Llevamos huyendo desde el amanecer, sin comer y sin beber, y ya ha vuelto a caer sobre nosotras el oscuro aliento de la noche. Los caballos están a punto de reventar: cojean y apenas pueden mantener un trote desparejo. Siento dolor ante el dolor que mi pobre Fuego está soportando, pero lo cierto es que no podemos detenernos. Llevamos detrás varios batallones de mercenarios; han estado a punto de atraparnos un par de veces, y sin duda andan peinando la región para encontrarnos. No podemos seguir así. Hay que hallar un lugar donde esconderse.
—¿La cueva de San Caballero? —aventuro.
—¿Tú estás loca? Se encuentra demasiado lejos y, además, está llena de fieles… O sea, de fanáticos, que enseguida delatarán la presencia de un par de supuestos herejes. No… Tengo una idea. No sé si saldrá bien… pero es nuestra única oportunidad.
Estamos regresando sobre nuestros pasos por una vega primorosamente cultivada. Vamos campo a través, para intentar huir de los caminos transitados. Al fondo de un viñedo veo levantarse una gran masa oscura, recortada contra el cielo estrellado. Si no me he orientado mal, creo que es la abadía de Fausse-Fontevrault.
—¿Estás pensando en ir a la abadía? —me inquieto.
—Exactamente. Es una carta un poco desesperada, ya lo sé, pero no tenemos muchas opciones.
—Pero son papistas…, nos entregarán…
—No lo tengo tan claro… Es un lugar muy especial. Por lo pronto, fue fundada por un ermitaño bretón, Robert d'Arbrissel, a quien conocí bien. Era un hombre singular que decidió crear aquí un monasterio mixto, a imagen de los monasterios celtas como Kildare.
—¿Cómo un monasterio mixto? ¿Quieres decir que hay hombres y mujeres?
—Exactamente. En alas separadas, pero sí, hay monjes y monjas. Y no es el único monasterio doble que existe, aunque sí el más importante. Además, está regido por una mujer. Si no ha muerto, la abadesa de Fausse-Fontevrault debe de seguir siendo Matilde de Anjou. Una antigua dama noble, muy amiga de la reina Leonor. Como ves, es un lugar muy poco ortodoxo… Siguen manteniéndose dentro de la obediencia al Santo Padre, pero, con la ayuda y protección de la Reina, siempre se las arreglaron para preservar cierta independencia… Veremos ahora hacia qué lugar caen sus lealtades…
Hemos llegado ya a la entrada de la abadía, que es un monasterio fortificado, de gruesos muros reforzados, minúsculas ventanas y portón recubierto con placas de hierro. Junto al dintel, una pequeña hornacina con una imagen de la Virgen, una lamparilla de aceite encendida y una campanita colgando de una cadena. Desmontamos y tocamos la campana: su sonido resulta estruendoso en el silencio de la noche y del dormido monasterio. En el fondo de la hornacina hay una leyenda escrita con elaboradas letras de vivos colores: «Dios bendiga esta casa». El fresco está recién hecho, o repintado. Es un trabajo delicado que ha debido de llevar mucho tiempo. Ese lento y sencillo tiempo de los monjes, esa vida quieta y protegida por la que ahora siento, de repente, una punzada de envidia. Estoy cansada, muy cansada. Tan cansada como mi pobre Fuego. Y nadie contesta a nuestra llamada. Volvemos a hacer sonar la campana: terminaremos despertando a toda la vega, y tal vez atrayendo a nuestros perseguidores hasta aquí.
—La paz del rey sea con vosotros, hermanos soldados. ¿Qué os trae a estas horas por aquí?
Una voz de hombre sale inopinadamente de las sombras. Buscamos a nuestro alrededor y al fin advertimos que, sobre la puerta, se ha abierto un ventanuco, y por él asoma el rostro flaco y barbudo de un monje.
—Que Dios os bendiga, gracias por responder a nuestra llamada. Necesitamos hablar con Matilde de Anjou… —dice Nyneve.
