El resto de la Guardia permanecía inmóvil en el patio, ejecutando una serie de variaciones sobre el tema del Descansen.

—¿Cabo Nobbs?

—¿Sí, guardia interino Cuddy?

—¿Qué es eso que todo el mundo dice acerca de los enanos?

—Oh, venga ya. Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Toda persona que sepa algo acerca de los enanos lo sabe —dijo Nobby.

Cuddy tosió.

—Los enanos no —dijo.

—¿Qué quieres decir con eso de que los enanos no?

—Pues que nadie nos ha contado qué es lo que todo el mundo sabe acerca de los enanos —dijo Cuddy.

—Bueno… Supongo que pensaban que ya lo sabíais —dijo Nobby, con un hilo de voz.

—Yo no.

—Oh, está bien —dijo Nobby. Miró a los trolls, y luego se inclinó sobre Cuddy y murmuró algo en la región aproximada de su oreja.

Cuddy asintió.

—Oh. ¿Y eso es todo?

—Sí. Ejem… ¿Es verdad?

—¿Qué? Oh, sí. Por supuesto. Para los enanos eso es algo natural. Algunos tienen más que otros, claro está.

—Eso ocurre en todas partes —dijo Nobby.

—Yo, por ejemplo, tengo ahorrados más de setenta y ocho dólares.

¡No! Quiero decir, no. Quiero decir que no me refería a estar bien dotado de dinero. Lo que realmente quería decir era…

Nobby volvió a hablar en susurros. La expresión de Cuddy no cambió.

Nobby lo miró meneando las cejas.

—Es cierto, ¿verdad?

—¿Cómo quieres que lo sepa? No sé de cuánto dinero disponen generalmente los humanos.

Nobby se dio por vencido.

—Bueno, al menos hay una cosa que sí es cierta —dijo—. Los enanos amáis de verdad el oro, ¿verdad?

—Por supuesto que no. No seas bobo.

—Bueno…

—Decimos eso únicamente para llevárnoslo a la cama.

Estaba en el dormitorio de un payaso. Colon se había preguntado en alguna ocasión qué hacían los payasos en privado, y todo estaba allí: el perchero para aquellos zapatos que les estaban demasiado grandes, el planchador de pantalones holgadísimos, el espejo con todas las velas alrededor de él, unas cuantas barras de maquillaje de tamaño industrial… y una cama que no parecía ser nada más complicado que una manta extendida encima del suelo, porque se reducía precisamente a eso. A los payasos y los bufones se les enseñaba que la vida cómoda no estaba hecha para ellos. El humor era un asunto muy serio.

También había un agujero en la pared, del tamaño justo para que un hombre pudiera pasar por él. Al lado del agujero había apilado un montoncito de ladrillos medio rotos.

Al otro lado había oscuridad.

Al otro lado, las personas mataban a otras personas por dinero.

Zanahoria metió la cabeza y los hombros en el agujero, pero Colon intentó sacarlo de él.

—Espera un momento, muchacho, no sabes qué horrores acechan más allá de esas paredes…

—Precisamente estoy echando un vistazo para averiguarlo.

—¡Podría ser una cámara de torturas o una mazmorra o un pozo horrendo o cualquier cosa!

—No es más que el dormitorio de un estudiante, sargento.

—¿Lo ves?

Zanahoria pasó por el agujero. Pudieron oírlo yendo de un lado a otro en la penumbra. Aquella era una penumbra de asesinos de algún modo más rica y menos tenebrosa que la penumbra de los payasos.

La cabeza de Zanahoria volvió a asomar del agujero.

—Pero hace algún tiempo que nadie ha estado aquí dentro —dijo—. Hay polvo por todo el suelo, pero hay huellas de pisadas en él. Y la puerta está cerrada y con el pestillo echado. De este lado.

El resto de su cuerpo siguió a la cabeza de Zanahoria.

—Solo quiero asegurarme de que lo he entendido bien todo —le dijo al doctor Carablanca—. Beano hizo un agujero que lleva al Gremio de los Asesinos, ¿no? ¿Y luego fue e hizo estallar ese dragón? ¿Y luego volvió a pasar por este agujero? Bueno, ¿y entonces cómo lo mataron?

—Seguramente lo mataron los Asesinos —dijo el doctor Carablanca—. Estarían en su legítimo derecho. Entrar sin permiso en las propiedades de un gremio es un delito muy serio, después de todo.

—¿Vio alguien a Beano después de la explosión? —preguntó Zanahoria.

—Oh, sí. Boffo estaba de guardia en la puerta y recuerda claramente haberlo visto salir.

—¿Sabe que era él?

El doctor Carablanca lo miró poniendo cara de no entender nada.

—Por supuesto.

—¿Cómo?

—¿Cómo? Pues porque lo reconoció, naturalmente. Así es como sabes quiénes son las personas. Las miras y dices… es él. A eso se lo llama re-co-no-cer a alguien —dijo el payaso, con punzante deliberación—. Era Beano. Boffo dijo que parecía estar muy preocupado.

—Ah. Muy bien. No más preguntas, doctor. ¿Beano tenía algún amigo entre los Asesinos?

—Bueno… posiblemente, posiblemente. No tenemos nada contra las visitas.

Zanahoria contempló la cara del jefe de los payasos. Luego sonrió.

—Por supuesto —dijo—. Bien, me parece que eso es todo.

—Si se hubiera mantenido fiel a algo, ya sabe, original—dijo el doctor Carablanca.

—¿Como un cubo lleno de lechada colocado encima de la puerta, o un pastel de nata? —preguntó el sargento Colon.

—¡Exacto!

—Bueno, me parece que será mejor que nos vayamos —dijo Zanahoria—. Me imagino que no querrá presentar ninguna queja contra los Asesinos, ¿verdad?

El doctor Carablanca intentó poner cara de terror, pero esa expresión no resultaba demasiado efectiva debajo de una boca pintada con una gran sonrisa.

—¿Qué? ¡No! Quiero decir que… Bueno, lo que quería decir era que si un Asesino entrara en nuestro recinto sin haber sido invitado, y robara algo, bueno, entonces sin duda pensaríamos que teníamos todo el derecho del mundo a, bueno, a…

—¿Echarle gelatina dentro de la camisa? —dijo Angua.

—¿Atizarle en la cabeza con una bocina sujeta a un palo? —dijo Colon.

—Posiblemente.

—A cada gremio lo suyo, naturalmente —dijo Zanahoria—. Sugiero que será mejor que nos vayamos, sargento. Ya no tenemos nada más que hacer aquí. Sentimos haberle molestado, doctor Carablanca. Puedo ver que esto tiene que haber supuesto una gran tensión para usted.

El jefe de los payasos parecía estar a punto de desplomarse de puro alivio.

—No se preocupe, no se preocupe. Encantado de poder ayudar. Sé que ustedes tienen que hacer su trabajo.

Los llevó escalera abajo y al patio, ahora burbujeando con un incesante torrente de charla. El resto de la Guardia se puso firmes con un estruendo metálico.

—De hecho… —dijo Zanahoria en el preciso instante en que se lo estaba haciendo salir por la puerta—, hay una cosa que usted podría hacer.

—Por supuesto, por supuesto.

—Mmm, ya sé que esto es abusar un poco por mi parte —dijo Zanahoria—, pero siempre he estado muy interesado en las costumbres de los distintos gremios… así que… ¿Cree que alguien podría enseñarme su museo?

—¿Cómo dice? ¿Qué museo?

—¿El museo de los payasos?

—Oh, se refiere a la Sala de las Caras. Eso no es un museo, por supuesto. No hay absolutamente nada de secreto en ello. Toma nota, Boffo. Nos encantará enseñárselo cuando a usted le vaya bien, cabo.

—Muchísimas gracias, doctor Carablanca.

—Vuelva siempre que quiera.

—Pues precisamente ahora termino mi turno —dijo Zanahoria—. Este momento me iría muy bien. Ya que estoy aquí…

—No puedes quedar libre de servicio cuando… ¡ay! —dijo Colon.

—¿Disculpe, sargento?

—¡Me has dado una patada!

—Le pisé la sandalia sin querer, sargento. Lo siento.

Colon trató de ver un mensaje en el rostro de Zanahoria. Se había acostumbrado al Zanahoria simple. El Zanahoria complicado resultaba tan inquietante como ser descuartizado por un pato.

—Bueno, ejem, pues entonces nos vamos, ¿verdad? —dijo.

—No veo qué sentido tendría seguir aquí ahora que todo ha quedado aclarado —dijo Zanahoria, haciendo muecas—. Ya puestos, la verdad es que podríamos tomarnos la noche libre.

Alzó la mirada hacia los tejados.

—Oh, bueno, ahora que todo ha quedado aclarado nos iremos, desde luego —dijo Colon—. ¿Verdad, Nobby?

—Oh, sí, nos iremos ahora mismo, porque todo ha quedado aclarado —dijo Nobby—. ¿Has oído eso, Cuddy?

—¿El qué, lo de que todo ha quedado aclarado? —dijo Cuddy—. Oh, sí. Bueno, pues en ese caso supongo que podemos irnos. ¿Estás de acuerdo, Detritus?

Detritus estaba contemplando lúgubremente la nada con los nudillos apoyados en el suelo. Aquella era la postura normal para un troll mientras esperaba la llegada del próximo pensamiento.

Las sílabas de su nombre hicieron que una neurona iniciara una nerviosa actividad dentro del cerebro de Detritus.

—¿Qué? —dijo.

Todo ha quedado aclarado.

—¿El qué?

—Ya sabes… la muerte del señor Martillogrande y todo lo demás.

—¿Sí?

—¡Sí!

—Oh.

Detritus estuvo meditando en ello durante unos momentos, asintió y luego volvió a adoptar cualquiera que fuese el estado mental que ocupaba normalmente.

Otra neurona emitió una tenue descarga.

—Claro —dijo.

Cuddy lo contempló durante unos momentos sin decir nada.

—Bueno, pues eso es todo —dijo con tristeza—. Eso es todo lo que vamos a conseguir.

—No tardaré mucho en volver —dijo Zanahoria—. ¿Vamos a…? Joey, ¿verdad? ¿Doctor Carablanca?

—Supongo que no hay ningún mal en ello —dijo el doctor Carablanca—. Muy bien. Enséñale al cabo Zanahoria todo lo que quiera ver, Boffo.

—Bien, señor —dijo el pequeño payaso.

—Eso de ser un payaso tiene que resultar un trabajo muy divertido —dijo Zanahoria.

—¿Tiene que serlo?

—Montones de bromas y chistes, quiero decir.

Boffo miró a Zanahoria como si no supiera qué responder a eso.

—Bueno… —dijo finalmente—. Tiene sus momentos…

—Apuesto a que los tiene. Sí, apuesto a que los tiene.

—¿Sueles estar de guardia en la puerta, Boffo? —preguntó Zanahoria afablemente mientras iban por el Gremio de Bufones.

—¡Uh! Prácticamente todo el tiempo, sí —dijo Boffo.

—¿Y cuándo vino a visitar exactamente a Beano ese amigo suyo, ya sabes, el Asesino?

—Oh, así que sabes lo de ese amigo suyo —dijo Boffo.

—Oh, sí —dijo Zanahoria.

—Pues hará cosa de unos diez días —dijo Boffo—. Es por aquí, más allá del alcance de los pasteles.

—Había olvidado el nombre de Beano, pero conocía la habitación. No conocía el número, pero fue directamente a ella —siguió diciendo Zanahoria.

—Eso es. Supongo que el doctor Carablanca te lo contó —dijo Boffo.

—He hablado con el doctor Carablanca —dijo Zanahoria.

Angua tenía la sensación de que estaba empezando a entender la manera en que Zanahoria hacía preguntas. Las hacía no haciéndolas. Se limitaba a decirle a las personas lo que pensaba o sospechaba, y entonces las personas se encontraban añadiendo los detalles en un intento de no quedarse atrás. Y, en realidad, Zanahoria nunca llegaba a decir ni una sola mentira.

Boffo abrió una puerta y se dedicó a encender una vela.

—Bueno, pues aquí estamos —dijo—. Cuando no estoy en la jodida puerta, me encargo de esto.

—Dioses —musitó Angua—. Es horrible.

—Es muy interesante —dijo Zanahoria.

—Es histórico —dijo Boffo el payaso.

—Todas esas cabecitas…

Las caras diminutas de payaso se perdían a lo lejos bajo la luz de la vela, estante tras estante de ellas; como si de pronto una tribu de cazadores de cabezas hubiera desarrollado un sofisticado sentido del humor y un deseo de hacer que el mundo fuera un sitio mejor.

—Huevos —dijo Zanahoria—. Huevos de gallina normales y corrientes. Lo que haces es coger un huevo de gallina, y luego abres un agujerito en cada extremo del huevo y soplas hasta que todo lo de dentro se haya salido, y entonces un payaso pinta su maquillaje encima del huevo y ese es su maquillaje oficial, y ningún otro payaso puede usarlo. Eso es muy importante. Algunas caras llevan generaciones en la misma familia. Una cosa muy valiosa, la cara de un payaso. ¿No es así, Boffo?

El payaso lo estaba mirando.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo leí en un libro.

Angua cogió un huevo antiguo. Había una etiqueta colgando de él y en la etiqueta había una docena de nombres, todos ellos tachados excepto el último. La tinta de los primeros nombres se había ido desvaneciendo hasta casi desaparecer. Angua volvió a dejar el huevo en su sitio y se limpió la mano en la túnica sin darse cuenta de lo que hacía.

—¿Qué ocurre si un payaso quiere utilizar la cara de otro payaso? —preguntó.

—Oh, comparamos todos los huevos nuevos con los que ya hay en los estantes —dijo Boffo—. No está permitido.

Anduvieron entre pasillos de caras. Angua imaginó que oía el chasquear líquido de un millón de pantalones llenos de nata y los ecos de mil narices que soltaban bocinazos y de un millón de sonrisas en rostros que no estaban sonriendo. Hacia la mitad de la estancia había una alcoba que contenía un escritorio y una silla, un estante lleno de libros viejos y grandes, y un banco de trabajo cubierto de botes de pintura seca, tiras de crines de distintos colores, lentejuelas y demás adminículos propios del arte especializado del pintor de huevos. Zanahoria cogió una pequeña mecha de crin coloreada y la hizo girar pensativamente entre sus dedos.

—Pero supongamos —dijo— que un payaso, y me estoy refiriendo a un payaso que ya tiene su propia cara… supongamos que ese payaso utilizara la cara de otro payaso. ¿Qué pasaría entonces?

—¿Cómo dices? —preguntó Boffo.

—Supongamos que tú utilizaras el maquillaje de otro payaso, por ejemplo —dijo Angua.

—Oh, eso es algo que ocurre continuamente —dijo Boffo—. La gente siempre se está cogiendo prestada la torta…

—¿La torta? —dijo Angua.

—El maquillaje —tradujo Zanahoria—. No, Boffo, creo que lo que está preguntando la guardia interina es: ¿podría un payaso maquillarse de tal manera que pareciese otro payaso?

La frente de Boffo se llenó de arrugas, como alguien que está haciendo un gran esfuerzo para entender una pregunta imposible.

—¿Disculpa?

—¿Dónde está el huevo de Beano, Boffo?

—Aquí en el escritorio —dijo Boffo—. Si quieres, puedes echarle una mirada.

Le entregó un huevo. Tenía una fláccida nariz roja y una peluca roja. Angua vio cómo Zanahoria lo levantaba hacia la luz y se sacaba un par de hebras rojas del bolsillo.

—Pero —dijo, haciendo un nuevo intento de conseguir que Boffo lo entendiera—, ¿no podrías despertar una mañana y ponerte maquillaje de tal manera que parecieses un payaso distinto?

Boffo la miró. Su expresión resultaba bastante difícil de distinguir bajo aquella boca de comisuras permanentemente inclinabas hacia abajo, pero por lo que Angua pudo ver de ella bien podía haberle sugerido que llevara a cabo cierto acto sexual con una gallinita.

—¿Cómo iba a poder hacer eso? —preguntó—. Entonces no sería yo.

—Pero ¿otra persona podría hacerlo?

El ojal de la solapa de Boffo soltó un chorrito.

—No tengo por qué escuchar esta clase de obscenidades, señorita.

—Lo que estás diciendo, entonces —dijo Zanahoria—, es que ningún payaso se maquillaría nunca la cara con el diseño de otro payaso, ¿verdad?

—¡Ya estamos otra vez!

—Sí, pero quizá, a veces por accidente un payaso muy joven tal vez podría…

—Mira, somos gente decente, ¿de acuerdo?

—Lo siento —dijo Zanahoria—. Me parece que ya lo he entendido. Pero… cuando encontramos al pobre señor Beano, no llevaba puesta su peluca, pero una cosa así podría habérsele desprendido fácilmente de la cabeza en el río. Su nariz, en cambio… Tú le dijiste al sargento Colon que alguien se había llevado su nariz. Su verdadera nariz. ¿Podrías —dijo Zanahoria, empleando el tono lleno de afabilidad de alguien que le está hablando al tonto de un pueblo— señalarnos tu verdadera nariz, Boffo?

Boffo se llevó un dedo a la gran nariz roja que había en su cara.

—Pero esa es… —empezó a decir Angua.

—… tu verdadera nariz —concluyó Zanahoria por ella—. Gracias.

El payaso pareció tranquilizarse un poco.

—Me parece que será mejor que os vayáis —dijo—. Este tipo de cosas no me gustan nada. Me ponen muy nervioso.

—Lo siento —volvió a decir Zanahoria—. Es solo que… me parece que estoy teniendo una idea. Me lo había preguntado antes… y ahora estoy bastante seguro. Creo que sé algo acerca de la persona que lo hizo. Pero tenía que ver los huevos para estar seguro.

—¿Estás diciendo que otro payaso mató a Beano? —preguntó Boffo con súbita beligerancia—. Porque si es eso lo que estás diciendo, ahora mismo iré a ver a…

—No exactamente —dijo Zanahoria—. Pero puedo enseñarte la cara del asesino.

Se inclinó sobre la mesa y cogió algo de entre los restos que había encima de ella. Luego se volvió hacia Boffo y abrió la mano. Le estaba dando la espalda a Angua y ella no podía llegar a ver del todo lo que estaba sosteniendo en la mano. Pero Boffo dejó escapar un grito ahogado y echó a correr por la avenida de caras, con sus zapatones chapaleando estrepitosamente sobre las losas de piedra.

—Gracias —le dijo Zanahoria asu espalda en retirada—. Me has sido de mucha ayuda.

Volvió a cerrar la mano.

—Vamos, Angua —dijo—. Más vale que nos vayamos. Creo que dentro de un par de minutos no seremos muy populares aquí.

—¿Qué fue lo que le enseñaste? —preguntó Angua, mientras procedían hacia la puerta con dignidad pero con rapidez—. Era algo que viniste aquí a encontrar, ¿verdad? Todo eso de que querías ver el museo…

—Y quería verlo. Un buen policía siempre debería estar abierto a nuevas experiencias —dijo Zanahoria.

Llegaron a la puerta. Ningún pastel vengador salió volando de la oscuridad.

Una vez que hubieron salido, Angua se apoyóen la pared. El aire olía mejor allí, lo cual era algo que se decía en muy pocas ocasiones acerca del aire de Ankh-Morpork. Pero allí fuera al menos las personas podían reír sin que se les pagara por ello.

—No me has enseñado lo que lo asustó —le dijo a Zanahoria.

—Le enseñé a un asesino —dijo Zanahoria—. Lo siento. No pensé que fuera a tomárselo así. Supongo que ahora todos están un poco tensos. Y es como lo de los enanos y sus herramientas. Cada uno tiene su propia manera de pensar.

—¿Encontraste la cara del asesino ahí dentro?

—Sí.

Zanahoria abrió la mano.

Su mano contenía un huevo sin pintar.

—Este es su aspecto —dijo.

—¿No tenía cara?

—No, ahora estás pensando como un payaso. Yo soy muy simple —dijo Zanahoria—, pero creo que lo que ocurrió fue lo siguiente. En el Gremio de Asesinos había alguien que quería disponer de una manera de poder entrar y salir sin ser visto. Se dio cuenta de que entre las casas de los dos gremios solo hay una pared delgada. Esa persona tenía una habitación. Ahora lo único que tenía que hacer era averiguar quién vivía al otro lado. Luego mató a Beano, y cogió su peluca y su nariz. Su verdadera nariz, ¿comprendes? Así es como piensan los payasos. El maquillaje no tuvo que resultar muy difícil. Eso puedes conseguirlo en cualquier sitio. Entró en el Gremio de Bufones maquillado y disfrazado para parecerse a Beano. Abrió un agujero en la pared. Luego fue hasta la explanada que hay enfrente del museo, solo que esta vez iba vestido como un asesino. Cogió el… el debólver y regresó aquí. Volvió a pasar por la pared, yendo disfrazado de Beano, y se fue. Y entonces alguien lo mató.

—Boffo dijo que Beano parecía muy preocupado —dijo Angua.

—Y yo pensé: Eso es extraño, porque habría que ver a un payaso desde muy cerca para saber cuál es su verdadera expresión. Pero si el maquillaje no estuviera del todo bien puesto, podrías llegar a darte cuenta. Como, por ejemplo, si lo aplicó alguien que no estaba demasiado acostumbrado a emplearlo. Pero lo importante es que si otra persona ve salir por la puerta la cara de Beano, entonces ha visto irse a la persona. Los payasos son incapaces de pensar en otra persona llevando esa cara. Ellos no piensan así. Un payaso y su maquillaje son la misma cosa. Sin su maquillaje, un payaso no existe. Un payaso nunca llevaría la cara de otro payaso de la misma manera en que un enano nunca usaría las herramientas de otro enano.

—Pero suena arriesgado —dijo Angua.

—Lo era. Fue muy arriesgado.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Me parece que sería una buena idea averiguar de quién era la habitación que hay al otro lado del agujero. ¿Qué opinas, Angua? Creo que podría pertenecer al pequeño amigo de Beano.

—¿Entrar en el Gremio de Asesinos? ¿Nosotros solos?

—Mmm. Sí, en eso tienes razón.

Zanahoria parecía tan abatido que Angua se dio por vencida

—¿Qué hora es? —preguntó.

Zanahoria sacó con mucho cuidado de su estuche de tela el reloj que le iban a regalar al capitán Vimes.

—Son…

abing, abing, abong, bong… bing… bing…

Esperaron pacientemente hasta que el reloj hubo terminado.

—Las siete menos cuarto —dijo Zanahoria—. Precisión absoluta, además. Lo puse en hora con el gran reloj de sol que hay en la Universidad.

Angua miró el cielo.

—De acuerdo —dijo—. Creo que puedo averiguarlo. Déjamelo a mí.

—¿Cómo?

—Ejem… yo… bueno, pues podría quitarme el uniforme, verdad, y, oh, arreglármelas para llegar a la cocina haciéndome pasar por la hermana de una de las que trabajan allí o algo por el estilo…

Zanahoria no parecía muy convencido.

—¿Crees que eso funcionará?

—¿Se te ocurre algo mejor?

—En estos momentos no.

—Bueno, entonces yo… ejem… mira… vuelve con el resto de los hombres y… yo encontraré algún sitio en el que pueda quitarme el uniforme y ponerme algo más apropiado.

Angua no tuvo que mirar a su alrededor para reconocer de dónde provenía la risita burlona. Gaspode tenía la habilidad de aparecer tan silenciosamente como una pequeña vaharada de metano dentro de una habitación llena de gente, para acto seguido ocupar todo el espacio disponible con la inquietante habilidad de dicho gas.

—¿Dónde vas a conseguir ropa para cambiarte por aquí? —preguntó Zanahoria.

—Un buen hombre de la Guardia siempre está preparado para improvisar —dijo Angua.

—Ese perrito huele horriblemente mal —dijo Zanahoria—. ¿Por qué siempre nos sigue a todas partes?

—No sabría decírtelo.

—Tiene un regalo para ti.

Angua se arriesgó a echar un rápido vistazo. Gaspode estaba sosteniendo, pero por muy poco, un hueso muy grande en la boca. Era más ancho que largo era él, y podría haber pertenecido a alguien que hubiese muerto dentro de un pozo de brea. Era verde, y había unas cuantas partes en las que tenía pelos.

—Qué detalle —dijo fríamente—. Mira, ve donde te he dicho. Deja que vea lo que puedo hacer…

—Si estás segura… —comenzó a decir Zanahoria, en un tono bastante reacio.

—Sí.

Cuando se hubo marchado, Angua se encaminó hacia el callejón más próximo. Ya solo faltaban unos cuantos minutos para que saliera la luna.

El sargento Colon saludó a Zanahoria en cuanto lo vio regresar, con el ceño fruncido y absorto en sus pensamientos.

—¿Podemos ir a casa, señor? —sugirió.

—¿Qué? ¿Por qué?

—¿Ahora que todo ha quedado aclarado?

—Eso lo dije únicamente para alejar las sospechas —respondió Zanahoria.

—Ah. Muy astuto —se apresuró a decir el sargento—. Eso fue lo que pensé yo. Está diciendo eso para alejar las sospechas, pensé.

—Sigue habiendo un asesino suelto por ahí. O algo peor.

Zanahoria paseó la mirada por la dispar soldadesca.

—Pero me parece que ahora vamos a tener que aclarar ese otro asunto con la Guardia Diurna —dijo.

—Ejem. La gente dice que ahí arriba está habiendo prácticamente un levantamiento —dijo Colon.

—Por eso tenemos que aclararlo.

Colon se mordió el labio. No era un cobarde propiamente dicho. El año pasado un dragón había invadido la ciudad y Colon se había subido a un tejado y le había disparado flechas mientras el dragón descendía sobre él con la boca abierta, aunque había que admitir que luego tuvo que cambiarse la ropa interior. Pero aquello había sido simple. Un gran dragón que respiraba fuego era algo que no podía estar más claro. Lo tenías allí, justo delante de ti, disponiéndose a asarte vivo. Eso era lo único de lo que tenías que preocuparte. Había que admitir que era mucho de lo que preocuparse, pero era… simple. No encerraba ninguna clase de misterio.

—¿Vamos a tener que aclararlo? —dijo.

—Sí.

—Oh. Bien. Me gusta aclarar las cosas.

Viejo Apestoso Ron era un miembro del Gremio de Mendigos muy respetado y que gozaba de una excelente reputación. Era un Mascullador, y uno muy bueno. Seguía a la gente mascullando en su propio lenguaje privado hasta que le daban dinero para que dejara de hacerlo. La gente pensaba que estaba loco, pero este no era, técnicamente hablando, el caso. Lo que le ocurría a Ron era que se mantenía en contacto con la realidad al nivel cósmico, y siempre le costaba un poco centrarse en cosas más pequeñas, como otras personas, las paredes y el jabón (aunque en cosas muy pequeñas, como las monedas, su vista era de Grado Superior).

Por consiguiente, Ron no se sorprendió cuando una guapa joven pasó corriendo junto a él y se quitó toda la ropa. Ese tipo de cosas ocurrían continuamente, aunque hasta aquel momento solo habían tenido lugar en el lado interior de la cabeza de Ron.

Entonces vio lo que ocurrió a continuación.

Contempló cómo la esbelta forma dorada se alejaba con la celeridad del rayo.

—¡Se lo dije! ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! —dijo—. Les haré probar el extremo equivocado de la trompeta de un trapero, desde luego que lo haré. Que se jodan. ¡Mano de milenio y gamba! ¡Se lo dije!

Gaspode meneó lo que técnicamente era un rabo cuando Angua salió del callejón.

—Quitarze el udiforme y podedze algo máz abrobiado —dijo, con la voz ligeramente deformada por el hueso—. Eza zí que ha eztado bien. Te he traído ezte pequeño obzequio…

Lo dejó caer sobre los adoquines. Su aspecto no mejoraba el mirarlo con los ojos lupinos de Angua.

