Capítulo

2

Mi madre y yo vivimos en una granja del siglo XVIII en las afueras de Coldwater. Es la única casa sobre la carretera de Hawthorne, y los vecinos más cercanos están a más de un kilómetro de distancia. A veces me pregunto si el constructor original se dio cuenta de que de entre todas las parcelas de tierra disponibles eligió construir la casa en el centro de una inversión atmosférica que parece aspirar toda la niebla de la costa de Maine y trasplantarla al jardín. En aquel momento, la casa estaba velada por una niebla tenebrosa que recordaba a espíritus prófugos y errantes.

Yo pasaba la tarde clavada a un taburete de la cocina en compañía de los deberes de Álgebra y de Dorothea, nuestra ama de llaves. Mi madre trabaja para la casa de subastas Hugo Renaldi, coordinando subastas de antigüedades y propiedades inmuebles a lo largo de toda la costa Este. Aquella semana, ella estaba en el norte del estado de Nueva York. Su trabajo le exigía viajar mucho, y pagaba a Dorothea para que cocinara y limpiara, aunque estoy segura de que la letra pequeña del contrato de Dorothea incluía que me vigilara de cerca.

—¿Cómo va el colegio? —me preguntó con su acento alemán. Estaba de pie junto a la pila, fregando los restos de lasaña adheridos en el fondo de una cazuela.

—Tengo un nuevo compañero de pupitre en la clase de Biología.

—¿Eso es bueno o malo?

—Antes, Vee era mi compañera de pupitre.

—Ya. —A medida que fregaba con más energía, la carne de su brazo se zarandeaba—. O sea, que malo.

Suspiré admitiéndolo.

—Cuéntame algo de ese nuevo compañero. ¿Cómo es físicamente?

—Es alto, moreno e irritante. —Y misteriosamente impenetrable. Los ojos de Patch eran como dos bolas de cristal negras. Lo absorbían todo sin revelar nada. No es que quisiera saber más sobre él. No me gustaba lo que veía a simple vista, así que dudaba de que me gustara lo que acechaba bajo la superficie.

Pero eso no era del todo cierto. Lo que veía me gustaba, y mucho. Unos brazos delgados y musculosos, unos hombros anchos pero relajados, y una sonrisa entre pícara y seductora. Tenía un pacto frágil conmigo misma, en un intento por ignorar aquello que empezaba a volverse irresistible.

A las nueve en punto, Dorothea terminó su jornada y cerró con llave antes de salir. Yo le hice la doble señal con las luces del porche para despedirla; las luces debieron de penetrar la niebla, porque ella respondió con un bocinazo. Me quedé sola.

Hice inventario de cómo me sentía. No tenía hambre. No estaba cansada y ni siquiera me sentía sola, pero estaba un poco inquieta por mi trabajo de Biología. Le había dicho a Patch que no lo llamaría, y seis horas atrás lo decía en serio. Ahora sólo pensaba en que no quería suspender. Biología era para mí la asignatura más difícil. Mi nota oscilaba problemáticamente entre un sobresaliente y un notable. En mi mente ésa era la diferencia entre media beca y una beca completa para el futuro.

Fui a la cocina y cogí el teléfono. Miré lo que quedaba de los siete números tatuados en mi mano. En mi fuero interno deseaba que Patch no respondiera a mi llamada. Si no estaba disponible o se negaba a cooperar con el trabajo, era evidente que podía usarlo en su contra para convencer al entrenador de que anulara el nuevo mapa de ubicación en la clase. Aferrada a esta esperanza, marqué su número.

Patch contestó al tercer tono.

—¿Sí?

Con total naturalidad, dije:

—Llamo para ver si podemos quedar esta noche. Dijiste que estabas ocupado, pero…

—Nora. —Pronunció mi nombre como si fuera el remate de un chiste—. Creía que no llamarías nunca.

Odiaba tener que tragarme mis palabras. Odiaba a Patch por restregármelo por las narices. Odiaba al entrenador y sus trabajos demenciales. Abrí la boca, con la esperanza de decir algo atinado.

