Era sábado por la noche y Dorothea y yo estábamos en la cocina. Ella acababa de meter una cazuela en el horno y estaba repasando la lista de tareas que mi madre le había dejado en la puerta de la nevera.
—Ha llamado tu madre. No regresará hasta el domingo por la noche —me dijo mientras fregaba con detergente la pila de la cocina con una energía que me hacía doler el brazo—. Ha dejado un mensaje en el contestador. Quiere que la llames. ¿Has estado llamando cada noche antes de irte a la cama?
Yo estaba sentada en un taburete, comiendo un bollo de pan con mantequilla. Acababa de darle un mordisco, pero Dorothea me miraba esperando una respuesta.
—Hummm-hum —asentí.
—Hoy ha llegado una carta del instituto. —Señaló con la barbilla las cartas que había sobre el aparador—. ¿Puede que sepas de qué se trata?
Me encogí de hombros con esmerada inocencia y dije:
—Ni idea.
Pero tenía una idea bastante clara. Doce meses atrás había abierto la puerta de mi casa para encontrarme con la policía. «Tenemos malas noticias», dijeron. El entierro de mi padre fue una semana más tarde. Desde entonces, todos los lunes por la tarde acudía a mi sesión con el doctor Hendrickson, el psicólogo del instituto. Había faltado a las últimas dos, y si no las recuperaba esa semana me metería en problemas. La carta probablemente era una advertencia.
—¿Tienes planes para esta noche? ¿Tú y Vee habéis pensado en algo? ¿Tal vez una película aquí en casa?
—Tal vez. De verdad, Dorth, yo puedo limpiar la pila más tarde. Ven a sentarte y… cómete la otra mitad de mi bollo.
El moño gris de Dorothea se le deshacía mientras fregaba.
—Mañana voy a una conferencia —dijo—. En Portland. Hablará la doctora Melissa Sanchez. Ella dice que una puede sentirse más sexy a través de la mente. Las hormonas son drogas peligrosas. A menos que le digamos lo que queremos, tienen un efecto contraproducente. Se nos vuelven en contra. —Se giró y me apuntó con el envase de detergente para enfatizar—. Ahora me levanto por la mañana y escribo con el pintalabios en el espejo: «Soy sexy. Los hombres me desean. Los sesenta y cinco son como unos nuevos veinticinco».
—¿Crees que funciona? —pregunté, intentando no sonreír.
—Funciona —respondió.
Me lamí los dedos con mantequilla mientras pensaba una respuesta apropiada.
—Así que vas a dedicar el fin de semana a reinventar tu lado sexy.
—Toda mujer necesita reinventar su lado sexy. Dicho así me gusta. Mi hija se ha hecho implantes. Dice que lo hizo para ella misma, pero ¿qué mujer se pone tetas para ella misma? Son una carga. Se ha puesto tetas para satisfacer a un hombre. Espero que tú no hagas estupideces por un chico, Nora. —Agitó el dedo.
—Créeme, Dorth, no hay chicos en mi vida. —De acuerdo, quizás había dos al acecho en la periferia, rondando, pero como no conocía lo suficiente a ninguno de los dos, y uno de ellos me asustaba, parecía más seguro cerrar los ojos y hacer como si no estuvieran allí.
—Eso es bueno y malo. Si das con el chico equivocado, te metes en problemas. Si encuentras al chico apropiado, encuentras el amor. —Su voz se suavizó con la reminiscencia—. Cuando era una jovencita en Alemania, tuve que escoger entre dos muchachos. Uno era muy malvado. El otro era mi Henry. Estuvimos felizmente casados durante cuarenta y un años.
Era el momento de cambiar de tema.
—¿Cómo está tu ahijado… Lionel?
Entornó los ojos.
—¿Te gusta el pequeño Lionel?
—Nooo…
—Yo podría arreglar algo…
—No, Dorothea, de verdad. Gracias, pero… ahora mismo estoy muy concentrada en los estudios. Quiero ir a una universidad de rango superior.
—Si acaso más adelante.
—Te lo diré.
