante, Riktor daba clases aquí. La señora Whitlow está muy preocupada —agregó en un tono que daba a entender que, cuando la señora Whitlow estaba preocupada por algo, un archicanciller inteligente haría bien en prestarle atención—. No quiere que el personal sufra ningún tipo de interferencia de índole mágica.
El archicanciller dio unos golpecitos con los nudillos a la vasija.
—¿Te refieres al viejo «Números» Riktor? ¿Hablamos de la misma persona?
—Eso parece, archicanciller.
—Estaba como una cabra. El tipo pensaba que todo se podía medir. No sólo en términos de longitud, o de peso, o de esas cosas, sino todo. Su frase favorita era, «Si existe, debe ser posible medirlo». —Los ojos de Ridcully se empañaron con el recuerdo—. Fabricaba toda clase de instrumentos raros. Decía que se podía medir la veracidad, la belleza, los sueños y todo lo demás. Así que éste es uno de los juguetitos de Riktor, ¿eh? ¿Qué querría medir con él?
—Hen mi opinióhn —intervino la señora Whitlow—, dehberíamos guardarhlo en ahlgún lugar dohnde no puehda hacer dahño a nadie. Si a uhstedes no lehs imporhta.
—Sí, sí, claro —se apresuró a asentir el tesorero. No era fácil conservar durante mucho tiempo al personal en la Universidad Invisible.
—Tíralo a la basura —ordenó el archicanciller. El tesorero se quedó horrorizado.
—Oh, no, señor —dijo—. Aquí nunca tiramos nada. Además, es probable que tenga un gran valor.
—Mmm —se interesó Ridcully—. ¿Valor?
—Sí, señor, seguramente se trata de un importante artefacto histórico.
—En ese caso, llévalo a mi estudio. Ya he dicho hasta la saciedad que hay que animar un poco este sitio. Bueno, ahora tengo que irme, he quedado con un tío que está entrenando un grifo. Buenos días, señoras…
—Eh… archicanciller, si tuvieras la amabilidad de firmar… —empezó a decir el tesorero.
Pero hablaba ya con una puerta cerrada.
Nadie se molestó en preguntar a Ksandra cuál de los elefantitos de cerámica había escupido la bala. Y, aunque lo hubieran hecho, la dirección del proyectil no habría significado nada para ellos.
Aquella misma tarde, un par de conserjes de la Universidad trasladaron el único resógrafo[5] operativo del universo al estudio del archicanciller.
Aún no habían encontrado la manera de añadir sonido a las imágenes en acción, pero había un ruido que siempre se asociaba con Holy Wood: era el sonido de los martillos golpeando clavos.
Holy Wood se expandía a toda velocidad: casas nuevas, calles nuevas, hasta vecindarios nuevos, aparecían de la noche a la mañana. Y, en aquellas zonas donde los aprendices de alquimista, que habían hecho unos cursillos hiperacelerados, no estaban del todo familiarizados con los aspectos más delicados del octoceluloide, desaparecían aún más deprisa. Aunque eso no tenía demasiada importancia. El humo no se había terminado de despejar cuando ya se volvían a oír los martillazos.
Y Holy Wood crecía por fisión. Lo único que hacía falta era un muchacho de pulso firme y no fumador que supiera leer instrucciones de alquimia, un operador, un saco de demonios y montones de luz solar. Ah, y unas cuantas personas. Pero personas había de sobra. Si uno no tenía talento para criar demonios, o para mezclar productos químicos, o para dar vueltas rítmicamente a una manivela, siempre podía cuidar caballos o servir mesas, y poner cara de interesante sin perder las esperanzas. Y, si todo lo demás fallaba, clavar clavos. Edificio destartalado tras edificio destartalado, la antigua colina se iba poblando. El sol despiadado decoloraba y retorcía los delgados tablones, pero la construcción nunca cesaba.
Porque Holy Wood lanzaba su llamada. Cada día llegaba más gente. No llegaban para ser palafreneros, ni camareras, ni carpinteros de urgencias. Llegaban para hacer películas.
Y no tenían ni idea de por qué.
Como bien sabía Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, allí donde se reunieran dos o más personas alguien intentaría venderles sospechosas salchichas dentro de panecillos.
