Apenas puedo reconocer el castillo de Dhuoda cuando vuelvo a verlo, pesadamente plantado sobre su colina. Antes era una fortaleza a la vez sólida y liviana, algo tan resistente, hermoso y aéreo como los nidos de las águilas sobre las rocas. Pero ahora han sido añadidos gruesos bastiones, torretas defensivas, murallas de refuerzo. Robusto, informe y feo, el castillo se aferra al suelo como una vieja muela de caballo a la quijada. Su sola visión produce una sensación brutal y opresiva, magnificada por la negra nube que truena sordamente sobre la fortaleza. Alrededor, el cielo se ve despejado; pero en el castillo de Dhuoda llueve y el mundo es un lugar húmedo y sombrío. A mi lado, el joven soldado que nos ha alimentado y se ha ocupado de nuestras necesidades durante el viaje se estremece y se santigua:
—Ya sé que la Dama Negra es una de las grandes aliadas del Padre Santo, pero esto tiene que ser cosa del Maligno… —murmura asustado.
Le miro inquisitivamente. No quiero preguntarle de manera directa porque temo comprometerle si le hablo: es un buen muchacho y ha intentado suavizar las duras condiciones de nuestro cautiverio. Pero le miro, y él me mira a su vez, quizá contento de poder explayarse con un hereje que no va a escandalizarse por lo que él diga:
—Siempre llueve sobre el castillo de la Duquesa. Da igual el tiempo que haga en otras partes, ahí encima siempre hay una tormenta… Eso no es normal… Que Dios nos proteja —susurra, volviendo a persignarse y separándose después bruscamente de mi lado, como avergonzado de sus confidencias con el enemigo.
En efecto, ahora estamos entrando ya bajo la línea de la lluvia. Que es caudalosa y está helada. El agua se me cuela por el cuello, gotea de mis cejas, empapa las ligaduras de mis entumecidos brazos. Las rozaduras de mis muñecas escuecen al mojarse. Atravesamos el puente levadizo, cuyos gruesos tablones parecen medio podridos y están recubiertos de verdín. Han construido una nueva puerta ante el portón antiguo, y entre ambos queda una especie de vestíbulo que en realidad es una trampa militar: al pasar miro hacia arriba y veo un enrejado, a través del cual pueden echar aceite hirviendo sobre los atacantes. El patio de armas, en el que fui nombrada caballero hace tantos años, sigue más o menos igual, aunque bajo la oscuridad de la nube y el inclemente azote de la lluvia parece más inhóspito y pequeño. Las almenas del cuerpo principal del castillo están llenas de picas, y las picas de cabezas ensartadas: se ve que la Reina de los Cuervos ha decidido seguir alimentando a sus alados siervos. Creí que nunca regresaría a este lugar. Ahora que estoy aquí, me siento atribulada por la incertidumbre de lo que pueda pasarnos, pero también, debo reconocerlo, excitada ante la idea de volver a ver a Dhuoda. ¿Qué habrá sido de ella? Me pregunto sí seguirá siendo igual de hermosa. Y si, pese a todo, me seguirá queriendo.
El castillo está lleno de mercenarios: vivaquean dentro de la fortaleza como sí se encontraran en campo abierto. Los magníficos suelos de piedra, antaño pulidos y adornados con alfombras, están ahora recubiertos por una sucia capa de paja podrida. Los hombres de hierro acampan desordenadamente, reunidos según sus procedencias: veo a los bretones de salvaje aspecto, con sus formidables arcos largos; y veo a los lanceros suizos, agrupados por comarcas bajo sus enseñas, el toro de Uri, la gamuza de los Grisones, engrasando sus invencibles alabardas, esa mezcla letal de pica y hacha. Han encendido fuegos de leña sobre el suelo y el humo se acumula en las estancias haciendo el ambiente casi irrespirable. En el otrora refinado salón de banquetes, los caballos mordisquean grandes brazadas de heno. Huele a cuadra, a excrementos, a sudor, a hollín. No queda ningún paje en el castillo de Dhuoda, ningún mueble fino, ningún hachón encendido: la única iluminación proviene de las hogueras. A su luz temblorosa, constato que los muros siguen recubiertos con lo que parecen ser los restos de los lutos del día de mi investidura, sucios jirones desgarrados y descoloridos. Hay un ambiente rudo y peligroso, un latido de violencia sorda, la tensa vigilia de los hombres de hierro que saben que quizá no alcancen a terminar con vida el día siguiente. Veo todo esto con el corazón encogido mientras atravesamos las estancias a toda prisa, escoltadas por cuatro soldados y en pos de las atléticas zancadas de fray Angélico. Al cabo nos detenemos frente a unas puertas dobles: si la memoria no me engaña, es el salón ducal. El religioso golpea la hoja de madera con el puño.
—Entrad.
El salón es el único cuarto aún reconocible del antiguo castillo. Aquí también han desaparecido los tapices y las ricas alfombras, pero el suelo está limpio de paja y el aire es respirable, porque el fuego crepita dentro de la gran chimenea, librando el lugar de humo. El sillón ducal sigue situado sobre los escalones de piedra, en la parte Norte de la estancia; a la izquierda, junto al muro, veo una cama dispuesta, un pequeño catre de campaña: se diría que Dhuoda ha trasladado su alcoba a este lugar. Unas cuantas bujías en un candelabro iluminan el centro de la habitación. Al fondo, entre las sombras, una figura oscura vuelta de espaldas. El pulso se me acelera y la sangre me zumba en los oídos: sin duda es la Duquesa.
