Capítulo

5

—¿Puedo ayudarte en algo?

Forcé una sonrisa delante de la secretaria del director, esperando que no pareciera tan falsa como en realidad era.

—Tengo una medicación recetada que tomo a diario en el colegio, y mi amiga… —Mi voz se quebró al pronunciar la palabra, y me pregunté si después de ese día volvería a tener ganas de llamar a Vee «mi amiga»—. Mi amiga me informó de que tengo que hacerlo constar en la enfermería. ¿Sabe usted si es así? —No podía creer que estuviera allí con la intención de hacer algo ilícito. Últimamente estaba exhibiendo comportamientos impropios. Primero había ido a buscar a Patch a un salón de juegos de mala fama a altas horas de la noche. Ahora estaba a punto de fisgonear en su archivo de estudiante. ¿Qué me estaba pasando? O mejor, ¿qué me estaba pasando con Patch, que en todo lo relacionado con él yo no podía evitar proceder sin criterio propio?

—Sí, por supuesto —dijo la secretaria—. Todos los medicamentos deben ser registrados. La enfermería está al fondo, tercera puerta a la izquierda, enfrente del departamento de archivos. —Señaló un pasillo a su espalda—. Si la enfermera no está, puedes esperarla en su oficina. Regresará en un minuto.

Fabriqué otra sonrisa. La verdad es que no esperaba que fuera tan fácil.

Avanzando por el pasillo, miré varias veces por encima del hombro. Nadie me seguía. El teléfono de la dirección estaba sonando, pero a un mundo de distancia del pasillo donde me encontraba. Estaba sola, de manos libres.

Me detuve en la tercera puerta a la izquierda. Respiré hondo y llamé, pero por la oscuridad de la ventana era evidente que no había nadie dentro. Empujé la puerta. Se movió con reticencia, chirriando al abrirse a una pequeña habitación con azulejos blancos gastados. Permanecí un momento en la entrada, casi deseando que apareciera la enfermera para no tener otra opción que informar sobre mi medicación y retirarme. Una mirada fugaz al otro lado del pasillo me reveló una puerta con un rótulo en el cristal: archivos de estudiantes. Dentro estaba oscuro.

Me concentré en un pensamiento que no podía quitarme de la cabeza. Patch afirmaba que no había asistido al colegio el último año. Yo estaba segura de que mentía, pero en caso de que dijera la verdad, ¿habría un expediente a su nombre? «Al menos tendrán las señas de su domicilio —pensé—. Y su cartilla de vacunación, y las notas del último semestre». Aun así, una posible suspensión parecía un precio demasiado alto por echar un vistazo a la cartilla de vacunación de Patch.

Me apoyé contra la pared y miré el reloj. Vee me había dicho que esperase la señal. Dijo que sabría reconocerla.

Genial.

El teléfono de la dirección volvió a sonar, y la secretaria lo cogió.

Mordiéndome el labio lancé otra mirada fugaz al rótulo de la puerta: archivos de estudiantes. Era muy probable que la puerta estuviera cerrada con llave. Tal vez los archivos exigían máxima seguridad. Daba igual qué clase de numerito montara Vee; si la puerta estaba cerrada, no iba a poder entrar.

Me cambié la mochila de hombro. Pasó otro minuto. Quizá debería marcharme… Pero ¿y si Vee tenía razón y realmente me estaba acechando? Como su compañera de pupitre en la clase de Biología, el contacto regular con él podía ponerme en peligro. Tenía la responsabilidad de cuidar de mí misma… ¿Verdad que sí?

Si la puerta estaba sin llave y los expedientes ordenados alfabéticamente, no tendría inconveniente en localizar a Patch rápidamente. Añadiendo unos segundos para ojear las páginas en busca de algo sospechoso, posiblemente estaría otra vez fuera en menos de un minuto, casi como si no hubiese entrado.

En la dirección se había instalado un silencio extraño. De repente, Vee apareció en el pasillo. Se acercó a mí bordeando la pared, caminando agazapada, lanzando miradas furtivas por encima del hombro. Era la manera en que caminaban los espías en las películas viejas.

—Todo bajo control —susurró.

—¿Y la secretaria?

—Ha tenido que salir un momento.