—¿Para qué? —le preguntó Angua.

—Ese hueso está lleno de nutritiva gelatina de médula —dijo Gaspode acusadoramente.

—Olvídalo —dijo Angua—. Y ahora explícame cómo te lo haces normalmente para entrar en el Gremio de Asesinos.

—Y después quizá podríamos ir a pasar un rato en los vertederos que hay a lo largo del Camino de Fedre —dijo Gaspode, con su muñón de rabo todavía golpeando el suelo—. Ahí hay ratas que te pondrán los pelos de punta… No, de acuerdo, olvida que lo he mencionado —se apresuró a terminar, cuando el fuego destelló por un instante en los ojos de Angua. Luego suspiró y dijo—: Hay un desagüe junto a las cocinas.

—¿Lo bastante grande para un humano?

—Ni siquiera para un enano. Pero no valdrá la pena. Esta noche toca espaguetis. Nunca hay muchos huesos en los espaguetis…

—Vamos.

Gaspode la siguió cojeando.

—Era un buen hueso —dijo—. Apenas si había empezado a ponerse verde. ¡Ja! Pero apuesto a que no le dirías que no a una caja de bombones del señor Fornido.

Gaspode se encogió sobre sí mismo cuando Angua se encaró con él.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—¡De nada! ¡De nada!

La siguió, gimoteando.

Angua tampoco se sentía nada contenta. Que te saliera pelo y colmillos cada luna llena siempre era un problema. Justo cuando creía que había tenido suerte, descubría que pocos hombres se sienten muy a gusto en una relación donde a su pareja le salen pelos y aúlla. Angua se había jurado que no volvería a meterse en aquellos berenjenales.

En cuanto a Gaspode, se estaba resignando a una vida sin amor, o al menos con no más amor que el afecto práctico experimentado hasta el momento, el cual había consistido en una chihuahua demasiado confiada y una breve relación con la pierna de un cartero.

La pólvora N.° 1 fue resbalando del papel doblado al interior del tubo metálico. ¡Condenado Vimes! ¿Quién hubiese pensado que sería capaz de ir al Edificio de la Ópera? Eso le había hecho perder un juego de tubos allí arriba. Pero todavía quedaban tres, empaquetados pulcramente dentro de la culata hueca. Una bolsa llena de pólvora N.° 1 y un conocimiento rudimentario de la fundición del plomo eran todo lo que le hacía falta a un hombre para gobernar la ciudad…

El debólver estaba encima de la mesa. El metal relucía con un destello azulado. O, quizá, no se tratara tanto de un destello como de un brillo suave. Y, naturalmente, eso solo se debía al aceite. Tenías que creer que se debía al aceite. Estaba claro que el debólver no era más que una cosa hecha de metal. No podía estar vivo.

Y con todo…

Y con todo…

—Dicen que solo era una joven mendiga del Gremio.

¿ Y qué? Era un blanco ofrecido por la oportunidad. No fue culpa mía. La culpa fue tuya. Yo no soy más que el debólver. Los debólveres no matan a las personas. Son las personas las que matan a las personas.

—¡Mataste a Martillogrande! ¡El chico dijo que te disparaste a ti mismo! ¡Y él te había reparado!

¿Acaso esperabas gratitud? Martillogrande hubiese hecho otro debólver.

—¿Y eso era una razón para matarlo?

Desde luego que sí. No comprendes nada.

¿Dónde estaba aquella voz, dentro de su cabeza o en el debólver? No podía estar seguro. Edward había dicho que existía una voz… decía que, podía darte todo lo que quisieras…

Entrar en el Gremio resultó fácil para Angua, incluso con toda la multitud enfurecida. Algunos de los asesinos, los que venían de casas nobles donde tenían grandes perros peludos esparcidos por todas partes de la misma manera en que las gentes de clase inferior tienen alfombras, se habían traído a unos cuantos de ellos consigo. Además, Angua era de pura raza y fue atrayendo miradas llenas de admiración mientras atravesaba los edificios trotando.

Encontrar el pasillo correcto también resultó fácil. Angua recordaba lo que se divisaba desde el gremio contiguo, y contó el número de pisos. En cualquier caso, no tuvo que buscar demasiado. El hedor de los fuegos artificiales flotaba en el aire a lo largo de todo el pasillo.

El pasillo también estaba lleno de asesinos. La puerta de la habitación había sido forzada. Cuando asomó la cabeza por la esquina, Angua vio salir de ella al doctor Cruces con el rostro enrojecido por la ira.

—¿Señor Downey?

Un Asesino de pelo blanco se puso firmes.

—¿Señor?

—¡Quiero que lo encuentren!

—Sí, doctor…

—¡De hecho, quiero que le inhumen! ¡Con Extrema Descortesía! Y voy a fijar la tarifa en diez mil dólares… Los pagaré personalmente, ¿comprende? Libres de impuestos del Gremio, además.

Varios asesinos se alejaron de la multitud sin apresurarse. Diez mil dólares libres de impuestos eran una buena cantidad.

Downey parecía un poco incómodo.

—Doctor, pienso que…

—¿Piensa? ¡No se le paga para que piense! Saben los dioses adonde habrá ido ese idiota. ¡Ordené que registraran todo el recinto! ¿Por qué nadie forzó la puerta?

—Lo siento, doctor. Edward nos dejó hace varias semanas y no pensé que…

—¿No pensó? ¿Para qué se le paga?

—Nunca lo había visto tan enfadado —dijo Gaspode.

Entonces se oyó una tos detrás del jefe de los Asesinos. El doctor Carablanca había salido de la habitación.

—Ah, doctor —dijo el doctor Cruces—. Me parece que quizá sería mejor que fuéramos a hablar de esto en mi estudio, sí.

—Realmente lo siento muchísimo, milord…

—Olvídelo, olvídelo. Ese diablillo se las ha ingeniado para que los dos quedáramos como un par de payasos que… Oh. No es nada personal, por supuesto. Señor Downey, los bufones y los Asesinos mantendrán custodiado este agujero hasta que podamos hacer venir a unos cuantos albañiles mañana por la mañana. Nadie tiene que pasar por él. ¿Lo ha entendido?

—Sí, doctor.

—Muy bien.

—Ese es el señor Downey —dijo Gaspode, mientras el doctor Cruces y el jefe de los Payasos desaparecían pasillo abajo—. Número dos en los Asesinos. —Se rascó la oreja—. Liquidaría al viejo Cruces por un par de peniques si no fuese porque eso va contra las reglas.

Angua fue trotando hacia él. Downey, que se estaba secando la frente con un pañuelo negro, bajó la mirada.

—Vaya, tú eres nueva por aquí —dijo. Miró a Gaspode—. Y veo que el chucho ha vuelto.

—Guau, guau —dijo Gaspode, con su muñón de rabo golpeando el suelo—. Por cierto —añadió dirigiéndose a Angua—, si lo pillas de buen humor suele dar un caramelo de menta. En lo que llevamos de año ha envenenado a quince personas. Es casi tan bueno con los venenos como el viejo Cruces.

—¿Necesito saber eso? —preguntó Angua mientras Downey le daba unas palmaditas en la cabeza.

—Oh, los Asesinos nunca deberían matar a menos que se les esté pagando por ello. La diferencia está en estas pequeñas propinas.

Ahora Angua estaba en posición de ver la puerta. Había un nombre escrito en un trozo de tarjeta metido entre un par de ranuras metálicas.

Edward de M'uerthe.

—Edward de M'uerthe —dijo.

—Ese nombre me suena —dijo Gaspode—. La familia solía vivir al final del Camino de los Reyes. Solían ser tan ricos como Creosoto.

—¿Quién era Creosoto?

—Un cabrón extranjero que era muy rico.

—Oh.

—Pero el bisabuelo tenía una sed terrible, y el abuelo perseguía a cualquier cosa que llevara un vestido de mujer, ya sabes, y el viejo De M'uerthe, bueno, era un hombre muy aseado y siempre estaba sobrio, pero perdió el resto del dinero de la familia porque tenía un punto ciego cuando llegaba el momento de distinguir entre un uno y un once.

—No veo cómo eso puede hacerte perder el dinero.

—Lo hace si crees que puedes jugar a Mutilar a doña Cebolla con los chicos mayores.

La licántropa y el perro volvieron por el pasillo.

—¿Sabes algo acerca del señor Edward? —preguntó Angua.

—Nada de nada. La casa se subastó hace poco. Deudas familiares. No lo he visto por ahí.

—No cabe duda de que eres toda una mina de información —dijo Angua.

—Me muevo mucho. Nadie se fija en los perros. —Gaspode arrugó la nariz. Parecía una trufa marchita—. Maldición. Esto apesta a debólver, ¿verdad?

—Sí. Y hay algo raro en eso —dijo Angua.

—¿El qué?

—Algo que no está del todo bien.

Había otros olores. Calcetines sin lavar, otros perros, el maquillaje graso del doctor Carablanca, la cena de ayer… los olores llenaban el aire. Pero el olor a fuegos artificiales de aquello en lo que Angua ya pensaba automáticamente como el debólver se enroscaba alrededor de todo lo demás, tan acre como el ácido.

—¿Qué es lo que no está bien?

—No lo sé… quizá es el olor del debólver…

—No. Todo empezó aquí. El debólver estuvo guardado aquí durante años.

—Claro. De acuerdo. Bueno, tenemos un nombre. Puede que para Zanahoria signifique algo…

Angua bajó trotando por la escalera.

—Disculpa… —dijo Gaspode.

—¿Sí?

—¿Cómo puedes volver a convertirte en una mujer?

—Me basta con ir a un sitio donde no me dé la luz de la luna y… concentrarme. Así es como funciona.

—Caray. ¿Y eso es todo?

—Si técnicamente es luna llena, entonces puedo Cambiar incluso durante el día si quiero. Solo he de Cambiar cuando estoy expuesta a la luz de la luna.

—¿Y qué pasa con la matalobos?

—¿La matalobos? Es una planta. Una variedad del acónito, creo. ¿Qué pasa con ella?

—¿No te mata?

—Mira, no tienes por qué creer todo lo que oigas decir acerca de los hombres-lobo. Somos tan humanos como cualquier otra persona. La mayor parte del tiempo —añadió.

Ya habían salido del Gremio y estaban yendo hacia el callejón al que ciertamente llegaron, pero ahora este carecíade ciertas características importantes que sí había incluido la última vez que estuvieron allí. La más notable de ellas era el uniforme de Angua, pero aparte de eso también había una carestía absoluta de Apestoso Viejo Ron.

—Maldición.

Contemplaron la extensión de barro vacía.

—¿Tienes más ropa? —preguntó Gaspode.

—Sí, pero solo en la calle Olmo. Este era mi único uniforme.

—¿Y cuando eres humana tienes que ponerte ropa?

—Sí.

—¿Por qué? Yo pensaba que una mujer desnuda se encontraría a gusto en cualquier tipo de compañía, y conste que lo digo sin ningún ánimo de ofender.

—Prefiero la ropa.

Gaspode olisqueó el suelo.

—Bueno, pues entonces vamos —suspiró—. Será mejor que alcancemos a Viejo Apestoso Ron antes de que tu cota de malla se convierta en una botella de Abrazodeoso, ¿verdad?

Angua miró en torno a ella. El olor de Viejo Apestoso Ron era casi tangible.

—De acuerdo. Pero démonos prisa.

¿Hierba lobera? Si pasabas una semana de cada mes con dos piernas y cuatro pezones adicionales, no necesitabas hierbas estúpidas para que tu vida se convirtiera en un problema.

Había multitudes enteras alrededor del Palacio del patricio, y a la puerta del Gremio de Asesinos. Se veía a un montón de mendigos. Su aspecto era bastante desagradable. Tener un aspecto desagradable es algo que forma parte del oficio de un mendigo en cualquier caso, pero el aspecto de aquellos era todavía más desagradable de lo necesario.

La milicia atisbo desde una esquina.

—Hay centenares de personas —dijo Colon—. Y montones de trolls delante de la Guardia Diurna.

—¿Dónde es más espesa la multitud? —preguntó Zanahoria.

—En cualquier sitio donde haya trolls —dijo Colon, y enseguida se dio cuenta de que había metido la pata—. Solo bromeaba —añadió.

—Muy bien —dijo Zanahoria—. Que todo el mundo me siga.

La algarabía cesó de pronto cuando la milicia marchó, trotó, se bamboleó pesadamente y nudilleó hacia la Casa de la Guardia Diurna. Un par de trolls muy grandes les cerraron el paso. La multitud miraba sumida en un silencio expectante.

En cualquier momento, pensó Colon, alguien va a empezar a tirar algo. Y entonces todos vamos a morir.

Levantó la vista. Cabezas de gárgola iban apareciendo con movimientos lentos y espasmódicos a lo largo de los desagües. Nadie quería perderse una buena pelea.

Zanahoria saludó a los dos trolls con una inclinación de cabeza. Colon se fijó en que estaban totalmente cubiertos de liquen.

—Bluejohn y Bauxita, ¿verdad? —dijo Zanahoria.

Bluejohn no pudo evitar asentir. Bauxita era más duro, y se limitó a mirar fijamente a Zanahoria.

—Sois justo lo que andaba buscando —siguió diciendo Zanahoria.

Colon se aferró a su casco como si fuera una lapa de la talla diez que estuviera intentando encaramarse por un caparazón de la talla uno. Bauxita era una avalancha con pies.

—Quedáis reclutados —dijo Zanahoria.

Colon atisbo por debajo del borde del casco.

—Presentaos al cabo Nobbs para recibir vuestras armas. El guardia interino Detritus os administrará el juramento. —Dio un paso atrás—. Bienvenidos a la Guardia de Ciudadanos. Y recordad que cada guardia lleva un bastón de mariscal de campo en su mochila.

Los trolls no se habían movido.

—No voy a estar en una Guardia —dijo Bauxita.

—Nunca había visto a nadie con tanta madera de oficial —dijo Zanahoria.

—¡Eh, no puedes ponerlos en la Guardia! —gritó un enano desde la multitud.

—Vaya, hola, señor Fuerteenelbrazo —dijo Zanahoria—. Me alegro de ver por aquí alguna figura cívica. ¿Por qué no pueden estar en la milicia?

Todos los trolls estaban escuchando con gran atención. Fuerteenelbrazo reparó en que de pronto se había convertido en el centro de la atención general, y titubeó.

—Bueno… para empezar, solo tenéis un enano… —murmuró.

—Yo soy un enano —dijo Zanahoria—. Técnicamente hablando.

Fuerteenelbrazo parecía un poco nervioso. Toda aquella cuestión de la enanez que abrazaba con tanto entusiasmo Zanahoria resultaba bastante difícil de entender para los enanos más orientados hacia la política.

—Eres un poco grande —dijo, no ocurriéndosele nada mejor que decir.

—¿Grande? ¿Qué tiene que ver el tamaño con ser un enano? —quiso saber Zanahoria.

—Mmm… ¿Mucho? —susurró Cuddy.

—Una observación muy acertada —dijo Zanahoria—. Sí, es una observación realmente muy acertada. —Fue recorriendo las caras con la mirada—. Bien. Necesitamos unos cuantos enanos honrados y respetuosos con la ley… tú, ese de ahí…

—¿Yo? —dijo un enano desprevenido.

—¿Tienes alguna convicción previa?

—Bueno, no sé… supongo que solía creer muy firmemente en que más vale pájaro en mano…

—Estupendo. Y ahora escogeré a… vosotros dos… y a ti. Cuatro enanos más, ¿de acuerdo? Ahora ya no os podéis quejar, ¿eh?

—No voy a estar en una guardia —volvió a decir Bauxita, pero ahora la incertidumbre modulaba su tono.

—Ahora no podéis iros, trolls —dijo Detritus—. De otra manera, demasiados enanos. Eso son números, eso es lo que son.

—¡No me voy a unir a ninguna Guardia! —dijo un enano.

—No eres lo bastante hombre, ¿eh? —dijo Cuddy.

—¿Qué? ¡Yo valgo tanto como cualquier maldito troll!

—Bueno, pues entonces ya está todo resuelto —dijo Zanahoria, frotándose las manos—. ¿Agente titular Cuddy?

—¿Señor?

—Eh —dijo Detritus—, ¿cómo que de pronto él ya agente del todo?

—Porque los reclutas enanos han quedado a su cargo —dijo Zanahoria—. Y tú tienes a tu cargo a los reclutas trolls, agente titular Detritus.

—¿Yo pleno agente titular con todos los reclutas trolls a mi cargo?

—Por supuesto. Y ahora, guardia interino Bauxita, si tiene la bondad de dejarme pasar…

Detrás de Zanahoria, Detritus inhaló profundamente y con orgullo.

—No voy a…

—¡Guardia interino Bauxita! ¡Poniéndose firmes, ya mismo horrible troll grandullón! ¡Saludando ahora mismo! ¡Dejando pasar al cabo Zanahoria! ¡Vengan aquí, par de trolls! Uno… y dos… y tres… ¡y cuatro! ¡Ahora estáis en la Guardia! ¡Aaargh, no puedo creer lo que está viendo mi ojo! ¿De dónde eres, Bauxita?

—De la Montaña de Tajada, pero…

—¡De la Montaña de Tajada! ¿De la Montaña de Tajada? —Detritus se miró los dedos por un instante, y luego se apresuró a esconderlos detrás de la espalda—. ¡En la Montaña de Tajada solo hay dos cosas! Rocas… y… y… —Manoteó frenéticamente—. ¡Y otras clases de rocas! ¿De qué clase eres tú, Bauxita?

—¿Qué demonios está pasando aquí?

La puerta de la Casa de la Guardia se había abierto. El capitán Quirke salió por ella, espada en mano.

—¡Horrible par de trolls! Ahora levantad la mano derecha y repetid juramento troll…

—Ah, capitán —dijo Zanahoria—. ¿Podríamos hablar un momento?

—Se ha metido en un buen lío, cabo Zanahoria —rugió Quirke—. ¿Quién se cree usted que es?

—¡Haré todo lo que se me diga…!

—Yo no quiero estar en una…

¡Bam!

—¡Haré todo lo que se me diga…!

—Soy el hombre que estaba disponible en estos momentos, capitán —dijo Zanahoria jovialmente.

—Bueno, hombre disponible, aquí yo soy el oficial superior al mando y le aseguro que ya puede…

—Una observación muy interesante —dijo Zanahoria, sacando su cuaderno negro del bolsillo—. Le relevo del mando.

—… de lo contrario, me darán patadas en la goohulaag cabeza

—… de lo contrario, me darán patadas en la goohulaag cabeza

—¿Qué…? ¿Se ha vuelto usted loco?

—No, señor, pero he optado por creer que usted sí. Existen ciertas normas establecidas para el caso de que se presente esta eventualidad.

—¿Dónde está su autoridad? —Quirke miró a la multitud—. ¡Ja! Supongo que ahora me dirá que esta turba armada es su autoridad, ¿eh?

Zanahoriapuso cara de perplejidad.

—No. Las Leyes y Ordenanzas de Ankh-Morpork, señor. Está todo allí. ¿Puede decirme con qué evidencias cuenta contra el prisionero Caradecarbón?

—¿Ese maldito troll? ¡Es un troll!

—¿Sí?

Quirke miró alrededor.

—Oiga, no hace falta que le diga que con todo el mundo aquí presente…

—De hecho, y según las reglas, tiene que hacerlo. Por eso lo llaman evidencia. Significa «aquello que está a la vista».

—¡Oiga! —siseó Quirke, inclinándose hacia Zanahoria—. Es un troll. Es tan culpable como el infierno de algo. ¡Todos lo son!

Zanahoriasonrió alegremente.

Colon había llegado a conocer aquella sonrisa. Cuando sonreía de aquella manera, el rostro de Zanahoria parecía volverse un poco cerúleo y empezaba a relucir.

—¿Y usted le encerró por eso?

—¡Claro!

—Oh. Ya veo. Ahora lo entiendo.

Zanahoria diomedia vuelta.

—No sé qué se piensa que es us… —empezó a decir Quirke.

La gente apenas vio moverse a Zanahoria. Solo hubo una mancha borrosa, un sonido como el de un bistec depositado bruscamente encima de una tabla de trinchar, y de pronto el capitán estaba yaciendo sobre los adoquines.

Un par de miembros de la Guardia Diurna aparecieron cautelosamente en el hueco de la puerta.

Entonces todo el mundo fue súbitamente consciente de una especie de traqueteo metálico. Nobby estaba haciendo girar la maza de armas al final de su cadena, salvo que como la bola erizada de pinchos era muy pesada, y como la diferencia entre Nobby y un enano era más de especie que de altura, lo que ocurría era más bien que ambos orbitaban alrededor del otro. Si la soltaba, había la misma probabilidad de que el objetivo fuera alcanzado por una bola erizada de pinchos que la de que fuera alcanzado por un cabo Nobbs. Ninguna de las dos perspectivas resultaba demasiado agradable.

—Baja eso, Nobby —siseó Colon—. No creo que vayan a crearnos problemas…

—¡Es que no puedo soltarlo, Fred!

Zanahoria se chupó los nudillos.

—¿Le parece que esto puede incluirse en el apartado de «mínima fuerza necesaria», sargento? —preguntó. Parecía estar sinceramente preocupado.

—¡Fred! ¡Fred! ¿Qué voy a hacer?

Nobby se había convertido en un borrón aterrorizado. Cuando estás haciendo girar una bola llena de pinchos sujeta a una cadena, la única opción realista es continuar moviéndote. Quedarse quieto enseguida se convierte en una interesante pero breve demostración de una espiral en acción.

—¿Todavía respira? —preguntó Colon.

—Oh, sí. Me aseguré de no darle muy fuerte.

—Pues a mí eso me suena como lo bastante mínimo, señor —dijo Colon con lealtad.

¡Freeeeeed!

Zanahoria extendió distraídamente la mano cuando la maza de armas pasaba zumbando junto a él y la agarró por la cadena. Luego la lanzó contra la pared, donde quedó clavada.

—Eh, los que estáis dentro de la Casa de la Guardia —dijo después—. Ya podéis salir.

Cinco hombres salieron de ella, dando un rodeo cauteloso alrededor de su capitán caído en el suelo.

—Bien. Ahora id y traed a Caradecarbón.

—Ejem… Está de bastante mal humor, cabo Zanahoria.

—Por lo de haber tenido que estar encadenado al suelo —aclaró otro guardia.

—Bueno, veamos —dijo Zanahoria.—. El caso es que se ha de desencadenar ahora mismo. —Los hombres se removieron nerviosamente, posiblemente acordándose de un antiguo proverbio que resultaba muy apropiado para la ocasión.[26] Zanahoriaasintió—. No os pediré que lo hagáis vosotros, pero me permito sugerir que os toméis unos cuantos días libres —dijo.

—Quirm es muy bonito en esta época del año —dijo el sargento Colon, queriendo ayudar—. Tienen un reloj floral.

—Ejem… pues dado que lo menciona… el caso es que tengo pendientes unos cuantos permisos por enfermedad —dijo uno de ellos.

—Me parece que si te quedas por aquí, hay muchas probabilidades de que termines disfrutándolos —dijo Zanahoria.

Se fueron tan deprisa como permitía la decencia. La multitud apenas si les prestó atención. Zanahoriaseguiría siendo mucho más interesante de observar durante un tiempo.

—Bien —dijo Zanahoria—. Detritus, llévate a algunos hombres y saca al prisionero.

—No veo por qué… —empezó a decir un enano.

—Cierra la boca, hombre horrible —dijo Detritus, ebrio de poder.

Se habría podido oír caer la hoja de una guillotina.

En la multitud, un gran número de manos nudosas de distintos tamaños empuñaron toda una variedad de armas ocultas.

Todo el mundo miró a Zanahoria.

Eso había sido lo más extraño de todo, recordaríaColon más tarde. Todo el mundo miró a Zanahoria.

Gaspode olisqueó un farol.

—Veo que Shep Tres Patas vuelve a tener problemas con el estómago —dijo—. Y el viejo Willy el Cachorro ha vuelto a la ciudad.

Para un perro, un poste o un farol colocados en el sitio apropiado son un calendario social.

—¿Dónde estamos? —preguntó Angua.

Había muchos olores distintos, tantos que costaba bastante seguir el rastro de Viejo Apestoso Ron.

—En algún lugar de Las Sombras —dijo Gaspode—. En la calle Corazón, a juzgar por el olor. —Fue olisqueando el suelo—. Ah, aquí está otra vez, el pequeño…

—'ola, Gaspode…

Era una voz grave y áspera, una especie de susurro arenoso. Provenía de algún lugar de un callejón.

—¿Quién es tu amiguita, Gaspode?

Hubo una risita burlona.

—Ah —dijo Gaspode—. Uh. Hola, chicos.

Dos perros salieron del callejón. Eran enormes. Sus especies eran indeterminadas. Uno de ellos era negro como el azabache y parecía un pit bull terrier cruzado con una picadora de carne. El otro… el otro parecíaun perro cuyo nombre era casi sin lugar a dudas carnicero.

Los dos juegos de colmillos de sus mandíbulas habían crecido tanto que el perro parecía contemplar el mundo a través de unos barrotes. También tenía las patas arqueadas, aunque cualquier clase de comentario al respecto probablemente sería desaconsejable si es que no suicida.

La cola de Gaspode vibró con nerviosismo.

—Estos son mis amigos Roger el Negro y…

—¿Carnicero? —sugirió Angua.

—¿Cómo lo has sabido?

—Pura suerte —dijo Angua.

Los dos perrazos se habían ido moviendo de tal manera que ahora estaban flanqueándolos.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Roger el Negro—. ¿Y quién es esta?

—Angua —dijo Gaspode—. Es una…

—… perra loba —dijo Angua.

Los dos perros seguían paseándose alrededor de ellos con miradas ávidas.

—¿Gran Fido ya sabe de ella? —preguntó Roger el Negro.

—Yo solo… —empezó a decir Gaspode.

—Bueno, bueno —dijo Roger el Negro—, supongo que querréis venir con nosotros. Hoy es noche del Gremio.

—Claro, claro —dijo Gaspode—. No hay problema.

Podría vérmelas sin problemas con cualquiera de ellos, pensó Angua. Pero no con los dos a la vez.

La licantropía significaba poseer la destreza y la fuerza en las mandíbulas necesaria para abrirle instantáneamente la yugular a un hombre. Era un truco habitual en el padre de Angua que siempre había irritado mucho a su madre, especialmente cuando lo ponía en práctica justo antes de las comidas. Pero Angua nunca había sido capaz de decidirse a hacerlo. Ella prefería la opción vegetariana.

—'ola —le dijo Carnicero, directamente en la oreja.

—No te preocupes por nada —gimoteó Gaspode—. Yo y Gran Fido somos… muy amigos.

—¿Qué estás intentando hacer? ¿Cruzarlas garras? No sabía que los perros pudieran hacer eso.

—No podemos —dijo Gaspode miserablemente.

Otros perros fueron saliendo de las sombras mientras Angua y Gaspode eran medio conducidos y medio empujados por callejones que ya ni siquiera eran callejones, sino meros huecos entre paredes. Estos terminaron llevando a una extensión de terreno vacío, nada más que un gran pozo de luz para los edificios que se alzaban alrededor de ella. En un rincón había un barril enorme puesto de lado, con un trozo de manta medio mordisqueado dentro. Un gran número de perros estaban esperando alrededor del barril, con expresiones expectantes: algunos de ellos solo tenían un ojo, algunos de ellos solo tenían una oreja, todos ellos tenían cicatrices, y todos ellos tenían dientes.

—Vosotros dos esperad aquí —dijo Roger el Negro.

