Capítulo

9

En el salón de juegos me abrí camino entre la gente, pasando por la taquilla y los servicios. Al llegar al área de los futbolines, advertí que Vee ya no estaba allí. Tampoco Elliot ni Jules.

—Parece que se han ido —dijo Patch. En sus ojos percibí cierta satisfacción, pero tratándose de él podían estar expresando algo totalmente distinto—. Necesitas a alguien que te lleve a casa.

—Vee nunca me dejaría tirada —repuse, poniéndome de puntillas para mirar por encima de la gente—. Tal vez están jugando al ping-pong.

Me abrí paso caminando de costado. Patch me siguió, dando sorbos a una lata de refresco que había comprado antes de entrar. Se había ofrecido a coger una para mí, pero en el estado en que me encontraba no creí poder sujetarla.

Tampoco en las mesas de ping-pong había rastros de Vee o de Elliot.

—Tal vez están jugando al Fliper —sugirió Patch. Desde luego se estaba burlando de mí.

Me ruboricé un poco. ¿Dónde estaba Vee?

Él me ofreció la lata de refresco.

—¿Seguro que no quieres un trago?

Miré la lata y luego a Patch. El hecho de que me hirviera la sangre de sólo pensar en poner mi boca donde él había puesto la suya no era una razón para decírselo a la cara.

Rebusqué en mi bolso y saqué el móvil, pero se había apagado y no quería encenderse. No entendía cómo la batería podía estar agotada si la había cargado justo antes de salir. Lo intenté una y otra vez, pero nada.

—Mi ofrecimiento sigue en pie —dijo Patch.

Probablemente estaría más segura haciendo autoestop y viajando con un extraño. Todavía me sentía conmocionada por lo que había ocurrido en la montaña rusa, y la imagen de mi caída se repetía una y otra vez. Estaba cayendo en picado… y, de pronto, estaba desembarcando del carrito como si nada. Así había ocurrido. Era la experiencia más aterradora que había vivido, tanto que al parecer sólo yo la había notado. Ni siquiera Patch, que iba a mi lado.

Me golpeé la frente con la mano.

—Su coche. Seguro que me está esperando en el aparcamiento.

Treinta minutos después había recorrido todo el aparcamiento. El Neon no estaba por ninguna parte. No podía creer que Vee se hubiera marchado sin mí. Quizás había surgido una emergencia, pero no podía saberlo, ya que no podía revisar los mensajes en el móvil. Intenté sosegarme, pero al pensar en la posibilidad de que ella me hubiese dejado tirada, la rabia bulló dentro de mí, lista para ser evacuada.

—¿Ya se te han acabado las opciones? —preguntó Patch.

Me mordí el labio, pensando en otras opciones. No las había. Pero tampoco estaba segura de aceptar su ofrecimiento. En un día cualquiera irradiaba peligro, y esa noche era una combinación de peligro, amenaza y misterio, todo junto.

Al final suspiré y rogué no estar cometiendo un craso error.

—Me llevarás directo a casa —dije. Sonó más como una pregunta que como una orden.

—Si eso quieres…

Estaba a punto de preguntarle si había notado algo extraño en el Arcángel, pero me arrepentí. Me daba demasiado miedo preguntar. ¿Y si sólo habían sido imaginaciones mías? ¿Y si me parecía vivir cosas que en realidad no ocurrían? Primero el tipo del pasamontañas. Ahora esto. Estaba segura de que la comunicación mental con Patch era real, pero ¿y lo demás? De eso no podía estar segura.

Él avanzó por el aparcamiento. Una moto negra y brillante descansaba sobre la pata de apoyo. Él se montó y con un gesto me señaló el asiento de atrás.

—Sube.

—Bonita moto —dije. Lo cual no era cierto: parecía una trampa mortal negra y lustrosa. Nunca en mi vida me había montado en una moto. Y no estaba segura de querer hacerlo aquella noche—. Me gusta sentir el viento en la cara —agregué, buscando disfrazar el terror de moverme a más de cien kilómetros por hora sin nada que se interpusiera entre mi cuerpo y la carretera.

Había un solo casco (negro y con el visor polarizado), y él me lo ofreció.

Lo cogí, subí a la moto y percibí cuán insegura me sentía sin otra cosa que un asiento estrecho debajo de mí. Me coloqué el casco.

