Capítulo

28

Los primeros cinco minutos pasaron volando. Los siguientes diez minutos se estiraron hasta volverse veinte. Yo intentaba ignorar la sensación espeluznante de estar siendo vigilada. Miraba con ojos de miope las penumbras que circundaban el edificio.

¿Por qué tardaba tanto Patch? Barajé algunas hipótesis, sintiéndome más intranquila aún. ¿Y si no lograba dar con Vee? ¿Qué pasaría cuando se encontrara con Elliot? No creía que éste pudiese doblegarlo, pero siempre había una posibilidad, si Elliot disponía del elemento sorpresa.

El móvil sonó en mi bolsillo y me llevé un susto de muerte.

—Te estoy viendo —me dijo Elliot cuando contesté—. Sentada ahí fuera en ese coche.

—¿Dónde estás?

—Mirándote desde una ventana de la segunda planta. Estamos jugando dentro.

—No me apetece jugar.

Colgó.

Con el corazón en la garganta, salí del coche. Levanté la vista hacia las ventanas opacas del colegio. No creía que Elliot supiera que Patch estaba dentro. Por su voz parecía impaciente, no molesto ni irritado. Mi única esperanza era que Patch tuviera un plan y se asegurara de que nada nos ocurriera a Vee y a mí. La luna estaba nublada, y bajo una sombra de miedo me dirigí a la puerta.

Me adentré en las penumbras. Mis ojos tardaron en acostumbrarse a la tenue luz de la farola que entraba por el ventanuco encima de la puerta. Las baldosas del suelo reflejaban un brillo ceroso. Las taquillas estaban alineadas a ambos lados del pasillo como soldados robot durmientes. Más que una sensación de tranquilidad, irradiaban una amenaza oculta.

Las luces exteriores iluminaban los primeros metros de la entrada, pero más adelante ya no se veía nada. A un lado de la puerta estaba el cuadro de mandos. Accioné los interruptores de las luces. No se encendieron.

Puesto que en la calle había luz, deduje que alguien había cortado la electricidad en el interior. Me pregunté si formaba parte del plan de Elliot. No podría verlo, como tampoco a Vee ni a Patch. Iba a tener que buscar a tientas en todas las aulas, en un juego lento de descarte hasta que lo encontrara. Juntos daríamos con Vee.

Avancé lentamente guiándome por la pared. A lo largo de la semana recorría ese tramo de pasillo varias veces, pero en la oscuridad de repente me resultó desconocido. Y más largo. Mucho más largo.

En la primera intersección repasé mentalmente los alrededores. A la izquierda tenía las salas de música y la cafetería. A la derecha, los despachos administrativos y una escalera de caracol. Seguí recto, adentrándome en la zona de aulas.

Mi pie tropezó con algo, trastabillé y caí al suelo. Una luz gris brumosa se filtró por una claraboya justo encima de mi cabeza, a medida que la luna se abría paso entre las nubes iluminando el cuerpo con que había tropezado. Jules estaba tumbado de espaldas, su expresión congelada en una mirada vacía. Tenía el largo pelo rubio revuelto sobre el rostro y los brazos extendidos a ambos lados.

Retrocedí a cuatro patas y me cubrí la boca en medio de un jadeo. Mis piernas temblaban con la adrenalina. Muy despacio, apoyé las manos en el pecho de Jules. No respiraba. Estaba muerto.

Me puse de pie y ahogué un grito. Quería llamar a Patch a voces, pero eso revelaría a Elliot mi ubicación, si es que no la conocía ya. Sobresaltada, caí en la cuenta de que podía estar a pocos metros de mí, regodeándose con su perverso juego.

La luna palideció y yo escudriñé el pasillo, desesperada. Todavía tenía un largo tramo por delante. La biblioteca estaba en la planta superior, por un tramo de escaleras a mi izquierda. Las aulas empezaban a la derecha. Tras un momento de indecisión, escogí la biblioteca, siguiendo a tientas el oscuro pasillo para apartarme del cuerpo de Jules. Me goteaba la nariz, y reparé en que estaba llorando en silencio. ¿Por qué había muerto Jules? ¿Quién lo había matado? Y si él estaba muerto, ¿también lo estaba Vee?

