Volvemos hacia el Sureste, porque Gastón va camino de Albi, donde quiere proseguir sus estudios herméticos con Megeristo, que al parecer es un afamado maestro alquimista. He convencido a Nyneve de que lo acompañemos, pues, a fin de cuentas, ¿qué guía nuestros pasos, sino el azar? Y la Providencia Divina, naturalmente, cuyo designio siempre es tan difícil de desentrañar.
La Providencia ha hecho que la niebla haya desaparecido por completo. Hace un hermoso, fresco y soleado día de otoño, y el mundo está tan lleno de luz que se diría que la noche no existe. Gastón marcha a mi lado a lomos de Alegre, nuestro palafrén, pues él no posee ninguna cabalgadura. A decir verdad, apenas posee nada, aparte de su inteligencia y su hermosura: es casi tan pobre como un fraile mendicante. Pero le miro y mi cuerpo se convierte en agua, como la escarcha que el sol funde en las mañanas. Mis emociones y mis deseos son líquidos. Soy una lágrima de gozo.
Nyneve y yo vamos vestidas de hombre. Es más seguro, me siento más cómoda y, además, quiero buscar alguna encomienda que cumplir, pues desearía ayudar a Gastón con algo de dinero, para que pueda pagar a su maestro. Nyneve tuerce el gesto; sigue sin gustarle mi alquimista. Pero le soporta, porque me quiere. Supongo que, después de tantos años estando las dos solas, se siente un poco extraña ahora que somos tres.
Hace varios días que salimos de la posada. Vamos a buena marcha; sin querer, me descubro azuzando a mi bridón, como si con ello pudiera aguijonear las espaldas del tiempo. Ansío que el sol corra, que llegue la noche, que la jornada acabe; entonces empieza para mí la verdadera vida, en los calientes brazos de Gascón. Apenas duermo, pero me siento más despierta y descansada que nunca. Es un prodigio.
—Eh, ¿qué sucede? —exclama Nyneve.
Mis ensoñaciones me han distraído hasta el punto de perder la noción del entorno. Ahora, alertada por el grito de mi amiga, miro hacia delante y veo que en el campo, no lejos de nosotros, hay una decena de hombres de hierro a caballo, en formación de combate y con las espadas desnudas, que se lanzan al galope hacia nosotros. Se me erizan los vellos de la espalda. Tiro de las riendas de Fuego, descuelgo mi escudo y desenvaino; pero son tantos que nuestra única posibilidad está en la huida. Damos, pues, media vuelta, pero, para nuestro espanto, descubrimos que detrás de nosotros hay otro grupo semejante de guerreros a la carga. Estamos perdidos. Espoleo al bridón y salimos a toda velocidad hacia uno de los laterales, intentando escapar de los dos contingentes. A mis espaldas escucho sus voces, los alaridos de guerra con los que se alientan y enardecen… y ahora oigo el estruendo de los escudos al chocar, el chirrido de los espadones golpeando el hierro. ¿Cómo es posible? Miro por encima de mi hombro: los dos grupos de caballeros están combatiendo entre sí. De manera que no tenían nada que ver con nosotros: simplemente nos encontrábamos en medio de su guerra.
Desde el camino, contemplamos cómo se pelean. Gritan estentóreamente y hacen mucho ruido, pero no parece una batalla muy feroz. Tiene algo de ritualizado, algo de pasos contados, casi como una danza. Al cabo, la mitad de los guerreros vuelven grupas y huyen. Los otros les persiguen.
—Vamos a ver adonde van…
Galopamos tras ellos a prudente distancia. Al poco tiempo llegamos a un pequeño castillo en el que el primer grupo de caballeros se introduce presuroso, mientras desde las almenas los arqueros comienzan a disparar a los perseguidores. Ahora son los guerreros atacantes quienes escapan, levantando los escudos sobre sus cabezas para protegerse de las flechas. Les vemos desaparecer en lontananza, mientras los castellanos terminan de alzar el puente levadizo para clausurar la puerta.
—La guerra siempre me abre el apetito —dice Gastón—. Vayamos al pueblo y almorcemos algo.
Se refiere a una localidad que asoma más adelante, colgada en las faldas de una colina. Retomamos el camino y arribamos al lugar poco después. Es una villa bastante grande, pero pobre y descuidada. Hay un par de posadas que, pese a su aspecto destartalado, están llenas a rebosar, hasta el punto de que nos cuesta encontrar un lugar donde sentarnos. Mientras comemos, le preguntamos a la posadera por los caballeros belicosos.