—¿Es difícil conducir? —pregunté, cuando en realidad quería decir: ¿es peligroso?

—Qué va, en absoluto —dijo, respondiendo a ambas preguntas, la explícita y la tácita. Se rio—. Estás tensa. Relájate.

Al salir de la plaza de aparcamiento, el movimiento repentino me asustó; me había cogido a su camisa para mantener el equilibrio. Ahora lo rodeé con mis brazos como en un abrazo de oso por detrás.

En la carretera, Patch aceleró y mis muslos se ciñeron a él. Ojalá no lo notara.

Cuando llegamos a mi casa, redujo la velocidad para subir el húmedo camino de la entrada, apagó el motor y se apeó. Yo me quité el casco y lo dejé en el asiento. Abrí la boca para decir algo como «Gracias por traerme, nos vemos el lunes», pero las palabras se disolvieron al ver que él se dirigía a los escalones del porche.

Ni siquiera pude imaginarme qué estaba haciendo. ¿Quería acompañarme hasta la puerta? Imposible. Entonces… ¿qué?

Subí al porche detrás de él y lo alcancé en la puerta. Entre la confusión y una creciente preocupación, vi cómo sacaba un manojo de llaves conocidas de su bolsillo e introducía la de mi casa en la cerradura.

Me descolgué el bolso del hombro y abrí el compartimento donde guardaba las llaves. No estaban.

—Devuélveme mis llaves —exigí, desconcertada por no saber cómo me las había birlado.

—Se te cayeron en la sala de juegos mientras buscabas el móvil —dijo.

—Me da igual dónde se cayeran. Devuélvemelas.

Patch levantó las manos, proclamando su inocencia, y se apartó de la puerta. Apoyó un hombro en el marco y me miró. Intenté girar la llave. No se movía.

—La has atascado —dije, sacudiendo el manojo. Bajé un peldaño—. Anda, prueba tú. Está atascada.

Con un simple clic hizo girar la llave. Con la mano sobre el pomo arqueó las cejas, como queriendo decir: «¿Puedo?»

Tragué saliva, ocultando una oleada de asombro y de preocupación.

—Adelante. No te encontrarás con nadie. Estoy sola en casa.

—¿Toda la noche?

Desde luego ofrecer esa información no había sido lo más acertado.

—Dorothea vendrá enseguida —mentí. Dorothea se había ido hacía rato. Ya era casi medianoche.

—¿Dorothea?

—Nuestra ama de llaves. Es mayor pero fuerte. Muy fuerte. —Intenté pasar por su lado. No funcionó.

—Suena aterrador —dijo, retirando la llave de la cerradura. Me la ofreció.

—Puede limpiar el lavabo en menos de un minuto. Es más que aterrador. —Cogí la llave y lo rodeé para entrar. Intenté cerrar la puerta, pero al darme la vuelta, Patch ocupó el umbral, sus brazos afirmados a ambos lados del marco.

—¿No me invitas a entrar? —preguntó.

Pestañeé. ¿Invitarlo a entrar? ¿En mi casa? ¿Él y yo a solas?

—Es tarde —dijo. Sus ojos se acercaron a los míos, reflejando un brillo perverso—. Debes de estar hambrienta.

—No. Sí. O sea, sí, pero…

De pronto estaba dentro.

Retrocedí tres pasos. Cerró la puerta con el pie.

—¿Te gusta la comida mexicana?

—Me… —«Me gustaría saber qué haces dentro de mi casa».

—¿Los tacos?

—¿Los tacos? —repetí.

Al parecer le hizo gracia.

—Tomate, lechuga y queso.

—¡Ya sé lo que es un taco!

Antes de que pudiera detenerlo, avanzó por el pasillo y giró a la izquierda. Hacia la cocina.

Fue hasta el fregadero y abrió el grifo mientras se enjabonaba las manos. Sintiéndose como en su casa, primero fue a la despensa, después echó un vistazo al frigorífico y sacó algunas cosas: salsa, queso, lechuga y tomate. Luego hurgó en los cajones y cogió un cuchillo.

Me sentí al borde del pánico al verlo con un cuchillo, cuando algo me distrajo: mi reflejo en una de las sartenes que colgaba de las gancheras. ¡Mi pelo! Era como si me hubiera pasado una apisonadora por la cabeza. Me llevé la mano a la boca.

Patch sonrió.

—¿Eres pelirroja natural?

Lo miré.

