Desperté bruscamente cuando empezó a sonar mi móvil. Todavía dormida, me tapé la cabeza con la almohada y traté de aislar el ruido. Pero el teléfono insistía.
La llamada fue a parar al buzón de voz. Cinco segundos más tarde, el teléfono empezó a sonar otra vez.
Estiré un brazo hacia un lado de la cama, busqué a tientas hasta encontrar mis tejanos y saqué el móvil de uno de los bolsillos.
—¿Sí? —dije, al tiempo que bostezaba con los ojos cerrados.
Alguien bufó al otro lado de la línea.
—¿Qué ha pasado? ¿No ibas a comprar algodón de azúcar? ¿Por qué no me dices dónde estás y así voy a ahorcarte con mis propias manos?
Me palmeé varias veces la frente.
—¡Creía que te habían secuestrado! —continuó Vee—. ¡Que te habían abducido! ¡Que te habían asesinado!
Traté de encontrar el reloj en la oscuridad. Derribé el marco de una foto que había sobre la mesilla de noche, y las de detrás cayeron en efecto dominó.
—Me entretuve mirando el Arcángel —dije—. Cuando regresé al salón de juegos ya te habías marchado.
—¿Qué clase de excusa es ésa?
Miré el reloj de la mesilla. Eran más de las dos de la mañana.
—Estuve dando vueltas por el aparcamiento durante una hora —dijo Vee—. Elliot se pateó todo el parque enseñando la única foto que tengo de ti en mi móvil. Te llamé al móvil tropecientas veces. Un momento. ¿Estás en casa? ¿Cómo llegaste a casa?
Me restregué los ojos.
—Me trajo Patch.
—¿Patch el acosador?
—No me quedaba otra opción —dije secamente—. Te fuiste sin mí.
—Pareces exaltada. No, no es eso. Más bien agitada… aturdida y excitada. —Podía ver cómo se le abrían los ojos de par en par—. Te besó, ¿verdad?
No respondí.
—¡Lo hizo! ¡Lo sabía! He visto cómo te mira. Sabía que esto iba a ocurrir. Me lo veía venir.
Ahora no quería pensar en eso.
—¿Cómo fue? —insistió Vee—. ¿Un beso de melocotón? ¿De ciruela? ¿O quizás un beso de al-fal-fa?
—¿Qué?
—¿Fue un piquito o un beso con lengua? Es igual. No tienes que responder. Patch no es la clase de chico que se ocupa de los preliminares. Hubo lengua. Seguro.
Me cubrí la cara con la otra mano. Patch probablemente pensaba que no tenía ningún control de mí misma. Me había derretido entre sus brazos como mantequilla. Antes de decirle que debía marcharse, había emitido un sonido medio suspiro de dicha y medio gemido de éxtasis.
Eso explicaba su sonrisa arrogante.
—¿Podemos hablarlo más tarde? —pregunté, pellizcándome la nariz.
—De eso nada.
Suspiré.
—Estoy muerta de cansancio.
—No puedo creer que quieras dejarme con la intriga.
—Lo que quiero es que lo olvides.
—Por nada del mundo.
Intenté visualizar los músculos del cuello relajándose, contrarrestando el dolor de cabeza que sentía.
—¿Sigue en pie lo de ir de compras?
—Pasaré a recogerte a las cuatro.
—Creía que habíamos quedado a las cinco.
—Las circunstancias han cambiado. Pasaré más temprano, si es que puedo librarme de mi familia. Mi madre tiene una crisis nerviosa. Se culpa a sí misma por mis malas calificaciones. Aparentemente, la solución es pasar más tiempo juntas. Deséame suerte.
Cerré el móvil. Veía la sonrisa amoral de Patch y sus relucientes ojos negros. Después de dar vueltas en la cama varios minutos, dejé de intentar consolarme. La verdad era que, mientras Patch estuviera en mi cabeza, no habría consuelo posible.
