Capítulo

16

Vee estaba apoyada contra mi taquilla, haciendo dibujitos en su escayola con un rotulador púrpura.

—Hola —dijo cuando el pasillo se despejó—. ¿Dónde estabas? Te he buscado en la redacción de la revista y en la biblioteca.

—He tenido una cita con la señorita Greene, la nueva psicóloga del instituto. —Lo dije en un tono de lo más pragmático, pero tenía una sensación de temblor y de vacío. No podía dejar de pensar en Elliot irrumpiendo en mi casa. ¿Qué le impedía hacerlo de nuevo? ¿O intentar algo peor?

—¿Y cómo ha ido?

Giré la combinación y saqué los libros de mi taquilla.

—¿Sabes cuánto cuesta un buen sistema de alarma?

—Venga, chica, pero ¿quién iba a querer robarte el coche?

La fulminé con una mirada ceñuda.

—Es para mi casa. Quiero asegurarme de que Elliot no pueda volver a entrar.

Vee levantó las manos.

—Nada. No he dicho nada. Si sigues empeñada en atribuir esto a Elliot… estás en todo tu derecho. También estás como una cabra, pero oye, es tu derecho.

Cerré la taquilla de un golpe y el ruido retumbó en el pasillo. Me tragué la réplica encendida de que al menos ella debería creerme, y en cambio dije:

—Voy a la biblioteca, y tengo prisa.

Salimos del edificio y cruzamos los jardines rumbo al aparcamiento. Me paré repentinamente y busqué el Fiat a mi alrededor, y fue entonces cuando recordé que mi madre me había dejado esa mañana en el colegio camino del trabajo. Y Vee con su brazo roto no podía conducir.

—Mierda —dijo leyendo mis pensamientos—. No tenemos coche.

Protegiéndome la vista del sol, escruté la calle.

—Supongo que esto significa que tendremos que andar.

—Tendremos no. Tendrás. Te acompañaría, pero una visita por semana a la biblioteca es mi cupo.

—Esta semana no has ido a la biblioteca —le recordé.

—Ya, pero tengo que ir mañana.

—Mañana es jueves. ¿Cuándo en tu vida has estudiado un jueves?

Vee se apoyó una uña en el labio y adoptó una expresión pensativa.

—¿Y cuándo un miércoles?

—Nunca, que yo recuerde.

—Pues eso. No puedo ir. Iría contra la tradición.

Media hora más tarde subía la escalinata de la biblioteca. Una vez dentro, dejé los deberes para más tarde y fui directa a la sala de informática, donde me puse a navegar en busca de más información sobre el ahorcamiento en el Kinghorn. No encontré mucho. Al principio le daban mucho bombo, pero cuando se encontró la nota de suicidio y Elliot fuera liberado, el hecho dejó de ser noticia.

Era el momento de viajar a Portland. No iba a averiguar mucho más examinando los archivos de noticias, pero quizá tuviese más suerte haciendo trabajo de campo allí mismo.

Cerré la sesión y llamé a mi madre.

—¿Es necesario que esté en casa a las nueve esta noche?

—Sí. ¿Por qué?

—Estaba pensando en coger un autobús a Portland.

Me dedicó una de sus risas en plan me-tomas-el-pelo-¿no?

—Tengo que entrevistar a unos estudiantes del Kinghorn —dije—. Es para un proyecto de investigación. —No le estaba mintiendo. Por supuesto, habría sido mucho más fácil justificarlo si no hubiera cargado con la culpa de ocultarle el allanamiento y la visita de la policía. Había pensado en contárselo, pero cada vez que abría la boca las palabras se escabullían. Estábamos luchando por sobrevivir. Necesitábamos los ingresos de mi madre. Si le contaba lo de Elliot, renunciaría de inmediato a su trabajo.

—No puedes ir sola a la ciudad. Mañana hay clase y pronto oscurecerá. Además, para cuando llegues los estudiantes ya se habrán ido.

Solté un suspiro.

—De acuerdo. Llegaré a casa temprano.

—Sé que te prometí que pasaría a recogerte, pero estoy atascada en la oficina. —Oía de fondo cómo removía sus papeles, y la imaginé con el auricular entre el hombro y la barbilla y el cable enrollado varias veces alrededor de su cuerpo—. ¿Es demasiado pedirte que vengas andando?

El tiempo era más bien frío, pero yo llevaba mi chaqueta y tenía dos piernas. Podía caminar, aunque la idea de ir andando a casa me provocaba un hormigueo en el estómago. Pero a menos que me quedara a pasar la noche en la biblioteca, no tenía más remedio.

Estaba a punto de salir de la biblioteca cuando oí mi nombre. Me di la vuelta y vi a Marcie Millar.