Ahora que él estaba ocupado con otros asuntos, no había faltado quien cumpliera con ese cometido.
Una de esas personas era Nodar Borgle el Klatchiano, cuya enorme barraca donde había hasta ecos no era tanto un restaurante como una fábrica de alimentación. En uno de los extremos había grandes soperas humeantes. El resto eran mesas, y en torno a las mesas había…
Victor se quedó atónito.
… había trolls, humanos y enanos. Y unos cuantos gnomos. Y hasta unos pocos elfos, la raza más elusiva del Mundodisco. Y muchas otras cosas que Victor esperaba que fueran trolls disfrazados, porque, si no lo eran, los clientes del restaurante estarían pronto en apuros. Pero todo el mundo comía, y lo más sorprendente era que no se comían unos a otros.
—Tienes que coger un plato, hacer cola y luego pagarlo —le explicó Ginger—. Lo llaman autotumismo.
—¿Y tienes que pagar antes de comerlo? ¿Qué pasa si luego resulta que está asqueroso? Ginger hizo una mueca.
—Por eso se paga antes.
Victor se encogió de hombros y se inclinó hacia el enano que había tras el mostrador.
—Quisiera…
—Estofado —replicó el enano.
—¿Qué clase de estofado?
—No hay más que una clase de estofado —bufó—. Estofado de estofado.
—En realidad, lo que preguntaba es de qué está hecho —insistió Victor.
—Si tienes que preguntarlo es que no estás lo suficientemente hambriento —intervino Ginger—. Dos estofados, Fruntkin.
Victor observó cómo el enano vertía en su plato la sustancia color marrón grisáceo. Unos extraños bultos, impulsados por misteriosas corrientes, afloraron un instante antes de hundirse de nuevo, cabía esperar que para siempre.
Borgle pertenecía a la misma escuela de cocina que Escurridizo.
—O estofado, o nada, chaval —rió el cocinero—. Es medio dólar. Bien barato.
Victor le tendió el dinero de mala gana, y miró a su alrededor buscando a Ginger.
—¡Aquí! —le llamó la chica, que se había sentado junto a una de las largas mesas—. Hola, Thunderfoot. Hola, Breccia, ¿cómo va eso? Éste es Vic. Es nuevo. Hola, Sniddin, no te he visto antes.
Victor se encontró encajonado entre Ginger y un troll de las montañas que vestía lo que parecía una cota de mallas, pero que resultó ser una cota de mallas al estilo Holy Wood, o sea, una serie de cordeles mal entrelazados pintados de purpurina plateada.
Ginger empezó a charlar animadamente con un gnomo de diez centímetros y un enano que lucía medio disfraz de oso, con lo que Victor se quedó un tanto aislado.
El troll le sonrió e hizo una mueca señalando su propio plato.
—Y se atreven a decir que esto es pómez —le dijo—. Ni siquiera se molestan en quitar la lava, y la arena no tiene gusto a nada. Victor miró el plato del troll.
—No sabía que los trolls comían rocas —dijo sin poder contenerse.
—¿Por qué no?
—¿No es de eso de lo que estáis hechos?
—Sí, pero tú estás hecho de carne, ¿y qué comes? Victor clavó la vista en su propio plato.
—Buena pregunta —dijo. Ginger se volvió hacia ellos.
—Vic está haciendo una peli para Silverfish —explicó a todos—. Parece que va a ser de tres rollos.
Hubo un murmullo generalizado de interés.
Victor apartó cuidadosamente a un borde del plato algo amarillo y grumoso.
—Decidme una cosa —empezó, pensativo—. Mientras estáis rodando, ¿habéis oído alguna vez… habéis tenido… una especie de sensación… como de estar…? —Se detuvo, titubeante. Todos lo miraban—. Es decir, ¿nunca os habéis sentido como si algo actuara a través de vosotros? No sé de qué otra manera expresarlo.
El resto de los comensales se relajaron.
—Eso es Holy Wood, nada más —le contestó el troll—. Se te mete dentro. Supongo que se debe a toda la creatividad que hay por aquí.
—Pero el ataque que tuviste tú fue de los fuertes —señaló Ginger.
