A las siete de la tarde del día siguiente, el aparcamiento del Borderline estaba repleto. Después de una hora de ruegos, Vee y yo convencimos a sus padres para celebrar su primera noche fuera del hospital con chiles rellenos y unos daiquiris de fresa. Al menos eso fue lo que dijimos. Pero lo cierto era que teníamos una segunda intención.
Aparqué el Neon en un espacio estrechísimo y apagué el motor.
—Puaj —dijo Vee cuando le devolví las llaves y mis dedos rozaron los suyos—. ¡Estás sudando a mares!
—Estoy nerviosa.
—Vaya, no me había dado cuenta.
Sin querer miré hacia la puerta.
—Sé lo que estás pensando —dijo Vee, apretando los labios—. Y la respuesta es no. Ni se te ocurra.
—No sabes lo que estoy pensando —dije.
—¡Jo, y tanto que lo sé!
—No pensaba echar a correr —me defendí—. Yo no.
—Mentirosa.
El martes era la noche libre de Patch, y Vee me había metido en la cabeza que era la ocasión perfecta para interrogar a sus compañeros de trabajo. Me imaginaba acercándome a la barra en plan coqueta, mirando al camarero como lo haría Marcie Millar, para pasar directamente al tema de Patch. Necesitaba la dirección de su casa. Necesitaba una detención previa por cualquier motivo. Necesitaba saber si tenía alguna conexión con el tipo del pasamontañas, por muy vaga que fuera. Y averiguar qué hacían en mi vida el tipo del pasamontañas y aquella misteriosa mujer.
Miré dentro de mi bolso, asegurándome de que todavía llevaba la lista de preguntas que había preparado. De un lado del papel estaban las preguntas sobre la vida personal de Patch. En el reverso tenía algunos apuntes para flirtear. Por si acaso.
—Vaya, vaya —dijo Vee—, pero ¿qué es eso?
—Nada —repliqué doblando la lista.
Ella trató de arrebatarme el papel, pero yo fui más rápida y lo metí en el fondo del bolso.
—Regla número uno —dijo entonces—: para flirtear no se utilizan notas.
—Para cada regla hay una excepción.
—¡Y ésa no eres tú! —Vee cogió dos bolsas de plástico del asiento trasero y se dio la vuelta para salir del coche. Nada más apearme, ella se valió de su brazo bueno para arrojarme las bolsas por encima del techo del Neon.
—¿Qué son? —le pregunté atrapando las bolsas. Las asas estaban atadas y no se podía ver lo que contenían, pero el inconfundible extremo de un tacón de aguja amenazaba con agujerear el plástico.
—Talla treinta y nueve. Piel de tiburón —respondió Vee—. Es más fácil interpretar un papel cuando te metes en él.
—No puedo caminar con tacones altos.
—Pues menos mal que no son altos.
—Lo parecen —dije mirando el tacón de aguja que sobresalía.
—Sólo tienen unos doce centímetros.
Genial. Si tenía la suerte de no romperme el cuello, sólo tendría que sentirme humillada seduciendo a escondidas a los compañeros de trabajo de Patch.
—Te cuento —me dijo Vee mientras apretábamos el paso por la acera rumbo a la puerta principal—. He invitado a un par de personas. Cuantos más seamos, mejor nos lo pasaremos, ¿no crees?
—¿A quién? —pregunté, sintiendo surgir una corazonada oscura en la boca del estómago.
—A Jules y a Elliot.
Antes de que tuviera ocasión de decirle a Vee lo terrible que me parecía esa idea, ella se adelantó:
—Ha llegado la hora de la verdad: me he estado viendo con Jules. A escondidas.
—¿Qué?
—Deberías ver su casa. La de Bruce Wayne es poca cosa. Puede que sus padres sean narcotraficantes en Sudamérica o herederos de una riqueza ancestral. Como todavía no los conozco, no puedo saberlo.
