Capítulo

25

Una vez a solas, puse la cadena en la puerta. Acerqué la silla y la encajé debajo del picaporte. Me aseguré de que las ventanas estuvieran bien cerradas. No estaba convencida de que todo eso funcionara con Dabria, ni siquiera sabía si me seguía los pasos, pero supuse que era mejor no arriesgarse. Después de ir y venir por la habitación durante varios minutos, descolgué el teléfono de la mesilla de noche. Seguía sin línea.

Mi madre iba a matarme.

Me había escapado para ir a Portland y había acabado con Patch en un motel. Si no me castigaba de por vida, tendría suerte. No. La suerte sería que no renunciara a su empleo y solicitara una plaza como maestra sustituta hasta encontrar un trabajo a tiempo completo en la ciudad. Tendríamos que vender la casa, y yo perdería lo único que me unía a mi padre.

Casi un cuarto de hora más tarde, eché un vistazo por la mirilla. Sólo oscuridad. Desatranqué la puerta, y justo cuando iba a abrirla unas luces parpadearon a mis espaldas. Me di la vuelta sobresaltada, esperando ver a Dabria. La habitación seguía vacía, pero la electricidad había vuelto.

Abrí la puerta con un sonoro clic y salí al pasillo. La alfombra era de un rojo sangre, un poco pelada en el centro y con algunas manchas oscuras. Las paredes eran de un color neutro, pero se estaban desconchando, seguro que por la mala calidad de la pintura.

Un cartel de neón indicaba la salida. Seguí la flecha y giré al final del pasillo. El Jeep se detuvo delante de la puerta trasera. Salí corriendo y me monté en el asiento del pasajero.

Cuando llegamos a casa no había luces encendidas. Yo tenía una terrible sensación de culpa y me preguntaba si mi madre habría salido a buscarme. La lluvia había cesado, y la niebla campaba alrededor de la casa y entre los arbustos como un adorno navideño. Los árboles que salpicaban el camino de la entrada permanecían torcidos y deformes por los constantes vientos del norte. Después del anochecer, todas las casas parecían poco atractivas con las luces apagadas, pero la nuestra, con sus pequeñas ventanas, su tejado ligeramente arqueado y sus malas hierbas, parecía una casa embrujada.

—Voy a echar un vistazo —dijo Patch, bajando del coche.

—¿Crees que Dabria está dentro?

Negó con la cabeza.

—Pero no está de más comprobarlo.

Esperé en el Jeep, y al cabo de unos minutos Patch regresó.

—Todo en orden —dijo—. Iré al instituto y registraré su despacho. Quizá se haya olvidado algo interesante, aunque no lo creo. Luego vuelvo.

Me desabroché el cinturón y ordené a mis piernas que me llevaran rápidamente hasta la casa. Al abrir la puerta oí que el Jeep daba la vuelta y se marchaba. El entarimado del recibidor crujió bajo mis pies y de pronto me sentí muy sola.

Sin encender las luces recorrí lentamente todas las habitaciones, empezando por la planta baja, y luego subí las escaleras. Patch ya había echado un vistazo, pero una nueva comprobación no estaba de más. Una vez segura de que no había nadie escondido debajo de una cama, tras la cortina de la ducha o en los armarios, me puse unos tejanos y un suéter negro de cuello en pico. Encontré el móvil de emergencia que mi madre guardaba en el botiquín de primeros auxilios debajo del lavamanos y la llamé.

Atendió enseguida.

—¿Nora? ¿Eres tú? ¿Dónde estás? ¡Me tenías preocupadísima!

Respiré hondo, rogando que las palabras adecuadas acudieran a mí y me ayudaran a salir bien librada.

—Te lo explicaré —empecé en mi tono de disculpa más sincero.

—La carretera de Cascade se ha inundado y han tenido que cerrarla. He tenido que volver y coger una habitación en Milliken Mills, que es donde estoy ahora. He intentado llamar a casa, pero las líneas estaban cortadas. Te he llamado al móvil, pero no lo has cogido.

—Espera. ¿Todo este tiempo has estado en Milliken Mills?

—¿Dónde creías que estaba?