—Me he enterado de lo de Vee —dijo—. De verdad que es muy triste. Quiero decir, ¿quién querría agredirla? A menos, ya sabes, que fuera necesario. Quizás el agresor actuó en defensa propia. He oído que estaba oscuro y llovía. No sería extraño confundir a Vee con un alce. O con un oso o un búfalo. Con cualquier animal grande y pesado, en realidad.

—Oh, Dios mío, es un placer hablar contigo, pero antes preferiría cosas como meter la mano en el triturador de basura. —Seguí caminando hacia la salida.

—Ojalá se mantenga a salvo de la comida de los hospitales —dijo Marcie, pisándome los talones—. He oído que es muy rica en grasa. Ella no puede permitirse seguir ganando peso.

Me di la vuelta.

—Ya vale. Una palabra más y… —Las dos sabíamos que era una amenaza vana.

Marcie sonrió con afectación.

—¿Y qué?

—Arpía —le dije.

—Bicho raro.

—Zorra.

—Friki.

—Cerda anoréxica.

—Oh —dijo Marcie, retrocediendo melodramáticamente con una mano en el corazón—. ¿Se supone que tengo que ofenderme? Prueba con otra cosa. Menuda obviedad. Al menos yo sé cómo ejercitar un mínimo autocontrol.

El guardia de seguridad que estaba en la puerta se aclaró la garganta.

—Vale, basta ya. O lo arregláis fuera o venís a mi oficina para que llame a vuestros padres.

—Dígaselo a ella —repuso Marcie señalándome con el dedo—. Yo intento ser amable. Ella me ha agredido verbalmente. Yo sólo estaba presentando mis condolencias por lo de su amiga.

—He dicho que lo arregléis fuera.

—Le queda muy bien ese uniforme —suspiró Marcie con su sonrisa seductora marca de la casa.

Él señaló la puerta con la cabeza.

—Fuera. —Pero no lo dijo de un modo brusco.

Marcie se contoneó hasta la salida.

—¿Le importaría sostenerme la puerta? Tengo las manos ocupadas. —Llevaba sólo un libro. En rústica.

El guardia pulsó el botón para minusválidos y las puertas se abrieron automáticamente.

—Oh, gracias —dijo Marcie, arrojándole un beso.

No la seguí, pues no estaba segura de lo que pasaría, aunque estando tan cargada de emociones negativas seguramente haría algo de lo que después me arrepentiría. Las ofensas y las peleas no iban conmigo, salvo que se tratase de Marcie Millar.

Di media vuelta y volví a entrar en la biblioteca. En la zona de ascensores cogí uno para bajar al subsuelo. Podría haber esperado unos minutos hasta que Marcie desapareciera, pero conocía otra salida y decidí marcharme por allí. Hacía cinco años, el ayuntamiento había aprobado el traslado de la biblioteca pública a un edificio histórico ubicado justo en el centro del viejo distrito de Coldwater. Era un edificio de ladrillo de la década de 1850, rematado por una cúpula romántica y una galería para ver los barcos que navegaban. Lamentablemente no contaba con un aparcamiento, de modo que se había construido un pasaje subterráneo que conectaba la biblioteca con el garaje subterráneo del palacio de justicia, al otro lado de la calle. El garaje ahora servía a ambos edificios.

El ascensor se detuvo y bajé. El pasadizo estaba iluminado con luces fluorescentes que parpadeaban. Me llevó un rato decidirme a cruzarlo. De pronto me alcanzó el recuerdo de la noche en que mataron a mi padre. Me pregunté si él estaba en una calle tan apartada y oscura como aquel pasadizo.

«Tranquila —me dije—. Aquello fue un acto de violencia azaroso. Llevas un año sintiendo paranoia en las callejuelas oscuras, las habitaciones oscuras, los lavabos oscuros. No puedes pasarte el resto de tu vida esperando que te amenacen con una pistola».

Decidida a probar que mi miedo sólo tenía fundamento en mi cabeza, avancé por el pasaje, oyendo el suave chirrido de mis suelas sobre el cemento. Cambié la mochila de hombro y calculé cuánto tardaría en llegar a casa andando, y si podía o no cortar camino por las vías del tren ahora que ya era de noche. Esperaba que manteniendo la mente alegre y ocupada pudiera soslayar mi creciente sensación de alarma.

Al final del pasadizo había plazas de aparcamiento, y una forma oscura apareció justo enfrente de mí.

Me detuve a mitad de una zancada y mi corazón se saltó un latido. Patch llevaba una camiseta negra, unos tejanos holgados y unas botas con puntera de acero. Su mirada no parecía sincera. Su sonrisa era demasiado astuta para sentirme tranquila.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté, apartándome un mechón de pelo y mirando la salida de coches detrás de él, que conducía a un nivel superior. Sabía que estaba justo enfrente, pero algunos fluorescentes no funcionaban, lo que me dificultaba la visión. Si Patch tenía en mente una violación, un asesinato u otra aberración, me había atrapado en el lugar apropiado.

