Capítulo

3

El entrenador McConaughy estaba delante de la pizarra hablando en tono monótono acerca de algo, pero mi mente navegaba lejos de las complejidades de la ciencia.

Estaba redactando los motivos por los que Patch y yo no deberíamos ser compañeros de grupo, haciendo una lista en el reverso de una hoja de examen. Tan pronto como acabara la clase presentaría mis argumentos al entrenador. «Poco dispuesto a cooperar con el trabajo —escribí—. Demuestra escaso interés por el trabajo en equipo».

Pero eran las cosas que no anotaba las que más me preocupaban. Me resultaba extraña la marca de nacimiento de Patch y estaba asustada por el incidente en mi ventana la noche anterior. Francamente, no concebía que Patch me estuviera espiando, pero tampoco podía ignorar la coincidencia de estar segura de haber visto a alguien mirando por mi ventana horas después de haberme encontrado con él.

Mientras pensaba en Patch espiándome, metí la mano en el compartimento delantero de mi mochila y saqué dos comprimidos de un complemento de hierro, para tragármelos enteros. Durante un momento se quedaron atascados en mi garganta, y luego bajaron.

Con el rabillo del ojo vi a Patch enarcar las cejas.

Iba a explicarle que era anémica y que tenía que tomar hierro un par de veces al día, sobre todo si estaba estresada, pero me lo pensé dos veces. La anemia no suponía ningún riesgo si tomaba dosis regulares de hierro. No estaba paranoica hasta el punto de pensar que Patch pretendiera hacerme daño, pero en cierto modo mi vulnerable estado de salud era algo que prefería ocultar.

—¿Nora?

El entrenador se encontraba al frente de la clase, su mano extendida parecía indicar que estaba esperando algo: mi respuesta. Un ardor se expandió lentamente por mis mejillas.

—¿Podría repetirme la pregunta?

La clase rio con disimulo.

Algo irritado, el entrenador la repitió:

—¿Qué cualidades te atraen de un posible compañero?

—¿De un posible compañero?

—Venga, no tenemos toda la tarde.

Oí a Vee reírse detrás de mí.

Mi garganta parecía cerrarse.

—¿Quiere que haga una lista de las características de un…?

—De un posible compañero, sí, eso ayudaría.

Miré a Patch de reojo. Él estaba cómodamente reclinado en su silla, los hombros relajados en su justa medida, estudiándome con aire satisfecho. Me dirigió su sonrisa de pirata y movió los labios: «Estamos esperando».

Puse las manos sobre la mesa una encima de la otra, procurando parecer más serena de lo que estaba.

—Nunca lo he pensado.

—Pues piénsalo ahora, y rápido.

El entrenador hizo un gesto impaciente a mi izquierda.

—Tu turno, Patch.

A diferencia de mí, Patch habló con aplomo. Se había colocado con el cuerpo ligeramente orientado hacia el mío, nuestras rodillas separadas por milímetros.

—Inteligente. Atractiva. Vulnerable.

El entrenador estaba escribiendo los adjetivos en la pizarra.

—¿Vulnerable? —preguntó—. ¿Y eso?

Vee intervino:

—¿Esto tiene algo que ver con el tema que estamos estudiando? Porque en el libro de texto no dice nada sobre las características que debe reunir el compañero ideal.

El entrenador dejó de escribir y miró atrás por encima del hombro.

—Cada animal atrae a sus congéneres con el propósito de reproducirse. Las ranas se hinchan. Los gorilas se golpean el pecho. ¿Habéis visto alguna vez una langosta macho levantarse sobre las patas y chasquear las pinzas para llamar la atención de la hembra? La atracción es el primer elemento de la reproducción en todos los animales, incluidos los humanos. ¿Por qué no nos da su lista, señorita Sky?

Vee levantó la mano y extendió los cinco dedos.

—Guapísimo, rico, indulgente, sobreprotector y un poquito perverso —enumeró bajando un dedo con cada rasgo.