Las puertas de la biblioteca estaban abiertas y entré a ciegas. Más allá de las estanterías, al otro lado de la estancia principal, había tres pequeñas salas de estudio insonorizadas; si Elliot quería aislar a Vee, ése era el lugar ideal para encerrarla.

Me dirigía hacia allí cuando oí un gemido de hombre. Me paré en seco.

Las luces del pasillo exterior se encendieron, iluminando un poco la biblioteca. Elliot yacía en el suelo a pocos metros, pálido y con la boca abierta. Sus ojos se volvieron en mi dirección, y alargó su brazo hacia mí.

Se me escapó un grito desgarrador. Me di la vuelta y eché a correr hacia la puerta, apartando sillas de mi camino con empujones y patadas. «¡Corre! —me ordené—. ¡Encuentra una salida!»

Salí tambaleándome, y justo entonces las luces del pasillo se apagaron, sumiéndolo todo una vez más en la oscuridad.

—¡Patch! —grité con voz entrecortada y me atraganté.

Jules estaba muerto. Elliot, casi muerto. ¿Quién los había atacado? Traté de comprender lo que pasaba, pero no me quedaba capacidad de razonamiento.

Un empujón en la espalda me hizo perder el equilibrio. Otro empujón me lanzó a un lado. Me golpeé la cabeza contra una taquilla, quedando aturdida.

Un haz de luz barrió mi campo de visión, y unos ojos oscuros detrás de un pasamontañas me miraron. La luz venía de una linterna de minero sujeta sobre la frente.

Me levanté e intenté echar a correr, pero mi atacante fue más rápido y me atrapó, empujándome de espaldas contra la taquilla.

—¿Me dabas por muerto? —Detecté en su voz una sonrisa gélida y arrogante—. No podía dejar pasar la última oportunidad de jugar contigo. Cuéntame. ¿Quién creías que era el chico malo? ¿Elliot? ¿O acaso pensaste que tu mejor amiga podía hacer esto? Es lo que tiene el miedo. Saca lo peor de nosotros.

—¿Eres tú? —Me temblaba la voz.

Jules se quitó la linterna y el pasamontañas.

—En persona.

—¿Cómo lo has hecho? —balbuceé—. No respirabas. Estabas muerto.

—Todo ha sido gracias a ti, Nora. Si tu mente no fuera tan débil, no podría haber hecho nada. ¿Te desanima saber que de todas las mentes que he invadido la tuya es la más maleable? ¿Y la que mejor me lo ha hecho pasar?

Me lamí los labios. Mi boca tenía un extraño sabor seco y pegajoso. Podía oler el miedo en mi aliento.

—¿Dónde está Vee?

Me abofeteó la mejilla.

—No cambies de tema. Tienes que aprender a controlar tu miedo. El miedo socava la lógica y ofrece muchas posibilidades a alguien como yo.

Desconocía esa faceta de Jules. Siempre tan callado, huraño, indiferente a su entorno. Permanecía en un segundo plano, sin llamar apenas la atención, despertando pocas sospechas. «Muy listo», pensé.

Me agarró del brazo y me arrastró.

Lo arañé y me revolví, pero él me dio un puñetazo en el estómago. Me tambaleé, boqueando. Deslicé la espalda contra la taquilla hasta quedar encogida en el suelo. Un soplo de aire me entró por la boca y me atraganté.

Jules se palpó las marcas que mis uñas le habían dejado en el antebrazo.

—Esto te costará caro.

—¿Por qué me has hecho venir aquí? ¿Qué pretendes? —gemí.

Me cogió del brazo levantándome de un tirón y me llevó a rastras por el pasillo. Dándole una patada a una puerta abierta, me lanzó dentro, y yo caí con las palmas sobre el suelo. Luego entró y cerró la puerta violentamente.

Reconocí los olores familiares del polvo de tiza y los productos químicos rancios. Ilustraciones del cuerpo humano y de células decoraban las paredes. En la parte delantera del aula había una larga mesa de granito con un fregadero. Delante estaban las mesas del laboratorio, también de granito, dispuestas en hileras. Estábamos en el laboratorio de Biología del entrenador McConaughy.

Un destello metálico a mi lado llamó mi atención. Un escalpelo tirado en el suelo, cerca de la papelera. Olvidado por el entrenador y por el empleado de la limpieza. Me lo metí en la cinturilla del pantalón justo cuando Jules me levantó bruscamente.

