Capítulo

4

Conduciendo por la carretera de Hawthorne pasé por mi casa, di la vuelta, tomé el atajo hasta Beech y regresé al centro de Coldwater. Me apresuré a llamar a Vee.

—Ha ocurrido algo. Yo… él… apareció de la nada… el Neon…

—Si hablas así no te entiendo. ¿Qué ha pasado?

Me sequé la nariz con el dorso de la mano, temblando de la cabeza a los pies.

—Apareció de la nada.

—¿Quién?

—Él —intenté atrapar mis pensamientos y convertirlos en palabras—. ¡Saltó delante del coche!

—Oh, cielos. Dios mío. Oh, cielos. ¿Has atropellado un ciervo? ¿Tú te encuentras bien? ¿Y Bambi? —Se lamentó a medias, y luego gruñó—. ¿Y el Neon?

Iba a responder, pero Vee me cortó.

—Olvídalo. Tengo seguro. Sólo dime que mi bebé no está cubierto de restos de ciervo. No hay restos de ciervo, ¿verdad?

Cualquiera que fuese la respuesta que iba a darle, pasó a un segundo plano y mi mente se adelantó dos pasos. Un ciervo. Quizá podía hacerlo pasar por un accidente con un ciervo. Quería confiar en Vee, pero al mismo tiempo no quería parecer una loca. ¿Cómo iba a contarle que había atropellado a un tipo que, aun así, se levantó como si nada y empezó a arrancar la puerta del coche? Me estiré el cuello hasta el hombro. No había marcas a la vista donde me había apretado.

De pronto tomé conciencia, sobresaltada. ¿De verdad iba a negar lo ocurrido? Sabía lo que había visto. No era mi imaginación.

—Vaya mierda —dijo Vee—. ¿Qué pasa que no contestas? El ciervo está incrustado en el morro del coche, ¿verdad? Has conducido con el animal pegado delante como una máquina quitanieves.

—¿Puedo dormir en tu casa? —No quería seguir en la calle, en la oscuridad. De pronto caí en la cuenta de que para ir a la casa de Vee tenía que volver a pasar por el cruce donde había atropellado a aquel tipo.

—Ya estoy en la cama —dijo—. Entra sin llamar.

Con las manos ceñidas al volante conduje a través de la lluvia, rogando que el semáforo del cruce estuviese en verde y pudiera pasar. Lo estaba, y pisé el acelerador mirando al frente, pero al mismo tiempo echando ojeadas fugaces a las sombras que bordeaban la carretera. No había indicios del hombre del pasamontañas.

Al cabo de diez minutos aparqué el Neon en la entrada de la casa de Vee. El daño en la puerta era considerable, y tuve que abrirla de una patada. Luego fui corriendo hasta la puerta principal, eché el cerrojo nada más entrar y bajé a toda prisa las escaleras del sótano.

Vee estaba sentada en la cama con los tobillos cruzados, el portátil apoyado en sus rodillas, los auriculares conectados y el iPod a todo volumen.

—¿Crees que debería ver los daños ahora mismo o después de dormir por lo menos siete horas? —gritó por encima de la música.

—Creo que la segunda opción es la mejor.

Vee cerró el portátil y se quitó los auriculares.

—Acabemos con esto de una vez.

Cuando salimos me quedé estupefacta. No era una noche cálida, pero el frío no era la razón de que se me pusiera la piel de gallina. Ni la ventanilla del conductor estaba hecha pedazos, ni la puerta estaba doblada.

—Algo no va bien —dije. Pero Vee estaba ocupada inspeccionando cada centímetro de su coche.

Me acerqué y toqué con un dedo el cristal de la ventanilla. Intacto. Cerré los ojos y volví a abrirlos: seguía intacto.

Rodeé el Neon por la parte trasera. Ya casi había completado una vuelta entera cuando me paré en seco.

Una raja fina dividía en dos el parabrisas.

Vee la vio al mismo tiempo que yo.

—¿Estás segura de que no fue una ardilla?

Tuve un flashback de aquellos ojos letales detrás del pasamontañas. Eran tan negros que no podían distinguirse las pupilas del iris. Negros como los de… Patch.

—Mírame llorar de felicidad —dijo Vee echándose sobre el capó para abrazarlo—. Una rajita de nada. ¡Eso es todo!