—Y no intentéis huir —dijo Carnicero—, porque el que se te coman los intestinos a menudo ofende.

Angua bajó la cabeza hasta el nivel de Gaspode. El perrito estaba temblando.

—¿En qué me has metido? —gruñó—. Este es el Gremio de Perros, ¿verdad? ¿Una banda de chuchos sin hogar?

—¡Chist! ¡No digas eso! No son chuchos sin hogar. Oh, cielos. —Gaspode miró alrededor—. No creas que cualquier sabueso puede ingresar en el Gremio de Perros. Oh, no, de eso nada. Estos son perros que han sido… —bajó la voz—… er… malos.

—¿Perros que han sido malos?

—Perros que han sido malos, sí. Eres un perrito muy travieso. Dale un buen cachete. Perro malo —musitó Gaspode, como si recitara alguna horrible letanía—. Cada perro que ves aquí, sí, cada perro… se escapó de su casa. Huyó de su dueño.

—¿Y eso es todo?

—¿Todo? ¿Todo? Bueno. Oh, claro. Tú no eres exactamente lo que se dice un perro. No puedes entenderlo. Nunca sabrás qué es lo que se siente. Pero Gran Fido… se lo dijo. Liberaos de las cadenas que os oprimen, dice. Morded la mano que os alimenta. Levantaos y aullad. Les dio orgullo —dijo Gaspode, con su voz siendo una mezcla de miedo y fascinación—. Se lo dijo. Cualquier perro que descubre no comportándose como un espíritu libre… Bueno, ese perro es perro muerto. La semana pasada Gran Fido mató a un dóberman, solo porque meneó la cola cuando un humano pasaba junto a él.

Angua miró a algunos de los perros. Todos estaban sucios y tenían aspecto de abandonados. También eran, de una extraña manera, muy poco perrunos. Había un pequeño perro de lanas más bien elegante que todavía conservaba los restos ya demasiado crecidos de su corte de perro de lanas, y un perrito faldero con los maltrechos restos de una chaqueta de lana colgando aún de sus hombros. Pero no ladraban, ni formaban grupos. Todos tenían una mirada llena de concentración que Angua ya había visto antes, si bien nunca en perros.

Gaspode estaba temblando visiblemente. Angua fue hacia el perro de lanas. Aun había un collar adornado con diamantitos visible debajo del sucio pelaje.

—Ese Gran Fido, ¿es alguna clase de lobo, o qué? —le preguntó Angua.

—Espiritualmente, todos los perros son lobos —dijo el perro de lanas—, pero han sido cínica y cruelmente apartados de su verdadero destino por las manipulaciones de la así llamada humanidad.

Sonaba como una cita.

—¿Gran Fido dijo eso? —se atrevió a preguntarle Angua.

El perro de lanas volvió la cabeza y entonces Angua vio sus ojos por primera vez. Eran rojos, y estaban llenos de enloquecida furia asesina. Cualquier cosa que tuviera unos ojos semejantes podía matara todo lo que quisiera porque la locura, la auténtica locura, puede hacer que un puño atraviese una tabla.

—Sí —dijo Gran Fido.

Había sido un perro normal. Había jadeado, y se había acostado boca arriba, y había obedecido, y había ido a traer cosas cuando se las tiraban para que fuera a traerlas. Todas las noches lo sacaban a dar un paseo.

Cuando ocurrió, no hubo ningún súbito destello de luz. Una noche el perro estaba acostado dentro de su cesta y empezó a pensar en su nombre, que era Fido, y en el nombre de la cesta, que era Fido. Y pensó en su manta con Fido escrito en ella, y en su cuenco con Fido escrito en él y, por encima de todo, meditó en el collar con Fido escrito en él, y en algún rincón de las profundidades de su cerebro algo encajó con un suave chasquido y entonces se comió la manta, hizo pedazos a su dueño y saltó por la ventana de la cocina. En la calle, un labrador que tenía cuatro veces el tamaño de Fido se había burlado de su collar, y treinta segundos después huía gimoteando.

Aquello solo había sido el principio.

La jerarquía perruna no tenía nada de complicada. Fido se había limitado a ir preguntando por ahí, generalmente con voz ahogada porque tenía la pata de alguien entre las fauces, hasta que localizó al líder de la mayor banda de perros salvajes de la ciudad. La gente —es decir, los perros— todavía hablaba del combate que había tenido lugar entre Fido y Ladrador Rabioso Arthur, un rottweiler que tenía un solo ojo y muy mal genio. Pero la mayoría de los animales no luchan hasta la muerte, solo hasta la derrota, y Fido era imposible de derrotar porque Fido simplemente era un diminuto rayo asesino con un collar. Se había mantenido agarrado adistintas partes de Ladrador Rabioso Arthur hasta que Ladrador Rabioso Arthur se dio por vencido y entonces, para gran asombro suyo, Fido lo había matado. Había algo inexplicablemente resuelto en aquel perro: podrías haber estado dándole de garrotazos durante cinco minutos, y aun así lo que quedara de él hubiera seguido sin darse por vencido y más valdría que no le dieras la espalda.

Porque Gran Fido tenía un sueño.

—¿Hay algún problema? —preguntó Zanahoria.

—Ese troll insultó a ese enano —dijo Fuerteenelbrazo el enano.

—Oí cómo el guardia titular Detritus le daba una orden al guardia interino… Hrolf Pijama —dijo Zanahoria—. ¿Qué problema hay en eso?

—¡Que Detritus es un troll!

—¿Y bien?

—¡Insultó a un enano!

—Bueno, de hecho es un término técnico militar que… —dijo el sargento Colon.

—¡Da la casualidad de que hoy ese maldito troll me salvó la vida! —gritó Cuddy.

—¿Para qué?

—¿Para qué? ¿Cómo que para qué? ¡Pues porque era mi vida, para eso! Da la casualidad de que le tengo mucho apego.

—No pretendía decir que…

—¡Tú cállate, Abba Fuerteenelbrazo! ¡Qué sabes tú de nada, pedazo de civil! ¿Por qué eres tan estúpido? ¡Aaargh! ¡Llevo demasiado tiempo en esto para que me vengas con esta mierda!

Una sombra se alzó en el umbral. Caradecarbón era una forma básicamente horizontal, una oscura masa formada por líneas de fractura y superficies desnudas. Sus ojos relucían con rojizo recelo.

—¡Y ahora lo vais a dejar marchar! —gimió un enano.

—Eso es porque no tenemos ninguna razón para mantenerlo encerrado —dijo Zanahoria—. Quienquiera que haya matado al señor Martillogrande era lo bastante pequeño para entrar por la puerta de un enano. Un troll de sus dimensiones nunca podría hacer eso.

—¡Pero todo el mundo sabe que es un troll malo! —gritó Fuerteenelbrazo.

—Yo nunca hecho nada —dijo Caradecarbón.

—No puede soltarle ahora, señor —susurró Colon—. ¡Le destrozarán!

—Yo nunca hecho nada.

—Buena observación, sargento. ¡Guardia titular Detritus!

—¿Señor?

—Tómele juramento como voluntario.

—Yo nunca hecho nada.

—¡No puedes hacer eso! —gritó el enano.

—No estaré en ninguna Guardia —gruñó Caradecarbón.

Zanahoria se inclinó hacia él.

—Ahí fuera hay cien enanos. Con hachas muy grandes —murmuró.

Caradecarbón parpadeó.

—Me alistaré.

—Tómele juramento, guardia titular.

—¿Permiso para enrolar a otro enano, señor? ¿Para mantener la paridad?

—Adelante, guardia titular Cuddy.

Zanahoria se quitó el casco y se secó la frente.

—Bueno, pues entonces creo que eso es todo —dijo.

La multitud lo estaba mirando.

Zanahoria sonrió alegremente.

—Nadie tiene que quedarse aquí a menos que quiera hacerlo —dijo Zanahoria.

—Yo nunca hecho nada.

—Sí… pero… mira —dijo Fuerteenelbrazo—. Si él no mató al viejo Martillogrande, ¿quién lo hizo?

—Yo nunca hecho nada.

—Nuestras investigaciones están siguiendo su curso.

—¡No lo sabes!

—Pero lo voy a averiguar.

—¿Oh, sí? ¿Y cuándo lo sabrás, si tienes la amabilidad de decírmelo?

—Mañana.

El enano titubeó.

—De acuerdo, entonces —terminó diciendo, de muy mala gana—. Mañana. Pero más vale que sea mañana.

—De acuerdo —dijo Zanahoria.

La multitud se dispersó, o al menos dejó de estar tan apretujada como antes. Tanto si es un troll como si es un enano o un humano, un ciudadano de Ankh-Morpork nunca estará demasiado dispuesto a moverse mientras todavía quede por ver un poco de teatro callejero.

El guardia titular Detritus, con el pecho tan hinchado por el orgullo y la pomposidad que los nudillos apenas le tocaban el suelo, pasó revista a sus tropas.

—¡Escuchadme bien, horribles trolls!

Hizo una pausa mientras los pensamientos siguientes iban poniéndose en posición.

—¡Escuchadme con mucha atención! ¡Estás en la Guardia, muchacho! ¡Un trabajo con oportunidades! —dijo Detritus—. ¡Yo solo llevo diez minutos haciéndolo y ya me han ascendido! ¡También recibes educación y adiestramiento para un buen trabajo en la calle Civil!

»Esto es vuestro garrote con un clavo en él. Lo comeréis. ¡Dormiréis con él! Cuando Detritus dice "Salta", tú dices… ¡qué color! ¡Vamos a hacer esto siguiendo el orden de los números! ¡Y tengo montones de números!

—Yo nunca hecho nada.

—¡Tú, Caradecarbón, a ver si espabilas un poco porque tienes un botón de mariscal de campo en tu mochila!

—Yo tampoco cogido nunca nada.

—¡Venga! ¡Al suelo y hazme treinta y dos! ¡No! ¡Que sean sesenta y cuatro!

El sargento Colon se pellizcó el puente de la nariz. Estamos vivos, pensó. Un troll insultó a un enano delante de un montón de otros enanos. Caradecarbón… quiero decir, Caradecarbón, lo que quiero decir es que, bueno, en comparación con él Detritus es el señor Limpio… está libre y ahora es un guardia. Zanahoria dejó tumbado en el suelo de un puñetazo a Mayonesa. Zanahoria ha dicho que mañana lo tendríamos todo aclarado, y ya ha oscurecido. Pero estamos vivos.

El cabo Zanahoria está loco.

Escucha a esos perros. Con este calor, todo el mundo tiene los nervios de punta.

Angua oía aullar a los otros perros y pensaba en los lobos.

Había corrido con la manada unas cuantas veces, y conocía a los lobos. Aquellos perros no eran lobos. Los lobos eran criaturas pacíficas, en general, y bastante simples. Ahora que pensaba en ello, el líder de la manada había sido bastante parecido a Zanahoría. Zanahoriaencajaba en la ciudad de la misma maneraen que aquel lobo encajabaen los bosques de las montañas.

Los perros eran más listos que los lobos. Los lobos no necesitaban la inteligencia. Tenían otras cosas. Pero los perros… Bueno a ellos la inteligencia se la habían dado los humanos. Tanto si la querían como si no. Eran ciertamente más sanguinarios que los lobos. Eso también lo habían obtenido de los humanos.

Gran Fido estaba convirtiendo a su banda de perros callejeros en aquello que los ignorantes creíanque era una manada de lobos: una especie de máquina peluda de matar.

Angua miró a su alrededor.

Perros grandes, perros chicos, perros gordos, perros flacuchos. Todos miraban al perro de lanas con los ojos encendidos mientras hablaba.

Sobre el Destino.

Sobre la Disciplina.

Sobre la Superioridad Natural de la Raza Canina.

Sobre Lobos. Solo que los lobos de la visión de Gran Fido no eran lobos tal como los conocía Angua. Eran más grandes, más feroces, más sabios, los lobos del sueño de GranFido. Eran Reyes del Bosque, Terrores de la Noche. Tenían nombres como Colmillo Veloz y Lomo Plateado. Eran lo que cada perro debería aspirar a ser.

Gran Fido había dado su aprobación a Angua. Se parecía mucho a un lobo, había dicho.

Todos escuchaban, totalmente fascinados, a un perrito que iba soltando pedorretas nerviosas mientras hablaba y les contaba que la forma natural para un perro era mucho más grande. Angua se hubiese reído, de no ser por el hecho de que tenía serias dudas de que fuera a salir viva de allí.

Y luego vio lo que le ocurría a un chucho con aspecto de rata que fue llevado a rastras al centro del círculo por un par de terriers y acusado de haber cogido un palo que lanzó un humano. Ni siquiera los lobos le hacían eso a otros lobos. No existía ningún código de conducta lupina. No había ninguna necesidad de que lo hubiera. Los lobos no necesitaban reglas acercadel ser lobos.

Cuando la ejecución hubo terminado, Angua encontró a Gaspode sentado en un rincón y tratando de pasar desapercibido.

—¿Nos perseguirán si nos largamos ahora? —le preguntó Angua.

—No lo creo. La reunión ha terminado, ¿ves?

—Pues entonces vamos.

Salieron a un callejón y, cuando estuvieron seguros de que nadie se había dado cuenta de que se iban, echaron a correr.

—Cielos —dijo Angua, cuando hubieron interpuesto varias calles entre ellos y la multitud de perros—. Está loco, ¿verdad?

—No, la locura es cuando te sale espuma por la boca —dijo Gaspode—. Gran Fido está desquiciado. Eso es cuando te echa espuma el cerebro.

—Todas esas cosas que dijo sobre los lobos…

—Supongo que un perro tiene derecho a soñar —dijo Gaspode.

—¡Pero los lobos no son así! ¡Ni siquiera tienen nombres!

—Todo el mundo tiene un nombre.

—Los lobos no. ¿Por qué deberían tenerlo? Ellos saben quiénes son, y saben quién es el resto de la manada. Todo es… una imagen. Olor y sensación y forma. ¡Los lobos ni siquiera tienen una palabra para referirse a los lobos! No funcionan así. Los nombres son cosas humanas.

—Los perros tienen nombres. Yo tengo un nombre. Gaspode. Ese es mi nombre —dijo Gaspode, en un tono un poco malhumorado.

—Bueno… no puedo explicar por qué —dijo Angua—. Pero los lobos no tienen nombres.

La luna ya estaba alta en un cielo tan negro como una taza de café que no fuese nada negro.

Su luz convertía la ciudad en una red de líneas plateadas y sombras.

Hubo un tiempo en el que la Torre del Arte había sido el centro de la ciudad, pero las ciudades tienden a migrar delicadamente con el tiempo y ahora el centro de Ankh-Morpork se encontraba a varios centenares de metros de allí. Aun así, la torre todavía dominaba la ciudad. Su negra forma se elevaba ante el cielo nocturno, arreglándoselas para parecer más negra de lo que sugerirían unas meras sombras.

Casi nadie alzaba nunca la mirada hacia la Torre del Arte, porque siempre estaba allí. No era más que una cosa. La gente casi nunca mira las cosas familiares.

Hubo un levísimo tintineo de metal chocando contra la piedra. Por un instante, cualquiera que estuviese cerca de la Torre del Arte y seencontrara mirando exactamente hacia el lugar adecuado podría haber imaginado que estaba viendo cómo un retazo de oscuridad todavía más negra iba avanzando, lenta pero inexorablemente, hacia lo alto de la torre.

La luz de la luna se reflejó por un instante en un delgado tubo metálico, colgado a través de la espalda de la figura. Luego el tubo volvió a entrar en las sombras cuando continuó subiendo hacia arriba.

La ventana estaba firmemente cerrada.

—Pero si siempre la deja abierta —protestó Angua.

—Esta noche puede que la haya cerrado —dijo Gaspode—. Hay un montón de gente rara rondando por ahí.

—Pero ella ya sabe cómo es la gente rara —dijo Angua—. ¡La mayor parte vive en su casa!

—Tendrás que volver a convertirte en humana y romper la ventana.

—¡No puedo hacer eso! ¡Estaría desnuda!

—Bueno, ahora estás desnuda, ¿no?

—¡Pero soy una loba! ¡Eso es diferente!

—Yo nunca he llevado nada encima en toda mi vida, y eso nunca me ha molestado.

—La Casa de la Guardia —musitó Angua—. En la Casa de la Guardia habrá algo. Una cota de malla de repuesto, al menos. Una sábana o algo. Y la puerta no cierra bien. Vamos.

Echó a trotar calle abajo, con Gaspode siguiéndola sin dejar de gimotear.

Alguien estaba cantando.

—Caray —dijo Gaspode—, mira eso.

Cuatro guardias los dejaron atrás andando lentamente. Dos enanos, dos trolls. Angua reconoció a Detritus.

—¡Venga, venga, venga! ¡Vosotros sin duda los reclutas más horribles que yo veo nunca! ¡Levantad esos pies!

—¡Yo nunca hecho nada!

—¡Ahora haces algo por primera vez en tu horrible vida, guardia interino Caradecarbón! ¡En la Guardia se lleva una vida de hombre!

El pelotón dobló la esquina.

—¿Qué ha estado ocurriendo? —preguntó Angua.

—A mí que me registren. Quizá podría saber algo más si uno deellos se parara a echar una meadita.

Había una pequeña multitud alrededor de la Casa de la Guardia en Pseudópolis Yard. También parecían ser guardias. El sargento Colon estaba de pie debajo de un farol parpadeante, escribiendo en su tablilla mientras hablaba con un hombrecillo que tenía un bigote imponente.

—¿Y su nombre, caballero?

—¡SILAS! ¡FAJODEMOLESTIAS!

—¿Antes no era usted pregonero de la ciudad?

—¡ESO ES!

—Claro. Que le den su penique. ¿Guardia titular Cuddy? Uno para su destacamento.

—¿QUIÉN ES EL GUARDIA TITULAR CUDDY? —preguntó Fajodemolestias.

—Aquí abajo, señor.

El hombre miró hacia abajo.

—¡PERO TÚ ERES… UN ENANO! YO NUNCA…

—¡Póngase firmes cuando esté hablando con un oficial superiormente superior! —aulló Cuddy.

—Verá, Fajodemolestias, lo que ocurre es que en la Guardia no hay enanos, trolls o humanos —dijo Colon—. Aquí solo hay guardias, ¿comprende? Eso es lo que dice el cabo Zanahoria. Naturalmente, si prefiere estar en el destacamento del guardia titular Detritus…

—ME GUSTAN LOS ENANOS —se apresuró a decir Fajodemolestias—, SIEMPRE ME HAN GUSTADO. NO ES QUE HAYA NINGUNO EN LA GUARDIA, CUIDADO —añadió, después de apenas un segundo de reflexión.

—Aprendes deprisa. Llegarás lejos en el ejército de este hombre —dijo Cuddy—. Cualquier día podrías tener un trasero de mariscal de campo en tu servilleta. ¡Aaaa-ten-ción! Paso ligero, vamos, vamos, vamos…

—Con este ya llevamos cinco voluntarios —le dijo Colon al cabo Nobbs, mientras Cuddy y su nuevo recluta se perdían en la oscuridad—. Hasta el decano de la Universidad intentó alistarse. Asombroso.

Angua miró a Gaspode, quien se encogió de hombros.

—Bien, no cabe duda de que Detritus los está poniendo firmes muy deprisa —dijo Colon—. En diez minutos ya son masilla en sus manos. Ojo —añadió—, en diez minutos cualquier cosa es masilla en sus manos. Eso me recuerda al sargento instructor que tuve cuando entré en el ejército.

—Era un tipo duro, ¿eh? —dijo Nobby, encendiendo un cigarrillo.

—¿Duro? ¿Duro? ¡Caray! ¡Trece semanas de pura miseria, eso es lo que fueron! ¡Correr veinte kilómetros cada mañana, hasta el cuello de barro la mitad de ese tiempo, y él chillando como un descosido y maldiciéndonos durante cada momento del día! ¡Una vez me tuvo levantado toda la noche limpiando los lavabos con un cepillo de dientes! ¡Nos atizaba con un palo lleno de pinchos para sacarnos de la cama! Teníamos que dejarnos la piel por ese hombre, odiábamos sus malditas tripas y le habríamos dado una buena tunda si alguno de nosotros hubiera tenido el valor necesario para hacerlo pero, naturalmente, ninguno de nosotros llegó a hacerlo. Ese sargento instructor nos hizo pasar por tres meses de muerte en vida. Pero… sabes… después del desfile cuando hubimos terminado el adiestramiento… al vernos vestidos con nuestros uniformes nuevos y todo eso, por fin auténticos soldados, viendo aquello en lo que nos habíamos convertido… bueno, vimos al sargento en el bar y, bueno… no me importa confesártelo… —Los perros vieron cómo Colon se secaba la sospecha de una lágrima—. Yo, Tolón Jackson y Cochino Spuds le esperamos en el callejón y le dimos tal paliza que mis nudillos tardaron tres días en curarse. —Colon se sonó la nariz—. Días felices… ¿Te apetece un caramelo hervido, Nobby?

—Pues no me importaría comerme uno, Fred.

—Dale uno al perrito —dijo Gaspode.

Colon así lo hizo, y luego se preguntó por qué.

—¿Ves? —dijo Gaspode, triturando el caramelo hervido entre sus espantosos dientes—. Soy brillante. Sí, soy realmente brillante.

—Será mejor que reces para que Gran Fido no llegue a enterarse —dijo Angua.

—Qué va. Él nunca me tocaría. Le preocupo. Tengo el Poder. —Se rascó una oreja vigorosamente—. Oye, no tienes por qué volver a entrar ahí. Podríamos ir y…

—No.

—La historia de mi vida —dijo Gaspode—. Ahí está Gaspode. Dale una patada.

—Creía que tenías esa gran familia feliz a la cual regresar —dijo Angua mientras abría la puerta empujándola.

—¿Eh? Oh, sí. Claro —se apresuró a decir Gaspode—. Sí. Pero me gusta mi, especie de, independencia. Puedo volver a casa como una exhalación en cualquier momento que lo desee.

Angua subió por la escalera con unos cuantos saltos y abrió la puerta más próxima empujándola con la pata.

Era el dormitorio de Zanahoria. El olor de su persona, una especie de color de un rosa dorado, lo llenaba de un extremo a otro.

Había un dibujo de una mina de enanos clavado con cuidado a una pared. Otra pared contenía una gran hoja de papel barato encima de la cual había sido dibujado, en cuidadosos trazos de lápiz y con muchas tachaduras y sitios borrados, un mapa de la ciudad.

Delante de la ventana, allí donde la pondría una persona que lo hiciera todo a conciencia para sacar el máximo provecho posible de la luz disponible y no tener que desperdiciar demasiadas velas de la ciudad, había una mesita. Encima de ella había unas cuantas hojas de papel, y un tazón lleno de lápices. También había una silla vieja, y una hoja de papel estaba doblada y metida debajo de una pata un poco floja que la hacía bailar.

Y eso, aparte de un arcón para la ropa, era todo. Le recordó a Angua la habitación de Vimes. Aquel era un sitio al que alguien venía a dormir, no a vivir.

Angua se preguntó si había habido alguna vez un tiempo en el que alguien de la Guardia estuviera realmente libre de servicio. No podía imaginarse al sargento Colon vestido de civil. Cuando se era un guardia, se era guardia todo el tiempo, lo cual era un buen negocio para la ciudad porque solo te pagaba para que fueses un guardia durante diez horas al día.

—Está bien —dijo—. Puedo utilizar una sábana de la cama. Cierra los ojos.

—¿Por qué? —preguntó Gaspode.

—¡Por decencia!

Gaspode se quedó inexpresivo. Entonces dijo:

—Ah, ya lo cojo. Ya lo creo que sí. Madre mía, será mejor que no vea a una mujer desnuda. No vaya a ser que me entren ideas raras. Hay que tener cuidado con esas cosas.

—¡Ya sabes a qué me refiero!

—No puedo decir que lo sepa. No, realmente no puedo decir que lo sepa. La ropa nunca ha sido lo que tú podrías llamar una cosa que le quite el comosellame a los perros. —Gaspode se rascó la oreja—. Vaya, he usado dos variables metasintácticas. Lo siento.

—Contigo es diferente. Tú sabes lo que soy. Y en cualquier caso, la desnudez es algo natural para los perros.

—Igual que para los humanos…

Angua cambió.

Las orejas de Gaspode se pegaron a su cabeza, yno pudo evitar soltar un gemido.

Angua se desperezó.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo—. El pelo. Luego cuesta horrores quitarle los enredos. Y además tengo los pies llenos de barro.

Cogió una sábana de la cama y se envolvió en ella como si fuera una toga improvisada.

—Ya está —dijo—. En la calle se ven cosas peores cada día. ¿Gaspode?

—¿Qué?

—Ahora ya puedes abrir los ojos.

Gaspode parpadeó. Angua era agradable a la vista en ambas formas, pero el par de segundos intermedios, mientras la señal mórfica iba buscando entre las emisoras, no era la clase de visión que querrías tener con el estómago lleno.

—Pensaba que te revolcarías por el suelo gruñendo mientras te salía pelo y se te iba estirando todo —gimoteó.

Angua se miró el pelo enel espejo aprovechando que todavía le duraba la visión nocturna.

—¿Para qué iba a hacer eso?

—¿Y toda esa… historia… duele?

—Es un poco como un estornudo de cuerpo entero. Lo lógico sería pensar que Zanahoria tendría un peine, ¿verdad? Quiero decir que, vamos a ver, ¿un peine? Todo el mundo tiene un peine…

—¿Un estornudo… realmente… grande?

—Hasta un cepillo para la ropa sería algo.

Los dos se quedaron totalmente inmóviles cuando la puerta se abrió con un crujido.

Zanahoria entró en la habitación. No los vio en la penumbra, sino que fue hacia la mesa. Hubo un destello y un olor a azufre cuando encendió primero una cerilla y luego una vela.

Se quitó el casco, y luego se encorvó como si finalmente hubiera permitido que un peso cayera encima de sus hombros. Le oyeron decir:

—¡No puede ser!

—¿Qué no puede ser? —preguntó Angua.

Zanahoria se volvió en redondo.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Te robaron el uniforme mientras estabas espiando en el Gremio de Asesinos —le sopló Gaspode.

—Me robaron el uniforme —dijo Angua—, mientras estaba en el Gremio de Asesinos. Espiando. —Zanahoria todavía la miraba fijamente—. Había un viejo que no paraba de mascullar —siguió diciendo Angua con desesperación.

—¿Quelejodan? ¿Mano de milenio y gamba?

—Sí, eso es…

—Viejo Apestoso Ron. —Zanahoria suspiró—. Probablemente vendió tu uniforme para pagarse una copa. Pero sé dónde vive. Recuérdame que vaya a tener unas palabras con él cuando tenga un momento libre.

—No quieres preguntarle qué llevaba puesto encima cuando estaba en el Gremio de Asesinos —dijo Gaspode, que se había metido debajo de la cama.

—¡Calla! —dijo Angua.

—¿Qué? —dijo Zanahoria.

—Me enteré de lo de la habitación —se apresuró a decir Angua—. Alguien llamado…

—¿Edward de M'uerthe? —la interrumpió Zanahoria, sentándose en la cama. Los viejos muelles del colchón hicieron groing-groing-glink.

—¿Cómo supiste eso?

—Creo que De M'uerthe robó el debólver. Creo que mató a Beano. Pero… ¿Asesinos matando sin cobrar por ello? Es peor que los enanos y las herramientas. Es peor que los payasos y las caras. He oído decir que Cruces está muy enfadado. Tiene a asesinos buscando al muchacho por toda la ciudad.

—Oh. Bueno. No me gustaría estar en los zapatos de Edward cuando den con él.