—Bien. ¿Podemos quedar o no?

—Resulta que no puedo.

—¿No puedes o no quieres?

—Estoy en medio de una partida de billar. —Podía percibir la risa en su voz—. Una partida muy importante.

Por el ruido de fondo deduje que decía la verdad sobre la partida de billar. Si era más importante que mi trabajo de clase, eso era discutible.

—¿Dónde estás? —le pregunté.

—En el Salón de Bo. No es la clase de sitio que frecuentas.

—Entonces hagamos la entrevista por teléfono. Tengo una lista de preguntas…

Colgó.

Me quedé mirando el auricular, alucinada, y luego arranqué una hoja en blanco de mi cuaderno. En el primer renglón escribí: «Gilipollas». En el siguiente añadí: «Fuma puros. Morirá de cáncer de pulmón. Esperemos que pronto. Excelente forma física». De inmediato taché este último comentario hasta que quedó ilegible.

El reloj del microondas marcaba las 9.05. Tal como lo veía, tenía dos opciones: o me inventaba la entrevista con Patch, o iba al salón de juegos. La primera opción habría sido muy tentadora, si hubiese podido suprimir la advertencia del entrenador de que verificaría la autenticidad de las respuestas. No sabía tanto acerca de Patch como para inventarme toda la entrevista. ¿Y la segunda opción? No era nada tentadora.

Como me costaba tomar una decisión, opté por llamar a mi madre. Parte de nuestro acuerdo para que a ella le fuera posible viajar y trabajar tanto era que yo me comportara responsablemente, no como la clase de hija que requiere una supervisión constante. Me gustaba mi libertad, y no quería hacer nada que indujera a mi madre a optar por una reducción de salario y un empleo cerca de casa a fin de tenerme vigilada.

Al cuarto tono se activó su buzón de voz.

—Soy yo —dije—. Era sólo para ver cómo iba todo. Tengo que terminar un trabajo de Biología, y después me voy a la cama. Llámame mañana a la hora de comer, si te apetece. Te quiero.

Después de colgar encontré una moneda en el cajón de la cocina. Mejor dejar las decisiones complicadas en manos del azar.

—Cara, voy —le dije al perfil de George Washington—. Cruz, me quedo. —Lancé la moneda al aire, la atrapé contra la palma de mi mano y me atreví a mirar. Mi corazón se aceleró, y pensé que no estaba segura de qué significaba eso—. La suerte está echada —dije.

Decidida a acabar con eso lo antes posible, cogí un mapa y mis llaves y saqué mi Fiat Spider marcha atrás por el camino de la entrada. El coche probablemente había sido una monada allá por 1979, pero no es que me encantaran la pintura marrón chocolate, el oxidado guardabarros trasero o los asientos rajados de cuero blanco.

Resultó que el Salón de Bo estaba más lejos de lo que pensaba, cerca de la costa, a media hora en coche. Metí el Fiat en un aparcamiento detrás de un edificio gris de ladrillo con un cartel luminoso intermitente: el Salón de Bo. Paintball y billares. Las paredes estaban cubiertas de graffitis, y el suelo, sembrado de colillas. Sin duda, el local era frecuentado por universitarios de elite y por ciudadanos modelos. Trataba de mostrarse distante, pero notaba cierto nerviosismo en el estómago. Después de asegurarme por segunda vez de haber cerrado bien todas las puertas, me dirigí al local.

Me puse a la cola de la entrada. Mientras el grupo de adelante pagaba, me colé y caminé hacia el laberinto de sirenas estridentes y luces parpadeantes.

—¿Te has ganado una visita gratis? —me gritó una voz áspera de fumador a mis espaldas.

Regresé y pestañeé ante un taquillero tatuado en exceso.

—No vengo a jugar —expliqué—. Estoy buscando a una persona.

Él gruñó.

—Si quieres pasar tienes que pagar. —Apoyó las manos encima del mostrador, donde había una tabla de precios pegada con cinta adhesiva, indicando que eran quince dólares. Sólo efectivo.