Él avanzó hacia mí y yo retrocedí. Me paré repentinamente de espaldas contra un coche y evalué mis posibilidades.

Di la vuelta, colocándome enfrente de Patch, ambos separados por el coche.

Patch me miró por encima del techo del vehículo. Enarcó las cejas.

—Tengo preguntas —dije—. Muchas.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de todo.

Torció la boca, y supe que estaba ocultando una sonrisa.

—Y si mis respuestas no te satisfacen, ¿intentarás fugarte? —Señaló la salida del garaje con un movimiento de la cabeza.

Ése era el plan. Más o menos. Con algún que otro impedimento obvio, como el hecho de que Patch era mucho más veloz que yo.

—Veamos cuáles son esas preguntas —dijo.

—¿Cómo sabías que estaba en la biblioteca?

—Lo he adivinado.

En ningún momento creí que Patch estuviera allí por una corazonada. Había algo en él que era propio de un depredador. Si las fuerzas especiales supieran de él, harían todo lo posible para reclutarlo.

Patch se desplazó hacia su izquierda. Reaccioné a su movimiento desplazándome hacia la trasera del coche. Cuando él se detuvo, yo también lo hice. Él estaba junto al morro; y yo, en la cola.

—¿Dónde estabas el domingo por la tarde? —pregunté—. ¿Me seguiste cuando fui de compras con Vee? —Tal vez Patch no fuera el tipo del pasamontañas, pero eso no significaba que fuese ajeno a la reciente cadena de acontecimientos perturbadores. Me estaba ocultando algo desde el día que nos conocimos. ¿Era una coincidencia que el último día normal en mi vida hubiera sido el anterior a aquel encuentro? Seguramente no.

—No. Por cierto, ¿qué tal fue? ¿Compraste algo?

—Puede que sí —respondí, pillada por sorpresa.

—¿Como qué?

Traté de recordar. Vee y yo sólo habíamos ido a Victoria’s Secret. Yo había gastado treinta dólares en un sostén de encaje negro, pero no iba a entrar en esos detalles. Lo que hice fue relatarle lo ocurrido, desde que empecé a tener el presentimiento de que alguien me seguía hasta que encontré a Vee a un lado de la calle, víctima de un asalto brutal.

—¿Y bien? —le pregunté al terminar—. ¿Tienes algo que decir?

—Pues no.

—¿No estabas enterado de lo sucedido a Vee?

—Pues no.

—No te creo.

—Eso es porque tienes problemas de confianza. —Extendió las manos sobre el coche, inclinándose sobre el capó—. Ya hemos hablado de eso.

Me sentí furiosa. Una vez más, Patch le había dado la vuelta a la conversación. En lugar de tratar sobre él, el tema volvía a ser yo. Me irritaba sobremanera que me recordara que sabía toda clase de cosas acerca de mí. Cosas íntimas. Como mis problemas de confianza.

Se movió en el sentido de las agujas del reloj. Yo me apresuré a alejarme, deteniéndome en el mismo instante que él. De nuevo quietos, me miró fijamente, como si intentara leer mi próximo movimiento.

—¿Qué ocurrió en el Arcángel? ¿Me salvaste? —pregunté.

—Si te hubiera salvado no estaríamos aquí manteniendo esta conversación.

—Querrás decir que si no me hubieras salvado no estaríamos aquí. Estaría muerta.

—No es eso lo que he dicho.

No entendí a qué se refería.

—¿Por qué dices que no estaríamos aquí?

—Tú aún seguirías aquí. —Hizo una pausa—. Yo probablemente no.

Antes de que pudiera entender de qué estaba hablando, se precipitó nuevamente hacia mí, esta vez por la derecha. En mi estado de confusión, cedí parte de la distancia que nos separaba. En lugar de detenerse, Patch rodeó el coche. Eché a correr hacia la salida del garaje.

Había dejado atrás tres coches cuando me alcanzó. Me cogió del brazo y me arrinconó contra una columna.

—Olvídate de ese plan —dijo.

Lo miré con odio, aunque había pánico detrás de mi mirada. Él me enseñó una sonrisa desbordante de intenciones oscuras, confirmándome que tenía motivos suficientes para sudar de miedo.

—¿Qué está pasando? —dije, esforzándome por sonar hostil—. ¿Cómo puede ser que oiga tu voz en mi cabeza? ¿Y por qué dijiste que habías venido a este instituto por mí?

—Estaba cansado de admirar tus piernas desde lejos.