—He tenido que cortar la corriente —dijo, y dejó la linterna sobre la mesa más próxima—. No se puede jugar al escondite si hay luz.

Acercó dos sillas arrastrándolas y las colocó una enfrente de la otra.

—Siéntate —ordenó.

Lancé una mirada a las ventanas de la pared opuesta. Me pregunté si podría abrir una y escapar antes de que Jules me pillara. Entre otros mil pensamientos que me instaban a la autoconservación, me dije que no tenía que parecer asustada. Algún rincón de mi mente todavía albergaba los consejos del curso de defensa personal que hice con mi madre tras la muerte de papá. Mantener el contacto visual, mostrarse segura, apelar al sentido común… y otras cosas que eran más fáciles de decir que de poner en práctica.

Jules me cogió por los hombros, obligándome a sentarme. El frío metal se escurrió en mis tejanos.

—Dame tu móvil —me ordenó extendiendo la mano.

—Lo he dejado en el coche.

Soltó una risita.

—¿Pretendes jugar conmigo? Tengo a tu mejor amiga encerrada en alguna parte del edificio. Si quieres jugar conmigo, ella se va a sentir excluida, ¿no crees? Tendré que inventarme un juego especial para ella.

Saqué el móvil y se lo entregué.

Con una fuerza sobrenatural lo partió por la mitad.

—Ahora estamos sólo tú y yo. —Se dejó caer en la silla frente a la mía y estiró las piernas voluptuosamente. Dejó un brazo colgando del respaldo—. Hablemos, Nora.

Me incorporé e intenté correr, pero él me retuvo por la cintura antes de que diera tres pasos y volvió a sentarme.

—Yo solía tener caballos —dijo—. Hace mucho tiempo, en Francia, tenía un establo de preciosos ejemplares. Los caballos españoles son mis favoritos. Los cogían en estado salvaje y me los traían directamente a mí. Los domaba en pocas semanas. Pero siempre había algún caballo loco e indómito. ¿Sabes lo que le hacía a un animal que no se dejaba domar?

Me encogí de hombros.

—Coopera y no tendrás nada que temer —dijo.

No me fie ni por un segundo. Había un brillo siniestro en sus ojos.

—He visto a Elliot en la biblioteca —dije con voz temblorosa. Elliot no me gustaba ni confiaba en él, pero no merecía tener una muerte lenta y dolorosa—. ¿Tú le has hecho daño?

Se acercó, como si fuera a compartir un secreto.

—Si vas a cometer un crimen, nunca dejes pruebas. Elliot formaba parte de todo esto. Sabía demasiado.

—¿Por eso estoy aquí? ¿Por el artículo que encontré sobre Kjirsten Halverson?

Jules sonrió.

—A Elliot se le olvidó mencionarme que estabas al tanto de lo de Kjirsten.

—¿Tú la mataste? —pregunté con repentina inspiración.

—Tenía que poner a prueba la lealtad de Elliot. Tenía que quedarme con lo más importante. Elliot estaba en el Kinghorn gracias a una beca, y nadie dejaba de recordárselo. Hasta que aparecí yo. Fui su protector. Al final tuvo que escoger entre Kjirsten y yo. O sea, entre el dinero y el amor. Aparentemente no hay placer alguno en ser un indigente entre príncipes. Lo soborné, y fue entonces cuando supe que podía contar con él cuando llegara la hora de vérmelas contigo.

—¿Qué tengo que ver yo?

—¿Todavía no lo has adivinado? —La luz destacaba la crueldad de su rostro y creaba la ilusión de que sus ojos eran de plata fundida—. He estado jugando contigo. Te he usado como una especie de intermediario, porque a quien de verdad quiero hacerle daño no se le puede hacer daño. ¿Sabes quién es esa persona?

Mi cuerpo se aflojó y mis ojos se desenfocaron. El rostro de Jules parecía una pintura impresionista, borrosa en los bordes, carente de detalle. La sangre se agotaba en mi cerebro, y tuve la sensación de que me escurría sobre la silla. Me había sentido así suficientes veces como para saber que necesitaba hierro. De inmediato.

Volvió a abofetearme.

—Concéntrate. ¿De quién te estoy hablando?

—No lo sé —admití apenas por encima de un susurro.