Me quedé sin palabras. Abrí y cerré la boca, pero sin decir ni mu.
—¿Cuándo ocurrió? —conseguí preguntar finalmente.
—Justo después de aquel encuentro premonitorio en Enzo.
—¿Premonitorio? Vee, no tienes ni idea…
—Espero que hayan llegado primero y reservado mesa —dijo Vee estirando el cuello para ver el gentío acumulado en la puerta—. No quiero esperar. De verdad que estoy a dos escasos minutos de morirme de hambre.
Agarré a Vee por el brazo bueno y le di un tirón.
—Tengo algo que contarte…
—Ya lo sé, ya lo sé. Crees que cabe la posibilidad de que fuera Elliot quien me atacó el domingo. Pues a mí me parece que has confundido a Elliot con Patch. Y después de que esta noche hagas tu trabajo de detective, los hechos me darán la razón. Créeme, me interesa saber quién me atacó tanto como a ti. Quizá más. Ahora es una cuestión personal. Y si vamos a darnos consejos mutuamente, aquí va el mío: aléjate de Patch. Sólo por precaución.
—Me alegra que hayas pensado en eso —repuse secamente—, pero escucha: encontré un artículo…
Las puertas del Borderline se abrieron. Una ola de calor salió del interior trayéndonos los aromas de las limas y del cilantro, junto con la música de una banda de mariachis sonando por los altavoces.
—Bienvenidas al Borderline —dijo la recepcionista—. ¿Sois sólo vosotras dos?
Elliot estaba detrás de ella en el vestíbulo. Nos miramos al mismo tiempo. Él sonrió con la boca, pero no con los ojos.
—Señoritas —dijo frotándose las manos mientras se acercaba—. Estáis esplendorosas, como siempre.
Me escoció la piel.
—¿Dónde está tu cómplice? —preguntó Vee paseando la mirada por el vestíbulo. Farolillos de papel colgaban del techo, y un mural de un pueblo de México abarcaba dos paredes. Las mesas reservadas estaban todas ocupadas. No había ni rastro de Jules.
—Malas noticias —dijo Elliot—. El caballero está enfermo. Vais a tener que conformaros conmigo.
—¿Enfermo? —repitió Vee—. ¿Cómo que enfermo? ¿Qué clase de excusa es ésa?
—Enfermo, como cuando se tienen vómitos y diarrea.
Vee arrugó la nariz.
—Demasiada información.
Yo todavía intentaba hacerme a la idea de que estuviera pasando algo entre Vee y Jules. Jules daba la impresión de ser hosco y resentido, y no parecía para nada interesado en estar con Vee ni con nadie. No me sentía en absoluto tranquila sabiendo que Vee pasaba tiempo a solas con Jules. No necesariamente por lo desagradable que era ni por lo poco que yo le conocía, sino por la única cosa que yo sabía acerca de él: que él y Elliot eran amigos íntimos.
La recepcionista cogió tres menús de un pequeño armario y nos condujo a un reservado tan cerca de la cocina que podía sentirse el fuego de los hornos a través de las paredes. A la izquierda estaba el bar. A la derecha, las puertas de cristal empañadas que conducían al patio. Mi blusa de popelina ya estaba adherida a mi espalda. Pero mi sudor podía tener que ver más con la primicia de Vee y Jules que con el calor.
—¿Aquí está bien? —preguntó la recepcionista, señalando el reservado.
—Estupendo —dijo Elliot y se quitó la cazadora—. Me encanta este sitio. Si el ambiente no te hace sudar, espera a probar la comida.
La sonrisa de la recepcionista se encendió.
—Usted ya ha estado aquí. ¿Puedo recomendarle empezar con unos nachos y nuestra nueva salsa de jalapeño? Es la más picante de la casa.
—Me encantan las cosas picantes —dijo Elliot.