—Nuestra Madre Abadesa duerme. Yo soy el hermano portero. Decidme a mí lo que deseáis.
—Hermano, perdonad, pero verdaderamente necesitamos hablar con la Madre Abadesa.
—Regresad entonces cuando se levante, con el toque de laudes… Bastará con que esperéis unas pocas horas, el amanecer llegará pronto.
—Puede que el amanecer no llegue nunca para nosotros. Hermano, no somos soldados. Conocí hace muchos años a vuestro fundador, Robert d'Arbrissel, y conocemos a la reina Leonor. Nos urge hablar con Matilde de Anjou. Os aseguro que es una cuestión de vida o muerte. El monje parece reflexionar durante unos instantes y después cierra el ventanuco sin añadir palabra. Miro a Nyneve con desolación. Me siento estúpida aquí parada, frente a la puerta cerrada de la abadía, en mitad de la oscuridad, perdiendo un tiempo que no tengo sin siquiera saber si el hermano portero piensa regresar. En cualquier momento pueden aparecer nuestros perseguidores. Escucho atentamente el eco de la noche, por distinguir algún ruido de cascos. Pero sólo oigo el ulular de un búho, el crujido de madera de una contraventana mecida por el viento, el tembloroso roce de las ramas de un árbol. Alado relincha: parece un gemido casi humano.
Un cerrojo restalla al descorrerse y una pequeña puerta, cuyos perfiles no habíamos advertido, se abre en el portón. La luz de un fanal cae sobre nuestros ojos, deslumbrándonos. Un par de figuras oscuras salen al exterior entre un rumor de hábitos.
—Soy la Madre Abadesa. ¿A qué viene tanta urgencia?
Es una mujer alta y robusta de opulento pecho, apenas disimulado por el informe y austero sayal. Ha debido de vestirse a toda prisa, porque no lleva toca. Su cabeza, sólo cubierta por la cofia, es redonda y masiva. La boca grande, la nariz carnosa y un aspecto autoritario, colérico y seco. Ni siquiera está dispuesta a escucharnos. Nos hemos equivocado.
—Perdonad nuestra insistencia y nuestro atrevimiento, Madre, pero sois nuestra última esperanza. El es el señor de Zarco y yo soy Nyne, su escudero… No, no es verdad. Somos mujeres, ataviadas de hombres por circunstancias de la vida. Ella es Leola, yo me llamo Nyneve. Esta mañana nos hemos escapado del castillo de la Dama Negra, donde íbamos a ser quemadas en la pira. Los soldados de la Duquesa y de fray Angélico nos persiguen. No hemos comido ni bebido en todo el día, y nuestros caballos ya no pueden más. Si no nos dais cobijo, nos atraparán y acabaremos en la hoguera. Os juro por Dios que no somos cataras, pero nos consideran herejes porque…
—¡Callad! —la interrumpe la abadesa con gesto imperioso—. No digáis nada más. No quiero saber nada.
Suspira con irritación y luego prosigue:
—Vivimos tiempos malos y confusos. Tristes tiempos de inclementes hogueras y hombres sanguinarios. Dios, en su infinita bondad, no puede querer que su Palabra se imponga por medio del hierro, del fuego y la tortura. Venís a la abadía buscando santuario y, como cristiana que soy, no puedo negároslo. Os esconderé, y que Dios nos ayude. Pero no me contéis nada más sobre vuestra situación. Prefiero ignorarlo todo, porque yo no soy el juez de vuestras almas. Sólo soy un instrumento del rey para intentar paliar tanto dolor inútil… Hermano Roger, lleva estos caballos al establo…, o mejor desensíllalos y dales de comer y de beber, pero mánchalos de barro y úncelos a la noria, para que pase desapercibida su planta de bridones…
Acaricio el cuello de Fuego, para que se tranquilice y se deje conducir por el hermano portero. El monje agarra a los caballos de las bridas y se dirige hacia la parte trasera del monasterio.
—Y vosotras seguidme. ¿Sabéis si vuestros perseguidores están cerca?