—Son el conde de Guînes y el señor de Ardres… —contesta la greñuda mujer con un suspiro—. Son los dos nobles de la comarca y habitan en castillos vecinos y muy próximos. Pero sus linajes están enemistados desde tiempo inmemorial por alguna rencilla de la que nadie se acuerda. El caso es que están en guerra desde siempre. El abuelo de mi abuelo ya nació con la guerra de los reyes, de manera que deben de llevar por lo menos un siglo peleando. Todos los días salen a combatir, en verano y en invierno, con el sol achicharrante y con los hielos, y se persiguen los unos a los otros hasta las puertas de sus castillos. Sólo se quedan en casa los días de lluvia: es la tregua del agua. La guerra constante arruina los campos, empobrece la ciudad y dificulta los negocios. Todos en la comarca rezamos porque llueva, pero el rey no nos escucha demasiado: ésta es una tierra árida y seca. Somos un pueblo desgraciado.
—Sin embargo, vuestra posada está llena, y también la de vuestro competidor…
A la mujeruca se le ilumina el semblante:
—Eso es un milagro… El milagro de San Caballero. Pero supongo que vos venís también a ver al Santo…
San Caballero… De manera que éste es el lugar donde apareció el hombre de hierro momificado del que hablaba el mercader.
—No, no venimos a eso… Pero nos gustaría verlo.
—Es un prodigio, la respuesta de Dios a nuestras plegarias. Ojala este portento nos traiga el fin de la guerra. Está en una cueva en las afueras, saliendo por el sendero del río, pasado el molino. No tiene pérdida.
Acabado el almuerzo, y antes de marcharnos, decidirnos visitar al guerrero momificado. Seguimos las instrucciones de la mujer y encontramos con facilidad la senda junto al río, muy transitada por un hilo de gentes que vienen y van. Al cabo de cierto tiempo hay que abandonar la vereda y dirigirse hacia unas rocas por un camino recién abierto por la huella de numerosos pies. Al fin vemos la cueva, medio oculta por matorrales en una pared de piedra. En la boca, varios huleros venden sus mercancías. Desmontamos y entramos mezclados con la gente. Es una caverna bastante amplia, con el suelo arenoso. Un buen refugio. Está llena de velas encendidas; se escuchan cantos, rezos, exclamaciones de asombro. Vamos avanzando paso a paso a través de la muchedumbre que abarrota la gruta, hasta que al cabo llegamos a primera línea, junto al Santo, y lo vemos. Extendido encima de un repecho de roca natural que hace las veces de lecho, está el cadáver perfectamente momificado de un guerrero. La nariz afilada y cerúlea, los cabellos ralos y blanquecinos, las manos sarmentosas cruzadas sobre el pecho. Parpadeo atónita: es el señor de Ballaine, el viejo caballero que me auxilió en mis primeros días de soledad, el que me enseñó a engrasar la armadura. No me cabe ninguna duda: reconozco su perfil y la cota que viste. Reconozco a Sombra, su viejo bridón, también yerto a su lado.
—¡Pierre! —exclama Nyneve junto a mí—. ¿Has visto quién es, Leo?
—¿Y quién diantres es? —pregunta Gastón con voz irritada.
¿Por qué está molesto? A veces mi bello y dulce alquimista me sorprende con unos desabrimientos repentinos que no atino a entender. Tal vez le incomode que las dos conozcamos a San Caballero, que poseamos una información de la que él carece.
—Es el señor de Ballaine, un viejo guerrero a quien Leo y yo tuvimos el gusto de tratar, hace mucho tiempo, en diferentes épocas de nuestras vidas. Mira, todavía se le nota el golpe de la frente que yo le curé.
Es verdad. Su cabeza aún muestra la vieja herida, ese hueso hundido que tanto me impresionó cuando le conocí. Sin duda es el señor de Ballaine, aunque mi mente se resiste a creerlo. ¿Cuánto tiempo llevará muerto? Probablemente varios años. El frío seco de la cueva ha debido de proteger su carne de la corrupción. Observo que Sombra no está atado: seguramente el animal falleció antes que el caballero. Pobre señor de Ballaine; después de todo no alcanzó a morir en combate, como deseaba. Imagino sus últimos momentos en la cueva, a oscuras, completamente solo, sin poder valerse. Agonizando de debilidad y de vejez. Pero su rostro está en calma, su postura es serena, casi magnífica. Junto a nosotros, los fieles caen de hinojos y rezan con fervor. Hay lágrimas en los ojos de las buenas gentes y en la cueva se respira una emoción sagrada.