Estaba segura de que se comportaba como un baboso. Había sido demasiado generosa al pensar que no era tan grosero como Marcie. Había sido demasiado generosa acerca de él, y punto. Ahora sabía que desde el principio ocultaba una investigación por asesinato y a saber cuántos otros esqueletos en el armario.
La recepcionista lo repasó con una mirada apreciativa.
—Regresaré con los nachos y la salsa. La camarera vendrá enseguida para tomarles el pedido.
Vee se sentó primero, yo me senté a su lado, y Elliot ocupó el asiento enfrente de mí. Nuestras miradas se encontraron y en sus ojos había algo oscuro. Rencor, probablemente. Tal vez incluso hostilidad. Me preguntaba si sabía que yo había visto el artículo.
—El púrpura te queda bien, Nora —dijo, señalando con la cabeza mi bufanda mientras me la quitaba y la ataba a las asas de mi bolso—. Resalta tus ojos.
Vee me dio un pisotón. Ella pensaba que realmente me estaba haciendo un cumplido.
—Oye —le dije a Elliot con una sonrisa artificial—, ¿por qué no nos cuentas algo sobre el Kinghorn?
—Sí —se unió Vee—. ¿Tienen sociedades secretas? ¿Como en las películas?
—¿Qué os puedo contar? —dijo Elliot—. Un colegio estupendo. Fin de la historia. —Cogió el menú y le echó un vistazo—. ¿Alguien quiere un aperitivo? Yo invito.
—Si era tan estupendo, ¿por qué te trasladaste? —Penetré sus ojos y aguanté la mirada. Aunque sólo fuera ligeramente, enarqué las cejas, desafiante.
Un músculo de la mandíbula de Elliot se movió justo antes de que enseñara una sonrisa resquebrajada.
—Por las chicas. Oí que por aquí eran mucho más guapas. Los rumores resultaron ciertos. —Me guiñó un ojo y sentí un escalofrío.
—¿Por qué Jules no se trasladó contigo? —preguntó Vee—. Podríamos haber sido los cuatro fantásticos, pero todavía mejores. Los cuatro fenómenos.
—Los padres de Jules están obsesionados con su educación. Decir que se les va la vida en ello sería poco. Lo juro, ese chico llegará muy lejos. Nada puede detenerlo. Yo pienso que soy bueno en el cole, mejor que la mayoría, pero no hay nadie que supere a Jules. Es un dios académico.
La mirada soñadora retornó a los ojos de Vee.
—Hasta ahora no he conocido a sus padres —dijo ella—. Las dos veces que fui a su casa estaban fuera de la ciudad o trabajando.
—Trabajan mucho —confirmó Elliot, volviendo a bajar la vista hacia el menú, dificultándome leer sus ojos.
—¿A qué se dedican? —pregunté.
Él bebió un trago de agua. Me dio la impresión de que estaba haciendo tiempo mientras pensaba una respuesta.
—Diamantes. Pasan mucho tiempo en África y en Australia.
—No sabía que Australia fuera importante en el negocio de los diamantes —dije.
—Ni yo —apuntó Vee.
De hecho, estaba segura de que en Australia no había diamantes.
—¿Por qué viven en Maine? —pregunté—. ¿Por qué no en África?
Elliot se concentró más aún en el menú.
—¿Qué vais a pedir? Las fajitas de carne tienen buena pinta.
—Si los padres de Jules están en el negocio de los diamantes, apuesto a que son expertos en elegir el anillo de compromiso perfecto —dijo Vee—. Siempre he querido un solitario con una esmeralda.
Le di una patada a Vee por debajo de la mesa. Ella me pinchó con el tenedor.
—¡Ay! —chillé.
La camarera se plantó en el extremo de la mesa para tomar el pedido.
—¿Para beber?
Elliot repasó el margen superior de su menú, luego me miró a mí y después a Vee.
—Coca-Cola light —pidió Vee.
—Agua con lima, por favor —dije.