—A mí no me gustaría estar en sus zapatos ahora. Y el caso es que sé dónde están esos zapatos. Están en sus pobres pies. Y ellos están muertos.

—¿Quieres decir que los asesinos han dado con él?

—No. Alguien más dio con él. Y luego Cuddy y Detritus dieron con él. Si entiendo un poco de esas cosas, lleva varios días muerto. ¿Lo ves? ¡Eso no puede ser! Pero le quité el maquillaje a Beano y saqué la nariz roja, y no cabe duda de que era él. Y la peluca tiene la clase de pelo rojo correcta. Tuvo que ir directamente a Martillogrande.

—Pero… alguien le disparó a Detritus. Y mató a la joven mendiga.

—Sí.

Angua se sentó junto a él.

—Y no pudo haber sido Edward…

—¡Ja! —dijo Zanahoria, desatándose la coraza y quitándose la camisa de cota de malla.

—Así que estamos buscando a alguien más. Un tercer hombre.

—¡Pero no hay pistas! ¡Solo hay un hombre con un debólver! ¡En algún lugar de la ciudad! ¡En cualquier sitio! ¡Y estoy cansado!

Los muelles del colchón volvieron a hacer glink cuando Zanahoria se levantó y fue con paso vacilante hacia la mesa y la silla. Se sentó, cogió una hoja de papel, inspeccionó un lápiz, le sacó punta con la espada y, tras unos instantes de reflexión, empezó a escribir.

Angua le contempló en silencio. Zanahoria llevaba un chaleco de cuero de manga corta debajo de la cota de malla. Tenía una marca de nacimiento en la parte de arriba del brazo izquierdo. Con forma de corona.

—¿Lo estás poniendo todo por escrito, como hacía el capitán Vimes? —le preguntó pasado un rato.

—No.

—¿Qué haces, entonces?

—Estoy escribiendo a mi mamá y a mi papá.

—¿De veras?

—Siempre escribo a mi mamá y a mi papá. Se lo prometí. Y de todas maneras, me ayuda a pensar. Siempre escribo cartas a casa cuando estoy pensando. Mi papá también me envía montones de buenos consejos.

Delante de Zanahoria había una caja de madera. Dentro de ella había apilado un montoncito de cartas. El padre de Zanahoria tenía la costumbre de contestarle escribiendo en el dorso de las mismas cartas de Zanahoria, porque el papel costaba mucho de encontrar en el fondo de una mina de enanos.

—¿Qué clase de buenos consejos?

—Sobre la minería, normalmente. Cómo mover rocas. Ya sabes. Apuntalar y reforzar. Dentro de una mina no puedes equivocarte. Tienes que hacer las cosas bien.

El lápiz de Zanahoria empezó a chirriar sobre el papel.

La puerta seguía entreabierta, pero de pronto hubo una vacilante llamada en ella que decía, en una especie de código morse metafórico, que el que llamaba podía ver con claridad que Zanahoria estaba en su habitación con una mujer escasamente vestida y por eso estaba intentando llamar sin que se le llegara a oír. El sargento Colon tosió. La tos contenía una risita burlona.

—¿Sí, sargento? —dijo Zanahoria sin volverse a mirar.

—¿Qué quiere que haga a continuación, señor?

—Mándelos por ahí en pelotones, sargento. Que haya al menos un humano, un enano y un troll en cada uno.

—Siseñor. ¿Qué quiere que hagan, señor?

—Ser visibles, sargento.

—Claro, señor. ¿Señor? Uno de los voluntarios que se acaban de presentar… es el señor Bleakley, señor. El de la calle Olmo, ya sabe. Es un vampiro, bueno, técnicamente hablando, pero trabaja en el matadero, así que en realidad no…

—Agradézcaselo efusivamente y mándelo a casa, sargento.

Colon miró a Angua.

—Siseñor. Claro —dijo de mala gana—. Pero el señor Bleakley no representa ningún problema, es solo que necesita tener todos esos homoglobins extra en su…

—¡No!

—Claro. Muy bien. Entonces, ejem, le diré que se vaya.

Colon cerró la puerta. La bisagra chirrió burlonamente.

—Te llaman señor —dijo Angua—. ¿Te has dado cuenta de eso?

—Lo sé. No está bien. El capitán Vimes dice que la gente debería pensar por sí misma. El problema es que las personas solo piensan por sí mismas si les dices que lo hagan. ¿Cómo deletreas «eventualidad»?

—Nunca lo hago.

—Vale —Zanahoria seguía sin levantar la mirada del papel— Creo que conseguiremos mantener entera la ciudad durante lo que queda de noche. Todos han visto que lo que estaban haciendo era una insensatez.

Eso no es lo que han visto, dijo Angua dentro de la intimidad de su propia cabeza. Te han visto a ti. Es como hipnotismo.

La gente vive tu visión, pensó Angua. Tú sueñas, igual que Gran Fido, con la única diferencia de que él soñaba una pesadilla y tú sueñas para todos. Realmente piensas que todo el mundo es básicamente bueno. Y mientras están cerca de ti, todos los demás también lo creen por un instante.

Un sonido de nudillos en marcha llegó hasta ellos desde algún lugar de las calles. La tropa de Detritus estaba haciendo otro circuito.

Oh, bueno. Tiene que saberlo más pronto o más tarde…

—¿Zanahoria?

—¿Mmm…?

—Sabes… cuando Cuddy y el troll y yo nos alistamos en la Guardia… Bueno, tú ya sabes por qué éramos tres, ¿verdad?

—Claro. Representación de los grupos minoritarios. Un troll, un enano, una mujer.

—Ah.

Angua titubeó. Fuera aún había luz de luna. Podía decírselo, bajar corriendo por la escalera, Cambiar y estar lejos de la ciudad cuando amaneciera. Tendría que hacerlo. Ya era toda una experta en lo de huir de ciudades.

—Pues no fue exactamente así —dijo—. Verás, hay un montón de no muertos en la ciudad y el patricio insistió en que…

—Dale un beso, muchacho —dijo Gaspode desde debajo de la cama.

Angua se quedó tan inmóvil como una estatua. El rostro de Zanahoria adquirió la expresión vagamente perpleja de alguien cuyos oídos acaban de escuchar lo que su cerebro está programado para creer que no existe. Empezó a sonrojarse.

—¡Gaspode! —dijo secamente Angua, pasando al Canino.

—Sé lo que estoy haciendo. Un Hombre, una Mujer. Es el Destino —dijo Gaspode.

Angua se levantó. Zanahoria también lo hizo, tan deprisa que su silla cayó al suelo.

—Tengo que irme —dijo Angua.

—Mmm… No te vayas…

—Ahora extiende el brazo, muchacho —dijo Gaspode.

Nunca daría resultado, se dijo Angua. Nunca lo hace. Los licántropos tienen que relacionarse con otros licántropos, porque ellos son los únicos que entienden…

Pero…

Por otra parte… dado que tendría que salir corriendo de todas maneras…

Angua levantó un dedo.

—Un momento —dijo alegremente y, con un solo movimiento, metió la mano debajo de la cama y sacó a Gaspode agarrado por el pescuezo.

—¡Me necesitas! —gimoteó el perro mientras era llevado hacia la puerta—. Quiero decir que, bueno, ¿y qué sabe él? ¡Su idea de pasar un buen rato es enseñarte el Coloso de Morpork! Ponme…

La puerta se cerró con un golpe seco. Angua se apoyó en ella.

Todo terminará igual que lo hizo en Pseudópolis y en Quirm y en…

—¿Angua? —dijo Zanahoria.

Ella se volvió.

—No digas nada —dijo—. Y puede que todo salga bien.

Pasado un rato, los muelles del colchón hicieron glink.

Y poco después de eso, para el cabo Zanahoria, el Mundodisco se movió. Y ni siquiera se molestó en detenerse a cancelar el pan y los periódicos.

El cabo Zanahoria despertó alrededor de las cuatro de la madrugada, esa hora secreta conocida únicamente por la gente que vive de noche, como los criminales, los policías y demás inadaptados. Siguió acostado sobre su mitad de la estrecha cama y miró la pared.

La noche había sido decididamente interesante.

Aunque era realmente simple, Zanahoria no era estúpido y siempre había sido consciente de la existencia de lo que se podría llamar la mecánica. Se había relacionado con varias damas jóvenes, y las había llevado a dar muchos tonificantes paseos para que vieran maneras fascinantes de trabajar el hierro y edificios cívicos muy interesantes hasta que ellas habían perdido inexplicablemente todo interés en tales cosas. Había patrullado con suficiente frecuencia los Pozos de las Rameras, aunque ahora la señora Palma y el Gremio de Costureras estaban intentando persuadir al patricio de que cambiara el nombre de aquella zona por el de La Calle del Afecto Negociable. Pero nunca había visto a aquellas damas en relación consigo mismo y nunca había estado totalmente seguro de, por así decirlo, dónde encajaba él.

Aquello probablemente no era algo acerca de lo que fuese a escribir a sus padres. Casi seguro que ellos ya lo sabían.

Se levantó de la cama. La habitación se había vuelto asfixiante con las cortinas cerradas.

Detrás de él, oyó cómo Angua se daba la vuelta para quedar instalada dentro del hueco que había dejado libre su cuerpo.

Entonces, con ambas manos y con un vigor considerable, Zanahoria descorrió las cortinas y dejó entrar la intensa claridad blanca de la luna llena.

Detrás de él, oyó suspirar a Angua en sueños.

Varías tormentas estaban descargando encima de la llanura. Zanahoria vio los destellos de los rayos que iban cosiendo el horizonte, y pudo oler la lluvia. Pero en la ciudad el aire estaba inmóvil y seguía siendo casi irrespirable, todavía más recalentado por la distante perspectiva de las tormentas.

La Torre del Arte de la Universidad Invisible se elevaba ante él. Zanahoria la veía cada día. La torre dominaba la mitad de la ciudad.

Detrás de él, la cama hizo glink.

—Me parece que va a haber… —empezó a decir Zanahoria, y se volvió.

Al hacerlo, no llegó a ver el destello de la luna reflejándose en el metal desde lo alto de la torre.

El sargento Colon estaba sentado en el banco fuera del aire caliente como un horno del interior de la Casa de la Guardia.

Se oían golpes de martillo en el interior. Cuddy había llegado diez minutos antes con una bolsa de herramientas, un par de cascos y una expresión decidida. Colon no tenía ni la más remota idea acerca de en qué estaba trabajando el diablillo.

Volvió a contar, muy despacio, marcando nombres en la tablilla.

No cabía duda acerca de ello. Ahora la Guardia Nocturna ya casi tenía veinte miembros. Quizá más. Detritus había entrado en fase crítica, y le había tomado juramento a dos hombres más, otro troll y un maniquí de madera con el que se encontró delante de La Compañía de Ropa Elegante Corchocetín.[27] Si las cosas continuaban así, pronto podrían volver a abrir las antiguas Casas de la Guardia que había cerca de las puertas principales, igual que en los viejos tiempos.

Colon ya no se acordaba de la última vez que la Guardia había tenido veinte hombres.

En el primer momento había parecido una buena idea. Lo que no se podía negar era que estaba sirviendo para mantener controlada la situación. Pero por la mañana el patricio se enteraría de lo ocurrido, y entonces exigiría ver al oficial superior.

Ahora bien, el sargento Colon no tenía del todo claro quién era el oficial superior en aquel instante. Tenía la impresión de que debía de ser o el capitán Vimes o, de una manera que no podía llegar a definir del todo, el cabo Zanahoria. Pero el capitán no se encontraba disponible y el cabo Zanahoriasolo era un cabo, y Fred Colon tenía el horrible presentimiento de que cuando lord Vetinari hiciera comparecer a alguien para mostrarse irónico con él y soltarle cosas como «Le ruego que me diga quién va a pagar todos esos sueldos», entonces sería él, Fred Colon, quien se encontraría yendo a la deriva río Ankh arribasin disponer de un remo.

Y lo peor de todo era que se les estaba agotando el escalafón. Solo existían cuatro grados por debajo del de sargento. Nobby había empezado a poner muy mala cara ante la posibilidad de que alguien más fuera ascendido a cabo, así que estaba teniendo lugar un cierto grado de congestión profesional. Además, a algunos de los que acababan deingresar en la Guardia se les había metido en la cabeza que la manera de conseguir que te ascendieran era alistar a media docena de guardias más. Con el ritmo actual de incorporaciones que había alcanzado Detritus, a finales de mes ya se habría convertido en Mayor General Altísimo y Supremo.

Y lo que hacía que todo aquello resultara muy extraño era el hecho de que Zanahoriaseguía siendo solo un…

Colon alzó la mirada cuando oyó un tintineo de cristales rotos. Algo dorado y borroso salió disparado por una ventana de uno de los pisos de arriba, tomó tierra entre las sombras y huyó antes de que el sargento pudiera ver lo que era.

La puerta de la Casa de la Guardia se abrió bruscamente y Zanahoria apareció en el hueco, espada en mano.

—¿Adónde ha ido? ¿Adónde ha ido?

—No lo sé. ¿Qué demonios era?

Zanahoria se detuvo.

—Uh. No estoy seguro —dijo.

—¿Zanahoria?

—¿Sargento?

—Si fuera tú yo me pondría algo de ropa, muchacho.

Zanahoria siguió contemplando la claridad que precedía al alba.

—Lo que quiero decir es que, bueno, me di la vuelta y allí estaba, y…

Bajó la mirada hacia la espada que tenía en la mano como si no se hubiera dado cuenta de que la estaba empuñando.

—¡Oh, maldición! —dijo.

Volvió corriendo a su habitación y cogió sus pantalones. Mientras se embutía en ellos, Zanahoriafue súbitamente consciente del pensamiento que acababa de aparecer dentro de su cabeza, tan nítido como el hielo.

¿Tú eres gilipollas? Cogiste la espada automáticamente, ¿verdad? ¡Pues lo hiciste todo mal! ¡Ahora ella ha huido y nunca volverás a verla!

Zanahoria se volvió. Un perrito gris lo estaba observando desde la entrada.

Con semejante susto, quizá nunca vuelva a Cambiar de nuevo, dijeron sus pensamientos. ¿A quién le importa que sea una mujer-loba? ¡Eso no te molestó hasta que te enteraste! Y por cierto, cualquier galleta que lleves encima sería de inmensa utilidad para el perrito que hay en la entrada, aunque pensándolo bien las probabilidades de que lleves una galleta encima en estos momentos son muy reducidas, así que olvídate de que se te ha ocurrido pensarlo. Caramba, esta vez sí que has metido la pata hasta el fondo, ¿verdad?, pensó Zanahoria.

—Guau, guau —dijo el perro.

La frente de Zanahoriase llenó de arrugas.

—Eres tú, ¿verdad? —dijo, señalándolo con su espada.

—¿Yo? Los perros no hablan —se apresuró a decir Gaspode—. Oye, yo debería saberlo. Soy un perro.

—Dime adónde ha ido. ¡Ahora mismo! O si no…

—¿Sí? Mira —dijo Gaspode lúgubremente—, el primer recuerdo que tengo de mi vida, sí, eso, precisamente el primero, es que me estaban tirando al río metido dentro de un saco. Con un ladrillo. A mí. Quiero decir que, bueno, yo tenía las patas un poco flojas y una oreja humorísticamente vuelta del revés, quiero decir que, bueno, era todo peludito. Vale, de acuerdo, admito que el río era el Ankh. De acuerdo, así que podía ir andando hasta la orilla. Pero ese fue el comienzo, y las cosas nunca han llegado a mejorar demasiado después. Lo que quiero decir es que, bueno, fui andando a la orilla dentro del saco, arrastrando el ladrillo. Luego tardé tres días en poder salir del saco a base de mordiscos. Adelante. Amenázame.

—¿Por favor? —dijo Zanahoria.

Gaspode se rascó la oreja.

—Quizá podría seguirle el rastro —dijo después—. Siempre que se me proporcionara el, ya sabes, estímulo adecuado.

Meneó las cejas alentadoramente.

—Si la encuentras, te daré todo lo que me pidas —dijo Zanahoria.

—Oh, bueno. Si la encuentro. Claro. Oh, sí. Todo eso del si está muy bien, desde luego. ¿Qué me dirías de un pequeño pago por adelantado? Mira estas patas, ¿eh? Desgaste y riesgo de fractura. Y esta nariz no huele por sí sola. Es un instrumento soberbiamente ajustado.

—Si no empiezas a buscar ahora mismo —dijo Zanahoria— yo mismo te… —Titubeó. Nunca había sido cruel con un animal en toda su vida—. Pondré el asunto en manos del cabo Nobbs —dijo finalmente.

—Eso es lo que me gusta —dijo Gaspode amargamente—. Un buen incentivo.

Pegó su nariz sucia al suelo. En cualquier caso, todo era puro teatro. El olor de Angua flotaba en el aire como un arco iris.

—¿Puedes hablar de verdad? —preguntó Zanahoria.

Gaspode puso los ojos en blanco.

—Por supuesto que no —dijo.

La figura había llegado a lo alto de la torre.

Las lámparas y las velas estaban encendidas por toda la ciudad. Su resplandor se extendía por debajo de él. Diez mil pequeñas estrellas atadas a la tierra… y él podía apagar la que quisiera, así de fácil. Era como ser un dios.

Los sonidos resultaban asombrosamente audibles allí arriba. Era como ser un dios. Podía oír los aullidos de los perros, el sonido de las voces. Ocasionalmente una sonaba más alto que el resto, elevándose hacia el cielo nocturno.

Aquello sí que era poder. El poder que tenía allá abajo, el poder de decir: haz esto, haz aquello… eso era algo meramente humano, pero esto… esto era como ser un dios.

Colocó en posición el debólver, puso un cargador de seis balas, y apuntó escogiendo una luz al azar. Y luego apuntó hacia otra. Y luego hacia otra más.

No hubiese debido permitir que el debólver disparara contra aquella mendiga. Aquel no era el plan. Los dirigentes de los gremios, ese había sido el plan del pobrecito Edward. Los dirigentes de los gremios, para empezar. Dejar a la ciudad sin líderes y en plena agitación, y luego presentarse ante su bobo candidato y decirle: Da un paso adelante y gobierna, porque ese es tu destino.

Esa manera de pensar era una enfermedad muy vieja. La pillabas a través de las coronas, y de ciertas historias ridiculas. Creías… ja… creías que un truco tan barato como, como sacar una espada de una piedra suponía de alguna manera una cualificación para el trabajo del Rey. ¿Una espada sacada de una piedra? El debólver era mucho más mágico que eso.

Se acostó en el suelo, acarició el debólver, y esperó.

Despuntó el día.

—Yo nunca cogido nada —dijo Caradecarbón, y se dio la vuelta encima de su losa.

Detritus le atizó en la cabeza con el garrote.

—¡A ponerse en pie, soldados! ¡La mano fuera de la roca y adelante con ese calcetín! ¡Es otro hermoso día en la Guardia! ¡Guardia interino Caradecarbón, en pie, horrible hombrecillo!

Veinte minutos después un sargento Colon de ojos un tanto turbios contemplaba a las tropas. Se hallaban encorvadas sobre los bancos, excepto el guardia titular Detritus, quien permanecía tan tieso como un palo en una gran exhibición de espíritu servicial ante su superior.

—Bien, hombres —empezó a decir Colon—, ahora, como ya…

—¡A escuchar bien todos, hombres! —gritó Detritus con voz de trueno.

—Gracias, guardia titular Detritus —dijo Colon cansadamente—. El capitán Vimes va a casarse hoy y nosotros vamos a proporcionar una guardia de honor. Eso es lo que siempre solíamos hacer en los viejos tiempos cuando un hombre de la Guardia se casaba. Así que quiero que las corazas y los cascos estén limpios y relucientes. Y que las cohortes resplandezcan. Ni una mota de suciedad… ¿Dónde está el cabo Nobbs?

Hubo un dink cuando la mano del guardia titular Detritus rebotó en su casco nuevo.

—¡No se le ha visto en horas, señor! —informó.

Colon puso los ojos en blanco.

—Y algunos de vosotros iréis a… ¿Dónde está la guardia interina Angua?

Dink.

—Nadie la ha visto desde anoche, señor.

—De acuerdo. Conseguimos sobrevivir anoche, sobreviviremos hoy. El cabo Zanahoria dice que hemos de tener un aspecto competente.

Dink.

—¡Sí, señor!

—¿Guardia titular Detritus?

—¿Señor?

—¿Qué es eso que lleva en la cabeza?

Dink.

—El guardia titular Cuddy lo hizo para mí, señor. Casco pensante especial de relojería.

Cuddy tosió.

—Esas cosas grandes son rejillas de ventilación, ¿ve, sargento? —dijo—. Pintadas de negro. Le mangué un motor de relojería a mi primo, y este ventilador de aquí sopla aire encima de… —siguió diciendo, y luego se calló en cuanto vio la cara que estaba poniendo Colon.

—Eso es en lo que has estado trabajando toda la noche, ¿verdad?

—Sí, porque me parece que los cerebros de los trolls se recalientan dema…

El sargento lo hizo callar con un ademán.

—Así que ahora tenemos un soldado de relojería, ¿verdad? —dijo después—. Somos un auténtico ejército modelo, eso es lo que somos.

Gaspode estaba geográficamente avergonzado. Sabía más o menos dónde se encontraba, desde luego. Se encontraba en algún lugar situado más allá de Las Sombras, dentro del laberinto formado por los corrales del ganado y las calas de los muelles. Aunque Gaspode siempre pensaba en la ciudad entera como algo que le pertenecía, aquel no era su territorio. Allí había ratas casi tan grandes como él, y básicamente él tenía la forma de un terrier, y las ratas de Ankh-Morpork eran lo bastante inteligentes como para darse cuenta de ello. También le habían coceado dos caballos, y un carro casi le había pasado por encima. Y había perdido el rastro. Angua había cambiado de dirección y utilizado tejados y cruzado el río unas cuantas veces. Evitar la persecución era algo que se les daba bien instintivamente a los licántropos; después de todo los supervivientes descendían de aquellos licántropos que habían sido capaces de correr más deprisa que una turba enfurecida. Los que no podían ser más listos que una turba nunca tenían descendientes, o ni siquiera tumbas.

El olor había cesado en varias ocasiones delante de un muro o una cabaña de techo bajo, y entonces Gaspode iba cojeando en círculos hasta que volvía a encontrarlo.

Pensamientos inconexos ondulaban dentro de su esquizofrénica mente perruna.

—Perro Listo Salva el Día —musitaba—. Eres Un Perrito Muy Bueno, Dice Todo El Mundo. No lo dicen, lo estoy haciendo únicamente porque me amenazaron. La Nariz Maravillosa. Yo no quería hacer esto. Tendrás Un Hueso. No soy más que un trozo de madera a la deriva en el mar de la vida, eso es lo que soy. ¿Quién Es Un Buen Chico? Cállate.

El sol seguía su curso por el cielo. Debajo de él, Gaspode seguía su curso por el suelo.

Willikins descorrió las cortinas. La luz del sol entró en el dormitorio. Vimes gimió y luego fue incorporándose lentamente en lo que quedaba de su cama.

—Por todos los dioses, hombre —farfulló—. ¿Qué clase de hora llamas tú a esto?

—Casi las nueve de la mañana, señor —dijo el mayordomo.

—¿Las nueve de la mañana? ¿Qué clase de hora es esa para levantarse? ¡Normalmente no me levanto hasta que la tarde ha empezado a perder el brillo!

—Pero el señor ya no trabaja, señor.

Vimes bajó la mirada hacia el amasijo de sábanas y mantas. Le envolvían las piernas y se habían enredado unas con otras. Entonces se acordó del sueño.

Había estado caminando por la ciudad.

Bueno, quizá no había sido tanto un sueño como un recuerdo. Después de todo, él iba por la ciudad cada noche. Una parte de él se negaba a darse por vencida. Cierta parte de Vimes estaba aprendiendo a ser un civil, pero una parte más antigua estaba marchando, no, procediendo a un ritmo distinto. Vimes había tenido la impresión de que el lugar parecía más desierto y difícil de recorrer que de costumbre.

—¿El señor desea que lo afeite o el señor lo hará él mismo?

—Me pongo nervioso si la gente sostiene una cuchilla cerca de mi cara —dijo Vimes—. Pero si le pones el arnés al caballo y lo atas al carruaje, intentaré llegar hasta el otro extremo de la habitación.

—Muy gracioso, señor.

Vimes se dio otro baño, por aquello de la novedad. Era consciente gracias a un ruido de fondo general de que la mansión estaba totalmente concentrada en poner rumbo lo más deprisa posible hacia la hora B. Lady Sybil estaba dedicando a su boda toda esa capacidad de centrar sus pensamientos que normalmente aplicaba a eliminar mediante la crianza selectiva una tendencia a las orejas caídas en los dragones de pantano. Media docena de cocineras llevaban tres días muy ocupadas en la cocina. Estaban asando un buey entero y haciendo cosas asombrosas con frutas raras. Hasta aquel momento la idea que tenía Sam Vimes de una buena comida era un hígado sin vesículas. La haute cuisine había consistido en trocitos de queso atravesados por un palillo y embutidos en la mitad de una granada.

Era vagamente consciente de que se suponía que los futuros esposos no debían ver a sus futuras esposas durante la mañana de la boda, posiblemente para evitar que pusieran pies en polvorosa. Era una lástima, porque a Vimes le hubiese gustado hablar con alguien. Si pudiera hablar con alguien, quizá todo adquiriría sentido.

Cogió la navaja de afeitar, y contempló el rostro del capitán Samuel Vimes en el espejo.

Colon saludó y miró a Zanahoria.

—¿Se encuentra bien, señor? Tiene cara de que no le sentaría nada mal dormir un poco.

Las diez, o varios intentos de que fuese esa hora, empezaron a retumbar por la ciudad. Zanahoria se apartó de la ventana.

—He estado fuera echando un vistazo —dijo.

—Esta mañana ya llevamos tres reclutas más —dijo Colon. Los nuevos habían pedido alistarse en «el ejército del señor Zanahoria». Eso tenía ligeramente preocupado a Fred.

—Bien.

—Detritus los está sometiendo a un adiestramiento muy básico —dijo Colon—. Y funciona, además. Después de una hora de gritos en la oreja, hacen cualquier cosa que yo les diga.

—Quiero que todos los hombres de los que podamos prescindir estén en los tejados entre el Palacio y la Universidad —dijo Zanahoria.

—Ya hay Asesinos allí arriba —dijo Colon—. Y el Gremio de Ladrones también tiene hombres encima de esos tejados.

—Son Ladrones y Asesinos. Nosotros no lo somos. Asegúrese de que también haya alguien en la Torre del Arte…

—¿Señor?

—¿Sí, sargento?

—Hemos estado hablando… yo y los muchachos… y, bueno…

—¿Sí?

—Nos ahorraríamos un montón de problemas si fuéramos a ver a los magos y les pidiéramos que…

—El capitán Vimes nunca tuvo ninguna clase de tratos con la magia.

—No, pero…

—Nada de magia, sargento.

—Sí, señor.

—¿La guardia de honor está preparada?

—Sí, señor. Sus cohortes relucen en tonos púrpura y oro, señor.

—¿De veras?

—Unas cohortes bien limpias son muy importantes, señor. Le dan un susto de muerte al enemigo.

—Estupendo.

—Pero no encuentro al cabo Nobbs, señor.

—¿Eso es un problema?

—Bueno, significa que la guardia de honor será un poquito más presentable, señor.

—Lo he enviado a hacer un encargo especial.

—Ejem… Tampoco consigo encontrar a la guardia interina Angua.

—¿Sargento?

Colon se preparó para hacer frente a lo que se le venía encima. Fuera, las campanas estaban dejando de sonar.

—¿Sabía usted que Angua era una mujer-loba?