—¿Ha tenido? No la habrás dejado incapacitada.

—Esta vez no.

Gracias a Dios.

—Llamé desde el teléfono público que hay fuera para anunciar una amenaza de bomba —dijo Vee—. La secretaria llamó a la policía, y luego salió corriendo en busca del director.

—¡Vee!

Se dio un golpecito en su reloj.

—El tiempo corre. No queremos estar aquí cuando llegue la policía, ¿verdad?

«Dímelo a mí».

Ambas miramos la puerta de la sala de archivos.

—Apártate —me dijo dándome un empujón con la cadera.

Se tiró de la manga para cubrirse el puño y lo estampó contra la ventana. Nada.

—Ése era de prueba —dijo. Retrocedió para lanzar otro puñetazo pero yo le aferré el antebrazo.

—Puede que no esté cerrada con llave. —Giré el pomo y la puerta se abrió.

—Eso no ha sido nada divertido —dijo Vee.

Cuestión de gustos.

—Entra —me ordenó—. Yo vigilaré. Si todo va bien, nos reuniremos en una hora. Búscame en el restaurante mexicano en la esquina de Drake y Beech. —Y se alejó agazapada por el pasillo.

Estaba con un pie dentro y otro fuera de la estrecha habitación, donde los armarios de los archivos se alineaban de pared a pared. Antes de que mi sentido común me ordenara salir de allí, entré y cerré la puerta, apoyándome contra la hoja.

Respirando hondo me descolgué la mochila y avancé diligente, repasando con el dedo los archivadores. Encontré el rotulado car-cuv. Al primer tirón se abrió con un ruido metálico. Las etiquetas de los archivos estaban escritas a mano, y me pregunté si el Coldwater High era el único colegio sin sistema informático que quedaba en el país.

Mis ojos encontraron rápidamente el apellido Cipriano.

Saqué el expediente del cajón repleto. Lo sostuve un instante, tratando de convencerme de que iba a hacer algo no demasiado grave. ¿Y si contenía información privada? Como compañera de Biología de Patch, tenía derecho a saber ciertas cosas.

De pronto se oyeron voces en el pasillo.

Busqué torpemente en el expediente abierto y me estremecí. Aquello no tenía ningún sentido.

Las voces se acercaban.

Metí el expediente sin mirar y empujé el cajón, que volvió a cerrarse con un chirrido. Al darme la vuelta me quedé helada: al otro lado de la ventana el director se paró en seco, con la mirada clavada en mí.

Cualesquiera que fueran las palabras que estuviera dirigiendo al grupo, formado probablemente por los principales profesores del instituto, se fueron apagando.

—Disculpen un momento —le oí decir. El grupo siguió avanzando en medio del bullicio. Él no.

Abrió la puerta.

—Ésta es un área restringida para los alumnos —me informó.

Intenté esbozar un gesto de desamparo.

—Lo siento. Estoy tratando de encontrar la enfermería. La secretaria dijo la tercera puerta a la derecha, pero creo que he contado mal… —Enseñé las palmas de las manos—. Me he perdido.

Antes de darle tiempo a responder, abrí la cremallera de mi mochila.

—Tengo que registrar esto. Es un complemento de hierro —expliqué—. Soy anémica.

Me observó un momento, arrugando la frente. Me pareció verle sopesar qué era preferible: si ocuparse de mí o de una amenaza de bomba. Me indicó con un movimiento de la barbilla que saliera.

—Debe abandonar el edificio inmediatamente.

Se apoyó en la puerta abierta y yo pasé por debajo de su brazo; mi sonrisa claudicó.

Una hora más tarde, me senté en un reservado del restaurante mexicano de la esquina de Drake y Beech. Un cactus de cerámica y un coyote disecado colgaban de la pared por encima de mí. Un mariachi con un sombrero más ancho que su estatura se me acercó con paso lento, rasgueando en su guitarra una cansina serenata, mientras una camarera dejaba el menú sobre la mesa. Fruncí el entrecejo al leer el nombre del local: the borderline. Nunca había estado allí, sin embargo, me resultó vagamente familiar.

Vee se acercó y se dejó caer en el asiento de enfrente. El camarero acudió enseguida.