—¿Sabes por qué no se le puede hacer daño? Porque no tiene un cuerpo humano. Su cuerpo carece de sensaciones físicas. Si lo encierro y lo torturo no consigo nada. No siente nada, ni un ápice de dolor. ¿Seguro que todavía no sabes quién es? Últimamente has pasado bastante tiempo con esa persona. ¿Qué te pasa, Nora? ¿Es que no imaginas de quién se trata?

Un hilo de sudor corría por mi espalda.

—Cada año, a comienzos del mes hebreo de Jeshván, él toma posesión de mi cuerpo —continuó—. Durante dos semanas enteras, tiempo durante el cual cedo las riendas de mi existencia. No dispongo de libertad ni capacidad de elección. Durante esas dos semanas no puedo liberarme, pues presto mi cuerpo a otro ser. Podría convencerme a mí mismo de que nada está ocurriendo, pero no, imposible, permanezco ahí, prisionero dentro de mi propio cuerpo, viviéndolo a cada instante. ¿Sabes lo que se siente? ¿Tienes alguna idea? —gritó.

Guardé silencio, sabiendo que hablar sería peligroso. Jules se echó a reír, con un resoplido entre dientes. Su risa me pareció lo más siniestro que había oído jamás.

—Hice un juramento permitiéndole tomar posesión de mi cuerpo durante el Jeshván —prosiguió—. Yo entonces tenía dieciséis años. —Se encogió de hombros, pero fue un movimiento rígido—. Me torturó para obligarme a jurar. Después me dijo que yo no era humano. ¿Puedes creerlo? Que no era humano. Me dijo que mi madre, una humana, fornicaba con un ángel caído. —Enseñó una sonrisa odiosa; tenía la frente salpicada de sudor—. ¿Te he dicho que heredé algunos rasgos de mi padre? Soy un embaucador, igual que él. Hago que veas cosas irreales, que oigas voces… Como ahora. ¿Puedes oírme, Nora? ¿Sigues asustada?

Me dio un golpecito en la frente.

—¿Hay alguien ahí, Nora? ¡No oigo nada!

Jules era Chauncey. Era un Nefilim. Recordé mi marca de nacimiento, y lo que Dabria me había dicho. Jules y yo teníamos la misma sangre. Llevaba en mis venas la sangre de un monstruo. Cerré los ojos y me resbaló una lágrima.

—¿Recuerdas la primera noche que nos vimos? Salté delante de tu coche. Estaba oscuro y había niebla. Estabas con los nervios a flor de piel, por lo que fue más sencillo engañarte. Disfruté asustándote. Aquella noche le tomé el gusto.

—Si hubieses sido tú, me habría dado cuenta —murmuré—. No hay mucha gente tan alta como tú.

—No me estás escuchando. Puedo hacer que veas lo que yo quiera. ¿Crees que me pasó por alto un detalle tan obvio como la estatura? Viste lo que yo quise que vieras. Viste a un hombre común y corriente con un pasamontañas negro.

Seguí sentada, muerta de miedo. No estaba loca. Jules estaba detrás de todo aquello. Él sí que estaba loco. Podía crear juegos psicológicos puesto que su padre era un ángel caído y él había heredado sus poderes.

—Así pues, no registraste mi habitación —dije—. Sólo me hiciste creer que lo habías hecho. Por eso estaba todo en orden cuando vino la policía.

Aplaudió lentamente mi deducción.

—¿Quieres saber la mejor parte? Podrías haberme apartado de tu mente. No podría haberme metido en tu cabeza sin tu permiso. Me metía, y tú nunca lo impedías. Eras débil. Eras una presa fácil.

Todo tenía sentido, y me maldije por ser tan frágil. Yo era un libro abierto. No había nada que impidiera a Jules absorberme en sus juegos psicológicos, a menos que aprendiera a apartarlo de mi mente.

—Ponte en mi lugar —dijo—. Tu cuerpo invadido año tras año. Imagina un odio tan intenso que sólo la venganza puede aliviar. Imagina la cantidad de energías y recursos invertidos para vigilar de cerca a tu objeto de venganza, esperando pacientemente el momento en que el destino te conceda la oportunidad no sólo de desquitarte, sino de inclinar la balanza a tu favor. —Clavó sus ojos en los míos—. Tú eres esa oportunidad. Si te hago daño, se lo haré a Patch.

—Estás sobrevalorando lo que Patch siente por mí —repuse, la frente perlada de sudor.