No tenía dinero. Y de haberlo tenido no lo habría gastado para pasar unos minutos interrogando a Patch sobre su vida personal. Sentí un arrebato de ira por lo del cambio de ubicación en clase y, sobre todo, por tener que estar en ese sitio. Sólo necesitaba encontrar a Patch, luego podríamos salir y hacer la entrevista. No podía irme con las manos vacías después de haber conducido hasta allí.

—Si no regreso en dos minutos, pagaré los quince dólares —propuse y, sin atender al sentido común y la paciencia requerida, hice algo impropio de mí y volví a colarme.

Me adentré a toda prisa en el salón con los ojos bien abiertos, buscando a Patch. No podía creer que estuviera haciendo eso, pero era como una bola de nieve, cobrando fuerza y velocidad a medida que avanzaba. A esas alturas sólo quería encontrar a Patch y largarme de allí.

El de la taquilla me seguía, gritando: «¡Eh, tú!»

Segura de que Patch no estaba en la planta principal, bajé las escaleras a toda prisa, siguiendo las señales que conducían a la sala de billares. Al pie de la escalera, una iluminación en riel proyectaba pálidas luces sobre varias mesas de póquer, todas ocupadas. El humo de los puros, casi tan denso como la niebla que envuelve mi casa, formaba nubes bajo un techo de escasa altura. Entre las mesas de póquer y la barra había varias mesas de billar. Patch estaba estirado sobre la más alejada, intentando un tiro por banda complicado.

—¡Patch! —llamé.

En ese instante realizó el tiro, clavando el taco de billar en el paño de la mesa. Levantó la cabeza con brusquedad. Me miró con una mezcla de sorpresa y de curiosidad.

El taquillero llegó a mi lado con pasos pesados y me sujetó por el hombro.

—Venga, afuera.

La boca de Patch formó una sonrisa. Difícil saber si era burlona o afectuosa.

—Está conmigo.

Esto pareció ejercer cierta influencia sobre el tipo, que aflojó su presa. Antes de que cambiara de opinión, me liberé de su mano y caminé zigzagueando entre las mesas hacia donde estaba Patch. Los primeros pasos los di con toda la calma, pero fui perdiendo confianza a medida que me acercaba.

Enseguida noté algo diferente en él. No sabía qué exactamente, pero lo percibía como si fuese electricidad. ¿Más animosidad?

Más confianza en sí mismo.

Más libertad para ser él mismo. Y aquellos ojos negros, que me resultaban inquietantes. Eran como imanes que controlaban cada uno de mis movimientos. Tragué saliva con disimulo, tratando de ignorar el claqué que sentía en mi estómago revuelto. Algo no iba bien, desde luego. Había algo en él que no era normal. Algo que no era… seguro.

—Perdona por colgarte —dijo acercándose—. La cobertura no es muy buena aquí abajo.

Sí, claro.

Con un gesto de la cabeza indicó a los demás que se marcharan. Hubo un silencio incómodo antes de que alguien se moviera. El primero en retirarse me rozó con el hombro al pasar. Di un paso atrás para no perder el equilibrio, y al levantar la vista me encontré con las miradas frías de otros dos jugadores que se marchaban.

Genial. Si el entrenador había sentado a Patch a mi lado, no era responsabilidad mía.

—¿Bola ocho? —le pregunté, enarcando las cejas e intentando aparentar seguridad. Quizá tuviera razón y Bo no fuera un sitio adecuado para mí, pero ahora no iba a salir corriendo—. ¿Cómo están las apuestas?

Su sonrisa se ensanchó. Esta vez no hubo duda de que se reía de mí.

—No jugamos por dinero.

Dejé mi mochila sobre la mesa.

—Qué pena. Pensaba apostar todo lo que tengo contra ti. —Le enseñé mi trabajo, las dos líneas escritas hasta el momento—. Te hago unas pocas preguntitas y me largo, ¿de acuerdo?

—¿«Gilipollas»? —leyó Patch en voz alta, apoyado en su taco de billar—. ¿«Cáncer de pulmón»? ¿Es una profecía?

