El tiempo se había vuelto frío y lluvioso. Las farolas emitían un brillo amarillento y fantasmagórico que apenas penetraba la espesa niebla de la calle. Salí del Blind Joe’s, alegrándome de haber consultado el pronóstico más temprano y haber llevado mi paraguas. Mientras pasaba por delante de las ventanas veía a la gente reunida en los bares.
Estaba a pocas calles de la parada del autobús cuando una sensación conocida se instaló en mi nuca. La había sentido la noche en que estaba segura de que alguien me observaba por la ventana de mi habitación, también en el Delphic y una vez más antes de que Vee saliera de Victoria’s Secret con mi chaqueta puesta. Me agaché, fingiendo atarme los cordones, y lancé una mirada furtiva alrededor. Las dos aceras de la calle estaban desiertas.
Al cambiar el semáforo, reanudé la marcha andando rápido y con la mochila bajo el brazo. Ojalá el autobús pasara a su hora. Corté por un callejón pasando por detrás de un bar, junto a un grupo de fumadores, y salí a la calle de arriba. Fui trotando hasta la siguiente esquina, giré en otro callejón y di la vuelta a la manzana.
Oí el motor del autobús, y un momento después dobló la esquina surgiendo de la niebla. Redujo la marcha junto al bordillo y subí. Por fin de regreso a casa. Era la única pasajera.
Escogí un asiento varias filas detrás del conductor y me agaché para quedar fuera de su vista. Él cerró las puertas y el autobús rugió, poniéndose en marcha. Estaba a punto de suspirar aliviada cuando recibí un mensaje de Vee.
dond sts?
portland. y tú?, respondí.
tmb. en una fsta con jules y elliot. ns vms?
xq sts en portland?
No esperé la respuesta y la llamé directamente. Hablar era más rápido. Y eso era urgente.
—¿Y bien? ¿Qué me dices? —me preguntó Vee—. ¿Estás para una fiesta?
—¿Sabe tu madre que estás en una fiesta en Portland con dos chicos?
—Empiezas a parecer un poco neurótica, chica.
—¡No puedo creer que hayas venido a Portland con Elliot! —Tuve una sensación de ansiedad—. ¿Sabe que estás hablando conmigo?
—¿Para que vaya y te mate? No, lo siento. Él y Jules fueron al Kinghorn a buscar algo, y yo me he quedado sola. Necesito a alguien que me ayude a ligar. ¡Eh! —gritó Vee—. Las manos quietas, ¿vale? Q-u-i-e-t-a-s. ¿Nora, me oyes? No estoy exactamente en el mejor lugar. El tiempo es primordial.
—¿Dónde estás?
—Un momento, ahora te lo digo… Vale. El número del edificio de enfrente es el 1727. La calle se llama Highsmith, estoy casi segura.
—Llegaré lo antes posible, pero no me quedaré. Me voy a casa, y tú te vendrás conmigo. ¡Pare el autobús! —le grité al conductor.
Él pisó el freno, y me estampé contra el asiento de delante.
—¿Puede decirme en qué dirección está la calle Highsmith? —le pregunté una vez que conseguí llegar al final del pasillo.
Señaló a la derecha a través de las ventanillas.
—Hacia el oeste. ¿Piensas ir andando? —Me miró de arriba abajo—. Te lo advierto: es un barrio peligroso.
Genial.
Tuve que andar unas pocas calles para darme cuenta de que el conductor había hecho bien en advertirme. El escenario cambió drásticamente. Las fachadas pintorescas fueron reemplazadas por edificios con pintadas de bandas callejeras. Las ventanas eran oscuras, con enrejados de hierro. Las aceras eran caminos desolados que se adentraban en la niebla.
Un ruido metálico surgió de la niebla, y apareció una mujer que empujaba un carro con ruedas cargado con bolsas de basura. Sus ojos eran uvas pasas, pequeños y oscuros, y se desviaron hacia mí en una mirada casi depredadora.
—Pero qué tenemos aquí —dijo con su boca desdentada.
Retrocedí un paso y agarré mi mochila con fuerza.
—Un abrigo, guantes y un bonito gorro de lana —dijo—. Siempre quise tener un gorro de lana bonito —añadió, subrayando la palabra «bonito».
