Capítulo

20

Estuve toda la noche dando vueltas en la cama; el viento rodeaba la casa y salpicaba la ventana con piedrecillas. Me desperté varias veces con el ruido de las tejas arrastradas que caían a un lado de la casa. Cada pequeño ruido, ya fueran las ventanas que vibraban o los muelles de mi colchón, hacía que me despertara sobresaltada.

A eso de las seis me di por vencida, me levanté y caminé por el pasillo rumbo a la ducha. Después me puse a ordenar mi habitación. Mi armario se fue quedando vacío y, como era de esperar, llené tres veces el cesto de la ropa sucia. Estaba subiendo las escaleras con una colada recién hecha cuando llamaron a la puerta. Era Elliot.

Llevaba unos tejanos, una camisa a cuadros arremangada hasta los codos, gafas de sol y una gorra de béisbol. Por fuera parecía un americano ejemplar, pero yo sabía que no era así.

—Nora Grey —dijo en tono condescendiente. Se inclinó hacia delante y sonrió, y yo noté su aliento a alcohol—. Me has causado muchos problemas últimamente.

—¿A qué has venido?

Echó un vistazo al interior de la casa por encima de mi hombro.

—¿Tú qué crees? He venido a hablar. ¿Puedo pasar?

—Mi madre está durmiendo. No quiero despertarla.

—No he tenido ocasión de conocer a tu madre. —La manera en que lo dijo me puso los pelos de punta.

—Perdona, ¿qué necesitas?

Su sonrisa era un poco sensiblera y un poco despectiva.

—No te gusto, ¿verdad, Nora Grey?

A modo de respuesta me crucé de brazos.

Dio un paso atrás con una mano apoyada en el corazón.

—Ay. Aquí estoy, Nora Grey, en un intento desesperado por convencerte de que soy un chico como cualquier otro y que puedes confiar en mí. No me decepciones.

—Escucha, Elliot, tengo cosas que hacer…

Estrelló los nudillos contra la pared con tal fuerza que la pintura se desconchó.

—¡No he terminado! —barbotó furioso. De repente echó la cabeza atrás y rio por lo bajo. Se dobló y metió la mano ensangrentada entre las rodillas—. Diez dólares a que me arrepentiré de esto.

La presencia de Elliot me ponía la piel de gallina. Recordé cuando apenas días atrás pensaba que era guapo y encantador. Me preguntaba cómo podía haber sido tan estúpida.

Estaba pensando en cerrar la puerta y echarle la llave cuando Elliot se quitó las gafas de sol, descubriendo unos ojos inyectados en sangre. Se aclaró la garganta y habló con voz sincera.

—He venido a decirte que Jules está bajo mucha presión en el colegio. Los exámenes, el centro de estudiantes, las solicitudes de becas, bla, bla, bla. No parece el mismo. Tiene que dejar todo eso por un par de días. Deberíamos irnos los cuatro de acampada en Semana Santa, Jules, Vee, tú y yo. Salir mañana para Powder Horn y regresar el martes por la tarde. Le daría la posibilidad a Jules de desconectar. —Cada palabra parecía inquietante y cuidadosamente ensayada.

—Lo siento, ya tengo planes.

—Deja que te convenza. Tengo todo el viaje organizado. Las tiendas, la comida. Te demostraré que soy un tío genial. Haré que te lo pases bomba.

—Creo que deberías irte.

Apoyó su mano en el marco de la puerta, inclinándose hacia mí.

—Respuesta incorrecta. —Por un instante, el sopor vidrioso de sus ojos desapareció, eclipsado por algo retorcido y siniestro. Di un paso atrás, casi segura de que Elliot llevaba el virus del asesinato en la sangre, casi segura de que la muerte de Kjirsten era cosa suya.

—Vete o llamo a un taxi —dije.