—Mmm… Digamos que el capitán Vimes lo dio a entender señor…

—¿De qué manera?

Colon dio un paso atrás.

—Bueno, pues el capitán dijo algo así como: «Fred, es una maldita mujer-loba. Esto me gusta tan poco como a ti, pero Vetinari dice que también tenemos que aceptar a uno de ellos, y una licántropa siempre es mejor que un vampiro o un zombi, y eso es todo lo que hay y no se puede hacer nada al respecto». Eso fue lo que me dio a entender.

—Ya veo.

—Ejem… Lo siento, señor.

—Intentemos llegar enteros al final del día, Fred. Eso es todo lo que…

abing, abing, a-bing bong…

—Ni siquiera hemos llegado a darle su reloj al capitán —dijo Zanahoria, sacándolo del bolsillo—. Debe de haberse marchado pensando que nos daba igual que se fuera. Probablemente tenía muchas ganas de recibir un reloj. Sé que solía ser una tradición.

—Hemos tenido unos días muy ajetreados, señor. Y de todas maneras, siempre podemos dárselo después de la boda.

Zanahoria volvió a guardar el reloj dentro de su bolsa.

—Supongo que sí. Bien, sargento, vayamos a organizarnos.

El cabo Nobbs avanzaba entre la oscuridad por debajo de la ciudad. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra. Se moría de ganas de fumar un cigarrillo, pero Zanahoria le había advertido acerca de eso. Coge el saco, sigue las pisadas, trae el cadáver. Y no te quedes con ninguna joya.

La gente ya estaba llenando la Gran Sala de la Universidad Invisible.

Vimes se había mostrado muy firme acerca de aquello. Era lo único en lo que no había dado su brazo a torcer. No es que fuera exactamente un ateo, porque el ateísmo no contribuía en nada a la supervivencia en un mundo con varios millares de dioses. Lo que le ocurría a Vimes era que ninguno de ellos le gustaba demasiado, y no le parecía que fuera de su incumbencia el hecho de que él se casara. Se había negado a contraer matrimonio en ningún templo o iglesia, pero la Gran Sala tenía un aspecto lo suficientemente eclesiástico, que es lo que la gente siempre espera en esas ocasiones. En realidad no era esencial que ningún dios se dejase caer por allí, pero al menos se sentirían como en casa si se les ocurría hacerlo.

Vimes fue allí bastante temprano, porque no hay nada más inútil en el mundo que un novio justo antes de la boda. Las Emmas Intercambiables habían tomado la casa.

Ya había un par de ujieres esperando, listos para preguntar a los invitados de qué parte estaban.

Y también había un gran número de magos veteranos dando vueltas por allí. Los magos eran invitados automáticamente a una boda de sociedad de aquellas características, y ciertamente a la recepción posterior. Probablemente no habría suficiente con un buey asado.

Pese a la profunda desconfianza que le inspiraba la magia, lo cierto era que a Vimes los magos le caían bastante bien. No causaban problemas. Al menos, no causaban su clase de problemas. Cierto, ocasionalmente fracturaban el continuo del espacio-tiempo o hacían que la canoa de la realidad se aproximara demasiado a las blancas aguas del caos, pero nunca llegaban a infringir la ley propiamente dicha.

—Buenos días, archicanciller —dijo.

El archicanciller Mustrum Ridcully, líder supremo de todos los magos que había en Ankh-Morpork siempre que se molestaban en admitirlo, le saludó con una jovial inclinación de cabeza.

—Buenos días, capitán —dijo—. ¡Debo decir que cuenta usted con un día magnífico para esto!

—¡Jajajajá, un día magnífico para esto! —dijo el tesorero con una risotada.

—Oh, cielos —dijo Ridcully—, ya se le han vuelto a aflojar los tornillos. No consigo entender a este hombre. ¿Alguien tiene las píldoras de extracto de rana?

Para Mustrum Ridcully, un hombre diseñado por la Naturaleza para vivir al aire libre y matar alegremente cualquier cosa que tosiera entre los arbustos, la razónpor la que el tesorero (un hombre diseñado por la Naturaleza para estar sentado en una pequeña habitación perdida en alguna parte, sumando cantidades) siempre estaba tan nervioso era un auténtico misterio. Ridcully había probado toda clase de cosas para, como decía él, darle un poco de temple. Estas habían incluido bromas pesadas, carreras por sorpresa a primera hora de la mañana, ysaltarle encima desde detrás de una puerta llevando máscaras de Willie el Vampiro a fin de, o eso decía él, sacarle de sí mismo.

La ceremonia en sí la iba a oficiar el decano, quien había dedicado muchas horas a inventarse una. En Ankh-Morpork no existía ningún servicio oficial de matrimonios civiles, dejando aparte algo que podía resumirse aproximadamente en: «Oh, de acuerdo, si realmente tenéis que hacerlo, pues entonces adelante». Saludó a Vimes con una entusiástica inclinación de cabeza.

—Hemos limpiado nuestro órgano especialmente para la ocasión —dijo.

—¡Jajajajá, órgano! —dijo el tesorero.

—Y bien poderoso que es, para lo que suele estilarse entre los órganos de… —Ridcully se calló e hizo una seña a un par de estudiantes de magia—. Llévense al tesorero y hagan que se acueste durante un rato, ¿quieren? —les dijo—. Me parece que alguien ha vuelto a darle carne.

Hubo un siseo procedente del fondo de la Gran Sala, y luego se oyó una especie de graznido ahogado. Vimes contempló el monstruoso conjunto de tubos.

—Tenemos a ocho estudiantes accionando los fuelles —dijo Ridcully, con un fondo de ruidosos jadeos y estertores—. El órgano tiene tres teclados y otras cien llaves, incluidas doce encima de las que pone «¿?».

—No parece que un hombre pueda llegar a tocarlo —dijo Vimes educadamente.

—Ah. En eso hemos tenido un golpe de suerte…

Entonces hubo un momento de sonido tan intenso que los nervios auditivos reaccionaron bloqueándose. Cuando volvieron a abrirse, en algún lugar cercano al umbral del dolor, lograron distinguir la obertura y los compases deformados de la «Marcha nupcial» de Fondel, tocada con mucho brío por alguien que acababa de descubrir que el instrumento no solo disponía de tres teclados sino también de toda una gama de efectos especiales acústicos, desde la Flatulencia hasta el Cacareo Humorístico. Entre la explosión sónica, se oía a veces un «¡oook!» apreciativo.

—¡Asombroso! —le gritó Vimes a Ridcully desde algún lugar debajo de la mesa—. ¿Quién lo construyó?

—¡No lo sé! ¡Pero lleva grabado el nombre J.E. Johnson encima de la cubierta del teclado!

Hubo un gemido descendente, un último Efecto de Organillo Desafinado, y luego silencio.

—Esos muchachos se pasaron veinte minutos bombeando los depósitos para llenarlos —dijo Ridcully, sacudiéndose el polvo mientras se levantaba—. ¡Ahora sea buen chico y no le dé demasiado fuerte a la llave de la Vox Dei!

—¡Oook!

El archicanciller se volvió hacia Vimes, que lucía la habitual mueca cerúlea prenupcial. La sala ya empezaba a llenarse.

—No soy un experto en estas cosas —dijo—, pero tiene el anillo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quién va a entregar a la novia?

—Su tío Altillo. Está un poco gaga, pero ella insistió.

—¿Y el padrino?

—¿El qué?

—El padrino. Ya sabe, ¿ no? El padrino le entrega el anillo y tiene que casarse con la novia si usted sale huyendo y etcétera etcétera. El decano ha estado leyendo sobre el tema, ¿verdad, decano?

—Oh, sí —dijo el decano, quien se había pasado todo el día anterior con El libro de etiqueta de lady Deirdre Carretón—. Una vez que ha hecho acto de presencia, ella tiene que casarse con alguien. No puedes tener a un montón de novias sin casar revoloteando por ahí y representando un peligro para la sociedad.

—¡Me había olvidado por completo de lo del padrino! —dijo Vimes.

El Bibliotecario, que había decidido olvidarse del órgano hasta que tuviera un poco más de fuelle, se puso muy contento.

—¿Oook?

—Bueno, pues vaya y encuentre a uno —dijo Ridcully—. Dispone de casi media hora.

—No creo que vaya a ser tan fácil, ¿verdad? ¡Los padrinos no crecen en los árboles!

—¿Oook?

—¡No se me ocurre a quién preguntárselo!

—¡Oook!

Al Bibliotecario le gustaba muchísimo ser padrino. Se te permitía besar a las novias, y a ellas no se les permitía salir corriendo. Se sintió muy decepcionado cuando Vimes no le hizo ningún caso.

El guardia titular Cuddy subía laboriosamente los escalones dentro de la Torre del Arte, gruñendo para sus adentros. Sabía que no podía quejarse. Lo habían echado a suertes porque, dijo Zanahoria, no podías pedir a los hombres que hicieran algo que tú no estarías dispuesto a hacer. Y Cuddy había sacado la pajita más corta, jajajá, lo cual significaba el edificio más alto. Eso significaba que si había jaleo, entonces Cuddy se lo perdería.

No prestó atención a la delgada cuerda que colgaba de la trampilla muy por encima de él. Y aunque se le hubiera ocurrido pensar en ella… ¿qué más daba? Solo era una cuerda.

Gaspode alzó la mirada hacia las sombras.

Un gruñido llegó hasta él desde algún lugar de la oscuridad. No era un gruñido de perro ordinario. El hombre primitivo había oído sonidos parecidos en profundas cavernas.

Gaspode se sentó. Su cola golpeó el suelo sin mucha convicción.

—Sabía que tarde o temprano terminaría dando contigo —dijo—. La vieja nariz, ¿eh? El mejor instrumento conocido por el perro.

Hubo otro gruñido. Gaspode gimoteó un poco.

—El caso es que —dijo—, el caso es que… El caso es que realmente, verás… lo que me han enviado a hacer…

Los difuntos también habían oído sonidos como aquellos. Justo antes de convertirse en difuntos.

—Ya veo que… en estos momentos no tienes ganas de hablar —dijo Gaspode—. Pero el caso es que… bueno, ya sé lo que estás pensando… Te estás preguntando qué hace Gaspode obedeciendo órdenes de un humano, ¿verdad?

Gaspode lanzó una mirada rápida de conspirador por encima del hombro, como si pudiera existir algo peor que lo que había delante de él.

—Ese es el problema de ser un perro, ¿comprendes? —dijo—. Eso es lo que Gran Fido nunca conseguirá meterse en la cabeza, ¿comprendes? Viste a los perros que había en el Gremio, ¿verdad? Los oíste aullar. Oh, sí, Muerte A Los Humanos, Muy Bien. Pero debajo de todo eso está el miedo. Está la voz que dice: Perro Malo. Y esa voz no viene de ningún sitio más que de dentro, justo del interior de los huesos, porque los humanos hicieron a los perros. Yo sé eso. Preferiría no saberlo, pero está ahí. El Poder consiste en eso, en el hecho de saberlo. He leído libros, yo. Bueno, he masticado libros.

La oscuridad guardó silencio.

—Y tú eres loba y humana al mismo tiempo, ¿no? Muy complicado, eso. Puedo verlo. Un poquito de dicotomía, por así decirlo. Hace que te parezcas bastante a un perro. Porque realmente un perro es eso. Mitad lobo y mitad humano. Sí, en eso tú tenías toda la razón. Incluso tenemos nombres. ¡Ja! Así que nuestros cuerpos nos dicen una cosa, y nuestras cabezas nos dicen otra. Ser un perro es una auténtica vida de perros. Y apuesto a que no puedes huir de él, ¿verdad? No, en realidad no puedes. Porque él es tu amo.

La oscuridad se había vuelto todavía más silenciosa. Gaspode creyó oír un movimiento.

—Él quiere que vuelvas. Y el caso es que, si él te encuentra, ahí se terminará todo. Entonces él hablará, y tú tendrás que obedecer. Pero si regresas porque decides hacerlo, entonces la decisión ha sido tuya. Serás más feliz como humana. Quiero decir que, bueno, ¿qué puedo ofrecerte yo excepto ratas y todo un muestrario de pulgas? Quiero decir que, no sé, yo no veo que eso vaya a ser un gran problema, lo único que tienes que hacer es no salir de casa durante seis o siete noches cada mes…

Angua aulló.

Los pelos que todavía le quedaban a Gaspode en la espalda se pusieron tiesos. Intentó recordar cuál era su vena yugular.

—No quiero tener que entrar ahí y sacarte —dijo. La verdad resonó en cada una de sus palabras—. El caso es que… El caso, realmente, es que… aun así lo haré —añadió, temblando—. Esto de ser un perro es una mierda.

Se lo pensó un poco más, y suspiró.

—Ah, ya me acuerdo. Es la que hay en el cuello —dijo.

Vimes salió a la claridad del sol, que no era muy abundante. Las nubes venían del Eje. Y…

—¿Detritus?

Dink.

—¡Capitán Vimes, señor!

—¿Quiénes son todas esas personas?

—Guardias, señor.

Vimes contempló con perplejidad a la media docena de guardias reunidos ante él.

—¿Quién eres tú?

—El guardia interino Hrolf Pijama, señor.

—¿ Y tú…Caradecarbón ?

—Yo nunca hecho nada.

—¡Yo nunca hecho nada, señor! —chilló Detritus.

¿Caradecarbón? ¿En la Guardia?

Dink.

—El cabo Zanahoria dice que hay algo bueno enterrado en el fondo de cualquier persona —dijo Detritus.

—¿Y cuál es tu trabajo, Detritus?

Dink.

—¡Ingeniero a cargo de las operaciones de minería a grandes profundidades, señor!

Vimes se rascó la cabeza.

—Eso casi era un chiste, ¿verdad? —dijo después.

—Es este casco nuevo que mi compañero Cuddy hizo para mí, señor. ¡Ja! La gente ya no puede decir, ahí va troll estúpido. Ahora tienen que decir, quién es ese troll de magnífico aspecto militar que va por ahí, ya agente titular, gran futuro por detrás de él, lleva Destino escrito todo encima como con escritura.

Vimes fue digiriendo aquello. Detritus lo estaba mirando con una inmensa sonrisa.

—¿Y dónde está el sargento Colon?

—Aquí, capitán Vimes.

—Necesito un padrino, Fred.

—Muy bien, señor. Se lo diré al cabo Zanahoria. Ahora está inspeccionando los tejados…

—¡Fred! ¡Hace más de veinte años que te conozco! Dioses, Fred, lo único que tienes que hacer es estar de pie allí sin moverte. ¡Eso siempre se te ha dado muy bien!

Zanahoria apareció al trote.

—Siento llegar tarde, capitán Vimes. Ejem. La verdad es que queríamos que esto fuera una sorpresa, pero…

—¿Cómo? ¿Qué clase de sorpresa?

Zanahoria metió la mano en el bolsillo.

—Bueno, capitán… en nombre de la Guardia… es decir, de la mayor parte de la Guardia…

—Espera un momento —dijo Colon—. Aquí viene su señoría.

El clip-clop de los cascos y el tintineo de los arneses ya indicaban la llegada del carruaje de lord Vetinari.

Zanahoria volvió la mirada hacia él. Luego volvió a mirarlo.

Y alzó la vista.

Un tenue destello de metal relució en el tejado de la Torre.

—¿Quién está en la Torre, sargento? —preguntó.

—Cuddy, señor.

—Oh. Bien. —Tosió—. En fin, capitán… el caso es que todos pusimos algo de dinero y… —Hizo una pausa—. ¿El guardia titular Cuddy, ha dicho?

—Sí. Se puede confiar en él.

El carruaje del patricio ya estaba a medio camino de la plaza Sator. Zanahoria pudo ver la oscura y delgada figura sentada en el asiento de atrás.

Volvió a alzar la mirada hacia la gran mole gris de la Torre del Arte.

Echó a correr.

—¿Qué pasa? —preguntó Colon.

Vimes también echó a correr.

Los nudillos de Detritus chocaron con el suelo cuando echó a correr tras ellos.

Y entonces Colon lo sintió: una especie de cosquilleo frenético, como si alguien hubiera soplado sobre su cerebro desnudo.

—Oh, mierda —masculló.

Las garras rechinaron sobre la tierra.

¡Desenvainó la espada!

—¿Y qué esperabas? El muchacho estaba en la cima del mundo, acababa de encontrar un interés totalmente nuevo en la vida algo probablemente todavía mejor que ir a pasear por ahí, y entonces se da la vuelta y lo que ve es, básicamente, una loba. Podrías habérselo dado a entender. Es ese momento del mes, ese tipo de cosa, ya sabes. No puedes culparle porque se haya sorprendido un poco, en realidad.

Gaspode se levantó.

—Y ahora, ¿vas a salir o he de entrar ahí y ser brutalmente despedazado?

Lord Vetinari se levantó cuando vio a la Guardia corriendo hacia él. Esa fue la razón por la que el primer disparo le atravesó el muslo, en vez del pecho.

Entonces Zanahoria entró como una exhalación por la puerta del carruaje y se abalanzó sobre él, y esa fue la razón por la que el siguiente disparo atravesó a Zanahoria.

Angua salió.

Gaspode se relajó un poco.

—No puedo volver —dijo Angua—. Yo…

Se quedó totalmente inmóvil. Sus orejas se estremecieron.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡Le han herido!

Angua echó a correr.

—¡Eh, espérame! —ladró Gaspode—. ¡Por ahí se va a Las Sombras!

Un tercer disparo dejó un poco descantillado a Detritus, quien se desplomó sobre el carruaje, haciéndolo volcar y rompiendo los ronzales. Los caballos huyeron al galope. El cochero ya había llevado a cabo una rapidísima comparación entre las condiciones laborales actuales y el sueldo que cobraba por hacer su trabajo y se había esfumado entre la multitud.

Vimes se detuvo detrás del carruaje volcado. Otro disparo rebotó en los adoquines cerca de su brazo.

—¿Detritus?

—¿Señor?

—¿Cómo estás?

—Rezumando un poco, señor.

Un disparo dio en la rueda del carruaje encima de la cabeza de Vimes, haciéndola girar.

—¿Zanahoria?

—Me ha atravesado el hombro, señor.

Vimes se arrastró hacia delante empujándose fuertemente con los codos.

—Buenos días, su señoría —dijo con voz enloquecida. Se apoyó en el carruaje y sacó del bolsillo un puro medio partido—. ¿Tiene fuego?

El patricio abrió los ojos.

—Ah, capitán Vimes. ¿Y qué va a ocurrir ahora?

Vimes sonrió. Es curioso, pensó, pero nunca me siento realmente vivo hasta que alguien intenta matarme. Entonces es cuando te das cuenta de que el cielo es azul. Aunque a decir verdad, ahora mismo no es que sea muy azul. Ahí arriba hay nubes muy grandes. Pero estoy reparando en ellas,

—Esperamos a que haya un disparo más —dijo—. Y luego corremos en busca de algún refugio de verdad.

—Parezco… estar perdiendo mucha sangre —dijo Vetinari.

—Vaya, quién hubiese pensado que la tenía usted —dijo Vimes, con la franqueza de aquellos que probablemente van a morir—. ¿Y tú, Zanahoria?

—Puedo mover la mano. Me duele… horrores, señor. Pero usted tiene peor aspecto.

Vimes bajó la mirada.

Había sangre por toda su chaqueta.

—Me debe haber dado un trozo de piedra —dijo—. ¡Ni siquiera lo sentí!

Trató de formarse una imagen mental del debólver. Seis tubos, todos ellos alineados. Cada uno con su proyectil de plomo y su carga de pólvora N.° 1, todos ellos metidos en el debólver igual que los dardos en una ballesta. Se preguntó cuánto tiempo se necesitaría para introducir otros seis…

¡Pero lo tenemos allí donde queremos tenerlo! ¡Solo hay una manera de bajar de la Torre del Arte!

¡Sí, puede que estemos sentados aquí al descubierto mientras él nos dispara trozos de plomo, pero lo tenemos justo allí donde queremos tenerlo!

Resoplando y pedorreando con nerviosismo, Gaspode fue por Las Sombras en una carreratambaleante y entonces vio, con el alma cayéndosele todavía más por debajo de los pies de lo que ya se le había caído antes, un grupo de perros delante de él. Se retorció a través del enredo de patas. Angua estaba acorralada dentro de un anillo de dientes. Los ladridos cesaron. Un par de perros muy grandes se hicieron a un lado, y Gran Fido avanzó con delicados andares.

—Vaya —dijo—, así que lo que tenemos aquí no es un perro. ¿Una espía, quizá? Siempre hay un enemigo. En todas partes. Parecen perros, pero por dentro no son perros. ¿Qué estabais haciendo?

Angua gruñó.

Oh, cielos, pensó Gaspode. Angua probablemente podría acabar con unos cuantos de ellos, pero estamos hablando de perros callejeros.

Se escurrió por debajo de un par de cuerpos y entró en el círculo. Gran Fido volvió hacia él su mirada de ojos rojizos.

—Y Gaspode, también —dijo el perro de lanas—. Hubiese tenido que saberlo.

—Déjala en paz —dijo Gaspode.

—¿Oh? Te enfrentarás a todos nosotros por ella, ¿verdad? —dijo Gran Fido.

—Tengo el Poder —dijo Gaspode—. Tú ya lo sabes. Lo haré. Lo utilizaré.

—¡No hay tiempo para esto! —gruñó Angua.

—No lo harás —dijo Gran Fido.

—Lo haré.

—La pata de cada perro se alzará contra ti.

—Yo tengo el Poder. Atrás todos.

—¿Qué poder? —preguntó Carnicero. Estaba babeando.

—Gran Fido lo sabe —dijo Gaspode—. Él ha estudiado. Ahora, yo y ella vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo? Despacio y con mucha calma.

Los perros miraron a Gran Fido.

—A por ellos —dijo Gran Fido.

Angua enseñó los dientes.

Los perros titubearon.

—Un lobo tiene la mandíbula cuatro veces más fuerte que cualquier perro —dijo Gaspode—. Y eso solo si estamos hablando de un lobo corriente…

—¿Qué sois todos vosotros? —rugió Gran Fido—. ¡Sois la manada! ¡Sin compasión! ¡A por ellos!

Pero Angua había dicho que una manada no actúa así. Una manada es una asociación de individuos libres. Una manada no salta porque se le haya dicho que lo haga: una manada salta porque cada individuo, todos al mismo tiempo, decide saltar. Un par de los perros más grandes se agazaparon. Angua movió la cabeza de un lado a otro, esperando la primera acometida…

Un perro arañó el suelo con su pata… Gaspode respiró hondo y ajustó su mandíbula. Los perros saltaron.

—¡SIÉNTATE! —dijo Gaspode en un humano bastante pasable.

Los ecos de la orden rebotaron de un lado a otro por todo el callejón, y el cincuenta por ciento de los animales la obedecieron. En la mayoría de los casos, fue el cincuenta por ciento trasero el que la obedeció. Perros que ya habían iniciado su salto se encontraron con que sus patas traicioneras se les doblaban por debajo…

—¡PERRO MALO!

… Y aquellas palabras fueron seguidas por una abrumadora sensación de vergüenza racial que los hizo encogerse automáticamente, algo que siempre es una pésima decisión cuando uno se encuentra en mitad del aire.

Gaspode alzó la mirada hacia Angua mientras llovían perros estupefactos alrededor de ellos.

—Dije que tenía el Poder, ¿no? —dijo Gaspode—. ¡Y ahora corre!

Los perros no son como los gatos, que toleran divertidos a los humanos solo hasta que alguien invente un abrelatas que se pueda operar con una pata. Los hombres hicieron a los perros, cogieron lobos y les dieron cosas tan humanas como una inteligencia innecesaria, los nombres, un deseo de pertenecer y un tembloroso complejo de inferioridad. Todos los perros sueñan sueños de lobos, y saben que están soñando con morder a su Hacedor. En lo más profundo de su corazón, cada perro sabe que es un Perro Malo…

Pero el gañido furioso de Gran Fido rompió el hechizo.

—¡A por ellos!

Angua galopó sobre los adoquines. Había un carro al final del callejón. Y, más allá del carro, una pared.

—¡Por ahí no! —gimoteó Gaspode.

Los perros se acumulaban detrás de ellos. Angua saltó al carro.

—¡Yo no puedo subir ahí! —dijo Gaspode—. ¡No con mi pata!

Angua saltó al suelo, lo cogió por el pescuezo, y volvió a saltar hacia arriba. Detrás del carro estaba el techo de un cobertizo, por encima de eso había una cornisa y —unas cuantas tejas resbalaron debajo de las patas de Angua y cayeron al callejón— una casa.

—¡Me mareo!

—¡Fállate!

Angua corrió por el borde del tejado y saltó al callejón que había al otro lado, aterrizando pesadamente sobre una vieja extensión de paja y cañizo.

—¡Aaargh!

—¡Fe te falles!

Pero los perros les estaban siguiendo. Después de todo, no era como si los callejones de Las Sombras fueran muy anchos.

Otro estrecho callejón pasó por debajo de ellos.

Colgado de las mandíbulas de la mujer-loba, Gaspode oscilaba peligrosamente.

—¡Todavía los tenemos detrás!

Gaspode cerró los ojos mientras Angua tensaba los músculos.

—¡Oh, no! ¡La calle de la Mina de Melaza no!

Hubo un súbito estallido de aceleración seguido por un momento de calma… Gaspode cerró los ojos…

… Y Angua tomó tierra. Sus patas resbalaron por un instante sobre el techo mojado. Las tejas cayeron a la calle en cascada, y un instante después Angua estaba subiendo por el risco a grandes saltos.

—Puedes bajarme ahora mismo —dijo Gaspode—. ¡En este mismo instante! ¡Ya vienen!

Los perros que encabezaban la persecución llegaron al tejado de enfrente, vieron la brecha, e intentaron dar media vuelta. Las garras se deslizaron sobre las tejas.

Angua se volvió, jadeando y sin aliento. Había tratado de evitar respirar durante esa primera y frenética carrera. Si lo hubiese hecho, habría respirado a Gaspode.

Oyeron los ladridos airados de Gran Fido.

—¡Cobardes! ¡Eso no tiene ni seis metros! ¡Para un lobo eso no es nada!

Los perros midieron la distancia dubitativamente. A veces un perro tiene que aclarar un poco las cosas y preguntarse a sí mismo: ¿de qué especie soy?

—¡Es fácil! ¡Os lo demostraré! ¡Mirad!

Gran Fido corrió un par de metros hacia atrás, se detuvo, dio media vuelta, corrió… y saltó.

La trayectoria apenas si tuvo una curva. El pequeño perro de lanas aceleró en el espacio, impulsado no tanto por los músculos como por lo que fuera que estaba ardiendo en su alma.

Sus patas delanteras tocaron las tejas, arañaron por un momento la resbaladiza superficie, y no encontraron ningún asidero. Gran Fido fue resbalando en silencio hacia atrás a lo largo del tejado, pasó por encima del borde… Y quedó suspendido en el vacío.

Alzó los ojos hacia arriba, hacia el perro que lo estaba sujetando.

—¿Gaspode? ¿Eres tú?

—Ziií —dijo Gaspode con la boca llena.

El perro de lanas apenas pesaba nada, pero Gaspode apenas si tenía peso tampoco. Había saltado hacia delante y abierto las patas para soportar la tensión, pero no había gran cosa en la que apoyarse. Gaspode fue resbalando inexorablemente hacia abajo hasta que sus patas delanteras quedaron dentro del canalón, el cual empezó a crujir.

Ahora Gaspode tenía una vista asombrosamente clara de la calle, tres pisos más abajo.

—¡Oh, demonios! —dijo Gaspode.

Entonces unas fauces se cerraron sobre su cola.