—Hola —le dije, aclarándome la garganta y tratando de parecer amigable—. ¿Sabe cuánto falta para la calle Highsmith?
Soltó una carcajada.
—Un conductor de autobús me indicó esta dirección.
—¿Te dijo que Highsmith era por aquí? —dijo ella—. Yo sé cómo llegar a Highsmith, y no es por aquí.
Esperé, pero no me dio más detalles.
—¿Cree que podría indicarme cómo llegar? —pregunté.
—Yo sé cómo llegar. —Se tocó la cabeza con un dedo que se parecía mucho a una ramita nudosa y retorcida—. Lo tengo todo aquí.
—Vale. Explíqueme cómo llegar, por favor.
—No te lo puedo decir a cambio de nada —contestó ella—. Tendrás que pagarme. Una mujer tiene que ganarse la vida. ¿Nunca te han dicho que en la vida nada es gratis?
—No llevo dinero encima. —No mucho, en cualquier caso. Lo justo para un billete de autobús.
—Pero sí un abrigo precioso y calentito.
Bajé la vista hacia mi abrigo acolchado. Un viento helado me despeinaba, y con sólo pensar en quitarme el abrigo se me puso la piel de gallina.
—Acaban de regalármelo por Navidad.
—Se me está helando el trasero aquí en la calle —dijo ella con aspereza—. ¿Quieres que te diga cómo llegar o no?
No podía creer que me encontrara en ese sitio. No podía creer que estuviera canjeando mi abrigo con una mendiga. Era tanto lo que Vee me debía que posiblemente nunca estaríamos en paz.
Me quité el abrigo y vi cómo la mujer se lo ponía.
Mi aliento se condensaba. Me rodeé con los brazos y zapateé para ahuyentar el frío.
—Bien, ¿va a decirme cómo llegar a Highsmith?
—¿Prefieres el camino largo o el corto?
—El co-co-corto —dije con un castañeteo de dientes.
—Eso te costará un poco más. El camino corto tiene una tarifa adicional. Ya te lo dije, siempre he querido tener un gorro de lana bonito.
Me quité el gorro de colores.
—¿Dónde está Highsmith? —la apremié, tratando de conservar mi tono amigable.
—¿Ves ese callejón? —dijo señalando detrás de mí. Me di la vuelta. El callejón estaba a cincuenta metros—. Métete allí y saldrás a Highsmith justo al otro lado.
—¿Es ahí? —dije incrédula—. ¿En la siguiente calle?
—Lo bueno es que cogerás el camino corto. Lo malo es que en invierno ningún camino resulta corto. Claro que ahora yo estoy guapa y calentita con mi abrigo y mi gorro bonito. Si me das tus guantes te acompaño hasta allí.
Me miré los guantes. Al menos tenía las manos calientes.
—Me las arreglaré.
Se encogió de hombros y siguió arrastrando el carro hasta la esquina, donde se quedó junto a un poste pegado a la pared.
El callejón estaba oscuro y revuelto, con cubos de basura, cajas de cartón húmedas y algo que podía ser un calentador de agua desechado. O una manta enrollada alrededor de un cadáver. Una alta valla de tela metálica cerraba el callejón. Ni siquiera podía saltar una valla de metro y medio en plena forma; ni hablar de una de cuatro metros. Estaba flanqueada por edificios de ladrillos a ambos lados. Todas las ventanas tenían rejas.
Pisando cajas de embalaje y bolsas de basura me iba abriendo camino. Los vidrios rotos crujían bajo mis zapatos. Un destello blanco pasó entre mis piernas, dejándome sin aliento. Un gato. Sólo un gato, que desapareció en la oscuridad.
Pensé en enviarle un mensaje de texto a Vee para que viniera a buscarme, cuando recordé que me había dejado el móvil en el bolsillo del abrigo. Maldición. ¿Qué probabilidad había de que la mendiga me devolviera el móvil? Para ser precisa, pocas o ninguna.
Decidí que valía la pena intentarlo, y al darme la vuelta vi un sedán negro lustroso que pasaba por la boca del callejón. Las luces rojas de los frenos se encendieron con un brillo súbito.