Elliot abrió la mosquitera con tal violencia que ésta se estampó contra la pared exterior. Me agarró por el albornoz y me sacó fuera de un tirón. Me empujó contra la pared y me inmovilizó con su cuerpo.

—Vas a venir de acampada quieras o no.

—Quítate de encima o… —dije revolviéndome.

—¿O qué? ¿Qué vas a hacer? —Me sujetaba por los hombros, y volvió a estamparme contra la pared, haciendo castañetear mis dientes.

—Llamaré a la policía. —No sé cómo me atreví a decirlo. Jadeaba y tenía las manos pegajosas.

—¿Vas a llamarla a gritos? No te oirán. La única manera de que te suelte es que me jures que vendrás al campamento.

—¿Nora?

Nos giramos hacia la puerta principal, por donde había llegado la voz de mi madre. Elliot dejó sus manos sobre mí un momento más, luego emitió un ruido de disgusto y me apartó de un empujón. Cuando bajaba los peldaños del porche se dio la vuelta.

—Esto no quedará así.

Me apresuré a entrar y cerré la puerta. Empezaron a arderme los ojos. Deslicé la espalda por la hoja y me senté en la alfombrilla de la entrada, conteniendo el llanto.

Mi madre apareció en lo alto de la escalera, ciñéndose la bata por la cintura.

—¿Nora? ¿Qué ocurre? ¿Con quién estabas?

Pestañeé.

—Era un chico del instituto. —No podía evitar que me temblara la voz—. Quería… quería… —Ya me había buscado bastantes problemas por salir con Patch. Mi madre pensaba asistir por la noche a la boda de la hija de una compañera de trabajo, pero si le contaba que Elliot me había maltratado no iría por nada del mundo. Y eso era lo último que quería, porque necesitaba ir a Portland a investigar sobre Elliot. Bastaría una pequeña prueba incriminatoria para meterlo en chirona, pero hasta que eso ocurriera no me sentiría segura. Percibía cierta violencia creciente dentro de él, y no quería esperar a ver sus resultados—. Quería mis apuntes sobre Hamlet —dije por fin—. La semana pasada me copió en el examen, y parece que se está acostumbrando a ello.

—Oh, cielo. —Vino a mi lado y me acarició el pelo—. Entiendo que eso te moleste. Si quieres puedo llamar a sus padres.

Negué con la cabeza.

—Entonces prepararé el desayuno. Anda, ve a vestirte. Cuando bajes ya estará listo.

Estaba de pie frente al armario cuando sonó mi móvil.

—Ya lo sabes, ¿no? ¡Nos vamos los cuatro de cam-pa-men-to en Semana Santa! —Vee parecía jubilosa.

—Vee —dije con voz temblorosa—, Elliot está planeando algo. Algo horripilante. La única razón por la que quiere ir de campamento es para estar a solas con nosotras. No vamos a ir.

—¿Cómo que no? Estás de guasa o qué. Por una vez que podemos hacer algo emocionante para Semana Santa, ¿vas a negarte? Sabes que mi madre no me dejará ir sola. Haré lo que sea. De verdad. Haré tus deberes durante una semana. Venga, Nora. Quiero escuchar esa palabrita. Dila. Empieza con s…

La mano con que sujetaba el móvil me estaba temblando. Me lo pasé a la otra.

—Elliot ha estado en mi casa hace quince minutos, borracho. Me… me ha maltratado físicamente.

Se quedó callada un instante.

—¿Qué quieres decir con que te ha maltratado físicamente?

—Me ha arrastrado fuera y me ha empujado contra la pared.

—Pero estaba borracho, ¿no?

—¿Y eso qué tiene que ver? —repuse indignada.

—Bueno, le han pasado muchas cosas. Lo acusaron injustamente de estar implicado en el suicidio de una chica, y se vio obligado a cambiar de colegio. Si te ha hecho daño, y que conste que no estoy justificándolo, quizá significa que necesita ayuda… psicológica.