—Llevo siglos observando a Patch. El verano pasado hizo la primera visita a tu casa, aunque tú no lo notaste. Te siguió algunas veces cuando ibas de compras. De vez en cuando se desviaba de su camino para cruzarse contigo. Luego se matriculó en tu colegio. Me pregunté qué tenías de especial y me esforcé por averiguarlo. Hace tiempo que te observo.

El pavor se apoderó de mí. En ese instante supe que lo que siempre había sentido que me seguía como un fantasma no era la presencia de mi padre. Era Jules. Ahora sentía la misma presencia helada y sobrenatural, sólo que cien veces amplificada.

—No quería que Patch sospechara y se echara atrás —continuó—. Así que Elliot entró en escena y no tardó en confirmarme lo que ya suponía. Patch está enamorado de ti.

Todo encajaba. Jules no se había puesto enfermo la noche del Delphic cuando se marchó al lavabo. Y tampoco la noche en que fuimos al Borderline. Durante todo este tiempo tenía que permanecer invisible para Patch. En el momento que Patch lo viera, el juego habría acabado. Patch sospecharía que Jules —Chauncey— estaba tramando algo. Elliot era los ojos y los oídos de Jules, y le llevaba toda la información.

—El plan era matarte en el campamento, pero Elliot no logró convencerte de que vinieras —dijo Jules—. Hoy te he seguido hasta el restaurante Blind Joe’s y te he disparado. Imagínate la sorpresa cuando he descubierto que había matado a una mendiga que llevaba tu abrigo. Pero mira por dónde, ha habido un final feliz. —Su tonó se relajó—. Ahora te tengo.

Me removí en el asiento, y el escalpelo se deslizó más adentro de mi pantalón. Si no tenía cuidado, quedaría fuera de mi alcance. Si Jules me obligaba a ponerme de pie, caería por la pernera. Y eso sería el fin.

—Deja que adivine lo que estás pensando —dijo, poniéndose de pie para ir a la parte delantera del aula—. Estás empezando a desear no haber conocido a Patch. Que nunca se hubiera enamorado de ti. Venga, ríete del lío en que te ha metido. Ríete de tu pésima decisión.

Escucharlo hablar del amor de Patch me colmó de una esperanza irracional.

Saqué el escalpelo de mis tejanos y me puse de pie de un salto.

—¡No te acerques o te apuñalo! ¡Te juro que lo haré!

Jules emitió un sonido gutural y barrió con el brazo la mesa principal. Los cacharros de laboratorio se hicieron pedazos contra la pizarra y los papeles se desperdigaron por el suelo. Vino hacia mí dando zancadas. Muerta de miedo, lancé una estocada con toda mi fuerza. Lo alcancé en la palma de la mano, haciéndole un corte.

Jules siseó y retrocedió.

Sin esperar, le clavé el escalpelo en el muslo.

Él miró boquiabierto el mango que sobresalía de su pierna. Lo extrajo con las dos manos, y una mueca de dolor en el rostro. El escalpelo se le escurrió de las manos y cayó al suelo.

Dio un paso tambaleante hacia mí.

Lancé un chillido y lo esquivé, pero me golpeé la cadera con el borde de una mesa, perdí el equilibrio y caí al suelo. El escalpelo estaba a pocos centímetros de distancia.

Jules me puso boca abajo y se sentó a horcajadas sobre mí. Presionó mi cara contra el suelo, aplastando mi nariz y amortiguando mis gritos.

—Un intento valiente —gruñó—. Pero eso no me matará. Soy un Nefilim. Soy inmortal.

Traté de coger el escalpelo, clavando los dedos de los pies en el suelo para estirarme esos últimos centímetros vitales. Lo rocé con los dedos. Ya casi lo tenía, pero entonces Jules me alejó arrastrándome.

Le lancé un taconazo a la entrepierna; él gimió y se fue cojeando a un costado. Me levanté, pero Jules rodó hasta la puerta y se puso de rodillas para impedirme el paso.

El pelo le tapaba los ojos. Gotas de sudor caían por su cara. Tenía la boca torcida en un gesto de dolor.

Cada músculo de mi cuerpo era un resorte dispuesto a saltar.

—Te deseo buena suerte en tu intento de huida —dijo con una sonrisa cínica que parecía demandarle un gran esfuerzo—. Ya verás de lo que te hablo. —Y entonces se desplomó.