Di un suspiro de alivio y me senté en el borde de la bañera.

—No lo sé —dije—. Yo tampoco podía localizarte.

—¿Desde qué número me estás llamando? —preguntó mi madre—. No reconozco este número.

—Es el móvil de emergencia.

—¿Dónde está tu móvil?

—Lo he perdido.

—¡Qué! ¿Dónde?

Llegué a la insegura conclusión de que una omisión era la única salida. No quería alarmarla. Tampoco quería recibir un castigo bíblico.

—Debo de haberlo dejado en algún sitio. Ya aparecerá. —En el cadáver de una mendiga.

—Te llamaré en cuanto abran las carreteras —dijo ella.

A continuación llamé a Vee. Después de cinco tonos, saltó el buzón de voz.

—¿Dónde estás? —dije—. Llámame a este número lo antes posible.

Colgué, tratando de convencerme de que Vee estaba bien. Pero sabía que no era cierto. El hilo invisible que nos unía me había advertido hacía rato que se encontraba en peligro. Y el presentimiento aumentaba con cada minuto que pasaba.

En la cocina, encontré mi bote de tabletas de hierro sobre la encimera. Me tragué dos con un vaso de leche. Me senté un momento, dejando que el hierro me hiciera efecto, notando que mi respiración se hacía más profunda y lenta. Luego me dirigí a la nevera para guardar el cartón de leche, cuando la vi de pie en la puerta, entre la cocina y el lavadero.

Un líquido frío me mojó los pies, y me di cuenta de que había dejado caer la leche.

—¿Dabria? —dije.

Ladeó la cabeza, mostrando cierta sorpresa.

—¿Cómo sabes mi nombre? —Hizo una pausa—. Ah, te lo ha dicho Patch.

Retrocedí hasta el fregadero, poniendo distancia entre nosotras. Dabria no se parecía en nada a la señorita Greene del instituto. Ahora tenía el pelo enmarañado, no liso, y sus labios brillaban más, reflejando cierta avidez. Su mirada era más aguda, con una mancha oscura bordeando los ojos.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

Lanzó una risa que sonó como cubos de hielo tintineando en un vaso.

—Quiero a Patch.

—No está aquí.

—Lo sé. He esperado en la calle hasta que se ha ido. Pero no me refiero a eso cuando digo que quiero a Patch.

La sangre bombeada a mis piernas circulaba de regreso a mi corazón produciéndome un leve mareo. Me apoyé en la encimera para conservar el equilibrio.

—Sé que intentabas manipularme durante mis sesiones de orientación.

—¿Eso es todo lo que sabes? —repuso, y sus ojos escrutaban los míos.

Recordé la noche en que estaba segura de que había alguien mirando por la ventana de mi habitación.

—También me has espiado aquí —dije.

—Ésta es la primera vez que estoy en tu casa. —Pasó el dedo por el borde de la cocina y se sentó en un taburete—. Es una casa bonita.

—Deja que te refresque la memoria —dije, intentando parecer valiente—. Te asomaste a la ventana de la habitación mientras yo dormía.

Su sonrisa se curvó aún más.

—No, pero te seguí cuando fuiste de compras. Ataqué a tu amiga y le metí algunas ideas en la cabeza, para que creyera que había sido Patch. No fui demasiado lejos. Para empezar, él no es precisamente inofensivo. Me importaba sobre todo que tú le tuvieras miedo, mucho miedo.

—Para que me alejara de él.

—Pero no lo hiciste. Sigues interponiéndote en lo nuestro.

—¿Lo vuestro?

—Vamos, Nora. Si sabes quién soy, sabes de qué te hablo. Quiero que recupere las alas. Él no pertenece a este mundo. Me pertenece a mí. Cometió un error, y voy a corregirlo. —Su tono era inflexible. Se apeó del taburete y rodeó la encimera de la cocina para acercarse a mí.

Retrocedí siguiendo el borde de la encimera, manteniendo la distancia. Rastreé mi cerebro buscando la manera de distraerla. O de escapar. Había vivido dieciséis años en aquella casa y la conocía como la palma de mi mano. Conocía todos los recovecos secretos y los mejores escondites. Forzaba mi cerebro para dar con un plan: algo improvisado y brillante. Mi espalda tocó el aparador.