Imposté una sonrisa, pero mi estómago se agrió. Cinco minutos antes, la ventanilla estaba hecha trizas, y la puerta, doblada, pero ahora parecía imposible. No, parecía una locura. Yo había visto aquel puño atravesar el cristal, había sentido sus dedos aferrando mi hombro.

¿O no?

Cuanto más trataba de recordar el episodio, menos podía precisarlo. Pequeños destellos de información perdida atravesaban mi conciencia. Los detalles se desdibujaban. ¿Era un tipo alto? ¿Bajo? ¿Delgado? ¿Corpulento? ¿Había dicho algo?

No podía recordar. Eso era lo que más me aterraba.

Por la mañana salimos de casa de Vee a las siete y media y nos dirigimos a Enzo para tomar un desayuno caliente.

Con una taza entre mis manos, intenté disipar el crudo frío que sentía por dentro. Me había duchado y puesto una camisa y una chaqueta de punto del armario de Vee, y me había maquillado un poco, pero no recordaba haberlo hecho.

—No mires ahora, pero el señor Suéter Verde está mirando hacia aquí, imaginando tus largas piernas sin tejanos… ¡Oh, pero si acaba de saludarme! No estoy de broma. Me ha hecho un saludo militar. Qué encanto.

No estaba escuchando. El accidente se había reproducido en mi cabeza toda la noche, ahuyentando cualquier posibilidad de conciliar el sueño. Mis pensamientos eran una maraña, mis ojos estaban secos y cansados, y no podía concentrarme.

—El señor Suéter Verde parece normal, pero su acompañante parece un chico duro y malo —dijo Vee—. Emite una señal del tipo no-te-metas-conmigo. Dime que no se parece al hijo de Drácula. Dime que me lo estoy imaginando.

Levantando la mirada lo justo para echar un discreto vistazo, me encontré con una cara bonita de rasgos delicados. El cabello rubio le caía sobre los hombros. Ojos color cromo. Sin afeitar. Impecablemente vestido con una americana hecha a medida encima de un suéter verde y unos tejanos negros de marca.

—Te lo estás imaginando —dije.

—¿No te has fijado en los ojos hundidos? ¿El pico de viuda? ¿Su figura de larguirucho? Hasta podría ser lo bastante alto para mí.

Vee se acerca al metro ochenta, pero tiene una obsesión con los tacones altos. También tiene una obsesión con no salir con chicos bajitos.

—Vale, ¿qué ocurre? —preguntó Vee—. Pareces pasmada. No tendrá que ver con la raja en el parabrisas, ¿verdad que no? Si atropellaste un animal, no pasa nada. Podría ocurrirle a cualquiera. De acuerdo, las posibilidades se reducirían considerablemente si tu madre se trasladara a la civilización.

Pensaba contarle a Vee lo que había ocurrido. Pronto. Sólo necesitaba un poco de tiempo para aclarar los detalles. El problema era que no sabía cómo hacerlo. Los pocos detalles que recordaba eran inconsistentes. Era como si una goma de borrar hubiese dejado mi memoria en blanco. Recordaba el aguacero cayendo en cascada por los cristales del Neon, empañando todo el mundo exterior. ¿Y si de verdad había atropellado un ciervo?

—Hummm… no te lo pierdas —dijo Vee—. El señor Suéter Verde se está levantando de su silla. Ahí tienes un cuerpo que asiste al gimnasio regularmente. Y viene hacia nosotras, sus ojos en busca de bienes raíces, tus bienes raíces, chica.

Un segundo más tarde nos saludó con un «Hola» grave y agradable.

Ambas levantamos la vista al mismo tiempo. El señor Suéter Verde estaba de pie junto a nuestra mesa, los pulgares enganchados en los bolsillos de sus tejanos. Tenía los ojos azules, con greñas rubias a la moda sobre la frente.

—Hola —respondió Vee—. Yo soy Vee. Ésta es mi amiga Nora Grey.

La miré con ceño. No me pareció bien que mencionara mi apellido, como si eso violara un acuerdo tácito entre chicas, y, sobre todo, entre amigas de toda la vida, en presencia de chicos desconocidos. Saludé con la mano de manera indiferente y me llevé la taza a los labios, quemándome la lengua.