—Cuatro chimis, una doble de crema mexicana, una ración de nachos y una de frijoles —ordenó Vee sin consultar el menú.

—Un burrito —pedí yo.

—¿Querrán la cuenta por separado?

—No pienso invitarla —respondimos al unísono.

Cuando el camarero se fue, dije:

—Cuatro chimis. Me gustaría saber dónde está la fruta.

—No empieces. Tengo hambre. No he comido nada desde el almuerzo. —Hizo una pausa—. Sólo los caramelos picantes, que no cuentan.

Vee es voluptuosa, una rubia escandinava muy sexy de un modo poco convencional. Ha habido días en que nuestra amistad era lo único que ponía freno a mi envidia. Al lado de Vee, lo único que puedo lucir son mis piernas, y quizá mi metabolismo, pero mi pelo desde luego que no.

—Más vale que se dé prisa con los nachos —dijo—. Si no como algo salado en cuarenta y cinco segundos me saldrá urticaria. Y en cualquier caso paso de la dieta.

—Aquí tienen salsa de tomate, que es algo rojo —señalé—. Y el aguacate es una fruta, me parece.

Su rostro se iluminó.

—Y pediremos unos daiquiris de fresa.

Vee tenía razón. Era una dieta fácil de seguir.

—Vuelvo enseguida —dijo saliendo del reservado—. Ya sabes, tengo la regla. Cuando regrese quiero oír la exclusiva.

Mientras la esperaba, me quedé mirando al ayudante de camarero que estaba a unas mesas de distancia. Se afanaba pasando un trapo sobre una mesa. Había algo familiar en sus movimientos, en cómo su camisa le caía sobre la espalda bien moldeada. Casi como si sospechara que lo estaban mirando, se enderezó y se volvió hacia mí. Su mirada se clavó en mis ojos en el preciso instante en que yo comprendía qué encontraba tan familiar en él.

Era Patch.

Me quedé de una pieza, incrédula, cuando recordé que me había dicho que trabajaba en el Borderline.

Se acercó secándose las manos en su delantal, al parecer disfrutando de mi apuro. Mi única salida era esconderme bajo la mesa.

—Vaya, vaya —dijo—. ¿No tienes bastante con verme cinco días a la semana? ¿También te apetece por la noche?

—Lamento esta desafortunada coincidencia.

Se sentó en el sitio de Vee. Apoyó los brazos, tan largos que llegaban hasta mi lado de la mesa. Cogió mi vaso y lo hizo girar entre sus manos.

—Ese asiento está ocupado —dije. Al ver que no respondía le quité el vaso y bebí un trago de agua, tragándome un hielo sin querer. Me quemó por dentro—. ¿No deberías estar trabajando en lugar de confraternizar con los clientes? —Me atraganté.

Sonrió.

—¿Qué haces el domingo por la noche?

Resoplé involuntariamente.

—¿Me estás invitando a salir?

—Te estás volviendo una engreída. Eso me gusta, ángel.

—Lo que a ti te guste me trae sin cuidado. No pienso salir contigo. Ni una cita. Y menos a solas. —Quise darme de patadas por sentir un acaloramiento al pensar en lo que supondría una cita a solas con Patch. Con toda seguridad, no lo decía en serio. Con toda seguridad, lo único que pretendía era atormentarme por razones que sólo él conocía—. Un momento, ¿acabas de llamarme «ángel»?

—Ajá.

—Pues no me gusta.

Sonrió abiertamente.

—Pues así se queda. Ángel.

Se inclinó sobre la mesa y me pasó el pulgar por la comisura de mi boca. Me aparté, demasiado tarde. Se frotó el pulgar, manchado de brillo de labios, contra el índice.

—Así estás mejor.

Traté de recordar de qué estábamos hablando, pero nada tan difícil como fingir indiferencia después de que me tocara. Me eché el pelo hacia atrás sobre los hombros y retomé el hilo de la conversación.

—En cualquier caso, no me dejan salir por las noches si al día siguiente tengo clase.

—Qué pena. Hay una fiesta en la costa. Pensé que podíamos ir. —Parecía decirlo en serio.

Dios mío. El acaloramiento persistía en mi sangre, así que tomé un trago de agua, procurando enfriarme. Estar a solas con Patch sería intrigante, y peligroso. No sabía exactamente por qué, pero por esta vez confié en mi instinto.

