Capítulo

8

Regresé al futbolín algo aturdida. Elliot estaba encorvado sobre el tablero con gesto de concentración competitiva. Vee chillaba y se reía. Jules seguía sin aparecer.

Mi amiga levantó la vista del tablero.

—Bueno, ¿qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho?

—Nada. Le he dicho que no nos molestara y se ha ido.

—Pues no parecía alterado cuando se ha marchado —observó Elliot—. Sea lo que sea que le hayas dicho, ha funcionado.

—Qué pena —se lamentó Vee—. Esperaba un poco de acción.

—¿Listos para jugar? —preguntó Elliot—. Estoy deseando ganarme una pizza a pulso.

—Yo estoy lista, si Jules regresa —dijo Vee—. Estoy empezando a pensar que no le caemos bien. Sigue desaparecido. Quizás es un mensaje no verbal.

—¿Bromeas? Está encantado con vosotras, chicas —dijo Elliot, con excesivo entusiasmo—. Es sólo que le cuesta relacionarse. Iré a buscarlo. No os mováis de aquí.

Nada más quedarnos solas, le dije a Vee:

—Voy a matarte, ¿lo sabes?

Ella levantó las manos y retrocedió.

—Era por hacerte un favor. Elliot está loco por ti. Cuando te has ido le he dicho que tienes a unos diez chicos llamándote todas las noches. Tendrías que haberle visto la cara. Apenas si podía disimular los celos.

Lancé un gruñido.

—Es la ley de la oferta y la demanda —dijo Vee, tan pragmática ella—. ¿Quién hubiera dicho que estudiar economía iba a servirnos de algo?

Miré hacia las puertas del salón.

—Necesito algo —dije.

—¿A Elliot, quizá?

—No: necesito azúcar. Mucha. Un algodón azucarado. —Lo que necesitaba era una goma de borrar gigante para suprimir todas las huellas que dejaba Patch en mi vida. Sobre todo, las de su comunicación telepática. Me estremecí. ¿Cómo lo hacía? ¿Y por qué a mí? A menos que… sólo fuera mi imaginación. Igual que cuando me imaginé atropellando a alguien con el coche de Vee.

—A mí tampoco me vendría mal un chute de azúcar —contestó Vee—. Hay un vendedor cerca de la entrada. Yo me quedaré aquí para que Jules y Elliot no piensen que nos hemos ido. Tú ve por el algodón.

Una vez fuera, desanduve el camino hasta la entrada, pero al localizar al vendedor de algodones me vi atraída por la montaña rusa al final del pasaje peatonal. El Arcángel, un serpenteante convoy de vagonetas, se elevó por encima de los árboles y pasó a toda velocidad sobre los rieles iluminados, desapareciendo de mi vista. Me pregunté por qué Patch quería que nos encontrásemos allí. Sentí una punzada en el estómago y, a pesar de todo, me vi enfilando el pasaje rumbo al Arcángel.

Inmersa entre los peatones, mantenía la vista fija a lo lejos, en los rieles donde las vagonetas del Arcángel ondulaban en el cielo. El viento había pasado de frío a helado, pero ésa no era la razón de que me sintiera cada vez más turbada. La sensación volvió a hacerse presente. Aquella sensación escalofriante y vertiginosa de que alguien me observaba.

Eché una mirada furtiva a ambos lados. Nada extraño en mi visión periférica. Di un giro de ciento ochenta grados. Un poco más atrás, en un pequeño patio de árboles, una figura encapuchada se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad.

Con el corazón acelerado adelanté a un grupo numeroso de peatones, alejándome del patio. Tras avanzar unos cuantos pasos, volví a mirar atrás. Nadie parecía estar siguiéndome.

Al reanudar la marcha choqué contra alguien.

—Perdone —dije, tratando de recuperar el equilibrio.

Patch me sonrió.

—Perdonada.

Lo miré entre parpadeos.

—Déjame en paz.

Traté de esquivarlo, pero me agarró del brazo.

—¿Qué te ocurre? Parece que vayas a vomitar.

—Es el efecto que me produces —le espeté.

Se rio y me dieron ganas de patearle las espinillas.

—No te vendría mal un refresco. —Todavía me sujetaba del brazo, y me arrastró hasta un puesto de limonadas.