La camarera regresó con sorprendente rapidez trayendo nuestras bebidas. Su regreso era mi pie para abandonar la mesa y empezar con el plan, y Vee me lo recordó con un segundo pisotón por debajo de la mesa.
—Vee —dije entre dientes—, ¿me acompañarías al lavabo? —De repente no quería llevar a cabo el plan. No quería dejar a Vee a solas con Elliot. Lo que quería era llevármela, contarle lo de la investigación por asesinato y encontrar la manera de que Elliot y Jules desaparecieran de nuestras vidas.
—¿Por qué no vas sola? —repuso ella—. Creo que sería un mejor plan. —Señaló la barra con la cabeza como indicándome «ve», mientras me ahuyentaba con discretos movimientos por debajo de la mesa.
—Estaba planeando ir sola, pero de verdad que me gustaría que me acompañaras.
—¿Qué os pasa, chicas? —dijo Elliot, repartiendo su sonrisa entre las dos—. La verdad, no he conocido a ninguna chica que pueda ir sola al lavabo. —Se inclinó hacia delante y sonrió con complicidad—. Dejadme conocer el secreto. En serio. Os pagaré cinco dólares a cada una. —Se llevó la mano al bolsillo trasero—. Diez dólares si me dejáis ir con vosotras y ver de qué se trata.
Vee le dirigió una sonrisa.
—Pervertido. No te dejes esto —me dijo a mí, cargando en mis brazos las bolsas de plástico.
Elliot levantó las cejas.
—Es basura —le explicó Vee con un toque mordaz—. Nuestro cubo de basura está repleto. Mi madre me preguntó si ya que salía podía deshacerme de ella.
Elliot se mostró incrédulo, y a Vee no pareció importarle. Me levanté cargando con el disfraz en mis brazos, y digerí mi frustración.
Caminando entre las mesas me dirigí al pasillo que conducía al servicio. El pasillo estaba pintado de terracota y decorado con maracas, sombreros de paja y muñecas de madera. Allí hacía más calor, y me enjugué la frente. El plan consistía en acabar con eso lo antes posible. En cuanto regresara a la mesa pondría una excusa para irme y me llevaría a Vee conmigo. Con o sin su consentimiento.
Después de echar un vistazo en las tres cabinas del lavabo de señoras y asegurarme de que estaba sola, eché llave a la puerta y vacié las bolsas encima del tocador. Una peluca rubia platino, un sujetador púrpura de realce con aro y almohadillas extraíbles, un top negro, una minifalda con lentejuelas, unos leotardos de color fucsia, un par de tacones de aguja de piel de tiburón talla treinta y nueve.
Volví a meter en las bolsas el sujetador, el top y los leotardos. Me quité el pantalón y me puse la minifalda. Oculté mi pelo bajo la peluca y me apliqué el pintalabios. Lo realcé con una generosa capa de brillo de labios.
—Puedes hacerlo —me dije frente al espejo, volviendo a tapar el brillo y juntando los labios—. Puedes conseguir una Marcie Millar. Seducir a los hombres para sonsacarlos. No puede ser tan difícil.
Me quité los mocasines, los metí en la bolsa junto con mis tejanos y escondí la bolsa debajo del tocador.
—Además —continué—, no hay nada malo en sacrificar un poco de orgullo a cambio de información. Si quieres enfocarlo desde una perspectiva malsana, hasta podrías pensar que en caso de no obtener respuestas acabarás muerta. Porque te guste o no, ahí fuera hay alguien dispuesto a hacerte daño.
Balanceando en el aire los zapatos de piel de tiburón, los observé con detenimiento. No eran la cosa más fea del mundo. Hasta podía decirse que eran sexis. Los tiburones atacan Coldwater, Maine. Me los calcé y practiqué caminando varias veces de un lado a otro del servicio.
Dos minutos más tarde me senté con cuidado en un taburete de la barra.
El camarero me echó el ojo. «¿Dieciséis? —se preguntó—. ¿Diecisiete?»