Fingí un bostezo.

—Bueno, como te he dicho, tengo clase al día siguiente. —Con la esperanza de convencerme a mí misma más que a él, añadí—: Y si tanto te interesa esa fiesta, te aseguro que no iré.

«Toma ya —pensé—. Caso cerrado». Y le solté:

—En cualquier caso, ¿por qué me invitas a mí?

Hasta ese momento me había convencido de que no me importaba lo que Patch pensara de mí, pero entonces supe que me autoengañaba. Y aunque ese pensamiento probablemente regresaría para obsesionarme, sentía suficiente curiosidad por Patch como para ir con él a cualquier sitio.

—Quiero estar a solas contigo —dijo.

Mis defensas se reactivaron ipso facto.

—Escucha, Patch, no quiero ser grosera, pero…

—Sí, ya lo veo.

—¡Bueno, tú empezaste! —Excelente. Una reacción muy madura—. No puedo ir a esa fiesta. Fin de la historia.

—¿Porque tienes clase al día siguiente o porque te da miedo estar a solas conmigo?

—Las dos cosas —se me escapó.

—¿Te dan miedo todos los tíos… o sólo yo?

Puse los ojos en blanco, como diciendo «no-pienso-responder-a-esa-pregunta-estúpida».

—¿Te hago sentir incómoda? —Su boca se mantenía neutra, pero sugería una sonrisa especulativa.

Sí, realmente ejercía una influencia perniciosa sobre mí. Y se las arreglaba para borrar cualquier pensamiento lógico de mi mente.

—Lo siento —respondí—. ¿De qué estábamos hablando?

—De ti.

—¿De mí?

—De tu vida personal.

Me reí, sin saber de qué otro modo reaccionar.

—Si esto tiene que ver conmigo… y el sexo opuesto… Vee ya me ha soltado ese rollo. No necesito oírlo dos veces.

—¿Y qué dice la vieja y sabia Vee?

Oculté mis manos, visto que no era capaz de tenerlas quietas.

—No entiendo por qué estás tan interesado.

Sacudió la cabeza suavemente.

—¿Interesado? Estamos hablando de ti. Estoy fascinado. —Sonrió, y fue una sonrisa fantástica. El efecto fue un incremento de mi pulso.

—Creo que deberías regresar al trabajo —dije.

—¿Sabes?, me gusta pensar que no hay un solo chico en el instituto que esté a la altura de tus expectativas.

—Olvidaba que eres un experto en mis supuestas expectativas —me mofé.

Me estudió de un modo que me hizo sentir transparente.

—No eres muy reservada, Nora. Ni tímida. Sólo necesitas una buena razón para esforzarte por conocer a alguien.

—No quiero hablar más de mí.

—Crees saber todo de todo el mundo.

—Eso no es cierto —dije—. Por ejemplo, no sé mucho acerca de ti.

—Porque no estás dispuesta a conocerme.

No había nada suave en el modo en que lo dijo. De hecho, su expresión era afiladísima.

—He husmeado en tu archivo de estudiante.

Mis palabras pendieron un instante en el aire antes de que los ojos de Patch se encontraran con los míos.

—Estoy seguro de que eso es ilegal —contestó con calma.

—Tu carpeta estaba vacía. No contenía nada. Ni la cartilla de vacunación.

Ni siquiera fingió sorpresa. Se reclinó en el asiento, sus ojos relucientes como la obsidiana.

—¿Me estás diciendo que temes que te contagie de algo? ¿Sarampión o paperas?

—Te estoy diciendo que te veo venir y quiero que lo sepas. No has engañado a todo el mundo. Voy a averiguar qué tramas y te dejaré al desnudo.

—Es lo que más deseo.

Me ruboricé, captando la indirecta demasiado tarde. Por encima de su cabeza divisé a Vee zigzagueando entre las mesas.

—Ahí viene Vee. Tienes que irte.

Pero se quedó allí, observándome.

—¿Por qué me miras así? —lo desafié.

Se inclinó hacia delante para levantarse.

—Porque no eres para nada lo que me esperaba.

—Ni tú —repliqué—. Eres peor.