—Vaya con el viejo Pierre…, ésta es su mejor victoria —musita Nyneve.
Mi amiga tiene razón. El señor de Ballaine estaría satisfecho, si se viera. En realidad ha logrado mucho más de lo que se proponía; él quería vivir su fin con dignidad y ha conseguido convertirse en un santo. En San Caballero. Sus hijos se morirían de envidia, si lo supieran. Seguro que intentarían recuperarle, porque un santo en la familia sirve de mucho.
—Mi rey… Psssss, psssss… Eh, mi rey…
Miro a mi alrededor, buscando el origen del penetrante susurro. Junto a mi codo, doblada la cerviz con servilismo untuoso, asoma la cabeza de un clérigo de edad indefinida. La frente huidiza, la nariz prominente, bigotes incoloros, ralos y tiesos, una completa ausencia de barbilla. Nunca antes había visto semejante apariencia de rata en un humano.
—¿Es a mí?
—Sí, mi rey. Con perdón, rey. Sois extranjero en la comarca, ¿no es así?
—En efecto.
—Entonces estoy seguro de que mi amo querrá veros. Y vos no lo sabéis aún, pero también querréis ver a mi amo. O sea, es decir: mi amo os propondrá algo muy provechoso para vos, os lo aseguro.
—No entiendo de qué me hablas.
—Sólo os ruego, os suplico que me acompañéis a ver a mi amo, mi rey. Pero tenéis que ser muy discreto.
—¿Y quién es tu amo?
—El muy grande y magnánimo señor de Ardres.
El gran y magnánimo señor de Ardres es un viejo mezquino de aspecto sucio e insignificante, y su castillo es un lugar desapacible y lóbrego.
—Los señores feudales son así, mi Leo… Tú hasta ahora has conocido la nobleza occitana, que es mucho más agradable. Pero por desgracia ésa es la excepción dentro de la norma… —dice Nyneve.
Malacostumbrada a la refinada compañía de las damas, al confortable castillo de Dhuoda, al espléndido palacio de Leonor, esta oscura morada y sus rudas rutinas me resultan entristecedoras y agobiantes. No hay jardines interiores, ni suficientes hachones encendidos en las horas oscuras. Los muros no están recubiertos con tapices, sino con despojos de animales, cabezas, cuernos, rabos y pezuñas, o bien con panoplias de armas, porque las dos grandes pasiones de los varones de este lugar parecen ser la guerra y la caza. En cuanto a la primera, ya está dicho que combaten todos y cada uno de los días contra los partidarios del conde de Guînes; pero esas escaramuzas no parecen bastarles para saciar sus ansias de sangre y de violencia, porque, además, salen de cacería seis días a la semana. Y lo más curioso es que las partidas cinegéticas de uno y otro noble se respetan mutuamente cuando se encuentran en campo abierto, como si hubieran acordado una tregua.
El clérigo de sotana raída, hocico roedor y espinazo prominente se llama Mórbidus. Nos trajo al castillo al trote, esto es, nosotros al trote corto de nuestras cabalgaduras y él corriendo a toda velocidad un poco por delante, insospechadamente ágil y resistente sobre sus cortas piernas, más rata que nunca en su veloz desplazamiento por el campo. Además, impidió que intercambiáramos una sola palabra con los soldados y los caballeros de su amo.
—¡Hay prisa, mis reyes! ¡Para luego las presentaciones! —decía, corto de aliento pero pomposo, mientras nos hacía desmontar y nos guiaba por el oscuro y rústico edificio hasta lo que hoy sé que es la sala principal, una pequeña estancia húmeda y sombría donde se encontraba el señor de Ardres, todo revestido con su armadura y derrumbado en un sillón junto a la chimenea. Recuerdo que pensé que se encontraba demasiado cerca del fuego y que el metal de su cota de malla debía de estar casi abrasando. Luego he sabido que el viejo Ardres lleva dentro de sí un frío eterno, el aliento helado del cercano sepulcro, y que nunca le parece estar lo suficientemente próximo al hogar.