Él acercó una silla de la mesa de al lado y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo. Me tendió la mano y dijo:

—Yo soy Elliot Saunders. —Se la estreché, aunque me pareció demasiado formal—. Y éste es Jules —añadió señalando con la barbilla a su amigo, a quien Vee había subestimado al llamarle «alto».

Toda la estatura de Jules descendió sobre una silla que estaba al lado de Vee, haciendo que la silla pareciera pequeña.

Ella le dijo:

—Creo que eres el chico más alto que he conocido. En serio, ¿cuánto mides?

—Uno noventa y cinco —respondió Jules entre dientes, cruzándose de piernas.

Elliot se aclaró la garganta.

—¿Desean las damas que les traiga algo?

—No, gracias —dije levantando mi taza—. Ya he pedido.

Vee me pateó por debajo de la mesa.

—Para ella un donut relleno de crema de vainilla. Que sean dos.

—Te estás saltando la dieta, ¿eh? —la pinché.

—Menos cachondeo. La vaina de la vainilla es una fruta. Una fruta de color marrón.

—Es una legumbre.

—¿Estás segura?

No lo estaba.

Jules cerró los ojos y se pellizcó el caballete de la nariz. Aparentemente estaba tan emocionado de sentarse con nosotras como yo de que se acercaran.

Mientras Elliot iba al mostrador, lo seguí con la mirada. Sin duda iba al instituto, pero no al Coldwater High School. Su cara me sonaría. Tenía un carácter simpático y sociable que no pasaba inadvertido. De no haberme sentido tan afectada, de verdad me habría interesado. Como amigo, quizá más.

—¿Vives por aquí cerca? —le preguntó Vee a Jules.

—Sí.

—¿Vas al instituto?

—Al Kinghorn —respondió con cierto aire de superioridad.

—No lo conozco ni de oídas.

—Un colegio privado. En Portland. Entramos a las nueve. —Se levantó la manga y miró su reloj.

Vee hundió un dedo en la espuma de su capuchino y le dio un lametazo.

—¿Es caro?

Jules la miró directamente por primera vez y entornó los ojos.

—¿Eres rico? Apuesto que sí —añadió Vee.

Jules la miró como si ella acabara de matarle una mosca posada en su frente. Empujó su silla hacia atrás, tomando distancia de nosotras.

Elliot regresó con una caja de seis donuts.

—Dos con crema de vainilla para las damas —dijo empujando la caja hacia mí—, y cuatro glaseados para mí. No sé cómo es la cafetería del Coldwater High.

Casi escupimos la leche.

—¿Vas al Coldwater High?

—Empiezo hoy. Acaban de trasladarme del Kinghorn.

—Nora y yo vamos al Coldwater High —dijo Vee—. Espero que os sintáis afortunados. Si necesitáis saber algo, como a quién invitar para el baile de primavera, no tenéis más que preguntar. Nora y yo no tenemos compañeros… de momento.

Decidí que era hora de levantar el campamento. Era evidente que Jules estaba aburrido e irritado, y estar en su compañía no ayudaba a mi estado de ánimo intranquilo. Simulé mirar el reloj de mi móvil y dije:

—Mejor vamos tirando, Vee. Tenemos que estudiar para el examen de Biología. Elliot, Jules, ha sido un placer.

—Pero si el examen es el viernes —dijo Vee.

Me encogí por dentro. Por fuera, sonreí.

—Es verdad. Me refería al examen de Inglés. La obra de… Geoffrey Chaucer. —Todos sabían que estaba mintiendo.

En cierto modo mi rudeza me sabía mal, sobre todo porque Elliot no había hecho nada para merecerla. Pero no quería quedarme allí sentada. Quería avanzar, alejarme de la noche anterior. Quizá la pérdida de la memoria no fuera algo tan malo después de todo. Cuanto antes olvidara el accidente, antes volvería mi vida a la normalidad.

—Espero que tengas un primer día estupendo, y quizá nos veamos a la hora del almuerzo —le dije a Elliot.

Luego cogí a Vee de un brazo y la arrastré hacia la puerta.

Las clases estaban llegando a su fin, sólo faltaba Biología, y tras una breve parada en mi taquilla para cambiar de libros me dirigí al aula. Vee y yo llegamos antes que Patch; ella ocupó el asiento vacío de mi compañero, se puso a hurgar en su mochila y sacó una caja de caramelos picantes.