Me abaniqué con la hoja del trabajo.

—Doy por sentado que contribuyes a este ambiente cargado de humo. ¿Cuántos puros por noche? ¿Uno? ¿Dos?

—Yo no fumo —dijo con convicción, pero no me lo tragué.

—Ajá —dije, apoyando la hoja sobre la mesa, entre la bola ocho y la morada lisa. Toqué la bola morada sin querer mientras escribía en el tercer renglón: «Sí, fuma puros».

—Estás jugando sucio —repuso, todavía sonriente.

Lo miré a los ojos y no pude evitar imitar su sonrisa.

—Esperemos que no te favorezca. ¿Tu sueño más anhelado? —Me sentí orgullosa de ésta porque sabía que lo dejaría sin respuesta. Requería pensar con antelación.

—Besarte.

—No tiene gracia —dije aguantando su mirada, agradecida de no haber tartamudeado.

—No, pero hace que te sonrojes.

Me senté en el borde de la mesa, tratando de parecer imperturbable. Me crucé de piernas, usando la rodilla como escritorio.

—¿Trabajas?

—Recojo las mesas en el Borderline. El mejor restaurante mexicano de la ciudad.

No parecía desconcertado por la pregunta, aunque tampoco encantado.

—Has dicho unas pocas preguntitas. Ya vas por la cuarta.

—¿Religión?

—Religión ninguna… Culto.

—¿Perteneces a un culto? —me sorprendí, pese a que debería haber disimulado.

—Resulta que necesito a una chica sana para un sacrificio. Al principio había pensado en seducirla para ganarme su confianza, pero si ya estás lista…

Lo poco que quedaba de una sonrisa desapareció de mi rostro.

—No me estás seduciendo.

—Todavía no he empezado.

Bajé de la mesa y lo encaré. Me sacaba una cabeza de estatura.

—Vee me dijo que eras un estudiante del último curso. ¿Cuántas veces has suspendido Biología de cuarto? ¿Una? ¿Dos?

—Vee no es mi portavoz.

—¿Estás negando los suspensos?

—Estoy diciendo que el año pasado no fui al instituto. —Sus ojos se mofaban de mí, lo que sólo sirvió para fortalecerme.

—¿Hacías novillos?

Dejó el taco sobre la mesa de billar y con un dedo me indicó que me acercara. No lo hice.

—¿Quieres oír un secreto? —dijo en tono confidencial—. Nunca he ido al colegio. ¿Otro secreto? No es tan aburrido como esperaba.

Estaba mintiendo. Todo el mundo iba al colegio. Había leyes. Estaba mintiendo para fastidiarme.

—Crees que miento —dijo risueño.

—¿Nunca has ido al colegio? Si eso fuera verdad, y tienes razón, no creo que lo sea, ¿qué hizo que te decidieras a ir este año?

—Tú.

Un temor impulsivo retumbó en mi interior, pero eso era exactamente lo que Patch quería. Me mantuve firme y traté de mostrarme disgustada. Aun así, me llevó un rato encontrar mi voz.

—Eso no es cierto.

Debió de acercarse un paso, porque de repente sólo nos separaban unos centímetros.

—Tus ojos, Nora. Esos ojos fríos y grises son irresistibles. —Ladeó la cabeza, como para estudiarme desde otro ángulo—. Y esos labios sensuales atraen como un imán.

Sin perder la compostura ante su comentario, y aunque una parte de mí respondió positivamente al mismo, di un paso atrás.

—Ya está bien. Me marcho.

Pero apenas lo dije, supe que no era verdad. Sentí el impulso de añadir algo más. Rebuscando en mi maraña de pensamientos, intenté descubrir qué sentía y qué debía decir. ¿Por qué era tan sarcástico, y por qué actuaba como si yo hubiera hecho algo para merecerlo?

—Parece que sabes mucho sobre mí —dije, quedándome corta—. Más de lo que deberías. Es como si supieras exactamente lo que debes decir para hacerme sentir incómoda.