Me empeciné.

—¿De verdad quieres ayudarme? Pues apártate de mí.

Me quitó un rizo de la cara.

—Me encanta tu pelo. Me encanta cuando se alborota. Es como ver una parte de ti que necesita expresarse más a menudo.

Me alisé el pelo con rabia, pero caí en la cuenta de que parecía estar arreglándome para él.

—Tengo que irme —dije—. Vee me está esperando. —Una pausa—. Supongo que te veré el lunes en clase.

—Móntate en el Arcángel conmigo.

Levanté la vista. Los chillidos retumbaban en el aire mientras las vagonetas pasaban con gran estruendo.

—Dos personas por asiento. —Su sonrisa se volvió atrevida.

—Ni hablar.

—Si sigues huyendo de mí, nunca sabrás lo que está ocurriendo.

Aquel comentario tendría que haberme hecho huir corriendo, pero no fue así. Era como si Patch supiera exactamente qué decir para picar mi curiosidad. Qué decir y cuándo.

—¿Qué está ocurriendo?

—Sólo tienes una manera de saberlo.

—No puedo. Las alturas me dan miedo. Además, Vee me está esperando. —Pero de repente la idea de subir allá arriba dejó de asustarme. Ya no me daba miedo. De un modo absurdo, saber que estaría con Patch me dio seguridad.

—Si consigues llegar hasta lo más alto sin gritar, le pediré al entrenador que nos cambie de sitio.

—Ya se lo pedí. En vano.

—Puede que yo sea más convincente que tú.

Me lo tomé como un insulto personal.

—Yo no suelo gritar —repliqué—. Y menos por dar una vuelta en una atracción de feria. —«Y menos aún por ti».

Caminamos hacia la cola del Arcángel. Sobre nuestras cabezas estallaban fugaces torrentes de gritos histéricos.

—Nunca antes te había visto en el Delphic —dijo Patch.

—¿Tú vienes mucho aquí? —Tomé nota para no hacer más escapadas al Delphic los fines de semana.

—Este lugar y yo compartimos una historia.

La cola avanzaba mientras las vagonetas se vaciaban y nuevos buscadores de emociones subían a bordo.

—Déjame adivinar —dije con sarcasmo—. Aquí es donde hacías novillos el año pasado.

Pero Patch se limitó a decir:

—Darte información al respecto supondría arrojar luz sobre mi pasado. Y prefiero no hacerlo.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo tu pasado?

—No creo que sea momento para hablar de eso. Mi pasado podría asustarte.

«Demasiado tarde», pensé.

Nuestros brazos se tocaron, un roce que me erizó el vello.

—No incluye la clase de cosas que cuentas a tu frívola compañera de Biología —añadió.

El viento gélido me envolvió y me congelé por dentro. Pero no fue nada comparado con el frío que sus palabras me inyectaron.

Patch señaló la rampa con un movimiento de la cabeza.

—Nuestro turno.

Empujé el torniquete. Al llegar a la plataforma de embarque, las únicas vagonetas libres estaban al principio y al final del tren. Patch se dirigió a la de delante.

La estructura de aquella montaña rusa, por muy remodelada que estuviera, no me inspiraba ninguna confianza. Las vagonetas de madera aparentaban haber pasado más de un siglo a la intemperie del riguroso clima de Maine. Los motivos artísticos pintados a los lados eran aún menos estimulantes.

La que Patch escogió tenía cuatro motivos. El primero representaba a unos demonios cornudos arrancándole las alas a un ángel. El siguiente mostraba al ángel sin alas encaramado en una lápida mortuoria, mirando a unos niños que jugaban. En el tercero, el ángel estaba entre los niños, retorciéndole una mano a una niña pequeña. En el último, el ángel atravesaba el cuerpo de la niña como un fantasma; la sonrisa de la niña había desaparecido y le habían crecido cuernos como a los demonios del primer motivo. Sobre los cuatro colgaba una luna plateada.

Aparté la mirada y me aseguré de que las piernas me temblaban por el viento gélido. Subimos.

—Tu pasado no me asustaría —le dije mientras me abrochaba el cinturón—. Más bien, creo que me dejaría horrorizada.