—Mientras tú sigas incordiando, Patch no volverá conmigo —dijo Dabria.

—Creo que sobrevaloras sus sentimientos hacia mí. —Parecía una buena idea quitar importancia a nuestra relación. El carácter posesivo de Dabria parecía gobernar su comportamiento.

Una sonrisa incrédula apareció en su rostro.

—¿Crees que siente algo por ti? Todo este tiempo has pensado… —Se interrumpió con una risa—. No está aquí porque te ama. Lo que quiere es matarte.

Sacudí la cabeza.

—Él no va a matarme.

La sonrisa de Dabria se endureció.

—Si eso es lo que crees, no eres más que otra chica a la que ha seducido para conseguir lo que quiere. Tiene un don para eso —añadió con perspicacia—. A mí me sedujo para sonsacarme tu nombre, no le resultó nada difícil. Yo caí presa de su hechizo y le dije que la muerte venía a por ti.

Sabía de qué estaba hablando. Había sido testigo de ese preciso momento en el interior de la memoria de Patch.

—Y ahora está haciendo lo mismo contigo —añadió—. La traición duele, ¿no es así?

Sacudí la cabeza.

—No…

—¡Se propone hacer un sacrificio contigo! —estalló—. ¿Ves esa marca? —Deslizó un dedo por mi muñeca—. Significa que eres una mujer descendiente de un Nefilim. Y no de cualquier Nefilim, sino de Chauncey Langeais, el vasallo de Patch.

Miré mi cicatriz, y por un instante realmente la creí. Pero sabía que no podía confiar en ella.

—Hay un libro sagrado, el Libro de Enoc —dijo—. En él, un ángel caído mata a su vasallo Nefilim por medio del sacrificio de una de sus descendientes. ¿No crees que Patch quiera matarte? ¿Cuál es su mayor deseo? Una vez que te sacrifique será humano. Tendrá todo lo que quiera.

Extrajo un cuchillo del bloque de madera que había sobre la encimera.

—Y por eso tengo que librarme de ti. Parece que, de un modo u otro, mi premonición era acertada. La muerte viene a por ti.

—Patch está por llegar —dije mientras se me revolvía el estómago—. ¿No quieres hablar de esto con él?

—Seré rápida —continuó—. Soy un ángel de la muerte. Me llevo almas a la otra vida. Apenas termine me llevaré la tuya. No tienes nada que temer.

Quería gritar, pero mi voz estaba atrapada en mi garganta. Me coloqué detrás de la mesa.

—Si eres un ángel, ¿dónde están tus alas?

—Se acabaron las preguntas —repuso con impaciencia, y con determinación empezó a acortar la distancia que nos separaba.

—¿Cuánto tiempo hace que dejaste el cielo? —le pregunté para ganar tiempo—. Llevas varios meses por aquí, ¿no? ¿No crees que los demás ángeles habrán notado tu ausencia?

—Cállate —espetó, y levantó el cuchillo proyectando el brillo de la hoja.

—Te estás tomando muchas molestias por Patch —insistí, mi voz no tan desprovista de pánico como habría querido—. Me sorprende que no te importe que te usara cuando le convenía a sus propósitos. Me sorprende que quieras que recupere sus alas. Después de lo que te hizo, ¿no te alegra que lo hayan expulsado?

—¡Me dejó por una humana sin ningún valor! —espetó, un azul encendido en sus ojos.

—No te dejó. En realidad, no. Lo expulsaron…

—¡Lo expulsaron porque quería ser humano como ella! Pero me tenía a mí. ¡A mí! —Soltó una risa burlona con la que no disimuló su rabia y su pena—. Al principio estaba dolida y enfadada, e hice todo lo posible para olvidarlo. Después, cuando los arcángeles supieron que sus intentos por convertirse en humano eran serios, me enviaron para hacerle cambiar de idea. Me prometí que no volvería a caer en sus redes, pero ¿de qué sirvió?

—Dabria… —dije suavemente.