—Quiero la verdad. —Me atraganté—. Merezco saberlo todo.

—Saberlo todo —repitió con una sonrisa burlona—. ¿Tiene que ver con tu promesa de ponerme al descubierto? ¿De qué estamos hablando ahora exactamente?

No recordaba de qué estábamos hablando. Sólo era consciente del calor abrasador de su mirada. Tenía que interrumpir el contacto visual, con lo que bajé la vista y me miré las manos. Estaban brillantes de sudor, y me las llevé a la espalda.

—Tengo que irme —dije—. Debo hacer los deberes.

—¿Qué ha ocurrido ahí dentro? —Señaló los ascensores con un brusco movimiento de la barbilla.

—Nada.

Antes de que pudiera evitarlo, juntó su palma con la mía. Deslizó sus dedos entre los míos.

—Tienes los nudillos blancos —dijo rozándolos con los labios—. Y pareces excitada.

—Déjame. No estoy excitada. Y ahora, si no te importa, tengo que ir a hacer…

—Nora. —Pronunció mi nombre en voz baja, aunque con toda la intención de averiguar lo que quería saber.

—He tenido una pelea con Marcie Millar. —¿Por qué se lo contaba? Lo último que quería era ofrecerle otra ventana a mi interior—. ¿Vale? —enfaticé con exasperación—. ¿Satisfecho? ¿Quieres soltarme ya?

—¿Marcie Millar?

Intenté desenlazar mis dedos, pero Patch tenía una idea diferente.

—¿No conoces a Marcie? —dije cínicamente—. Difícil de creer, teniendo en cuenta que vas al Coldwater High y tienes un cromosoma Y.

—Cuéntame lo de la pelea —pidió.

—Ha llamado gorda a Vee.

—¿Y?

—Y yo la he llamado cerda anoréxica.

Patch pareció esforzarse por no romper a reír.

—¿Eso es todo? ¿Nada de golpes? ¿Ni mordiscos, ni arañazos, ni tirones de cabello?

Lo miré con los ojos entornados.

—¿Quieres que te enseñe a pelear, ángel?

—Sé pelear. —Alcé la barbilla pese a estar mintiendo.

Esta vez no se molestó en contener la risa.

—De hecho he tomado clases de boxeo. —Kick boxing. En el gimnasio. Una sola clase.

Patch levantó la mano y la colocó como una diana.

—Golpea. Con toda tu fuerza.

—No soy partidaria de la violencia gratuita.

—Aquí no nos ve nadie. —Sus botas estaban alineadas con la puntera de mis zapatos—. Un tío como yo podría querer abusar de una chica como tú. Enséñame lo que has aprendido.

Retrocedí lentamente y su moto negra apareció en mi campo de visión.

—Está bien, dejemos la violencia. ¿Quieres que te lleve a casa? —me ofreció.

—Iré andando.

—Es tarde, y está oscuro.

Tenía razón. Me gustara o no.

Pero me debatía en una lucha encarnizada. En primer lugar habría sido una idiotez irme a casa andando, y ahora me debatía entre dos malas decisiones: dejar que Patch me llevara, o arriesgarme a que hubiera alguien peor ahí fuera.

—Empiezo a pensar que la única razón de que te sigas ofreciendo a llevarme es que sabes que esta cosa no me gusta nada. —Solté un suspiro nervioso, me puse el casco y monté detrás de él. No era culpa mía que quedara tan pegada a él. El asiento no era precisamente espacioso.

Patch profirió por lo bajo un suspiro lascivo.

—Yo diría que hay un par de razones —dijo.

Aceleró en dirección a la salida del garaje. Una barrera de franjas blancas y rojas y una máquina automática nos impedían salir. Patch clavó los frenos, haciendo que me pegara a él aún más. Metió dinero en la máquina y una vez en la calle volvió a acelerar.

Aparcó la moto en la entrada de mi casa, y yo me agarré a él para no perder el equilibrio mientras me apeaba. Le devolví el casco.

—Gracias por traerme.

—¿Qué haces el sábado?

Una pausa breve.

—Tengo un compromiso con lo de siempre.

Al parecer, eso despertó su interés.

—¿Lo de siempre?

—Hacer los deberes.

—Cancélalo.

Me sentía mucho más relajada. Patch era cálido y fornido y olía de maravilla. A menta y a tierra oscura y fértil. Nadie nos había salido al cruce en el camino hasta casa, y todas las ventanas de la planta baja estaban iluminadas. Por primera vez en todo el día me sentía segura.

Salvo que Patch me había arrinconado en un pasaje subterráneo y posiblemente me estaba siguiendo.

—No salgo con extraños —dije.

—Suerte que yo sí. Pasaré a recogerte a las cinco.