Patch rio por lo bajo y dijo:

—El problema de la atracción entre humanos es que nunca sabes si ésta será correspondida.

—Excelente observación —dijo el entrenador.

—Los humanos son vulnerables —continuó Patch— porque se les puede hacer daño. —Y me dio un leve rodillazo. Me aparté, sin atreverme a imaginar qué pretendía decir con ese gesto.

El entrenador asintió.

—La complejidad de la atracción (y reproducción) entre humanos es uno de los rasgos que nos diferencian de las otras especies.

Me pareció que Patch resoplaba suavemente.

El entrenador continuó:

—Desde el comienzo de los tiempos, las mujeres se han visto atraídas por hombres con marcadas aptitudes para la supervivencia (como puede ser la inteligencia o la destreza física), pues los hombres de estas características tienen más probabilidades de regresar a casa con comida al final del día. —Levantó los pulgares en el aire y sonrió—. Recordad: comida igual a supervivencia.

Nadie rio.

—Asimismo —prosiguió—, los hombres se ven atraídos por la belleza porque es señal de salud y de juventud; no sirve emparejarse con una mujer enferma que no sobrevivirá para criar a los niños. —El entrenador se ajustó las gafas y sonrió.

—Eso es terriblemente sexista —protestó Vee—. Dígame algo con lo que se identifique una mujer del siglo XXI.

—Si aborda la reproducción desde un punto de vista científico, señorita Vee, verá que los niños son la clave de la supervivencia de nuestra especie. Y cuantos más niños tenga, mayor será su contribución al banco genético.

Pude imaginarme la mueca de disgusto de Vee.

—Creo que por fin nos vamos acercando al tema de hoy: sexo.

—Casi —dijo el entrenador, levantando un dedo—. La atracción es previa al sexo, pero después de la atracción viene el lenguaje corporal. A vuestras posibles parejas tenéis que comunicarles vuestro interés, sólo que sin utilizar demasiadas palabras… Muy bien, Patch. Imaginemos que estás en una fiesta. Ves a muchas chicas de diferentes formas y tamaños. Rubias, morenas, pelirrojas, algunas de pelo azabache. Algunas son habladoras, mientras que otras parecen tímidas. Has encontrado a una chica que es tu tipo: atractiva, inteligente y vulnerable. ¿Cómo le comunicarías tu interés?

—Me acercaría y le hablaría.

—Estupendo. Ahora viene lo más importante. ¿Cómo averiguarías si es una presa accesible o, en cambio, quiere que te largues?

—La estudiaría. Me preguntaría qué piensa y qué siente. Ella no me lo va a contar a la primera, por lo que tendré que prestar atención. ¿Me mira de frente? ¿Aguanta la mirada y luego la aparta? ¿Se muerde el labio y juega con su pelo, como está haciendo Nora en este momento?

La clase entera prorrumpió en risas. Apoyé las manos en mi regazo.

—Ella es una presa —dijo Patch, dándome otro rodillazo. Entre todas las reacciones posibles, me sonrojé.

—¡Muy bien! —exclamó el entrenador, su voz cargada de electricidad, celebrando con una sonrisa el interés de toda la clase.

—Los vasos sanguíneos del rostro de Nora se están dilatando y tiene la piel caliente —dijo Patch—. Sabe que la están cortejando. Le gusta recibir atención, pero no sabe manejarse.

—No estoy sonrojada.

—Está nerviosa —dijo Patch—. Se acaricia el brazo para desviar la atención de su rostro a su figura, o quizás a su piel. Son sus puntos fuertes.

Casi me ahogué. «Está bromeando —me dije—. No, es un enfermo». Y yo no tenía experiencia en el trato con dementes. Me quedé mirándolo fijamente, boquiabierta. Si tenía alguna esperanza de estar a la altura de Patch, tendría que pensar en una nueva manera de abordarlo.

Apoyé las manos sobre el pupitre y levanté la barbilla para demostrar que aún me quedaba dignidad.

—Esto es ridículo.

