Capítulo

17

Todo el sábado cayó una lluvia fría, y yo estaba sentada cerca de la ventana viendo cómo hacía crecer los charcos en el jardín. Tenía un ejemplar muy manoseado de Hamlet sobre el regazo, un bolígrafo detrás de la oreja y un tazón vacío de chocolate a mis pies. El folio de preguntas de comprensión del texto reposaba sobre la mesilla en blanco, tal como lo había entregado la profesora Lemon hacía dos días. Muy mal.

Mi madre se había ido a clase de yoga hacía media hora, y si bien yo había practicado diferentes maneras de comunicarle mi cita con Patch, finalmente la había dejado marcharse sin abrir la boca. Me convencí de que no era muy grave: ya tenía dieciséis años y podía decidir la hora y el motivo para salir de casa, pero lo cierto es que debería haberle dicho que iba a salir. Genial. Ahora iba a cargar con la culpa toda la tarde.

Cuando el reloj de pie del pasillo dio las cuatro y media, de buena gana dejé el libro y subí trotando las escaleras rumbo a mi dormitorio. Me había pasado todo el día estudiando y haciendo los quehaceres domésticos, lo que me había ayudado a no pensar en la cita. Pero ahora que estaba en los minutos finales predominaba una expectativa nerviosa. Me gustara o no pensar en ello, Patch y yo teníamos asuntos pendientes. Nuestro último beso se había interrumpido. Tarde o temprano, el beso tendría que consumarse. Yo lo deseaba, pero no estaba segura de estar preparada para que ocurriera esa misma noche. Por si fuera poco, no me ayudaba en nada la advertencia de Vee que aparecía en mi mente como una señal de peligro: «aléjate de Patch».

Me paré delante del espejo de la cómoda para hacer un inventario. Maquillaje lo justo, apenas un trazo de rímel. El pelo demasiado voluminoso, para no variar. Podía usar un poco de brillo en los labios. Me lamí el labio inferior, dándole un lustre húmedo. Eso me hizo pensar en el beso interruptus con Patch, y me ruboricé. Si un beso no consumado podía provocarme eso, ¿qué podría hacerme un beso de verdad? Mi reflejo sonrió.

«No tiene mayor importancia», me dije mientras me probaba pendientes. Los primeros eran grandes, extravagantes, de color turquesa… demasiado ostentosos. Los dejé a un lado y probé otra vez con unas lágrimas color topacio. Mejor. Me preguntaba qué propondría Patch. ¿Una cena? ¿Una película? «Tiene toda la pinta de ser una cita para estudiar Biología —le dije a mi reflejo con aire despreocupado—. Sólo que sin biología ni nada que estudiar».

Me puse los tejanos y mis bailarinas. Me ajusté a la cintura un pañuelo de seda azul, lo subí a lo largo de mi torso, y até los extremos en la nuca para hacerme un top escotado. Me sacudí el pelo, y justo entonces llamaron a la puerta.

—¡Ya voy! —grité bajando las escaleras.

Me eché un último vistazo en el espejo del pasillo, luego abrí la puerta principal. Eran dos hombres vestidos con gabardinas oscuras.

—Hola —dijo el inspector Basso—. Volvemos a vernos.

Tardé un momento en encontrar mi voz.

—¿Qué les trae por aquí?

Movió la cabeza a un lado.

—Supongo que recuerdas a mi compañero, el inspector Holstijic. ¿Te importa si entramos y te hacemos unas preguntas? —No sonó como si me estuviera pidiendo permiso, sino más bien como una amenaza.

—¿Ocurre algo? —pregunté, mirando a uno y a otro.

—¿Está tu madre en casa?

—Está en su clase de yoga. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Se sacudieron los pies y entraron.

—¿Puedes decirnos qué pasó el miércoles por la tarde en la biblioteca entre tú y Marcie Millar? —me preguntó Holstijic, dejándose caer en el sofá. Basso permaneció de pie, examinando los retratos de familia expuestos sobre la repisa de la chimenea.

La biblioteca. El miércoles por la tarde. Marcie Millar.

—¿Marcie se encuentra bien? —pregunté. No era un secreto que no sentía ninguna clase de afecto o simpatía por Marcie. Pero eso no quería decir que deseara verla en apuros, o peor aún, en peligro. Sobre todo, no deseaba verla en apuros si eso me involucraba a mí.

Basso puso los brazos en jarra.