—Pero…

—Estaba borracho, ¿no? Quizá no sabía lo que hacía. Mañana se sentirá fatal.

Abrí la boca y volví a cerrarla. No podía creer que Vee se pusiera de parte de Elliot.

—Tengo que dejarte —dije secamente—. Te llamaré más tarde.

—¿Puedo ser sincera, chica? Sé que estás preocupada por el tipo ese del pasamontañas. No me odies, pero creo que la única razón por la que quieres colgarle el muerto a Elliot es porque no quieres que sea Patch. Lo racionalizas todo, y eso me deja alucinada.

Me quedé estupefacta.

—¿Que lo racionalizo todo? Patch no se ha presentado en mi casa esta mañana y me ha estampado contra la pared.

—¿Sabes qué? No tendría que habértelo mencionado. Olvídalo, ¿vale?

—De acuerdo —dije fríamente.

—Pues eso… ¿Qué haces hoy?

Me asomé a la puerta, atenta a lo que hacía mi madre. En la cocina se oía la batidora en un cuenco. Una parte de mí no le veía sentido a seguir compartiendo cosas con Vee, pero la otra sentía resentimiento y agresividad. ¿Quería conocer mis planes? Por mí genial. Si no le gustaban, allá ella.

—En cuanto mi madre se vaya a una boda en Old Orchand Beach, cogeré el coche e iré a Portland. —La boda empezaba a las cuatro de la tarde, y con el banquete posterior mi madre no llegaría a casa hasta las nueve. Lo que me daba tiempo suficiente para pasar la tarde en Portland y regresar antes que ella—. De hecho quería pedirte el Neon. No quiero que mi madre me pille por el cuentakilómetros de mi coche.

—Caray. Quieres investigar a Elliot, ¿no es cierto? Vas a meter las narices en el Kinghorn.

—Voy a hacer algunas compras y a comer algo por ahí —dije, deslizando las perchas por la barra de mi armario. Cogí una camiseta de manga larga, unos tejanos y un gorro a rayas, blanco y rosa, reservado para los fines de semana y los días en que mi pelo es un desastre.

—¿Y lo de comer algo por ahí incluye pararse en un restaurante a pocas calles del Kinghorn? ¿Un restaurante en el que Kjirsten no-sé-qué trabajaba de camarera?

—No es mala idea —respondí—. Quizá lo haga.

—¿Y de verdad piensas comer, o sólo vas a interrogar a la gente?

—Puede que haga algunas preguntas. ¿Puedo llevarme el Neon o no?

—Claro que puedes —dijo—. ¿Para qué están las amigas? Incluso te acompañaré en ese paseíllo destinado al fracaso. Pero primero tienes que prometerme que vendrás al campamento.

—Olvídalo. Cogeré el autobús.

—¡Ya hablaremos de lo de Semana Santa! —gritó Vee antes de que pudiera colgar.

Había estado en Portland en varias ocasiones, pero no conocía la ciudad. Bajé del autobús armada con mi móvil, un mapa y mi propia brújula interior. Los edificios eran de ladrillo, altos y estrechos, y tapaban la salida del sol, que resplandecía por debajo de una espesa extensión de nubarrones, proyectando un toldo de sombra sobre las calles. Las tiendas y las galerías tenían carteles pintorescos sobre la entrada. Las calles estaban iluminadas por farolas negras con forma de sombrero de bruja. Después de andar unas manzanas, las calles más transitadas dieron paso a una extensa zona arbolada, y entonces vi una señal del Colegio Kinghorn. Una iglesia con su aguja y su torre de reloj asomaba por encima de los árboles.