Estirando el brazo a un costado con picardía, Patch se agarró al respaldo de mi silla. Tuve la extraña sensación de que era una amenaza dirigida a mí, y de que él no se daba cuenta o le importaba poco la reacción de la clase. La clase entera se echó a reír, pero él no parecía oír las risas. Me miraba a los ojos con tanta intensidad que casi llegué a creer que había delimitado un mundo privado para nosotros.

Movió los labios sin hablar: «Vulnerable».

Enganché los tobillos a las patas de mi silla y la arrastré bruscamente hacia delante, haciendo que su brazo cayera del respaldo. No tenía un pelo de vulnerable.

—¡Ahí lo tenéis! —dijo el entrenador—. Así funciona el proceso biológico.

—¿Y ahora podemos hablar de sexo, por favor? —solicitó Vee.

—Mañana. Leed el capítulo siete y venid preparados para un debate.

Sonó el timbre, y Patch echó su silla hacia atrás.

—Ha sido divertido. Repitamos cuando quieras. —Antes de que se me ocurriera algo más incisivo que un «No, gracias», él pasó por detrás de mí y desapareció por la puerta.

—Estoy organizando una petición para que despidan al entrenador —dijo Vee, acercándose a mi mesa—. ¿De qué iba la clase de hoy? Por poco no hizo que tú y Patch os acostarais desnudos sobre la mesa y consumarais el acto.

Le dirigí una mirada interrogante: «¿Parecía que quería repetir?»

—¡Jolines! —concluyó Vee dando un paso atrás.

—Tengo que hablar con el entrenador. Te veré en tu taquilla en diez minutos.

—Claro.

Me acerqué al escritorio del entrenador, que estaba encorvado sobre un libro de jugadas de baloncesto. A primera vista, todas las X y las O daban la impresión de que estaba jugando al tres en raya.

—Dime, Nora. —Habló sin levantar la vista—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Quiero decirle que la nueva disposición en clase y el nuevo plan de trabajo me incomodan.

Él empujó la silla hacia atrás y entrelazó las manos en la nuca.

—A mí me gusta la nueva disposición. Casi tanto como este nuevo marcaje hombre a hombre que estoy preparando para el partido del sábado.

Puse una copia del código de conducta del instituto y los derechos de los estudiantes sobre la mesa.

—La norma dice que ningún alumno debería sentirse amenazado dentro del colegio.

—¿Te sientes amenazada?

—Me siento incómoda. Y quisiera proponer una solución. —Al ver que no me interrumpía, respiré aliviada—. Me ocuparé de la tutoría de cualquier alumno de Biología si vuelve a sentarme al lado de Vee.

—Patch podría necesitar un tutor.

Evité apretar los dientes.

—Eso queda descartado.

—¿Lo has visto hoy? Estaba implicado en la clase. En todo el año no le había oído decir una sola palabra, pero ha sido sentarlo a tu lado y… ¡bingo! Su calificación en esta asignatura va a mejorar.

—Y la de Vee va a empeorar.

—Es lo que tiene no poder mirar a tu lado y encontrarte con la respuesta correcta —respondió con ironía.

—El problema de Vee es la falta de constancia. Yo le echaré un cable.

—De momento seguiremos así —dijo mirando el reloj—. Llego tarde a una reunión. ¿Algo más?

Exprimí mi cerebro en busca de otro argumento, pero al parecer no estaba inspirada.

—Esperemos unas semanas a ver qué pasa. Ah, y lo de darle clases particulares a Patch iba en serio. Cuento contigo. —Y, sin esperar mi respuesta, se puso a silbar la melodía del concurso televisivo Jeopardy y se marchó del aula.

A las siete en punto el cielo se había oscurecido. Me subí la cremallera de mi abrigo para ir bien tapada. Vee y yo volvíamos del cine y nos dirigíamos al aparcamiento, después de ver El sacrificio. Yo me ocupaba de las reseñas de las películas para la revista digital, y como ya había visto las demás películas que se proyectaban, nos resignamos a ver la última película de terror.