—¿Qué te hace pensar que no se encuentra bien?

—Yo no le hice nada.

—¿Por qué discutisteis? —preguntó Holstijic—. El guardia de seguridad de la biblioteca nos contó que tuvisteis una discusión acalorada.

—No fue para tanto.

—¿Cómo fue?

—Nos dijimos algunas cosas —respondí, evasiva.

—¿Qué cosas?

—Insultos.

—¿Recuerdas qué insultos, Nora?

—Yo la llamé «cerda anoréxica». —Me picaban las mejillas y por mi voz parecía avergonzada. Si la situación no hubiese sido tan seria, me habría inventado algo más cruel y degradante. Y, sobre todo, algo que tuviese más sentido.

Ambos intercambiaron miradas.

—¿La amenazaste? —me preguntó Holstijic.

—No.

—¿Adónde fuiste después de la biblioteca?

—A casa.

—¿Seguiste a Marcie?

—No. Como le he dicho, regresé a casa. ¿Van a decirme qué ha sucedido?

—¿Hay alguien que pueda atestiguarlo?

—Mi compañero de Biología. Él me vio en la biblioteca y se ofreció a traerme a casa.

Yo estaba con un hombro apoyado en un lado de la puertaventana de acceso al salón, y el inspector Basso se me acercó y se colocó del otro lado, enfrente de mí.

—¿Por qué no nos cuentas algo de ese compañero de Biología?

—¿Qué clase de pregunta es ésa?

Levantó las manos.

—Una pregunta de rutina. Pero si quieres que sea más específico, lo seré. Cuando yo iba al instituto, sólo me ofrecía a llevar a casa a chicas que me interesaban. Vamos al grano. ¿Qué clase de relación tienes con tu compañero de Biología fuera de clase?

—¿Está de broma?

Basso levantó una de las comisuras de la boca.

—Ajá. ¿Pediste a tu novio que le diera una paliza a Marcie Millar?

—¿Le han dado una paliza…?

Se apartó de la entrada y se colocó directamente ante mí, taladrándome con su mirada severa.

—¿Querías enseñarle lo que les pasa a las chicas que no mantienen la boca cerrada? ¿Creías que merecía una pequeña lección? Yo conocí a chicas como Marcie en el instituto. Lo piden a gritos, ¿no es cierto? ¿Marcie lo estaba pidiendo a gritos, Nora? Alguien le dio una paliza de muerte el miércoles por la noche, y creo que tú sabes más de lo que dices.

Me esforzaba por reprimir mis pensamientos, temerosa de que pudieran reflejarse en mi rostro. Tal vez fuera una coincidencia que, la misma noche que me quejé de Marcie delante de Patch, ella acabara recibiendo una paliza. Y quizá no lo fuera.

—¿Tendremos que hablar con tu novio? —dijo Holstijic.

—No es mi novio. Es un compañero de Biología.

—¿Ahora vendrá a recogerte?

Sé que debería haber dicho la verdad. Pero pensándolo mejor, no creía que Patch hubiese agredido a Marcie. Ella no era la mejor persona del mundo, y se había ganado un buen número de enemigos. Algunos de esos enemigos podían actuar con brutalidad, pero Patch no era uno de ellos. Dar una paliza porque sí no era propio de él.

—No —respondí.

Basso sonrió fríamente.

—¿Todo ese vestuario para quedarte un sábado por la noche en casa?

—Pues sí —dije con sequedad.

Holstijic sacó una libreta de notas del bolsillo de su abrigo y la abrió, el bolígrafo ya listo.

—Necesitamos saber su nombre y dirección.

Diez minutos después de que los inspectores se marcharan, un Jeep Commander negro se detuvo en la entrada.

Patch trotó hacia el porche bajo la lluvia, con unos vaqueros negros y una camiseta térmica gris.

—¿Coche nuevo? —le pregunté tras abrirle la puerta.

Me dirigió una sonrisa misteriosa.

—Lo gané en una partida de billar hace un par de noches.

—¿Hay gente que apuesta su coche?

—A veces.

—¿Te has enterado de lo de Marcie Millar? —Se lo solté sin rodeos, esperando pillarlo por sorpresa.

—No. ¿Qué ha pasado? —Lo preguntó tranquilamente, y deduje que quizás estaba siendo sincero. Lamentablemente, en lo referente a mentir Patch no daba la impresión de ser un aficionado.

—Alguien le dio una paliza.

