Prólogo

Feather

Valle del Loira, Francia, noviembre de 1565

Chauncey estaba con la hija de un granjero en la orilla del río Loira cuando se desató la tormenta. Había dejado su caballo vagando por el prado, así que sólo le quedaban sus dos piernas para regresar al castillo. Arrancó una hebilla plateada de calzado, la depositó en la palma de la mano de la chica y vio cómo ella se alejaba corriendo, el barro salpicándole las faldas. Después se puso las botas y echó a andar rumbo a casa.

Mientras oscurecía, la lluvia caía como una cortina de agua sobre la campiña que rodeaba el castillo de Langeais. Chauncey caminaba tranquilamente sobre las tumbas hundidas y el humus del cementerio; incluso en medio de la niebla más espesa podía encontrar el camino a casa sin miedo de perderse. Esa noche no había niebla, pero la oscuridad y la lluvia torrencial engañaban bastante.

Percibió un movimiento a un lado y giró rápidamente la cabeza hacia la izquierda. Lo que a primera vista parecía un ángel que coronaba un monumento cercano se irguió en toda su altura. El muchacho tenía brazos y piernas, y no era de mármol ni de piedra. Llevaba el torso desnudo, holgados pantalones de campesino y los pies descalzos. Saltó del monumento; su cabello negro chorreaba agua. Las gotas se deslizaban por su rostro, oscuro como el de un español.

La mano de Chauncey fue a la empuñadura de su espada.

—¿Quién va?

La boca del muchacho insinuó una sonrisa.

—No juguéis con el duque de Langeais —le advirtió Chauncey—. Os he preguntado quién sois. Responded.

—¿Duque? —El chico se apoyó en un sauce retorcido—. ¿O bastardo?

Chauncey desenvainó la espada.

—¡Retiradlo! Mi padre era el duque de Langeais. Ahora el duque soy yo —añadió torpemente, y se maldijo por eso.

El chico meneó la cabeza con pereza.

—Vuestro padre no era el antiguo duque.

Chauncey se enfureció ante la nueva ofensa.

—¿Y vuestro padre? —preguntó extendiendo la espada. Todavía no conocía a todos sus vasallos, pero los estaba conociendo. El nombre de la familia de ese muchacho no se le olvidaría—. Os lo preguntaré una vez más —dijo en voz baja, secándose la cara con la mano—. ¿Quién sois?

El muchacho se acercó y apartó la hoja de la espada. De repente parecía mayor de lo que Chauncey había supuesto, quizás hasta tenía uno o dos años más que él.

—Soy un hijo del Diablo —respondió.

Chauncey notó un nudo en el estómago.

—Estáis como un cencerro —masculló—. Largaos.

Bajo los pies de Chauncey, de pronto el suelo se inclinó. Erupciones doradas y rojizas estallaron en sus retinas. Soltó la espada. Tuvo que encorvarse y las manos se le pegaron a los muslos. Levantó la vista hacia el muchacho, entre parpadeos y gemidos, tratando de comprender qué estaba ocurriendo. La cabeza le daba vueltas, como si hubiese perdido el dominio de su mente.

El chico se agachó a la altura de sus ojos.

—Escuchadme bien. Necesito algo de vos y no me iré hasta que lo tenga. ¿Habéis entendido?

Con los dientes apretados, Chauncey sacudió la cabeza para expresar su resistencia. Intentó escupir al muchacho, pero la lengua se negó a obedecer y la saliva cayó por su barbilla.

El chico apoyó las manos en las de Chauncey y el calor quemó a éste, que soltó un alarido.

—Necesito un juramento de lealtad feudal —dijo entonces el chico—. Inclinaos sobre una rodilla y jurad.

Chauncey ordenó a su garganta una risa áspera, pero la garganta se cerró y ahogó el sonido. Su rodilla derecha se flexionó, como si alguien le hubiese pateado la corva, pese a que detrás no había nadie, y él cayó de bruces en el barro. Se retorció de costado y vomitó.

—Juradlo —insistió el muchacho.

Chauncey tenía el cuello enrojecido de calor; requirió de todas sus fuerzas para cerrar sus manos en dos puños débiles. Se rio de sí mismo, incrédulo. No sabía cómo, pero aquel bribón le estaba provocando náuseas y debilidad. Y no levantaría el castigo hasta obtener su juramento. Diría lo que tenía que decir, pero jurándose a sí mismo que acabaría con el autor de semejante humillación.

—Señor, me declaro vuestro hombre.

El muchacho asintió y puso a Chauncey de pie.

—Venid a verme aquí para el comienzo del Jeshván —dijo—. Necesitaré de vuestros servicios durante las dos semanas entre la luna nueva y la luna llena.

—¿Una… quincena? —Chauncey temblaba bajo el peso de su ira—. ¡Yo soy el duque de Langeais!

—Vos sois un Nefilim —replicó el muchacho con un amago de sonrisa.

Chauncey tenía una réplica profana en la punta de la lengua, pero se la tragó. Sus siguientes palabras fueron pronunciadas con fría malicia:

—¿Qué habéis dicho?

—Pertenecéis a la raza bíblica de los Nefilim. Vuestro verdadero padre era un ángel caído. Vos sois mitad mortal —buscó los ojos de Chauncey— y mitad ángel caído.

El duque oyó la voz de su tutor en algún rincón de su mente, leyéndole pasajes de la Biblia, hablándole de una raza desviada, creada cuando los ángeles expulsados del cielo se emparejaron con mujeres mortales. Una raza temible y poderosa. Un escalofrío que no le desagradó del todo lo recorrió de pies a cabeza.

—¿Quién sois vos?

El muchacho se dio la vuelta y se alejó sin más. Chauncey quiso seguirlo, pero no consiguió que las piernas aguantaran su peso. Arrodillado bajo la lluvia, alcanzó a ver dos gruesas cicatrices sobre la espalda de aquel torso desnudo. Las marcas se juntaban formando una V invertida.

—¿Sois un caído? —gritó—. Os han quitado vuestras alas, ¿verdad?

El chico, el ángel o quienquiera que fuera, no se volvió. Chauncey no necesitaba confirmación alguna.

—¿Qué servicio os prestaré? —gritó—. ¡Exijo saber de qué se trata!

La risa lejana del muchacho resonó en el aire.