Estaba en el Salón de Bo contemplando varias partidas de billar, apoyada en la pared. Las ventanas estaban cubiertas y no podía saber si era de día o de noche. Por los altavoces sonaba una canción de Stevie Nicks que hablaba de una paloma de alas blancas y de estar al final de los diecisiete años. Nadie parecía sorprendido por mi súbita aparición de la nada.
Y entonces recordé que no llevaba nada puesto, salvo una blusa y bragas. No soy vanidosa, pero ¿cómo podía ser que estuviera en medio de una concurrencia masculina, apenas cubierta con paños menores, y que nadie me mirara siquiera?
Me pellizqué. Estaba perfectamente viva, al menos eso parecía.
Agité la mano para disipar el humo del tabaco, y vi a Patch al otro lado del salón. Estaba sentado a una mesa de póquer, relajado, con sus cartas cerca del pecho.
Atravesé el salón descalza, con los brazos cruzados sobre el pecho tratando de cubrirme.
—¿Podemos hablar? —le dije al oído con cierto nerviosismo, ya que no tenía ni idea de cómo había llegado al Salón de Bo. Estaba en el motel, y un segundo más tarde había aparecido allí.
Patch empujó una pila de fichas de póquer hacia el centro de la mesa.
—¿Puede ser ahora? —le dije—. Es urgente… —Se me fue la voz al fijarme en el calendario de la pared. Estaba ocho meses atrasado, en agosto del año anterior, justo antes de que empezara el curso. Meses antes de que yo conociera a Patch. Seguro que era un error, un despiste de quienquiera que estuviese a cargo de arrancar los meses antiguos, pero al mismo tiempo consideré con disgusto la posibilidad de que el calendario estuviera en la fecha correcta. Y yo no.
Cogí una silla de la mesa de al lado y la acerqué a Patch.
—Tiene un cinco de picas, un nueve de picas, un as de corazones… —Me interrumpí al darme cuenta de que nadie me prestaba atención. No, no era eso. Nadie podía verme.
Al otro lado del salón se oyeron pasos que bajaban pesadamente por las escaleras, y el mismo taquillero que me había amenazado con echarme la primera vez que visité el salón apareció al pie de la escalera.
—Arriba hay alguien que quiere hablar contigo —dijo.
Patch enarcó las cejas, preguntando en silencio.
—No ha querido decirme su nombre —añadió el otro—. Se lo he preguntado un par de veces. Le he dicho que estabas en una partida privada, pero ha insistido. Si quieres puedo echarla.
—No. Hazla pasar.
Patch jugó su mano, recogió sus fichas y empujó su silla hacia atrás.
—Me retiro —dijo. Fue hasta la mesa de billar junto a las escaleras, se apoyó en ella y se metió las manos en los bolsillos.
Lo seguí y chasqueé los dedos delante de sus ojos. Le di patadas en las botas y manotazos en el pecho. Ni un respingo, ni el menor movimiento.
En la escalera se oyeron pasos ligeros que bajaban, y cuando vi que se trataba de la señorita Greene me quedé boquiabierta. El pelo rubio le caía hasta la cintura, totalmente liso. Llevaba unos tejanos ajustados y una camiseta rosa sin mangas, e iba descalza. Así vestida, hasta parecía casi de mi edad. Iba lamiendo una piruleta.
El rostro de Patch es una máscara, y nunca sé lo que está pensando, pero apenas vio a la psicóloga supe que se sorprendía. Se enderezó rápidamente mientras su mirada se tornaba alerta y cautelosa.
—¿Dabria?
Mi corazón se disparó. Si de verdad me encontraba ocho meses antes, ¿cómo era posible que ellos se conocieran? Ella todavía no trabajaba en el instituto. ¿Y por qué él la llamaba por su nombre de pila?
—¿Cómo estás? —saludó la señorita Greene (Dabria) con una sonrisa tímida, tirando la piruleta a una papelera.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Los ojos de Patch se tornaron más atentos, como si no pudiera aplicar a Dabria aquello de «lo que ves es lo que es».
—Me he escapado. —Sonrió con un lado de la boca—. Necesitaba volver a verte. Llevo tiempo intentándolo, pero la seguridad, en fin, ya sabes, no es precisamente laxa. Se supone que tu rango y el mío no deberían mezclarse. Pero eso ya lo sabes.