Parecía diez años mayor que yo y tenía el pelo castaño cortado al rape y con entradas. De su lóbulo derecho colgaba un pendiente plateado. Camiseta blanca y tejanos. No era feo, pero tampoco un Apolo.
—No soy menor de edad —dije levantando la voz por encima de la música y del barullo de la conversación—. Estoy esperando a una amiga. Desde aquí tengo una vista estupenda de la puerta. —Saqué la lista de preguntas de mi bolso y encubiertamente la coloqué debajo de un salero de cristal.
—¿Qué es eso? —me preguntó el camarero, secándose las manos y señalando la lista con la cabeza.
Deslicé la lista más aún debajo del salero.
—Nada —respondí en tono inocente.
Enarcó una ceja.
Decidí no ceñirme a la verdad.
—Es una lista de la compra. De regreso a casa tengo que comprar algunas verduras para mi madre. —«¿Qué ha pasado con lo de flirtear? —me pregunté—. ¿Qué ha pasado con lo de jugar a ser Marcie Millar?».
Me lanzó una mirada escrutadora que no me pareció del todo negativa.
—Después de cinco años en este trabajo, sé detectar a una mentirosa.
—No soy una mentirosa —dije—. Quizás estuviera mintiendo hace un instante, pero fue una sola mentira. Una mentirijilla no me convierte en una mentirosa.
—Tienes pinta de periodista —respondió él.
—Trabajo en la revista digital del instituto. —Tonta de mí. Los periodistas no inspiran confianza. La gente suele sospechar de los periodistas—. Pero esta noche la tengo libre —me corregí—. Esta noche sólo placer. Nada de trabajo. Nada de agendas extraoficiales. Nada de nada.
Después de un silencio decidí que era el momento de avanzar.
—¿Trabajan muchos estudiantes de instituto en el Borderline?
—Tenemos a unos cuantos, sí. Recepcionistas y ayudantes de camarero.
—¿En serio? —dije fingiendo sorpresa—. Tal vez conozco a alguno.
El camarero miró al techo y se rascó la barbilla. Su mirada vacía no me inspiraba confianza. Por no mencionar que apenas disponía de tiempo. Elliot podía estar poniendo drogas letales en la Coca-Cola light de Vee.
—¿Te suena Patch Cipriano? —pregunté—. ¿Trabaja aquí?
—¿Patch? Sí, trabaja aquí. Un par de noches a la semana y los fines de semana.
—¿Este domingo por la noche vino a trabajar? —Procuré no parecer demasiado curiosa. Pero necesitaba saber si había una posibilidad de que Patch hubiera estado en el paseo marítimo. Dijo que tenía una fiesta en la costa, pero quizás había cambiado de planes. Si alguien me aseguraba que el domingo por la noche estaba trabajando, podía descartar su implicación en el ataque a Vee.
—¿El domingo? —Volvió a rascarse—. Las noches se me mezclan. Pregúntales a las camareras. Seguro que alguna lo recuerda. Todas se ríen como tontas y se derriten cuando Patch viene a trabajar. —Sonrió, como si por algún motivo yo pudiera comprenderlas.
—Por casualidad, ¿no tendrás acceso a su solicitud de trabajo? —Incluyendo su domicilio.
—Va a ser que no.
—Sólo por curiosidad —dije—, ¿sabes si es posible que te contraten aquí si tienes antecedentes penales?
—¿Antecedentes penales? —Lanzó una risotada—. ¿Me estás tomando el pelo?
—Vale, no antecedentes penales, pero ¿y si has cometido un delito menor?
Apoyó las manos en la barra y se inclinó hacia delante.
—Ni hablar —dijo. Su tono había dejado de ser complaciente para tornarse ofensivo.
—Eso está muy bien. Es bueno saberlo. —Cambié de posición sobre el taburete, y sentí la piel de mis muslos despegándose del vinilo. Estaba sudando. Si la regla número uno del flirteo era no llevar listas, estaba segura de que la regla número dos era no sudar.