Vee dijo:

—Es la peli más estrafalaria que he visto. No volveremos a ver cine de terror.

Por mí, genial. Teniendo en cuenta que la noche anterior había alguien escondido en el jardín que espiaba mi habitación y que acababa de ver una película sobre un acosador en potencia, empezaba a sentirme un poquito paranoica.

—¿Te lo imaginas? —dijo Vee—. Vivir toda tu vida sin saber que la única razón de que te mantengas con vida es que serás usada para un sacrificio.

Nos estremecimos.

—¿Y qué me dices de la escena del altar? —continuó, irritándome por no darse cuenta de que yo habría preferido hablar del ciclo de la vida de los hongos antes que de la película—. ¿Por qué el malo calienta la piedra antes de atarla? Cuando oí cómo ella se freía…

—Ya vale —dije casi gritando—. ¿Adónde vamos?

—Sólo te digo que, si un chico alguna vez me planta un beso como ése, vomito hasta las tripas. Repugnante es poco para describir su boca. Eso era maquillaje, ¿no crees? Nadie en la vida real tiene una boca como ésa…

—Mi reseña estará lista antes de la medianoche —dije, cortándola en seco.

—Ah. Vale. Entonces, ¿vamos a la biblioteca? —Vee quitó el seguro a las puertas de su Dodge Neon violeta del 95—. Estás muy susceptible, que lo sepas.

Subí por la puerta del pasajero.

—Es culpa de la peli. —Y del mirón que había anoche en mi ventana.

—No hablo sólo de esta noche. He notado —dijo torciendo la boca con malicia— que llevas dos días malhumorada en la clase de Biología.

—También es fácil de explicar. Culpa de Patch.

Vee lanzó un vistazo al retrovisor. Lo ajustó para mirarse los dientes. Se los relamió y esbozó una sonrisa ensayada.

—Tengo que admitirlo: su lado oscuro me atrae.

Yo no quería admitirlo, pero Vee no era la única. La atracción que sentía por Patch no la había sentido por nadie. Entre nosotros había un magnetismo oscuro. Cerca de él, me sentía atraída por el peligro. Y en cualquier momento él podía empujarme más allá.

—De sólo oírte me dan ganas de… —Vacilé, tratando de pensar cuál era exactamente el impulso que me provocaba esa atracción por Patch. Nada agradable.

—Dime que no es guapo —pidió Vee—, y te prometo que no volveré a mencionar su nombre.

Alargué la mano para encender la radio. De entre tantas cosas para hacer tenía que haber algo mejor que arruinarnos la noche hablando de Patch. Estar sentada a su lado una hora diaria cinco días a la semana era más de lo que podía soportar. No iba a darle también mis noches.

—¿Y bien? —me presionó Vee.

—Si fuera guapo yo sería la última en enterarme. Mi opinión no es imparcial, lo siento.

—¿Qué quieres decir?

—Su manera de ser me resulta insufrible. Ni toda la belleza del mundo podría compensar eso.

—No es belleza. Él está… bien moldeado. Es sexy.

Puse los ojos en blanco.

Vee hizo sonar el claxon y pisó el freno cuando un coche salió delante de ella.

—¿Qué pasa? ¿No estás de acuerdo o es que los chicos malos no son tu tipo?

—No tengo tipo —respondí—. No soy tan estrecha de miras.

Vee se echó a reír.

—Tú, chica, eres peor que eso. Eres obtusa y limitada. Tu mente es tan amplia como esos microorganismos del profesor. No hay un solo chico en el instituto que te interese.

—Eso no es cierto —me defendí maquinalmente. Pero era verdad: nunca me había interesado de verdad por alguien. ¿Era muy raro?—. No se trata de los chicos, se trata… del amor. No lo he encontrado.

—No se trata del amor —me contradijo Vee—. Se trata de pasarlo bien.

Enarqué las cejas, dubitativa.

—¿Besar a un chico que no conoces y que no te importa es pasártelo bien?