Terminé mi bollo acompañada por el rumor de la charla monótona de Dorothea, interponiendo inclinaciones de cabeza y algún que otro «ajá» cada vez que ella hacía una pausa a la espera de una respuesta. Pero lo que de verdad me preocupaba era si quería quedar con Elliot esa noche. Al principio me había parecido una gran idea, pero cuanto más lo pensaba, más dudaba. Por una parte, lo había conocido hacía apenas un par de días. Y por otra, no estaba segura de cómo se lo tomaría mi madre. Se estaba haciendo tarde, y el Delphic estaba por lo menos a media hora en coche. Además, los fines de semana el Delphic era famoso por su desenfreno.
Sonó el teléfono y el número de Vee apareció en el identificador de llamadas.
—¿Hacemos algo esta noche? —quiso saber.
Abrí la boca, sopesando mi respuesta, pero cuando le comenté la invitación de Elliot no hubo vuelta atrás.
Lanzó un chillido.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! Acabo de derramar el esmalte de uñas sobre el sofá. Espera, voy por una toallita de papel. ¿El esmalte sale con agua? —Al cabo regresó—. Creo que he arruinado el sofá. Esta noche tenemos que salir. No quiero estar aquí cuando descubran mi última obra de arte accidental.
Dorothea había bajado al cuarto de baño. No tenía ganas de escucharla quejarse de las instalaciones mientras limpiaba, así que me decidí.
—¿Qué te parece el Delphic Seaport? Elliot y Jules irán. Quieren quedar.
—¡Me estás dando demasiados detalles! Reserva la información vital, Nora. Paso a recogerte en un cuarto de hora. —Y colgó.
Subí y me puse un suéter blanco de cachemira ajustado, unos tejanos oscuros y unos mocasines azul marino. Di forma al cabello que enmarca mi rostro enroscándolo en mi dedo, como había aprendido a manejar mis rizos naturales, y… ¡voilà! Unos espirales bastante decentes. Me aparté del espejo dos veces y me dije que era una mezcla de chica simpática y sexy.
Cinco minutos después, Vee subió con el Neon el camino de la entrada e hizo sonar el claxon en modo staccato. A mí me llevaba diez minutos recorrer la distancia entre nuestras casas, pero por lo general respetaba el límite de velocidad. Vee comprendía la palabra «velocidad», pero «límite» no formaba parte de su vocabulario.
—Me voy al Delphic Seaport con Vee —dije en voz alta para que me oyera Dorothea—. Si llama mi madre, ¿te importaría pasarle el mensaje?
Dorothea salió anadeando del cuarto del baño.
—¿Hasta el Delphic? ¿A esta hora?
—¡Que te diviertas en tu conferencia! —dije escapándome por la puerta antes de que ella pudiera protestar o hacer que mi madre se pusiera al teléfono.
Vee llevaba su pelo rubio recogido en una coleta, con algunos rizos gruesos colgando. Unas argollas de oro pendían de sus orejas. Lápiz de labios color cereza. Pestañas negras y largas.
—¿Cómo lo has hecho? —pregunté—. Tenías cinco minutos para estar lista.
—Siempre lista. —Vee me lanzó una sonrisa—. Soy el sueño de cualquier boy scout.
Me inspeccionó con ojo crítico.
—¿Qué? —dije.
—Esta noche vamos a quedar con unos chicos.
—Por lo último que he sabido, así es.
—A los chicos les gustan las chicas que parecen… chicas.
Enarqué las cejas.
—Y yo ¿qué parezco?
—Pareces una que ha salido de la ducha y ya está. No me malinterpretes. La ropa está bien, el pelo está bien, pero el resto… Aquí tengo algo. —Metió la mano en su bolso—. Como soy una buena amiga, te presto mi pintalabios. Y mi rímel, pero si antes me juras que no tienes ninguna enfermedad ocular contagiosa.
—¡No tengo ninguna enfermedad ocular!
—Vale, sólo lo pregunto por cubrirme las espaldas.
—Bah, olvídalo.
Vee se quedó boquiabierta; no se podía creer que no quisiera maquillarme.
—¡Te sentirás desnuda sin esto!
—Exactamente.
La verdad, no tenía muy claro lo de ir a la fiesta sin maquillaje. No porque me sintiera un poco desnuda, sino porque Patch me había sugerido lo de no maquillarme. Para convencerme, me dije que mi dignidad no estaba en juego. Ni mi orgullo. Me habían hecho una sugerencia y yo era lo bastante abierta como para probarla. Lo que no quería admitir era que para probarla había escogido una noche en la que no me encontraría con Patch.