Después de cerrar las puertas de la sala con misterioso sigilo, Mórbidus nos presentó a su amo y le explicó que éramos forasteros y que nos había encontrado en la cueva milagrosa de San Caballero.
—¿Acabáis de llegar por primera vez a la región? —preguntó el viejo con voz débil y chirriante.
—Sí, rey.
—¿Y no os conoce nadie por aquí?
—No, rey.
Mi respuesta pareció animarle, aunque su aspecto siguió siendo mustio y ceniciento. El señor de Ardres ofrece una pobre estampa. Su vetusta armadura proviene sin duda de una era juvenil más musculosa, porque ahora baila holgadamente alrededor de su cuerpo esquelético. La malla de hierro está rota y herrumbrosa, y casi tan sucia como las desparejas barbas del guerrero, que suelen mostrar costras secas de alguna materia indiscernible, grumos de viejas sopas o veladuras de mocos. A veces, cuando le veo tan maltrecho y descuidado, pienso en el señor de Ballaine, que, en el momento en que le conocí, debía de tener la misma edad, si no más. Pero qué enorme diferencia media entre ellos. Ahora aprecio mejor, y admiro aún más, la impecable batalla de San Caballero contra las úlceras del tiempo.
El caso es que, una vez verificado nuestro anonimato en el lugar, el señor de Ardres me ofreció un trabajo. Por primera vez recibía una propuesta de un caballero, yo, un mísero y apestado Mercader de Sangre, lo que demuestra el ínfimo nivel del viejo Ardres y sobre todo su gran necesidad. Este anciano es un hombre triste que vive en la amargura del fin de su linaje, pues él es el último de su estirpe: sus dos hijos fallecieron de mozos y sin descendencia, con las espadas en la mano, en el transcurso de esta guerra eterna contra el conde de Guînes. Ahora se encuentra enfermo y lleva cierto tiempo sin poder salir personalmente a batallar, cosa que el Conde, su enemigo, tomó como señal inequívoca de su cercana victoria. Guînes estaba convencido de que iba a acabar con la casa de Ardres y con la guerra eterna. Y ahí es donde yo entro. El señor de Ardres me propuso que me hiciera pasar por su sobrino, llegado desde París para ponerme al frente del combate. Y que saliera cada día al campo de batalla dirigiendo al pequeño puñado de sus caballeros, para lo cual era menester que ellos también creyeran en mi falsa identidad, porque nunca se dejarían capitanear por un Mercader de Sangre como yo.
—Es sólo por un tiempo —farfulló Ardres—. Hasta que yo recobre la salud.
Nunca la recobrará, lo sé, pero, aun así, acepté la encomienda. No me gusta el señor de Ardres, ni vivir en este triste lugar, ni participar en esta guerra insensata. Pero el viejo guerrero paga bien, y ofreció facilitarle a Gastón un cuarto privado y los materiales necesarios para proseguir sus investigaciones herméticas. Cuando terminamos de acordar las condiciones, Mórbidus sacó unas tablillas de cera y se puso a tomar notas. Es el escribano del castillo, la única persona que sabe leer y escribir en toda la fortaleza, y está redactando la historia de la Casa de Ardres.
«Enterado de la pasajera dolencia de su pariente, el señor de Zarco, hijo de Emengunda, la muy querida hermana del señor de Ardres, corrió en ayuda de su amado tío. Y llegó al castillo en compañía de su escudero y de su sirviente, y ofreció su invicta y joven espada en apoyo de la causa del glorioso guerrero», garrapateó Mórbidus ese primer día.
—¡Pero todo eso es mentira! —se indignó Gastórf, mortificado por haber sido descrito como sirviente.
—¿Y qué más da, mi querido amigo? Cuando yo lo escribo, lo hago real.