—Horrorizada —repitió, como asintiendo. Qué extraño, Patch nunca daba el brazo a torcer.

Los carritos se pusieron en movimiento. De un modo brusco nos alejamos de la plataforma y encaramos una larga cuesta. Un olor a sudor, orín y salitre marino llenaba el aire. Patch estaba tan cerca que podía olerlo. Percibí un ligero aroma a jabón de menta.

—Estás pálida —dijo, acercándose para hacerse oír por encima del traqueteo de la cremallera.

Desde luego que estaba pálida, pero no iba a admitirlo.

En la cima hubo un momento de vacilación. A kilómetros de distancia se veía el campo oscuro, allá donde se mezclaba con los fulgores de la periferia que gradualmente iban conformando la cuadrícula de luces de Portland. El viento amainó, dejando que la humedad ambiental se me pegara a la piel.

Miré a Patch de reojo y encontré cierto consuelo en tenerlo a mi lado. Él me dirigió una sonrisa pícara.

—¿Asustada, ángel?

Cuando sentí que mi peso se volcaba hacia delante, me agarré a la barra frontal. Una risa temblorosa brotó de mi garganta.

La vagoneta se precipitaba con una rapidez endemoniada; mi pelo ondeaba enloquecido. Virando a izquierda y derecha, traqueteábamos sobre los rieles y mis entrañas se sacudían violentamente. Miré hacia abajo, tratando de concentrarme en algo que no se moviera.

Fue entonces cuando me di cuenta de que mi cinturón de seguridad se había soltado.

Traté de gritarle a Patch, pero el fragor del viento se tragó mi voz. El estómago me dio un brusco vuelco y con una mano traté de abrocharme el cinturón mientras con la otra aferraba la barra frontal. El carrito torció a la izquierda y me hizo chocar el hombro contra Patch, apretándome bruscamente contra él. Luego ascendió vertiginosamente, y tuve la sensación de que despegaba en pleno vuelo, casi soltándose de los rieles.

Ahora bajábamos en picado. Las luces centelleantes me cegaban; no podía ver hacia dónde giraban los rieles al final de la caída.

Era demasiado tarde. Doblamos a la derecha. Sentí una descarga de pánico, y entonces ocurrió. Mi hombro izquierdo chocó contra la portezuela, que se abrió, y salí despedida mientras el convoy seguía a toda velocidad sin mí. Rodé sobre los rieles, intentando aferrarme a algo. Mis manos no encontraron nada y caí por el borde de la montaña rusa, hundiéndome en la negrura de la noche. El suelo se acercaba a toda velocidad y yo chillaba.

Lo siguiente que supe fue que el convoy chirrió hasta detenerse en la plataforma de desembarque.

Me dolían los brazos por la fuerza con que Patch me sujetaba.

—Para mí eso ha sido un grito —dijo sonriéndome de manera burlona.

Aturdida, lo vi colocar una mano sobre su oreja como si el grito todavía resonara allí. Aún sin saber qué había ocurrido, observé su brazo, donde mis uñas habían dejado semicírculos en su piel. Luego me fijé en mi cinturón de seguridad. Lo tenía abrochado alrededor de la cintura.

—Mi cinturón —empecé—. Pensé que…

—¿Qué pensaste? —me preguntó Patch; su interés parecía auténtico.

—Pensé… que salía volando del carro. Creí que iba a… morir.

—Ajá.

Los brazos me temblaban. Las rodillas se tambaleaban bajo el peso de mi cuerpo.

—Supongo que seguiremos compartiendo pupitre —dijo Patch con cierto matiz de victoria en la voz. Estaba demasiado atontada para discutir.

—El Arcángel… —murmuré mirando por encima de mi hombro, mientras las vagonetas iniciaban un nuevo ascenso.

—Es un ángel de alto rango. —Había engreimiento en su voz—. Cuanto más alto, más dura es la caída.

Fui a replicar que desde luego había salido despedida del carro y fuerzas incomprensibles me habían salvado a tiempo, pero en cambio contesté:

—Yo creo que apenas soy un ángel custodio.

Patch sonrió satisfecho y me guio por el pasaje peatonal.

—Te acompaño al salón de juegos —dijo.