—¿Y bien? —pregunta la figura con una voz extrañamente ronca que, sin embargo, todavía reconozco.
—Aquí están, Dhuoda. Como me pediste —contesta el fraile.
La Duquesa no dice nada, pero en el silencio me parece escuchar un hondo suspiro. Al fin se vuelve hacia nosotros. Con lentitud. Ahora está de frente. Casi no la distingo, pero su rostro brilla fantasmagóricamente blanco en la penumbra.
—Que se acerquen a la luz —ordena.
Los soldados nos empujan hacia el candelabro. Desde el fondo del cuarto, Dhuoda avanza hacia nosotros paso a paso, emergiendo de las sombras como el ahogado emerge de las negras aguas de un pantano. Y su visión resulta tan terrorífica que tengo que hacer un verdadero esfuerzo para que mi expresión no lo denote. Viste de la manera más extraordinaria que pensarse pueda: lleva unas amplias faldas de brocado de seda, tan negras y brillantes como el azabache, pero tan inusitadamente cortas que, por abajo, asoman sus piernas, envueltas en malla de hierro y protegidas por sólidas grebas metálicas de guerrero. En cuanto al cuerpo, lo lleva revestido, hasta la cintura, en una apretada armadura de una condición que jamás he visto: no está confeccionada con eslabones, sino con placas grandes y duras de metal, articuladas ingeniosamente en los hombros de tal modo que puede mover los brazos con comodidad, si bien entre chirridos. Bajo el hombro derecho lleva adosado a la coraza un agudo punzón, un temible estilete, quizá encargado de buscarle el corazón al enemigo en el curso de los combates cuerpo a cuerpo. Colgando del cuello, un espléndido e inadecuado collar de perlas blancas. Toda su armadura es negra como la pez, pulida y espejeante. También su cabello sigue siendo muy negro, una melena despeinada e hinchada que le sale de la mitad del cráneo, pues ahora se depila demasiado el nacimiento del pelo. Aunque quizá lo que suceda es que lo esté perdiendo, tal vez se esté quedando calva, ahora que me fijo su cabello posee una textura horrible, sin duda se lo tiñe, ese negro reseco y pegajoso no es normal. Mi bella Dhuoda, ¿qué ha pasado contigo? Han transcurrido más de tres lustros y ahora debe de tener unos cuarenta y cinco años, pero aun así se ha estropeado demasiado. Parece una vieja, o quizás un viejo: esta turbadora mezcla de sayas de seda, collares de perlas y armaduras feroces le otorga una inquietante imprecisión sexual, un lugar indefinido entre el varón y la hembra. Pero lo peor es su rostro. Su pobre rostro, recubierto de un cuarteado emplasto de yeso y plomo con el que se afana inútilmente en blanquearlo. Los ojos, dementes y enrojecidos, están repintados con los tiznones del kohol berebere y, cuando habla, la boca se abre como una herida rosada en medio de la pálida y grisácea máscara de sus afeites.
Contemplo toda esta devastación mientras Dhuoda, a su vez, me contempla a mí. Me escruta en silencio durante largo rato, con una mirada en la que no soy capaz de reconocer ningún sentimiento. Levanta mis manos, que ahora llevamos Nyneve y yo atadas por delante del cuerpo para poder manejarnos mejor durante el viaje, y observa con atención mis dedos mutilados. Sus ojos relampaguean. ¿Lamenta mis heridas? ¿O acaso las celebra? Súbitamente tengo la sensación de que la Duquesa está buscando síntomas de mi deterioro. Quiere comprobar si el tiempo ha sido tan cruel conmigo como con ella. Quiere verme y no reconocerme, no desearme. Pero no lo consigue. Lo veo, lo noto. Siento la caricia de sus dedos cálidos y secos sobre mis dedos. Y en sus ojos arde la misma Dhuoda de siempre. Toda esa fragilidad y esa dureza.
—Duquesa… —susurro, conmovida a mi pesar.
La Dama Negra deja caer mis manos violentamente. Reprimo un gesto de dolor: tengo las muñecas desolladas, los brazos agarrotados.
—No te he dado permiso para hablar, hereje.
—Sólo quería agradeceros que nos hayáis sacado del campamento de Simón de Montfort. Es un nuevo favor que os debo.
La Duquesa ríe desganadamente. Sus dientes están ennegrecidos y deteriorados, sin duda a causa del envenenamiento producido por los afeites de plomo y de mercurio.
—Tú no me debes ningún favor. No te conozco, hereje. No sé quién eres. Y mañana te quemaré en la pira.
—Si eso es así, ¿por qué vino fray Angélico a buscarnos de vuestra parte? Duquesa, yo sí sé quién sois vos. Y os recuerdo muy bien.
Dhuoda cierra los ojos y su rostro-máscara se crispa. Pequeñas grietas recorren la capa de ungüento.
—Tú recuerdas a la Dama Blanca. Y esa mujer no existe. Yo soy la Dama Negra y carezco de memoria. Te mandé traer para probarme. Te mandé traer para medirme. Y estoy satisfecha, porque he comprobado que el odio es más fuerte que el amor. Mi odio me hace pura, perfecta y poderosa. Y cuando te vea morir mañana, extirparé el último residuo de mi necesitada y deleznable humanidad, como quien cauteriza una pústula con un hierro al rojo. Mañana desaparecerá tu pobre carne y con ella las ruinas del recuerdo que te tengo. Y será como si nunca hubieras nacido.