Aquí estamos, en fin, saliendo a luchar cada jornada, menos los domingos y las fiestas de guardar, así como los escasos días en los que llueve o graniza. No es un trabajo demasiado difícil; los combates no suelen ser excesivamente sañudos ni violentos, aunque, como es natural, de cuando en cuando los filos cortan carne y salta la sangre. Como en toda guerra añeja y rutinaria, los enfrentamientos están sujetos a cierta jerarquía y protocolo. Y así, por lo general a mí me toca cruzar el acero con el conde de Guînes, un hombre de apariencia aún más ruda que el señor de Ardres, pese a su mayor alcurnia, y con un rostro mutilado de expresión terrible: carece por completo de nariz, rebanada hace ya tiempo en algún combate. Los primeros días, Nyneve se negó a acompañarme y se quedaba en el castillo intentando convencer al anciano rey para que le dejara curarle. Pero Ardres nunca consintió que le tocara y, por otra parte, sospecho que mi amiga ha debido de discutir con Gastón, porque al poco tiempo empezó a salir conmigo a la guerra diaria, combatiendo desganadamente y procurando no herir ni ser herida, cosa que, a decir verdad, es más o menos lo que todos hacemos. Pese a lo cual, cada tarde, cuando regresamos a la mísera fortaleza, Mórbidus llena pliegos y pliegos de pergamino con un hinchado relato de aventuras caballerescas y clamorosas victorias de su amo.
El señor de Ardres siempre viste armadura, incluso para sentarse a la mesa; lleva constantemente sobre el hombro, encapuchado, a su halcón preferido, y en su castillo jamás resuena la música. Su mesa está compuesta de toscos y monótonos platos, de descomunales y correosos asados de carne que el noble come, o más bien picotea, pues cada vez ingiere menos, con torpes modales de plebeyo, chorreándose de grasa y compartiendo sus alimentos con los feroces perros de guerra que se tumban a sus pies. Lo cierto es que el viejo está tan enfermo que últimamente incluso ha dejado de practicar con el sarraceno disecado que tiene en el patio de armas a modo de estafermo, cosa que antes era uno de sus pasatiempos favoritos. Hay días en los que los dolores le impiden levantarse y entonces pasa la jornada sentado entre almohadones en el lecho, aunque, eso sí, ataviado con su armadura entera, un raro hombre de hierro entre cojines. Está intentando ordenar sus cosas en este mundo para poder presentarse ante Dios con la conciencia limpia, pero sus métodos son un tanto feroces. Cuando llegamos, en el patio de armas del castillo todavía se mecía el cuerpo ahorcado de una joven campesina. Al parecer el señor de Ardres había mandado pregonar en toda la comarca que dotaría con doscientos reales a cada una de las siervas de su feudo a las que él hubiera desvirgado. Se presentaron numerosas mujeres y todas cobraron la cantidad acordada, pero entre ellas llegó una muchacha que quiso hacerse pasar por desvirgada, aunque no lo era. Descubierta su superchería, la pobre desgraciada fue ajusticiada sin más miramientos.
El anciano guerrero también ha ordenado que todos sus siervos ayunen durante tres días, como penitencia por los pecados de su amo; y ha mandado llamar a los monjes de un monasterio cercano, pues dice querer tomar los hábitos antes de morir para asegurarse la salvación. Los monjes llevan en el castillo dos semanas comiendo y bebiendo como príncipes, y todos los días exhortan al caballero para que entre en la Orden y les pague la dote o herencia prometida; pero el viejo señor de Ardres pospone una y otra vez la decisión, aferrándose a pequeños indicios de salud, a imaginarias mejorías, al mero y loco deseo de vivir que nubla las entendederas de los humanos, porque en realidad todos nos las arreglamos para vivir como si no estuviéramos condenados a muerte. Y así, el anciano dice:
—Hoy me duelen menos las piernas.
O bien:
—Hoy parece que tengo más apetito.
O quizá:
—Hoy he dormido un poco mejor.
Y eso basta para que siga vistiendo empeñosamente su anticuada armadura cada mañana.
Pero lo que más me sorprende, e incluso me conmueve, a mi pesar, es que el señor de Ardres parece estar creyéndose que yo soy verdaderamente su sobrino. A veces, cuando regreso de la guerra y entro a dar el parte a la sala, donde el anciano me aguarda casi metido dentro de la chimenea, o a la alcoba, si ese día no se ha levantado de la cama, el caballero me dice cosas absurdas, blandas frases de viejo emocionado: «Hijo, no dudo de tu victoria, por algo corre la poderosa sangre de los Ardres por tus venas». O me pide que le cuente cosas sobre su hermana, a quien dejó de ver hace cuarenta años. Y yo finjo e invento, pues no tengo corazón para decirle que se le está yendo la cabeza.