No sabía dónde estaba Vee. Necesitaba pensar como Jules: ¿dónde la escondería si fuese él?
En un sitio del que fuera difícil escapar y que fuera difícil de encontrar, razoné.
Repasé el edificio mentalmente, limitándome a las plantas superiores. Las posibilidades eran que Vee estuviera en la segunda, la última, sin contar la pequeña tercera planta, que era más bien un ático. Una escalera de caracol estrecha a la que sólo se accedía desde la segunda planta conducía al ático. Arriba había dos aulas tipo bungalow: el aula de español avanzado y la redacción de la revista digital.
Vee estaba en la redacción. Lo sabía.
Avanzando lo más rápidamente posible en la oscuridad, acometí a ciegas dos tramos de peldaños. Después de un par de intentos fallidos encontré la estrecha escalera que conducía a la redacción de la revista digital. Al llegar arriba empujé la puerta.
—¿Vee? —llamé en voz baja.
Ella respondió con un gemido.
—Soy yo —dije, dando cada paso con sumo cuidado por el pasillo entre escritorios, intentando no tropezar con nada para no dar ninguna pista a Jules—. ¿Estás herida? Tenemos que salir de aquí. —La encontré echa un ovillo en el fondo de la sala, apretando las rodillas contra el pecho.
—Jules me ha golpeado en la cabeza —dijo—. Creo que me he desmayado. Ahora no veo. ¡No veo nada!
—No, no es eso. Jules ha cortado la corriente y está todo oscuro. Coge mi mano. Tenemos que bajar ahora mismo.
—Creo que me ha hecho daño. Me late la cabeza. ¡Creo que me he quedado ciega!
—No estás ciega —susurré, sacudiéndola suavemente—. Yo tampoco veo nada. Tendremos que bajar las escaleras a tientas. Saldremos por el gimnasio.
—Ha puesto cadenas en todas las puertas.
Un silencio tenso se interpuso entre nosotras. Recordé a Jules deseándome suerte al escapar, y ahora sabía por qué. Un escalofrío se extendió desde mi corazón al resto de mi cuerpo.
—La puerta por la que entré no estaba bloqueada —dije finalmente—. Es la puerta del lado este.
—Pues debe de ser la única. Yo he visto cuando ponía cadenas en las otras. Ha dicho que así nadie estaría tentado de escaparse mientras jugábamos al escondite. Ha dicho que fuera no valía esconderse.
—Si esa puerta es la única desbloqueada, intentará bloquearla. Nos esperará allí. Pero no iremos por allí. Saldremos por una ventana —dije mientras urdía un plan—. Por el otro lado del edificio. Es decir, por este lado. ¿Tienes tu móvil?
—Jules me lo ha quitado.
—Una vez que salgamos nos separaremos. Si Jules nos persigue, tendrá que decidirse por una de las dos. La otra irá por ayuda. —Ya sabía a quién elegiría Jules. Vee no le servía para nada, sólo como señuelo para atraerme—. Corre tan rápido como puedas y encuentra una cabina. Llama a la policía. Diles que Elliot está en la biblioteca.
—¿Está vivo? —preguntó Vee con voz temblorosa.
—No lo sé.
Permanecimos acurrucadas juntas, y noté que tiraba de su camisa para secarse las lágrimas.
—Todo esto es culpa mía.
—La culpa es de Jules.
—Tengo miedo.
—Estaremos bien —dije tratando de transmitirle confianza—. He apuñalado a Jules en la pierna con un escalpelo. Está sangrando mucho. Es probable que renuncie a perseguirnos y vaya en busca de ayuda médica.
Vee sollozó. Las dos sabíamos que yo estaba mintiendo. El deseo de venganza de Jules se imponía a su herida. Se imponía a todo.
Bajamos las escaleras, pegadas a la pared, hasta que llegamos a la planta principal.
—Por aquí —le susurré al oído, cogiéndola de la mano mientras caminábamos por el pasillo a toda prisa, dirigiéndonos al ala oeste.
No habíamos avanzado mucho cuando un sonido gutural, nada alegre, se propagó por aquel túnel de oscuridad.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo la voz de Jules.
—Corre —le dije a Vee, y le di un apretón en la mano—. Me quiere a mí. Llama a la policía. ¡Corre!
Vee echó a correr. Sus pasos se esfumaron de un modo deprimentemente rápido. Me pregunté por un instante si Patch seguía en el edificio, pero fue sólo un pensamiento tangencial. Mi mayor concentración estaba puesta en no perder el conocimiento. Porque una vez más me hallaba a solas con Jules.
