Capítulo

14

Regresé a casa poco antes de las ocho. Metí la llave en la cerradura, cogí el pomo y empujé la puerta con la cadera. Había llamado a mi madre unas horas antes de la cena; ella estaba en la oficina, con muchas cosas pendientes, y no sabía a qué hora llegaría. Esperaba encontrarme la casa en silencio, oscura y fría.

Al tercer golpe de cadera la puerta cedió, y yo arrojé mi bolso en la oscuridad, para luego forcejear con la llave, todavía metida en la cerradura. Desde la noche en que Patch había venido, la cerradura mostraba una tendencia voraz. Me preguntaba si Dorothea lo había notado antes.

—Devuélveme la mal-di-ta llave —dije sacudiéndola hasta sacarla.

El reloj de pie del pasillo marcó la hora en punto, y ocho campanadas estridentes retumbaron rompiendo el silencio. Estaba entrando en el salón para encender la estufa de leña cuando se oyó el frufrú de una tela y un leve crujido al otro lado de la habitación.

Grité.

—¡Nora! —dijo mi madre, apartando una manta e incorporándose sobre el sofá—. ¿Qué demonios te ocurre?

Yo tenía una mano sobre el corazón y la otra apoyada en la pared, sosteniéndome.

—¡Me has asustado!

—Estaba dormida. Si te hubiera oído entrar te habría dicho algo. —Se apartó el pelo de la cara y parpadeó con seriedad—. ¿Qué hora es?

Me desplomé sobre el sillón más cercano y traté de recuperar mi pulso normal. Mi imaginación había hecho aparecer un par de ojos despiadados detrás de un pasamontañas. Ahora que sabía con certeza que ese tipo no era producto de mi imaginación, sentía un deseo imperioso de contarle todo a mi madre, desde cómo había saltado delante del Neon hasta su papel como agresor de Vee. Me estaba siguiendo, y era violento. Cambiaríamos la cerradura de la puerta. Y hasta parecía lógico avisar a la policía. Me sentiría mucho más segura por las noches con un coche patrulla junto al bordillo.

—Pensaba esperar para hablarte de esto —dijo mi madre, interrumpiendo mis pensamientos—, pero nunca se sabe si va a presentarse el momento apropiado.

Fruncí el entrecejo.

—¿Qué sucede?

Dio un suspiro largo y angustioso.

—Estoy pensando en vender la casa.

—¿Y eso? ¿Por qué?

—Llevamos un año luchando, y no creo que llegue a ganar tanto como esperaba. He pensado en buscar un segundo empleo, pero no creo que el día tenga suficientes horas. —Se rio sin una pizca de humor—. El salario de Dorothea no es mucho, pero es un gasto extra. Lo único que se me ocurre es mudarnos a una casa más pequeña. O a un apartamento.

—Pero ésta es nuestra casa. —Allí estaban todos mis recuerdos. No podía creer que ella no sintiera lo mismo. Yo haría cualquier cosa por quedarnos.

—Esperaré tres meses más. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.

Entonces supe que no podía contarle lo del tipo del pasamontañas. Renunciaría al día siguiente, conseguiría un trabajo en la ciudad y no quedaría más remedio que vender la casa.

—Hablemos de algo más alegre —dijo ella forzando una sonrisa—. ¿Qué tal la cena?

—Bien —respondí malhumorada.

—¿Y Vee? ¿Se está recuperando?

—Mañana ya puede regresar al colegio.

Mi madre sonrió con ironía.

—Suerte que se rompió el brazo izquierdo. De otro modo no podría tomar notas en clase, y me imagino lo decepcionada que estaría.

—Ja, ja. Voy a prepararme un chocolate caliente. —Me puse de pie y señalé en dirección a la cocina—. ¿Quieres uno?

—La verdad es que sí, me apetece. Voy a encender el fuego.

Tras una rápida escapada a la cocina para coger las tazas, el azúcar y la lata de cacao, regresé y encontré a mi madre colocando el hervidor sobre la estufa de leña. Me senté sobre el brazo del sofá y le alcancé una taza.