Cuando era pequeña, el ahijado de Dorothea, Lionel, rompió uno de los vasos de la cocina. Barrió todos los trozos de cristales excepto uno, y me retó a lamerlo. Me imaginaba que enamorarse de Patch era un poco como lamer aquel pedazo de cristal. Sabía que era una estupidez. Sabía que lastimaba. Después de tantos años, una cosa no había cambiado: me seguía atrayendo el peligro.
De repente me incorporé en la cama y cogí el móvil.
La batería estaba cargada.
Sentí un hormigueo inquietante en la espalda. Se suponía que mi móvil estaba muerto. ¿Cómo habían conseguido llamarme mi madre y Vee?
La lluvia golpeteaba los toldos coloridos de las tiendas del paseo marítimo y se derramaba sobre la acera. Las antiguas farolas de gas que flanqueaban la calle brillaban animadamente. Entrechocando nuestros paraguas, Vee y yo caminábamos a trompicones por la acera. Pasamos por debajo del toldo a rayas rosa y blanco de Victoria’s Secret. Sacudimos los paraguas al mismo tiempo y los dejamos fuera de la entrada.
El estruendo de un trueno nos precipitó a entrar.
Yo tenía los zapatos mojados y temblaba de frío. Varias lámparas difusoras de aromas ardían en un expositor en el centro de la tienda, rodeándonos con un olor exótico e intenso.
Una mujer de pantalones negros y camiseta ajustada negra se acercó. Llevaba una cinta métrica alrededor del cuello.
—Chicas, ¿queréis tomaros las medidas gratis…?
—Aparta la maldita cinta —le espetó Vee—. Ya sé cuál es mi talla. No necesito que me lo recuerden.
Le sonreí a la mujer a modo de disculpa mientras seguía a mi amiga, que se dirigía al fondo de la tienda, donde estaban los saldos y las ofertas.
—No tienes que avergonzarte de tu talla —le dije a Vee. Cogí un sujetador de raso azul y busqué la etiqueta del precio.
—¿Quién ha dicho nada de avergonzarse? —respondió—. No estoy avergonzada. ¿Por qué debería estarlo? Las chicas de dieciséis que tienen tetas como las mías están cargadas de silicona, y lo sabe todo el mundo. Dame una razón para estar avergonzada. —Se puso a rebuscar en un cesto—. Creo que aquí no tienen un solo sujetador que pueda alojar a mis bebés.
—Los llaman sujetadores deportivos, y tienen un efecto visual desagradable —dije, echándole el ojo a un sujetador de encaje encima de la pila.
No tendría que haber ido a mirar lencería. Era obvio que me traía a la cabeza cosas relacionadas con el sexo. Como los besos. Como Patch.
Cerré los ojos y recordé su mano sobre mi muslo, sus labios recorriendo mi cuello…
Vee me pilló desprevenida lanzándome una prenda íntima de color turquesa con estampado de leopardo.
—Esto te quedaría bien —dijo—. Todo lo que necesitas para rellenarlo es un trasero como el mío.
¿En qué estaba pensando? Había estado a punto de besar a Patch. El mismo Patch que podría estar invadiendo mi mente. El mismo que me había salvado de una caída mortal en el Arcángel, porque estaba segura de que eso había ocurrido, aunque no tuviera ninguna explicación lógica. Me preguntaba si él, de alguna manera, había detenido el tiempo durante mi caída. Si era capaz de meterse en mis pensamientos, tal vez fuera capaz de otras cosas.
O tal vez, pensé estremecida, ya no podía fiarme de mis pensamientos.
Todavía conservaba el papelito que Patch había metido en mi bolsillo, pero por nada del mundo podía ir a esa fiesta. Disfrutaba en secreto de la atracción que había entre nosotros, pero el misterio y una rareza espeluznante se imponían. De ahora en adelante tenía que eliminar a Patch de mi vida, y esta vez iba en serio. Sería como una dieta purificadora. El problema era el efecto contraproducente de las dietas. En cierta ocasión me propuse no probar el chocolate durante un mes entero, pero al cabo de dos semanas me di por vencida y me zampé más chocolate del que hubiera comido en tres meses.