—Contactar con la policía le llevará por lo menos veinte minutos —me dijo Jules, el taconeo de sus zapatos aproximándose—. Yo no necesito tanto tiempo.
Me di la vuelta y eché a correr. Él se lanzó en mi persecución.
Palpando las paredes con las manos, giré a la derecha en la primera intersección y corrí por un pasillo perpendicular. Obligada a seguir las paredes para guiarme, mis manos golpeaban contra los bordes de las taquillas y las jambas de las puertas, lastimándome. Giré otra vez a la derecha, corriendo tan rápido como podía hacia la doble puerta del gimnasio.
Si llegaba a tiempo a mi taquilla en el gimnasio, podría encerrarme dentro. En el vestuario de las chicas había unos armarios enormes de pared a pared y desde el suelo hasta el techo. A Jules le llevaría su tiempo revisarlos uno por uno. Con suerte, la policía llegaría antes de que él me encontrara.
Entré en el gimnasio y corrí hacia el vestuario. Al girar el pomo de la puerta sentí un terror frío y punzante: la puerta estaba cerrada con llave. Volví a insistir, pero no cedía. Me di la vuelta buscando frenéticamente otra salida, pero estaba atrapada en el gimnasio. Me apoyé de espaldas en la puerta, cerré los ojos con fuerza para evitar el desmayo y oí mi respiración irregular.
Cuando volví a abrir los ojos, vi a Jules avanzando bajo el brumoso resplandor lunar que entraba por las claraboyas. Se había atado la camisa alrededor del muslo y una mancha de sangre se filtraba a través de la tela. Se había quedado en camiseta y pantalones. Llevaba una pistola metida en la cinturilla.
—Por favor, deja que me vaya —supliqué.
—Vee me ha contado algo interesante sobre ti. Le tienes miedo a las alturas. —Levantó la vista hacia las vigas del gimnasio. Una sonrisa dividió su rostro.
El aire estaba impregnado con los olores del sudor y el barniz de la madera. Habían apagado la calefacción por las vacaciones de primavera y la temperatura era fría. Las sombras se expandían por el suelo pulido mientras la luna se abría paso entre las nubes. Jules estaba de espaldas a las gradas, y de pronto vi a Patch moverse detrás de él.
—¿Fuiste tú el que atacó a Marcie Millar? —le pregunté a Jules para distraerlo.
—Elliot me dijo que había cierta hostilidad entre vosotras. No quería que nadie más tuviera el placer de torturar a mi chica.
—¿Y la ventana de mi habitación? ¿Eras tú el que me espiaba mientras dormía?
—Nada personal, descuida.
De repente, Jules se puso rígido un instante, y al siguiente se abalanzó sobre mí. Me agarró por la muñeca y me puso de espaldas contra su pecho. Sentí el frío cañón de una pistola contra la nuca.
—Quítate la gorra —le ordenó a Patch—. Quiero ver la cara que pondrás cuando la mate. No puedes evitarlo. Como yo no puedo evitar el juramento que te hice.
Patch se acercó unos pasos, despacio, pero yo percibía su alerta contenida. La pistola aumentó la presión y yo me sobresalté.
—Un paso más y será su último aliento —advirtió Jules.
Patch estudiaba la distancia entre nosotros, calculando la rapidez con que podría cubrirla. Jules también se percató.
—No lo intentes —dijo.
—No vas a dispararle, Chauncey.
—¿No? —Jules apretó el gatillo. La pistola hizo clic y yo abrí la boca para gritar, pero todo lo que salió fue un llanto trémulo.
—Es un revólver —explicó Jules—. Las cinco recámaras restantes están cargadas.
«¿Lista para poner en práctica esos movimientos de boxeo de los que tanto alardeas?», me dijo Patch telepáticamente.
—¿Qué? —balbuceé.
Súbitamente me inundó una oleada de fuerza. Una fuerza exterior que se expandió hasta llenarme. Mi cuerpo fue perdiendo su propia fuerza y libertad a medida que Patch tomaba posesión de mí.
Antes de que fuera consciente de cuánto me aterraba esa pérdida de control, sentí un dolor punzante en el puño. Patch estaba utilizando mi puño para golpear a Jules. El arma cayó de su mano y se deslizó por el suelo del gimnasio hasta quedar a unos metros de distancia.