—Marchando una fruta roja —dijo ofreciéndome la caja.

—Déjame adivinar… ¿la canela es una fruta? —Aparté la caja.

—Tampoco has probado bocado en el almuerzo —dijo Vee frunciendo el ceño.

—No tengo hambre.

—Mentirosa. Siempre tienes hambre. ¿Es por Patch? No creerás en serio que te está acechando, ¿no? Porque lo de anoche en la biblioteca era todo una broma.

Me froté las sienes con pequeños masajes circulares. El dolor que se había instalado detrás de mis ojos empeoró al oír el nombre de Patch.

—Patch es lo que menos me preocupa —dije. No era cierto.

—Es mi sitio, si no te importa.

Vee y yo levantamos la vista simultáneamente al oír la voz de Patch.

Se mostró bastante amable, pero no apartó los ojos de Vee mientras ella se ponía de pie y se colgaba la mochila al hombro. Mi amiga no parecía tener prisa; él le indicó el pasillo con el brazo, invitándola a dejarle sitio.

—Estás guapa, como siempre —me dijo mientras tomaba asiento. Se reclinó en la silla con las piernas estiradas. Era alto, pero nunca había calculado su estatura. Mirando ahora la longitud de sus piernas, imaginaba que superaba el metro ochenta. Uno ochenta y cinco, quizá.

—Gracias —respondí sin pensar. Y me arrepentí. ¿Gracias? De todas las cosas que podía decir, lo peor era darle las gracias. No quería que pensara que me gustaban sus cumplidos. Porque no me gustaban… en general. No había que ser muy perceptiva para darse cuenta de que era un chico problemático, y bastantes problemas tenía yo en mi vida. No necesitaba más. Tal vez si lo ignoraba, él desistiría de iniciar una conversación. Y entonces podríamos sentarnos juntos en silencio y armonía, como el resto de los compañeros de pupitre en la clase.

—Y además hueles bien —dijo Patch.

—Se llama ducharse. —Permanecí mirando al frente. Al ver que no respondía, me giré hacia él—. Utilizas jabón, champú y agua caliente.

—Y te desnudas. Conozco el ejercicio.

Iba a cambiar de tema cuando sonó el timbre.

—Guardad los libros —dijo el entrenador desde su escritorio—. Voy a repartir un cuestionario para que entréis en calor para el examen del viernes. —Se paró enfrente de mí, humedeciéndose el dedo mientras trataba de separar dos cuestionarios—. Quiero que estéis callados durante quince minutos mientras respondéis a las preguntas. Luego hablaremos del capítulo siete. Buena suerte.

Acabé con las primeras preguntas, respondiéndolas con la rápida fluidez de la información memorizada. Aunque no sirviera para otra cosa, el cuestionario me mantenía concentrada, haciéndome olvidar el accidente de la noche anterior y la voz interior que ponía en duda mi cordura. Cuando hice una pausa para sacudirme un calambre de la mano con que escribía, noté que Patch se inclinaba hacia mí.

—Pareces cansada. ¿Una noche dura? —susurró.

—Te vi en la biblioteca. —Tomé la precaución de mantener mi bolígrafo deslizándose sobre la hoja del cuestionario, aparentando que trabajaba.

—El punto culminante de mi noche.

—¿Me estabas siguiendo?

Echó la cabeza atrás y rio por lo bajo.

Probé de otro modo.

—¿Qué estabas haciendo allí?

—Fui a sacar un libro.

Intuí que el entrenador me observaba y me centré en el cuestionario. Después de responder unas preguntas más, eché una ojeada a mi izquierda. Me sorprendí al ver que Patch me seguía mirando. Sonrió.

Mi corazón dio un vuelco, sobresaltado por su sonrisa extrañamente atractiva. Para mi horror, tan pasmada estaba que se me cayó el bolígrafo. Rebotó sobre el pupitre un par de veces antes de caer al suelo. Patch se inclinó para recogerlo. Me lo ofreció con la palma extendida, y tuve que esforzarme para no rozarle la mano al cogerlo.

—Después de la biblioteca —susurré—, ¿adónde fuiste?

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Me seguiste?

—Pareces un poco nerviosa, Nora. ¿Qué te ocurre? —Levantó las cejas con gesto de preocupación. Sólo para aparentar, porque había un brillo de mofa en sus ojos.