Media hora más tarde, Vee conducía por el camino de acceso del Delphic Seaport. Tuvimos que dejar el coche en la zona más apartada del aparcamiento, debido a la afluencia del fin de semana. Situado sobre la costa, el Delphic Seaport no era conocido precisamente por su clima templado. Un viento a ras del suelo arrastraba bolsas de palomitas y envoltorios de caramelos, arremolinándolos a nuestros pies, mientras nos dirigíamos a la taquilla. Hacía tiempo que los árboles habían perdido sus hojas, y las ramas se extendían amenazadoramente sobre nosotras como dedos desarticulados. El Delphic Seaport era toda una atracción durante el verano, con sus instalaciones recreativas, sus bailes de máscaras, sus puestos de videncia, sus músicos gitanos y su espectáculo de fenómenos. Nunca supe si las deformidades humanas eran reales o una ilusión.
—Un adulto, por favor —pedí a la taquillera.
Ella cogió el dinero y deslizó una pulsera por debajo de la ventanilla. Luego sonrió, enseñando sus dientes blancos de vampiro, de plástico y manchados de pintalabios rojo.
—Que te diviertas —dijo con voz lúgubre—. Y no dejes de visitar nuestra atracción recientemente remodelada. —Dio un golpecito en el cristal señalándome una pila de mapas y folletos.
Cogí uno mientras me dirigía a los torniquetes. El texto rezaba:
PARQUE DE ATRACCIONES DELPHIC
¡LA SENSACIÓN MÁS NOVEDOSA!
EL ARCÁNGEL
¡REMODELADO Y RENOVADO!
PIERDA LA GRACIA DIVINA EN UNA CAÍDA VERTICAL DE TREINTA METROS
Vee leía el folleto por encima de mi hombro. Sus uñas amenazaban con perforarme el brazo.
—¡Tenemos que montarnos! —aulló.
—Al final —le prometí, con la esperanza de que si visitábamos primero las demás atracciones se olvidara de ésa. Hacía años que no sentía miedo a las alturas, quizá porque las había evitado concienzudamente. No sabía si ya estaba preparada para averiguar si el tiempo había disipado mi miedo.
Después de pasar por la noria, los autos de choque, la alfombra mágica y algunas cabinas de juego, Vee y yo decidimos que era el momento de buscar a Elliot y a Jules.
—A ver… —dijo Vee mirando los dos caminos que circunvalaban el parque.
Un momento de silencio.
—El salón de juegos —dije finalmente.
—Correcto.
Acabábamos de cruzar las puertas del salón de juegos cuando lo vi. No era Elliot. Tampoco Jules.
Era Patch.
Me lanzó una mirada desde su videojuego. La misma gorra de béisbol que llevaba cuando lo vi durante la clase de Educación Física le ocultaba gran parte de la cara, pero vislumbré el destello de una sonrisa. A primera vista me pareció simpática, pero luego recordé cómo había irrumpido en mis pensamientos y se me heló la sangre.
Con un poco de suerte, Vee no lo habría visto. La hice avanzar poco a poco entre la gente, consiguiendo que Patch quedara fuera de su vista. Lo último que quería era que ella insistiera en acercarnos y entablar una conversación.
—¡Allá están! —exclamó Vee, agitando la mano por encima de su cabeza—. ¡Jules! ¡Elliot! ¡Aquí!
—Buenas noches, señoritas —dijo Elliot abriéndose paso entre la multitud. Jules seguía su estela, con la frescura de un trozo de carne de hace tres días—. ¿Me dejáis que os invite a una Coca-Cola?
—Me parece bien —respondió Vee, mirando a Jules—. Para mí una diet.
Jules se disculpó para ir al servicio y desapareció entre el gentío.
Al cabo de cinco minutos, Elliot regresó con dos Coca-Colas, que nos entregó. Se frotó las manos y contempló el salón.
—Bien, ¿por dónde empezamos? —dijo.
—¿No deberíamos esperar a Jules? —preguntó Vee.
—Nos encontrará.
—Hockey de aire —propuse. El hockey de aire estaba en el otro lado del salón de juegos. Cuanto más lejos de Patch, mejor. Seguramente era una coincidencia que estuviera allí, pero mis instintos recelaban.