—No te creo, Dhuoda. Uno no puede evitar ser lo que ya ha sido. La Dama Blanca sigue ahí, atrapada bajo esa sucia pasta con la que te deformas y te escondes. Sé que hay en ti algo bueno, pese a todo. Recuerdo tu generosidad. Y la dulzura de las tardes felices.
La Duquesa sonríe sarcásticamente:
—Mi pequeña Leo…, ya no tan pequeña, porque el tiempo también ha pasado por ti. Ya no eres esa muchachita luminosa que yo conocí… Ahora eres ya todo un caballero, aunque debo reconocer que todavía mantienes tu atractivo. Pero sigues siendo una sierva ignorante. ¿De verdad crees que guardo en mi interior el más mínimo vestigio de lo que tú llamas bondad? Que no es más que fragilidad, impotencia y herida. No tienes ni idea de lo que es el odio. Es una dura y exuberante zarza que lo llena todo, que asfixia cualquier pequeña duda emocional, que te salva de tus míseras necesidades. En mi odio me basto y soy feliz. Mi corazón es de un hierro tan templado y tan negro como el de esta coraza, e igual de impenetrable. Tus palabras me dan risa. Son para mí como el canto de un grillo, inocentes e incomprensibles. No te servirá de nada apelar aduladoramente a mi supuesta generosidad. No te he sacado de las manos de Montfort para salvarte, sino para recuperar lo que siempre fue mío… Porque debo reconocer que antes he mentido… He dicho que la Duquesa Negra carece de memoria, y no es cierto. Hay dos personas cuyo recuerdo hiere y obsesiona a la Duquesa de tal modo que le impide dormir en las noches oscuras… Una es Pierre, mi hermanastro, principio y fin de todo, pues solamente existo para matarle. Y la otra eres tú. Yo te creé y te regalé una vida; pero tu existencia me molesta, es como el zumbido de un moscardón que recuerda el calor de los veranos perdidos. Y yo he decidido vivir en el invierno, en la lluvia perpetua y el poderoso frío. De manera que, tal como te di la vida, ahora se me antoja arrebatártela. Es mi prerrogativa y mi derecho.
Debería sentir miedo, pero siento furia:
—¿Para eso me has traído, entonces? ¿Para que me humille? ¿Quieres verme rogar por tu perdón? Me asusta el dolor y no quiero morir, pero no rogaré.
—Cálmate, Leo. No caigas en su trampa —dice Nyneve a mi lado.
Pero yo no hago caso:
—Hace muchos años ya supliqué por la vida de otro, y ni siquiera entonces pudiste ser clemente. Porque para ser clemente hace falta ser fuerte de verdad. No es el odio, son el miedo y la debilidad los que te han convertido en el monstruo que eres. Me das pena, Dhuoda.
Sus ojos se encienden con un fuego colérico. Me mira en silencio y luego da un brusco tirón de mis manos trabadas. Me muerdo los labios ahogando un gemido.
—Pobre Leo, ¿tus ataduras te hacen daño? —dice suavemente—. Te propongo un juego… Siempre nos gustó jugar, ¿recuerdas? Aquí tienes las velas de este candelabro… Si eres capaz de quemar tus ligaduras con la llama, desataré también a Nyne y os regalaré una confortable última noche. Una buena comida, buenos lechos, incluso un agradable baño de agua caliente. ¿Te atreves a jugar, señor de Zarco?
Pienso rápidamente. La cuerda es de esparto y podría arder con facilidad, pero está muy mojada por la lluvia. Aun así, ansío liberarme de esta soga cruel que se clava en mis carnes, y, además, siempre puede haber más posibilidades de defensa sí no estamos atadas. Pero ¿cumplirá Dhuoda su promesa?
—¿Te atreves, o no?
La burla en su voz, el reto en sus ojos. Aunque se trate de un engaño, tengo que hacerlo. Tengo que borrar esa sonrisa irónica. Tomo aire profundamente y estiro los brazos. Mejor aguantar en lo más caliente de la llama. Mejor no dudar y perseverar, será más breve. Coloco mis muñecas sobre el cirio. El dolor es tan agudo, tan sorprendente, que no lo puedo soportar y retiro las manos. Dhuoda ríe. Vuelvo a tomar aire, contengo la respiración y pongo una vez más las muñecas sobre la llama. Los ojos se me llenan de lágrimas. Debo hacer acopio de toda mi voluntad para no retirar los brazos. La soga humea y luego chisporrotea. Huele a carne quemada. No puedo más. Quiero gritar. La cuerda empieza a arder. Doy un tirón y se rompe. Rizos de llameante esparto caen al suelo. Aparto las manos de la vela. Duele tanto que estoy a punto de desmayarme. Pero estoy libre.
La Duquesa me mira largamente con sus ojos pintarrajeados y su fúnebre rostro del color de la ceniza. No sé qué piensa. No sé qué siente. De pronto, alarga su mano derecha y coloca la palma sobre la vela. De nuevo el nauseabundo olor, el crepitar horrible. Dhuoda permanece impasible: ni un gesto en su cara, ni un temblor en sus dedos extendidos. Los instantes pasan y ella sigue abrasándose la mano, mientras me contempla con una mirada tan fija que ni siquiera parece parpadear. Es un espectáculo insoportable.
