—¿Quién era? —me preguntó Patch.
Me temblaba todo el cuerpo. Tardé en responder.
—Vee se ha colado en el instituto con Elliot y Jules. Quieren que vaya. Creo que Elliot le hará daño a Vee si no voy. —Lo miré—. Y creo que también se lo hará si voy.
Se cruzó de brazos, frunciendo el entrecejo.
—¿Elliot?
—La semana pasada en la biblioteca encontré un artículo que decía que había sido interrogado por un asesinato cometido en el Kinghorn, el colegio al que iba antes. Desde entonces me da mala espina. Muy mala espina. Creo que hasta entró en mi casa para recuperar el artículo.
—¿Alguna otra cosa que debería saber?
—La chica asesinada era la novia de Elliot. La colgaron de un árbol. Y acaba de decirme: «Si no vienes, aquí hay un árbol muy apropiado para Vee».
—A Elliot lo tengo visto. Parece creído y un poco agresivo, pero no creo que sea un asesino. —Metió las manos en mi bolsillo delantero y sacó las llaves del Jeep—. Iré a ver qué pasa. No tardaré.
—Creo que deberíamos llamar a la policía.
Negó con la cabeza.
—Lograrás que encierren a Vee en un centro de menores por allanamiento. Una cosa más: ¿quién es Jules?
—El amigo de Elliot. Estaba con nosotras la noche que te vimos.
Frunció el entrecejo aún más.
—Si hubiera habido otro chico lo recordaría.
Abrió la puerta y lo seguí. Un portero vestido con pantalones negros y una camisa granate estaba barriendo los restos de palomitas del pasillo. Parpadeó al ver a Patch saliendo del lavabo de señoras. Lo reconocí del instituto: Brandt Christensen. Estábamos juntos en Literatura. El semestre anterior le había ayudado a escribir un ensayo.
—Elliot me espera a mí, no a ti —le dije a Patch—. Si no aparezco, quién sabe lo que pueda ocurrirle a Vee. Es un riesgo que no estoy dispuesta correr.
—Si dejo que vengas, ¿me harás caso en todo?
—De acuerdo.
—¿Si te digo que saltes?
—Saltaré.
—¿Si te digo que te quedes en el coche?
—Me quedaré en el coche. —Era casi cierto.
En el aparcamiento del cine, Patch apuntó al Jeep con el mando del llavero y los intermitentes parpadearon. De repente se paró en seco y maldijo entre dientes.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Los neumáticos.
Bajé la vista y, tal como me temía, las ruedas del lado del conductor estaban pinchadas.
—¡No puedo creerlo! —dije—. ¿He pisado unos clavos?
Patch se agachó junto a un neumático y le pasó la mano.
—Ha sido un destornillador. Alguien los ha pinchado adrede.
Por un instante pensé que era otro truco psicológico. Tal vez Patch tenía sus razones para no querer que fuera con él al instituto. Después de todo, su antipatía por Vee no era ningún secreto. Pero no lo sentía dentro de mi cabeza. Si estaba alterando mis pensamientos, había encontrado una nueva manera de conseguirlo, porque lo que estaba viendo me parecía muy real.
—¿Quién ha podido haberlo hecho?
Se puso de pie.
—La lista es larga.
—¿Me estás diciendo que tienes muchos enemigos?
—He enfadado a alguna gente. Hay muchas personas que apuestan y pierden. Me culpan de quedarme con sus coches, y otras cosas.
Se acercó a un utilitario, abrió la puerta del conductor y se sentó al volante. Alargó un brazo por debajo y su mano desapareció.
—¿Qué haces? —pregunté retóricamente, parándome junto a la puerta abierta. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
—Busco la llave de repuesto. —La mano de Patch reapareció tirando de dos cables azules. Con cierta habilidad peló las dos puntas y las unió. El motor arrancó—. Ponte el cinturón.
—No pienso participar en el robo de un coche.
Se encogió de hombros.
—Nosotros lo necesitamos ahora. Ellos no.
—Es robar. Eso está mal.
Pero él no parecía nada preocupado. De hecho se lo veía muy relajado en el asiento del conductor. «No es la primera vez que lo hace», pensé.
—Primera regla del robo de coches —dijo con una sonrisa—: intenta no permanecer en la escena del crimen más tiempo del necesario.
—Un minuto —pedí, y regresé corriendo al cine.
En la entrada, las puertas de cristal reflejaban el aparcamiento a mis espaldas, y vi a Patch bajando del utilitario.
—Hola, Brandt —dije. Él seguía barriendo palomitas con un recogedor de mango largo.
Me miró, pero enseguida algo llamó su atención por encima de mi hombro. Las puertas del cine se abrieron y percibí a Patch detrás de mí. Por su manera de aproximarse, no se diferenciaba mucho de una nube que eclipsa el sol, oscureciendo sutilmente el paisaje, anunciado una tormenta.
—¿Qué te cuentas? —dijo Brandt, algo vacilante.
—Tengo un problema con el coche —dije, tratando de poner cara simpática—. Sé que es un incordio, pero como te ayudé con aquel ensayo sobre Shakespeare el semestre pasado…
—Quieres que te deje mi coche.
—Bueno… sí.
—Es un cacharro. No es un Jeep Commander. —Miró a Patch como disculpándose.
—¿Anda?
—Si por andar entiendes que las ruedas giren, sí, anda. Pero no está para prestarlo.
Patch sacó su cartera y extrajo tres billetes de cien dólares nuevecitos. Disimulando la sorpresa, lo dejé hacer.
—He cambiado de idea —dijo Brandt, los ojos como platos, guardándose el dinero. Hurgó en sus bolsillos y arrojó a Patch unas llaves.
—¿Marca y color? —preguntó Patch, atrapándolas al vuelo.
—Depende. Mitad Volkswagen, mitad Chevette. Solía ser azul. Eso fue antes de oxidarse y volverse anaranjado. ¿Me lo devolveréis con el depósito lleno? —preguntó Brandt, probando suerte.
Patch sacó otro billete de veinte.
—Por si nos olvidamos —dijo metiéndolo en el bolsillo de la pechera del uniforme de Brandt.
Una vez fuera le dije a Patch:
—Podría haberlo convencido para que me lo prestara. Sólo necesitaba un minuto más. Y, por cierto, ¿por qué recoges mesas en el Borderline si estás forrado?
—No lo estoy. Gané el dinero en una partida de billar hace un par de noches. —Metió la llave en la cerradura del coche de Brandt y abrió la puerta del pasajero para que subiera.
Patch condujo a través de la ciudad por calles silenciosas y oscuras. No tardamos mucho en llegar al instituto. Aparcó a un lado del edificio y apagó el motor. El campus estaba poblado de árboles de ramas retorcidas y sombrías, cubiertas tan sólo por una niebla húmeda. Detrás de ellos asomaba el Coldwater High.
La parte más antigua del edificio databa del siglo XIX, y después del atardecer se parecía mucho a una catedral. Gris y ominoso, muy oscuro, muy abandonado.
—Acabo de tener un mal presentimiento —dije, escudriñando el edificio en busca de ventanas.
—Quédate en el coche y procura que no te vean —dijo Patch, entregándome las llaves—. Si alguien sale del edificio, lárgate.
Bajó del coche. Llevaba su camiseta negra ajustada, tejanos oscuros y botas. Con su pelo negro y su piel morena, era difícil distinguirlo del fondo. Cruzó la calle y, en pocos segundos, se camufló por completo en la noche.