—Me lo pones fácil.

Una chispa de rabia ardió dentro de mí.

—Admite que lo haces a propósito.

—¿Hacer qué?

—Esto, provocarme.

—Repite «provocarme». Tu boca parece provocativa cuando lo dices.

—Ya hemos acabado. Sigue con tu partida. —Agarré el taco de billar y se lo tendí con brusquedad. No lo cogió—. No quiero sentarme a tu lado —añadí—. No me gusta ser tu compañera de pupitre. No me gusta tu sonrisa condescendiente. —Me temblaba la barbilla, algo que normalmente sólo ocurre cuando miento. ¿Estaba mintiendo? Si así era, quería darme de tortas—. No me gustas tú —concluí de la manera más convincente posible, y empujé el taco contra su pecho.

—Pues yo me alegro de que el entrenador nos haya puesto juntos —repuso. Detecté una ligera ironía en la palabra «entrenador», pero no pude imaginar lo que escondía. Esta vez agarró el taco.

—Ya me encargaré de que nos cambien, descuida —respondí.

A Patch eso le pareció tan divertido que todos sus dientes asomaron en otra sonrisa. Alargó la mano hacia mí, y antes de que pudiera apartarme desenredó algo de mi pelo.

—Tenías un trocito de papel —dijo, dejándolo caer al suelo.

Cuando alargó la mano alcancé a ver una marca en el interior de su muñeca. Me pareció un tatuaje, pero una segunda mirada reveló una marca de nacimiento roja y marrón, con un poco de relieve, similar a una salpicadura de pintura.

—Ése no es el mejor sitio para una marca de nacimiento —dije, desconcertada al advertir que la tenía casi en el mismo lugar que mi cicatriz.

Con aire despreocupado, aunque discreto, tiró de su manga para cubrirse la muñeca.

—¿Preferirías que la llevara en un lugar más íntimo?

—No tengo preferencias al respecto. —Dudé de cómo había sonado, así que añadí—: Si no la tuvieras me daría igual. —Y remaché—: Tu marca de nacimiento me trae sin cuidado.

—¿Alguna pregunta más? ¿Algún otro comentario?

—No.

—Pues entonces nos vemos en la clase de Bio.

Pensé en decirle que no volvería a verme nunca más. Pero no iba a tragarme mis palabras dos veces el mismo día.

Aquella noche, más tarde, me despertó un ruido. Me quedé quieta, con la cabeza hundida en la almohada, todos mis sentidos alertas. Mi madre estaba fuera de la ciudad por lo menos una vez al mes, así que estaba acostumbrada a dormir sola en casa, y hacía meses que imaginaba pasos que recorrían el pasillo hacia mi habitación. La verdad era que nunca me sentía completamente sola. Justo después de que mataran a mi padre de un disparo en Portland mientras compraba un regalo para mi madre el día de su cumpleaños, una extraña presencia entró en mi vida. Como si alguien estuviera orbitando mi mundo, vigilando desde la distancia. Al principio, esa presencia fantasmal me tenía sobre ascuas, pero como no ocurría nada malo mi ansiedad se calmó. Empecé a preguntarme si había una razón cósmica que explicara mis presentimientos. Tal vez el espíritu de mi padre andaba cerca. La idea a menudo me reconfortaba, pero aquella noche era diferente. Sentía la presencia como un hielo sobre mi piel.

Al girar un poco la cabeza, vislumbré una sombra tenebrosa proyectada sobre el suelo de la habitación, una silueta de hombre. Me di la vuelta para ponerme de cara a la ventana, la luna era la única fuente de luz que podía proyectar una sombra. Pero no se veía nada. Me abracé a la almohada y me dije que había sido una nube pasando por delante de la luna. O un trozo de algo arrastrado por el viento. Sin embargo, a mi pulso le costó unos minutos estabilizarse.

Cuando reuní valor para salir de la cama, el jardín debajo de la ventana estaba calmo y silencioso. Sólo se oían las ramas del árbol rozando la pared de la casa, y los latidos de mi corazón.