—Ha sido una mala idea.
—Sé que no duró mucho, pero esperaba un recibimiento más amable —repuso ella, haciendo un mohín con los labios.
Él no respondió.
—No he dejado de pensar en ti —añadió Dabria, ahora con tono bajo y sensual, y se acercó un paso a Patch—. No ha sido fácil bajar hasta aquí. Lucianna se está inventando excusas para explicar mi ausencia. Estoy arriesgando tanto su futuro como el mío. ¿No quieres escuchar al menos lo que tengo que decirte?
—Habla —dijo Patch con cierto recelo.
—No he renunciado a ti. Todo este tiempo… —Se interrumpió y volvió a pestañear en una repentina exhibición de lágrimas. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más sosegada, aunque todavía vacilante—. Sé cómo puedes recuperar tus alas. —Sonrió.
Patch no le devolvió la sonrisa.
—Tan pronto como recuperes tus alas, podrás regresar —prosiguió ella, su voz iba adquiriendo confianza—. Todo volverá a ser como antes. Nada ha cambiado. No mucho.
—¿Dónde está la trampa?
—No hay trampa. Tienes que salvar una vida humana. Muy razonable, considerando el crimen por el que te expulsaron.
—¿Cuál será mi rango?
Toda la confianza desapareció de los ojos de Dabria, y yo supe que él le había hecho una pregunta incómoda.
—Yo sólo te he dicho cómo recuperar tus alas —contestó con una pizca de condescendencia—. Creo que deberías agradecérmelo…
—Contesta a mi pregunta. —Pero su lúgubre sonrisa revelaba que él ya lo sabía. O que tenía una idea bastante aproximada. Cualquiera que fuera la respuesta de Dabria, a Patch no iba a gustarle.
—Vale. Serás un custodio, ¿de acuerdo?
Él echó la cabeza atrás y se rio.
—¿Qué hay de malo en ser un custodio? —preguntó Dabria—. ¿Por qué no es lo bastante bueno?
—Tengo algo mejor en mente.
—Escucha, Patch, no hay nada mejor. Te estás engañando a ti mismo. Cualquier otro ángel caído aprovecharía la ocasión de recuperar sus alas y convertirse en ángel custodio. ¿Por qué tú no? —La perplejidad y la irritación ahogaron su voz.
Patch se apartó de la mesa de billar.
—Ha sido agradable volver a verte, Dabria. Que tengas un buen viaje.
De repente, Dabria lo agarró de la camisa, lo atrajo hacia sí y le plantó un beso en la boca. Lentamente, Patch fue cediendo, ablandando su cuerpo. Levantó las manos y le acarició los brazos.
Me atraganté, presa de los celos y de la confusión. Una parte de mí quería darse la vuelta y llorar; otra, largarse y empezar a gritar. Pero nada de eso serviría. Era invisible. Evidentemente, la señorita Greene, Dabria… quienquiera que fuese… y Patch compartían un pasado amoroso. ¿Seguirían estando juntos en el futuro? ¿Había conseguido ella un trabajo en el Coldwater High para estar cerca de Patch? ¿Por eso se empeñaba en que me alejara de él?
—Tengo que irme —dijo ella, soltándose—. Ya me he quedado demasiado tiempo. Le prometí a Lucianna que no tardaría. —Bajó la cabeza contra su pecho—. Te echo de menos —susurró—. Salva esa vida y volverás a tener tus alas. Regresa a mí —suplicó—. Ven a casa. —Se apartó de repente—. Tengo que irme. Nadie debe enterarse de que he estado aquí. Te quiero.
Y se dio la vuelta. Entonces, la ansiedad desapareció de su rostro, reemplazada por expresión de astuta confianza. Era el rostro de alguien que había superado con faroles una pésima mano de cartas.
Patch la retuvo por la muñeca.
—Ahora dime a qué has venido —pidió.
Me estremecí ante el trasfondo oscuro de su voz. Para cualquier extraño parecía perfectamente tranquilo, pero para alguien que le conociera un poco resultaba obvio. La manera en que miraba a Dabria decía que ella había cruzado una línea y que más le valía retroceder inmediatamente.
Patch la llevó hacia la barra. La sentó en un taburete y se sentó en otro a su lado. Yo me senté junto a él, para oírlo por encima de la música.
—¿Por qué me preguntas a qué he venido? —balbuceó Dabria—. Ya te he dicho que…
—Mientes.