—¡Mirad! —exclamó Vee—. ¡Un futbolín! —Y se abrió camino en zigzag rumbo a la mesa—. Jules y yo contra vosotros dos.
—Es justo —dijo Elliot.
El futbolín habría estado bien si no fuera porque se hallaba a escasa distancia de Patch y su videojuego. Me propuse ignorarlo. Si estaba de espaldas a él, apenas repararía en su presencia. Quizá Vee tampoco lo viera.
—Oye, Nora, ¿ése no es Patch? —dijo Vee.
—¿Eh?
Ella señaló con el dedo.
—Ese de allí. Es él, ¿no?
—No lo sé. Elliot y yo somos el equipo blanco, ¿vale?
—Patch se sienta con Nora en la clase de Bio —explicó Vee. Me guiñó un ojo con picardía, pero puso cara de inocente cuando Elliot se volvió hacia ella.
La miré sacudiendo la cabeza sutilmente pero con firmeza, transmitiéndole un perentorio «para-ya».
—Está mirando hacia aquí —dijo Vee entre dientes. Se inclinó sobre el futbolín, dando a entender que su conversación conmigo era privada, pero susurró alto para que Elliot la oyera—. Tiene que estar preguntándose qué haces aquí con… —Movió la cabeza señalando a Elliot.
Cerré los ojos. ¿Para qué quería enemigos con amigas así?
—Patch ha dejado claro que quiere ser algo más que el compañero de pupitre de Nora —continuó Vee—. Y no se le puede culpar, desde luego.
—¿De veras? —dijo Elliot, lanzándome una mirada de «no-me-sorprende».
Vee me dedicó una sonrisa triunfal de «agradécemelo-más-tarde».
—No es así —la corregí—. Es…
—Es peor que eso —remachó mi amiga—. Nora sospecha que la está siguiendo. La policía está a punto de intervenir.
—¿Jugamos de una vez? —dije levantando la voz, y coloqué la bola en el centro del tablero. Nadie me hizo caso.
—¿Quieres que hable con él? —se ofreció Elliot—. Le diré que no queremos problemas. Le diré que estás conmigo, y que si tiene un problema lo discuta conmigo.
Dios mío, no quería que la conversación tomara ese rumbo.
—¿Qué pasa con Jules? —pregunté—. Dijo que volvía enseguida.
—Es cierto, quizá se lo ha tragado el váter —observó Vee.
—Déjame hablar con Patch —dijo Elliot.
Si bien apreciaba su preocupación, no me gustaba la idea de que se enfrentara a Patch. Éste era un factor X: intangible, espeluznante, desconocido. ¿Quién sabía de lo que era capaz? Elliot era demasiado bueno para ser enviado a los leones.
—No me asusta —añadió Elliot, como si me leyera el pensamiento.
Evidentemente, no estábamos de acuerdo.
—Es una mala idea —dije.
—Al contrario, es una idea genial —me contradijo Vee—. De otro modo, Patch podría ponerse violento. ¿Recuerdas la última vez?
—¿La última vez? —repetí con afectación. No tenía ni idea de por qué Vee se obstinaba, aparte de su inclinación por dramatizarlo todo. Lo que para ella era un drama, para mí era una humillación morbosa.
—Ese tío parece un bicho raro —dijo Elliot—. Le diré un par de cosas. —Y se dio la vuelta para ir hacia él.
—¡No! —exclamé, reteniéndolo por la manga—. Él… esto… podría volver a ponerse violento. Déjame hablar a mí. —Entorné los ojos mirando a Vee.
—¿Estás segura? —preguntó Elliot—. No tengo problema en ocuparme yo.
—Creo que será mejor si voy yo.
Me sequé el sudor de las palmas en los tejanos, respiré hondo y me encaminé hacia Patch, unos pocos juegos de consola más allá. No tenía ni idea de qué iba a decirle. Esperaba que fuera sólo un saludo breve, para regresar luego con Elliot y con Vee y decirles que todo estaba en orden.
Patch vestía como siempre: camisa negra, tejanos negros y un collar plateado que contrastaba con su tez oscura. Estaba arremangado por encima del antebrazo y sus músculos se tensaban mientras pulsaba los botones. Era alto, delgado y fuerte, y no me habría sorprendido que bajo su ropa tuviera cicatrices, recuerdos de peleas callejeras y otras hazañas. No es que quisiera mirar bajo su ropa.