—¿Cómo supiste que estabas enamorada de papá? —le pregunté, esforzándome por parecer despreocupada. Hablando de mi padre podíamos acabar llorando, algo que esperaba evitar.

Ella se arrellanó en el sofá y puso los pies sobre la mesa.

—No lo supe. Hasta después de un año de casados.

No era la respuesta que esperaba.

—Entonces… ¿por qué te casaste con él?

—Porque creía estar enamorada. Y cuando crees estar enamorada estás dispuesta a aguantar y a hacer que funcione hasta que se convierta en amor.

—¿Tenías miedo?

—¿De casarme con él? —Se rio—. Ésa era la parte excitante. Comprar el vestido, reservar la capilla, probarme el anillo de compromiso.

Me imaginé la sonrisa maliciosa de Patch.

—¿Tenías miedo de papá?

—Sólo cuando perdían los New England Patriots.

Siempre que perdían los Patriots mi padre iba al garaje y encendía su motosierra. Dos otoños atrás había llevado la sierra al bosque detrás de nuestra propiedad, y había convertido diez árboles en leña. Todavía nos quedaba más de la mitad para consumir.

Mi madre dio una palmada sobre el sofá y yo me acurruqué junto a ella, apoyando la cabeza en su hombro.

—Lo echo de menos —dije.

—Yo también.

—Tengo miedo de olvidarme de cómo era. No en las fotos, sino cuando andaba por casa los sábados en chándal, preparando huevos revueltos.

Ella entrelazó sus dedos con los míos.

—Tú siempre te has parecido mucho a él, desde que eras pequeña.

—¿De verdad? —Me incorporé—. ¿En qué?

—Él era un buen estudiante, muy inteligente. No era una persona llamativa ni extrovertida, pero la gente lo respetaba.

—¿Era una persona… misteriosa?

Mi madre, al parecer, reflexionó al respecto.

—La gente misteriosa guarda muchos secretos. Tu padre era una persona abierta.

—¿Alguna vez se rebeló?

Se rio, sorprendida.

—¿Le has visto rebelarse alguna vez? Harrison Grey, el contable más honesto del mundo… ¿rebelándose? —Soltó un jadeo de asombro teatral—. ¡Por supuesto que no! Solía dejarse el pelo largo durante un tiempo. Era ondulado y rubio, como el de un surfista. Claro que sus gafas de carey le echaban a perder el look. Oye… ¿por qué empezamos a hablar de esto?

No sabía cómo explicarle mis sentimientos contradictorios hacia Patch. O sea, no sabía cómo hablarle de Patch. Mi madre probablemente solicitaría una descripción que incluyera los nombres de sus padres, sus notas, los deportes que practicaba y las universidades en que pensaba solicitar plaza. No quería alarmarla diciéndole que me jugaba mi hucha a que Patch tenía antecedentes penales.

—Hay un chico —dije, incapaz de reprimir la sonrisa al pensar en Patch— con el que he estado pasando el rato últimamente. Sobre todo por cosas del colegio.

—Ah, un chico. ¿Y bien? ¿Es del club de ajedrez? ¿Del consejo estudiantil? ¿Del equipo de tenis?

—Le gusta el pool —expuse con optimismo.

—¡Un nadador! ¿Es tan guapo como Michael Phelps? Claro que si hablamos del aspecto yo siempre me inclino por Ryan Lochte.[1]

Pensé en aclararle que me refería al billar, no a la natación. Quizá fuera mejor no aclarar nada. Billar, natación… eran casi lo mismo, ¿verdad?

Sonó el teléfono y mi madre se estiró para contestar. Después de diez segundos se dejó caer otra vez sobre el sofá y se dio una palmada en la frente.

—No, no hay problema. Lo repasaré y lo llevaré mañana a primera hora.

—¿Hugo? —le pregunté cuando colgó. Hugo era el jefe de mi madre. Decir que llamaba a todas horas sería quedarse corto. Una vez la llamó un domingo para que fuera a trabajar porque él no sabía hacer funcionar la fotocopiadora.