—Duquesa…, por favor. ¿Acaso queréis emular a Puño de Hierro? —le digo con la voz estrangulada.
—No te inquietes, Leo…, ella disfruta con esto. Está loca —gruñe Nyneve.
Lentamente, como si saliera de un sueño, Dhuoda retira la mano de la llama y cierra los dedos sobre la herida con delicadeza, como si guardara en su palma una costosa joya.
—¿Visitaste alguna vez el pedazo de tierra que te concedí? —pregunta la Duquesa con voz suave.
—No.
—Lástima. Hubieras encontrado a muchas criaturas como tú, víboras rastreras que laceran la mano de quien les alimenta. Desata a Nyne, primo —ordena la Dama Negra a fray Angélico—. Alójalas separadas y bien vigiladas, pero en aposentos confortables. Y cuida de que estén bien atendidas. Mañana al amanecer las quemaremos. Recuerda, mi pequeña Leo, el dolor que produce la modesta llama de una simple vela… e imagina lo que será la mordedura de una violenta hoguera. Que este pensamiento entretenga tu noche, y que lo disfrutes. Porque mañana yo misma arrimaré la tea a vuestras piras.
Una cruel ironía del destino ha hecho que el lugar de mi encierro sea nuestra antigua habitación en lo alto de la torre circular. También hasta aquí han llegado los destrozos de este tiempo desatinado; los muros están tapados con sus consabidas y mustias colgaduras negras y una espesa capa de polvo y suciedad recubre todo, como si la estancia hubiera permanecido cerrada durante todos estos años. Pero los muebles siguen intactos, los fanales mantienen sus bujías y el gran lecho de plumas, aunque puerco y mohoso, continúa en medio de la sala. Alguien ha entrado a encender la chimenea: el rastro de sus pies está marcado sobre las losas polvorientas. Los leños crepitan y chisporrotean, irradiando una agradable tibieza. Rudos soldados, evidentemente malhumorados por tener que hacer labores ancilares, han traído una tina de cobre y agua caliente. También me han servido una comida abundante, tosca y pesada como almuerzo de mercenario. Incluso me han proporcionado grasa de cordero purificada para cubrir mis quemaduras. Tras el baño, vuelvo a vestir mi armadura de caballero. Una idea atroz atraviesa mi cabeza como un relámpago: no debería entrar en la hoguera recubierta de hierro, porque eso sólo puede alargar y aumentar el sufrimiento. Me esfuerzo en rechazar este pensamiento tan lúgubre: no debo rendirme, no puedo darme por vencida, tengo que concentrar todas mis energías en buscar un modo de escapar. Sin embargo, no es fácil. No sé dónde está Nyneve, carezco de armas, la puerta está guardada desde el exterior por una pareja de grisones y el tiempo se me acaba. La luna cruza con pasos veloces el pequeño horizonte de la ventana: la veo asomar de cuando en cuando tras las abigarradas nubes de la eterna tormenta. Sigue lloviendo de manera monótona e inclemente. Recuerdo ahora aquella otra noche en vela que pasé en este mismo cuarto, contemplando esta misma porción del firmamento. Otra víspera de muerte y de suplicio. De una agonía que no pude evitar. Y aún recuerdo antes, cuando esta alcoba era un lugar alegre y confortable, un paraíso de refinamiento, el comienzo del mundo para mí. Sí, Dhuoda tiene parte de razón: para bien y para mal, soy lo que soy también gracias a ella. O por culpa de ella. No consigo reconocerme en aquella Leola primeriza: admiré y amé a Dhuoda. A este monstruo. Y al terrible y fanático fray Angélico. Pero estoy perdiendo el tiempo. Mi único y último tiempo. Tengo que encontrar cómo salir de aquí, pero mi mente parece incapaz de albergar un solo pensamiento bien enhebrado. La angustia ha dejado mi cabeza ciega y sorda. Vuelvo a imaginar el cruel aliento de las llamas. El metal de mi armadura recalentado al rojo. Tengo que quitármela. Pero no, no puedo pensar en eso; el miedo debilita, como decía mi Maestro. Concéntrate, Leola: eres un guerrero y debes luchar.
—Y bien, Leo…, de nuevo tú y yo a solas…
Sumida en la zozobra de mis reflexiones, no he oído entrar a fray Angélico. Pero me vuelvo y aquí está, con los brazos cruzados sobre el pecho, apoyado en la puerta cerrada, sonriendo ladinamente. ¿Cuánto tiempo llevará ahí? El estómago se me encoge. El fraile me asquea y me da miedo. Durante las dos jornadas que tardamos en llegar hasta el castillo, fray Angélico no se dirigió en ningún momento a nosotras ni dio señales de reconocernos. Pero ahora su sonrisa dice lo contrario. Su sonrisa dice demasiadas cosas, y ninguna me gusta.
—Supongo que tú no opinarás lo mismo, pero yo me alegro de que estés aquí…, me alegro de volver a verte —dice.