Se quedó boquiabierta.
—¿Piensas que…?
—Dime la verdad. Ahora —insistió Patch.
Ella dudó antes de contestar. Lo miró con ojos encendidos y luego dijo:
—Vale. Sé lo que pretendes.
Patch se echó a reír. Era una risa que decía: «Pretendo muchas cosas. ¿A cuál de ellas te refieres?»
—Sé que has oído rumores sobre el Libro de Enoc. También sé que crees que puedes hacer lo mismo, pero no puedes.
Patch se cruzó de brazos sobre la barra.
—Te han enviado aquí para persuadirme de seguir otro rumbo, ¿no es así? —Una sonrisa asomó a sus ojos—. Si estoy bajo amenaza, los rumores deben de ser ciertos.
—No, no lo son. Son sólo rumores.
—Si ocurrió una vez, puede volver a ocurrir.
—Nunca ocurrió. ¿Te tomaste la molestia de leer el Libro de Enoc antes de tu caída? ¿Sabes exactamente lo que dice?
—Tal vez puedas dejarme tu ejemplar.
—¡No blasfemes! —se escandalizó ella—. ¡Tú tienes prohibido leerlo! Con tu caída traicionaste a todos y a cada uno de los ángeles del cielo.
—¿Cuántos de ellos saben lo que pretendo? ¿Cuán grande es la amenaza que pende sobre mí?
Ella sacudió la cabeza.
—Eso no puedo revelarlo. Ya te he dicho más de lo que debería.
—¿Intentarán detenerme?
—Los ángeles vengadores lo harán.
Él le dirigió una mirada llena de intención.
—A menos que crean que me has convencido.
—No me mires así. —Daba la impresión de que ella se esforzaba por mostrarse firme—. No mentiré para protegerte. Lo que intentas hacer está mal. No es natural.
—Dabria. —Pronunció su nombre en un tono suavemente amenazante, del mismo modo que podría haberle retorcido el brazo a la espalda.
—No puedo ayudarte —dijo ella con convicción—. No de ese modo. Quítatelo de la cabeza. Sé un ángel custodio. Concéntrate en ello y olvídate del Libro de Enoc.
Patch apoyó los codos en la barra, pensativo. Al cabo dijo:
—Diles que hemos hablado, y que he mostrado interés en ser un custodio.
—¿Interés? —repitió ella, incrédula.
—Interés —confirmó él—. Diles que he pedido un nombre. Si voy a salvar una vida, necesito saber quién encabeza la lista de tu departamento. Sé que como ángel de la muerte estás al tanto de esa información.
—Esa información es sagrada y confidencial, y nunca es predecible. Los hechos en este mundo cambian constantemente según las decisiones humanas…
—Un nombre, Dabria.
—Primero prométeme que te olvidarás del Libro de Enoc. Dame tu palabra.
—¿Te fiarías?
—No —dijo ella—. No me fiaría.
Patch se rio fríamente y tras coger un palillo se dirigió a las escaleras.
—Patch, espera —llamó ella. Saltó del taburete—. ¡Patch, por favor, espera!
Él la miró por encima del hombro.
—Nora Grey —dijo ella, y al punto se tapó la boca con la mano.
La expresión de Patch se demudó ligeramente, con una mezcla de incredulidad y de disgusto. Lo que no tenía sentido, puesto que, si el calendario de la pared era correcto, él y yo de momento no nos habíamos conocido. Mi nombre no tenía por qué sonarle familiar.
—¿Cómo va a morir? —preguntó él.
—Alguien va a matarla.
—¿Quién?
—No lo sé —dijo ella, tapándose los oídos y sacudiendo la cabeza—. Hay mucho ruido y alboroto aquí abajo. Todas las imágenes se vuelven borrosas, pasan demasiado rápido, no puedo ver con claridad. Necesito volver a casa. Necesito paz y tranquilidad.
Patch le colocó un mechón del pelo detrás de la oreja y la miró de modo persuasivo. Ella se estremeció ante el contacto, luego inclinó la cabeza y cerró los ojos.
—No puedo ver… No veo nada… es inútil.
—¿Quién quiere matar a Nora Grey? —insistió Patch.