Intuitivamente, me oculté entre las sombras.
La puerta del coche se abrió y sonó un disparo. Dos disparos. La puerta se cerró y el sedán negro salió chirriando. El corazón me retumbaba en el pecho, mezclándose con el sonido de pasos a la carrera. Al instante me di cuenta de que eran mis propios pasos, y que estaba corriendo hacia la boca del callejón. Giré en la esquina y me paré en seco.
El cuerpo de la mendiga yacía desplomado sobre la acera.
Corrí y me arrodillé junto a ella.
—¿Se encuentra bien? —le pregunté frenéticamente, dándole la vuelta. Una expresión boquiabierta, sus ojos de uvas pasas vacíos. Un líquido oscuro salía del abrigo acolchado que yo había llevado hasta hacía pocos minutos.
Sentí el impulso de apartarme de un salto, pero me contuve y busqué en los bolsillos del abrigo. Tenía que pedir ayuda, pero mi móvil no estaba.
Había una cabina de teléfono en la esquina al otro lado de la calle. Corrí hasta allí y marqué el número de emergencias. Mientras esperaba, me volví para mirar a la mendiga, y entonces me quedé perpleja: el cuerpo había desaparecido.
Me temblaba la mano cuando colgué. Unos pasos resonaban en mis oídos, pero no podía saber si estaban lejos o cerca.
«Es él —pensé—. El hombre del pasamontañas».
Metí unas monedas en el teléfono y cogí el auricular con las dos manos. Traté de recordar el número de Patch. Cerrando los ojos visualicé los siete dígitos que había escrito en mi mano el día que nos conocimos. Los marqué.
—¿Sí? —contestó Patch.
Casi me eché a llorar al oír su voz. De fondo se oía el choque de las bolas de billar sobre la mesa, y supe que estaba en el Salón de Bo. Podría venir en quince minutos. Veinte, quizá.
—Soy yo —dije sin atreverme a levantar la voz por encima de un susurro.
—¿Nora?
—Estoy en… estoy en Portland. En la esquina de Hempshire y Nantucket. ¿Puedes pasar a recogerme? Es urgente.
Estaba acurrucada en el suelo de la cabina, contando silenciosamente hasta cien, tratando de mantener la calma, cuando un Jeep Commander negro se acercó al bordillo. Patch abrió la puerta de la cabina y se agachó a mi lado.
Se quitó la gruesa sudadera negra de mangas largas, quedándose con una camiseta negra, y me la enfundó rápidamente. La holgada prenda me hacía parecer pequeña, con las mangas colgando muy por debajo de mis dedos. Olía a humo, a salitre y a jabón de menta. Había algo en esa mezcla que me infundió un hálito de confianza.
—Vamos al coche —dijo Patch. Me ayudó a levantarme, puso mis brazos alrededor de su cuello y acercó mi rostro al suyo.
—Creo que voy a enfermarme —dije. El mundo se inclinaba, y con él, Patch—. Necesito mis tabletas de hierro.
—Chsss… —chistó, sosteniéndome contra él—. Todo va a estar bien. Ahora estoy aquí.
Conseguí asentir con la cabeza.
—Vámonos de aquí.
Asentí otra vez.
—Tenemos que encontrar a Vee —dije—. Está en una fiesta a una calle de aquí.
Cuando el Jeep dobló la esquina, el castañeteo de mis dientes me retumbaba en la cabeza. Nunca en mi vida había estado tan aterrada. Ver a aquella sin techo muerta me había recordado a mi padre. La visión estaba teñida de rojo, y por mucho que lo intentara no podía limpiar la sangre de la imagen.
—¿Estabas en una partida de billar? —le pregunté.
—Estaba a punto de ganar una casa adosada.
—¿Una casa?
—Una de ésas tan monas que hay en el lago. Pero no importa; habría terminado detestando el lugar. La fiesta es en Highsmith. ¿Sabes el número?
—No lo recuerdo —dije, sentándome recta para ver mejor las ventanas. Todos los edificios parecían abandonados. No había señales de ninguna fiesta, ni de nada.
—¿Recuerdas su móvil? —me preguntó Patch.