Patch hizo que mis manos arrastraran a Jules contra las gradas. Jules tropezó y cayó aparatosamente. Lo siguiente que supe fue que mis manos lo cogían por la garganta y le golpeaban la cabeza contra las gradas. Allí lo sostuve, apretando mis dedos alrededor de su cuello. Sus ojos se hincharon y desorbitaron. Trataba de hablar moviendo los labios, pero Patch no aflojaba.
«No podré estar dentro de ti mucho tiempo más —me dijo Patch mentalmente—. No estamos en Jeshván y no me está permitido. En cuanto me salga, echa a correr. ¿Has entendido? Corre tan rápido como puedas. Chauncey estará demasiado débil y aturdido para meterse en tu cabeza. Corre y no te detengas».
Oí un zumbido agudo y sentí cómo mi cuerpo se desprendía de la posesión de Patch.
Las venas se marcaban en el cuello de Jules, y su cabeza colgaba a un lado.
«Venga —oí a Patch que lo apremiaba—. Desmáyate… desmáyate…»
Pero ya era demasiado tarde. Patch desapareció de mi interior. Se fue tan de repente que me quedé aturdida.
Volvía a tener el control de mis manos, y solté a Jules impulsivamente. Él luchaba por respirar y me miraba entre parpadeos. Patch estaba en el suelo a varios metros de mí, inmóvil.
De inmediato crucé el gimnasio corriendo a toda velocidad. Me lancé contra la puerta, esperando salir al pasillo, pero fue como chocar contra una pared. La empujé una y otra vez, sabiendo que estaba desbloqueada. Hacía cinco minutos había entrado por allí. Cargué con todo mi peso, en vano. La puerta no se abrió.
Me di la vuelta, la adrenalina haciéndome temblar las rodillas.
—¡Sal de mi mente! —le grité a Jules.
Él se incorporó para sentarse en el escalón más bajo de las gradas, mientras se masajeaba la garganta.
—No —respondió.
Volví a intentarlo con la puerta. Le di una buena patada a la barra y luego golpeé con las manos el cristal.
—¡Socorro! ¡Ayuda, por favor! ¡Auxilio!
Miré por encima del hombro y vi que Jules se acercaba cojeando, su pierna herida flaqueando a cada paso. Cerré los ojos con fuerza, tratando de concentrarme. La puerta se abriría en cuanto localizara su voz y la ahuyentara. Rastreé todos los rincones de mi mente, pero no pude encontrarla. Estaba en lo más profundo, escondiéndose de mí. Abrí los ojos. Jules estaba mucho más cerca. Más me valía encontrar otra manera de salir.
En lo alto de las gradas había una escalera de hierro empotrada en la pared. Llegaba hasta la cuadrícula de las vigas en el techo. En el extremo opuesto de las vigas, sobre la pared de enfrente, casi justo encima de donde yo estaba, había un conducto de ventilación. Si llegaba hasta allí, podría escabullirme por el tejado.
Pasé corriendo junto a Jules en una carrera enloquecida y subí las gradas. Mis suelas resonaban sobre la madera, produciendo un eco en todo el gimnasio, lo que no me permitía oír si Jules me seguía de cerca. Llegué hasta el primer peldaño de la escalera y empecé a trepar. Con el rabillo del ojo vi la fuente de agua allá abajo, lejos. Se veía muy pequeña, lo que significaba que estaba a una altura considerable. Muy alto.
«No mires hacia abajo —me dije—. Concéntrate en mirar hacia arriba». Subí con cuidado un escalón más. La escalera se movió, pues no estaba bien sujeta a la pared.
De pronto oí la risa de Jules y perdí la concentración. Imágenes de una caída pasaron por mi mente. Claro, él las estaba implantando. Luego mi cerebro dio un vuelco, y ya no recordaba cómo subir o bajar, ni podía distinguir mis pensamientos de los de Jules.
Mi miedo era tan denso que empañó mi visión. No sabía en qué peldaño me encontraba. ¿Mis pies estaban bien colocados? ¿Estaba a punto de resbalar? Aferrándome a un peldaño con ambas manos, apoyé la frente contra los nudillos. «Respira —me dije—. Respira».
Y entonces lo oí.
Un crujido metálico perezoso y agonizante. Cerré los ojos para evitar el vértigo.
Las abrazaderas metálicas que fijaban la parte superior de la escalera a la pared se aflojaron. El quejido metálico se convirtió en un gemido agudo, a la vez que el siguiente conjunto de abrazaderas se desprendía de la pared. Con un grito atrapado en la garganta vi cómo la parte superior se soltaba. Aferrada a la escalera con brazos y piernas, me preparé para una caída hacia atrás. La escalera osciló un momento, sucumbiendo pacientemente a la gravedad.