—Espera, la estoy viendo. —Su voz sonó ansiosa—. Hay una sombra detrás de ella. Es él. La sigue. Ella no lo ve… pero él está allí. ¿Por qué ella no lo ve? ¿Por qué no echa a correr? No puedo verle la cara, está en la sombra… —Sus ojos se abrieron entre parpadeos. Inspiró sobresaltada.
—¿Quién es?
Dabria se tapó la boca con las manos. Temblando, miró a Patch.
—Tú —susurró.
Aparté el dedo de la cicatriz de Patch y la conexión se interrumpió. Tardé un momento en orientarme, pero Patch me tumbó sobre la cama y me sujetó las manos encima de la cabeza.
—No debías hacer eso. —Había rabia contenida en su rostro, oscuro y a punto de estallar—. ¿Qué has visto?
Le di un rodillazo en las costillas.
—¡Suéltame!
Se colocó a horcajadas encima de mí, inmovilizando mis piernas. Con los brazos estirados sobre la cabeza, no podía hacer otra cosa que retorcerme bajo su peso.
—¡Suéltame o grito!
—Ya estás gritando. Y no creo que en este sitio vayas a causar mucha conmoción. Es más una casa de putas que un motel. —Me enseñó una sonrisa dura, mortífera en sus comisuras—. Te lo pregunto por última vez, Nora. ¿Qué has visto?
Yo estaba al borde de las lágrimas, mi cuerpo entero bullendo con una emoción extraña e indefinible.
—¡Me das asco! —le espeté—. ¿Quién eres? ¿Quién eres de verdad?
La expresión de su boca se volvió aún más espeluznante.
—Nos vamos acercando.
—¡Quieres matarme!
El rostro de Patch no reveló nada, pero su mirada se volvió más fría.
—Al Jeep no le pasaba nada, ¿verdad? Me mentiste. Me has traído aquí para matarme. Eso dijo Dabria. Pues bien, ¿a qué esperas? —No tenía idea de qué conseguiría con eso, y tampoco me importaba. Escupía palabras en un intento por distraerme de mi propio horror—. Siempre has querido matarme. Desde el principio. ¿Vas a hacerlo ahora? —Lo miraba fijamente, con dureza y sin pestañear, tratando de contener las lágrimas mientras recordaba el día fatídico en que él había aparecido en mi vida.
—Ganas no me faltan.
Me retorcí debajo de él. Traté de volcarme hacia un lado; luego, hacia el otro. Finalmente comprendí que estaba malgastando mis fuerzas y me quedé quieta. Él me miraba fijamente con los ojos más negros que jamás había visto.
—Apuesto a que esto te gusta —le dije.
—Una buena apuesta, sin duda.
Mi corazón se había desbocado.
—Hazlo de una vez —lo desafié.
—¿Matarte?
Asentí.
—Pero primero quiero saber por qué —añadí—. De los millones de personas que hay en el mundo, ¿por qué a mí?
—Un defecto genético.
—¿Eso es todo? ¿Es la única explicación?
—De momento sí.
—¿Qué significa eso? —Volví a levantar la voz—. ¿Voy a saber el resto una vez que me hayas vencido y matado?
—No tengo que vencerte para matarte. Si hubiera querido que murieses hace cinco minutos, habrías muerto hace cinco minutos.
Me atraganté.
Rozó con el pulgar mi marca de nacimiento, un roce engañosamente suave, lo que lo volvió aún más insoportable.
—¿Qué hay de Dabria? —pregunté, respirando con dificultad—. Ella es como tú, ¿no es así? Los dos sois ángeles. —Mi voz se quebró al pronunciar la palabra.
Patch redujo un poco la presión sobre mis caderas, pero no me soltó las muñecas.
—Si te suelto, ¿me escucharás?
Si me soltaba iba a salir como un rayo por la puerta.
—¿Qué más te da si echo a correr? Me cogerás y me arrastrarás de nuevo hasta aquí.
—Ya, pero eso sería montar una escena.
—¿Dabria es tu novia? —pregunté con voz entrecortada. No estaba segura de querer saber la respuesta. No era que me importara. Ahora que sabía que Patch quería matarme, era ridículo que incluso me interesara saberlo.
—Era. Lo fue hace mucho tiempo, antes de que yo cayera en el lado oscuro. —Forzó una sonrisa sin humor—. También fue un error. —Retrocedió para apoyarse en los talones, liberándome despacio, atento a si yo reanudaba el forcejeo.