—No estoy segura, Madre. Nos venían pisando los talones. Pero tal vez los hayamos despistado. Y puede que no se atrevan a venir aquí…
—Oh, sí. Ya lo creo que se atreverán. Ya ha sucedido en otras ocasiones —contesta la abadesa.
Tras hacernos pasar al interior, ha cerrado la pequeña puerta con un pesado y ruidoso manojo de llaves. Ahora la seguimos por un largo pasillo, sólo iluminado por el bailoteante fanal que Matilde de Anjou lleva en la mano. La abadesa camina como un soldado, a toda prisa, dando rígidas zancadas con sus largas piernas. Desembocamos en un gran rectángulo de oscuridad que parece ser un claustro. Los pies de la abadesa repiquetean sobre las losas y a nuestro paso empiezan a emerger de sus celdas las caras pálidas y asustadas de otras monjas, sin duda alertadas por los campanillazos y el barullo.
—¡No pasa nada, hermanas! ¡Regresen a la cama! O, si no, pónganse a rezar por todos nosotros. Siempre vendrá bien. Tú no, hermana Clotilde. Ya que estás de pie, hazme el favor de traer agua y algo de comer al refectorio para nuestros huéspedes.
—Sí, Madre.
Entramos en el refectorio, una enorme sala desnuda y heladora, con dos largas mesas, bancos corridos y una rústica alacena de madera oscura arrimada al muro. Una monja joven que ha entrado con nosotras enciende un par de velas. Las tinieblas se repliegan al extremo más lejano del vasto aposento.
—Sentaos —ordena la abadesa.
Obedecemos al instante: sus palabras poseen un peso y una autoridad ineludibles. Ella, en cambio, permanece de píe, con los brazos cruzados, paseándose impacientemente de un lado al otro de la estancia. No nos atrevemos a decir nada y la monjita que ha encendido las velas también calla, parada junto a la puerta con la mirada baja. Al rato regresa la hermana Clotilde con una jarra de agua, un trozo de queso, dos rebanadas de pan negro y un cuenco de castañas asadas. Nyneve y yo bebemos con avidez de la jarra y nos abalanzamos sobre la comida. Ahora me doy cuenta de que estoy agotada de hambre y de fatiga. La abadesa, mientras tanto, continúa con sus paseos rápidos y furiosos.
Estamos terminando las castañas cuando oímos el repicar de la campana. Al mismo tiempo entra a todo correr en el refectorio una monja con el semblante lívido:
—¡Madre! ¡Soldados!
La campana sigue tintineando violentamente y empiezan a escucharse unos golpes sordos.
—Entretenedlos. Ahora voy. Tú, guarda todo eso en la alacena —dice la abadesa a la joven religiosa—. Y vosotras venid conmigo.
Echamos a correr detrás de ella. El claustro está lleno de monjas y monjes expectantes e inquietos.
—¡Volved a vuestras celdas! No habéis visto nada, estabais durmiendo. Por aquí…
Cruzamos una pequeña sala y la abadesa franquea una puerta de doble hoja labrada. Estamos en la iglesia del monasterio, una iglesia de planta rectangular y mediano tamaño. El altar, de piedra, está iluminado por cuatro lamparillas. El resto es penumbra, con oscuras sombras remansadas en las esquinas.
—Ocultaos aquí…, una a cada lado…
Matilde de Anjou nos coloca detrás de las hojas de la puerta, que se abren hacia dentro.
—No hagáis ningún ruido, oigáis lo que oigáis —nos ordena.
—Pero ¿vais a dejar la puerta así, abierta de par en par? —me inquieto.
—El mejor escondite es no estar escondido. ¡Silencio! —dice la abadesa.