—Qué pena.

—¿Alguna idea de quién puede haber sido?

Si detectó la preocupación en mi voz, lo disimuló. Se apoyó de espaldas en la barandilla del porche y se frotó la mandíbula, pensativo.

—Ni idea.

Me pregunté si me estaba ocultando algo, pero descubrir a un mentiroso no era mi fuerte. No tenía mucha experiencia. Por lo general me rodeaba de gente en la que confiaba… Por lo general.

Patch aparcó el Jeep detrás del Salón de Bo. Cuando llegamos al principio de la cola, el taquillero nos miró alternativamente, tratando de ver si íbamos juntos.

—¿Qué tal? —dijo Patch, y puso tres billetes de diez sobre el mostrador.

El taquillero me escrutó. Había notado que le estaba mirando los tatuajes verde moho que cubrían su antebrazo. Desplazó una bola de ¿chicle?, ¿tabaco?, hacia el otro carrillo y dijo:

—¿Qué miras?

—Me gusta tu ta… —alcancé a decir, pero él me enseñó los dientes—. Creo que no le caigo bien —le susurré a Patch cuando entramos.

—No hay nadie que a Bo le caiga bien.

—¿Ése es Bo, del Salón de Bo?

—Ése es Bo hijo, del Salón de Bo. Bo padre murió hace unos años.

—¿Cómo?

—En una reyerta. Ahí abajo.

Sentí el impulso de regresar corriendo al Jeep y pirarme.

—¿Este sitio es seguro?

Patch me miró de soslayo.

—Vale. Sólo preguntaba.

Abajo, la sala de billar tenía el mismo aspecto que la primera vez que la había visitado. Paredes de cemento pintadas de negro. Mesas de fieltro rojo en el centro. Mesas de póquer dispersas en la periferia. Iluminación en riel de baja intensidad formando curvas de un extremo a otro del techo. El olor acumulado del humo de tabaco saturando el ambiente.

Patch escogió la mesa de billar más alejada de las escaleras. Sacó dos Seven Up del bar y las abrió en el borde del mostrador.

—Nunca he jugado al billar —le confesé.

—Elige un taco. —Fue hasta el soporte de los tacos colgado en la pared.

Yo bajé uno y lo llevé a la mesa.

Patch se pasó la mano por la cara para borrar una sonrisa.

—¿Qué pasa? —dije.

—En el billar no se puede marcar un jonrón.

Asentí.

—Nada de jonrón. Recibido.

Sonrió.

—Estás cogiendo el taco como si fuese un bate.

Tenía razón. Lo estaba cogiendo como si fuese un bate.

—Así parece cómodo —aduje.

Se puso a mi espalda, me apoyó las manos en las caderas y me colocó de cara a la mesa. Me rodeó con los brazos y agarró el taco.

—Así —dijo, corrigiendo la posición de mi mano derecha unos centímetros—. Y… así. —Formó un círculo con el pulgar y el índice y pasó el taco por dentro y por encima de mi dedo mayor—. Tienes que doblarte por la cintura.

Me incliné sobre la mesa, con la respiración de Patch calentándome la nuca. Él tiró del taco hacia atrás, deslizándolo dentro del círculo.

—¿Qué bola quieres golpear? —preguntó, estudiando el triángulo de bolas dispuesto en el otro extremo de la mesa—. La amarilla del frente es una buena opción.

—El rojo es mi color favorito.

—Pues entonces la roja.

Movió el taco adelante y atrás apuntando a la bola blanca, preparando mi tiro. Yo miré la bola blanca, y luego el triángulo de bolas al otro lado de la mesa.

—Estás un poquitín desviado —dije.

Sentí su sonrisa.

—¿Cuánto quieres apostar?

—Cinco dólares.

Lo sentí menear suavemente la cabeza.

—Tu chaqueta.

—¿Quieres mi chaqueta?

—Quiero que te la quites.

Mi brazo se movió bruscamente hacia delante y efectué el disparo sin querer. La bola salió disparada, impactó contra la roja y deshizo el triángulo, haciendo que el resto de las bolas rebotaran en todas las direcciones.

—Vale —dije quitándome la chaqueta—. Puede que me hayas impresionado un poco.

Patch examinó mi top escotado de seda. Sus ojos estaban tan oscuros como el océano a medianoche, una expresión contemplativa.

—Precioso —dijo. Luego rodeó la mesa, estudiando la distribución de las bolas.