—Suéltale —dijo Angua, hablando con voz neutra.

Gaspode trató de sacudir la cabeza.

—¡Deja de reziztirte! —dijo, hablando por un lado de la boca—. ¡Perro Valiente Zalva el Día! ¡Rezcatado en el Tejado por un Valerozo Zabuezo! ¡No!

El canalón volvió a crujir.

Va a ceder, pensó Gaspode. La historia de mi vida…

Gran Fido se volvió hacia él.

—¿Por dónde me tienes cogido?

—Poz el collaz —dijo Gaspode entre dientes.

—¿Qué? ¡Al infierno con eso!

El perro de lanas trató de soltarse, lanzando feroces zarpazos al aire.

—¡Para, gilipollaz! ¡Noz haráz caer a loz doz! —gruñó Gaspode.

En el tejado de enfrente, la jauría de perros miraba con horror. El canalón volvió a crujir.

Las garras de Angua dejaron líneas blancas en las tejas.

Gran Fido se debatió y giró, luchando contra la presa del collar.

Que, finalmente, se partió.

El perro se volvió en el aire, suspendido por un instante en el vacío antes de que la gravedad se hiciera con el control de la situación.

—¡Libre!

Y luego cayó.

Gaspode salió disparado hacia atrás cuando las patas de Angua resbalaron debajo de ella, y aterrizó tejado arriba con sus patas girando. Los dos consiguieron llegar a la cresta del tejado y se agarraron a ella, jadeando.

Entonces Angua volvió a saltar, tomando tierra en el callejón siguiente y desapareciendo en la lejanía antes de que Gaspode hubiera dejado de ver una neblina roja ante sus ojos.

Gaspode escupió el collar de Gran Fido, el cual resbaló tejado abajo y terminó desapareciendo por encima del borde.

—¡Oh, gracias! —gritó—. ¡Muchísimas gracias! ¡Sí! ¡Déjame aquí, eso es! ¡Y yo con solo tres patas buenas! ¡No te preocupes por mí! ¡Con un poco de suerte, me caeré del tejado antes de morirme de hambre! ¡Oh, sí! ¡La historia de mi vida, desde luego! ¡Tú y yo, chica! ¡Juntos! ¡Habríamos podido conseguirlo!

Se volvió y miró a los perros inmóviles encima de los tejados al otro lado de la calle.

—¡Eh, vosotros! ¡Idos a casa! ¡PERRO MALO! —ladró.

Se dejó resbalar por el otro lado del tejado. Allí había un callejón, pero el suelo quedaba demasiado lejos. Gaspode fue arrastrándose por el tejado hasta llegar al edificio contiguo, pero no había ningún sitio por donde se pudiera bajar. Con todo, un piso más abajo había un balcón.

—Pensamiento lateral —musitó Gaspode—. Veamos, un lobo, el lobo típico, saltaría, y si no pudiera saltar, entonces se quedaría atrapado aquí. Mientras que yo, debido a que poseo una inteligencia superior, puedo evaluar la totalidad de la comosellame y llegar a una solución a través de la aplicación de los procesos mentales.

Se apoyó en la gárgola agazapada sobre el ángulo del canalón.

—¿'E',ierez?

—Si no me ayudas a bajar hasta ese balcón, me haré pis dentro de tu oreja.

¿GRAN FIDO?

—¿Sí?

TÚMBATE.

Con el paso del tiempo, llegó a haber dos teorías acerca del fin de Gran Fido.

La defendida por el perro Gaspode, basada en datos obtenidos a través de la observación, decía que sus restos fueron recogidos por Viejo Apestoso Ron y vendidos cinco minutos después a un peletero, y que Gran Fido terminó volviendo a ver la luz del día convertido en unas orejeras y un par de guantes lanudos.

La que creían todos los demás perros, basada en lo que a falta de un nombre mejor podríamos llamar la verdad del corazón, decía que Gran Fido sobrevivió a la caída, huyó de la ciudad, y terminó mandando una manada enorme de lobos de las montañas que por las noches llevaba el terror a las granjas aisladas. Esa teoría hacía que buscar en los vertederos y visitar las puertas traseras en busca de restos pareciese… bueno, más soportable. Después de todo, solo lo hacían hasta que regresara Gran Fido.

Su collar se guardó en un lugar secreto, y los perros lo visitaron con asiduidad hasta que terminaron olvidándose de él.

El sargento Colon abrió la puerta empujándola con la punta de su pica.

La Torre había tenido suelos, pero de eso ya hacía mucho tiempo. Ahora estaba totalmente hueca hasta arriba de todo, entrecruzada por los haces de luz dorada que surgían de antiguos huecos de ventanas.

Uno de ellos, lleno de relucientes motas de polvo, caía sobre lo que, no mucho antes, había sido el guardia titular Cuddy.

Colon empujó cautelosamente el cuerpo con la punta del pie. El cuerpo no se movió. Nada parecía indicar que debiera moverse. Un hacha retorcida yacía junto a él.

—Oh, no —jadeó.

Había una cuerda delgada, de las que utilizaban los Asesinos, colgando de las alturas. La cuerda estaba temblando. Colon alzó la mirada hacia la calima, y desenvainó su espada.

Podía ver toda la distancia hasta lo alto de la torre, y no había nadie en la cuerda. Lo cual significaba…

Ni siquiera miró alrededor, lo cual le salvó la vida.

Su lanzamiento al suelo y la explosión del debólver detrás de él ocurrieron exactamente en el mismo momento. Luego Colon juraría que había sentido el viento del proyectil cuando pasaba por encima de su cabeza.

Entonces una figura atravesó el humo y le golpeó muy fuerte a Colon antes de huir por la puerta abierta, para desaparecer bajo la lluvia.

¿AGENTE TITULAR Cuddy?

Cuddy se sacudió de encima a sí mismo.

—Oh —dijo—. Ya veo. No creí que fuera a sobrevivir a eso. No después de los primeros treinta metros.

ESTABA EN LO CIERTO.

El mundo irreal de los vivos ya se estaba desvaneciendo, pero Cuddy contempló los restos retorcidos de su hacha. Parecían preocuparle mucho más que los restos retorcidos de Cuddy.

—¿Y quiere echarle una mirada a eso? —dijo—. ¡Mi papá hizo esa hacha para mí! ¡Pues ahora no creo que sea un arma digna de que te la lleves contigo a la otra vida!

¿ESO ES ALGÚN TIPO DE COSTUMBRE FUNERARIA?

—¿No lo sabe? Usted es la Muerte, ¿no?

ESO NO SIGNIFICA QUE TENGA QUE SABERLO TODO ACERCA DE LAS COSTUMBRES FUNERARIAS. GENERALMENTE, ME ENCUENTRO CON LA GENTE ANTES DE QUE LA ENTIERREN. AQUELLOS A LOS QUE CONOZCO DESPUÉS DEL ENTIERRO TIENDEN A ESTAR UN POCO NERVIOSOS, Y NO LES APETECE DEMASIADO HABLAR DE LAS COSAS.

Cuddy se cruzó de brazos.

—Si no voy a ser enterrado como es debido —dijo—, pues entonces no voy. Mi alma torturada andará por el mundo siendo presa del tormento.

NO TIENE POR QUÉ SERLO.

—Pero si quiere puede hacerlo —dijo secamente el fantasma de Cuddy.

—¡Detritus! ¡No tienes tiempo de rezumar! ¡Ve a la Torre del Arte y llévate a unos cuantos hombres contigo!

Vimes llegó a la entrada de la Gran Sala con el patricio encima del hombro y Zanahoria tambaleándose detrás de él. Los magos estaban haciendo corro alrededor de la puerta. Empezaban a caer pesados goterones de lluvia, siseando sobre las piedras recalentadas por el sol.

Ridcully se subió las mangas.

—¡Por todas las campanas del infierno! ¿Qué le ha hecho eso a la pierna del patricio?

—¡Ahora ya saben de lo que es capaz el debólver! ¡Encárguese de él! ¡Y del cabo Zanahoria también!

—No hay ninguna necesidad —dijo Vetinari, tratando de sonreír y ponerse en pie—. La herida no ha afectado al hue…

La pierna se dobló debajo de él.

Vimes parpadeó. Nunca hubiese esperado ver aquello. El patricio era el hombre que siempre tenía las respuestas, que nunca se dejaba sorprender por nada. Vimes tuvo la sensación de que la historia se había soltado y estaba empezando a ondular en el viento.

—Podemos ocuparnos de esto, señor —dijo Zanahoria—. Tengo hombres en los tejados, y…

—¡Cállese! ¡No se mueva de aquí! ¡Es una orden! —Vimes hurgó dentro de su bolsa y se colgó la placa de su chaqueta rasgada—. Eh, tú… ¡Pijama! ¡Necesito una espada!

Pijama estaba poniendo bastante mala cara.

—Solo recibo órdenes del cabo Zanahoria…

—¡Dame una espada ahora mismo, horrible hombrecillo! ¡Bien! ¡Gracias! Ahora vayamos a la Torr…

Una sombra apareció en el hueco de la puerta.

Detritus entró.

Todos contemplaron la fláccida forma que llevaba en los brazos.

Detritus la puso con mucho cuidado encima de un banco, sin decir una sola palabra, y luego fue a sentarse en un rincón. Mientras los demás se reunían alrededor de los restos mortales del guardia titular Cuddy, el troll se quitó el casco refrigerante de fabricación casera y se quedó inmóvil mirándolo, sin dejar de darle vueltas entre los dedos.

—Estaba en el suelo —dijo el sargento Colon, apoyándose en el marco de la puerta—. Tuvieron que empujarlo haciéndolo caer de la escalera arriba de todo. También había alguien más ahí dentro. Tuvo que bajar por una cuerda y me dio un buen golpe en el lado de la cabeza.

—Un chelín no vale que te hagan caer desde lo alto de la Torre del Arte de un empujón —dijo Zanahoria, vagamente.

Fue mejor cuando vino el dragón, pensó Vimes. Después de que hubiera matado a alguien, al menos seguía siendo un dragón. Luego se iba a algún otro sitio, pero siempre podías decir: es un dragón, eso es lo que es. No podía pasar por encima de una pared y convertirse en cualquier otra persona. Siempre sabías a qué estabas combatiendo. No tenías que…

—¿Qué es eso que hay en la mano de Cuddy? —dijo, dándose cuenta de que llevaba algún tiempo mirándolo sin verlo.

Tiró de ello. Era una tira de tela negra.

—Los Asesinos visten así —dijo Colon con voz átona.

—Igual que montones de personas más —dijo Ridcully—. El negro es negro,

—Tiene razón —dijo Vimes—. Emprender cualquier clase de acción basándose en eso sería prematuro. Y probablemente significaría mi despido, ya sabe, sería como pegarme un tiro.

Agitó la tira de tela delante de lord Vetinari.

—Hay Asesinos por todas partes montando guardia —dijo—. Pues parece ser que no se dieron cuenta de que pasara nada raro, ¿verdad? ¡Usted les dio el jodido debólver porque pensó que los asesinos eran los que mejor lo guardarían! ¡Nunca se le pasó por la cabeza dárselo a los guardias!

—¿No vamos a iniciar la persecución, cabo Zanahoria? —preguntó Pijama.

—¿Perseguir a quién? ¿Perseguirlo adónde? —dijo Vimes—. Le atizó en la cabeza al viejo Fred y luego salió corriendo. Pudo doblar una esquina trotando y tirar el debólver por encima de un muro, ¿y quién lo sabría? ¡No sabemos a quién estamos buscando!

—Yo sí que lo sé —dijo Zanahoria.

Se levantó, apretándose el hombro con la mano.

—Correr es fácil —dijo—. Hemos corrido mucho. Pero no es así como se caza. Se caza quedándose quieto en el lugar apropiado. Capitán, quiero que el sargento salga ahí fuera y le diga a la gente que tenemos al asesino.

—¿Qué?

—Su nombre es Edward de M'uerthe. Diga que lo tenemos bajo custodia. Diga que fue capturado y que está gravemente herido, pero que aún vive.

—Pero no hemos…

—Edward de M'uerthe es un asesino.

—No hemos…

—Sí, capitán. No me gusta decir mentiras. Pero podría valer la pena. Y en cualquier caso ya no es problema suyo, señor.

—¿No lo es? ¿Por qué no?

—Usted se retira en menos de una hora.

—Pero en este momento todavía soy capitán, cabo. Eso significa que tiene que contarme lo que está ocurriendo. Así es como funcionan las cosas.

—No tenemos tiempo, señor. Hágalo, sargento Colon.

—¡Zanahoria, el oficial al mando todavía soy yo! Se supone que yo soy quien da las órdenes.

Zanahoria bajó la cabeza.

—Lo siento, capitán.

—Está bien. Con tal de que eso haya quedado entendido ¿Sargento Colon?

—¿Señor?

—Haga correr la voz de que hemos arrestado a Edward de M'uerthe. Quienquiera que sea.

—Siseñor.

—¿Y cuál va a ser su próxima jugada, señor Zanahoria? —preguntó Vimes.

Zanahoria miró a los magos allí reunidos.

—¿Disculpe, señor?

—¿Oook?

—En primer lugar, tenemos que entrar en la biblioteca y…

En primer lugar, alguien puede prestarme un casco —dijo Vimes—. Si no llevo un casco, nunca tengo la sensación de que estoy trabajando. Gracias, Fred. Bien… casco… espada… placa. Y ahora…

Debajo de la ciudad había sonidos. Iban filtrándose hacia las profundidades a lo largo de toda clase de rutas, pero sonaban confusos, un vago ruido de colmena.

Y también había el más tenue de los resplandores. Las aguas del Ankh, empleando el nombre del elemento en su sentido más amplio, llevaban siglos lavando, forzando la definición hasta su límite, aquellos túneles.

Ahora había otro sonido. Era un tenue ruido de pasos sobre el sedimento, apenas perceptible a menos que los oídos ya hubieran llegado a acostumbrarse a los sonidos de fondo. Y una forma borrosa se movía entre la penumbra, para terminar deteniéndose delante de un círculo de oscuridad que llevaba a un túnel más pequeño…

—¿Cómo se siente, su señoría? —preguntó el cabo Nobbs.

—¿Quién es usted?

—¡Cabo Nobbs, señor! —dijo Nobby, saludando.

—¿Lo tenemos en nómina?

—¡Siseñor!

—Ah. Usted es el enano, ¿verdad?

—Noseñor. ¡Ese era el difunto Cuddy, señor! ¡Yo soy uno de los seres humanos, señor!

—¿No fue incluido en nómina como resultado de ningún… procedimiento especial de contratación?

—Noseñor —dijo Nobby, con orgullo.

—Increíble —dijo el patricio.

Se sentía un poco mareado a causa de la pérdida de sangre. El archicanciller también le había dado a beber un buen trago de algo que dijo era un remedio maravilloso, aunque no había especificado qué era lo que curaba exactamente. La verticalidad, al parecer. Pero aun así resultaba más sensato permanecer erguido. Era una buena idea que se le viera con vida. Un montón de curiosos estaban asomando la cabeza por el hueco de la puerta para echar un vistazo. Era importante asegurar que los rumores de su muerte estuvieran considerablemente exagerados.

Nobbs, el cabo que se autoproclamaba humano, y otros guardias habían formado un círculo alrededor del patricio, siguiendo las órdenes del capitán Vimes. Algunos de ellos eran mucho más enormes de lo que el patricio recordaba.

—Tú, hombre. ¿Tienes el Chelín del Rey? —inquirió a uno de ellos.

—Yo nunca cogido nada.

—Espléndido, bien hecho.

Y entonces las multitudes se dispersaron. Una forma dorada y con un aspecto vagamente perruno se abrió paso a través de ellas como una exhalación, gruñendo y con la nariz pegada al suelo. Y luego volvió a desaparecer, cubriendo la distancia que la separaba de la biblioteca en largas y ágiles zancadas. El patricio fue consciente de una conversación que estaba teniendo lugar junto a él.

—¿Fred?

—¿Sí, Nobby?

—¿Eso no te ha parecido un poco familiar?

—Sí, ya sé a qué te refieres.

Nobby se removió nerviosamente.

—Tendrías que haberle dado una buena bronca por no llevar el uniforme —dijo.

—Eso habría sido un poquito complicado.

—Si yo hubiera pasado corriendo por aquí sin ropa, seguro que me habrías multado con medio dólar por ir vestido inadecuadamente…

—Aquí tienes medio dólar, Nobby. Y ahoracállate.

Lord Vetinari les sonrió alegremente. Luego estaba el guardia del rincón, otro de aquellos que eran tan enormes…

—¿Todavía se encuentra bien, su señoría? —preguntó Nobby

—¿Quién es ese caballero?

Nobby siguió la dirección de la mirada del patricio.

—Ese es Detritus el troll, señor.

—¿Por qué está sentado así?

—Está pensando, señor.

—Lleva un buen rato sin moverse.

—Piensa despacio, señor.

Detritus se levantó. Había algo en la manera en que lo hizo, alguna traza de un enorme continente iniciando un movimiento tectónico que terminaría en la temible creación de alguna cordillera inescalable, que hizo que la gente se detuviera a mirarlo. Ni uno solo de quienes lo hicieron estaba familiarizado con la experiencia de ver la creación de cordilleras, pero ahora tuvieron una vaga idea de cómo era aquello: era como Detritus poniéndose en pie, con el hacha retorcida de Cuddy en la mano.

—Pero profundamente, a veces —dijo Nobby, examinando varias posibles rutas de huida con la mirada.

El troll contempló a la multitud como si se preguntara qué estaban haciendo allí. Luego, con los brazos balanceándose a sus costados, echó a andar hacia delante.

—Agente Detritus… ejem… descanse… —probó Colon.

Detritus le ignoró. Ahora estaba moviéndose bastante deprisa, de esa manera engañosa en que lo hace la lava.

Llegó a la pared, y la apartó de su camino de un puñetazo.

—¿Alguien ha estado dándole azufre? —preguntó Nobby.

Colon se volvió hacia los guardias.

—¡Guardia interino Bauxita! ¡Guardia interino Caradecarbón! ¡Detengan al agente Detritus!

Los dos trolls miraron primero la silueta cada vez más lejana de Detritus, luego se miraron el uno al otro, y finalmente miraron al sargento Colon.

Bauxita se las arregló para saludar.

—¿Permiso para asistir al funeral de la abuela, señor?

—¿Por qué?

—Es ella o yo, mi sargento.

—Nos dará de patadas en nuestras goohulaags cabezas —dijo Caradecarbón, que era el que tenía la mente menos tortuosa de los dos.

Una cerilla se inflamó. En las alcantarillas, su luz fue como la de una nova.

Vimes encendió primero su puro, y luego una lámpara.

—¿Doctor Cruces? —dijo.

El jefe de los asesinos se quedó inmóvil como una estatua.

—El cabo Zanahoria también tiene una ballesta —dijo Vimes—. No estoy muy seguro de si la utilizaría. El cabo Zanahoria es un buen hombre. Piensa que todos los demás son buenos. Yo no lo soy. Tengo muy mal genio, soy desagradable y estoy cansado. Y ahora, doctor, usted ha tenido tiempo de pensar, es un hombre inteligente… ¿Me haría el favor de decirme qué era lo que estaba haciendo aquí abajo, si es tan amable? No puede ser buscar los restos mortales del joven Edward, porque esta mañana nuestro cabo Nobbs se los ha llevado al depósito de cadáveres de la Guardia, probablemente apropiándose de cualquier pequeña alhaja personal que Edward pudiera llevar encima, pero Nobby es así. Tiene una mente criminal, nuestro Nobby. Pero una cosa sí que diré en su favor: no tiene un alma criminal.

»Espero que le haya quitado el maquillaje de payaso al pobre chico. Cielos, cielos. Usted utilizó a Edward, ¿verdad? Él mató al pobre Beano y luego se hizo con el debólver, y estaba allí cuando el debólver mató a Martillogrande, porque incluso se dejó un poquitín de su peluca de Beano en las vigas, y justo cuando hubiese podido sacar provecho de un buen consejo, como por ejemplo el de que se entregara, entonces usted fue y lo mató. Lo interesante, lo interesante de verdad, es que el joven Edward no pudo haber sido el hombre que estaba en la Torre del Arte hace un rato. No con esa puñalada en el corazón y todo lo demás. Ya sé que estar muerto no siempre supone una barrera infranqueable que te impida disfrutar de la diversión en esta ciudad, pero no creo que el joven Edward se haya mostrado demasiado activo últimamente. El trocito de tela fue un toque excelente. Pero, sabe, yo nunca he creído en esas cosas: huellas de pisadas en el parterre de las flores, botones delatores, ese tipo de cosas. La gente piensa que el trabajo policial consiste precisamente en esas cosas. Pues no. La mayor parte del tiempo, el trabajo policial consiste en tener suerte y gastar muchas suelas. Pero montones de personas lo creen. Lo que quiero decir es que, bueno, Edward lleva muerto… veamos… todavía no hace dos días, y aquí abajo se está muy fresquito y… Bien, luego usted podría haberlo subido allá arriba, y me atrevería a decir que hubiese podido engañar a quienes no miraran muy de cerca una vez que Edward estuviese encima de una losa, y de esa manera habríatenido al hombre que disparó al patricio. Ojo, también me atrevo a decir que para entonces media ciudad estaría luchando con la otra media. Hubiese habido unas cuantas muertes más. Me pregunto si eso le habríaimportado a usted. —Hizo una pausa—. Todavía no ha dicho nada.

—Usted es incapaz de entenderlo —dijo Cruces.

—¿Sí?

—De M'uerthe estaba en lo cierto. Había perdido el juicio, pero estaba en lo cierto.

—¿Acerca de qué, doctor Cruces? —preguntó Vimes.

Y un instante después el asesino había desaparecido en una sombra.

—Oh, no —dijo Vimes.

Un murmullo creó ecos que resonaron dentro de la caverna.

—¿Capitán Vimes? Una cosa que todo buen Asesino aprende es…

Hubo una explosión atronadora, y la lámparasedesintegró.

—… a no estar nunca cerca de la luz.

Vimes chocó con el suelo y rodó sobre sí mismo. Otro disparo surcó el aire a un par de palmos de él, y Vimes sintió la fría salpicadura del agua.

Debajo de él también había agua.

El Ankh estaba subiendo y, siguiendo leyes más viejas que las de la ciudad, el agua volvía a subir por los túneles.

—Zanahoria-murmuró Vimes.

—¿Sí?

La voz provenía de algún lugar perdido en la negrura hacia su derecha.

—No veo nada. Perdí mi visión nocturna al encender esa maldita lámpara.

—Puedo sentir llegar el agua.

—Lo que debemos… —empezó a decir Vimes, y se calló mientras se formaba una imagen mental de Cruces escondido y apuntando el arma hacia un retazo de sonido.

Hubiese tenido que disparar yo primero, pensó. ¡Cruces es un Asesino!

Vimes tuvo que incorporarse un poco para mantener la cara fuera del agua, que iba subiendo.

Entonces oyó un suave chapoteo. Cruces estaba viniendo hacia ellos.

Hubo un tenue chasquido, y luego luz. Cruces había encendido una antorcha, y Vimes alzó la mirada para ver la flaca silueta recortándose entre la penumbra. Su otra mano estaba apuntando el debólver.

Algo que Vimes había aprendido cuando era joven guardia surgió de las profundidades de su memoria. Si realmente no te queda más remedio que mirar a lo largo del astil de una flecha desde el extremo equivocado, si un hombre te tiene totalmente a su merced, entonces aférrate a la esperanza de que ese hombre sea malvado. Porque a los malvados les encanta el poder, el poder sobre las personas, y quieren verte pasar miedo. Quieren que sepas que vas a morir. Así que hablarán. Se regodearán.

Verán cómo te retuerces. Iránposponiendo el momento del asesinato de la misma manera en que otro hombre irá posponiendo el momento de encender un buen puro.

Por eso debes aferrarte a la esperanza de que tu captor sea un hombre malvado. Porque un hombre bueno te matará sin llegar a abrir la boca.

Entonces, para su eterno horror, Vimes oyó cómo Zanahoria se ponía en pie.

—Doctor Cruces, le arresto por los asesinatos de Bjorn Martillogrande, Edward de M'uerthe, Beano el payaso, Lettice Knibbs y el agente Cuddy de la Guardia de la Ciudad.

—¡Oh, dioses! ¿Todos esos? Me temo que fue Edward el que mató al hermano Beano. Eso fue idea suya, pobrecito. Dijo que no había tenido intención de hacerlo. Y tengo entendido que la muerte de Martillogrande fue accidental. Se trató de uno de esos accidentes que ocurren muy de cuando en cuando, ya sabe. Martillogrande estaba hurgando en el mecanismo, y entonces la carga se disparó y el proyectil rebotó en su yunque y lo mató. Eso fue lo que dijo Edward. Vino a verme después. Estaba muy afectado. Me lo contó absolutamente todo. Así que le maté, claro. Bueno ¿qué otra cosa podía hacer yo? Edward estaba bastante loco. No se puede tratar con esa clase de personas. ¿Me permitís sugeriros que deis un paso atrás, alteza? Preferiría no tener que disparar contra vos. ¡No! ¡No a menos que tenga que hacerlo!

Vimes tuvo la impresión de que Cruces estaba discutiendo consigo mismo. El debólver osciló violentamente en su mano.

—Edward no paraba de balbucear insensateces —dijo Cruces—. Aseguraba que el debólver había matado a Martillogrande. Yo le pregunté si había sido un accidente. Y él dijo que no, que no había sido ningún accidente, que el debólver había matado a Martillogrande.

Zanahoria dio otro paso adelante. Ahora Cruces parecía hallarse en su propio mundo privado.

—¡No! El debólver mató a la joven mendiga, también. ¡No fui yo! ¿Por qué iba a hacer yo algo semejante?

Cruces dio un paso atrás, pero el debólver se alzó hacia Zanahoria. A Vimes le pareció como si se moviera por voluntad propia, como un animal que olisquea el aire…

—¡Agáchate! —siseó Vimes, estirando el brazo en un intento desesperado de encontrar su ballesta.

—¡Edward dijo que el debólver estaba celoso! ¡Martillogrande hubiese hecho más debólveres! ¡No os mováis!

Zanahoria dio otro paso.

—¡Tuve que matar a Edward! ¡Era un romántico, nunca lo hubiese hecho bien! ¡Pero Ankh-Morpork necesita un rey!

El arma se estremeció y disparó su proyectil en el mismo instante en que Zanahoria saltaba hacia un lado.

Los túneles relucían con un sinfín de olores entre los que predominaban los acres tonos amarillos y los naranjas terrosos de los antiguos desagües. Y apenas había corrientes de aire que pudieran alterar las cosas, con lo que la línea que era Cruces serpenteaba nítidamente a través de aquella atmósfera tan cargada. Y también estaba el olor del debólver, tan vivido como una herida.

Olí a debólver en el Gremio, pensó Angua, justo después de que Cruces pasara junto a mí en aquel pasillo. Y Gaspode dijo que eso no tenía nada de raro, porque el debólver había estado en el Gremio durante mucho tiempo…, pero no lo habían disparado dentro del Gremio. Lo olí porque alguien de allí había disparado esa cosa.

Entró en la gran caverna chapoteando y vio, con su nariz, a los tres: la figura que olía a Vimes, la figura que se estaba desplomando y era Zanahoria, la forma que se volvía con el debólver en la mano…

Y entonces Angua dejó de pensar con la cabeza y dejó que su cuerpo asumiera el control. Los músculos de loba la impulsaron hacia delante y la elevaron en un rápido salto, con un halo de gotitas de agua despedidas de su pelaje, sus ojos clavados en el cuello de Cruces.

El debólver disparó, cuatro veces. No falló ni un solo disparo.