Me tumbé sobre el colchón respirando agitadamente, apoyada en los codos. Conté hasta tres y me arrojé sobre él con todas mis fuerzas.
Lo embestí en el pecho, pero ni siquiera se tambaleó. Me escabullí con dificultad de debajo de él y arremetí a puñetazos. Lo golpeé en el pecho hasta que me dolieron los puños.
—¿Ya está? —preguntó él.
—¡No! —Le clavé el codo en el muslo—. ¿Qué pasa contigo? ¿Es que no sientes nada?
Me puse de pie sobre el colchón y lo pateé con todas mis fuerzas en el estómago.
—Te has ganado un minuto más —me dijo—. Desahógate. Luego yo me encargo.
No sabía qué significaba eso, ni quería averiguarlo. Salté de la cama con la vista puesta en la puerta. Patch me atrapó al vuelo y me empujó contra la pared. Sus piernas estaban alineadas con las mías; los muslos, enfrentados.
—Quiero la verdad —exigí, luchando por no llorar—. ¿Viniste al colegio para matarme? ¿Era tu objetivo desde el principio?
Un tic en su mandíbula.
—Sí.
Me sequé una lágrima.
—¿Te regodeas con esto? De eso se trata, ¿no es así? ¡Haces que confíe en ti para luego pillarme desprevenida! —Sabía que mi indignación era irracional. Debería haberme sentido aterrada y desesperada, haber intentado escapar. Lo más irracional era que todavía no quería creer que fuera a matarme, y no lograba desechar esa pizca de confianza.
—Estás enfadada —dijo.
—¡Estoy destrozada! —grité.
Sus manos se deslizaron por mi cuello. Apretándome suavemente la garganta con los pulgares me echó la cabeza atrás. Sentí la presión de sus labios contra los míos, con tal fuerza que impidió salir lo que fuera que estuviera a punto de llamarle. Sus manos bajaron hasta mis hombros, rozaron mis brazos y se posaron en mi región lumbar. Sentí ligeros escalofríos de pánico y placer. Intentó estrecharme contra él, y yo le mordí el labio.
Se relamió con la punta de la lengua.
—¿Me has mordido?
—¿Para ti todo esto es una broma? —le pregunté.
Volvió a lamerse el labio.
—No todo.
—¿Qué no es una broma?
—Tú.
La noche parecía desequilibrada. Era difícil enfrentarse a alguien tan indiferente como Patch. No, indiferente no: perfectamente controlado.
Oí una voz en mi mente: «Tranquila. Confía en mí».
—Oh, Dios mío —dije con repentina claridad—. Estás haciéndolo otra vez, ¿no es así? Me estás liando. —Recordé el artículo que había encontrado en Google sobre ángeles caídos—. Puedes llenar mi cabeza con algo más que palabras, ¿no es así? Puedes llenarla con imágenes, imágenes muy reales.
No lo negó.
—El Arcángel —dije, comprendiendo finalmente—. Aquella noche intentaste matarme, ¿verdad? Pero algo salió mal. Luego me hiciste creer que mi móvil estaba muerto para que no pudiera llamar a Vee. ¿Pensabas matarme de camino a casa? ¡Quiero saber cómo consigues que vea lo que tú quieres que vea!
Su rostro se mantenía cautelosamente inexpresivo.
—Puedo poner imágenes en tu cabeza, pero tú decides si te las crees o no. Es como una adivinanza. Las imágenes se superponen con la realidad, y tú tienes que adivinar cuál es real.
—¿Es un poder especial de los ángeles?
Negó con la cabeza.
—Sólo de los ángeles caídos. Ningún otro ángel invadiría tu privacidad, ni aunque pudiera.
Porque los otros ángeles eran buenos. Y Patch no.
Apoyó las manos en la pared detrás de mí, una a cada lado de mi cabeza.
—Hice que el entrenador nos cambiara de sitio en clase para estar cerca de ti. Te hice creer que caías del Arcángel porque quería matarte, pero no pude seguir adelante. Casi lo hice, pero me detuve. En su lugar decidí darte un susto. Después te hice creer que tu móvil estaba muerto porque quería llevarte a casa. Cuando entré en tu casa cogí un cuchillo. Pensaba matarte. —Su voz se suavizó—. Pero lograste que cambiara de opinión.
Respiré hondo.