Guardo silencio. El fraile se desgaja de la puerta y se acerca a mí. Los años han marcado sus rasgos más profundamente, como si hubieran grabado los surcos de su cara con cincel, pero esa nitidez y esa dureza no empeoran su apostura, antes al contrario: parece más hecho, más rotundo. Sigue manteniendo una forma física admirable, sigue siendo un hombre grande, musculoso y ágil, y esa constitución atlética, tan ajena a la vida sedentaria eclesiástica, me hace pensar en las necesidades y las exigencias de su cuerpo. Siempre fue un varón tremendamente carnal atrapado en la contradicción de su intolerancia religiosa. También él me está escudriñando atentamente, como Dhuoda. Agarra mi barbilla entre sus dedos y levanta mi cara hacia la luz.
—Mi joven caballero… Tiene razón mi prima, aún eres hermosa. Al principio me engañaste, pero enseguida empecé a sospechar que eras mujer. La pequeña Leo…, qué pena me da tu alma equivocada. Erraste el camino desde muy temprano. Vestirse de hombre ya es una abominación ante los ojos de Cristo. Sólo por eso te podrían haber quemado ciento y una veces. Y, luego, mi desdichada amiga, agravaste de modo repugnante tu pecado escogiendo el partido de los herejes. ¿Cómo hiciste algo tan horrible? Y tan estúpido, porque seréis aplastados irremisiblemente… Acabo de leer la copia del informe que Arnaud Amaury, el abad de Citeaux, ha enviado al Papa: «La venganza de Dios ha hecho maravillas: hemos matado a todos», dice Arnaud. La guerra os va muy mal, porque no se puede tener a Dios como enemigo. Mi loca y necia Leola… Y, sin embargo, te he visto crecer. Y parecías tan puro, tan inocente…
Fray Angélico me agarra por los hombros y me atrae hacia su pecho poderoso. Intento resistirme, pero es demasiado fuerte: me encuentro entre sus brazos, apretada contra él, mi cara enterrada en su tórax elástico y mullido, can cálido a través de la lana de su hábito. Siento por un momento el deseo de dejarme llevar, de arropar mi aterimiento en su pecho protector, de sentirme aliviada y confortada por su abrazo titánico. Pero recuerdo quién es y lo que hace; recuerdo que sus manos están tintas de sangre. De modo que mi cuerpo permanece rígido y mi mente alerta.
—Mi joven caballero…, que Dios me perdone, pero siempre me ha atraído tu escondida feminidad en sus ropajes viriles… Esa pequeña mujer envuelta en duros hierros… como ahora.
Las manos de fray Angélico han empezado a acariciarme. Me mantiene aferrada contra él pero sus largos dedos se enredan en mis cabellos, descienden por mi cuello, me rozan la mejilla. Su voz enronquece y se hace más afanosa. Susurra en mi oído, calentando mi oreja.
—Eres mi tentación… Mi atractivo demonio… Y mi carne es débil y pecadora. Pero Dios, en su magnanimidad, sabrá perdonarme, porque dentro de unas horas morirás y no habrá posibilidad alguna de volver a caer en este vicio. Y con tu muerte, y con mi dolor al verte morir, pagaremos por nuestro acto de impureza…
—Suéltame. ¡Suéltame, te digo! —grito, debatiéndome inútilmente en el cepo de sus brazos.
—Ssshhh, espera, espera… Déjame que te goce… y que te haga gozar. ¿No quieres sentir tu cuerpo por última vez, antes de ir al suplicio? No temas…, esto no empeorará tu deuda con Dios, te lo aseguro. No hay nada peor que la herejía… y yo te absolveré después del pecado de la carne, si lo precisas… Déjame que te toque… y que te posea. Sé buena conmigo, y convenceré a Dhuoda para que te estrangule antes de encender la pira… Voy a entrar en ti, mi doncella de hierro… No finjas resistirte, sé que tú también lo quieres, mi demonio… Sé que también te gusto y me deseas… Te voy a poseer y a cambio te romperán el cuello y te librarás del tormento de las llamas…
La urgencia de su afán le ha vuelto medio loco. Su aliento quema mi piel, sus duras y ansiosas manos me hacen daño. En la refriega hemos ido retrocediendo hasta la pared: ahora me tiene aplastada contra el muro. Su robusto muslo está hincado entre mis piernas y su peso de hombre grande me inmoviliza. Agarra mi cara con una mano y la levanta: veo el relumbre febril de los ojos oscuros, la avidez de los labios que se acercan. Su lengua abre mi boca como un ariete, su lengua mojada y musculosa que choca con la mía, que se retuerce ahí dentro. Siento una angustia indecible, un ahogo de náusea, el horror ante ese cuerpo hermoso y aborrecible que antaño deseé y que hoy me violenta. Y entonces sucede. Lo hago sin pararme a pensarlo, lo hago antes de ser consciente de lo que estoy haciendo, es una respuesta defensiva animal, un movimiento de bestezuela acorralada. Clavo mis dientes en su lengua. Muerdo con toda mi alma, con todas mis fuerzas, con toda la desesperación de mis quijadas. Muerdo rápida y feroz hasta que mis dientes entrechocan y mi boca se llena de un líquido caliente. Un rugido inhumano y gorgoteante estalla en mis oídos: es fray Angélico, que se separa de mí demudado y aullando. Me lanza un formidable manotazo; lo esquivo y tan sólo me alcanza de refilón, pero es suficiente para tirarme al suelo. Gateo frenéticamente huyendo del religioso; escupo y veo caer sobre las losas el pedazo de lengua, el buche de sangre. Fray Angélico se agarra la boca con las manos y da tumbos chillando por el cuarto, medio cegado por el dolor. Busco alrededor con angustia y urgencia: a mi lado está todavía el pesado plato de hierro en el que me sirvieron la carne del almuerzo. Cojo el plato y golpeo la cabeza del fraile con toda la potencia de la que soy capaz. El hombre se vuelve y me mira muy quieto, los ojos desorbitados, las barbas llenas de cuajarones de sangre. Golpeo de nuevo. Fray Angélico se derrumba. Se me doblan las rodillas y me siento en el suelo, sin aliento, abrazada aún a la escudilla metálica.