Consulté mi lista.
—¿Sabes si Patch ha tenido alguna vez una orden judicial de alejamiento? ¿Sabes si tiene antecedentes por acosador? —Decidí lanzarle todas las preguntas en un último intento desesperado antes de que me mandara a freír espárragos, o peor aún, me echara del restaurante por acoso o comportamiento sospechoso—. ¿Sabes si tiene novia? —pregunté bruscamente.
—Pregúntaselo a él.
Pestañeé.
—Él no está aquí.
Mi estómago se aflojó ante la sonrisa del camarero.
—Esta noche no trabaja, ¿verdad? —pregunté—. Se supone que el martes es su día libre.
—Sí, así es. Pero está sustituyendo a Benji, que está en el hospital. Apendicitis.
—¿Quieres decir que Patch está aquí? ¿Ahora? —Miré por encima del hombro, acomodándome la peluca para cubrirme el perfil mientras lo buscaba por todo el restaurante.
—Ha ido a la cocina hace unos minutos.
Casi me caí del taburete.
—Creo que he dejado el coche en marcha. ¡Pero me ha encantado hablar contigo! —Me marché al servicio tan rápido como pude.
Una vez allí cerré la puerta con llave y, apoyada de espaldas, respiré agitada. Luego me acerqué al lavamanos y me mojé la cara con agua fría. Patch iba a enterarse de que lo espiaba. Mi inolvidable actuación así lo garantizaba. Menuda humillación. Y Patch era sumamente reservado. A las personas reservadas no les gusta que husmeen en sus vidas. ¿Cómo reaccionaría al saber que lo estaba observando con lupa?
Y entonces me pregunté por qué había ido hasta ahí, ya que en lo más profundo de mí no creía que él fuera el tipo del pasamontañas. Quizá tuviera secretos oscuros, perturbadores, pero ir por ahí con un pasamontañas no era propio de él.
Cerré el grifo, y al levantar la vista vi la cara de Patch reflejada en el espejo. Grité y me di la vuelta.
Él no sonreía, ni parecía muy contento.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dije con la voz entrecortada.
—Trabajo aquí.
—Quiero decir aquí. ¿Es que no sabes leer? Es el lavabo de señoras…
—Estoy empezando a pensar que me sigues. Cada vez que me doy la vuelta, allí estás tú.
—Quería distraer a Vee —expliqué—. Ha estado en el hospital. —Sonaba como si estuviera a la defensiva, lo que seguramente me hacía parecer más culpable—. No pensaba encontrarme contigo. Se supone que es tu noche libre. ¿Y qué me estás contando? Soy yo la que te veo cada vez que me doy la vuelta.
Su mirada era afilada e intimidatoria. Sopesaba cada una de mis palabras, cada uno de mis movimientos.
—¿Quieres explicarme lo de tu pelo hortera? —dijo.
Me arranqué la peluca y la arrojé sobre el tocador.
—¿Quieres explicarme dónde has estado? Hace dos días que no vas a clase.
Estaba casi segura de que Patch no revelaría su paradero, pero en cambio dijo:
—Jugando al paintball. ¿Qué hacías tú en la barra?
—Hablar con el camarero. ¿Es un crimen? —Apoyando una mano en el tocador, levanté un pie para quitarme un tacón de tiburón. Me incliné un poco, y mientras lo hacía la lista de preguntas se salió de mi escote y cayó al suelo.
Me arrodillé para recogerla, pero Patch se me adelantó. La sostuvo encima de su cabeza mientras yo saltaba para agarrarla.
—¡Devuélveme eso! —dije.
—«¿Ha tenido Patch alguna vez una orden judicial de alejamiento?» —leyó—. «¿Es Patch un criminal?»
—¡Dámelo! —insistí furiosa.
Él rio por lo bajo, y yo supe que había visto la siguiente pregunta.