—¡Ni siquiera le importó que la chica estuviese hecha del polvo de la tierra! ¡Todos vosotros sois tan sucios y egoístas…! ¡Vuestros cuerpos son salvajes e indisciplinados! Tan pronto alcanzáis la felicidad como caéis en la desesperación. ¡Es deplorable! ¡Ningún ángel aspira a eso! —Se pasó el brazo por la cara, secándose las lágrimas—. ¡Mírame a mí! ¡Apenas puedo controlarme! ¡Llevo demasiado tiempo aquí abajo, sumida en la suciedad humana!

Me di la vuelta y salí corriendo de la cocina, llevándome por delante una silla, que cayó en el camino de Dabria. Corrí por el pasillo, sabiendo que estaba atrapada. La casa tenía dos salidas: la puerta principal, a la que Dabria podría llegar antes que yo atravesando el salón, y la puerta trasera de la cocina, cuyo paso estaba bloqueado por ella.

Recibí un fuerte empujón por detrás y caí de bruces. Me arrastré por el suelo del pasillo y me volví de espaldas. Dabria se cernía sobre mí, su piel y su pelo resplandeciendo con una blancura cegadora, apuntándome con el cuchillo.

No pensé. Le lancé una patada con toda mi fuerza, dándome impulso con la otra pierna, y la alcancé en el antebrazo. El cuchillo cayó de su mano. Mientras me ponía de pie, Dabria apuntó a la lámpara de la pequeña mesa de la entrada y con su dedo la envió volando hacia mí. Me aparté rodando y la lámpara se hizo pedazos contra el suelo.

—¡Muévete! —ordenó Dabria, y el banco de la entrada se movió para obstaculizar la puerta principal, bloqueándome la salida.

Subí con dificultad los peldaños de las escaleras de dos en dos, usando la barandilla para darme mayor impulso. Dabria se reía detrás de mí, y al instante la barandilla se desprendió, cayendo al pasillo de abajo. Para evitar caerme, eché mi peso hacia atrás. Manteniendo el equilibrio, llegué a lo alto de la escalera. Me metí en la habitación de mi madre y cerré la puerta.

Corrí hacia una de las ventanas que flanqueaban la chimenea y contemplé la altura de dos pisos que me separaba del suelo. Justo debajo había tres arbustos que habían perdido las hojas con la llegada del otoño. No sabía si sobreviviría a la caída.

—¡Ábrete! —ordenó Dabria desde el otro lado de la puerta. La madera se rajó mientras la puerta hacía fuerza para soltarse de la cerradura. Mi tiempo se acababa.

Fui hasta la chimenea y me metí en el tiro. Acababa de subir los pies, sosteniéndolos contra el humero, cuando la puerta se abrió violentamente golpeando contra la pared. Oí las zancadas de Dabria hacia la ventana.

—¡Nora! —me llamó con una voz delicada y escalofriante—. ¡Sé que estás cerca! Te siento. No puedes correr y no puedes esconderte. ¡Voy a incendiar las habitaciones de esta casa una por una si hace falta! Y después quemaré todo lo que encuentre a mi paso. ¡No voy a dejarte con vida!

Un resplandor rojizo iluminó la habitación, acompañado del crepitar de un fuego encendiéndose. Las llamas proyectaron sombras danzantes. Se oía el ruido seco y el chisporroteo del fuego, consumiendo muy probablemente los muebles y la madera del suelo.

Me quedé encogida en la chimenea. El corazón se me disparó y el sudor me caía a gotas. Aspiré varias veces, exhalando lentamente para controlar el ardor en mis piernas, firmemente contraídas. Patch había dicho que iba al instituto. ¿Cuándo regresaría?

Sin saber si Dabria todavía estaba en la habitación, pero temerosa de que si no salía de inmediato quedaría atrapada en medio del fuego, bajé una pierna y luego la otra. Salí de la chimenea. Dabria no estaba a la vista, pero las llamas estaban subiendo por las paredes y el humo envolvía la habitación.