—No soy pelirroja.

—Lamento contradecirte, pero eres pelirroja. Aunque le prendiera fuego a tu pelo, no sería más rojo.

—Es castaño. —Aunque tuviera un mechón pequeño, minúsculo, infinitesimal de pelo rojizo, seguía siendo morena—. Debe de ser la iluminación.

—Sí, puede. —Sonrió socarrón y se le formó un hoyuelo.

—Vuelvo enseguida —dije, apresurándome a salir de la cocina.

Subí las escaleras y me hice una coleta en el pelo. Una vez resuelto eso, intenté ordenar mis pensamientos. No me sentía cómoda con Patch moviéndose a sus anchas por mi casa, armado con un cuchillo. Y mi madre me mataría cuando descubriera que lo había dejado entrar sin que Dorothea estuviese en casa.

—¿Podemos dejarlo para otro día? —le pregunté al cabo de dos minutos, al ver que seguía trajinando en la cocina. Me llevé una mano al estómago, indicando que tenía molestias—. Tengo náuseas. Seguro que por el viaje en moto.

Paró de cortar y me miró.

—Ya casi está.

Había cambiado el cuchillo por otro de hoja más grande y afilada.

Como si pudiera leerme el pensamiento, levantó el cuchillo, examinándolo. La hoja lanzó destellos bajo la luz. Se me hizo un nudo en el estómago.

—Deja ese cuchillo —le ordené serenamente.

Patch me miró y luego al cuchillo y después a mí de nuevo. Lo dejó en la encimera.

—No voy a hacerte daño, Nora.

—Bueno… eso me tranquiliza —conseguí decir con la garganta reseca.

Hizo girar el cuchillo, con el mango apuntando hacia mí.

—Ven aquí. Te enseñaré a preparar tacos.

No me moví. Un brillo en sus ojos me decía que no me fiara de él… y no me fiaba. Pero el miedo que me provocaba tenía algo de atractivo. Sentía algo extremadamente perturbador al estar cerca de él. En su presencia no podía fiarme de mí misma.

—¿Y si hacemos un trato? —Inclinó el rostro, ensombrecido, y me miró entornando los ojos—. Tú me ayudas a preparar los tacos y yo respondo a tus preguntas.

—¿Mis preguntas?

—Creo que ya sabes a lo que me refiero.

Lo sabía exactamente. Me ofrecía echar un vistazo a su mundo privado. Un mundo desde el que podía hablarle a mi mente. Una vez más sabía exactamente lo que tenía que decir, en el momento justo.

Sin decir una palabra me puse a su lado. Deslizó la tabla para cortar y la dejó delante de mí.

—Primero —dijo, colocándose a mi espalda y apoyando las manos en la encimera, junto a las mías— escoge un tomate. —Acercó su boca a mi oído. Su aliento cálido me hizo cosquillas—. Eso es. Ahora coge el cuchillo.

—¿El cocinero siempre se coloca tan cerca? —pregunté, sin estar segura de si la agitación interior que sentía me gustaba o me asustaba.

—Cuando está revelando secretos culinarios, sí. Agarra bien ese cuchillo.

—Ya lo hago.

—Estupendo. —Dio un paso atrás y me examinó, atento a cualquier imperfección. Por un instante me pareció ver una sonrisa secreta de aprobación—. No se puede enseñar a cocinar —dijo—. Con eso se nace. Lo tienes o no lo tienes. Es como la química. ¿Crees que estás hecha para la química?

Presioné el cuchillo contra el tomate; se partió en dos y ambas mitades se mecieron suavemente sobre la tabla.

—Dímelo tú. ¿Estoy hecha para la química?

Patch emitió un sonido profundo que no logré descifrar y se echó a reír.

Después de la cena llevó los platos al fregadero.

—Yo lavo y tú secas.

Hurgando en el cajón junto al fregadero encontró un trapo y me lo arrojó juguetonamente.

—Bien, es hora de esas preguntas pendientes —dije—. Empezando por aquella noche en la biblioteca. ¿Me estabas siguiendo…? —Mi voz se apagó.

Él se apoyó perezosamente en la encimera. Su pelo oscuro asomaba por debajo de la gorra de béisbol. Una sonrisa apareció en su rostro. La mente se me nubló y de la nada surgió un pensamiento acuciante.

Quería besarle. De inmediato.

Patch arqueó las cejas.