—Se ha dejado un papeleo sin acabar en la oficina y necesita que lo repase, pero no creo que me lleve más de una hora. ¿Ya has hecho los deberes?

—Todavía no.

—Pues vamos allá —suspiró y levantó los pies—. ¿Te veo en una hora?

—Dile a Hugo que debería pagarte más.

Se rio.

—Mucho más.

Una vez a solas, despejé la mesa de la cocina e hice sitio para mis libros de texto. Literatura, Historia, Biología. Cogí un lápiz nuevo, abrí el primero de los libros y me puse a estudiar.

A los quince minutos mi mente se rebeló, negándose a digerir otro párrafo sobre el sistema feudal europeo. Me preguntaba qué hacía Patch después de trabajar. ¿Estudiar? Difícil de creer. ¿Comer pizza y mirar partidos de baloncesto en la tele? Improbable. ¿Jugar al billar y hacer apuestas en el Salón de Bo? Eso parecía una buena suposición.

Sentía el deseo inexplicable de ir hasta Bo y justificar mi comportamiento anterior, pero la idea fue rápidamente descartada por el simple hecho de que no tenía tiempo. Mi madre regresaría antes de lo que me llevaría ir y volver. Por no mencionar que Patch no era la clase de chico al que se podía perseguir y encontrar. Hasta ahora nuestros encuentros habían sucedido según su agenda, no la mía. Siempre era así.

Subí para ponerme algo cómodo. Entré en mi habitación y di tres pasos antes de pararme en seco. Los cajones de mi cómoda estaban abiertos; las prendas, tiradas por el suelo. La cama, deshecha. Las puertas del armario, abiertas, colgando torcidas de las bisagras. Había libros y marcos desparramados por todas partes.

Vi el reflejo de un movimiento en el cristal de la ventana y me di la vuelta. Él estaba apoyado en la pared detrás de mí, vestido completamente de negro y con el rostro cubierto por un pasamontañas. Mi cerebro cayó en un remolino de confusión, a punto de ordenarle a mis piernas que echaran a correr, cuando él se abalanzó sobre la ventana, la abrió y saltó ágilmente.

Bajé las escaleras saltando los peldaños de tres en tres, me lancé por encima de la barandilla, corrí a toda prisa por el pasillo hasta la cocina y marqué el 911.

Un cuarto de hora más tarde, un coche patrulla irrumpió en el camino de la entrada dando sacudidas. Todavía temblando, descorrí el cerrojo de la puerta y dejé entrar a los dos agentes. Uno era bajito y rechoncho, de pelo entrecano; el otro, más bien alto y delgado, con el pelo tan oscuro como Patch, aunque muy corto por encima de las orejas. En cierto modo se parecía a Patch. Tez mediterránea, rostro simétrico, ojos rasgados.

El de cabello oscuro era el inspector Basso. Su compañero, el inspector Holstijic.

—¿Tú eres Nora Grey? —me preguntó éste.

Asentí.

—Mi madre se ha ido poco antes de que ocurriera.

—De modo que estás sola.

Volví a asentir.

—Cuéntanos qué ha pasado —solicitó, cruzándose de brazos y separando los pies, mientras su compañero avanzaba unos pasos en el interior de la casa y echaba un vistazo.

—He llegado a casa a las ocho y me he puesto a hacer los deberes —dije—. Cuando he subido a mi habitación, había un hombre. Estaba todo revuelto. Lo ha destrozado todo.

—¿Has podido reconocerlo?

—Llevaba un pasamontañas. Y las luces estaban apagadas.

—¿Alguna marca? ¿Tatuajes?

—No.

—¿Estatura? ¿Peso?

Hurgué de mala gana en mi frágil memoria. No deseaba revivir el momento, pero era importante que recordara cualquier rasgo.

—Peso medio, pero más bien alto de estatura. Casi de la altura de su compañero.

—¿Has dicho algo?

Negué con la cabeza.

Basso reapareció y dijo a su compañero:

—Todo en orden.