Me apresuré a salir al pasillo pero no me atreví a bajar por la escalera, suponiendo que Dabria esperaba que intentara escapar por una de las dos puertas de la casa. Fui a mi habitación y abrí la ventana. El árbol de fuera estaba cerca y era lo bastante robusto como para intentar un descenso. Tal vez podría escabullirme entre la niebla que rodeaba la casa. Los vecinos más próximos estaban a menos de un kilómetro de distancia, y corriendo rápido podría llegar allí en siete minutos. Estaba a punto de sacar una pierna por la ventana cuando oí un crujido en el pasillo.

Me encerré en el armario sin hacer ruido y marqué el 911 en el móvil.

—Hay alguien en mi casa tratando de matarme —susurré a la operadora. Acababa de dar mi dirección cuando se abrió la puerta de mi habitación. Me quedé inmóvil.

Por la celosía del armario vi entrar a alguien. La luz era tenue, no tenía el mejor ángulo, así que no podía distinguir casi nada. La figura levantó la persiana de la ventana y miró hacia fuera. Rebuscó en un cajón abierto, toqueteando mis calcetines y mi ropa interior. Cogió la peineta plateada de mi cómoda, la observó y volvió a dejarla. Cuando la figura se volvió hacia el armario, me recorrió un escalofrío.

Tanteando el suelo con la mano busqué algo para defenderme. Mi codo chocó con unas cajas de zapatos, derribándolas. Maldije para mis adentros. Los pasos se acercaron rápidamente.

La puerta del armario se abrió y yo lancé un zapato fuera, seguido de otro.

Patch maldijo en voz baja, me arrebató el tercer zapato de la mano y lo arrojó detrás de él. Tiró de mí para sacarme del armario y me puso de pie. Antes de que pudiera sentirme aliviada de tenerlo a él y no a Dabria delante de mí, me estrechó contra su cuerpo.

—¿Te encuentras bien? —me susurró al oído.

—Dabria está aquí —dije con los ojos llenos de lágrimas. Me temblaban las rodillas, y Patch era todo lo que me permitía mantenerme en pie—. Está incendiando toda la casa.

Patch colocó un juego de llaves en mi mano y cerró mi puño sobre ellas.

—El Jeep está aparcado en la calle. Ve al Delphic y espérame allí.

Me levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos. Rozó mis labios con un beso, provocándome una oleada de calor.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.

—Ocuparme de Dabria.

—¿Cómo?

Me dirigió una mirada que decía: «¿De verdad quieres detalles?»

Las sirenas aullaban en la distancia.

Patch miró por la ventana.

—¿Has llamado a la policía?

—Creía que eras Dabria.

Él ya estaba saliendo por la puerta, cuando repitió:

—Iré a por ella. Tú ve al Delphic y espérame allí.

—¿Qué pasa con el fuego?

—La policía se encargará.

Apreté las llaves en mi puño. La parte de mi cerebro que tomaba las decisiones estaba dividida, considerando dos opciones: huir de la casa y de Dabria y más tarde encontrarme con Patch, o tomar en cuenta lo que había dicho Dabria: que Patch quería sacrificarme para convertirse en humano.

No lo había dicho a la ligera o para molestarme. Ni siquiera para volverme en contra de él. Parecía que hablaba en serio. Tan en serio que intentó matarme para evitar que Patch lo consiguiera primero.

El Jeep estaba aparcado en la calle, tal como Patch había dicho. Lo arranqué y aceleré por la carretera de Hawthorne. Dando por sentado que sería inútil intentarlo otra vez con el móvil de Vee, llamé a su casa.

—Hola, señora Sky —dije tratando de aparentar absoluta normalidad—. ¿Está Vee?

—¡Hola, Nora! No, no está. Dijo que iba a una fiesta en Portland. Creí que estaba contigo.

—Ya, pero nos separamos —mentí—. ¿Dijo adónde iba después de la fiesta?

—Creo que a ver una película. Y como no coge el móvil, supongo que lo tendrá desconectado. ¿Está todo bien?

No quería asustarla, pero tampoco iba a decirle que estaba todo bien. Yo presentía que nada estaba bien. Lo último que sabía de Vee era que estaba en una fiesta con Elliot. Y ahora no cogía el móvil.

—Me parece que no —dije—. Voy a dar una vuelta a ver si la encuentro. Empezaré por el cine. ¿Le importaría echar un vistazo por el paseo marítimo?