—Es cosa cotidiana —intervino el enano, meditabundo—. Cosas de Holy Wood. La semana pasada, los chicos y yo estábamos trabajando en Historias de los enanos, y de repente todos empezamos a cantar. Así, como si tal cosa. Como si la canción se nos hubiera ocurrido a todos a la vez. ¿Qué os parece?
—¿Qué canción era? —se interesó Ginger.
—Ni idea. La hemos titulado «aivó». Era lo único que decía. «Aivó, aivó».
—Es que, a mí, todas las canciones de los enanos me parecen iguales —gruñó el troll.
Eran más de las dos de la tarde cuando volvieron al lugar donde se estaban rodando las imágenes en acción. El operador había quitado la tapa trasera a la caja de imágenes, y estaba rascando el suelo con una pequeña pala.
Escurridizo dormitaba en su silla de lona, con un pañuelo extendido sobre la cara. Pero Silverfish no podía estar más despierto.
—¡Eh, vosotros dos! ¿Dónde estabais? —aulló.
—Tenía hambre —replicó Victor.
—Pues vas a seguir teniendo hambre, muchacho, porque te juro que…
Escurridizo levantó una esquina del pañuelo.
—Empecemos de una vez —murmuró.
—¡Pero no podemos consentir que los actores nos traten de esta…!
—Primero, acabemos la peli, ya los despedirás luego —zanjó Escurridizo.
—¡De acuerdo! —bufó Silverfish. Blandió un dedo amenazador en dirección a Victor y a Ginger—. ¡No volveréis a trabajar en esta ciudad!
Mal que bien, se las arreglaron para que la tarde siguiera su curso. Escurridizo ordenó traer un caballo, y dijo varias cosas desagradables al operador porque aún no era posible mover la caja de imágenes. Los demonios se quejaban. De manera que pusieron al caballo ante el agujero de la caja y Victor se dedicó a saltar arriba y abajo en la silla. Como dijo Escurridizo, con eso bastaba y sobraba para las imágenes en acción.
Después, de mala gana, Silverfish les pagó dos dólares a cada uno y los despidió.
—Se lo contará a los demás alquimistas —gimió Ginger, desanimada—. Y harán pina, como siempre, todos nos tratarán igual.
—A nosotros nos ha dado dos dólares por día, pero los trolls cobran tres —señaló Víctor—. ¿Cómo es eso?
—Porque no hay tantos trolls que quieran hacer imágenes en acción —replicó la chica—. Y un buen operador puede llegar a cobrar seis o siete dólares al día. Los actores no tienen importancia.
Se volvió hacia él y lo miró con ojos llameantes.
—No me iba nada mal —siguió—. Tampoco era una maravilla, pero no me iba mal. Me ofrecían muchos trabajos. Todo el mundo pensaba que se podía confiar en mí. Me estaba haciendo toda una reputación…
—No te puedes hacer una reputación en Holy Wood —dijo Victor—. Es como construir una casa en un pantano. Nada es real.
—¡Pero a mí me gustaba! ¡Y tú lo has estropeado todo! ¡Ahora seguramente tendré que volver a ese espantoso pueblecito del que quizá no hayas oído hablar! ¡A una mierda de trabajo en la lechería, a ordeñar todo el día! ¡Muchas gracias! ¡Cada vez que le vea el culo a una vaca, me acordaré de ti!
Con un bufido, se alejó a zancadas hacia la ciudad, dejando a Victor con los trolls. Tras unos momentos, Rock carraspeó para aclararse la garganta.
—¿Tienes algún lugar para dormir? —le preguntó.
—Me temo que no —suspiró el joven.
—Es lo que suele pasar —asintió Morry.
—Había pensado dormir en la playa —siguió Victor—. La verdad es que hace bastante calor. Y necesito descansar un poco. Buenas noches.
Echó a andar en esa dirección.
El sol se estaba poniendo, y un viento procedente del mar había refrescado un poco el ambiente. En torno a la mole oscura de la colina, las luces de Holy Wood empezaban a encenderse. Holy Wood sólo se relajaba en la oscuridad. Cuando la luz del día es tu material de trabajo, no vas por ahí desaprovechándola.