Y desaparece a toda prisa. Oigo sus pasos alejarse y luego desciende sobre nosotras un silencio tenso y opresivo. No puedo ver a Nyneve, pero la imagino igual de agitada, igual de asustada que yo. Qué sensación de indefensión. Tengo la espalda pegada a la fría pared y la hoja de la puerta se cierne sobre mí, pesada y asfixiante. Me siento como si estuviera dentro de mi tumba. Tuerzo la cabeza y miro el lateral izquierdo de la iglesia, lo poco que me deja ver la estrecha abertura entre la puerta y el muro. Ahora que mis ojos se van acostumbrando a la oscuridad, alcanzo a distinguir la mitad de un pequeño retablo. La mitad de una imagen tallada, rígida y policromada, que debe de ser la figura de una Virgen. Sí, ya sé que los albigenses dicen que esto no es más que barbarie y politeísmo, sé que esa estatua sólo es un trozo de madera tallada por un hombre, como decía De Nevers, pero, por favor, Virgen Santísima, Virgen Misericordiosa, ayúdanos en este momento de necesidad.
Voces y pasos. Doy un respingo y mi puñal choca contra el muro, produciendo un agudo ruido metálico. Contengo un gemido y muevo con cuidado el cinto, colocándolo de modo que no vuelva a suceder: tengo que ser más cautelosa. Los pasos son cada vez más audibles, más cercanos, muchos pies de hierro marchando al unísono. Están dentro. Los soldados han entrado en la abadía. Voces, borrosas conversaciones de las que sólo se puede distinguir el tono airado, puertas que se abren y se cierran. Les oigo ir y venir durante mucho tiempo, hasta que, de pronto, comprendo con un escalofrío que están muy cerca. Alguien atraviesa la antesala. Recios pasos de hombre, el claro repicar de unos pies de mujer, voces cargadas de contenida ira. Aguanto la respiración y me estiro, aplastándome contra la pared, intentando abultar lo menos posible. Borrarme, incrustarme en el lienzo de piedra, desaparecer.
—Os dije que sólo era la iglesia. ¿Y ahora qué pensáis hacer, rey? ¿Completar vuestra hazaña con un acto sacrílego? —restalla la dura voz de la abadesa.
—Sólo cumplo órdenes, Matilde de Anjou. Y vos deberíais ser la primera en entenderlas y en ayudarnos. Soy un cruzado del ejército del Santo Padre —responde una enojada voz de varón.
—Pues si sois un caballero cristiano, como decís, un cruzado de Cristo, no osaréis profanar la Casa de Dios entrando en ella con todas vuestras armas y revestido con vuestra cota de acero y vuestro odio. Os he abierto el monasterio. Habéis inspeccionado todo cuanto habéis querido. Habéis turbado la paz y el retiro de este lugar y despertado y asustado a mis pobres hijos. Si ahora mancilláis la pureza de esta iglesia os denunciaré al Santo Padre, a quien decís servir. Veremos quién goza de su amparo. Y no volváis a llamarme Matilde de Anjou. Soy la Madre Abadesa —dice la monja con helada altivez.
Están en el mismo umbral. A través del estrecho hueco de los goznes puedo atisbar el bulto del cuerpo del guerrero. Un hombre alto de sobreveste blanca. El caballero permanece callado e indeciso. Da un paso hacia delante: he dejado de verle. La nuca se me cubre de un sudor helado. Debe de estar justo entre las puertas; si avanza un poco más, quizá nos descubra. Escucho un bufido, casi un exabrupto.
—Está bien. Ya nos vamos. Avisadnos si veis a alguien sospechoso por los alrededores…, Madre Abadesa —gruñe el caballero, dando media vuelta y alejándose.
Los pasos de la monja le siguen, más lentamente. Dejo escapar el aire que retenían mis pulmones. Me siento mareada y tengo que apoyar las manos sobre el muro para mantenerme en pie. Durante cierto tiempo sólo me concentro en respirar. Respirar y calmarme. Respirar y celebrar el maravilloso privilegio de estar viva. Vuelvo a escuchar pasos. Alguien mueve la puerta. Es Matilde de Anjou.
—Ya podéis salir. Se han ido. El rey ha querido que nos salváramos. Demos gracias a Dios.
Su rostro severo y orgulloso está retorcido en una especie de emocionada mueca. Ahora que me fijo, creo que se trata de una sonrisa.