Piensa, Leola. Piensa.
De pronto se me ocurre que los guardias de la puerta tienen que haber escuchado los gritos, las voces, el barullo de nuestro enfrentamiento. Deben de estar preguntándose qué ocurre y sin duda irrumpirán en el cuarto de un momento a otro. Me levanto de un salto y corro a agazaparme junto al umbral, con el plato en la mano, dispuesta a estrellar mi arma improvisada en el rostro del primero que entre. El corazón redobla en mi pecho locamente y pone un tronar de sangre en mis oídos. Transcurren pesados los instantes sin que nada suceda; pasa de hecho tanto tiempo que, de repente, caigo en la cuenta del dolor de mis brazos, demasiado agarrotados por la tensión. Bajo un poco el plato, sin entender qué ocurre. Aguzo la oreja y sólo oigo silencio. En el exterior no parece haber nadie. Pero eso es imposible. No me atrevo a abrir, porque eso me colocaría en total desventaja. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo permanecer encerrada aquí junto al descalabrado y mutilado fray Angélico hasta que vengan a buscarme para la pira.
Aguanto la respiración. Me parece haber oído algo al otro lado de la hoja de madera. Un susurro blando, un tintineo. Vuelvo a levantar la escudilla. Una pobre defensa contra gente armada. La puerta se entreabre ligeramente y se detiene, como si alguien dudara si entrar o no. Tengo la boca seca y el cuerpo dolorido. Un pequeño empujón, Un chirrido de los goznes. Nueva parada. Qué violenta quietud, qué angustia insoportable. Al fin, todo se precipita. La hoja se abre y un soldado entra. Me abalanzo sobre él, pensando oscuramente que, como lleva casco, debo golpear sobre su rostro desnudo.
—¡Soy yo, Leola!
¡Nyneve! Intento detener mi acometida, pero el impulso me arroja sobre ella y ambas caemos al suelo, con gran ruido de hierros que entrechocan.
—¡Calla! —susurra Nyneve inútilmente, reclamando silencio después de la algarabía del metal.
Sin aliento, quietas y entrelazadas sobre las losas, escuchamos el aire. No se oye ningún ruido. Nos ponemos en pie con cuidadoso sigilo.
—¿Qué ha pasado? —cuchichea Nyneve, mirando el cuerpo ensangrentado de fray Angélico.
—¿Qué haces aquí? —respondo con voz queda.
Nyneve cierra la puerta.
—Me he escapado. Sonsaqué a uno de los guardias dónde estabas y…
—¿Cómo te has escapado?
—Hice un hechizo y… Oh, bueno, les soplé a mis carceleros unos polvos de dormidera que llevaba en el cinto… Tardarán varias horas en despertar. Pero ya no me quedaban más polvos y temía no poder librarme de tus centinelas.
—¿Qué has hecho con ellos?
—No había nadie. ¿Qué hacías tú aquí metida, con la puerta abierta y sin guardar? ¿Por qué no te has ido?
Debió de ser fray Angélico. Debió de ordenar a los grisones que se marcharan, temeroso de que fueran testigos de su impudicia.
—Ya te contaré. Ahora vámonos.
—Ponte esto que te he traído. Pasaremos más inadvertidas.
Ahora me doy cuenta de que Nyneve va vestida como un piquero suizo, con un peto de cuero reforzado de placas de hierro y un casco con nariguera. Y ha traído otro uniforme semejante para mí.
—Se los quité a los guardias a los que dormí… Date prisa.
Me despojo con dolor de mi vieja y buena cota de malla, tan ligera y resistente. Lamento abandonarla: es como dejar una parte de mí. Pero sé que Nyneve tiene razón. Me meto dentro de la coraza de cuero, que es demasiado ancha y huele a macho cabrío, a sudor rancio. También el casco me queda grande: la nariguera llega hasta la boca.
—Tienes un aspecto extraño, pero servirá —dice Nyneve.
Me ciño el cinto con la maza y el largo puñal de los piqueros, y salimos cautelosamente del cuarto, cerrando la puerta a nuestras espaldas. La escalerilla de caracol está oscura y vacía.
—¿No estarán mis guardianes esperando al pie de la escalera?
—Cuando yo he llegado no había nadie… Casi todo el mundo duerme, salvo los centinelas. Caminemos con naturalidad y sin esconder la mirada… Este castillo es un caos, como suele suceder cuando las fuerzas están compuestas por mercenarios de distintas banderas. Cada cual hace lo que quiere y no parece haber una gran fluidez en las comunicaciones. Creo que muchos de los soldados ignoran que hay dos prisioneros que mañana van a ser ajusticiados.
—¿Cómo vamos a salir del castillo? El portón debe de estar cerrado y el puente levadizo levantado.
—Sí…, eso es lo más difícil. Ya pensaremos algo.