—¿Qué pasa?

—Eh… nada. Nada. Tú lavas y yo seco.

No tardamos en acabar con los platos y de repente nos encontramos muy cerca uno del otro junto al fregadero. Patch hizo un movimiento para quitarme el trapo y nuestros cuerpos se rozaron. Ninguno de los dos se movió, manteniendo el frágil lazo que nos unía.

Di un paso atrás.

—¿Tienes miedo?

—No.

—Mientes.

Mi pulso se aceleró un poco.

—No tengo miedo de ti.

—Ah, ¿no?

—Quizá sólo sea que tengo miedo de… —Me maldije. ¿Cómo iba a terminar aquella frase? No iba a decirle que todo en él me aterraba. Eso le daría ventaja sobre mí—. Quizá sólo sea que tengo miedo de… de…

—¿De que yo te guste?

Aliviada de que me echara una mano, respondí de manera automática:

—Sí. —«Oh, maldita sea»—. ¡Quiero decir, no! Definitivamente no. ¡No me refería a eso!

Patch se rio por lo bajo.

—Una parte de mí no se siente nada cómoda contigo —dije.

—¿Pero?

Me aferré a la encimera que tenía detrás buscando un punto de apoyo.

—Pero al mismo tiempo siento una atracción peligrosa hacia ti.

Él esbozó una sonrisa burlona.

—Eres demasiado creído —añadí, empujándolo con la mano hacia atrás.

Me estrechó una mano contra su pecho y tiró de mi manga por encima de la muñeca, cubriendo la mano con ella. Rápidamente hizo lo mismo con la otra manga y me sujetó ambas manos por los puños. Abrí la boca para protestar.

Tiró de mí y, de repente, me levantó y me sentó sobre la encimera. Mi rostro quedó a la misma altura que el suyo. Me miró fijamente con una sonrisa oscura, incitante. Y fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba días fantaseando con ese momento.

—Quítate la gorra —le dije impulsivamente.

Se volvió la visera hacia atrás.

Me moví sobre la encimera, mis piernas colgando a ambos lados de su cuerpo. Una voz interior me decía que me detuviera, pero no le hice caso.

Él extendió sus manos sobre la encimera, junto a mis caderas. Se arrimó inclinando la cabeza. Me sentí abrumada por su aroma, que olía a tierra oscura y húmeda.

Después de dos inhalaciones intensas, me dije que aquello no estaba bien. No con Patch. Me daba miedo. En el buen sentido, sí, pero también en el malo. En el peor.

—Debes irte —suspiré—. Sí, será lo mejor.

—¿Adónde? ¿Aquí? —Acercó su boca a mi hombro—. ¿O aquí? —Y luego a mi cuello.

Mi mente era incapaz de procesar un solo pensamiento lógico. La boca de Patch se deslizaba hacia arriba, subiendo por mi mandíbula, sorbiendo suavemente mi piel…

—Se me están adormeciendo las piernas —mascullé. No era del todo falso. Sentía un hormigueo en todo el cuerpo, incluyendo las piernas.

—Puedo solucionarlo. —Sus manos se posaron en mis caderas.

Súbitamente empezó a sonar mi móvil. Di un respingo y lo cogí de mi bolso.

—Hola, cielo —me saludó mi madre alegremente.

—¿Puedo llamarte en cinco minutos?

—Claro. ¿Qué ocurre?

Cerré el móvil.

—Debes irte —le dije a Patch—. Ahora.

Volvió a girarse la gorra de béisbol. Su boca era todo lo que veía de su rostro por debajo de la visera, y se curvó en una sonrisa maliciosa.

—No te has maquillado.

—Me he olvidado.

—Que duermas bien esta noche.

—Lo haré, descuida. —¿Qué pretendía decirme?

—Con respecto a la fiesta de mañana…

—Me lo pensaré —alcancé a decir.

Patch metió un papelito en mi bolso, produciéndome sensaciones de ardor en las piernas con sólo rozarme.

—Aquí está la dirección. Te estaré esperando. Ven sola.

Al cabo de un instante oí la puerta principal cerrarse detrás de él. Un rubor ardiente me subió al rostro. «Demasiado cerca», pensé. El fuego no tenía nada de malo… mientras no permanecieras demasiado cerca. Algo a tener en cuenta.

Me apoyé contra la encimera, respirando entrecortadamente.