—Cinco dólares a que no metes la azul rayada —dije; estaba protegida de la blanca por una barrera de bolas de colores.

—No quiero tu dinero —repuso. Nos miramos fijamente, y un hoyuelo minúsculo afloró en su rostro.

Mi temperatura interior aumentó un grado.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunté.

Patch bajó el taco sobre la mesa, practicó un solo movimiento de tiro y golpeó la bola blanca. El impulso de la bola blanca se transfirió a la verde, y luego a la ocho, que golpeó la azul rayada haciéndola caer en una tronera.

Solté una risa nerviosa y traté de disimularla haciendo crujir los nudillos, un mal hábito al que no suelo sucumbir.

—Vale, puede que me hayas impresionado un poco más.

Patch seguía inclinado sobre la mesa, y levantó la vista hacia mí. Mi piel ardió con su mirada.

—No hemos llegado a apostar nada —objeté, resistiendo el impulso de cambiar mi peso a la otra pierna. El taco resbalaba un poco entre mis manos, y discretamente me sequé una palma contra el muslo.

—Me la debes —replicó—. Algún día me la cobraré.

Me eché a reír.

—Ya quisieras.

Se oyeron pasos bajando por las escaleras al otro lado del salón. Apareció un tipo alto y fibroso de nariz aguileña y cabello oscuro. Primero miró a Patch y luego a mí. Sonrió lentamente, luego se acercó y le dio un buen trago a mi botella de Seven Up, que había dejado en el borde de la mesa.

—Perdona, creo que… —empecé.

—No me dijiste que tenía una mirada tan tierna —le comentó a Patch, secándose la boca con el dorso de la mano. Hablaba con un fuerte acento irlandés.

—Tampoco le hablé a ella de tu mirada de tipo duro —replicó Patch, y su sonrisa se demoró un momento.

El hombre se apoyó junto a mí en la mesa de billar y me tendió la mano de lado.

—Me llamo Rixon, cariño —dijo.

Le estreché la mano de mala gana.

—Nora.

—¿Interrumpo algo? —dijo Rixon, mirándonos a los dos alternativamente.

—No —dije a la vez que Patch decía «Sí».

De repente, Rixon se abalanzó juguetonamente sobre Patch y los dos empezaron a darse puñetazos de broma. Se oyó una risa ronca, unos forcejeos y una tela que se rasgaba, y entonces vi la espalda desnuda de Patch: dos cicatrices gruesas la atravesaban a lo largo. Empezaban cerca de sus riñones y terminaban en sus omóplatos, abriéndose para formar una V del revés. Eran unas cicatrices tan monstruosas que casi grité horrorizada.

—¡Eh, déjame ya! —exclamó Rixon.

Patch se quitó de encima de él y su camisa rasgada ondeó abriéndose. Se la quitó y la arrojó al cubo de la basura que había en la esquina.

—Dame tu sudadera —le dijo a Rixon.

Éste me lanzó un guiño perverso.

—¿Tú qué dices, Nora? ¿Se la doy?

Patch lo embistió y Rixon levantó las manos.

—Eh, tranquilo —dijo retrocediendo.

Se quitó la sudadera y se la arrojó a Patch, quedándose con una camiseta blanca ajustada que llevaba debajo.

Mientras Patch se la ponía y ocultaba sus abdominales, tan marcados que me cortaban la respiración, Rixon se volvió hacia mí.

—¿Te ha contado cómo se ganó el mote?

—¿Perdona?

—Antes de que nuestro buen amigo Patch se metiera a jugador de billar, el chaval prefería el boxeo irlandés a puño limpio. No se le daba muy bien. —Sacudió la cabeza—. La verdad, era realmente patético. Me pasaba casi todas las noches vendándolo, y al poco tiempo todo el mundo empezó a llamarlo Patch, «venda». Le dije que dejara el boxeo, pero no me escuchó.

Miré a Patch y él me dirigió una sonrisa de medalla de oro en peleas de bares. Sólo la sonrisa ya daba miedo, pero debajo de la rudeza exterior encerraba cierto deseo.

Patch señaló las escaleras con un movimiento de la cabeza y me tendió la mano.

—Salgamos de aquí —dijo.

—¿Adónde me llevas? —pregunté, estupefacta.

—Ya verás.

Mientras subíamos las escaleras Rixon me gritó:

—¡Que tengas suerte con ese pájaro, cariño!