—¿No has estado atenta a las clases de Bio? La cosa va de mucho más que un beso.

—Oh —dije con suficiencia—. El banco genético ya está bastante deformado sin mi contribución.

—¿Quieres saber quién creo yo que es realmente bueno?

—¿Bueno?

—Un tío bueno —aclaró Vee con una sonrisa indecente.

—Ni idea.

—Tu compañero.

—No lo llames así —dije—. «Compañero» tiene una connotación positiva.

Vee aparcó en un sitio cerca de la entrada de la biblioteca y apagó el motor.

—¿Has fantaseado alguna vez con besarle? ¿Le has echado una miradita de reojo y te has imaginado arrojándote sobre él para plantarle un beso en la boca?

Le dirigí una mirada que esperaba que transmitiera todo mi horror.

—¿Y tú?

Vee sonrió.

Trataba de imaginar qué haría Patch si dispusiera de esta información. Con lo poco que sabía de él, percibía su aversión por Vee como si fuese algo palpable.

—No es lo bastante bueno para ti —dije.

Ella refunfuñó.

—Cuidado, así sólo conseguirás que lo desee más.

En la biblioteca ocupamos una mesa en la planta principal, cerca de la sección de narrativa para adultos. Abrí mi portátil y tecleé: «El Sacrificio, dos estrellas y media». Tal vez fuera una puntuación muy baja, pero tenía muchas cosas en la cabeza y no me apetecía ser especialmente justa.

Vee abrió una bolsa de chips de manzana.

—¿Quieres?

—No, gracias.

Miró dentro de la bolsa.

—Si no vas a comer, tendré que comérmelas todas. Y no me apetece.

Vee estaba haciendo una dieta de colores a base de frutas. Tres frutas rojas al día, dos anaranjadas, un puñado de verdes…

Cogió una chip de manzana seca y la examinó.

—¿Qué color es ése? —le pregunté.

—Es el verde de la Granny Smith que produce arcadas. Me parece.

En ese momento, Marcie Millar, la única estudiante de cuarto curso que hacía de animadora de los equipos universitarios, se sentó en el borde de la mesa. Llevaba su pelo bermejo peinado con dos coletas y, como de costumbre, su piel permanecía oculta bajo medio pote de maquillaje. Con respecto a la cantidad estaba bastante segura, pues no se veía ni rastro de sus pecas. Desde el primer año que no veía una sola peca en la cara de Marcie, el mismo año que ella conoció a la vendedora de cosméticos Mary Kay. Un centímetro y medio separaba el dobladillo de su falda de su ropa interior, si es que llevaba ropa interior.

—Hola, gordita —dijo Marcie a Vee.

—Hola, rarita —respondió Vee.

—Mi madre está buscando modelos para este fin de semana. Pagan nueve dólares la hora. Pensé que igual te interesaba.

La madre de Marcie era la encargada de los grandes almacenes de la ciudad, y los fines de semana ponía a Marcie y al resto de las animadoras a lucir biquinis en los escaparates.

—Le está costando lo suyo encontrar modelos para lencería de talla grande —comentó Marcie.

—Tienes restos de comida en los dientes —le dijo Vee a Marcie—. Parece chocolate laxante.

Marcie se relamió los dientes y se apeó de la mesa. Mientras se alejaba contoneándose, Vee se metió los dedos en la boca e hizo un gesto de vomitar.

—Tiene suerte de que estemos en la biblioteca —me dijo—. Tiene suerte de que no nos crucemos en un callejón. Por última vez, ¿quieres?

—Paso.

Vee se alejó para tirar la bolsa a la basura. Al cabo de unos minutos regresó con una novela romántica. Se sentó a mi lado y, enseñándome la cubierta, dijo:

—Algún día, esto nos pasará a nosotras. Raptadas por vaqueros medio desnudos. Me pregunto cómo será besar unos labios con costras de barro y curtidos al sol.

—Asqueroso —murmuré mientras escribía.