Sacó una Blackberry del bolsillo.
—Queda poca batería. No sé si podré hacer una llamada.
Le envié un mensaje a Vee.
¿dónde estás?
Cambio de planes, me respondió. j y e no encontraron lo que buscaban. nos vamos a casa.
La pantalla se apagó.
—¿Tienes un cargador?
—No lo llevo encima.
—Vee va de regreso a Coldwater. ¿Podrías dejarme en su casa?
Minutos después estábamos en la carretera de la costa, circulando por un acantilado justo encima del océano. Ya había hecho ese camino antes, y cuando el sol se pone las aguas se tiñen de azul pizarra con parches de verde oscuro allí donde se reflejan los árboles de hoja perenne. Era de noche, y el océano era un suave manto negro.
—¿Vas a decirme qué ocurre? —preguntó Patch.
Todavía no tenía muy claro si debía contarle el episodio de la mendiga, que le habían disparado después de que se pusiera mi abrigo, que yo creía que esas balas eran para mí, y que el cadáver había desaparecido inexplicablemente.
Recordé la mirada escéptica del inspector Basso cuando no encontró rastro de allanamiento en mi habitación. No estaba de ánimos para recibir miradas así, ni quería que se rieran de mí otra vez.
—Me perdí, y una mendiga me acosó —dije—. Me obligó a entregarle mi abrigo… —Me limpié la nariz con el dorso de la mano y sorbí—. Y también mi gorro.
—¿Qué hacías allí?
—Buscaba la fiesta donde estaba Vee.
Estábamos a medio camino entre Portland y Coldwater, en un tramo frondoso y deshabitado de la carretera, cuando de repente empezó a salir humo del capó del Jeep. Patch frenó, aparcando a un lado de la carretera.
—Espera aquí —dijo mientras se apeaba. Levantó el capó y desapareció de mi vista.
Un minuto después volvió a bajar el capó. Restregándose las manos en los pantalones se acercó a mi ventanilla y me indicó que la bajara.
—Malas noticias —dijo—. Es el motor.
Intenté parecer informada e inteligente, pero mi expresión sólo transmitió perplejidad.
Patch levantó una ceja y dijo:
—Descanse en paz. El motor, me refiero.
—¿El Jeep no se moverá?
—No a menos que lo empujemos.
De todos los coches, tenía que ganar el fallido.
—Dame tu móvil —pidió.
—Lo he perdido.
Sonrió.
—No me lo digas. Lo has olvidado en el bolsillo de tu abrigo, ¿verdad? La mendiga se lo ha quedado todo, ¿eh?
Exploró el horizonte.
—Tenemos dos opciones. Podemos hacer autoestop o andar hasta la próxima salida y encontrar un teléfono.
Salí del coche, cerrando la puerta con fuerza, y le di una patada a la rueda delantera. La rabia me servía para ocultar el miedo por todo lo que me había ocurrido ese día. Si me quedaba a solas, me echaría a llorar.
—Creo que en la próxima salida hay un motel. Llamaré desde una ca-ca-cabina —dije con los dientes castañeteando—. Tú quédate aquí con el Jeep.
Esbozó una sonrisa, pero no parecía convencido.
—No dejaré que te me pierdas de vista. Pareces un poco desquiciada, ángel. Iremos juntos.
Me planté delante de él con los brazos cruzados. Con zapatillas de tenis, mis ojos quedaban a la altura de sus hombros. Me obligué a mantenerme erguida para mirarlo a los ojos.
—No pienso acercarme contigo a un motel. —Mejor decirlo con firmeza para reducir las posibilidades de cambiar de opinión.
—¿Crees que nosotros dos y un motel de mala muerte sería una combinación peligrosa?
«Pues la verdad es que sí».
Patch se apoyó contra el Jeep.
—Podríamos quedarnos aquí a discutirlo. —Entrecerró los ojos alzando la vista al cielo alborotado—. Pero la tormenta está a punto de resurgir.
Como si la Madre Naturaleza quisiera dar su veredicto, el cielo se abrió y empezó a caer una mezcla de lluvia y aguanieve.
Le dirigí a Patch mi mirada más fría y resoplé enfadada.
Como siempre, él tenía razón.