En la playa se estaba bastante bien. Allí no solía ir nadie. La madera arrastrada por las olas, agrietada y llena de sal reseca, no servía para construir nada. La marea la había ido apilando hasta formar una larga barrera blanca a lo largo de toda la orilla.
Victor reunió la suficiente como para encender una hoguera, y luego se tendió para contemplar las olas.
Desde la cima de la duna más cercana, escondido tras un montón de algas secas, Gaspode, el Perro Maravilla, lo miraba pensativo.
Pasaban dos horas de la medianoche.
Ahora, eso los tenía, y se derramaba alegre por la colina, dejando que su brillo inundara el mundo.
Holy Wood sueña…
Sueña para todo el mundo.
En la oscuridad ardiente y asfixiante de un cobertizo de madera, Ginger Withel soñaba con alfombras rojas y multitudes que aplaudían. Y con una rejilla. No dejaba de soñar con una rejilla del suelo por la que salía una ráfaga de aire caliente que le levantaba las faldas…
En la oscuridad no mucho más fresca de un cobertizo poco más caro, Silverfish, el fabricante de imágenes en acción, soñaba con multitudes que aplaudían, y con que alguien le daba un premio por haber hecho las mejores imágenes en acción de la historia. El premio era una estatua, una estatua muy grande.
Entre las dunas de arena, Rock y Morry dormitaban obedientemente, porque los trolls son criaturas nocturnas por naturaleza, y dormir en la oscuridad iba contra sus instintos de eones. Soñaban Con montañas.
En la playa, bajo el manto de estrellas, Victor soñaba con caballos al galope, capas al viento, barcos piratas, peleas a espada, candelabros…
En la duna contigua, Gaspode, el Perro Maravilla, dormía con un ojo abierto y soñaba con lobos.
Pero Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo no soñaba, porque no estaba durmiendo.
Había sido un largo viaje a caballo hasta Ankh-Morpork, y él prefería vender caballos a montar en ellos, pero por fin había llegado.
Las tormentas que con tanta cautela esquivaban Holy Wood no tenían ningún reparo acerca de Ankh-Morpork, y estaban cayendo chuzos de punta. Pero claro, eso no interrumpía en absoluto la vida nocturna de la ciudad. Sólo la hacía más húmeda.
No había nada que no se pudiera comprar en Ankh-Morpork, incluso a media noche. Y Escurridizo quería comprar muchas cosas. Quería que le pintaran carteles. Necesitaba todo tipo de cosas. Muchas ellas implicaban ideas que había tenido que inventar durante el largo viaje, y ahora se vería obligado a explicarlas detenidamente a otras personas. Para colmo, tendría que explicárselas deprisa.
La lluvia caía como una sábana sólida cuando por fin salió a la calle, con las primeras luces del amanecer. Las alcantarillas estaban desbordadas. A lo largo de los tejados, las repulsivas gárgolas vomitaban certeramente sobre los transeúntes, aunque, como ya eran las cinco de la madrugada, había menos gente por las calles.
Ruina inhaló profundamente el espeso aire de la ciudad. Aire auténtico. Había que viajar mucho para encontrar un aire más auténtico que el de Ankh-Morpork. Sólo con respirarlo, se notaba que otras personas también habían estado haciéndolo durante miles de años.
Por primera vez en muchos días, tenía la sensación de estar pensando con claridad. Eso era lo más extraño de Holy Wood, Mientras estabas allí, todo te parecía natural, todo parecía de lo más lógico, pero en cuanto te alejabas un poco y volvías la vista, veías que era como una brillante pompa de jabón. Era como si, mientras te encontrabas en Holy Wood, no fueras la misma persona.
Bueno, Holy Wood era Holy Wood, y Ankh era Ankh, y Ankh era real y sólida a prueba de bomba, al menos según la opinión de Ruina.
Caminó por los charcos, escuchando el sonido de la lluvia.
Y entonces, por primera vez en su vida, advirtió que tenía un ritmo.