—Hablando de asqueroso… —Levantó la voz—. Ahí está nuestro chico.

Paré de teclear y miré por encima del hombro, y mi pulso se alteró. Patch estaba al otro lado de la sala, en la cola de préstamos. Como si presintiera que lo estaba mirando, se volvió hacia mí. Nos miramos fijamente tres segundos. Yo aparté la vista primero, pero no sin recibir antes una sonrisa pausada.

Mis latidos se volvieron irregulares, y me ordené tranquilizarme. No iba a entrar en su juego. No con Patch. A menos que hubiese perdido el juicio.

—Vámonos —le dije a Vee. Cerré mi portátil y lo metí en la funda. Guardé los libros en mi mochila, y mientras lo hacía se me cayeron algunos al suelo.

—Estoy intentando leer el título que lleva en la mano… —dijo mi amiga—. Espera un momento… Cómo ser un acosador.

—Venga ya —dije, pero no estaba segura.

—Es ése, o Cómo irradiar sensualidad sin el menor esfuerzo.

—¡Chsss!

—Tranquila, no nos oye. Está hablando con la bibliotecaria. Se lleva el libro en préstamo.

Lo confirmé con una mirada rápida, y caí en la cuenta de que si nos íbamos en ese momento nos cruzaríamos con él en la salida. Y entonces tendría que decirle algo. Volví a sentarme y empecé a hurgarme diligentemente los bolsillos sin buscar nada en particular, mientras él terminaba con su trámite.

—¿No te parece inquietante que se presente aquí justo cuando estamos nosotras? —preguntó Vee.

—¿Tú qué opinas?

—Creo que te está siguiendo.

—A mí me parece una coincidencia. —Esto no era totalmente cierto. Si hubiese hecho una lista de los diez sitios en que esperaba encontrarme con Patch en una tarde cualquiera, no habría incluido la biblioteca pública. La biblioteca tampoco habría aparecido en una lista de los cien lugares posibles de encuentro. ¿Qué hacía él allí?

La pregunta era especialmente perturbadora después de lo ocurrido la noche anterior. No se lo había mencionado a Vee porque esperaba que se encogiera en mi memoria hasta desaparecer.

—¡Patch! —susurró Vee con sorna—. ¿Estás acosando a Nora?

Le tapé la boca con la mano.

—Basta. En serio. —Adopté una expresión severa.

—Apuesto a que te está siguiendo —insistió Vee, despegando mi mano de su cara—. Apuesto a que tiene antecedentes. Apuesto a que tiene órdenes de alejamiento. Deberíamos colarnos en el despacho del director y fisgar en su expediente. Ahí debe de constar todo.

—No vamos a colarnos en ningún despacho.

—Podría montar un numerito. Soy buena montando numeritos. Nadie te vería entrar. Seríamos como espías.

—No somos espías.

—¿Sabes su apellido? —preguntó Vee.

—No.

—¿Sabes algo de él?

—No. Y tampoco quiero saber nada.

—Venga ya. Te encantan los buenos misterios, y éste es inmejorable.

—En los buenos misterios hay un cadáver. Aquí no tenemos cadáver.

—¡De momento! —Rio Vee.

Saqué dos comprimidos de hierro del bote que tenía en la mochila y me los tragué en seco.

Vee aparcó el Neon en la entrada de su casa apenas pasadas las nueve y media. Apagó el motor y me enseñó el manojo de llaves colgando de un dedo.

—¿No vas a llevarme a casa? —le pregunté. Era malgastar saliva, pues ya conocía su respuesta.

—Hay niebla.

—Es como Patch, aparece y desaparece.

Vee sonrió.

—Vaya, no te lo quitas de la cabeza. No te culpo. Desde luego espero soñar con él esta noche.

Uf.

—Y la niebla nunca desaparece cerca de tu casa —continuó Vee—. De noche me espanta.

Cogí las llaves.

—Gracias.

—No me culpes. Dile a tu madre que se mude más cerca. Dile que hay algo nuevo llamado civilización y que vosotras deberíais integraros.