Angua chocó pesadamente con el hombre, haciendo que se desplomara hacia atrás.

Vimes se alzó entre una explosión de espuma y gotas de agua.

—¡Seis disparos! ¡Eso han sido seis disparos, hijo de puta! ¡Ahora sí que te tengo!

Cruces se volvió mientras Vimes venía chapoteando hacia él y corrió hacia un túnel, lanzando más espuma.

Vimes le quitó la ballesta de entre los dedos a Zanahoria, apuntó desesperadamente y apretó el gatillo. No ocurrió nada.

—¡Zanahoria! ¡Condenado idiota, pero si nunca llegaste a amartillar este dichoso trasto!

Vimes se volvió.

—¡Vamos, hombre! ¡No podemos dejar que se escape!

—Es Angua, capitán.

—¿Qué?

—Está muerta.

—¡Zanahoria! Escucha. ¿Puedes encontrar la salida entre toda esta porquería? ¡No, así que ven conmigo!

—Yo… No puedo dejarla aquí. Yo…

¡Cabo Zanahoria!¡Sígame!

Vimes medio corrió y medio vadeó aquellas aguas cada vez más crecidas yendo hacia el túnel que había engullido a Cruces. Había que subir una pequeña pendiente para llegar a él, y Vimes notó que el agua le cubría menos a medida que corría.

Nunca des tiempo para descansar a la presa. Vimes había aprendido aquello durante su primer día en la Guardia. Si tenías que perseguir, entonces había que seguir con ello. Dar tiempo al perseguido para que se detuviera y pensara un poco significaba que luego doblarías una esquina para encontrarte con un calcetín lleno de arena viniendo desde el otro lado.

Las paredes y el techo estaban cada vez más próximos. Había otros túneles allí. Zanahoria había estado en lo cierto. Centenares de personas tenían que haber trabajado durante años para construir aquello. Ankh-Morpork estaba construida encima de la misma Ankh-Morpork.

Vimes se detuvo.

Ya no había ningún ruido de chapoteo, y sí bocas de túneles abriéndose por todas partes alrededor de él.

Entonces hubo un destello dentro de un túnel lateral. Vimes se apresuró a correr hacia él, y vio un par de piernas recortándose en el haz de claridad que caía de una trampilla abierta. Se abalanzó sobre ellas, y consiguió agarrar una bota en el mismo instante en que esta empezaba a desaparecer en la habitación de arriba. La bota le dio una patada, y un instante después oyó cómo Cruces chocaba con el suelo.

Vimes se agarró al borde de la trampilla y se metió por el hueco. Aquello no era un túnel. Parecía una especie de sótano. Los pies de Vimes resbalaron en el barro y se dio con una pared viscosa. ¿Encima de qué se había construido Ankh-Morpork? Oh, claro…

Cruces se encontraba a solo unos metros de distancia, subiendo frenéticamente por un tramo de escalones y resbalando de vez en cuando. Antes había habido una puerta al final del tramo, pero ya hacía mucho tiempo que se había podrido.

Había más escalones, y más habitaciones. Fuego e inundación, inundación y reconstrucción. Las habitaciones se habían convertido en sótanos, los sótanos se habían convertido en cimientos. La persecución no era nada elegante, porque los dos hombres resbalaban y caían para luego volver a subir y abrirse paso a través de cortinas de sustancias viscosas suspendidas del techo. Cruces había dejado velas encendidas aquí y allá. Sus llamas daban la claridad suficiente para que Vimes deseara que no lo hicieran.

Y de pronto debajo de los pies hubo piedra seca y aquello no era una puerta, sino un agujero perforado en una pared. Y había barriles y montones de muebles, cosas viejas que se habían guardado bajo llave y olvidado.

Cruces estaba en el suelo a un par de metros de él, tratando de recuperar el aliento mientras incrustaba otro juego de tubos en el debólver. Vimes consiguió ponerse a cuatro patas, y tragó aire. No muy lejos de allí había una vela embutida en la pared.

—Te… atrapé —jadeó.

Cruces luchó por levantarse, todavía aferrando el debólver.

—Estás… demasiado viejo… para correr… —consiguió decir Vimes.

Cruces logró incorporarse, y se apartó con paso tambaleante. Vimes se lo pensó un poco antes de volver a hablar.

—Yo también estoy demasiado viejo para correr —añadió, y saltó.

Los dos hombres rodaron sobre el polvo, con el debólver entre ellos. Mucho tiempo después a Vimes se le ocurriría pensar que lo último que haría un hombre en su sano juicio sería luchar con un Asesino. Llevaban armas escondidas por todas partes. Pero Cruces no estaba dispuesto a soltar el debólver. Lo agarraba obstinadamente con ambas manos, tratando de golpear a Vimes con el cañón o con la culata.

Curiosamente, los Asesinos apenas si aprendían a luchar sin armas. Generalmente eran lo bastante buenos en el combate armado para no tener necesidad de ello. Los caballeros llevaban armas, y solo las clases inferiores utilizaban las manos.

—Te cogí —jadeó Vimes—. Quedas arrestado. Haz el favor de estar bajo arresto, ¿quieres?

Pero Cruces no lo soltaba. Vimes no se atrevía a soltarlo, porque entonces el debólver le sería arrebatado de entre los dedos. El debólver se veía impulsado hacia delante y hacia atrás por entre ellos dos, en una desesperada concentración llena de gruñidos.

El debólver hizo explosión.

Hubo una lengua de fuego rojizo, un hedor a fuegos artificiales y un ruido de zing, zing, zing procedente de tres paredes. Algo chocó con el casco de Vimes y se alejó hacia el techo con un nuevo zing.

Vimes contempló las facciones contorsionadas de Cruces. Después bajó la cabeza y tiró del debólver con todas sus fuerzas.

El asesino gritó y lo soltó, llevándose las manos a la nariz. Vimes retrocedió tambaleándose, empuñando el debólver con ambas manos.

Se movió. De pronto la culata estaba encima del hombro de Vimes y su dedo se encontraba encima del gatillo.

Eres mío. Ya no lo necesitamos.

La conmoción causada por la voz fue tan grande que Vimes gritó.

Luego juraría que no había apretado el gatillo. Este se movió por voluntad propia, llevándose a su dedo consigo. El debólver se incrustó en el hombro de Vimes yun agujero de diez centímetros de diámetro apareció en la pared junto a la cabeza del jefe de los Asesinos, rociándole de yeso.

Vimes fue vagamente consciente, a través de la neblina rojiza que se estaba alzando a través de su campo de visión, de Cruces yendo con paso tambaleante hacia una puerta y saliendo por ella, para acto seguido cerrarla de un portazo.

Todo lo que odias, todo lo que está mal… Yo puedo hacer que sea como es debido.

Vimes llegó a la puerta y probó la manija. La puerta estaba cerrada.

Alzó el debólver, sin darse cuenta de que estuviera pensando al hacerlo, y dejó que el gatillo volviera a tirar de su dedo. Una considerable porción de la puerta y el marco se convirtió en un agujero circundado de astillas.

Vimes apartó el resto de una patada y siguió al debólver.

Se encontró en un pasillo. Una docena de jóvenes le estaban mirando con asombro desde puertas entreabiertas. Todos vestían de negro.

Estaba dentro del Gremio de Asesinos.

Un aprendiz de Asesino miró a Vimes con sus fosas nasales.

—¿Tendrías la bondad de decirme quién eres?

El debólver se volvió hacia él. Vimes consiguió mantener el cañón lo bastante arriba en el mismo instante en que el debólver abría fuego, y el disparo hizo desaparecer una buena porción de techo.

—¡Soy la ley, hijos de perra! —gritó.

Le miraron.

Mátalos a todos. Limpia el mundo.

—¡Cállate!

Vimes, una cosa de ojos enrojecidos, cubierta de polvo y que goteaba fango viscoso salido de la tierra, clavó la mirada en el tembloroso estudiante.

—¿Adónde ha ido Cruces?

La niebla ondulaba alrededor de su cabeza. Su mano crujía con el esfuerzo de no disparar.

El joven señaló un tramo de escalones con un dedo apremiante. Había estado muy cerca de allí cuando el debólver se disparó. El polvo de yeso le cubría todo el cuerpo como la caspa de un demonio.

El debólver volvió a acelerar, arrastrando consigo a Vimes más allá de los muchachos y escalera arriba, donde todavía había regueros de barro negro. Allí había otro corredor. Varias puertas se estaban abriendo. Las puertas volvieron a cerrarse después de que el debólver volviera a disparar, haciendo añicos una araña de cristal. El corredor daba a un gran rellano en lo alto de un tramo de escalones mucho más impresionante y, enfrente de él, había una gran puerta de roble.

Vimes voló la cerradura de un disparo, abrió la puerta de una patada y luego luchó con el debólver durante el tiempo suficiente para agacharse. Un dardo de ballesta pasó zumbando por encima de su cabeza y le dio a alguien, mucho más lejos pasillo abajo.

¡Pégale un tiro! ¡Venga, hazlo ya! ¡PÉGALE UN TIRO!

Cruces estaba de pie junto a su escritorio, tratando febrilmente de introducir otro dardo en su ballesta…

Vimes intentó acallar el cántico que resonaba en sus oídos.

Pero… ¿por qué no? ¿Por qué no disparar? ¿Quién era aquel hombre? Vimes siempre había querido hacer de la ciudad un lugar más limpio, y muy bien podía empezar allí. Y entonces la gente descubriría lo que era la ley…

Limpiar el mundo.

El mediodía empezó.

La campana de bronce resquebrajada que había en el Gremio de Profesores inició su repiqueteo, y dispuso de todo el mediodía para ella sola al menos durante siete tañidos antes de que el reloj del Gremio de Panaderos, corriendo muy deprisa, consiguiera darle alcance.

Cruces se irguió, y empezó a ir poco a poco hacia el cobijo que ofrecía uno de los pilares de piedra.

—No puede disparar contra mí, capitán Vimes —dijo sin apartar la mirada del debólver—. Conozco la ley. Y usted tambien la conoce. Usted es un guardia. No puede dispararme a sangre fría.

Vimes tomó puntería mirando a lo largo del cañón.

Sería tan fácil. El gatillo tiraba de su dedo.

Una tercera campana empezó a sonar.

—No puede matarme como si tal cosa. Eso es lo que dice la ley. Y usted es un guardia —repitió el doctor Cruces, lamiéndose sus labios resecos.

El cañón bajó un poco. Cruces casi se relajó.

—Sí. Soy un guardia.

El cañón volvió a subir, apuntado hacia la frente de Cruces.

—Pero cuando las campanas dejen de sonar —dijo Vimes suavemente—, ya no seré un guardia.

¡Pégale un tiro!¡PÉGALE UN TIRO!

Vimes se metió la culata del debólver debajo del brazo, de tal manera que le quedase una mano libre.

—Lo haremos siguiendo las reglas —dijo—. Siguiendo las reglas, sí. Hay que hacerlo siguiendo las reglas.

Sin bajar la vista, arrancó su placa de los restos de su chaqueta. Incluso a través del barro, el cobre todavía brillaba. Vimes siempre la mantenía muy limpia. Cuando la hizo girar una o dos veces, igual que si fuera una moneda, el cobre reflejó la luz.

Cruces la observaba igual que un gato.

Las campanas ya no estaban haciendo tanto ruido. La mayoría de las torres habían parado. Ahora ya solo faltaba el sonido del gong en el Templo de los Dioses Menores, y las campanas del Gremio de Asesinos, que siempre llegaban con un elegante retraso.

El gong dejó de sonar.

El doctor Cruces puso la ballesta, pulcra y meticulosamente, encima del escritorio que había detrás de él.

—¡Ya está! ¡Acabo de soltarla!

—Ah —dijo Vimes—. Pero yo quiero asegurarme de que no vuelve a cogerla.

La campana negra del Gremio de Asesinos dio inicio al martilleo que terminaría llevándola al mediodía.

Y luego se detuvo.

El silencio llegó como el estallido de un trueno.

El ruidito metálico que hizo la placa de Vimes al rebotar en el suelo llenó el silencio, ocupándolo de uno a otro extremo.

Vimes levantó el debólver y, muy lentamente, permitió que la tensión fuera disipándose de su mano.

Una campana empezó a sonar.

Tocaba una alegre melodía metálica, tan tenue que apenas hubiese podido oírse salvo en aquel estanque de silencio…

Cling, bing, a-bing, bong…

… pero era mucho más exacta que los relojes que funcionaban con agua, los de arena y los péndulos.

—Suelte el debólver, capitán —dijo Zanahoria, subiendo lentamente por la escalera.

Sostenía la espada en una mano, y el reloj de despedida en la otra.

bing, bing, a-bing, cling…

Vimes no se movió.

—Suéltelo. Suéltelo ahora mismo, capitán.

—Puedo esperar a que suene otra campana —dijo Vimes.

a-bing, a-bing…

—No puedo permitir que haga eso, capitán. Sería asesinato.

clong, a-bing…

—Me detendrás, ¿verdad?

—Sí.

bing… bing…

Vimes inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado.

—Él mató a Angua. ¿Es que eso no significa nada para ti?

bing… bing… bing… bing…

Zanahoria asintió.

—Sí. Pero personal no es lo mismo que importante.

Vimes miró a lo largo de su brazo. La cara del doctor Cruces, con la boca abierta en una mueca de terror, pivotaba sobre el final del cañón.

bing… bing… bing… bing… bing…

—¿Capitán Vimes?

bing.

—¿Capitán? Placa ciento setenta y siete, capitán. Nunca ha tenido más suciedad encima.

El espíritu palpitante del debólver que subía por el brazo de Vimes se encontró con los ejércitos formados por la personalidad de Vimes, terca como una mula, que bajaban por él.

—Debería soltarlo, capitán. No lo necesita —dijo Zanahoria, como alguien que le estuviera hablando a un niño.

Vimes contempló la cosa que había en sus manos. El griterío se había vuelto más tenue.

—¡Suelte eso ahora mismo, guardia! ¡Es una orden!

El debólver chocó con el suelo. Vimes saludó, y entonces reparó en lo que estaba haciendo. Miró a Zanahoria y parpadeó.

—¿Personal no es lo mismo que importante? —dijo.

—Oiga —dijo Cruces—, siento lo de la… la chica, eso fue un accidente, pero yo solo quería… ¡Hay pruebas! Hay una…

Cruces apenas si estaba prestando atención a los dos guardias. Cogió una bolsa de cuero de encima de la mesa y la agitó delante de ellos.

—¡Está aquí! ¡Todo está aquí, alteza! ¡Pruebas! ¡Edward era idiota, pensaba que todo se reducía a coronas y ceremonia, no tenía ni idea de qué era lo que había encontrado! Y entonces, anoche, fue como si…

—No me interesa —farfulló Vimes.

—¡La ciudad necesita un rey!

—Lo que no necesita la ciudad es asesinos —dijo Zanahoria.

—Pero…

Y entonces Cruces se abalanzó sobre el debólver y lo cogió. Vimes había estado tratando de volver a reunir sus pensamientos, y de pronto se encontró con que estos huían hacia los rincones más alejados de su consciencia. Estaba contemplando la boca del debólver. Le sonreía.

Cruces retrocedió a trompicones hasta el pilar, pero el debólver permaneció inmóvil, apuntándose a sí mismo hacia Vimes.

—Está todo aquí, alteza —dijo—. Todo está escrito, desde el principio hasta el final. Marcas de nacimiento y profecías y genealogía y todo lo demás. Incluso vuestra espada. ¡Es la espada!

—¿De veras? —dijo Zanahoria—. ¿Puedo verlo?

Zanahoria bajó la espada y, para inmenso horror de Vimes, fue hacia el escritorio y sacó el fajo de documentos de la bolsa de cuero. Cruces asintió con aprobación, como si estuviera recompensando a un buen chico.

Zanahoria leyó una página, y luego pasó a la siguiente.

—Esto es muy interesante —dijo.

—Exactamente. Pero ahora debemos quitar de en medio a este molesto policía —dijo Cruces.

Vimes tuvo la sensación de que podía ver a lo largo de todo el tubo, hasta la pequeña bola de metal que no tardaría en lanzarse hacia él…

—Es una lástima, capitán Vimes —dijo Cruces—. Si usted hubiera tenido un poco de…

Entonces Zanahoria se puso delante del debólver. Su brazo se movió con la celeridad del rayo. Apenas si hubo ningún sonido.

Reza para que nunca tengas que enfrentarte a un hombre bueno, pensó Vimes. Te matará sin abrir la boca.

Cruces bajó la vista. Tenía sangre en la camisa. Se llevó una mano a la empuñadura de la espada que sobresalía de su pecho, y luego volvió a alzar la mirada hacia los ojos de Zanahoria.

—Pero ¿por qué? Podríais haber sido…

Y murió. El debólver cayó de sus manos, y le disparó al suelo.

Hubo silencio.

Zanahoria puso la mano sobre la empuñadura de su espada y tiró de ella. El cuerpo se desplomó.

Vimes se apoyó en la mesa y trató de recuperar el aliento.

—Maldito… sea… su… pellejo —jadeó.

—¿Señor?

—Te… llamó alteza —dijo Vimes—. ¿Qué había dentro de esa…?

—Llega usted tarde, capitán —dijo Zanahoria.

—¿Tarde? ¿Tarde? ¿Qué quieres decir con eso? —murmuró Vimes mientras intentaba impedir que su cerebro se despidiera definitivamente de la realidad.

—Se supone que tendría que haberse casado… —Zanahoria consultó el reloj, y luego lo cerró y se lo tendió a Vimes—… hace dos minutos.

—Sí, sí. Pero el doctor Cruces te llamó alteza, yo oí cómo él…

—Supongo que solo fue un truco del eco, señor Vimes.

Un pensamiento logró abrirse paso hasta el centro de la atención de Vimes. La espada de Zanahoria medía unos sesenta centímetros de largo. Había atravesado a Cruces de parte a parte. Pero Cruces tenía la espalda apoyada contra…

Vimes contempló el pilar. Era de granito, y tenía unos treinta centímetros de grosor. No había grietas. Lo único que había era un agujero con la forma de una hoja de espada, atravesándolo de lado a lado.

—Zanahoria… —empezó a decir.

—Y está usted hecho un desastre. Habrá que asearlo un poco.

Zanahoria extendió la mano hacia la bolsa de cuero y se la echó al hombro.

Zanahoria…

—¿Señor?

—Te ordeno que me des…

—No, señor. No puede darme órdenes. Porque ahora usted es, y conste que lo digo sin ánimo de ofender, un civil. Es una nueva vida.

—¿Un civil?

Vimes se frotó la frente. Ahora todo estaba colisionando dentro de su cerebro: el debólver, las alcantarillas, Zanahoria y el hecho de que había estado funcionando a base de pura adrenalina, la cual no tarda en presentar su factura y no da crédito. Sus hombros empezaron a encorvarse.

—Pero esta es mi vida, Zanahoria. Este es mi trabajo.

—Un baño caliente y algo de beber, señor. Eso es lo que necesita usted ahora —dijo Zanahoria—. Le harán muchísimo bien. Vamos.

La mirada de Vimes se posó en el cuerpo desplomado de Cruces y, luego, en el debólver. Fue a recogerlo, y se detuvo justo a tiempo.

Ni siquiera los magos tenían algo semejante. Una sola emanación de un cayado bastaba para que luego tuvieran que ir a acostarse un rato.

No era de extrañar que nadie lo hubiera destruido. No podías destruir algo tan perfecto como aquello. Llamaba a algo que estaba muy dentro del alma. Sostenerlo en tu mano hacía que tuvieras poder. Más poder que cualquier arco o lanza, porque pensándolo bien esas armas solo almacenaban el poder de tus propios músculos. Pero el debólver te daba un poder que procedía del exterior. Tú no lo utilizabas, era él quien te utilizaba a ti. Cruces probablemente había sido un buen hombre. Probablemente había escuchado con gran amabilidad a Edward, y luego había cogido el debólver y a partir de entonces también había pasado a ser de su propiedad.

—¿Capitán Vimes? Me parece que será mejor que salgamos de aquí —dijo Zanahoria, empezando a inclinarse hacia el suelo.

—¡Hagas lo que hagas, no lo toques! —lo previno Vimes.

—¿Por qué no? Solo es un artilugio —dijo Zanahoria. Cogió el debólver por el cañón, lo contempló durante un momento y luego lo estrelló contra la pared. Trozos de metal volaron por los aires alejándose de ella.

—El único de su especie —dijo después—. Mi padre solía decir que el único ejemplar de una especie siempre es especial. Venga, vamos.

Abrió la puerta.

Cerró la puerta.

—Hay cosa de unos cien Asesinos al pie de la escalera —dijo.

—¿Cuántos dardos tienes para tu ballesta? —preguntó Vimes. Todavía estaba mirando el debólver hecho pedazos.

—Uno.

—Entonces es una suerte que de todas maneras no vayas a tener ocasión de recargar.

Alguien llamó educadamente a la puerta.

Zanahoria miró a Vimes, quien se encogió de hombros. Abrió la puerta.

Era Downey. Levantó una mano vacía.

—Pueden bajar sus armas —dijo—. Les aseguro que no serán necesarias. ¿Dónde está el doctor Cruces?

Zanahoria señaló con el dedo.

—Ah —dijo Downey, y alzó la mirada hacia los dos guardias—. ¿Serían tan amables de dejar el cuerpo aquí con nosotros? Lo inhumaremos en nuestra cripta.

Vimes señaló el cuerpo.

—Mató…

—Y ahora está muerto. Y ahora he de pedirles que se vayan.

Downey abrió la puerta. Una fila de Asesinos estaba esperando a lo largo de la escalinata. No había ni una sola arma a la vista. Pero, con los Asesinos, no era necesario que lo estuvieran.

El cuerpo de Angua yacía al final de la escalera. Los guardias fueron bajando lentamente, y Zanahoria se arrodilló y la tomó en sus brazos.

Luego dirigió una inclinación de cabeza a Downey.

—Dentro de un rato enviaremos a alguien para que se lleve el cuerpo del doctor Cruces —dijo.

—Pero yo creía que habíamos acordado que…

—No. Es necesario que se vea que está muerto. Las cosas deben ser vistas. Las cosas no deben ocurrir en la oscuridad, o detrás de una puerta cerrada.

—Me temo que no puedo acceder a su petición —dijo el asesino firmemente.

—No era una petición, señor.

Docenas de Asesinos los vieron atravesar el patio.

Las puertas negras estaban cerradas.

Nadie parecía estar disponiéndose a abrirlas.

—Estoy de acuerdo contigo, pero quizá deberías haberlo expresado de otra manera —le dijo Vimes a Zanahoria—. Parecen bastante disgustados…

Entonces las puertas se hicieron añicos. Una flecha de hierro de un metro ochenta centímetros de longitud pasó junto a Zanahoria y Vimes e hizo desaparecer una considerable porción de pared al final del patio.

Un par de puñetazos eliminaron el resto de las puertas, y Detritus entró en el patio. Su mirada recorrió a los asesinos reunidos, con un brillo rojizo reluciendo en sus ojos. Y luego gruñó.

Los Asesinos más listos enseguida cayeron en la cuenta de que su arsenal no contaba con nada que pudiera matar a un troll. Tenían estiletes magníficos, pero lo que necesitaban ahora era unos cuantos martillos pilones. Tenían dardos armados con exquisitos venenos, ninguno de los cuales surtía efecto en un troll. Nadie había pensado nunca que los trolls fueran lo suficientemente importantes para ser asesinados. De pronto, Detritus había pasado a ser muy importante. Tenía el hacha de Cuddy en una mano y su potente ballesta de asedio en la otra.

Algunos de los Asesinos más espabilados dieron media vuelta y echaron a correr. Otros no eran tan espabilados. Un par de flechas rebotaron en Detritus. Luego sus propietarios vieron la cara del troll cuando este se volvió hacia ellos, y tiraron sus arcos.

Detritus sopesó su garrote.

—¡Agente Detritus!

Las palabras resonaron a través del patio.

—¡Agente Detritus! ¡Firmes!

Detritus levantó la mano muy lentamente.

Dink.

—Y ahora escúcheme con mucha atención, agente Detritus —dijo Zanahoria—. Si hay un cielo para los guardias, y juro por todos los dioses que espero que lo haya, entonces ahora el agente Cuddy se encuentra allí, borracho como un puto mono, con una rata en una mano y una pinta de Abrazodeoso en la otra, y en este mismo instante está alzando la mirada[28] hacia nosotros y está diciendo: Mi amigo el agente Detritus no olvidará que es un guardia. No, Detritus nunca se olvidará de eso.

Hubo un largo y peligroso momento, y luego se oyó otro dink.

—Gracias, agente Detritus. Ahora escoltará al señor Vimes hasta la Universidad Invisible. —Zanahoria volvió la mirada hacia los Asesinos—. Buenas tardes, caballeros. Puede que regresemos.

Los tres guardias pasaron por encima de los restos de la puerta. Vimes no dijo nada hasta que hubieron recorrido un buen trecho de calle, y entonces se volvió hacia Zanahoria.

—¿Por qué te llamó…?

—Si me disculpa, la llevaré de vuelta a la Casa de la Guardia.

Vimes bajó la mirada hacia el cuerpo de Angua y sintió cómo uno de los trenes de sus pensamientos empezaba a descarrilar. Había ciertas cosas en las cuales costaba demasiado pensar. Vimes quería disponer de una hora a solas en algún sitio tranquilo para poner algo de orden en todo aquello. «Lo personal no es lo mismo que lo importante.» ¿Qué clase de persona podía pensar así? Y entonces por fin comprendió que si bien en el pasado Ankh había tenido su cuota de gobernantes malvados, o de gobernantes que sencillamente no sabían gobernar, nunca había llegado a estar sometido a ningún gobernante bueno. Aquella quizá fuese la más aterradora de todas las perspectivas.

—¿Señor? —dijo Zanahoria, muy educadamente.

—Uh. La enterraremos en los Dioses Menores. ¿Qué te parece eso, eh? —dijo Vimes—. Es algo así como una tradición en la Guardia…

—Sí, señor. Y ahora vaya con Detritus. Lo único que necesita es que le vayan dando órdenes. Si no le importa, me parece que no asistiré a la boda. Ya sabe cómo son estas cosas…

—Sí. Sí, claro. Mmm. ¿Zanahoria? —Vimes parpadeó, para ahuyentar a todas las sospechas que estaban exigiendo ser tomadas en consideración—. No deberíamos ser demasiado duros con Cruces. Yo no podía ver a ese bastardo, así que ahora quiero ser justo con él. Sé lo que el debólver le hace a la gente. Para el debólver, todos somos iguales. Yo hubiese sido como él.

—No, capitán. Usted lo soltó.

Vimes sonrió débilmente.

—Me llaman señor Vimes —dijo.

Zanahoria regresó a la Casa de la Guardia, y dejó el cuerpo de Angua encima de la losa dentro del depósito de cadáveres improvisado. El rigor mortis ya había empezado a hacer acto de presencia.

Trajo un poco de agua y le limpió el pelaje lo mejor que pudo.

Lo que hizo a continuación habría sorprendido a, digamos, un troll o un enano o cualquiera que no supiera cómo reacciona la mente humana ante unas circunstancias que la someten a cierta tensión.

Zanahoria escribió su informe. Barrió el suelo de la habitación principal, porque había unos turnos establecidos y le tocaba hacerlo a él. Se lavó. Se cambió de camisa, y se vendó la herida del hombro, y luego limpió su coraza, frotándola enérgicamente con un estropajo de alambre y una serie de telas graduadas hasta que pudo volver a ver su cara en ella.