Rogué que mi fallida dieta sin chocolate no fuera un presagio de lo que iba a ocurrir si trataba de evitar a Patch.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, atraída por Vee.
—¿A ti qué te parece? Le estoy quitando las etiquetas de saldo a estos sujetadores para pegarlas en los que no están de oferta. Así puedo llevarme sujetadores sexis al precio de los baratos.
—No puedes hacer eso. En la caja escanean el código de barras. Te van a pillar.
—¿Código de barras? Aquí nadie escanea ningún código de barras. —No parecía muy segura de lo que decía.
—Pues sí lo hacen. Te lo juro. —Pensé que mentir era mejor que ver cómo se llevaban a Vee a la cárcel.
—Bueno, a mí me parece una buena idea…
—Por qué no coges éste —le dije, arrojándole un retazo de seda con la esperanza de distraerla.
Sujetó las braguitas delante de sus ojos. La tela estaba bordada con cangrejos rojos en miniatura.
—No he visto cosa más repugnante —dijo—. Me gusta esa negra que tienes. Deberías quedártela. Ve a pagar mientras yo sigo husmeando.
Fui a pagar. Después, pensando que sería más fácil dejar de pensar en Patch si me fijaba en cosas más nimias, me acerqué a la sección de perfumes. Estaba oliendo un frasco de Dream Angels cuando percibí una presencia familiar. Fue como si alguien hubiera dejado caer un cubo de hielo dentro de mi camisa. Era la misma sensación escalofriante que experimentaba cada vez que Patch se acercaba.
Vee y yo éramos las dos únicas clientas en la tienda, pero al otro lado del escaparate alcancé a ver una figura encapuchada debajo de un toldo de la acera de enfrente. Nuevamente perturbada, me quedé paralizada un momento antes de recomponerme e ir en busca de Vee.
—Vámonos —le dije.
Estaba rebuscando en un cesto de camisones.
—Uau. Mira esto, pijamas de franela al cincuenta por ciento. Necesito uno así.
Yo seguía sin quitar el ojo del escaparate.
—Creo que me están siguiendo.
Vee levantó la cabeza bruscamente.
—¿Es Patch?
—No. Mira al otro lado de la calle.
Vee lo hizo.
—No veo a nadie.
Yo tampoco veía a nadie. Un coche pasó, tapándome la visión.
—Creo que ha entrado en la tienda.
—¿Cómo sabes que te está siguiendo?
—Tengo un mal presentimiento.
—¿Se parece a alguien que conozcamos? Por ejemplo… una mezcla de Pipi Calzaslargas y la Bruja Mala del Oeste, lo que evidentemente nos daría una Marcie Millar.
—No era Marcie —dije, sin dejar de mirar al otro lado de la calle—. Anoche, cuando salí del salón de juegos por el algodón de azúcar, vi a alguien que me observaba. Creo que es la misma persona.
—¿Hablas en serio? ¿Por qué me lo dices ahora? ¿Quién era?
No lo sabía. Y eso me asustaba mucho.
—¿Hay una salida trasera? —pregunté a una dependienta.
Ella dejó de ordenar un cajón y levantó la vista.
—Sólo para empleados.
—¿Era hombre o mujer? —quiso saber Vee.
—No lo sé.
—Bueno, ¿y por qué piensas que te está siguiendo? ¿Qué quiere?
—Asustarme. —Parecía una respuesta razonable.
—¿Por qué querría asustarte?
Una vez más, no lo sabía.
—Necesitamos distraer la atención —le dije a Vee.
—Era exactamente lo que estaba pensando —respondió ella—. Y sabemos que yo soy una experta. Dame tu chaqueta.
La miré fijamente.
—Ni hablar. No sabemos nada de esa persona. No voy a dejar que salgas vestida como yo. ¿Y si está armado?
—A veces tu imaginación consigue asustarme —dijo Vee.