—Supongo que esperas que te recoja mañana antes del colegio.

—A las siete y media estaría bien. El desayuno corre por mi cuenta.

—Más vale que esté bueno.

—Sé buena con mi bebé. —Le dio un golpecito al salpicadero del Neon—. Pero no demasiado. No vaya a pensar que le quieres más que yo.

De camino a casa dejé que mis pensamientos viajaran brevemente hasta Patch. Vee tenía razón, había algo en él increíblemente atrayente. E increíblemente escalofriante. Cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que pasaba algo raro. El hecho de que le gustara contrariarme no era precisamente una novedad, pero había una diferencia entre meterse debajo de mi piel en clase y acabar siguiéndome hasta la biblioteca. Poca gente se tomaría tanta molestia, a menos que tuvieran una buena razón.

A mitad del camino, una lluvia intensa despejó las tenues nubes de niebla suspendidas sobre la carretera. Dividiendo mi atención entre la carretera y los controles del volante, intentaba encontrar los limpiaparabrisas.

Las luces del alumbrado parpadearon, y me pregunté si se estaba aproximando una nueva tormenta. Cerca del océano el tiempo cambiaba constantemente, y un aguacero podía intensificarse hasta convertirse en una inundación repentina. Aceleré el Neon.

Las luces volvieron a parpadear. Un escalofrío me recorrió la nuca y sentí un hormigueo en los brazos. Mi sexto sentido pasó a un estado de máxima alerta. Me pregunté si me seguían. No se veían faros por el retrovisor. Tampoco había coches delante. Estaba sola. No era un pensamiento muy reconfortante. Volví a acelerar.

Encendí los limpiaparabrisas, pero ni siquiera a máxima velocidad podían seguirle el ritmo a la lluvia torrencial. El semáforo siguiente se puso en amarillo. Frené, me aseguré de que no venía ningún coche y luego crucé la intersección.

Oí el impacto antes de ver la silueta oscura deslizándose sobre el capó.

Grité y pisé el freno. La silueta golpeó el parabrisas con un crujido.

Bruscamente giré el volante a la derecha. El Neon dio un coletazo e hizo un trompo en el medio del cruce. La silueta rodó sobre el capó y desapareció.

Conteniendo el aliento, con ambas manos aferradas al volante y los nudillos blancos, levanté los pies de los pedales. El coche dio una última sacudida y se caló.

El hombre estaba agachado a pocos metros, mirándome. No parecía tener ni un rasguño. Vestía todo de negro y se fundía con la noche, con lo que al principio no distinguí ninguna facción, pero caí en la cuenta de que llevaba un pasamontañas.

Se puso de pie y se acercó. Apoyó las manos sobre la ventanilla del conductor y nuestras miradas se encontraron a través de los orificios del pasamontañas. En sus ojos parecía asomar una sonrisa letal.

Atizó un golpe en la ventanilla, haciendo vibrar el cristal.

Arranqué el coche. Traté de sincronizar la primera marcha, el acelerador y el embrague. El motor zumbó, pero el coche dio otra sacudida y volvió a calarse.

Volví a encenderlo, pero esta vez me distrajo un chirrido metálico disonante. Vi con horror cómo la puerta empezaba a arquearse. La estaba arrancando.

Metí la primera. Mis zapatos resbalaban sobre los pedales. El motor rugió y la aguja de las revoluciones por minuto se disparó.

El puño del hombre atravesó la ventanilla haciendo añicos el cristal. Su mano buscó mi hombro, apretándome el brazo con fuerza. Lancé un grito ronco, pisé el acelerador y solté el embrague. El Neon salió chirriando. Él continuó agarrado a mi brazo, corriendo junto al coche durante varios metros antes de caer al suelo.

Avancé a toda velocidad con el ímpetu de la adrenalina. Miré por el retrovisor para asegurarme de que no me seguía, y luego torcí el espejo para evitar mirar. Tuve que apretar los labios para contener el llanto.