Bajamos por las estrechas escaleras de la torre, tanteando nuestro camino entre las sombras, y salimos al amplio corredor en torno al patio de armas. El lugar está lleno de soldados; la mayoría, en efecto, duermen. Algunos conversan o juegan a las cartas en el amortiguado resplandor de las hogueras medio apagadas.
—Con calma, ya te he dicho. Naturalidad —sisea Nyneve.
Echamos a caminar entre los grupos con paso lento y gesto tranquilo, justo por mitad del corredor, sin evitar la luz de los declinantes fuegos. Por fortuna, el lugar está en penumbra y nadie parece prestarnos atención.
—Nyneve, no quiero irme sin Fuego. Vamos a buscar a los bridones.
—Es arriesgado, Leo…, pero quizá tengas razón. Quizá lo más osado sea lo menos evidente… y desde luego nos vendría bien un par de caballos.
Nos dirigimos hacia el gran salón, que, según vimos ayer, ha sido convertido en cuadra. Para nuestro asombro, no hay nadie guardando la puerta del lugar, nadie tampoco en el interior, cuidando de los jumentos. Muy seguros deben de sentirse dentro de la fortaleza, para que exista un relajo semejante. O quizá sólo sea una consecuencia más del desorden que reina en el castillo, que parece más un campamento de bandidos que el cuartel de un ejército. En el antiguo salón de banquetes hay una atmósfera espesa, un aire tibio que parece adherirse al rostro y ensuciar las narices con su punzante olor a cuero sudado y excrementos. Un par de hachones encendidos reparten más sombras que luz en la vasta estancia.
—Hay muchos animales y está muy oscuro… Nos costará encontrarlos, si es que están. Cojamos los dos primeros, no podemos perder tiempo —dice Nyneve.
—¡No! Espera…
Silbo quedamente mi llamada a Fuego: si está, me reconocerá. Y, en efecto, inmediatamente escucho un relincho y un golpear de cascos al fondo de la sala.
—¡Acabarán oyéndonos! —protesta mi amiga.
Corro hacia el lugar: aquí está Fuego, atado por tres cuerdas, un poco apartado de los demás caballos y con alguna señal de latigazos: sin duda se resistió a sus captores, como siempre hace con la gente extraña. Me abrazo a su recio cuello rojo, mientras el bridón cabecea de gusto y me babea.
—Calla, Fuego…, tranquilo, calla…
—Aquí está Alado —susurra Nyneve—. Vamos a ensillarlos.
Les ponemos las primeras gualdrapas y las primeras sillas que encontramos. Equipos modestos de estribos muy largos. Cabezales, bocados. Los animales se dejan hacer mansamente. Parecen contagiados de nuestro sigilo, como si entendieran lo que sucede. Los tomamos de las bridas y salimos con ellos por la puerta. Comenzamos a desandar nuestro camino por el castillo, con toda la lentitud y la naturalidad de que somos capaces. Ahora, con los caballos detrás y el ruido escandaloso de sus cascos, sin duda estamos llamando más la atención. Los rostros se levantan desde las hogueras y alguno de los durmientes se remueve a nuestro paso, lanzando un juramento porque le hemos despertado. Pero siguen sin detenernos y sin decirnos nada. De pronto, un soldado viejo y curtido con la cara cruzada por una enorme cicatriz nos sale al paso. Nos mira con gesto agresivo y dice algo incomprensible en su dialecto de las montañas. Pongo mi mano sobre el puñal, pensando que es el fin: estamos rodeados de hombres de hierro. Pero, para mi pasmo, escucho que, a mi lado, Nyneve contesta en la misma lengua indescriptible y con el mismo tono de desprecio y violencia. El viejo suelta un bufido, da media vuelta y se marcha. Nosotras seguimos nuestro camino. Estoy temblando.
—No sabía que hablaras la lengua de los suizos…
—Todavía ignoras muchas cosas de mí, aunque no lo creas.
—¿Qué quería?
—Bah. Era un loco, o estaba borracho. Me ha preguntado que dónde estaba mi amigo Lotar, porque quería matarlo.
—¿Y tú qué has dicho?
—Que los grisones no tenemos amigos y que no sabía dónde estaba Lotar, pero que si quería pelea podía empezar con nosotros.
—Dios mío…
—No te quejes, Leola, ha funcionado…
Cruzamos el patio de armas bajo el monótono repiqueteo de la lluvia constante. El camino se me está haciendo interminable y tengo que contenerme para no correr. Sobre nuestras cabezas, las cargadas nubes empiezan a adquirir un tono grisáceo amoratado: el amanecer anuncia su llegada. Nos guarecemos bajo los grandes arcos que comunican el patio de armas con el patio de la entrada. Desde allí, arrimadas al muro y escondidas entre las sombras, atisbamos el panorama. Estamos llegando al perímetro exterior de las murallas y hay muchos hombres de guardia. Las puertas están cerradas, el puente levadizo levantado y un guerrero a caballo, apostado estoicamente bajo la lluvia junto a la puerta, está claramente al mando de la guarnición. Aquí no hay ni rastro de la somnolencia y el relajo del interior del castillo: todos los soldados parecen encontrarse atentos y vigilantes. Serán muy difíciles de engañar.
—¿Y ahora qué hacemos? —murmura Nyneve, pensativa.