Tenía que admitirlo, la idea de que fuera un asesino era improbable. Pero con todas las cosas horripilantes que ocurrían últimamente, no tenía la culpa de estar con los nervios de punta y suponer lo peor.
—Yo saldré primero —dijo Vee—. Si me sigue, tú le sigues. Subiré la colina hacia el cementerio, y allí lo abordaremos para pedirle explicaciones.
Un minuto más tarde, Vee salió de la tienda vistiendo mi chaqueta y con mi paraguas rojo. Aparte del hecho de que tenía unos centímetros y unos kilos más que yo, podía pasar por mí. Agazapada detrás de la mesa de los camisones, vi al encapuchado salir de la tienda de enfrente y seguir a Vee. Me acerqué al escaparate. Si bien la sudadera ancha y los tejanos que vestía le daban un aspecto andrógino, su andar era femenino. Definitivamente femenino.
Perseguida y perseguidora doblaron la esquina y desaparecieron, y yo salí a la puerta. La lluvia había devenido en aguacero.
Sosteniendo el paraguas de Vee eché a andar, siempre por debajo de los toldos, esquivando la lluvia torrencial. Sentía cómo se empapaban las perneras de mi pantalón. Me arrepentí de no haberme puesto botas.
A mis espaldas, el paseo marítimo se extendía paralelo al océano gris. La hilera de tiendas finalizaba al pie de una colina empinada y verde. En la cima apenas se veía la alta valla de hierro forjado del cementerio de la ciudad.
Le quité el seguro al Neon y puse los limpiaparabrisas al máximo. Salí del aparcamiento y giré a la izquierda, acelerando en el tortuoso camino de ascenso de la colina. Los árboles del cementerio asomaban por delante, sus ramas cobrando vida en apariencia a través del limpiaparabrisas frenético. Las lápidas de mármol blanco parecían surgir como puñales de la oscuridad. Las lápidas grises se disolvían en el aire.
Salido de la nada, un objeto rojo se estampó contra el parabrisas. Cayó justo en mi campo de visión, salió volando y desapareció por encima del coche. Pisé el freno y el Neon dio un patinazo hasta pararse encima del arcén.
Abrí la puerta y bajé. Fui hasta la parte trasera del coche, en busca del objeto.
Hubo un momento de confusión mientras mi mente procesaba lo que veía: mi paraguas rojo tirado sobre la hierba. Estaba roto; destrozado de un lado como cabía esperar después de estrellarse contra el parabrisas.
En medio de la intensa lluvia oí un sollozo entrecortado.
—¿Vee? —dije. Crucé al otro lado del camino, haciéndome visera con la mano y mirando en todas las direcciones. Había un cuerpo tendido y encogido justo delante. Eché a correr.
»¡Vee! —Caí de rodillas junto a ella. Estaba tumbada de lado, con las piernas replegadas contra el pecho. Gimió—. ¿Qué ha pasado? ¿Te encuentras bien? ¿Puedes moverte? —Eché la cabeza atrás, parpadeando bajo la lluvia. «¡Piensa!», me ordené. El móvil. Tenía que llamar al 911.
»Voy por ayuda —le dije a Vee.
Ella gimió y me aferró la mano.
Me incliné sobre ella, sujetándola. Las lágrimas ardían detrás de mis ojos.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha sido la persona que te seguía? ¿Ella te ha hecho esto? ¿Qué ha ocurrido?
Murmuró algo ininteligible que sonó a «mi bolso». Sí, su bolso había desaparecido.
—Tranquila, te pondrás bien. —Me costó decirlo sin vacilar.
Un oscuro presentimiento se agitaba en mí, y trataba de mantenerlo a raya. Estaba segura de que la misma persona que me había seguido en el Delphic y en la tienda era la responsable, pero me culpé a mí misma por meter a Vee en aquello. Corrí hasta el coche y marqué el 911 en mi móvil.
Tratando de ahuyentar la histeria de mi voz, dije:
—Necesito una ambulancia. A mi amiga la han atacado y robado.