Y entonces todo sucedió muy rápido. Las vigas y las claraboyas desaparecieron en medio de un mareo confuso. Y yo caí hasta que, súbitamente, la escalera se detuvo en seco. Rebotó violentamente, perpendicular a la pared, a unos treinta metros de altura. El impacto de la caída hizo que se me soltaran las piernas, quedando sujeta a la escalera tan sólo por las manos.
—¡Socorro! —grité pataleando en el aire.
La escalera se tambaleaba, descendiendo unos metros más. Se me salió una zapatilla, que quedó enganchada en los dedos del pie por un instante, para luego caer. Al cabo de un largo momento la oí estamparse contra el suelo del gimnasio.
Me mordía la lengua mientras el dolor en los brazos se hacía más intenso. Se estaban desprendiendo de sus articulaciones.
Y entonces, en medio del miedo y del pánico, oí la voz de Patch.
«Apártalo de tu mente. Sigue subiendo. La escalera está intacta».
—No puedo —dije sollozando—. ¡Me caeré!
«Apártalo de tu mente. Cierra los ojos y escucha mi voz».
Lo hice mientras tragaba saliva. Me aferré a la voz de Patch y noté que una superficie sólida se formaba bajo mis pies, que ya no colgaban en el vacío. Sentí un peldaño haciendo presión bajo mis suelas. Concentrándome más en la voz de Patch, esperé a que todo volviera a su lugar. Patch tenía razón. Estaba en la escalera. Y la escalera, fijada a la pared. Recuperé mi determinación anterior y seguí subiendo.
Al llegar a lo más alto me senté precariamente sobre la viga más cercana. La rodeé con los brazos y balanceé una pierna para pasarla por encima. Estaba de cara a la pared, con el conducto de ventilación a mis espaldas, pero ya nada podía hacer. Con mucho cuidado me arrodillé sobre la viga. Poniendo toda mi concentración en ello, empecé a avanzar lentamente hacia atrás dispuesta a atravesar la extensión del gimnasio.
Demasiado tarde.
Jules había trepado en un santiamén, y ahora lo tenía a menos de cinco metros de distancia. Se encaramó a la viga. Apoyó las manos y empezó a arrastrarse hacia mí. Tenía una marca oscura en la parte interior de la muñeca; atravesaba sus venas en un ángulo de noventa grados y era casi negro. Cualquiera habría pensado que se trataba de una cicatriz, pero para mí significaba mucho más. El vínculo familiar era evidente: teníamos la misma sangre, las mismas marcas idénticas.
Ambos estábamos montados sobre la viga, cara a cara, a tres metros de distancia.
—¿Un último deseo? —me preguntó.
Miré hacia abajo, pese a que me mareaba. Patch permanecía inmóvil tendido en el suelo, como si estuviera muerto. En ese instante deseé retroceder en el tiempo y revivir cada momento con él. Otra sonrisa secreta, otra risa compartida. Otro beso ardoroso. Encontrarlo a él había sido como encontrar a alguien a quien no sabía que andaba buscando. Había aparecido en mi vida demasiado tarde, y ahora se estaba marchando demasiado pronto. Lo recordé prometiéndome que renunciaría a todo por mí. Ya lo había hecho. Había renunciado a su propio cuerpo humano para que yo pudiera vivir.
Me tambaleé e instintivamente recuperé el equilibrio.
La risa de Jules me llegó como un susurro gélido.
—Para mí es lo mismo si te disparo o si te dejas caer. No hay diferencia.
—Sí hay diferencia —dije. Mi voz sonaba débil pero segura—. Tú y yo tenemos la misma sangre. —Levanté mi mano vacilante, enseñándole la marca—. Soy tu descendencia. Si sacrifico mi sangre voluntariamente, Patch se convertirá en humano y tú morirás. Así está escrito en el Libro de Enoc.
Jules me miró con ojos desprovistos de brillo, absorbiendo cada una de mis palabras. Por su expresión adiviné que estaba sopesándolas. Un rubor se expandió por su rostro, y entonces supe que me creía.
—Tú… —farfulló.
Se me acercó con una rapidez frenética, al tiempo que se llevaba la mano a la cintura para sacar el revólver.
Las lágrimas me escocían los ojos. Sin tiempo para más, me dejé caer de la viga.