Podemos esperar a que se haga de día, a ver si abren la puerta… y entonces intentar atravesar el puente al galope, antes de que nos maten los alabarderos o los arqueros. Pero las posibilidades de conseguir tal cosa son remotas, y además, cada instante que pasamos en el castillo aumenta el riesgo de que nos descubran. Los guardias dormidos pueden despertarse, mis centinelas pueden regresar, fray Angélico puede volver en sí, si es que no le he roto la cabeza… Debí golpearle otro par de veces, antes de salir de la habitación. Sin contar con que, al amanecer, irán a buscarnos para ajusticiarnos.
—¿Has dispuesto la leña como te dije?
—Sí, señor. Bien colocada y atada en manojos para que no se desbarate, pero dejando pasar aire entre las ramas.
Las palabras han sonado justo junto a mi oído. Vuelvo la cabeza y descubro que estoy al lado de la tronera de uno de los estrechos cuartos de guardia. Miro por la abertura y, a la luz de una vela colocada en una hornacina, veo a un hombre mayor con ropas modestas. Tiene una cara redonda y bondadosa, nimbada por un halo de pelos blancos. Está sentado en un pequeño banco y mantiene entre las piernas un balde de madera medio lleno de un líquido espeso que remueve con un palo. A su lado, un muchacho se mantiene de pie con aire respetuoso. Su cabello y sus ropas están empapados y goteantes.
—Lo malo de este sitio es la maldita lluvia, que no cesa —se queja el viejo—. Luego la madera está tan mojada que no hay quien la prenda, y se organizan unas humaredas espantosas. Y las humaredas, te lo digo siempre, son muy malas. No sólo deslucen el espectáculo porque no hay manera de ver nada, sino que, además, pueden asfixiar a los herejes antes de que las llamas lleguen a tocarles.
—Sí, señor.
Me estremezco al reconocer de lo que están hablando. Nyneve, que también les ha oído, señala hacia un rincón del patio: ahí están nuestras piras. Dos grandes montones de leña rematados por las estacas en las que piensan atarnos. Que la Virgen Santísima nos ayude. Fuego cabecea, inquieto, y le rasco los belfos para que no haga ruido.
—Pero esta mezcla de brea y resina hace milagros, ya lo verás. ¡Que no se te olviden las proporciones! La próxima vez lo haces tú, para aprender. Untaremos los leños con este engrudo y verás cómo arden, así sea debajo del Diluvio. Aunque me parece que tendremos que volver a calentarlo, se está espesando demasiado… Seguramente la reya querrá meter ella misma la primera tea, pero después ya sabes lo que tienes que hacer para encender tu pira…
—Sí, señor. Tengo que prender todo alrededor… y verificar de dónde viene el viento, para compensar con más fuegos la parte donde no sopla y conseguir que las llamas se eleven de forma regular.
—Eso es. Tranquilo, te saldrá muy bien.
—Rey… Se me ha ocurrido que tal vez podríamos untar también la ropa de los herejes con la brea… para estar más seguros, por la lluvia…
—Muy bien, hijo mío. Muy atinado —dice el viejo, sonriendo con afectuosa satisfacción—. Serás un buen verdugo.
Nyneve me da con el codo, reclamando mi atención:
—¡Están abriendo el portón y bajando el puente! —susurra.
—Es que ya ha amanecido. Esperarán público para la ejecución. Por Dios, tenemos que hacer algo…
—Sí… Ahora o nunca. Monta a caballo y sígueme.
Salimos al trote de debajo de los arcos y nos dirigimos, haciendo ostentosas señas, hacia el caballero que está al mando.
—¡Mi rey! —dice Nyneve con fingida voz de fatiga y urgencia—. ¡Hay que volver a subir el puente y cerrar las puertas! ¡Los herejes han escapado!
—¿Escapado? ¿Cómo?
—¡Mi rey fray Angélico me envía a deciros que clausuréis el castillo y reforcéis la guardia, y que luego acudáis a verle a sus aposentos para recibir instrucciones! ¡Se están organizando batidas para buscarlos en el interior de la fortaleza!
—¡Levantad el puente! —grita el caballero.
—¡Un momento, mi rey! ¡También nos ha ordenado que salgamos a vigilar el perímetro, por si los herejes consiguen descolgarse de algún modo desde las murallas! ¡Os ruego que nos deis un par de hombres de refuerzo!
—¡A ver, tú y tú! —dice el guerrero, haciendo caracolear su caballo con nerviosismo y señalando a dos de los soldados más próximos.
Los hombres se apresuran a ponerse a nuestro lado.
—¡Marchaos de una vez, para que pueda cerrar! —gruñe el caballero.
—¡Sí, mi rey!
Salimos galopando a toda velocidad por el mohoso puente, seguidos por los piqueros, que corren cuanto sus piernas les permiten. Ni siquiera nos volvemos cuando escuchamos el pesado batir de los portones y el rechinar de las cadenas del puente al levantarse. Y tampoco miramos para atrás cuando los piqueros, desconcertados y abandonados a su suerte extramuros, hartos de correr inútilmente detrás de nosotras, empiezan a llamarnos y a gritar a nuestras espaldas. Al pie de la loma escuchamos el silbido de las primeras flechas, pero nos hallamos demasiado lejos y no nos alcanzan. Cuando estamos entrando ya en el bosquecillo oímos el estridente toque de alarma de las trompetas. Y nosotras continuamos galopando, continuamos volando hacia el nuevo día a lomos de nuestros rápidos bridones.