—¿Me estás siguiendo?

—¿Por qué iba a seguirte?

—Dímelo tú.

—Nora. —La voz del entrenador me hizo volver al cuestionario, pero no dejé de pensar en cuál habría sido la respuesta de Patch, y eso me daba ganas de estar bien lejos de él. Al otro lado del aula. Al otro lado del universo.

El entrenador hizo sonar su silbato.

—Tiempo. Pasad los cuestionarios hacia delante. El viernes os espera un examen similar. Y ahora… —se frotó las manos sonoramente, y aquel ruido seco me dio escalofríos— pasemos a la lección de hoy. Señorita Sky, ¿puede adivinar cuál es el tema de hoy?

—S-e-x-o —deletreó Vee.

En ese preciso instante desconecté por completo. ¿Me estaba siguiendo Patch? ¿Era su rostro el que se ocultaba detrás de aquel pasamontañas, si es que realmente allí había un rostro? ¿Qué pretendía? De pronto empecé a sentir mucho frío y me cogí los codos. Quería que mi vida volviera a ser lo que era antes de que Patch irrumpiera en ella con rudeza.

Al final de la clase impedí que se marchara.

—¿Podemos hablar?

Él ya estaba de pie, así que se sentó en el borde de la mesa.

—¿Qué pasa?

—Sé que no quieres sentarte a mi lado más de lo que yo quiero sentarme a tu lado. Creo que el entrenador consideraría cambiarnos de sitio si tú se lo pides. Si le explicas la situación…

—¿La situación?

—Que no somos… compatibles.

Se frotó la barbilla, un gesto maquinal al que me había acostumbrado a los pocos días de conocerlo.

—¿No lo somos?

—No es una novedad.

—Cuando el entrenador me solicitó mi lista de atributos deseados en un compañero, yo hablé de ti.

—Pues retíralo.

—Dije: inteligente, atractiva, vulnerable. ¿No estás de acuerdo?

Lo hacía con el único propósito de llevarme la contraria, lo que me ponía aún más nerviosa.

—¿Le dirás al entrenador que nos cambie de sitio o no?

—Paso. Empiezas a gustarme.

¿Qué se suponía que debía responder a eso? Evidentemente estaba buscando que yo reaccionara. Lo que no era difícil, dado que nunca podía saber cuándo hablaba en broma o cuándo era sincero.

Traté de que mi voz sonara relajada.

—Creo que estarías mucho mejor con otro compañero. Y tú lo sabes. —Sonreí, tensa pero amable.

—Me temo que podría acabar sentado al lado de Vee. —Sonrió con la misma amabilidad—. No voy a tentar a mi suerte.

Vee apareció junto a nuestra mesa, mirándome y luego a Patch.

—¿Interrumpo algo?

—No —dije, cerrando bruscamente la cremallera de mi mochila—. Le estaba preguntando a Patch sobre los deberes para esta noche. No recuerdo qué páginas había que leer.

—La tarea está escrita en la pizarra, como siempre —dijo Vee—. ¿Vas a decirme que no la habías leído?

Patch se echó a reír, como si compartiera un chiste privado consigo mismo. No era la primera vez que deseaba saber en qué estaba pensado. Porque a veces tenía la certeza de que esos chistes privados tenían que ver conmigo.

—¿Alguna otra cosa, Nora? —preguntó.

—No —respondí—. Nos vemos mañana.

—Lo esperaré con ansias. —Me guiñó un ojo. De verdad que lo hizo.

Cuando Patch se alejó, Vee me agarró del brazo.

—Buenas noticias. Cipriano, ése es su apellido. Lo leí en la lista del entrenador.

—¿Y por qué se supone que debería alegrarme?

—Todos los alumnos que toman una medicación recetada tienen que hacerlo constar en la enfermería. —Tiró ligeramente del bolsillo de mi mochila, donde guardaba mis comprimidos de hierro—. Y la enfermería está convenientemente situada en el interior de la dirección, oficina donde, da la casualidad, se guardan todos los archivos de los estudiantes.

Con un brillo en los ojos, Vee enlazó su brazo con el mío y me condujo hacia la puerta.

—Es el momento de llevar a cabo un verdadero trabajo de detective.