Luego subió al primer piso. La madera del suelo crujía encima de nosotros mientras él avanzaba por el pasillo, abriendo y cerrando puertas.

Holstijic y yo subimos juntos las escaleras, y yo lo conduje por el pasillo hasta mi dormitorio, donde estaba el otro con las manos en la cintura, contemplando la habitación.

Me quedé totalmente petrificada, invadida por un hormigueo de pánico. La cama estaba hecha. Mi pijama, bien doblado sobre la almohada, tal como lo había dejado por la mañana. Los cajones de la cómoda, cerrados, y encima de la cómoda, los marcos perfectamente ordenados. El baúl al pie de la cama, también cerrado. No había nada tirado en el suelo. Las cortinas colgaban perfectamente, una a cada lado de la ventana cerrada.

—Has dicho haber visto a un intruso —me recordó el inspector Basso. Me miraba con ojos atentos. Ojos expertos en detectar mentiras.

Entré en la habitación, pero echaba en falta el toque familiar de confort y de seguridad. Había un deje subyacente de intromisión y de peligro. Señalé la ventana, tratando de que no me temblara la mano.

—Cuando he entrado, ha saltado por la ventana.

Basso miró por la ventana.

—Es demasiado alto —observó. Intentó abrir la ventana—. ¿La has cerrado después de que se fuera?

—No. He bajado corriendo y he llamado al 911.

—Pues alguien la ha cerrado. —Seguía mirándome con sus ojos afilados, los labios apretados formando una línea fina.

—No creo que nadie pudiera huir después de saltar desde una altura como ésta —dijo Holstijic, poniéndose al lado de su compañero junto a la ventana—. Con suerte se marcharía con una pierna rota.

—Tal vez no ha saltado, tal vez ha bajado por el árbol —dije.

Basso se dio la vuelta.

—Bueno, ¿en qué quedamos? ¿Saltó o bajó por el árbol? Puede que te haya empujado y salido por la puerta principal. Sería una opción lógica. Eso es lo que yo hubiera hecho. Te lo preguntaré una vez más. Piénsalo bien. ¿Realmente has visto a alguien en tu habitación esta noche?

No me creía. Pensaba que me lo había inventado. Por un momento llegué a pensar lo mismo. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Por qué se enrevesaba la realidad? ¿Por qué no coincidía con la verdad? Por el bien de mi salud mental, me convencí de que no era yo. Era él. El tipo del pasamontañas. Él me estaba haciendo todo eso. No sabía cómo, pero era culpa suya.

Holstijic rompió el silencio:

—¿A qué hora regresan tus padres?

—Vivo con mi madre. Ha tenido que ir hasta la oficina.

—Tenemos que haceros unas preguntas a las dos. —Me indicó que me sentara en la cama, pero yo moví la cabeza, aturdida—. ¿Has roto recientemente con tu novio?

—No.

—¿Qué me dices de las drogas? ¿Has tenido un problema, ahora o en el pasado?

—No.

—Has dicho que vives con tu madre. ¿Y tu padre? ¿Dónde está?

—Esto ha sido un error —dije—. Lo siento. No debería haber llamado.

Los dos policías intercambiaron miradas. Holstijic cerró los ojos y se frotó las comisuras internas. Basso parecía cansado de perder el tiempo y estaba dispuesto a dejarlo correr.

—Tenemos cosas que hacer —dijo—. ¿Estarás bien aquí sola hasta que tu madre regrese?

Apenas le oí. No podía apartar los ojos de la ventana. ¿Cómo lo hizo? Un cuarto de hora. Había tenido un cuarto de hora para encontrar la manera de volver a entrar y ordenarlo todo antes de que llegara la policía. Y conmigo haciendo guardia abajo todo el tiempo. Al caer en la cuenta de que habíamos estado solos en la casa, me estremecí.

Holstijic me entregó su tarjeta.

—¿Le dirás a tu madre que nos llame?

—No hace falta que nos acompañes hasta la puerta —dijo Basso. Ya iba por la mitad del pasillo.