Cuando llegué a la consola de Patch, apoyé una mano en el lateral para llamar su atención y, con la voz más calmada posible, dije:
—¿Es un Pac-Man? ¿O un Donkey Kong? —En realidad parecía un juego más violento y militar.
Él esbozó una sonrisa lenta.
—Es un juego de béisbol. Quizá podrías colocarte detrás de mí y darme algunas indicaciones.
Las bombas estallaban en la pantalla y los cuerpos volaban por los aires en medio de gritos electrónicos. No, no era un juego de béisbol.
—¿Cómo se llama? —me preguntó Patch, dirigiendo una mirada casi imperceptible al futbolín.
—Elliot. Oye, tengo que ser breve. Me están esperando.
—¿Le he visto antes?
—Es nuevo. Acaban de trasladarlo.
—Primera semana en el colegio y ya está haciendo amigas. Un tipo afortunado. —Me miró de reojo—. Puede que tenga un lado oscuro y peligroso que no conocemos.
—Parece que es mi especialidad.
Esperé a ver si lo pillaba, pero se limitó a responder:
—¿Te apetece una partida? —Giró la cabeza hacia el fondo de la sala. A través del gentío sólo se alcanzaba a ver las mesas de billar.
—¡Nora! —me llamó Vee—. Ven aquí. ¡Elliot me está dando una paliza!
—Debo volver con mis amigos —le dije a Patch.
—Si gano —dijo, como si no estuviera dispuesto a aceptar un no—, le dirás a Elliot que te ha surgido algo. Le dirás que ya no estás libre esta noche.
Menuda arrogancia.
—¿Y si gano yo? —No pude evitar replicar.
Me miró de arriba abajo.
—No creo que tengamos que preocuparnos por eso.
Impulsivamente le di un puñetazo en el brazo.
—Ten cuidado —murmuró—. Podrían pensar que estamos flirteando.
Tuve ganas de darme de bofetones, porque eso era exactamente lo que estábamos haciendo. Pero no era culpa mía, sino de él. En su presencia, yo experimentaba una confusa polaridad de deseos. Parte de mí quería salir corriendo al grito de «¡Fuego! ¡Fuego!», pero mi parte más temeraria anhelaba saber hasta dónde podía acercarme sin quemarme.
—Una partida de billar —me desafió.
—Estoy con mis amigos.
—Ve hacia las mesas. Yo me ocuparé de eso.
Me crucé de brazos, esperando parecer severa y un poco exasperada, pero al mismo tiempo tuve que morderme el labio para reprimir una sonrisa.
—¿Qué piensas hacer? ¿Pelearte con Elliot?
—Sólo si es necesario.
Seguro que bromeaba. ¿Seguro?
—Acaba de desocuparse una mesa. Ve y cógela.
«A que no te atreves».
Me envaré.
—¿Cómo lo has hecho?
Al ver que no lo negaba, sentí una punzada de pánico. Era real. Él sabía exactamente lo que estaba haciendo. Las palmas se me cubrieron de sudor.
—¿Cómo lo has hecho? —insistí.
Me dirigió una sonrisa astuta.
—¿Hacer qué?
—No finjas que no lo estás haciendo —le advertí.
Apoyó un hombro en la máquina y me miró.
—Dime qué es lo que supuestamente estoy haciendo.
—Mis… pensamientos.
—¿Qué pasa con ellos?
—Corta el rollo, Patch.
Miró alrededor con histrionismo.
—No querrás decir que… me comunico con tu mente, ¿verdad? Sabes que eso es imposible.
Tragué saliva y, con la calma que logré reunir, dije:
—Me das miedo, y no creo que vayas a hacerme ningún bien.
—Podría hacerte cambiar de opinión.
—¡Noooooora! —me llamó Vee por encima del estrépito de voces y de pitidos electrónicos.
—Búscame en el Arcángel.
Retrocedí.
—Ni hablar —dije impulsivamente.
Patch me rodeó casi rozándome y un escalofrío recorrió mi espalda.
—Te estaré esperando —me susurró al oído. Y salió del salón de juegos.