Qué cosas. Podías vivir en una ciudad toda tu vida, y tenías que marcharte y regresar para advertir que el sonido de la lluvia al repiquetear contra las calles tenía un ritmo propio: DuMdi-dum-dum, dumdi-dumdi-DUM-DUM…
Unos minutos más tarde, el sargento Colon y el cabo Nobbs, de la guardia nocturna, que estaban compartiendo amigablemente un cigarrillo refugiados en un portal, se dedicaron a hacer lo que mejor hace cualquier miembro de la guardia nocturna: mantenerse en un lugar caliente y seco, bien lejos de cualquier posible problema.
Ellos fueron los únicos testigos de la enloquecida figura que bajaba por la calle pisando charcos y haciendo piruetas entre ellos. La figura se agarró a una tubería para doblar una esquina y, con un alegre entrechocar de talones, desapareció de la vista.
El sargento Colon tendió la arrugada colilla a su compañero.
—¿No era ése el viejo Ruina Escurridizo? —preguntó al poco rato.
—Sí —asintió Nobby.
—Parecía contento, ¿no?
—En mi opinión, le falta un tornillo —bufó su compañero—. Mira que ir por ahí, cantando bajo la lluvia…
Uuhmm… uuhmm…
El archicanciller, que había estado poniendo al día sus notas sobre los dragones, mientras disfrutaba de una última copa junto a la chimenea, alzó la vista.
…uuhmm… uuhmm… uuhmm…
—¡Rayos! —murmuró, al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la gran vasija.
La vasija se tambaleaba de un lado al otro, como si todo el edificio estuviera temblando.
El archicanciller la contempló, fascinado.
…uuhmm… uuhmmmuhmmmMM immmuuHMM.
Se tambaleó un instante más, y luego quedó en silencio.
—Qué cosas —dijo el archicanciller—. Qué cosas más raras Plib.
Al otro lado de la habitación, la botella de coñac se hizo añicos.
Ridcully el Marrón respiró hondo.
—¡Tesoreroooo!
Las moscas despertaron a Victor. El aire era ya cálido. Iba a hacer otro buen día.
Se dirigió hacia la orilla del mar para lavarse y despejarse la cabeza.
Hizo cálculos. Aún le quedaban los dos dólares del día anterior, además de un puñado de peniques. Podía permitirse el lujo de quedarse unos días, sobre todo si dormía en la playa. Y el estofado de Borgle, aunque sólo fuera comida en sentido técnico y más estricto de la palabra, era bastante barato… pero, bien pensado, comer allí implicaría embarazosos encuentros con Ginger.
Dio un paso más, y se hundió.
Victor jamás había nadado en el mar. Salió a la superficie medio ahogado, sacudiendo el agua como un loco. La playa estaba a muy pocos metros.
Se relajó, se concedió tiempo para recuperar el aliento, y nadó tranquilamente hasta más allá del rompeolas. El agua era cristalina, transparente. El fondo se divisaba con claridad. Se sumergió y abrió los ojos. A través del filtro azul del agua, más allá de los enormes bancos de peces, se divisaban las rocas claras, rectangulares, dispersas por el lecho arenoso.
Salió para tomar aire y trató de sumergirse lo más posible, hasta que le zumbaron los oídos. La langosta más grande que había visto en su vida lo amenazó con sus pinzas desde una roca, y huyó hacia las profundidades.
Victor volvió a salir a la superficie, jadeante, y nadó hacia la orilla.
Bueno, si no conseguía entrar en las imágenes en acción, allí siempre podría ganarse la vida como pescador, de eso estaba seguro.
Un vendedor de madera también se podría ganar la vida. En aquella playa había suficiente leña reseca por el viento como para abastecer todas las chimeneas de Ankh-Morpork durante años. En Holy Wood, nadie soñaría con encender una hoguera, excepto para cocinar o para dar luz.
Y eso era lo que había estado haciendo alguien. Mientras hacía pie ya cerca de la orilla, Victor advirtió que la madera que había más abajo, en la misma playa, no estaba amontonada al azar, sino con orden, en pilas simétricas. Junto a ella, unas cuantas piedras renegridas formaban un rudimentario lecho para una hoguera.
Estaba casi tapado por la arena. Quizá otra persona había estado viviendo en la playa, aguardando su gran oportunidad de entrar en las imágenes en acción. Ahora que lo pensaba, los troncos situados tras las piedras medio enterradas también parecían colocados a propósito. Mirándolos desde el mar, casi daba la sensación de que algunos de ellos estuvieran formando una destartalada puerta.