Seguí por la acera y giré en la esquina de la calle Treinta y dos. El puerto estaba a pocas manzanas, y llegué a ver de lejos algunos barcos que pasaban por detrás de las tiendas mientras se acercaban al muelle. Bajando por la calle vi la señal que conducía al restaurante Blind Joe’s. Saqué mi lista de preguntas y la releí por última vez. La idea era que no pareciera que estaba realizando una entrevista. Esperaba que sacando el tema de Kjirsten como por casualidad los empleados me dejaran caer algo que la prensa hubiera pasado por alto. Deseando que las preguntas se me quedaran grabadas en la memoria, tiré la lista en la papelera más cercana.

La puerta repicó cuando entré.

Las baldosas del suelo eran amarillas y blancas, y los reservados estaban tapizados en azul marino. De las paredes colgaban fotos del puerto. Me senté en un reservado cerca de la puerta y me quité el abrigo.

Una camarera con un delantal blanco manchado apareció a mi lado.

—Mi nombre es Whitney —me dijo—. Bienvenida al Blind Joe’s. El especial de hoy es el sándwich de atún. La sopa del día es de pescado. —Tenía el bolígrafo listo para tomarme el pedido.

—¿Blind Joe’s? —Fruncí el entrecejo y me toqué la barbilla—. Pues el nombre me suena…

—¿No lees la prensa? El mes pasado salimos en los periódicos durante una semana entera. Los quince minutos de fama y todo eso.

—Ah, vale. Ya me acuerdo. Hubo un asesinato, ¿no es así? La chica trabajaba aquí, ¿no?

—Kjirsten Halverson. —Pulsó el botón del boli con impaciencia—. ¿Quieres que te traiga esa sopa de pescado para empezar?

No me apetecía. De hecho no me apetecía nada en absoluto.

—Debe de haber sido duro. ¿Erais amigas?

—Caray, no. ¿Vas a pedir o no? Te contaré un secretito: si no trabajo no me pagan. Y si no me pagan no puedo pagar mi alquiler.

De pronto deseé que me atendiera el camarero que había al otro lado del restaurante. Era bajo, calvo hasta las orejas y tenía el físico de un palillo de dientes. Su mirada nunca superaba el metro de altura. Debía de sentirse tan patético como yo me sentiría en su lugar, con lo que pensé que una sonrisa amigable de mi parte bastaría para que me soltara la biografía completa de Kjirsten.

—Lo siento —le dije a Whitney—. Es que no puedo quitarme ese crimen de la cabeza. Claro que para ti ya será agua pasada. Debes de haber tenido a la prensa haciéndote preguntas todo el tiempo.

Me dirigió una mirada penetrante.

—¿Necesitas más tiempo para mirar el menú?

—Creo que los periodistas son irritantes.

Se inclinó, apoyándose sobre la mesa.

—Lo que me irrita son los clientes que me hacen perder el tiempo.

Suspiré en silencio y abrí el menú.

—¿Qué me recomiendas?

—Todo está bueno. Pregúntaselo a mi novio. —Enseñó una sonrisa tensa—. Él es el cocinero.

—Hablando de novios… ¿Kjirsten tenía novio? —«Buena conexión», me dije.

—Venga ya. ¿Eres policía? ¿Abogada? ¿Periodista?

—Sólo una ciudadana preocupada. —Sonó como una pregunta.

—Ya. ¿Sabes qué? Pide un batido, unas patatas fritas, una hamburguesa de ternera, un plato de sopa, y déjame un veinticinco por ciento de propina, y entonces te contaré lo que le he contado a todo el mundo.

Estudié las opciones: mi dinero o las respuestas.

—Hecho —dije.

—Kjirsten estaba liada con ese chico, Elliot Saunders, el que salió en los periódicos. Se pasaba todo el día aquí. La acompañaba a su casa cuando ella acababa el turno.

—¿Hablaste alguna vez con él?

—No.

—¿Crees que Kjirsten se suicidó?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Al parecer, en su apartamento encontraron una nota de suicidio, pero también señales de allanamiento.

—¿Y?

—¿No te parece un poco… raro?