Oyó, a lo lejos, la «Marcha nupcial» de Fondel interpretada para Órgano Monstruoso con un acompañamiento de Miscelánea de Ruidos de Granja. Sacó una botella de ron medio llena de lo que el sargento Colon pensaba que era un escondite donde estaría a salvo, se sirvió una cantidad muy pequeña y brindó con el sonido, diciendo «¡A la salud del señor Vimes y lady Ramkin!» con una voz nítida y llena de sinceridad que habría resultado seriamente embarazosa para cualquiera que la hubiese oído.

Hubo un ruido de arañazos en la puerta. Zanahoria dejó entrar a Gaspode. El perrito se metió debajo de la mesa, sin decir nada.

Luego Zanahoria subió a su habitación, y se sentó en la silla y miró por la ventana.

La tarde fue transcurriendo. La lluvia dejó de caer a media tarde.

Las luces fueron encendiéndose por toda la ciudad.

Finalmente, la luna asomó en el cielo.

La puerta se abrió. Angua entró por ella, andando sin hacer ningún ruido.

Zanahoria se volvió, y sonrió.

—No estaba seguro —dijo—. Pero pensé: Bueno, ¿no era solo la plata la que los mata? Tenía que aferrarme a esa esperanza.

Habían transcurrido dos días. La lluvia parecía haber vuelto para quedarse. No diluviaba, sino que caía de las nubes grises para correr en hilillos que atravesaban el barro. Llenaba el Ankh, que volvía a gorgotear a través de su reino subterráneo. Manaba de las bocas de las gárgolas. Azotaba el suelo con tal fuerza que había una especie de neblina hecha de rebotes.

Tamborileaba sobre las lápidas en el cementerio que había detrás del Templo de los Dioses Menores, y en la pequeña fosa abierta para el agente Cuddy.

Vimes se dijo a sí mismo que en el funeral de un guardia siempre había únicamente guardias. Oh, a veces había parientes, como lady Ramkin y la Rubí de Detritus hoy, pero nunca te encontrabas con multitudes. Zanahoria quizá tuviese razón después de todo. Una vez que te convertías en un guardia, dejabas de ser todo lo demás.

Aunque hoy había otras personas, esperando en silencio junto a las verjas que circundaban el cementerio. No se hallaban presentes en el funeral, pero lo estaban viendo.

Había un pequeño sacerdote que celebró el servicio de carácter genérico «escriba-aquí-el-nombre-del-difunto», concebido para que cualquier dios que pudiera estar escuchando lo encontrara vagamente satisfactorio. Después Detritus bajó el ataúd al interior de la fosa, y el sacerdote arrojó un puñado ceremonial de tierra sobre el ataúd, excepto que en vez del chasquido de la tierra hubo un chaf muydefinitivo.

Y Zanahoria, para sorpresa de Vimes, pronunció un discurso. Sus palabras resonaron a través del terreno empapado hasta llegar a los árboles que goteaban lluvia. En realidad estaba basado en el único texto que se podía utilizar en semejante ocasión: era mi amigo, era uno de nosotros, era un buen policía.

Era un buen policía. Eso era algo que se había dicho en cada funeral de un guardia al que hubiera asistido Vimes. Probablemente se diría incluso en el funeral del cabo Nobbs, aunque allí todo el mundo tendría los dedos cruzados detrás de la espalda. Era lo que había que decir.

Vimes contempló el ataúd. Y entonces una sensación muy extraña fue adueñándose de él, de una manera tan insidiosa como la lluvia que le resbalaba por la nuca. No era exactamente una sospecha. Si perduraba en su mente durante el tiempo suficiente terminaría llegando a ser una sospecha, pero de momento solo era la tenue sombra de una corazonada.

Tenía que preguntarlo. Sí, al menos tenía que preguntarlo porque de lo contrario nunca dejaría de pensar en ello.

Así que mientras se estaban alejando de la tumba, dijo:

—¿Cabo?

—¿Sí, señor?

—Así que nadie ha encontrado el debólver, ¿eh?

—No, señor.

—Alguien dijo que la última persona que lo tuvo fue usted.

—Debo de haberlo dejado en algún sitio. Ya sabe que había mucho ajetreo.

—Sí. Oh, sí. De hecho, estoy casi seguro de que vi cómo sacaba del Gremio de Asesinos la mayor parte de él…

—Debo de haberlo hecho, señor.

—Sí. Ejem. Bueno, entonces espero que lo pusiera a buen recaudo. ¿Cree que, ejem, que lo dejó en algún sitio donde estará seguro?

Detrás de ellos, el sepulturero empezó a echar paletadas de la húmeda y pegajosa arcilla de Ankh-Morpork dentro del agujero.

—Me parece que debo de haberlo hecho, señor. ¿No cree? Visto que nadie lo ha encontrado, quiero decir. ¡Porque si alguien lo hubiera encontrado, no tardaríamos en saberlo!

—Quizá sea mejor así, cabo Zanahoria.

—Eso espero.

—Era un buen policía.

—Sí, señor.

Vimes decidió que, ya puestos, bien podía ir hasta el final.

—Y… me pareció que, mientras estábamos llevando ese pequeño ataúd… era ligeramente más pesado de lo que…

—¿De veras, señor? Pues la verdad es que no me di cuenta de ello.

—Pero al menos Cuddy ha tenido el entierro apropiado para un enano.

—Oh, sí. Me aseguré de que así fuera, señor —dijo Zanahoria.

La lluvia caía de los tejados del Palacio con un suave gorgoteo. Las gárgolas habían ocupado sus puestos en cada una de las esquinas, encauzando a las moscas y los mosquitos a través de sus orejas.

El cabo Zanahoria se sacudió las gotas de su capa de cuero para la lluvia e intercambió saludos con el troll de guardia. Luego pasó por entre los secretarios de las antecámaras y llamó respetuosamente a la puerta del Despacho Oblongo.

—Entre.

Zanahoria entró, fue hacia el escritorio, saludó y se colocó en posición de descanso.

Lord Vetinari se tensó, muy ligeramente.

—Oh, sí —dijo—. El cabo Zanahoria. Estaba esperando… algo como esto. Estoy seguro de que ha venido a pedirme… ¿algo?

Zanahoria desdobló un papel no muy limpio y se aclaró la garganta.

—Bueno, señor… No nos iría nada mal tener una diana nueva para los dardos. Para cuando no estamos de servicio, ya sabe.

El patricio parpadeó. No era algo que hiciera con frecuencia.

—¿Cómo dice?

—Una diana nueva para los dardos, señor. Ayuda a relajarse a los hombres después de su turno, señor.

Vetinari se recuperó un poco.

¿Otra? ¡Pero si el año pasado ya tuvieron una!

—Es por el Bibliotecario, señor. Nobby le deja jugar y entonces el Bibliotecario se inclina un poquito hacia delante y clava los dardos en el tablero con el puño. Eso destroza la diana. Y de todas maneras, Detritus la atravesó con un dardo. Que además también atravesó la pared que había detrás del tablero.

—Muy bien. ¿Y?

—Bueno… El agente Detritus necesita que se le exima de la obligación de tener que pagar por cinco agujeros en su coraza.

—Concedido. Dígale que no lo vuelva a hacer.

—Sí, señor. Bueno, me parece que eso es todo. Excepto lo de una nueva tetera.

La mano del patricio se levantó para colocarse delante de sus labios. Estaba intentando no sonreír.

—Cielos, cielos. ¿También quieren otra tetera? ¿Qué le ocurrió a la antigua?

—Oh, todavía la utilizamos, señor, todavía la utilizamos. Pero vamos a necesitar otra debido a la remodelación del servicio.

—¿Cómo dice? ¿Qué remodelación del servicio?

Zanahoriadesdobló un segundo trozo de papel bastante más grande que el anterior.

—La Guardia debe incrementarse hasta unos efectivos establecidos de cincuenta y seis hombres, las viejas Casas de la Guardia que había en la Puerta del Río, la Puerta de Deosil y la Puerta del Eje deben reabrirse y disponer de efectivos durante veinticuatro horas al día…

La sonrisa del patricio seguía presente, pero su cara parecía estar apartándose de ella, dejándola perdida y totalmente sola en el mundo.

—… un departamento para, bueno, todavía no tenemos un nombre para él, pero serviría para examinar las pistas y cosas como cadáveres, por ejemplo cuánto tiempo llevan muertos, y para empezarnecesitaremos un alquimista y tal vez un gul, si prometen que no se llevarán nada a casa para comérselo. Posiblemente una unidad especial que utilice perros, que podría ser muy útil, y la guardia interina Angua puede tratarcon ellos dado que ella puede, hum, ser su propia cuidadora durante una gran parte del tiempo; también tengo aquí una petición del cabo Nobbs diciendo que a los guardias se les deberíapermitir llevar encima todas las armas con las que puedan cargar, aunque le agradeceríaque dijera que no a eso; una…

Lord Vetinari agitó una mano.

—Está bien, está bien —dijo—. Ya veo cómo va a ir esto. ¿Y suponiendo que yo diga que no?

Hubo otra de aquellas pausas muy, muy prolongadas en las cuales pueden entreverse las posibilidades de varios futuros distintos.

—¿Sabe una cosa, señor? Nunca se me ha ocurrido tomar en consideración la posibilidad de que usted dijera que no.

—¡No me diga!

—Así es, señor.

—Eso me intriga. ¿Por qué?

—Todo es por el bien de la ciudad, señor. ¿Sabe de dónde procede la palabra «policía»? Significa «hombre de la ciudad», señor. Viene de la antigua palabra polis.

—Sí. Lo sé.

El patricio, que parecía estar barajando futuros dentro de su cabeza, miró a Zanahoria. Luego dijo:

—Sí. Accedo a todas las peticiones excepto a la que hace referencia al cabo Nobbs. Y usted, creo, debería ser ascendido a capitán.

—S-í-í-í. Estoy de acuerdo, señor. Eso sería bueno para Ankh-Morpork. Pero yo no mandaré la Guardia, si es a eso a lo que se estaba refiriendo usted.

—¿Por qué no?

—Porque yo podría mandar la Guardia. Porque… la gente debería hacer las cosas porque un oficial les dice que las hagan. No deberían hacerlas solo porque el cabo Zanahoria se lo dice. Porque al cabo Zanahoria se le da… muy bien hacerse obedecer.

El rostro de Zanahoria permanecía cuidadosamente desprovisto de toda expresión.

—Una observación muy interesante.

—Pero en los viejos tiempos solía haber un grado, el de comandante de la Guardia. Sugiero a Samuel Vimes.

El patricio se recostó en su asiento.

—Oh, sí —dijo—. Comandante de la Guardia. Claro que eso terminó convirtiéndose en un trabajo más bien impopular después de todo aquel asunto con Lorenzo el Bueno. Por aquel entonces era un Vimes el que desempeñaba el cargo. Nunca he querido preguntarle al capitán Vimes si ese Vimes era un antepasado suyo.

—Lo era, señor. Lo miré.

—¿Aceptaría?

—¿Es el Sumo Sacerdote un offliano? ¿Estalla un dragón en los bosques?

El patricio formó un puente con los dedos y contempló a Zanahoria por encima de ellos. Era una pequeña peculiaridad suya que había puesto nerviosas a muchas personas.

—Pero verá, capitán, el problema con Sam Vimes es que siempre pone nerviosas a un montón de personas importantes. Y creo que un comandante de la Guardia tendría que moverse dentro de círculos muy selectos, asistir a las funciones oficiales de los distintos gremios…

Vetinari y Zanahoria intercambiaron miradas. El patricio fue el que salió mejor parado de ello, dado que la cara de Zanahoria era más grande. Ambos estaban intentando no sonreír.

—Una elección excelente, de hecho —dijo el patricio.

—Me he tomado la libertad, señor, de redactar una carta dirigida al cap… al señor Vimes en nombre de usted. Solo para ahorrarle molestias, señor. Quizá querría echarle un vistazo.

—Piensa usted en todo, ¿verdad?

—Eso espero, señor.

Lord Vetinari leyó la carta. Sonrió una o dos veces. Luego cogió su pluma, firmó al final de la hoja y se la devolvió a Zanahoria.

—¿Y esa es la última de sus exig… peticiones?

Zanahoria se rascó la oreja.

—Pues la verdad es que todavía me queda una. Necesito una casa para un perrito. Ha de tener un gran jardín, un lugar caliente junto al fuego, y niños felices que siempre estén riendo.

—Cielos, cielos. ¿De veras? Bueno, supongo que podemos encontrar una.

—Gracias señor. Bien, me parece que eso es todo.

El patricio se levantó y fue cojeando hasta la ventana. Ya había oscurecido. Las luces se estaban encendiendo por toda la ciudad.

Con la espalda vuelta hacia Zanahoria, el patricio dijo:

—Dígame una cosa, capitán. Ese asunto de que había un heredero al trono… ¿Qué piensa usted de ello?

—No pienso en ello, señor. Todo eso no son más que tonterías de una-espada-en-una-piedra. Los reyes no salen de la nada, agitando una espada y poniéndolo todo en su sitio. Eso todo el mundo lo sabe.

—Pero se habló de que había… ciertas pruebas.

—Nadie parece saber dónde están, señor.

—Cuando hablé con el capitán… con el comandante Vimes, me dijo que las tenía usted.

—Entonces debo de habérmelas dejado en algún sitio. Pero le aseguro que no sabría decirle dónde, señor.

—Oh, vaya. Supongo que debió de dejarlas en algún lugar seguro durante un momento de distracción.

—Estoy seguro de que se encuentran… muy bien guardadas, señor.

—Me parece que ha aprendido usted mucho del cap… comandante Vimes, capitán.

—Señor. Mi padre siempre dijo que aprendía muy deprisa, señor.

—Pero puede que la ciudad realmente necesite un rey. ¿Ha pensado en esa posibilidad?

—De la misma manera en que un pez necesita… er… una cosa que no funciona debajo del agua, señor.

—Pero un rey puede apelar a las emociones de sus súbditos, capitán. De… una manera muy parecida a como hizo usted recientemente, según tengo entendido.

—Sí, señor. Pero ¿qué hará ese rey al día siguiente? No se puede tratar a las personas como si fuesen marionetas. No, señor. El señor Vimes siempre decía que un hombre tiene que conocer sus limitaciones. Si hubiera un rey, entonces lo mejor que podría hacer sería cumplir con una jornada laboral decente…

—Cierto.

—Pero si surgiera alguna necesidad que fuese realmente acuciante… entonces quizá se lo volviera a pensar. —El rostro de Zanahoria se iluminó de repente—. En realidad es un poquito como ser un guardia. Cuando nos necesitas, realmente nos necesitas. Y cuando no nos necesitas… Bueno, entonces siempre es mejor que nos limitemos a ir por las calles gritando que Todo Va Bien. Con tal de que todo esté yendo bien, naturalmente.

—Capitán Zanahoria —dijo lord Vetinari—, visto que nos entendemos tan bien el uno al otro, y creo que sí que nos entendemos muy bien el uno al otro… Hay algo que me gustaría enseñarle. Venga por aquí.

Precedió a Zanahoria hasta la sala del trono, que a aquella hora del día se encontraba desierta. Mientras iba cojeando a lo largo de la gran sala, el patricio señaló delante de él.

—Supongo que ya sabe lo que es esto, capitán —dijo.

—Oh, sí. Es el trono de oro de Ankh-Morpork.

—Y nadie se ha sentado en él desde hace muchos centenares de años. ¿No se ha preguntado nunca a qué puede deberse eso?

—¿Qué quiere decir exactamente, señor?

—¿Tanto oro, cuando incluso el latón ha sido arrancado del Puente de Latón? Eche un vistazo detrás del trono, ¿quiere?

Zanahoria subió los escalones.

—¡Dioses!

El patricio miró por encima de su hombro.

—No es más que una hojuela dorada puesta encima de la madera…

—Exacto.

Ya casi ni siquiera era madera. La podredumbre y los gusanos habían librado una batalla que terminó quedando en tablas sobre el último fragmento biodegradable. Zanahoria lo empujó con la punta de su espada, y una parte de él se alejó del trono en una delicada nubecilla de polvo.

—¿Qué opina de esto, capitán?

Zanahoria se incorporó.

—Pensándolo bien, señor, probablemente sea mejor que la gente no lo sepa.

—Eso es lo que siempre he pensado yo. Bueno, no le entretendré más. Estoy seguro de que tiene muchas cosas que organizar.

Zanahoria saludó.

—Gracias, señor.

—Espero que usted y la, ejem, agente Angua se estarán llevando bien.

—Hemos llegado a un grado de Entendimiento Mutuo muy elevado, señor. Habrá pequeñas dificultades, claro está —dijo Zanahoria—, pero, puestos a ver el lado positivo de las cosas, ahora tengo a alguien que siempre está dispuesta a dar un paseo por la ciudad.

Zanahoria ya tenía la mano encima de la manija de la puerta cuando lord Vetinari le llamó.

—¿Sí, señor?

Zanahoria volvió la mirada hacia aquel hombre alto y delgado, que estaba de pie en la gran sala desnuda junto al trono dorado lleno de podredumbre.

—Usted es un hombre al que le interesan mucho las palabras, capitán. Querría invitarlo a tomar en consideración algo que su predecesor nunca llegó a entender del todo.

—¿Señor?

—¿Se ha preguntado alguna vez de dónde procede la palabra «político»? —le preguntó el patricio.

—Y luego está el Comité del Santuario Rayo de Sol —dijo lady Ramkin, desde su lado de la mesa del comedor—. Tenemos que contar contigo en eso. Y la Asociación de Propietarios de Tierras, claro está. Y la Liga de Lanzallamas Simpáticos. Anímate. Descubrirás que tu tiempo se llena como si nada.

—Sí, querida —dijo Vimes.

Los días se extendían ante él, llenándose como si nada de comités y obras de caridad y… como si nada. Probablemente era mejor que dedicarse a recorrer las calles. Lady Sybil y el señor Vimes.

Suspiró.

Sybil Vimes, neé Ramkin, le miró con una expresión de preocupación leve. Desde que le conoció, Sam Vimes siempre había estado vibrando con la ira interna de un hombre que quiere arrestar a los dioses por no hacer bien las cosas, y de pronto había entregado su placa y ahora… Bueno, ahora ya no era exactamente Sam Vimes.

El reloj del rincón dio las ocho. Vimes sacó el reloj que le habían regalado en su despedida y lo abrió.

—Ese reloj adelanta cinco minutos —dijo, por encima del tintineo de las campanadas. Luego cerró la tapa del reloj y volvió a leer las palabras que había escritas en él: «Para Guardar el Tiempo de, Tus Vejios Amigos de la Guardia».

Zanahoria había estado detrás de aquello, seguro. Vimes había aprendido a reconocer esa ceguera a la posición que debían ocupar las vocales y la caprichosa crueldad con que trataba a la coma común.

Te decían adiós, te arrebataban la medida de tus días, y te daban un reloj…

—¿Disculpe, milady?

—¿Sí, Willikins?

—Hay un guardia en la puerta, milady. En la entrada de comerciantes.

—¿Has enviado a un guardia a la entrada de los comerciantes? —dijo lady Sybil.

—No, milady. Esa fue la entrada a la que acudió él. Es el capitán Zanahoria.

Vimes se puso la mano encima de los ojos.

—Le han hecho capitán y acude a la puerta trasera —dijo—. Zanahoria es así. Tráelo aquí.

Fue apenas perceptible, excepto para Vimes, pero el mayordomo miró a lady Ramkin en busca de su aprobación.

—Haz lo que dice tu señor —dijo ella galantemente.

—Yo no soy el señor de na… —empezó a decir Vimes.

—Vamos, Sam —dijo lady Ramkin.

—Bueno, no lo soy —dijo Vimes con voz malhumorada.

Zanahoria entró en el comedor y se puso firmes. Como de costumbre, la habitación se convirtió sutilmente en un mero telón de fondo para él.

—Está bien, muchacho —dijo Vimes en el tono más afable de que fue capaz—. No necesitas saludar.

—Sí que he de hacerlo, señor —dijo Zanahoria, y le tendió a Vimes un sobre que lucía el sello del patricio.

—Probablemente me multa con cinco dólares por haber sometido mi cota de malla a un desgaste innecesario —dijo Vimes.

Sus labios se movieron mientras leía.

—Caray —terminó diciendo—. ¿Cincuenta y seis?

—Sí, señor. Detritus se muere de ganas de empezar a adiestrarlos.

—¿Incluyendo a los no muertos? Aquí dice que el ingreso está abierto a todos, sin importar cuál sea la especie o el estatus mortal…

—Sí, señor —dijo Zanahoria, firmemente—. Todos son ciudadanos.

—¿Quieres decir que puedes tener vampiros en la Guardia?

—Muy buenos para el turno nocturno, señor. Y la vigilancia aérea.

—Y siempre van bien a la hora de dejarte en la estacada.

—¿Sí, señor?

Vimes contempló cómo su pequeño chiste atravesaba la cabeza de Zanahoria sin lograr activar el cerebro. Volvió al papel.

—Mmm… Pensiones para viudas, veo.

—Siseñor.

—¿Volver a abrir las viejas Casas de la Guardia?

—Eso es lo que dice el patricio, señor. Vimes siguió leyendo:

Nos parece particularmente evidente, que esta Guardia incrementada necesitará disponer de un hombre con experiencia, que sea tenido en Alta Estima por todas las capas de la soceidad y, estamos convencidos de que usted debería desempeñar ese Papel. Por consiguiente asumirá inmediatamente sus Deberes como, Comandante de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork. Este puesto tradicionalmente lleva consigo el grado de Caballero que, estamos decididos a resucitar en esta ocasión.

Esperando que esta misiva le encuentre disfrutando de buena salud, suyo afectisimo

 

Havelock Vertinari (Patricio)

Vimes volvió a leer la carta.

Tabaleó con los dedos encima de la mesa. No cabía duda de que la firma era auténtica. Pero…

—Cab… ¿Capitán Zanahoria?

—¡Señor!

Zanahoria estaba mirando hacia delante con el aire reluciente de alguien que está lleno de eficiencia, sentido del deber y la más firme determinación de esquivar cualquier clase de pregunta directa que se le dirija.

—Yo… —Vimes volvió a coger el papel, lo dejó encima de la mesa, volvió a cogerlo y luego se lo pasó a Sybil.

—¡Cielos! —exclamó ella—. ¿Te nombran caballero? ¡Y ya iba siendo hora, además!

—¡Oh, no! ¡Yo no! Ya sabes lo que pienso de los que se hacen llamar aristócratas en esta ciudad… aparte de ti, Sybil, naturalmente.

—Bueno, quizá ya iba siendo hora de que el nivel medio de la especie mejorase un poquito —dijo lady Ramkin.

—Su señoría dijo que ninguna parte del paquete de medidas era negociable, señor —dijo Zanahoria—. Quiero decir que, bueno, es todo o nada, y supongo que usted ya me entiende.

—¿Todo…?

—Siseñor.

—… o nada.

—Siseñor.

Los dedos de Vimes volvieron a tamborilear sobre la mesa.

—Has ganado, ¿verdad? —dijo—. Has ganado.

—¿Señor? No le entiendo, señor —dijo Zanahoria, irradiando honesta ignorancia.

Hubo otro silencio peligroso.

—Pero, claro está —dijo Vimes—, es completamente imposible que yo pueda dejar pasar esta clase de cosas.

—¿Qué quiere decir, señor? —preguntó Zanahoria.

Vimes atrajo el candelabro hacia él y tocó el papel con la punta de un dedo.

—Bueno, mira lo que pone aquí. Quiero decir que, bueno, ¿volver a abrir esas viejas Casas de la Guardia? ¿En las puertas? ¿Qué sentido tendría eso? ¿Allí en el límite?

—Oh, estoy seguro de que los detalles concernientes a la organización pueden alterarse, señor —dijo Zanahoria.

—Mantener una guardia general en las puertas, eso sí, pero si quieres tener alguna clase de dedo encima del pulso de… Mira, necesitas tener una en algún lugar de la calle Olmo, cerca de las Sombras y los muelles, y otra hacia la mitad de la calle Corta, y quizá una más pequeña en el Camino de los Reyes. En algún lugar de allí arriba, de todas maneras. Tienes que pensar en cuáles son los centros de la población. ¿Cuántos hombres habría estacionados en cada Casa de la Guardia?

—Yo había pensado en diez, señor. Tomando en consideración los distintos turnos.

—No, eso no puede ser. Utiliza como máximo seis. Un cabo, digamos, y otro por turno. Al resto los vas desplazando de un lado a otro siguiendo, oh, una rotación mensual. Te interesa que todo el mundo se mantenga lo más alerta posible, ¿verdad? Y de esa manera todos tienen que andar por cada una de las calles. Eso es muy importante. Y… ojalá tuviera un mapa… oh… gracias, querida. Bien. Y ahora mira esto. Cuentas con unos efectivos de cincuenta y seis hombres, nominales, ¿de acuerdo? Pero también te vas a ocupar de la guardia diurna, y además tienes que tomar en consideración los días libres, dos funerales de abuelas por hombre al año… y los dioses sabrán cómo se las van a arreglar los no muertos para disfrutar de esos días, a lo mejor se les dará permiso para que asistan a sus propios funerales… y luego también está la baja por enfermedad y ese tipo de cosas. Así que… Bueno, entonces lo que queremos es tener cuatro turnos, repartidos por toda la ciudad. ¿Tienes fuego? Gracias. No queremos que la guardia entera cambie de turno a la vez. Por otra parte, tienes que permitir que el oficial de cada Casa de la Guardia disponga de un poco de iniciativa. Pero deberíamos mantener un destacamento especial en Pseudópolis Yard para las emergencias… Mira, dame ese lápiz. Y ahora dame ese cuaderno. Vamos a ver…

El humo del puro fue llenando la habitación. El pequeño reloj que le habían regalado a Vimes en su despedida de la Guardia fue tocando cada cuarto de hora, sin ser escuchado por nadie.

Lady Sybil sonrió y cerró la puerta detrás de ella, y fue a dar de comer a los dragones.

Queridísimos mami y papi:

Bueno, tengo unas noticias Asombrosas que daros, ¡¡¡porque ahora soy Capitán!!! Hemos tenido un día muy ajetreado y una Semana realmente variada, como pasaré a contaros ahora…

Y solo una cosa más.

Había una gran mansión en una de las áreas más elegantes de Ankh, con un espacioso jardín y en lo alto de uno de sus árboles, una casita para los niños y, muy probablemente, un lugar caliente junto al fuego.

Y una ventana, rompiéndose…

Gaspode tomó tierra sobre el césped y corrió hacia la valla como alma que lleva el diablo. Burbujas que olían a flores chorreaban de su pelaje. Ahora lucía una cinta con un lacito en ella, y llevaba en la boca un cuenco en el que ponía SEÑOR ABRACITOS. Cavó frenéticamente hasta que pudo abrirse paso por debajo de la valla y salió al camino.

Un montón de excrementos de caballo frescos se encargó del aroma floral, y cinco minutos de rascadas eliminaron el lazo.

—No me queda ni una puta pulga —gimió Gaspode dejando caer el cuenco—. Y yo que tenía la colección casi completa. ¡Vaya! Bueno, nunca volveré a poner las patas allí dentro. ¡Ja!

Gaspode empezó a sentirse más animado. Era martes. Eso significaba pastel de bistec-y-órganos-sospechosos en el Gremio de Ladrones, y el jefe de cocina de allí era conocido por ser bastante susceptible a una cola que golpeaba el suelo y una mirada penetrante. Y sostener un cuenco vacío en la boca y parecer patético era algo que no fallaba nunca, si es que Gaspode entendía un poco de aquellas cosas. No debería tardar demasiado en poder quitarse de encima al SEÑOR ABRACITOS.

Quizá las cosas no hubiesen debido ser así. Pero así es como eran.

En conjunto, reflexionó Gaspode, hubiese podido ser mucho peor.