—No te entiendo. Cuando te dije que mi padre estaba muerto te mostraste apenado. Cuando te presenté a mi madre fuiste majo.
—Majo —repitió—. Será mejor que eso quede entre tú y yo.
La cabeza me daba vueltas, y podía sentir el pulso en las sienes. Ya había sentido antes ese pánico cardíaco. Me faltaba el aire. Necesitaba un chute de hierro. O era Patch, que me hacía pensar que lo necesitaba.
Levanté la barbilla y entrecerré los ojos.
—Sal de mi mente. ¡Ahora!
—No estoy en tu mente, Nora.
Me agaché y me rodeé las rodillas con los brazos, respirando hondo.
—Sí que lo estás. Te siento. ¿Es así como piensas hacerlo? ¿Asfixiándome?
Suaves estallidos resonaron en mis oídos, y un negro borroso enmarcó mi visión. Traté de llenar los pulmones, pero era como si ya no quedara más aire. El mundo se inclinó y Patch se deslizó a un lado de mi campo visual. Apoyé una mano en la pared para mantener el equilibrio. Cuanto más intentaba respirar, más se cerraba mi garganta.
Se acercó a mí, pero yo agité la mano.
—¡Aléjate!
Él apoyó un hombro en la pared y me miró de frente, con gesto de preocupación.
—A-lé-ja-te —balbuceé.
No lo hizo.
—¡No puedo respirar! —gemí con voz ahogada, arañando la pared con una mano, agarrándome la garganta con la otra.
De pronto, Patch me recogió y me llevó hasta la silla que había al otro lado de la habitación.
—Mete la cabeza entre las rodillas —dijo guiando mi cabeza hacia abajo.
En esa posición logré respirar deprisa, tratando de llenar los pulmones. Muy lentamente mi cuerpo volvía a disponer de oxígeno.
—¿Mejor? —me preguntó Patch al cabo de un minuto.
Asentí.
—¿Llevas encima las tabletas de hierro?
Negué con la cabeza.
—Mantén la cabeza baja y respira hondo.
Lo hice, sintiendo cómo la opresión del pecho se relajaba.
—Gracias —musité.
—¿Sigues sin confiar en mí?
—Si quieres que confíe en ti, deja que vuelva a tocar tus cicatrices.
Patch me observó un momento.
—No es buena idea —respondió al cabo.
—¿Por qué?
—Porque no puedo controlar lo que ves.
—De eso se trata.
Esperó unos segundos antes de contestarme. Su voz sonó grave, sin rastro de emoción.
—Sabes que tengo secretos. —Había una pregunta implícita en esas palabras.
Yo sabía que él tenía una vida oculta y albergaba secretos. No era tan presuntuosa como para creer que una parte importante de ellos tenían que ver conmigo. Patch tenía una vida al margen de aquella que compartía conmigo. Más de una vez había especulado sobre cómo sería su otra vida. Siempre tenía la sensación de que cuanto menos supiera acerca de ella, mejor.
—Dame una razón para confiar en ti —dije.
Se sentó en la esquina de la cama; el colchón se hundió bajo su peso. Se inclinó hacia delante apoyando los antebrazos en las rodillas. Sus cicatrices quedaron a la vista, con sombras espeluznantes bailando sobre su espalda a la luz de la vela. Los músculos de su espalda se tensaron y se relajaron.
—Adelante —dijo en voz baja—. Ten en cuenta que la gente cambia, pero el pasado no.
De pronto no supe si quería hacerlo. Patch me aterrorizaba en casi todos los aspectos, pero en lo más hondo de mí no creía que quisiera matarme. De lo contrario, ya lo habría hecho. Contemplé sus horribles cicatrices. Confiar en él parecía más tranquilizador que sumergirme nuevamente en su pasado sin tener idea de lo que podía encontrar. No obstante, si ahora me echaba atrás, Patch sabría que le tenía miedo. Me estaba abriendo una de sus puertas porque se lo había pedido. No podía pedirle una cosa así y luego arrepentirme.
—No me quedaré atrapada allí para siempre, ¿verdad? —pregunté.
Patch lanzó una risita.
—No, descuida.
Haciendo acopio de coraje, me senté en la cama a su lado. Por segunda vez en la noche, mis dedos rozaron su cicatriz. Una bruma gris invadió mi campo visual, desde los bordes hacia el centro. Todo se oscureció.