Quizá hubiera gente todavía allí. Quizá los inquilinos de la choza tuvieran algo para beber.
Seguían allí, desde luego. Pero hacía meses que no necesitaban beber.
Eran las ocho de la mañana. Un golpe retumbante despertó a Bezam Planter, el propietario del Odium, uno de los polvorientos tugurios de exhibición de imágenes en acción que había en Ankh-Morpork.
Había pasado una noche fatal. A la gente de Ankh-Morpork le encantaban las novedades. Lo malo era que no le encantaban las novedades durante mucho tiempo. El Odium había sido un gran negocio durante una semana, había conseguido no perder dinero durante la siguiente, y ahora estaba muriendo a toda velocidad. El último pase de la noche anterior había tenido como únicos espectadores a un enano sordo y a un enorme orangután, que hasta se había traído sus propios cacahuetes. Bezam, que dependía de la venta de cacahuetes y pajaritos para rentabilizar el negocio de exhibición de imágenes en acción, estaba de un humor de perros.
Abrió la puerta y miró hacia el exterior con ojos legañosos.
—Está cerrado hasta las dos de la tarde —dijo—. Es la primera función. Vuelve luego. Tranquilo, hay localidades de sobra.
Cerró la puerta de golpe. Ésta rebotó contra la bota de Ruina Escurridizo, y se estrelló contra la nariz de Bezam.
—He venido por lo del pase especial de Espadas de Pasión —dijo Ruina.
—¿Pase especial? ¿Qué pase especial?
—El pase especial del que voy a hablarte ahora mismo —replicó el ex vendedor de salchichas.
—No estamos pasando nada especial sobre ningunas espadas apasionadas. Estamos pasando El emocionante…
—El señor Escurridizo dice que están pasando Espadas de Pasión —rugió una voz.
Escurridizo se apoyó contra el marco de la puerta. Tras él había una enorme losa de piedra. Parecía como si alguien le hubiera estado lanzando bolas de acero durante treinta años.
La losa se agrietó por el centro y se inclinó hacia Bezam.
El hombre reconoció a Detritus. Todo el mundo reconocía a Detritus. No era un troll que uno olvidara fácilmente.
—Pero si ni siquiera he oído hablar de… —empezó Bezam. Ruina se sacó una gran lata de debajo de la capa, y sonrió.
—Y aquí tienes unos cuantos carteles —añadió, al tiempo que sacaba un grueso rollo blanco.
—El señor Escurridizo me ha dejado poner unos cuantos en las r paredes —añadió Detritus con orgullo.
Bezam desenrolló un cartel. Los colores del dibujo hacían que le lloraran los ojos a cualquiera. Mostraba una imagen de alguien que E quizá fuera Ginger, vestida con una blusa que le quedaba definitivamente pequeña, junto a Victor, que estaba a punto de cargársela a un |hombro mientras usaba la otra mano para luchar contra un amplio surtido de monstruos. Como fondo, había volcanes en erupción, ¿raigones surcando los cielos y ciudades ardiendo hasta los cimientos.
—«¡Las imágenes en acción que nadie olvidará!» —leyó Bezam |con voz titubeante—. «¡Una sobrecogedora aventura en el ardiente amanecer de un nuevo continente! ¡Un hombre y una mujer que luchan contra las fuerzas del destino en un mundo enloquecido! ¡CON las estrellas **Delores De Syn** como La Chica y **Victor Maraschino** como Cohén el Bárbaro! ¡emociones! ¡aventuras! ¡¡¡elefantes!!! ¡¡¡¡Muy pronto, en tu tugurio más cercano!!!!». Volvió a leerlo.
—¿Cómo es que tiene estrellas esa tal Delores De Syn? —preguntó, no muy convencido.
—Porque está en las imágenes en acción —le explicó Ruina—. Por eso hemos puesto esos simbolitos al lado de los nombres, ¿ves? —Se inclinó un poco más hacia delante y bajó la voz hasta convertirla en un susurro retumbante—. Se dice que es la hija de un pirata klatchiano y una de las hermosísimas y testarudas prisioneras de éste… y él… él es hijo de… de un mago renegado y una bailaora gitana…
—¡Vaya! —exclamó Bezam, asombrado a su pesar. Escurridizo se dio una palmadita mental en la espalda. Últimamente estaba muy orgulloso de haberse conocido.