—«¿Patch tiene novia?»
Se guardó el papel en el bolsillo trasero. Estaba dispuesta a recuperarlo, pese a donde se encontraba.
Se apoyó de espaldas en el tocador y me miró a los ojos.
—Si estás buscando información, prefiero que me preguntes a mí.
—Esas preguntas —señalé su bolsillo— eran sólo una broma. Vee las escribió —añadí en un momento de inspiración—. Todo es culpa suya.
—Conozco tu letra, Nora.
—Vale, de acuerdo, está bien —admití mientras intentaba encontrar una respuesta inteligente, pero tardé demasiado.
—Ni órdenes de alejamiento —dijo—. Ni delitos.
Levanté la barbilla.
—¿Novia? —Me dije que no me importaba su respuesta. Ya fuera una cosa u otra, lo mismo daba.
—Eso no es asunto tuyo.
—Intentaste besarme —le recordé—. Lo convertiste en asunto mío.
Un amago de sonrisa pirata acechaba en su boca. Tuve la impresión de que estaba recordando cada detalle de aquel beso, incluido mi suspiro-gemido.
—Ex novia —dijo al cabo.
El alma se me cayó al suelo mientras un súbito pensamiento acudía a mi mente. ¿Y si la chica del Delphic y el paseo marítimo era la ex novia de Patch? ¿Y si me vio hablando con Patch en el salón de juegos y pensó que había algo entre nosotros? Si todavía se sentía atraída por Patch, era de esperar que se sintiera celosa y me siguiera a todas partes. Algunas piezas del rompecabezas parecían encajar…
Entonces, él dijo:
—Pero ya no está.
—¿Qué quieres decir?
—Se fue. No va a volver.
—¿Quieres decir que… murió?
Patch no lo negó.
De repente sentí una pesadez y un nudo en el estómago. Eso no me lo esperaba. Patch tenía una novia, y había muerto.
La puerta del lavabo de señoras vibró cuando alguien trató de entrar. Me había olvidado de que estaba cerrada con llave. Entonces ¿cómo había entrado Patch? O tenía una llave, o bien había otra explicación. Otra explicación en la que preferí no pensar, como que se había deslizado por debajo de la puerta como el aire. Como el humo.
—Tengo que volver al trabajo —dijo. Me lanzó una mirada que se demoró un instante debajo de las caderas—. Minifalda mortal. Piernas de infarto.
Antes de que yo pudiera conformar una respuesta coherente, él salió por la puerta.
La mujer mayor que esperaba para entrar me miró, y luego se dio la vuelta y miró a Patch, que se alejaba por el pasillo.
—Querida —me dijo—, parece un bribón de cuidado.
—Bien dicho —mascullé.
Se retocó su cabello corto canoso peinado en espiral.
—Una chica puede morir por un bribón como ése.
Después de cambiarme de ropa regresé al reservado y me senté al lado de Vee. Elliot miró su reloj y luego a mí, levantando las cejas.
—Perdón por la tardanza —dije—. ¿Me he perdido algo?
—Nada —dijo Vee—. Lo de siempre, lo de siempre. —Me golpeó la rodilla, y en el gesto iba implícita la pregunta: «¿Y bien?»
Entonces, Elliot dijo:
—Te has perdido a la camarera. He pedido un burrito para ti. —Una sonrisa escalofriante tiró de las comisuras de sus labios.
Vi mi oportunidad.
—En realidad, no sé si quiero comer. —Hice una mueca de asco que no era del todo artificial—. Creo que me ha dado lo mismo que a Jules.
—Oh, Dios mío —dijo Vee—. ¿Te encuentras bien?
Negué con la cabeza.
—Buscaré a la camarera y le diré que nos ponga la comida en una caja —sugirió Vee mientras buscaba las llaves en el bolso.
—¿Y yo qué? —dijo Elliot.
—¿Lo dejamos para otro día? —propuso Vee.
«Bien pensado», me dije.