—Si me estás preguntando si creo que Elliot pudo haber dejado la nota, claro que lo creo. Los niños ricos como ése pueden hacer cualquier cosa sin que les pillen. Probablemente contrató a alguien para que dejara la nota. Así es como funciona cuando tienes dinero.

—No creo que Elliot tenga mucho dinero. —Mi impresión siempre había sido que el rico era Jules. Vee no paraba de hablar de su casa—. Creo que estaba en el Kinghorn con una beca.

—¿Una beca? —repitió con un resoplido—. ¿Qué has estado bebiendo? Si Elliot no tiene un pastón, ¿cómo hizo para comprarle a Kjirsten un apartamento? Explícamelo.

Intenté controlar mi sorpresa.

—¿Le compró un apartamento?

—Kjirsten no paraba de pregonarlo. A mí me desquiciaba.

—¿Para qué se lo compró?

Whitney me miró fijamente, con las manos en las caderas.

—Dime que no eres tan boba como pareces.

Vale. Para tener privacidad. Intimidad. Entendido.

Continué preguntando:

—¿Sabes por qué Elliot se fue del Kinghorn?

—No sabía que se había ido.

Intentaba cuadrar sus respuestas con las preguntas que todavía me quedaban por formular.

—¿Conocía a gente aquí? ¿Alguien más aparte de Kjirsten?

—¿Cómo voy a acordarme? —Hizo una mueca de disgusto—. ¿Parezco uno de esos que tienen memoria fotográfica?

—¿No te suena un chico muy alto? Realmente alto. De pelo largo rubio, guapo, ropa hecha a medida.

Se arrancó una uña magullada con los incisivos y se la guardó en el bolsillo del delantal.

—Sí, me acuerdo de ese chico. Difícil no acordarse. Tan malhumorado y callado. Vino una o dos veces. No fue hace mucho tiempo. Quizá para cuando Kjirsten murió. Me acuerdo porque estábamos sirviendo sándwiches de carne para el día de San Patricio y no conseguí que pidiera uno. Me miraba con odio, como si fuera a dar la vuelta a la mesa para cortarme el cuello si me quedaba allí leyéndole el menú del día. Pero creo recordar algo más. No es que me entrometa, pero tengo oídos. A veces no puedo evitar oír cosas. La última vez que el chico alto y Elliot vinieron estaban encorvados sobre una mesa hablando de un examen.

—¿Un examen en el instituto?

—¿Cómo voy a saberlo? Por lo que oí, parecía que el chico alto había suspendido un examen y Elliot no estaba nada contento a causa de ello. Empujó la silla hacia atrás y se marchó hecho una furia. Ni siquiera se comió todo el sándwich.

—¿Mencionaron a Kjirsten?

—El chico alto llegó primero y preguntó si Kjirsten estaba trabajando. Yo le dije que no y él hizo una llamada con su móvil. Al cabo de diez minutos apareció Elliot. Kjirsten siempre atendía la mesa de Elliot, pero como he dicho, ella no estaba, así que los atendí yo. Si hablaron de Kjirsten, no los escuché. Pero me daba a mí que el chico alto no quería cerca a Kjirsten.

—¿Recuerdas algo más?

—Depende. ¿Vas a pedir postre?

—Supongo que tomaré un trozo de tarta.

—¿Tarta? ¿Te doy cinco minutos de mi valioso tiempo y sólo pides un trozo de tarta? ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que charlar contigo?

Lancé una mirada alrededor. El restaurante estaba vacío. Aparte de un hombre encorvado sobre un periódico en la barra, yo era la única clienta.

—Vale… —Repasé el menú.

—Vas a pedirte una limonada con frambuesa para tragar esa tarta. —Lo garabateó en su bloc—. Y luego un café. —Siguió garabateando—. Espero que me dejes otro veinte por ciento de propina. —Me lanzó una sonrisa engreída, se guardó el bloc en el delantal y se dirigió a la cocina.