—Tengo entendido que vais a empezar la proyección dentro de una hora —dijo.
—¿Por la mañana tan temprano? —se sorprendió Bezam.
La película que había obtenido para aquel día era El emocionante mundo de la alfarería artesanal, cosa que lo tenía bastante preocupado. Aquella nueva proposición le parecía mucho más interesante.
—Sí —asintió Escurridizo—. Porque habrá mucha gente que querrá verla.
—No estoy tan seguro —titubeó Bezam—. Muchos tugurios han cerrado últimamente. El negocio no va bien.
—El público vendrá a ver ésta —le aseguró Ruina—. Confía en mí. ¿Te he engañado alguna vez? Bezam se rascó la cabeza.
—Bien, el mes pasado, una noche, me vendiste una salchicha en un panecillo y me dijiste…
—Era una pregunta retórica —replicó Ruina.
—Eso —colaboró Detritus. Bezam cedió.
—De acuerdo. Muy bien. Aunque no sé qué es eso de la retórica.
—Estaba seguro. —Ruina sonrió como un gnomo depredador—. Y ahora —siguió—, tenemos que hablar del asunto de los porcentajes.
—¿Qué son los porcentajes?
—¿Quieres un puro? —ofreció Escurridizo.
Victor caminó lentamente por la innominada calle principal de Holy Wood. Tenía arena metida bajo las uñas.
No estaba seguro de haber hecho lo correcto.
Seguramente el hombre no había sido más que un viejo pescador que un día se fue a dormir y no despertó, aunque la descolorida túnica roja y dorada no era el atuendo típico de los pescadores. El joven no había podido precisar cuánto tiempo llevaba muerto. La sequedad y el aire salino habían actuado como agentes conservantes. Lo habían conservado con el mismo aspecto que debió de tener mientras vivía, o sea, con aspecto de cadáver.
Y, por lo que vio en la choza, había pescado cosas muy raras.
Victor había pensado que debía informar a alguien, pero probablemente no había nadie en Holy Wood a quien le pudiera interesar el tema. Seguramente, en el mundo no había habido más que una persona interesada en si el anciano vivía o moría, y esa persona había sido la primera en enterarse.
El joven enterró el cadáver en la arena, tras la choza de tablones viejos, en un lugar donde no llegarían las olas.
Vio ante él el establecimiento de Borgle. Decidió que podía correr el riesgo de desayunar allí. Además, necesitaba un sitio tranquilo donde sentarse a leer el libro.
No era el tipo de cosas que se suelen encontrar en una playa, en una choza de tablones viejos, en la mano rígida de un cadáver.
En la cubierta se leían las palabras: El Libro de la Película.
Había más palabras en la primera página, escritas con la caligrafía redondeada de alguien que no está demasiado acostumbrado a escribir. Decían: Éstas son las Crónicas de los Guardianes del Para Monte copiadas a limpio por mí, Deccan, porque las viejas se están cayendo a pedazos.
Pasó con cautela las páginas rígidas. A primera vista, todas parecían llenas de anotaciones casi idénticas. No había fechas en ningún momento, pero la cosa no tenía mayor importancia, puesto que todos los días eran iguales.
Me levanté. Fui al retrete. Encendí la hoguera. Anuncié la Primera Sesión. Acabé pronto. Recogí madera. Encendí la hoguera. Subí a la colina. Entoné la Sesión de Noche. Encendí la hoguera. Arreglé la casa. Cené. Recité el Cántico de la Última Sesión. Me acosté.
Me levanté. Fui al retrete. Encendí la hoguera y canté la Primera Sesión. Acabé pronto. Crullet, el pescador de la Cala Roja, me había dejado dos buenos atunes. Comí. Anuncié la Sesión de Noche. Encendí la hoguera. Cené. Limpié la casa. Entoné el Cántico de la Última Sesión. Me acosté. Me levanté a medianoche, fui al retrete y vigilé el fuego, pero no hacía falta más leña.